Geopolíticas: espacios de poder y poder de los espacios.

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CRONOTOPOS, MEMORIAS Y LUGARES: UNA MIRADA DESDE LOS PATRIMONIOS

Carlo Emilio Piazzini Suárez Instituto de Estudios Regionales Universidad de Antioquia

En: Geopolíticas: espacios de poder y poder de los espacios. Emilio Piazzini y Vladimir Montoya Eds. Medellín: Editorial La Carreta-Universidad de Antioquia, 2008. Pp. 171-183.

Resumen

El poder enunciativo que poseen los ensamblajes de espacio y tiempo en los actos narrativos no es una novedad en materia literaria. En los cronotopos –decía Bajtin– tienen lugar la unión de los elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto. Avanzando en la perspectiva de comprender las relaciones entre espacio y tiempo, memoria, lugares y territorio, este ensayo se dedica a explorar el rol de los patrimonios como dispositivos políticos que sirven a la articulación de las diferencias y jerarquías socioespaciales. Introduciendo el enunciado de Bajtin en un ámbito discursivo en el que los patrimonios suelen ser des-materializados y purificados de su contenido político, se propone que éstos pueden ser comprendidos como cronotopos, poderosos comprimidos o síntesis espaciotemporales que contribuyen a fortalecer determinadas territorialidades y memorias oficiales, pero también, a la emergencia de contraespacios y memorias disidentes.

Introducción

En este ensayo trato de la dimensión geopolítica del patrimonio cultural, esto es, enfatizo acerca de la forma en que las prácticas sociales vinculadas con la producción de los patrimonios culturales se encuentran mediadas por procesos de jerarquización política de las diferencias y relaciones socioespaciales, e incluso, contribuyen activamente a la construcción, mantenimiento y, eventualmente, a la transformación de dichos procesos. Para el efecto, ofrezco en primera instancia una interpretación del sistema de definición de los patrimonios culturales en el ámbito internacional y nacional, como algo correlativo a la imaginación geopolítica y a la cronopolítica de la modernidad.


En un segundo momento, introduzco el concepto literario de cronotopo y lo hago extensivo al patrimonio cultural, como un recurso analítico para mostrar como el patrimonio ha sido y es un dispositivo sumamente eficaz para construir, sustentar, reproducir o transformar las lógicas geopolíticas. Trato entonces de situar el patrimonio cultural en la triada espacio-tiempo-poder, en lo que en estricto sentido sería una reflexión sobre la crono-geopolítica del patrimonio. Esta búsqueda, da continuidad a tratamientos previos de la pregunta por el papel que las categorías de pensamiento espacial han jugado en las prácticas sociales de la memoria y la historia (cf. Piazzini 2006a, b y c).

Geopolítica del patrimonio

En torno a la noción de patrimonio cultural se ha venido edificando un impresionante andamiaje de prácticas de conocimiento, corpus legislativos y técnicas de conservación y planeación, inexistentes hace apenas cincuenta años. Inicialmente referida a la preocupación de algunos estados europeos por el saqueo, traslado y tráfico ilegal de monumentos históricos y piezas artísticas en tiempos de guerra, esta noción ha devenido en el referente principal de una serie muy refinada de conceptos académicos y jurídicos que propende por alcanzar consenso nacional e internacional acerca de lo que debe o no considerarse como patrimonio, entre una lista de lugares, arquitecturas, objetos y prácticas culturales que crece casi exponencialmente. En este proceso, el valor de excepcionalidad que en términos de antigüedad, monumentalidad o estética debían tener los bienes patrimoniales, se ha ido ampliando, en lo que podríamos llamar la „relativización‟ de los parámetros de consagración patrimonial, y la „democratización‟ de los valores que califican dichos objetos, arquitecturas, prácticas y lugares. Del conjunto exclusivo y excluyente de bienes monumentales ligados a la historia antigua y la estética artística y arquitectónica elitista y eurocentrada, se ha ido transitando hacia la valoración del legado cultural de memorias, estéticas y geografías otras y, de allí, hacia una cierta des-fetichización del tiempo como medida de lo patrimonial, así como una ampliación de su esfera de adscripción para incorporar lo que, sin dejar de ser problemático, ha venido a llamarse patrimonio intangible. El resultado: patrimonios


arqueológicos, lingüísticos,

paisajísticos, bibliográficos,

arquitectónicos, religiosos,

históricos,

industriales,

artísticos, fílmicos,

etnográficos, audiovisuales,

informáticos… una lista casi interminable de compartimentos que a su vez se agrupan en patrimonios muebles e inmuebles, tangibles o intangibles, es decir, todo un sistema de subcategorías, cuya definición, diferencias y relaciones suele copar buena parte de la atención de los numerosos saberes expertos que hoy se aplican al tema.

A pesar del enorme costo intelectual y tecnocrático que implica esta dinámica de compartimentación, y del tono “bello, verdadero y bondadoso” que suele acompañar el discurso del patrimonio cultural (cf. Dolff-Bonekamper, 2001), es indudable que se trata de un asunto fundamentalmente político, comprometido en relaciones de poder y tensiones que tienen lugar entre los bloques internacionales, los Estados y otras espacialidades, no siempre subordinadas, que los integran. Estrictamente hablando, propongo que, más que político, el patrimonio cultural juega un papel importante en la esfera de lo geopolítico, en la medida en que se constituye en objeto central de acuerdos o disputas acerca de la soberanía territorial de los Estados, tanto en la perspectiva inter-nacional como en la infra-estatal. Y en este punto debo acotar mejor el concepto de geopolítica que interesa a la presente reflexión: me refiero al ordenamiento espacial de las relaciones de poder que se lleva a cabo mediante sistemas jerarquizados de etiquetamiento y diferenciación entre lugares de ‘mayor’ o ‘menor’ importancia en un sistema escalar de dominios territoriales1.

La dimensión geopolítica del patrimonio se pone de manifiesto en el hecho de que sea la Unesco –un organismo multilateral que nace con la época de la guerra fría–, la que lidera buena parte de los procesos de definición y regulación de lo patrimonial. Con antecedentes

en

algunos

tratados

internacionales

sobre

la

preservación

de

monumentos históricos y obras artísticas en tiempos de guerra (La Haya, 1907; Roerich, 1935), desde su constitución en 1945 la Unesco propende por: “… la conservación y la protección del patrimonio universal de libros, obras de arte y monumentos de interés histórico o científico”, como parte de una serie básica de 1

Este enunciado sigue de cerca la definición dada al concepto de geopolítica por Agnew (1998: 2).


funciones y propósitos que en materia de ciencia y educación buscaban contribuir a los objetivos de la paz internacional y el bienestar general de la humanidad, declarados ese mismo año por las Naciones Unidas. Desde entonces, el esquema geopolítico que subyace al discurso y la organización de las funciones de la Unesco en materia de patrimonio cultural, es justamente el del mundo como una totalidad que se encuentra „naturalmente‟ organizada en entidades territoriales denominadas Estados nacionales, dos de las características más importantes que posee la imaginación geopolítica de la modernidad (sensu Agnew, 1998). Esta diferencia entre lo mundial y lo estatal es concomitante con una mayor o menor exigencia de „excepcionalidad‟ de los patrimonios culturales que corresponden a cada escala. En el ámbito de lo supra-estatal están los tratados y acuerdos internacionales que lidera la Unesco en pro de la definición de medidas de conservación, valoración y divulgación del llamado patrimonio cultural de la humanidad. Al mismo nivel se localizan las sanciones que los Estados miembros deben apoyar cuando en cualquier parte del mundo se realizan acciones que atenten contra dicha categoría de lo patrimonial, o aquellas disputas sobre la soberanía de los bienes culturales de carácter nacional que no se puedan resolver en primera instancia entre los Estados, por ejemplo, los reclamos de repatriación.

En la escala de lo estatal, son los Estados nacionales, o como se nombran por antonomasia en los documentos de la Unesco, “cada uno de los „territorios‟ oficialmente reconocidos por las Naciones Unidas”, aquellos que deben velar por la definición e integridad del patrimonio cultural situado en jurisdicción de su soberanía. Es decir, la espacialidad básica y funcional al tema de la definición y defensa del patrimonio cultural, es la del territorio soberano del Estado. Lo que ocurra con el patrimonio cultural situado en la escala de lo infra-estatal corresponde a un sistema jerarquizado de valoraciones, toma de decisiones y procedimientos, con el cual se busca tramitar, en sentido ascendente o descendente, la definición y consecuente tratamiento de los patrimonios ligados a localizaciones más específicas. Para poner un ejemplo de la manera en que opera este sistema, tenemos que en Colombia la jerarquización de competencias para la definición de lo que es o no es patrimonio cultural comienza por la consagración de los bienes de interés cultural de carácter municipal, siguiendo con


aquellos de carácter departamental, para llegar a los del orden nacional. Como corresponde a la lógica moderna de jerarquía escalar de la territorialidad estatal, la definición de los bienes culturales de carácter municipal está regulada por una autoridad supra-municipal, cuando no nacional, como por ejemplo las filiales de monumentos o el Ministerio de Cultura, siendo éste último el que regula siempre la definición de los bienes de carácter departamental y nacional. Finalmente, para que un bien o conjunto de bienes sea elevado a la categoría de Patrimonio de la Humanidad, tal aspiración debe tramitarse exclusivamente por parte del Estado, bajo la regulación de la UNESCO como instancia supra-estatal.

En este ejemplo, el sistema territorial de decisiones acerca de lo que merece o no ser consagrado como patrimonio cultural, se encuentra estrechamente ligado con una jerarquía de valores que califica la importancia de aquellos aspectos que se consideran característicos de cada escala territorial. Así, los mayores niveles de excepcionalidad exigidos desde el punto de vista de los especialistas (lo más antiguo, lo más monumental, lo más escaso, lo más exótico, lo más hermoso, lo más patriótico, lo más típico, según sea el caso), se encuentran en la cúspide de la jerarquía escalar (monumentos de la humanidad y monumentos nacionales), descendiendo gradualmente la exigencia de excepcionalidad conforme se trate de patrimonios regionales o locales. Por ejemplo, mientras en la escala de lo municipal prácticamente todos los templos o iglesias parroquiales suelen ser considerados como bienes patrimoniales, sin mayores exigencias desde el punto de vista arquitectónico o histórico, en el ámbito nacional sólo los templos „representativos‟ de acontecimientos o épocas centrales en la trama de las narrativas de la historia patria figuran en los listados de patrimonio cultural, haciéndose aun más exigentes los criterios de representatividad en el caso de las arquitecturas religiosas que figuran en la lista de patrimonio de la humanidad. Es así como la definición de determinados lugares, objetos, arquitecturas y prácticas sociales como parte del patrimonio cultural, convalida dos aspectos clave en la edificación y mantenimiento de la geopolítica de la modernidad: por una parte, „naturaliza‟ el orden establecido de diferenciación y distribución geográfica de los poderes en el planeta, al establecer vínculos unívocos entre determinados espacios e historias, memorias e


identidades. Por otra parte, contribuye con el mantenimiento de la jerarquía de los poderes políticos ligados a cada espacio, al hacer funcional el orden de precedencia escalar (global, nacional, regional, local) a los procesos de consagración de lo patrimonial.

En síntesis, el patrimonio cultural y todas las prácticas sociales ligadas con su definición, conservación y divulgación, pueden comprenderse como dispositivos que ayudan a configurar, mantener y reproducir determinadas lógicas de jerarquización de las diferencias espaciales, sobre todo de aquellas que han caracterizado a la imaginación geopolítica de la modernidad. Pero es preciso decir que esta potencia del patrimonio cultural no se agota en la funcionalidad que ofrece a la lógica estadocéntrica. Además de activar tensiones en las escalas de lo supra-estatal, puede ayudar a transgredir el orden jerárquico de tramitación de las aspiraciones políticas y el reconocimiento internacional de grupos sociales ligados a territorialidades infraestatales. Ello porque la dinámica de producción del patrimonio cultural, en la medida en que liga lugares, objetos y prácticas sociales con historias, memorias e identidades, logra

una

articulación

muy

estrecha

de

las

experiencias

y

concepciones

espaciotemporales de los sujetos y los colectivos sociales, las cuales pueden resultar en contravía del modelo estadocéntrico.

Para comprender mejor ésta última perspectiva, a la importancia geopolítica del patrimonio hay que articular su importancia cronopolítica. Por cronopolítica entiendo la manera en que las relaciones de poder se encuentran involucradas con determinadas concepciones y experiencias sociales del tiempo: me refiero a los procesos de negociación o imposición de imaginarios sobre el pasado, el futuro y el lugar actual que ocupan los sujetos y los grupos sociales en determinadas concepciones sobre el devenir. Si la teleología de las narraciones históricas es cíclica, lineal, sinuosa o en espiral, es porque existen intermediaciones políticas en la producción del pasado, que inciden en su valoración como algo que debe efectuarse nuevamente, superarse definitivamente o recordarse para avanzar gradualmente hacia el futuro. Esta dimensión cronopolítica del patrimonio puede ser fácilmente reconocible en el proceso mismo de


su producción, cuando se ponen en marcha mecanismos selectivos que conceden o niegan el carácter de patrimonio a ciertos objetos, lugares y prácticas. Pero tratando de trascender el juego de dualidades que ha caracterizado el pensamiento social sobre el espacio y el tiempo, en realidad habría que hablar de una crono-geopolítica y, para el propósito de este ensayo, del patrimonio cultural como cronotopo.

El patrimonio como cronotopo

En un ensayo escrito en la década de 1930, y complementado en 1973, el filólogo ruso Mihail Bajtin (1895-1975) señalaba, a propósito de un estudio sobre las formas del tiempo en la novela, la existencia de una “conexión esencial de relaciones temporales y espaciales” que la literatura “asimilaba” a partir del tiempo y el espacio del “hombre histórico real” (Bajtin, 1989: 237). A esta forma de asimilación del mundo por parte de la novela, y a esta conexión esencial entre espacio y tiempo, la llamó cronotopo, una categoría de análisis útil a la investigación de la forma y el contenido de la literatura y, más específicamente, a la tarea de determinar los géneros literarios y sus variantes. Señalaba Bajtin que:

En el cronotopo artístico literario tiene lugar la unión de los elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa aquí, se comprime, se convierte en visible… y el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia. Los elementos del tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo (Ibíd.: 238. Cursivas añadidas).

Si bien es cierto que la cronotópica de Bajtin no aspira expresamente al análisis de otras esferas de la vida social que no sean las de la literatura y el arte, es importante tener en cuenta que, en consonancia con el contexto político e intelectual marxista de su lugar y época, el autor se esforzó por establecer la relación entre los ensamblajes espaciotemporales “de la vida real” y los de la literatura. A los primeros se refería como


“cronotopos externos, concretos o reales”, en los que tiene lugar la representación de los “cronotopos internos” que son los de carácter artístico y literario.

Por ejemplo, al analizar la novela antigua y sus repercusiones en la novela moderna, Bajtin define una serie de cronotopos que se relacionan con la transformación histórica de las relaciones entre los espacios de lo público y lo privado, así como de las concepciones del tiempo pasado, presente y futuro. A la plaza pública, el ágora y el tiempo mitológico, que no es biográfico ni histórico, corresponde el cronotopo de la novela de aventuras griega (Platón); luego, en la novela de aventuras costumbrista, se asimila el tiempo biográfico y el espacio concreto y orgánico de la patria y sus lugares específicos, por medio del cronotopo del “camino de la vida” (Petronio y Apuleyo); en este, el ejercicio de glorificación de la vida propia o ajena se sitúa en el intersticio entre la vida ejemplar de un sujeto y su re-presentación en el espacio de lo público, en la perspectiva de enviar un mensaje edificante a las generaciones futuras. Más tarde, el cronotopo del castillo por ejemplo en las novelas góticas británicas (Walpole, Radcliffe y Lewis), se encarga de introducir la concepción y la experiencia del tiempo de lo histórico, que se hace visible justo en el lugar en el cual se ejerce el poder feudal: en la materialidad del castillo y su mobiliario se produce una espacialización organizada de las huellas que han quedado de un pasado grandioso, aquel que comunica el poder de las familias aristocráticas de generación en generación. Finalmente –aún cuando la serie de Bajtin es más amplia–, mencionaré el cronotopo del salón-recibidor (Stendhal y Balzac) como intersección del espacio de lo público y lo privado. Es justamente el lugar en donde se llevan a cabo los diálogos y decisiones de trascendencia política y económica en la época de la Restauración francesa. Conjuntamente con otros cronotopos, como el de la pequeña ciudad provinciana, el del teatro, el del umbral, se trata, siguiendo a Batjin, de imágenes literarias con la suficiente fuerza como para “lograr la condensación en el espacio de las huellas del paso del tiempo” (Ibíd.: 398) y constituir así aspectos nodales en la trama de la novela. Todo ello porque son, finalmente, formas de asimilación y no reflejos de las experiencias y concepciones espaciotemporales del mundo de los autores y los lectores, es decir, de los cronotopos externos.


Haciendo extensivo el concepto de Bajtin, propongo abordar el patrimonio cultural como un cronotopo, con el único propósito de comprender la manera en que los bienes patrimoniales al “lograr la condensación en el espacio de las huellas del paso del tiempo”, al “condensar el tiempo” y al “hacerlo visible en el espacio”, constituyen un dispositivo sumamente eficaz en los procesos de construcción de lógicas cronogeopolíticas. Los patrimonios funcionan a la manera de cronotopos en la medida en que efectúan articulaciones inextricables entre memorias, identidades y lugares, historias y territorios, habilitando prácticas discursivas y no discursivas que fortalecen o ponen en entredicho determinadas formas de concebir y experimentar la situación de los sujetos y los grupos sociales en el espacio y el tiempo.

Es importante aclarar que este empleo del concepto de cronotopo no obedece a ninguna consideración acerca de que la comprensión del mundo de las materialidades y las espacialidades deba estar necesariamente supeditada a modelos lingüísticos, textuales o narrativos. La “borrachera del signo, la textualidad y el discurso”, como alguien llamó al abuso que durante la segunda mitad del siglo

XX

se hizo de categorías

y modelos lingüísticos y literarios para explicar diversas esferas de la vida social (Domínguez, 2005: 5), conllevó a planteamientos sobre gramáticas espaciales, sintaxis de los objetos y la cultura material como texto, que no hicieron justicia a la diferencia que en puntos importantes estas exterioridades oponen a los discursos lingüísticamente articulados. Lo que interesa aquí no es hacer extensivo el cronotopo a esferas de la vida social que serían susceptibles de explicar mediante un modelo lingüístico, textual o narrativo, sino comprender y destacar esa particular potencia de vincular las espacialidades y temporalidades sociales, de que habla Bajtin.

Así pues, procederé a mencionar brevemente dos situaciones en las cuales se puede identificar la forma en que los patrimonios culturales constituyen cronotopos que funcionan en el contexto de la geopolítica y la cronopolítica. En el pasado mes de abril de 2007, las repúblicas de Estonia y Rusia entraron en tensión diplomática por el traslado que la primera hizo de un monumento a los soldados soviéticos caídos en la


guerra contra las fuerzas nazis, localizado en el centro de la ciudad estonia de Tallin. La decisión del gobierno estonio fue calificada por su contraparte rusa como una "blasfemia e insulto a la memoria de aquellos que liberaron a Europa del nazismo" 2, mientras que un vocero de los veteranos de guerra rusos dijo que se trataba de una “profanación a la memoria de los caídos..., un acto de vandalismo”, con el cual se pretendían “borrar algunas páginas históricas y hacer la vista gorda ante el resurgir del nazismo"3. Para el gobierno estonio, la acción se justificaba en cuanto era un deber del Estado identificar los restos anónimos de los soldados inhumados en la fosa común asociada al monumento, así como darles un tratamiento digno, al trasladar sus restos a un cementerio, un lugar en donde descansarían en paz en vez de permanecer en el centro de la ciudad, al pie de un monumento que desde la disolución de la Unión Soviética venía suscitando conflictos entre facciones rusas y estonias de la población4. De hecho, durante el desmantelamiento del monumento se produjeron choques entre civiles y militares que provocaron un muerto y varios centenares de heridos. Para la población estonia, el monumento puede significar positivamente la conmemoración de la victoria del ejército soviético sobre el ejército nazi que había invadido el país durante la segunda guerra mundial. Pero así mismo, significa, de manera negativa, el inicio del establecimiento del régimen que hasta la década de 1990 mantuvo al país bajo el poder de la Unión Soviética.

En esta situación, la relación entre memoria y lugar, materializada en un cronotopo concreto: el monumento a los soldados caídos situado en el espacio público del centro de la ciudad, ha suscitado tensiones políticas en el momento en que los términos de esa relación se ven modificados en su vinculación intrínseca. El monumento es desplazado, es decir, des-territorializado, lo que implica una re-significación de su lugar, tanto en las geografías de poder, como en las memorias oficiales y las narrativas de la historia nacional. El des-plazamiento del monumento activa una ruptura de los vínculos 2

Pronunciamiento del ministro ruso de relaciones exteriores, Sergei Lavrov. http://www.lukor.com/notmun/europa/0704/18212049.htm (Consulta de 18/04/2007). 3 Así se refirió al hecho Yefim Donos, jefe del Comité moldavo de veteranos de la guerra y del Ejército. http://sp.rian.ru/onlinenews/20070427/64510869.html (Consulta de 27/04/2007). 4 El pronunciamiento oficial del gobierno estonio sobre este tema se puede consultar en http://www.estemb.es/estonia/fechas_historicas/aid-213 (consulta del 28/04/2007).


„originales‟ entre espacio y tiempo, lugar y memoria que habían sido producidos a propósito de su consideración como patrimonio histórico. Pero además, esta ruptura es correlativa a la tensión política que enmarca las relaciones entre Rusia y Estonia en los últimos años.

Otra situación, esta vez vivida en Colombia, muestra como funciona el cronotopo patrimonial en relación con dos lógicas espacio-temporales diferentes: una de carácter estatal y otra de carácter infra-estatal. Recientemente, en el curso de una investigación ligada a la gestión de impactos sobre el patrimonio cultural por efecto de la construcción de un proyecto de energía eléctrica (ISA-INER, 2007), un grupo de arqueólogos halló un cementerio precolombino en cercanías a la Sierra Nevada de Santa Marta. Esta región del norte de Colombia, ha estado históricamente ligada a las comunidades indígenas Kogui, Arzario y Arhuaco en su proceso de recuperación de los territorios que consideran ancestrales. Al conocer del hallazgo, los líderes Arhuacos efectuaron una serie de exigencias de cara al tratamiento que debían recibir las evidencias arqueológicas. En primer lugar, exigieron que éstas no fueran trasladadas del lugar del hallazgo; en segundo lugar, pidieron que, una vez identificadas las características generales de los enterramientos, los restos humanos y sus ofrendas deberían ser inhumados nuevamente en su presencia y con acompañamiento de una ceremonia específica (pagamento) oficiada por los sacerdotes indígenas (mamas).

Estos requerimientos se hicieron con base en argumentos relativos a su territorialidad, su memoria y su cosmogonía. Veamos: en primer lugar, el sitio del hallazgo se encuentra situado dentro de la “línea negra”, que es una frontera establecida por las comunidades indígenas de La Sierra, la cual no corresponde en estricto sentido con la delimitación del área de sus resguardos, sino que está situada más „afuera‟ y corresponde con el espacio dominado ancestralmente y deseado en el presente. En segundo lugar, reconocieron en la disposición de los enterramientos y los artefactos que los acompañaban formas rituales afines a la identidad étnica de sus antepasados, aún cuando cabía la posibilidad, desde el punto de vista histórico y científico, que fueran de diferente adscripción cultural. En tercer lugar, advirtieron sobre las consecuencias


negativas que para sus comunidades y su entorno tendría el trasladar las evidencias arqueológicas a otros lugares, pues se trataría de una suerte de profanación o sacrilegio que desencadenaría consecuencias nefastas para su mundo e incluso para el de los “hermanos menores”, como denominan a los miembros de la sociedad no indígena.

Para los indígenas de la Sierra Nevada, el cementerio precolombino activa una relación entre memoria y territorio que es fundamentalmente política, en la medida en que sitúa, materializa y hace visibles sus argumentos y reclamaciones de soberanía territorial sobre un área geográfica que es para ellos crítica: aquella franja que los separa, pero que a la vez los pone en contacto con la „sociedad nacional‟. Ahora bien, esta manera de experimentar y concebir la memoria y el territorio en relación con aquellos lugares y materialidades que desde la mirada occidental llamaríamos patrimonio, entra en tensión con otra relación cronotópica: aquella del Estado nacional y de la ciencia occidental.

Los protocolos de investigación desarrollados por la arqueología están íntimamente ligados con procesos de des-territorialización y re-territorialización de las evidencias arqueológicas. El protocolo científico de investigación implica por lo general salir de un lugar central en el que se produce y se divulga el conocimiento –por excelencia la Universidad o el Museo–, hacia una exterioridad, llamada eufemísticamente „el campo‟. Salvo que se trate de ensamblajes materiales imposibles de trasportar –dificultad que encuentra notables excepciones en la historia de los botines de guerra de la arqueología imperial del siglo

XIX–

el protocolo señala la necesidad de transportar, esto

es, desvincular de sus lugares de emplazamiento, las evidencias arqueológicas, para situarlas en un nuevo contexto, el laboratorio. Allí, en ese punto neutro que se llama laboratorio porque quisiera ser un no-lugar, es decir un espacio en el que se puedan controlar factores ideales para que el científico produzca conocimiento sin ser interferido por el mundo, se opera casi misteriosamente una re-territorialización de los objetos. Las cartografías, los planos, las georeferencias y las fotografías, quisieran preservar la localización de las evidencias in situ que con tanto esfuerzo se fue a buscar al campo. Pero estos dispositivos de registro no son ingenuos pues constituyen la prolongación de


ciertos modos de mirar. Además, las categorías de análisis espacial hacen parte de las experiencias y concepciones que el arqueólogo o la arqueóloga tienen de su lugar en el mundo. Así es que, lo que era una acumulación errática de huellas y materiales encima o bajo tierra, localizados en cualquier paisaje, vereda o barrio se convierte, luego de su análisis, en un área de actividad, en una plaza ceremonial, en un patrón de asentamiento, en una región arqueológica, en un territorio étnico, en parte de una nación o de un imperio... Finalmente, estos objetos y registros gráficos, acompañados de textos son desplegados en los museos y en los libros conforme a una organización espacial y material completamente nueva. Al fin y al cabo, los museos y bibliotecas son, siguiendo a Pierre Nora (1989), lugares de la memoria, en los que se quisiera comprimir, en un solo punto, la historia y la geografía de la humanidad.

Ahora bien, la supervisión del cumplimiento de los protocolos científicos de la arqueología corresponde, en el ejemplo que abordamos, al Instituto Colombiano de Antropología e Historia –Icanh–, entidad adscrita al Ministerio de Cultura y máxima autoridad estatal en materia de preservación del patrimonio arqueológico de la Nación. De tal forma que el hallazgo arqueológico y la producción de su valoración ya como evidencia científica, como patrimonio cultural de la Nación o como lugar ancestral dentro de la cosmogonía Arhuaca, implicó la puesta en contacto, en un campo de tensión, entre diversas lógicas geopolíticas y cronopolíticas. Los investigadores debieron negociar el tratamiento de estos cronotopos arqueológicos, buscando cumplir con estándares científicos internacionales, al tiempo que acatando las exigencias del Estado como garante de los bienes patrimoniales de la nación que están dentro de su territorio soberano y buscando responder a las condiciones definidas por las comunidades Arhuacas en sus aspiraciones de ampliación y autonomía territorial. En este caso la negociación pudo llevarse a buen término efectuando ajustes al protocolo científico, esto es, invirtiendo la relación laboratorio-campo, trasladando el primero al segundo, e inhumando las evidencias arqueológicas.

¿Patrimonios localizados o intangibles?


El primero de los ejemplos presentados muestra la potencia que alberga un cronotopo patrimonial justamente cuando éste se destruye para re-edificar una geografía y una historia: la que corresponde al nacimiento o re-surgimiento de un Estado nacional. En el segundo ejemplo, se muestra la potencia del cronotopo en el momento de su producción patrimonial, justamente en el proceso de construcción de una territorialidad y una autonomía que se encuentran bajo el dominio de un Estado. Estos casos se localizan en „momentos‟ diferentes de los procesos de des-territorialización y reterritorialización correlativos a la transformación de la geopolítica contemporánea, específicamente en lo referido a la dinámica de emergencia de nuevas territorialidades, lo que en principio se opone a las dinámicas de globalización. No obstante, ambas dinámicas son las caras de una misma moneda: aquello que siguiendo a Swyngedouw (2004) podría denominarse como el proceso de glocalización. Pero, ¿cómo pensar la geopolítica y la cronopolítica del patrimonio cultural en este doble movimiento?

La tensión entre la emergencia de espacialidades locales y procesos globales se pone de manifiesto en dos de los últimos desarrollos conceptuales que en materia de patrimonio ha efectuado la Unesco. Me refiero a la definición de “patrimonios intangibles” y “paisajes culturales”. Sin pretender ofrecer aquí una revisión exhaustiva de los múltiples enunciados que se han efectuado sobre patrimonio cultural, se puede decir que durante varias décadas el tratamiento conceptual del tema ha tenido una remisión casi exclusiva y excluyente a los ámbitos de la historia, la memoria, la identidad y la cultura, tanto en el lenguaje académico, como en el jurídico y en el de la planeación. Es indudable que ciertas categorías espaciales como lugar, paisaje y territorio han estado involucradas expresamente con los procesos de valoración y tratamiento del patrimonio cultural. La localización y las relaciones espaciales han sido, en términos generales, aspectos a tener en cuenta a la hora de definir si un bien cultural es o no es patrimonial. Pero estas espacialidades han sido generalmente tratadas en el mismo tono inocente o políticamente neutral que caracteriza el discurso técnico y jurídico del patrimonio o han sido pensadas en un lugar secundario y supeditado frente a los tópicos de la historia, la memoria, la identidad y la cultura, referentes discursivos que „por naturaleza' se encuentran vinculados con el tema del patrimonio.


Como suele suceder con otros campos discursivos, en el caso del patrimonio, por lo menos hasta la década de 1970, la referencia al espacio se hizo en un segundo plano, concibiendo éste como escenario o contenedor de los monumentos y objetos patrimoniales (cf. Cosgrove, 2004; McPerson y Minca, 2005; Soja, 1989). Lo importante, lo esencial, eran los valores estéticos, las memorias, las historias y las identidades culturales que se desplegaban sobre el espacio. Lo propio ha sucedido con las materialidades, asumidas simplemente como vehículos, dispositivos mnemotécnicos o manifestaciones. La materialidad del monumento era y sigue siendo, tal y como sucede a propósito de la definición del patrimonio intangible, sólo el soporte de una identidad esencial, la materia prima de una impronta cultural (a menudo nacional), la huella que activa la memoria o el inframundo de la conciencia histórica. Dicha materialidad no es algo que juegue un papel activo en el proceso mismo de producción de la historia, la memoria o la identidad (cf. Piazzini, 2006a). Así, en la Convención de la Unesco de 1972 se consideran como patrimonio cultural los monumentos y conjuntos arquitectónicos que “tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia” y, en el caso de los lugares, aquellos “que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista histórico, estético, etnológico o antropológico”. Por su parte, la reciente definición de patrimonio intangible, según la Convención de la Unesco de 2003, se refiere a “los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas –junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes– que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural”. Se trata de una definición ambigua que pretende delimitar el ámbito de lo intangible, incluyendo lo tangible (lo que es una suerte de oxímoron), siendo en última instancia que lo intangible prevalece y define lo demás. No hay pues, en principio, nada de nuevo en esta jerarquía de categorías espirituales que prevalecen sobre las materiales, como ha sido desde hace siglos, cuando las oposiciones jerarquizadas entre alma y cuerpo, espíritu y materia, tiempo y espacio, han ordenado buena parte del pensamiento occidental.


Pero, por otra parte, habría que ver en este renovado interés por la „des-materialización‟ del patrimonio, una preocupación creciente por la cuestión de los derechos de propiedad de los saberes, tan problemática hoy en día (Brown, 2005). ¿Son los saberes ancestrales (por ejemplo sobre el uso de plantas medicinales) patrimonio de la humanidad o de las comunidades e individuos que mantienen y recrean esos conocimientos en sus prácticas culturales? O: ¿son los conocimientos genéticos sobre la vida humana patrimonio de todos, o de las empresas que se han propuesto descifrar el genoma? Por último, y no menos importante: ¿Quiénes tienen derecho a usufructuar la industria turística que se sustenta en el conocimiento de los patrimonios culturales? Y estas preguntas son planteadas justo en el momento en el cual se han producido planteamientos proclives a considerar procesos en marcha de des-materialización e incluso de des-territorialización de las prácticas sociales, de la mano de tesis que tratan de comprender la época contemporánea como característica de las sociedades de la información o de las sociedades red, como las denomina Castells (1999).

La reciente declaración de los paisajes culturales-naturales como bienes integrantes del patrimonio mundial corresponde precisamente a esa otra cara de la tensión, en cuanto ya no se pretende enfatizar en ese mundo espiritual y desmaterializado, sino, al menos en principio, en la relación entre espacios, identidades-memorias e historias y materialidades. De acuerdo con la Unesco:

Los paisajes culturales representan la obra combinada de la naturaleza y el hombre […]. Los mismos ilustran la evolución de la sociedad y los asentamientos humanos en el transcurso del tiempo, bajo la influencia de las restricciones físicas y/o las oportunidades presentadas por su ambiente natural y de las sucesivas fuerzas sociales, económicas y culturales, tanto internas como externas (Unesco, 1999). Este enunciado, a diferencia del de intangibilidad, representa la incorporación de un nuevo „punto de vista‟ en el discurso del patrimonio, al poner en primer plano la importancia del espacio, entendido como producción social e histórica. Se podría decir entonces que el cronotopo patrimonial, surgido en un momento relativamente tardío de la modernidad, seguirá en los tiempos que corren desplegando su particular potencia de


vinculación entre memorias y lugares, historias y territorios, paisajes e identidades, de la mano de los procesos de transformación de las geopolíticas y las cronopolíticas de la modernidad.

Final

Hoy, cuando las tecnologías, el consumo y la moda proponen un ritmo acelerado de cambio, acotado por la angustia de los sujetos por no estar al día o por llegar tarde al futuro (cf. Karnoouh, 2005), asistimos a un „exceso‟ de patrimonios, lo que contribuye al desarrollo de una percepción social del tiempo como algo fugaz, que transcurre rápidamente del futuro al pasado. Las cosas que apenas hicimos ayer son ya vestigios arqueológicos y las cosas que haremos hoy están pensadas en términos de su posteridad. Se trata de un presente que ya casi no alcanza a serlo, en virtud de su compresión entre un envejecimiento inmediato y un futuro que se anticipa. Pero estas percepciones sobre el lugar de los sujetos y los grupos sociales en la dinámica temporal de la memoria y la historia no son realizadas en el vacío de un espacio cartesiano. Estas dependen en algún grado de su lugar en el mundo, de la manera en que los sujetos experimentan y conciben las espacialidades propias y alternas.

En esta compleja situación, he querido llamar la atención acerca de la potencia cronogeopolítica del patrimonio, una dimensión frecuentemente olvidada por quienes, desde múltiples campos disciplinares y aplicaciones técnicas, hacemos parte de un proceso permanente de producción y destrucción de cronotopos patrimoniales. Cuando investigamos, conservamos, planificamos o divulgamos elementos integrantes del patrimonio, al igual que cuando proyectamos, diseñamos y construimos las materialidades y espacialidades del presente, estamos tejiendo o desatando vínculos muy estrechos entre espacio y tiempo, entre historias y territorios, entre memorias y lugares, con lo cual, activamos la potencia política de los cronotopos. Bibliografía

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