El Cultural 146

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FRANCISCO HINOJOSA

DÍAS DE GUARDAR Y LUEGO OLVIDAR

CARLOS VELÁZQUEZ

JESÚS RAMÍREZ-BERMÚDEZ

CARTA ABIERTA A FERNANDO VALLEJO SOBRE EL EFECTO PLACEBO

El Cultural N Ú M . 1 4 6

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[ S u p l e m e n t o d e La Razón ]

RETORNO A

SERGIO PITOL

MARGO GLANTZ ALBERTO RUY SÁNCHEZ ALEJANDRO TOLEDO

UNIVERSO CARCELARIO

SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

LA MALA COSTUMBRE DE LA ESPERANZA BRUNO H. PICHÉ

Arte digital > Staff > La Razón


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La sentida desaparición del escritor mexicano Sergio Pitol, el 12 de abril pasado, convocó de nueva cuenta el reconocimiento internacional a un trayecto literario que avanzó a través de años y títulos hasta alcanzar su plenitud, señalada por la erudición, la ironía, el sentido del humor y la gracia. En estas páginas, dos colegas, Margo Glantz y Alberto Ruy Sánchez —autores distinguidos, a su vez, de las letras contemporáneas— nos comparten su testimonio privilegiado del amigo —en persona y en obra—, con la calidez del afecto y la sonrisa.

UNA VIEJA POSTAL POR SERGIO ALBERTO RUY SÁNCHEZ

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l otro día pasé caminando, por azar, frente al edificio donde vivía Sergio Pitol en París. Era la época en que Magui y yo lo conocimos. Donde nos reunimos muchísimos fines de semana y bailamos y comimos y llenamos de risa el silencio nocturno de la calle. No pocas veces con quejas típicas de sus vecinos. Esa especie de folclore parisino que son los bajísimos niveles de tolerancia citadina. Y recordé a Sergio calmándolos e inmediatamente después atacado de la risa de sus gestos furibundos. Se abrió la puerta y traté de ver si salía alguno de los rabiosos. Al instante recordé que ya en aquel entonces esos vecinos eran de edad avanzada, que ahora, cuarenta años después, es inútil esperarlos. Me asaltaron las imágenes de aquel Sergio lleno de vida y de palabras en contraste con el último que pude ver, ya atado a su último destino de retracción vital. La última vez que lo vi pensé que en sus ojos inquietos o fijos, casi inquisitivos, en su boca callada, para mí siempre llevaría dentro aquel otro Sergio cuarentón de mediados de los años setenta parisinos. Poco después de haberlo invocado me llegó la noticia de su muerte. Fue tan extraño darme cuenta de cómo dolió a pesar de saber que prácticamente se había ido muchos meses antes. Hay tantos tipos de ausencia. Tantas maneras distintas de sentirla. Tantas formas de morir en vida y tantas de vivir ya muertos. Cada quien guarda, de sus muertos, las imágenes y las sensaciones que puede y quiere. Nosotros teníamos poco más de veinte años, Sergio cuarenta y dos. Magui lo había conocido, no sé cómo. Ella había llegado a París unos meses antes que yo. Y ella me introdujo a su círculo. Sergio, durante algún tiempo de iniciación parisina casi nos adoptó. Nos invitaba todo

el tiempo a comer o a cenar y nos presentaba a todos sus amigos. Él era agregado cultural de la embajada mexicana cuando Carlos Fuentes era el embajador. Y era muy generoso. En esa época era el autor de una sola novela, El tañido de una flauta, y de varios libros de cuentos. La novela era de esas en las que el autor escribe al final la ciudad y la fecha en que la escribió. Recuerdo que la de Sergio tenía muchas ciudades. Y recuerdo también el malestar que, ya en confianza y a solas, manifestaba. Se sentía frustrado de no haber escrito más. Esa novela, donde el oficio de escribir era central, tenía que ser una especie de prólogo a una carrera de escritor que él no sentía que estuviera despegando. Nos contó que unos meses atrás había tenido un accidente de auto en la carretera. De los golpes en la cabeza había salido con una especie de afasia que le impedía articular un relato. Por lo menos ya podía hablar y leer perfectamente. Iba a pasar un tiempo en unos baños termales que hacían resonancia de la película de la Nouvelle Vague, El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, inspirada en La invención de Morel, de Bioy Casares. El hecho es que él estaba seguro de que cada vez que regresaba de allá estaba mucho mejor. Aparte de toda terapia real, Sergio lo vivía con una emoción literaria: “Es como ir a curarse a un lugar que existe dentro de las novelas. Como ir a cenar con Proust aquí a la vuelta o conversar con Madame Bovary si vas a Rouen.” Cuando Sergio hablaba de literatura no había nunca un asomo de pedantería o de presunción. Y hablábamos mucho de libros, cuyas historias él vivía siempre integradas completamente a su vida. Yo conocía algunas de sus traducciones. Sergio era para muchos de mi generación, más que el autor maravilloso en el que se convertiría, un

traductor que nos descubría autores que sin duda se nos volverían imprescindibles. Entonces me interesaban especialmente los autores polacos. Quería saberlo todo sobre ellos y Sergio contaba siempre cosas extraordinarias. Y se podía hablar con él como con nadie de las tripas de los libros, de sus estructuras, de sus mecánicas y geometrías, de su carnita y de sus músculos. En aquellos años me había marcado muy especialmente Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewsky. Hacer un libro tan perfecto formalmente tenía que ser la meta de escribir. Por supuesto que venía a la conversación compararlo con la versión decimonónica, de cualquier modo maravillosa aunque menos intensa, de Marcel Schowb, La cruzada de los niños. Recuerdo haber discutido con Sergio ese libro palmo a palmo. Me parecía un modelo inimitable, pero una obra ejemplar en todos los sentidos. La forma de frases continuas, aparentemente sin puntos, era la ideal para escuchar las voces de gente que habla mientras camina. Voces que se vuelven una sola y que también se diferencian. Había algo de intenso ritual literario en esas confesiones de un ritual medieval excepcional. Pero no había que dejarse engañar por la ausencia de párrafos. El texto, necesariamente, tenía una puntuación implícita. Un despliegue asombroso de maneras de dar ritmo al texto y hacer variables inesperadas. Yo le decía que El otoño del patriarca sólo utilizaba unos cuantos de los recursos que le daba la escritura experimental de escribirlo todo en un solo párrafo, que Andrzejewsky usaba toda la paleta. Ahí comenzó una conversación a fondo sobre temas del oficio que era interminable y muy gozosa. Se me llena la memoria de momentos divertidos que ya son arqueología. Como aquella

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tarde en que fuimos a buscar unos lentes obscuros que había perdido la noche anterior y recorrimos detalladamente todos los antros por los que había pasado. Llegó un momento en el que ya no sabía dónde había estado y ni siquiera si aquella noche llevaba sus lentes, que por supuesto luego aparecieron en su casa. No importaba, al final, el recorrido y la conversación fueron emocionantes. Recuerdo también un día que estábamos en un café de Saint Germain y entró Julio Cortázar. Sergio se puso nerviosísimo, hasta le temblaban las rodillas. Cuando le pregunté qué le pasaba me dijo que lo admiraba tanto que no podía controlarse. En un momento nos parecía que estaba haciendo teatro. Que había algo irónico en su nerviosis-

mo. Porque Sergio podía salir con las cosas más sorpresivas y burlarse de quien menos imaginaras. Era maldiciente con ingenio voraz, y al mismo tiempo dulce. Podía ser intrigoso y al mismo tiempo inocente. Pero no, esa vez su timidez era cierta. Cortázar nos vió y se acercó a saludarlo con una enorme familiaridad. “Hola Sergio, ¿cómo estás?”. Sergio nos lo presentó y nos dio la enorme mano mitológica, que, sabíamos, mientras estrechaba la nuestra no dejaba de crecer. Nada más. Pero Sergio sudaba. Recuerdo también con precisión la fiesta en casa de Sergio en la cual Juan Soriano, que era asiduo, se enamoró de Marek, uno de los dos polacos jóvenes y guapos que Sergio había traído a

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París. El otro era Piotrik, que durante un tiempo fue novio de Sergio y más tarde se convirtió en estrella de cine en Francia. Cuando Sergio se fue de la ciudad no volvimos a tener la cercanía de los años parisinos. Pero siempre un sedimento del afecto de aquellos tiempos compartidos surgía al saludarnos. Leerlo después siempre me remitía a sus conversaciones apasionantes, a su fragilidad y su fuerza. ALBERTO RUY SÁNCHEZ (Ciudad de México, 1951) publicó en 2017 Los sueños de la serpiente. Ese mismo año fue designado Premio Nacional de Artes y Ciencias, en el campo de Lingüística y Literatura.

LA NOVELA R ESPL A NDECE

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ace cerca de dos años fui a Jalapa con Mario Bellatin a visitar a Sergio Pitol. Fue la última vez que lo vimos. Escribo este texto mientras oigo un magnífico Magnificat de Vivaldi, cantado por una extraordinaria soprano y lo dedico con gran emoción y tristeza a mi queridísimo amigo. Cuando llegamos estaba sentado en un sillón de la enorme sala de su bella casa, con el enorme escritorio antiguo que había comprado en la Unión Soviética durante sus años de diplomático allí, en el techo una también hermosa y enorme lámpara art nouveau y en los libreros sus libros preferidos y objetos de arte, entre los que destacaba, por lo menos para mí, una porcelana que representaba una cacatúa blanca. Al vernos se levantó, me tomó de la mano y me condujo a la pared donde tenía colgados los retratos de varios de sus escritores preferidos: James Joyce, Jorge Luis Borges, Marcel Proust, Henry James, Joseph Conrad, Chéjov, Gogol, Nabokov, Monsiváis, Leon Tolstoi (quien le atraía más que Dostoievski), Thomas Mann, quizá Schnitzler y muchos otros más, muy pocas mujeres, Virginia Woolf, tal vez o seguramente María Zambrano a quien adoraba y a quien conoció en su exilio en Roma, Ivy Compton-Burnett, a quien tradujo y dio a conocer y de quien se burlaba diciendo que su boca parecía un culo de gallina. También estaba yo: un montaje que mi hija Alina había hecho cuando cumplí ochenta años, con mi rostro y el cuerpo en traje de baño de una artista de cine de los años cincuenta. Señaló mi retrato, me abrazó con mucho cariño y sólo pudo pronunciar sonidos inarticulados. Pasamos con él tres días entrañables, fuimos a sus restoranes favoritos, caminamos por las calles de la ciudad, reímos, nos abrazamos, y cuando nos fuimos supimos que nos habíamos dicho adiós para siempre. Extrañamente, él que amaba tanto a los perros, que veneraba a Sacho al que le habían regalado todavía cachorro en Praga y al que conocí allí, y al que caracteriza en El arte de la fuga con estas palabras: “Me encantaría que Sacho, un perro al que venero, fuera mi fetiche, por desgracia no es así. Cuando se me acerca veo en sus ojos

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MARGO GLANTZ

Sergio Pitol (1933-2018).

que yo sí soy el suyo, el único, el poderoso y absoluto fetiche que ha conocido en su vida”, se mostraba indiferente con ellos y aún los rechazaba, como sucedió con los dos xoloescuintles, Bataclán y Amargo, que Mario llevó expresamente para que Sergio los conociera, pensando que le iba a dar mucho gusto: “La herida del tiempo”, una herida exacta a la que él describió en uno de los textos del Arte de la fuga: “Revisar el pasado significa, entre otras tristezas contemplar un mundo que es, y al mismo tiempo ha dejado de ser, el mismo”. Sí, revisar el pasado significa revisar esos maravillosos tiempos en que Sergio y yo paseábamos por el mundo, por las calles del centro de Praga en las noches, a las que nos trasladábamos en metro, o cuando visitábamos el increíble cementerio de lápidas encaramadas unas sobre las otras y el reloj que Borges describiera en su poema El Golem, cuyas manecillas señalaban el tiempo al revés, o las innumerables cervecerías que a menudo visitaba e hizo famosas Bojumil Hrabal (el gran escritor checo que leí gracias a Sergio, así como a Bulgakov, Pilniak y Tzvestaieva), o cuando oíamos fados en Lisboa interpretados por un viejo que usaba un peluquín que al cantar se movía y dejaba asomar su calva, o en Nueva York yendo al Metropolitan a escuchar una ópera, La Fanciulla del West de Puccini cantada por una soprano obesa, o en Lanzarote

mientras escribía Domar a la divina garza y donde fui su invitada con Luz del Amo, otra gran amiga recientemente fallecida y con quien nos entreteníamos inventando historias —o más bien él las inventaba— en donde los protagonistas eran algunos de los parroquianos del hotel donde nos alojábamos y que por alguna razón sólo él entendía y que se convertirían en posibles personajes de una próxima novela o quizá lo fueron en los esbozos que dejó apuntados en esa obra maestra que tantas veces he mencionado en este escrito, El arte de la fuga, esa fuga perpetua que no fue sólo una fuga de Bach, sino la fuga interior a la que Sergio se sometía y que reconoció en un capítulo del mismo libro intitulado “La vindicación de la hipnosis”. ¿Qué pensaría Sergio si leyera ahora las noticias que diariamente leemos y que se nos presentan como simples estadísticas? ¿Cómo reaccionaría, qué escribiría, vuelvo a preguntarme, ante la reiterada violencia que se documenta en los medios y que acaba manejándose como simple estadística, como una aterradora numerología?: 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinanpa hace dos años. ¡Tres estudiantes asesinados hace un mes y disueltos en ácido! ¿No había escrito ya en el capítulo final de El arte de la fuga unas palabras que parecen dar cuenta de lo que está pasando hoy y que sucedieron sin embargo hace más de 15 años?: “Crímenes cometidos por gobernantes y altos funcionarios, juzgados y probados quedan sin castigo. La corrupción de la cúpula durante el sexenio anterior [de Carlos Salinas]... Su relación con el narcotráfico y el crimen organizado se han hecho públicas. De ese desmoronamiento, de esa merma de una moral social se nutre la fortaleza de la incipiente sociedad civil". MARGO GLANTZ (Ciudad de México, 1930) es escritora y crítica literaria. Algunos de sus libros son: Sor Juana Inés de la Cruz (1996), Zona de derrumbe (2001), El rastro (2002), La desnudez como naufragio: Borrones y borradores (2005), Saña (2007) y Por breve herida (2016).


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Luego de concluir el Tríptico del Carnaval, cumbre de su vertiente novelística, Sergio Pitol abunda con generosidad sobre la trama, la estructura, los recursos, las rutas, lecturas y experiencias que alimentan esa formidable serie donde el equívoco, el desfiguro, el absurdo y la parodia consuman su hilarante vida conyugal. Una entrevista y revisión de viva voz de su trabajo narrativo que incluye la etapa inicial como cuentista y culmina en ese momento emblemático de su obra.

Sergio Pitol

EL R I T UA L DE LO C A R NAVA L ESCO ALEJANDRO TOLEDO

ueron tres mis encuentros con Sergio Pitol. El primero es éste que ahora rescato, ocurrido en 1991, cuando se publicó La vida conyugal, novela con la que cerraba lo que definió entonces como un tríptico bajtiniano o carnavalesco. Las dos partes restantes eran El desfile del amor y Domar a la divina garza, editadas originalmente en España, una en 1984 y la otra en 1988. Me recibió con su perro Sacha en una casa de Coyoacán, frente al Parque de La Conchita y a un costado del Parque Frida Kahlo. Le propuse que revisáramos sus inicios como cuentista, y luego que reflexionara sobre ese ciclo novelístico finalizado. De eso trató la entrevista. Lo busqué doce años más tarde, en 2003, cuando se encaminaba a su cumpleaños número setenta. Nos vimos en el restaurante del Hotel María Cristina, en Río Lerma 31, colonia Cuauhtémoc. Se le veía algo apesadumbrado. Hizo un recuento de sus tribulaciones en los últimos meses ante la pérdida, y posterior rescate, de un manuscrito. Al final, como si se tratara de una sesión psicoanalítica, se concentró en algunas imágenes de la infancia, sobre todo en una escena que él pensaba secundaria, o insulsa, pero que había adquirido en esos días, por una sesión de hipnosis, una importancia fundamental. Me contó que nació en la ciudad de Puebla el 18 de marzo de 1933. Era de familia veracruzana. Su niñez la pasó en el ingenio de Potrero, cerca de Córdoba. Antes de los cinco años murió su padre por enfermedad, y poco después su madre por accidente: estaba nadando en un río con amigos y amigas, y cayó en una poza muy peligrosa que tenía remolinos. También falleció, después, una hermanita, de dos años y medio o algo así. Quedaron, como sobrevivientes, su hermano Ángel y él, pero las familias decidieron separarlos: que el hermano mayor fuera con la familia de su padre, y Sergio se quedara con la familia materna. Dos años después vieron que eso no funcionaba y que debían estar reunidos.

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I

El recuerdo suspendido era éste: estaba en una terraza con su hermano, sentados ambos en el suelo y con pantaloncitos cortos de niño, y había palomares. Súbitamente, la escena adquirió movimiento: volaron las palomas muy cerca de ellos y pasó por ahí una vieja criada. Conversaban los hermanos, y a ratos el menor, es decir Sergio, lloraba. Recordó, así, que al morir su madre los habían llevado a casa de unos amigos de la familia, en un pueblo que se llama Atoyac, para alejarlos del funeral y para que no vieran su cadáver, y los tuvieron ahí en lo que duró el novenario. La escena, entonces, era del día en que murió su madre. Esa memoria recobrada lo llevó a darse cuenta de que esos años de pérdidas, o esa escena en particular, regían su vida: se dijo entonces que ahí nacieron el sentimiento de acorazamiento, de defensa ante los accidentes de la vida, la necesidad de moverse (si se sentía feliz en un lugar o en una forma literaria buscaba otro reto y saltaba), las estancias prolongadas en otros países, y otras cosas más. El tercer encuentro fue accidental. Estuve unos días en Xalapa y al ir a un cajero automático me topé con él, que venía de salida. “¡Maestro Pitol!”, lo abordé, pero venía nervioso. Creo que la operación bancaria lo había puesto así. Quizá creyó que yo era un asaltante. Siguió de largo, diciendo, como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas: “¡Me voy, me voy, me voy!”

Usted se inició como cuentista.

En un principio estaba yo seguro de que lo que haría, cuando comenzara a escribir, sería teatro. Así trabajé dos obritas, pequeños juguetes cómicos, que aparecieron en la revista Estaciones. Después el cuento pareció ser el género en que mejor me expresaba. Traté también de hacer novelas, pero esas tentativas se redujeron a relatos cortos. Tengo la impresión de que en aquella época, hacia los años cincuenta, el cuento tenía mayor vigencia que en la actualidad. Los libros iniciales de los narradores que surgieron en esa década son de cuentos: El llano en Llamas de Juan Rulfo, Varia invención de Juan José Arreola y Los días enmascarados de Carlos Fuentes. Era un género que tenía mucha vigencia... También por la presencia de Jorge Luis Borges.

Sí, la influencia de Borges comenzaba entonces a sentirse, sobre todo para los que lo seguíamos a través de la revista Sur, que llegaba de Buenos Aires. Tengo la impresión de que en todo el ámbito de la lengua española el cuento es el género más frecuentado. En una ocasión llegaron a mi casa José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis (eran entonces muy jóvenes, son como cinco años menores que yo y tendrían en ese tiempo alrededor de veinte años) y me contaron que la revista Estaciones, que dirigía el doctor Elías Nandino, les había encargado una sección que se llamaba “Ramas nuevas”, en la cual se trataba de publicar lo más representativo que surgiera de las plumas juveniles. Eso para mí fue un gran aliciente; en la revista aparecieron, por invitación de estos dos grandes amigos míos, mis primeros relatos: “Victorio Ferri cuenta un cuento”, “En familia”, “Los Ferri”, y practiqué el género por más de diez años. Infierno de todos, en 1964; Los climas, en 1966; No hay tal lugar, en 1967; y Del encuentro nupcial, en 1970, fueron mis libros de cuentos, antes de llegar a la novela. La antología publicada por Era, Cuerpo presente, distingue dos momentos.

En los relatos se marca una especie de proyección de mi vida. En Infierno


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de todos se dibuja esta saga de los Ferri, una familia italiana que se instala en el siglo XIX en un lugar de Veracruz que yo llamo San Rafael y que está pensado sobre la ciudad de Huatusco. En estos cuentos traslado una serie de narraciones orales oídas en mi infancia, por boca de mi abuela y otros familiares, sobre los primeros años de la colonia Manuel González, una colonia de inmigrantes italianos que se instaló en las inmediaciones de Huatusco. De ningún modo pretenden ser crónicas detalladas de ese proceso de colonización; el sitio, las anécdotas oídas en mi niñez, estaban en mí y tenía que deshacerme de todo ello para comenzar a relatar mis propias vivencias. Los cuentos se convirtieron en una especie de diario de mis movimientos por el mundo, sobre todo a partir de Los climas. En 1961 me fui a Europa, y a partir de entonces estuve viviendo en muchos lugares del extranjero. En esta etapa, que encierra la mayor parte de los que constituye mi vida adulta, la única presencia permanente ha sido la escritura. Este periodo se puede dividir en dos grandes zonas: una en la que vivo fuera del presupuesto, y que va de 1961 a 1972; y otra que va de 1972 a 1988, en que formo parte del servicio exterior mexicano como agregado cultural. Los cuentos van dando señales de gente conocida, de imágenes que se me aparecieron, situaciones determinadas que llegaron a sorprenderme. Hay siempre, como telón de fondo, el escenario en el que estoy asentado: las ruinas de Varsovia, algunas callejuelas de Roma, los canales venecianos... En este contexto mis personajes son fundamentalmente mexicanos; no me interesaba escribir narraciones cosmopolitas por el exotismo mismo de los lugares por los que iba viajando, sino presentar a personajes mexicanos a quienes el viaje enfrentaba a un dilema moral, una especie de reconocimiento interno, súbito, en el que se revelaba una imagen muy distinta de la que generalmente y por costumbre habían asumido. De pronto descubrían en ellos perfiles de los que no tenían conocimiento, y el detenerme en estos momentos de crisis (como un microrretrato de sus vidas) me fue dando el material para el cuento o la novela, posteriormente. ¿La preocupó ser considerado parte de una generación?

Surgí a la literatura en un momento en que estaban por derrumbarse las secuelas de la novela social urbana, por un lado, y la indigenista, por otro. Mi generación vive una nueva etapa a la que le han abierto paso Pedro Páramo, al cerrar un ciclo, y Carlos Fuentes con La región más transparente, al abrir el

universo urbano con un lenguaje moderno que desconocíamos y que convertía a la Ciudad de México en algo tan mítico como el Dublín de James Joyce o el Nueva York de John Dos Passos. Quizá la diferencia entre la narrativa de Carlos Fuentes y lo que escribe mi generación es que Fuentes traza los grandes frisos de la ciudad, recorre todos los estratos sociales, comunicándolos: el bajo mundo y la vida intelectual, los obreros... y nosotros elegimos temas mucho menos espectaculares, tonos menos brillantes o con otros matices, pequeñas tragedias, una literatura más intimista como es la de Inés Arredondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo y yo. Fernando del Paso y Salvador Elizondo, aunque son de la misma generación, comienzan a escribir más tarde, si no me equivoco. ¿Usted pasó del cuento a la novela?

Sí, salté del cuento a la novela. Vivía en Belgrado; de mi descubrimiento de Los sonámbulos, de Hermann Broch (esa trilogía enorme, soberbia, que es un espejo que recorre desde la Alemania de finales del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, el fin de una época y el nacimiento de otra), me vino la idea de escribir una novela que fuera a la vez muchas novelas, que tuviera muchas tramas diferentes pero intercaladas, sobrepuestas, que se combatieran entre sí. Esa novela se iba a llamar Los ríos, y tal como la proyectaba nunca llegó a realizarse, aunque dos de las tramas que tenía contempladas forman parte de esa novela que empecé en Belgrado y terminé en Barcelona: El tañido de una flauta. Luego escribí unos seis cuentos más, que se integraron a nuevas ediciones de mis libros o integraron Nocturno de Bujara, que ahora circula como Vals de Mefisto. Pero fue muy claro para mí que abandonaba el cuento por la novela; a partir de ese momento el interés de los lectores o de los editores por mis cuentos creció, curiosamente. Si las primeras ediciones tardaron en agotarse, surge de pronto la necesidad de reeditarlos, o hacer antologías. De estas últimas recuerdo tres títulos: Asimetría, Cementerio de todos y Cuerpo presente, que es la que puso en circulación Era. ¿Son antologías estructuradas por usted?

En el caso de Cuerpo presente aprobé el trabajo que se había hecho. Me hubiera gustado que terminara con un cuento más contemporáneo, pero no me disgusta la división en dos secciones: una que abarca todos los libros escritos en México y sobre México, y otra que inicia con el cuento que da nombre al libro y que escribí en Roma hacia el año de 1961.

“NO “ ME INTERESABA ESCRIBIR NARRACIONES COSMOPOLITAS POR EL EXOTISMO MISMO DE LOS LUGARES POR LOS QUE IBA VIAJANDO, SINO PRESENTAR A PERSONAJES MEXICANOS A QUIENES EL VIAJE ENFRENTABA A UN DILEMA MORAL.”

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II Al publicar en 1991 su novela La vida conyugal, usted avisa a los lectores que con ella se cierra un tríptico; las dos partes restantes del Tríptico del Carnaval son El desfile del amor y Domar a la divina garza, editadas originalmente en España, una en 1984 y la otra en 1988.

Aunque cada novela surgió de un modo independiente. La llamo tríptico y no trilogía porque no hay una secuencia de personajes ni de situaciones que vayan pasando de una novela a otra, como sí ocurre en El hombre sin cualidades, de Robert Musil, o Los sonámbulos, de Broch. Lo llamo tríptico porque me recuerda a algunos trípticos contemporáneos desarrollados en las artes plásticas, como si en tres lienzos colocara escenas diferentes que de algún modo se comunican, por la intención general o el carácter violento, dramático, burlesco que las unifica; sin que haya algún rasgo que una tales escenas se crea una visión común. Lo que unifica a estas novelas es un elemento carnavalesco. Empecé a escribir independientemente cada una de ellas. El desfile del amor la inicié en Praga, pero desarrollando una idea por mucho tiempo meditada y sobre la cual ya había investigado algunos aspectos y tomado algunas notas en México. Había estado pensando en una historia en la que la técnica de la novela policiaca fuera muy visible. Desde mi adolescencia soy gran lector de novelas policiacas y admiro en los grandes novelistas del género su capacidad para construir estructuras perfectas sin las cuales la trama se derrumbaría. Esto ocurrió en un periodo en que estaba construyendo la casa en la que vivo ahora y por unos meses tuve un departamento en el edificio Minerva, conocido como “La casa de la brujas”, extravagante esquina de ladrillo rojo como ilustración de una novela de Dickens que está localizada en la Plaza Río de Janeiro. El lugar fue construido en los años veinte como uno de los primeros edificios de departamentos de México para albergar a las personas del cuerpo diplomático. La gente vivía en casas, no se acostumbraban entonces los departamentos. Quienes pasaban en México unos cuantos años como diplomáticos no podían permitirse, por muchas razones, tener una casa, les era más fácil vivir a la manera europea. Tiene un patio grande y todos los pisos tienen corredores internos muy amplios, desde los cuales uno puede ver gran parte de los que sucede en el edificio. Era el escenario


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perfecto para una novela policiaca. Me fue fácil elegir el año en que ocurriría la historia: 1942, en que México le declara la guerra a los países del Eje. Pensé, pues, en una trama policiaca con una tragedia familiar: una fiesta en alguno de los departamentos del edificio Minerva para recibir a un hijo que viene del extranjero donde ocurre un crimen. Tenía muchos datos pero algo me faltaba para que se disparara la novela. Fue entonces cuando llegué a Praga como embajador. Al poco tiempo recibí una invitación muy formal para estar presente en una ceremonia por los cien años del nacimiento de Egon Erwin Kirsch, un escritor en lengua alemana nacido en Praga. Fue el gran cronista del suicidio del coronel Redl, aquel oficial del ejército austriaco que era a su vez espía de los rusos; la obra de Erwin Kirsch combina formas literarias con hechos noticiosos. La exposición conmemorativa incluía las ediciones que de sus libros se habían realizado en otros idiomas y un abundante material fotográfico. Entre estas imágenes me llamó la atención una fotografía muy grande en la que aparecía Kirsch con Diego Rivera y Frida Kahlo, un príncipe polaco, el embajador de la Unión Soviética en México y una actriz norteamericana... Otras fotografías presentaban a Kirsch en su casa de la colonia Roma con los comunistas alemanes exiliados en México. Ahí pude saber de su libro, Mis descubrimientos en México. Al llegar a mi casa, unas horas después, me di cuenta de que ya tenía el elemento que me faltaba para construir mi novela, ese medio cosmopolita que reunió a la gente más diversa: personajes de las cortes europeas, la familia de Trotski, republicanos españoles, judíos riquísimos de Amsterdam y Dinamarca... Además, por un decreto de amnistía habían vuelto al país los antiguos porfirianos. Todo esto ocurrió en el año de 1942 en una ciudad tan provinciana como era México, conformando una permanente comedia de equívocos: la gente no sabía a quién estaba tratando, de qué nacionalidad, de qué credo político o religioso. Por ello el modo que me permitió acercarme a ese momento fue lo caricaturesco, parodia de la forma como se expresan los distintos grupos sociales. ¿Qué implica técnicamente lo caricaturesco cuando se trata de presentar a un personaje?

Exagerar el gesto, limitar el lenguaje a una serie de tics. Lo que tuve muy presente fueron ciertas atmósferas de la pintura de Goya y de Orozco. El desfile del amor inicia con una forma de realismo muy tradicional; a medida que el personaje historiador va entrevistando

“ASÍ “ DESCUBRÍ EL DIÁLOGO, HACIENDO DECIR A MIS PERSONAJES UNA SERIE DE DESPROPÓSITOS QUE VAN CRECIENDO HASTA LLEGAR AL DESFIGURO, SOBREPASANDO LA CARICATURA PARA ENTRAR DE LLENO A LA GROSERÍA, LA BELLAQUERÍA.”

mí, con frases muy sueltas y un mayor juego con el lenguaje, mayor soltura y un juego con el diálogo para mí nuevo. Porque en los otros libros apenas existe el diálogo; son monólogos enormes o largas descripciones en las cuales lo que se dice aparece dentro de esa gran descripción. Así descubrí el diálogo, haciendo decir a mis personajes una serie de despropósitos que van creciendo hasta llegar al desfiguro, sobrepasando la caricatura para entrar de lleno a la grosería, la bellaquería. a quienes fueron testigos o participantes de esa fiesta, el lenguaje va perdiendo realidad, se deforma según los diferentes puntos de vista que se van entremezclando. Lo que ocurre parece inverosímil: las pugnas de Delfina Uribe, la vida académica de una profesora europea especializada en el siglo de oro español en México y las relaciones conflictivas con su hija, los desfiguros de un viejo librero al que hieren el día del asesinato... Todo esto comienza a crear un mundo, un mundo que de lo real avanza o se transforma en otro tipo de realidad sin que caigan del todo esas convenciones realistas. Después de terminada esta novela escribió Domar a la divina garza.

Trabajaba en ella cuando cayó en mis manos un libro prodigioso, el tratado de Mijail Bajtin sobre Rabelais que se titula La cultura de la Edad Media a principios del Renacimiento. Me interesó el libro no sólo como reflexión de ese periodo sino por su amplia visión de las etapas que atraviesan las sociedades, el sentido carnavalesco que adopta la cultura popular como caricatura del lenguaje del poder, contraforma de lo establecido. La lectura del libro de Bajtin me ayudó a concluir Domar a la divina garza, y sentí de inmediato lo próximo de mis intenciones narrativas a esa actitud carnavalesca, no sólo en esa última novela sino en las anteriores, desde El tañido de una flauta. En cuanto a Domar a la divina garza, la escribí con un enorme placer, con una sensación de alegría constante, mientras iba resolviendo los problemas estructurales que me creaba. Es una novela llena de tropiezos, aparentes tropiezos. Ocurre en Tepoztlán, en la casa de una familia de refugiados; reciben inesperadamente la visita de un licenciado al que conocen y con quien han tenido en el pasado una funesta relación profesional, porque el hombre es un bribón. Sin más ni más el licenciado llega a la casa completamente ebrio; una tormenta le impide salir por varias horas y entonces le cuenta a esta familia lo ocurrido en un viaje que hizo a Estambul con otros mexicanos para conocer a un personaje al que llama “La divina garza”. La novela es una ceremonia excrementicia, pues como telón de fondo de la anécdota se va dibujando la conciencia de este hombre hasta presentarlo tal cual es: un montón de mierda. Ya escritas, ¿pudo asociar El desfile del amor con Domar a la divina garza?

No hasta el punto de considerarlas parte de algo. De lo que sí me di cuenta es de cierta forma nueva de escribir en

Luego vino el tercer encuentro.

A mi llegada a México, sin pensarlo mucho empecé a trabajar en unas notas para una novela futura que abarcara la historia de México desde el año 1924, más o menos, hasta la época contemporánea. Pensaba este proyecto como un tríptico, tres historias unidas por un mismo título pero que no tuvieran nada que ver entre sí, sólo unidas por una coloración, una atmósfera, cierto manejo del lenguaje. Al llegar a México pensaba escribir esa novela, pero al ordenar mis papeles descubrí un día un borrador de menos de una página que seguramente una noche apunté y perdí después, o metí en alguna parte. De ese borrador surge La vida conyugal. Es una novela que sucede en México de los años cincuenta hasta nuestro tiempo; la narración es muy sencilla, con una estructura simple, lineal. Sin embargo, es quizá la novela que más penurias ha implicado. Fue arduo encontrar el tono con el cual contar esta historia demasiado atroz que es también la caricatura de La vida conyugal. Acabé por decidirme por un tono neutro, en donde el humor estuviera totalmente enterrado y partiera desde dentro de las situaciones. Casi no hay calificativos, tal vez por ello ha resultado tan sorprendente. De nuevo todo ocurrió al terminar de escribir la novela. Pensé en aquella trilogía, en aquel tríptico como un proyecto a futuro, pero me di cuenta de que ya lo había escrito, que lo que se estaba imprimiendo (La vida conyugal) era el último panel de un tríptico carnavalesco. Releí las planas de tipografía para hacer las últimas correcciones, y su lectura me confirmó esa sospecha: que estas tres novelas forman las tres caras, los tres momentos de un tríptico. Lo burlesco, lo carnavalesco, ¿afecta el desarrollo psicológico del personaje, lo falsea?

No lo falsea, acentúa los tics psicológicos de un personaje. Simplemente se da mayor importancia a determinadas zonas de la conducta, dejando las otras en la sombra, haciendo sobresalir una de ellas o poniéndole una luz más intensa. Por más disparatadas que sean las escenas que ocurren en estas novelas, siempre busco que haya una coherencia psicológica. Cada uno de los personajes actúa con una secuencia muy bien delineada, con una actitud consecuente a su personalidad. La vida conyugal es una novela que tiende a ser plausible, a ser veraz; el problema consistió en conservar una verosimilitud ante momentos verdaderamente descabellados, con un lenguaje que es al mismo tiempo tradicional y la caricatura de lo tradicional.


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Este prólogo a la novela de Bruno H, Piché, La mala costumbre de la esperanza, es uno de los últimos textos que escribió Sergio González Rodríguez: lo entregó sólo dos días antes de su inesperado y sensible fallecimiento, el 3 de abril de 2017. Demuestra sin duda el gran momento en que se encontraba, su filo como lector y su agudeza para situar las claves, los recursos, la “estrategia narrativa” de esta novela y su “combinatoria que abre dimensiones críticas”.

Una novela de Bruno H. Piché

U N I V ERSO C A RCEL A R IO Y ROST ROS DEL E X I L IO SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

E

n México, y en otras partes de América Latina, se vive una saturación de realidad producto del choque brutal entre las expectativas de mejoría colectiva y la degradación de las instituciones políticas. Desde el entrecruzamiento que une la literatura y el periodismo, dicha circunstancia ha demandado retóricas y enfoques distintos para comprender lo inmediato. La mala costumbre de la esperanza de Bruno H. Piché ofrece una propuesta excepcional de tipo literario-periodístico para descifrar las asimetrías que enfrentan los ciudadanos de ascendencia mexicana en Estados Unidos de América y su raíz anglosajona, blanca y protestante, su fe intolerante y xenófoba. En tal enclave aquella saturación de realidad, que refleja el déficit cultural y político de los migrantes e hijos de migrantes, su necesidad de supervivencia y horizonte vital, y su desencuentro cotidiano con la entereza del american way of life, condena a los más marginados entre ellos a encarnar el estereotipo del extraño indeseado. El resultado de dichos factores expone el drama de un desgarramiento que permea toda frontera y recala en lo más personal, como lo ejemplifica el caso de Edward Guerrero, convicto de ascendencia mexicana encarcelado desde su adolescencia por cometer tres violaciones a respectivas mujeres jóvenes en 1971, y del que se ocupa en su libro Bruno H. Piché. En el centro de la estrategia creativa de La mala costumbre de la esperanza se hallan dos ejes: el primero es de tipo formal, y refiere al cuestionamiento inherente al modelo anglosajón de novela testimonial o de género “non fiction” (Truman Capote dixit); el segundo alude a la oportunidad de remontar los contenidos de coyuntura informativa o noticiosa para ampliar el relato de hechos hacia una reflexión trascendente en torno de la geopolítica cultural de Estados Unidos de América. Si se contrasta el acercamiento de tema y personajes de La mala costumbre de la esperanza con las dos obras canónicas de la narrativa anglosajona de tipo carcelario, A sangre fría de Truman Capote y La canción del verdugo de Norman Mailer, la lectura descubre de inmediato la negativa, por parte de Bruno H. Piché, a imponer el ego del narrador por encima del relato y su protagonista específicos. Tanto Capote como Mailer hicieron de su tarea literario-periodística un pretexto para reafirmar la empresa profesional y editorial de colocar en el mercado sendas obras que, además de traducir su empeño artístico y talento

expresivo, ganaran una batalla en la pugna por el prestigio en el mundo de las letras de habla inglesa. Para hacerlo, Capote disputó con sus protagonistas (Perry Smith y Richard Hickock) la escritura de su testimonio en términos privados y mercantiles. Algo semejante hizo Mailer con Gary Gilmore. Ambos narradores hicieron de aquel trance una gesta de su egocentrismo. Bruno H. Piché elige una alternativa ética a tal trayecto: establece un diálogo lo más igualitario posible respecto de su personaje, Edward Guerrero, sin perder de vista el foso que los une, la libertad del narrador y el encierro del mexicano-estadunidense al que retrata. En ese umbral, donde el testimonio surge a partir de la condición de recluso de Guerrero, el escritor asume el peso de las diferencias entre ellos y busca el espejo invertido de su propia personalidad, aquejada por el mal depresivo. Se requiere valor y lucidez ejemplares para dejar atrás la idea de la supremacía de quien está fuera de la cárcel y confrontar su propia adversidad en lo cotidiano. La estrategia narrativa se vuelve así un destino compartido, sobre todo porque Guerrero, al contrario de los personajes de Capote y Mailer, es un firme creyente en las posibilidades redentoras del sistema penal de EUA, que, en un infortunio irónico, le ha negado una y otra vez la libertad ansiada, a pesar de su buena conducta como recluso durante más de cuatro décadas. La desgracia del aspirante a ser redimido por el código político, judicial y cultural de EUA, cuya cerrazón traza el círculo de la xenofobia anglosajona, blanca y protestante, ofrece a La mala costumbre de la esperanza el segundo eje narrativo, que consiste en ver cómo afecta

“COMO “ UN CONTRAPUNTO, EL NARRADOR EXTRAE DE SUS LECTURAS VERSOS, PÁRRAFOS, IDEAS DE ESCRITORES CÉLEBRES QUE ENRIQUECEN EL TEJIDO NARRATIVO".

la vida familiar, comunitaria, generacional y personal de los migrantes, aquel conjunto de símbolos, mitos, imágenes y estereotipos del extraño indeseado en EUA, lo que identifica el peso de una sociedad con predominio histórico que se refrenda cada día frente a las diferencias culturales desde dentro hacia fuera de su territorio nacional. Ninguna candidez por parte de una presunta moral liberal subyacente a la cultura estadunidense puede borrar dicha certeza. El relato de La mala costumbre de la esperanza está articulado con un juego de alternancia entre la voz de Guerrero y la del narrador que lo interpela. El registro subjetivo de los dos es a su vez completado por apuntes descriptivos de espacios, atmósferas, memorias y contrastes reflexivos, e implican una combinatoria que abre dimensiones críticas. Como un contrapunto, a veces aleccionador, a veces desconcertante, el narrador extrae de sus lecturas versos, párrafos, ideas de escritores célebres que enriquecen el tejido narrativo. Entre ellas, hay una de Adam Zagajewski que podría sintetizar el contenido del libro: “Vivimos en un abismo. En las aguas oscuras. En el resplandor”. O bien, esta otra de Dylan Thomas: “No entres sin batalla en la noche oscura”. Bruno H. Piché reproduce a lo largo del relato los documentos judiciales que, en su escueto e impersonal lenguaje, trazan la fatalidad de Guerrero y la representación de la Ley que adelantó Franz Kafka: un proceso se convierte poco a poco en sentencia pronunciada de antemano. La mala costumbre de la esperanza constituye una novela testimonial de calidad fuera de lo común escrita a dos voces en una convergencia insólita que muestra los rostros del exilio: la expulsión de sí mismo por parte de quien, desde joven, asumió un destino coaccionado hasta terminar en el universo carcelario; y la diáspora de quien registra tal voluntad como una forma de interrogación íntima a través de la renuncia al conformismo ante su vida. Dos rebeldías de rango distinto pero con desenlace parejo en la soledad y, al mismo tiempo, inmersas en la sencillez más vital y expectante. Cuando en tiempos difíciles como los actuales se publican libros necesarios y oportunos, como lo es La mala costumbre de la esperanza, la literatura y el periodismo alcanzan su mayor dignidad, y cada lector de ellos adquirimos una deuda de gratitud imperecedera con sus autores.


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A partir de la certeza de su título, La mala costumbre de la esperanza —un verso del poeta inglés Philip Larkin—, Bruno H. Piché presenta esta “novela sin ficción” sobre el caso criminal de un violador confeso de origen mexicano en Estados Unidos. Como apunta el prólogo que publicamos en la página anterior, plantea otra solución ante los referentes inevitables de Truman Capote y Norman Mailer. Enseguida un pasaje de este relato que llega a librerías bajo el sello de Random House.

L A M A L A COST U M BR E DE L A ESPER A NZ A BRUNO H. PICHÉ

E

l día veintiuno de mayo de 1972, Edward Guerrero se declaró culpable de tres delitos de violación sexual. Los cargos originales que se le imputaban ante la Corte de Circuito del Condado de Saginaw, estado de Michigan, incluían asimismo la comisión de otros crímenes: tres cargos por robo a mano armada y tres cargos más por secuestro en incidentes ocurridos el 20, el 21 y el 30 de octubre de 1971. En una de esas intrincadas —y en apariencia caprichosas— negociaciones entre la fiscalía y la defensa, los cargos adicionales, robo a mano armada y secuestro, fueron retirados al declararse culpable de los tres delitos de violación y recibir a cambio tres sentencias de cadena perpetua con derecho a indulto, Life with Parole en la jerga legal estadunidense. Guerrero fue arrestado y puesto bajo custodia temporal en la prisión del condado veintidós días después de haber cumplido diecisiete años, edad suficiente en Michigan para recibir el trato judicial y la condena correspondiente a la de un adulto. Con él fueron arrestados Martin Vargas, también de diecisiete años de edad, y tres muchachos considerados como menores infractores, es decir menores de diecisiete y por lo tanto no sujetos al proceso judicial propio de un mayor de edad: Jose Garcia, Felisiano Chacon Jr. y Rudolfo Martinez. Con excepción del primer incidente de secuestro y violación, en el cual Edward Guerrero actuó solo, en cada uno de los delitos restantes participaron, con variantes en los actos delictivos cometidos, Garcia, Chacon Jr. y Martinez. En cartas dirigidas a autoridades varias, incluyendo una al presidente Barack Obama, Edward Guerrero no niega en ningún momento la “vileza” y el “daño infligido” a sus víctimas. Desde mi primera entrevista con él a finales del otoño en Lakeland, la cárcel del poblado de Coldwater en la que se halla preso desde hace al menos cinco años, Guerrero ha asumido sin tapujos su responsabilidad en los crímenes que cometió hace casi medio siglo, cuarenta y cinco años para ser exactos. Las veces que me ha hablado de los hechos, me refiero a haber cometido no una, sino tres violaciones en un espacio de once días, Edward, un veterano del sistema correccional de Michigan sin nada que perder, invariable-

mente ha subrayado, levantando ambos brazos como si quisiera envolverme con la verdad, su verdad, que él no puede ni tiene otra opción que la de ser transparente. Es cierto que en nuestras conversaciones pocas veces ha abundado en los detalles de los crímenes por él cometidos; sin embargo en ningún momento, al menos así me lo ha parecido, Guerrero ha tratado de mitigar la gravedad que sus acciones ocasionaron. Me ha hablado sin tapujos de la suerte del brutal blitzkrieg de ácidos, speed, algo de mezcalina, al que se sometió y que le hicieron perder el juicio en esos once días de vorágine delictiva que, a diferencia de dos de sus compinches, él sigue pagando a la fecha. * * * La voz de gladiador, segura de sí, de trazo perspicuo, por así decirlo, resoluto, que le escuché varias veces por teléfono se corresponde pulgada por pulgada con la estatura de Willis X. Harris, presidente de la Asociación de Condenados a Cadena Perpetua de Michigan. En una de sus cartas, Edward Guerrero me había dado su referencia, instándome a hablar con él, cosa que hice en un par de ocasiones, básicamente para agendar una entrevista con él en un día y una hora mutuamente convenientes. Conozco personas altas. Por ejemplo a los escritores Guillermo Fadanelli y Juan Villoro, quienes ven y recorren el mundo desde sus más de un metro con noventa centímetros. Pero nada, excepto cierta intuición a partir de la voz profunda de barítono, me preparó para conocer a un gigante humano aquel sábado cruzado de violentas ráfagas de viento, anunciando el tipo de nevada que le abona su pésima fama a Motor City, Detroit. Ya he dicho que había percibido en Willis Harris un cierto tono decidido y resuelto en su voz. Con tono marcial me dijo que le hablara por teléfono cuando estuviera a las puertas de su domicilio, ubicado —boberías urbanas— en la calle Willis, número 665, Suite B1 para más señas. Entendí el por qué. El tablero de timbres eléctricos del edificio donde reside Willis Harris está completamente destrozado, como desfigurado por los rayonazos de cuchillos juveniles, ocio de pandillas.

Hacía un frío de la chingada, y mi anfitrión tardaba en llegar. En cuanto Harris Willis abrió la puerta y pude mirarlo en toda su altura, de los pies a la cabeza, también entendí el por qué. El coloso en cuestión, afroamericano como la mayor parte de los residentes de Detroit, sostenía su alucinante inmensidad en un bastoncito de aluminio que, como por arte de magia, aguantaba firme, no se quebraba. Mi gigante anfitrión me saludó con una sonrisa y me invitó a pasar. Caminé detrás de él por estrechos pasillos, hasta alcanzar una escalera por la cual, haciendo un esfuerzo literalmente sobrehumano dadas sus ya referidas dimensiones, Harris Willis descendió hacia el sótano del edificio mientras bromeaba y farfullaba algo acerca del mal clima de Detroit. La escalera, hecha de sólida y antigua madera, rechinaba en quejidos ahogados cada vez que Harris acomodaba rodilla y pierna en cada escalón, como tambaleándose. Entramos a su departamento. La Suite B1 consistía en un solo cuarto, alargado y estrechísimo, en un extremo había una televisión encendida en la que pasaban un juego de futbol americano colegial y en el otro lo que supuse sería el baño de aquel apretujado piso. Aquel hombrón parecía apenas caber en semejante ratonera, mitad residencia de Harris Willis, mitad sede de la Asociación de Condenados a Cadena Perpetua de Michigan. Sentada en un sillón a punto de desintegrarse, estaba la asistente de Harris, Shirley Bryant, quien se presentó como la esposa de un hombre condenado a cadena perpetua. La generosidad de los extraños puede, en ocasiones, ser asombrosa, partir en dos la patética armadura detrás de la cual nos escondemos: —Yo sólo le ayudo con cosas pequeñas, dijo Sherly Bryant, el General es quien se encarga de responder las cartas de presos, de visitar cárceles, dar conferencias, ir a escuelas y universidades. Apenas iba a abrir la boca, la Teniente Bryant enunció la misión del General. —Todo por la causa, señor Bruno: quien comete un delito debe cumplir su tiempo, pero nadie merece cadena perpetua. Eso es inhumano. C


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El autor del libro de ensayos Menos constante que el viento trabaja desde hace años en el poemario Resistencia superficial, del cual presentamos una muestra.

“ECOS DE ESA LUZ SI N M Á SC A R A S” HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ VOY HACIA ESA LUZ Voy hacia esa luz donde no hay ecos Sigo una línea sombría voy derecho por mi veta de caracol concéntrico Voy hacia esa luz y me agosto mudamente Retiro cada una de las capas una y otra y otra vez Después otra Así sucesivamente

pero cede a mí mismo a mi peso Cae en mi línea oculta En ese arrecife donde hay voces

la muerte y quizá llegue a la salida quizá fenezca en el interior de mi caracola de plata

Pierdo la esperanza me disuelvo Como un eco que aún las aves oyen Me descentro voy hacia arriba A esa luz con mi espuma de coquille Como un tibísimo y húmedo cartílago

Quizá haya que desmembrarme ante la luz quizá la luna sea testigo de esta muerte abisal quizá uno mismo sea testigo de su fracaso desde el cuarto verso

Sigo encontrando ecos en mí ecos de esa luz sin máscaras sin pasos en falso que insistan en esa obstinación aérea que quiere robar un ápice de espacio

Y sigue en su trasunto mineral en su declinación y caligrafía exacta Sigo en silencio el camino la senda curva herida de agua

Un trabajo a contra luz Una ordenanza diligente Continúo Y a veces no sé si llegaré Me disuelvo y cejo en mí

Sigo en esa obstinación de morar esa estimación que desfallece por mí mismo por continuar los pasos en aliento centrífugo el devaneo como una tonadita

Con orugas de espuma voy a esa luz que se apaga

Intento no caer en mí mismo Sé de las tareas Sé de los intentos de otros Que no lo lograron

Una música monótona que moja y se expande una tibieza de mollera una firmeza entre valvas

Voy hacia esa luz como un alumno que repite una y otra y una vez más la lección complicadísima repito fórmulas repito nombres y fechas

Sigo ante mí y veo la luz la danzarina la expectante mientras todo a mi alrededor es fúnebre y umbrío cede ante mí y mi obstinación

Detrás de sus ojos hay una frialdad que sosiega

Repito una a una las historias el campo de tragedias incontenibles el campo mas no enhiesto de lamentaciones de estupores balidos cremaciones

¿De dónde viene este vigor a qué debe su continuo rasgar su inequiparable deambular? ¿De dónde viene esta ineluctable esta en sí misma nave y tripulante?

Sabe lo que ningún corazón y vela los temores

La tesis una vez más los hemistiquios del magister repito en la regadera en la cocina en la azotea mi campo infinito a contener

Voy a esa luz insisto si no he de llegar no importa el aroma a cobre en mis manos ni el chasquido de aquel látigo que es la envidia

Siento una vez más esa fuerza pienso que puede crecer acalorada

Voy a esa luz y quizá antes me dé alcance

EL BUITRE Como si pensara atacar de un momento a otro Con la mirada enhiesta sabe todos los secretos

Su plumaje una corriente de seda y nieve

Algunos lo llaman vulture Bastante poco para él Sale a cazar de día y es huésped de la noche En su montaña es inasequible Aún me mira fijamente en su oblicuo devenir Como un arpa levísima me toma Ya estoy lejos


10 LA N OTA NEGRA

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Por

FRANCISCO HINOJOSA

D Í A S D E G U A R D A R Y L U E G O O LV I D A R

@panchohinojosah

T

odos los países y todas las culturas festejan, celebran o rememoran ciertos días del año. Si nosotros tenemos como fecha patria el 5 de mayo, día de la Batalla de Puebla en la que el ejército mexicano derrotó al francés, ellos tienen sus motivos para recordar la Toma de la Bastilla el 14 de julio. Si bien ninguna fecha es universal (ni siquiera el 31 de diciembre o el primero de enero), hay algunas que se ha tratado de que así lo sean: poco más de 150 días del año propone celebrar la Organización de las Naciones Unidas. En enero sólo hay una, el 27, que es la conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto. En cambio el 21 de marzo, mientras aquí recordamos el natalicio de Benito Juárez y la llegada de la primavera, la ONU considera otros cinco motivos: la eliminación de la discriminación racial, la poesía, el novruz, el síndrome de Down y los bosques. Hay días internacionales muy diversos a rememorar: el paludismo (25 de abril), erradicación de la fístula obstétrica (23 de mayo), las remesas familiares (16 de junio), la industrialización de África (20 de noviembre) y la democracia (15 de septiembre), que por cierto nosotros evocamos con un grito. Hay días destinados a varias lenguas: el chino, el español, el inglés, el ruso, el francés y el árabe. Salta que otros idiomas no estén en la lista, del lituano y el japonés al suajili y el purépecha. Igualmente parece discri-

La Canción # 6

PARECE DISCRIMINATORIO QUE EXISTA UN DÍA DEDICADO AL JAZZ (30 DE ABRIL) Y SE IGNOREN EL ROCK, EL MAMBO Y EL JARABE TAPATÍO.

minatorio que exista un día dedicado al jazz (30 de abril) y se ignoren el rock, el mambo y el jarabe tapatío. Algo similar sucede con los animales, todos de mayo (2, 10 y 20, respectivamente): el atún, las aves migratorias y las abejas. Aunque no avalado por la ONU, el primer sábado de septiembre está dedicado a los buitres, que en algunas partes del mundo están en peligro de extinción. Existe también un día mundial del beso (13 de abril) que nació gracias al más largo de la historia, que duró alrededor de 58 horas y lo logró una pareja tailandesa. A su lado, el 6 de julio fue designado como día del beso robado, que pertenece más a una tradición de Estados Unidos y el Reino Unido. Se originó en Times Square en 1945 luego de que un marinero besara a una enfermera al finalizar la Segunda Guerra. En España se suscitó en las redes sociales una discusión acerca de si el hecho puede tratarse como un acto de acoso. Hay días dedicados a las viudas (23 de junio), al suelo (5 de diciembre), la gente de mar (25 de junio), el donante de sangre (14 de junio), las lenguas de señas (23 de septiembre), la bicicleta (3 de junio) y la neutralidad (12 de diciembre), este último apenas declarado en febrero del 2017 a solicitud de la delegación de Turkmenistán. En Estados Unidos se celebra el día de Pi o π (14 de marzo, o sea: 3.14), a la 1:59 am (3.14159). También en ese país y

Canadá, cada 2 de febrero (día de la Candelaria) se saca a una marmota de su madriguera para que pronostique el clima: si ve su sombra, habrá seis semanas más de invierno. Si no, se aproxima la primavera. El primer domingo de abril, en Kawasaki, Japón, es el día del pene. 19 de noviembre es la fecha internacional del retrete (excusado, letrina, inodoro, W. C., mingitorio, wáter, taza, sanitario). No se trata de una invitación a lavarlo, decorarlo, usarlo con cariño o abrazarlo, sino de buscar soluciones para que las heces humanas no se dispersen en el aire y provoquen así enfermedades. El 9 de diciembre deplanamente no se celebra en México. O más bien, se festeja ejerciéndolo en contra: es el que está dedicado a ir contra la corrupción (cochupo, entre, soborno, cohecho, moche, mordida). En cambio, este 2018 recordaremos la desmemoria que PRI y el ejército tienen del 2 de octubre a cincuenta años de la matanza de Tlatelolco. Esa fecha no se olvida. C

Por ROGELIO GARZA @rogeliogarzap

El Tutti Frutti: Un documental sobre el underground nacional EXISTEN ANTROS que marcan la vida nocturna de una ciudad. En la de México existió un pequeño bar entre los ochenta y los noventa donde se armaba el aquelarre los fines de semana: el Tutti Frutti. Hoy Laura “Loretta” Ponte y Alex Albert producen un documental con Danny Yerna y Brisa Vázquez, los artífices del llamado “Templo del underground”. En aquel tembloroso 1985, cuando la ciudad bailó slam, atravesábamos el Distrito Sideral para llegar al extremo norte donde se formó una “comunidad musical”. Los asistentes al Tutti Frutti íbamos a escuchar y a bailar la música que sonaba entre las tornamesas de Danny y su colección de vinilos, considerada patrimonio del under: garage, punk, new wave, psycho, glam, hardcore, cold wave, straight edge, dark, techno, cyber, rockabilly, gothic, grunge, noise... Era un enclave de tribus subterráneas difícil de ubicar, no cualquiera llegaba a la bodega del restaurante Apache 14 en Avenida Politécnico

Nacional, nunca hubo un letrero que indicara su existencia. Aterrizabas por instrumentos o por iniciación, entrabas por la puerta trasera y al subir unas escaleras la música te pateaba hacia un rincón psicodélico con una barra ilegal y una pistaescenario diminuta. El Tutti le abrió sus entrañas a cientos de grupos nacionales, lo mismo a los punks hardcore de Massacre 68 y Atoxxxico que a las Insólitas Imágenes (Caifanes), Santa Sabina, Café Tacuba y Café de Nadie, cuando arrancaban sus carreras. Y grupos de más allá como los Monomen, los Bayou Pigs y los Ultra 5, quienes grabaron el disco Live in Mexico City. Música extraña y contracultura, gente fuera de lo común, sustancias psicoactivas, bebidas golpeadoras, tatuajes a la medianoche, sexo en los baños y peleas relámpago. Eran sesiones musicales intensas, pero sus noches terminaron en 1992 volviéndose una entidad musical nómada. Entre los antros de su época el Tutti no era el mejor, era único.

Treinta y dos años después, cuando la ciudad se volvió a sacudir, Laura Ponte se conectó con Danny Tutti, abrió la página de Facebook Tutti Frutti: El documental y se convocó a compartir fotografías, flayers, recortes de prensa, fanzines, anécdotas y toda la música que sonaba. Ponte, directora y productora que ha obtenido tres veces el Premio Nacional de Periodismo, integró el equipo con el director Alex Albert y una tripulación de once valientes que trabajan a toda marcha. Con mil 400 miembros la página se volvió un punto de encuentro, culminó con los reventones que atiborraron El Imperial y El Bizarro para recaudar fondos, filmar a los grupos y captar la atmósfera Tutti. Lo que hacíamos en los ochenta y los noventa por escuchar esta música cobró un sentido más amplio. Existen antros que, además de marcar la vida nocturna de una ciudad, también marcan la vida de las personas que los sobrevivieron. El Tutti Frutti es de esos. C

MÚSICA EXTRAÑA, GENTE FUERA DE LO COMÚN, SUSTANCIAS PSICOACTIVAS, BEBIDAS GOLPEADORAS.


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C A R TA A B I E R TA A F E R N A N D O VA L L E J O

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EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Por

CARLOS VELÁZQUEZ

@charfornication

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uerido Fernando: Ya lo sé que tú te vas. Que quizá no volverás... Lo leí en Reforma. La noticia de tu partida me ha sumido en el desconsuelo. Siempre pensé que las amenazas de que algún día regresarías a morir a Colombia eran parte de tu mitología personal, que nunca las cumplirías. Pero cuando vi las fotos de tu departamento vacío entendí le verdad universal contenida en el dicho no hay fecha que no se cumpla, plazo que no se venza ni deuda que no se pague. Nunca supe qué viniste a buscar a México. Tampoco qué irás a buscar allá. Tras tanto año parecía que te habías resignado al exilio. Y mira, pues no. Has dejado nuestro paisaje incompleto. Hace semanas recibí el chisme de que habías apuñalado a un vecino. Honestamente, lo dudé tantito. Pero la nota de Reforma me lo confirmó. Lo sorprendente es que hayas tardado tanto en atacar a alguien. Siempre que alguien me hablaba mal de ti yo le respondía: nombre, si Fernando es un pan de Dios. El problema es ponerle una cámara enfrente, entonces comienza a despotricar contra el Papa, la iglesia, el maltrato animal, Colombia, la natalidad y cuanta cosa le esté incordiando al momento. Con tu intento de asesinato derrocas otra de las certezas que uno se ha construido sobre tu persona. A tus 75 años todavía conservas ánimo para delinquir. Que hayas aceptado mi invitación para impartir una cátedra en Torreón me sigue pareciendo, estos días en particular en que nos has abandonado, el milagro de navidad

SIEMPRE PENSÉ QUE UN VERDADERO MALDITO NO COMPARTÍA LA MESA.

El sino del escorpión

más grande de la humanidad. Yo era un ya no tan muchacho ingenuo que por querer ser editor terminó trabajando para un ayuntamiento, que resultó una de las experiencias más pútridas de mi vida. Qué fuiste a buscar a Torreón, esa Colombia ínfima, la ciudad más violenta del sexenio de Calderón, es un misterio todavía más insondable que tu retorno a Medellín. La literatura es ingrata, pero a mí me ha obsequiado unas pocas satisfacciones. Conocerte, por ejemplo. En obra primero, en personaje después y al final en persona. Como todo muchacho ya no tan ingenuo fui usado, como todos los que transitan ese penoso camino, por la administración pública. Me disculpo. Ante ti y ante todos los que merezcan mis excusas. Pero no hay funcionario que pueda contra Fernando Vallejo. Temían que viajaras a Torreón para acuchillarlos (yo incluido). Te recuerdo en el Teatro Isauro Martínez de pie, solo, en el centro del escenario, extasiado, alegre, contentísimo, recibiendo las injurias de la gente ofendida. Y qué pregunta tan insulsa te hicieron. Por qué no eras feliz. La gente nunca se entera de nada. Si algo experimentabas en aquel momento era dicha. Tu cara explotaba de felicidad. Quizá te moleste la analogía. Pero parecías un Cristo siendo juzgado. Pero tú no estabas encima de ninguna cruz. Permanecías sonriente con los brazos cruzados. Recuerdo también cuando leí La rambla paralela, para mí tu mejor novela, la que más releo, y por la que toda mi vida te estaré agradecido, y conocí a Fernando, El

Viejo. Tal vez esto ya pertenezca a los anales de la leyenda negra en que te has convertido, pero cuando te tuve enfrente más que Vallejo a quien yo veía era a El Viejo. Quizá no quería ver al auténtico Fernando, aquel que prometió que esa sería su última novela. Por fortuna no paraste de publicar. Para mala entraña de tus detractores, mexicanos y colombianos, literatos y no literatos, homosexuales y heterosexuales, católicos, mormones, protestantes. El don de la vida: mis matrimonios autodestructivos, la borrachera, el esfuerzo tan innecesario como inútil de trabajar para pagar la renta, me impidieron procurarte más. Pero claro que extrañaba comer en tu departamento. Y escuchar tus arengas. Siempre pensé que un verdadero maldito no compartía la mesa. ¿Qué quieres Carlos, camarones? Y le decías a la doñita, no te cansabas de presumir sus dotes culinarias, que fuera al Superama de la esquina por camarones para mí. Ese tipo de gestos desmentían al autor del Desbarrancadero. Quién pensaría que apuñalarías a un inquilino del edificio donde viviste por décadas. ¿Vallejo? ¿El Viejo? ¿El Fernando de La virgen de los sicarios? ¿Te fuiste quizá por ese vicio que tienen los colombianos por marcharse, como tú lo dijiste tantas veces? ¿Te fuiste a morir, a cumplir tu palabra? ¿O te fuiste porque a pesar del tiempo acá vivido nunca te mexicanizaste? Veo en el artículo de Reforma una foto tuya en el aeropuerto. Mencionas que vas a regresar. Pero yo sé que no es verdad. Seguro encontrarás allá alguien a quién apuñalar. C

Por ALEJANDRO DE LA GARZA @Aladelagarza

Fábula del muro EL ESCORPIÓN apenas pudo salir de la grieta del muro donde tiene su nido, pues quienes firman los cheques y los decretos clavaron justo sobre esa cicatriz del cemento el calendario para elegir a quien debe encargarse del muro. Eso explica, entiende el venenoso, la actividad febril y apresurada del tumulto, las opiniones, discusiones y peleas por las distintas opciones propuestas para mantener el muro, reformarlo, reconstruirlo o tirarlo para levantar uno nuevo. Aunque la mayoría de la gente reconoce la impericia de los oponentes en la competencia por controlar el muro, el bando hasta ahora encargado de él aboga por darle una remozadita y devolverle el brillo y los colores patrios para disimular su decrepitud —inocultable ya hasta para los responsables mediáticos de difundir su imagen de solidez e identidad. En resumen, una “manita de gato” sin alterar la estructura, la cual garantiza la permanencia misma del muro.

Otra bando acusa a los administradores anteriores del muro de haberlo descuidado, los culpa por su deterioro y promete abrir las vías para reformarlo y darle un nuevo frente con tecnología de punta, muchas computadoras, mucho inglés y algo de francés, materiales inteligentes, dispositivos y aplicaciones de última generación —todo asequible en Amazon. En resumen, buscan la permanencia del muro pero digital y modernizado. Aún otro bando propone reunir la fuerza y la legitimidad necesarias para tirar de una vez por todas las partes podridas del muro, para luego reconstruirlas desde abajo preservando sus equilibrios, integridad y su existencia misma. Un muro reconstruido, de núcleo duro y macizo, solidificado con todo tipo de mezclas y colados. Las distintas propuestas encienden las discusiones en los mentideros políticos, observa el alacrán con azoro ante

la gran cantidad de expertos (en elecciones, aeropuertos, inversiones, seguridad, policías, empleos) y la violencia con la cual se cruzan acusaciones, calumnias, falacias, argumentos con la solidez de lo efímero, condenas y sentencias apocalípticas. Todos dicen reflexionar sobre la importancia y trascendencia del momento y sobre la necesidad de la participación consciente, pues no en balde se ha luchado tantos años para poder elegir a quien cuide el muro. En tanto, lejos del centro del muro, en San Cristóbal, Chiapas, se reunieron en abril un centenar de artistas, intelectuales e indígenas en un conversatorio convocado por los neozapatistas para hablar del pensamiento, el futuro y el muro (enlacezapatista.org). Al mismo tiempo, en el infierno del muro, tres jóvenes mexicanos fueron disueltos en ácido en manos del narcoestado. Indignación y estupor en todas partes, vive el alacrán. C

LAS DISTINTAS PROPUESTAS ENCIENDEN LAS DISCUSIONES EN LOS MENTIDEROS POLÍTICOS, OBSERVA EL ALACRÁN CON AZORO.


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E l Cu lt u ra l S Á B A D O 2 8 . 0 4 . 2 0 1 8

ALGO SOBRE LA CIENCIA DEL EFECTO PLACEBO REDES NEURALES

D

urante la Segunda Guerra Mundial, Henry Knowles Beecher observó que los soldados heridos en la zona de combate pedían menos analgésicos que los pacientes con heridas similares en hospitales civiles. Las diferencias eran muy grandes: 25% de los soldados en la zona de guerra pedían analgésicos, en comparación con el 80% en los hospitales civiles. La hipótesis de Beecher era la siguiente: los civiles heridos anticipaban una mala situación social y financiera, como consecuencia de la discapacidad transitoria o permanente provocada por la herida. Por el contrario, los soldados heridos en combate pensaban que, al sobrevivir, serían removidos del combate y recompensados en el aspecto social y económico. La anticipación de amenazas o de mejores condiciones parecía influir en la respuesta frente al dolor, aunque las heridas fueran similares. La palabra “placebo” viene del vocablo latín placere, que puede traducirse como “complacer” o “satisfacer”. El concepto apareció en diccionarios médicos al final del siglo XVIII y principios del XIX. Los médicos tenían conciencia de que usaban con frecuencia tratamientos sin un efecto específico, sino más bien diseñados para “complacer” al paciente. En el Diccionario Inglés de Psiquiatría de 1958, el placebo se definía como “una preparación que no contiene medicina (o al menos no una medicina específica para la queja en cuestión) y administrada para hacer creer al paciente que recibe tratamiento.” El problema del placebo es un tema central en la medicina científica porque muchas condiciones clínicas tienen una tasa de respuesta relativamente alta al placebo: por ejemplo, el dolor y la depresión. Algunos investigadores han sugerido que la mayor parte de la práctica médica hasta el siglo XVII se basó en el uso del efecto placebo. Muchos remedios tradicionales, a veces altamente valorados por las comunidades que los usan (por ejemplo algunos remedios homeopáticos) no son superiores al placebo cuando son comparados en forma rigurosa. Por lo tanto, en medicina científica, es indispensable que los tratamientos demuestren que son superiores al placebo: es la prueba mínima indispensable para saber que realmente hay un progreso terapéutico. Una definición contemporánea de placebo sería la siguiente: “Cualquier terapia o componente de una terapia que se usa deliberadamente por sus efectos no específicos, psicológicos, o psicofisiológicos, o que se usa para un pretendido

Por

JESÚS RAMÍREZBERMÚDEZ

efecto específico, pero que en realidad no cuenta con ese efecto para la condición bajo tratamiento”. Lo interesante del efecto placebo es que, aún cuando no se basa en un mecanismo farmacológico dado por una estructura química molecular, de todas maneras puede ejercer efectos terapéuticos. O también efectos nocivos: cuando el placebo genera efectos adversos (dolor de cabeza, diarrea, náusea o vómito, por lo común), se le conoce como “nocebo”, y no es infrecuente que esto suceda en un experimento clínico. En el caso de la depresión mayor, una revisión sistemática de todos los experimentos clínicos publicados entre 1981 y el año 2000, para tratar a pacientes con medicamentos antidepresivos en comparación con placebo, demostró que la respuesta al placebo (definida como la reducción del 50% de los síntomas) era de 29.7%.5 En otras palabras, cualquier fármaco o psicoterapia que afirme su efectividad, debería generar un porcentaje claramente superior a ese 29.7%. En general, los medicamentos antidepresivos alcanzan tasas de respuesta mayores al 50%. El efecto placebo puede verse también en otras áreas de la medicina: por ejemplo, hay buena documentación en pacientes con dolor o en la enfermedad de Parkinson. Todo esto nos lleva a la pregunta, ¿cómo funciona el placebo? Desde el punto de vista psicofisiológico, sabemos que hay una estrecha conexión entre nuestras funciones intelectuales y nuestras emociones. Las emociones influyen en el intelecto, y viceversa. Por otra parte, las estructuras cerebrales que procesan emociones están estrechamente interconectadas con el sistema nervioso autónomo, que tiene una influencia directa sobre órganos, aparatos y tejidos corporales como el corazón, el pulmón, el tubo digestivo, el aparato reproductor, la piel... De esta manera, se han realizado estudios que demuestran que las “sugestiones verbales” que acompañan al placebo pueden afectar no nada más la percepción de los síntomas (por ejemplo el dolor), sino incluso la función de los órganos, a través del sistema nervioso autónomo. Por supuesto, estas modificaciones suelen ser transitorias y sólo consiguen efectos modestos (por eso la respuesta al placebo, aun en el mejor de los casos, no consigue aliviar a la mayoría de los enfermos, y no cura enfermedades graves o mortales). En todo caso, las “sugestiones verbales” son importantes para generar el efecto placebo. Por ejemplo,

LAS CLAVES PARA EL EFECTO PLACEBO VAN MÁS ALLÁ DE LAS SUGESTIONES VERBALES, Y PUEDEN ENLAZAR MUCHOS ASPECTOS PSICOLÓGICOS Y SOCIALES. ”

si el malestar es gástrico y las sugestiones verbales apuntan en esa dirección, el placebo puede afectar el movimiento intestinal, pero no las funciones cardiacas o cutáneas. La posible explicación psicofisiológica es que las sugestiones verbales durante el uso del placebo activan redes neurales que almacenan información relacionada con el control del órgano en cuestión, a través de la representación cerebral del sistema nervioso autónomo y lo que se conoce como vías interoceptivas, que registran, por ejemplo, el estado de las vísceras corporales. Por supuesto, las claves para el efecto placebo van más allá de las sugestiones verbales, y pueden enlazar muchos aspectos psicológicos y sociales, como la figura de autoridad del médico o del responsable del procedimiento, su lenguaje corporal, los rituales de sanación, las características de personalidad del enfermo, sus expectativas, sus experiencias previas... Los estudios contemporáneos de imágenes cerebrales pueden darnos información muy valiosa acerca del efecto placebo en el sistema nervioso. En la Universidad de San Antonio en Texas, la doctora Helen Mayberg reportó una serie de cambios en la actividad cerebral que se presentaban en las personas que respondían a un medicamento antidepresivo, la fluoxetina, pero también en quienes respondían al placebo. Estos cambios se observaban en la corteza prefrontal y en la corteza del cíngulo anterior. Sin embargo, en las personas que usaban el medicamento antidepresivo, se observaron cambios más extensos y también se presentaron cambios en estructuras que no fueron modificadas por el placebo, como es el caso de la corteza de la ínsula. Esto nos lleva al siguiente punto: probablemente hay mecanismos comunes entre el efecto placebo y los tratamientos psicológicos o biológicos para la depresión mayor. Pero los tratamientos aprobados por el método científico deberían ser claramente superiores. C


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