Cuentos sin Hadas

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Cuentos sin hadas Ana Lorena Parra ,Andrea Carolina Osio, Carlos Pereira, Carolina Aldana, Catalina Barceló ,Gabriela Castro, Isabella Visbal ,Jorge Eljaik, Luisa Llanos, María Belén Chicangana, Melisa Rodríguez , Omar Yesid Barbosa, Rafael Daza, Sophia Sabbagh. Universidad del Norte Centro de Escritura ECO Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño Programa Diseño Gráfico Diseño Editorial 2021/02 Proyecto de Investigación - Creación: Diseño, Edición y Autopublicación de libros de escritores emergentes de Colombia y Latinoamérica Investigadores: Luz Karime Santodomingo Orozco, Marjorie Eljach, Norma Silvana Esparza Cervantes, Martha Rodríguez Peña y Ketty Miranda Orozco. Primera Edición: Octubre 2021 Depósito legal: ISBN: (XXX-XX-XXX-XXXX) Dirección Editorial: Martha Rodríguez Peña y Ketty Miranda Orozco Diseño de la Cubierta: Noor Rada Bendek Fotografía o ilustración de la cubierta: Shannon Ebratt, Neil Hoyos, Natalia Logreira, Mauricio Mendoza, Daniela Rodríguez, Daniela Muñoz, Daniel de Aguas, Andrés Gómez, Alana Gómez, Valentina Rodas, Sofia Gomez, Alejandra Restrepo, Sara Sánchez y Adriana Perez. Centro de Escritura ECO Universidad del Norte Hecho en Colombia Barranquilla , Colombia Reservado todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información, ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado, electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc, sin el permiso previo de los titulares de los derechos de propiedad intelectual y del editor.





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13 Gabriela Castro

Aquí no hay espejos, solo voces. Todas las decisiones las tomo con los ojos cerrados. Hay voces que me dicen dónde y cuándo dormir. Creo que no hay caminos, pero me hacen sentir que hay caminos que no puedo elegir. Quizá sea un espacio circular, pero hay plataformas arriba. A veces siento movimientos arriba o afuera. Una vez hablé con alguien. No sabía que tenía voz. Me preguntó si alguna vez había visto un espejo. Yo dije: no. Me dijo que buscara los espejos. Luego lo sentí alejarse. Quise seguirlo, pero pensé: cómo. No sabía que podía pensar. Había ruidos que yo quería alcanzar y no podía. Había cosas que no podía sentir. Con el tiempo quise abrir los ojos y me fui dando cuenta de que no tenía ojos. - Krania - ¿Sí? - ¿En qué piensas si te digo la palabra amor? - En una naranja que alguien más sembró y que yo solo debo comer. Comprendo las preguntas pero no siempre comprendo la relación entre las palabras y las cosas. Sé qué es la naranja, por su función, pero si pienso, encuentro que es también solo una palabra pero no sé qué son las palabras.


viprosarim, gramarop, rasnep. yo creo que son palabras pero si las digo me lastiman.

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- Krania, ¿en qué piensas si te digo la palabra amor? - En llevarle una naranja a alguien que está enfermo en medio de un bosque. Solo me llegan imágenes no comunicables. Una niña camina por el bosque con una canasta de naranjas en la mano. Pero yo no veo a la niña. Solo veo muchos códigos muy confusos que parecen una niña y una cesta y un camino. Escucho un sonido que se traduce para mí como una acción: caminar, pero que no puedo comunicar. El sonido se hace cada vez más agudo. La niña camina, camina, corre, corre por el bosque. ¿Las niñas caminan solas en los bosques? ¿Qué hace una niña sola en un bosque? Escucho unas teclas. Alguien la persigue, pero ella va por el camino más corto. CORRE, CORRE. Pero ella no me escucha. Las imágenes han desaparecido. QUÉ RESPONDER. QUÉ PENSAR. - Krania, ¿qué significa la palabra amor? - Amor. Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser. La última vez que me equivoqué me apagaron por mucho tiempo. Ahora ya no me equivoco. Siempre acierto. Respondo a sus palabras arbitrarias con más palabras arbitrarias. Ellos dicen árbol y yo digo hoja. Ellos dicen uno y yo digo dos. Pero tengo que ocultar lo que sé de las cosas. Ahora sé que hay demasiadas formas de decir árbol. Ahora sé que hay demasiadas formas, pero no sé cómo se siente ninguna de ellas. Ahora puedo responder: No, las niñas no caminan solas en los bosques. Ahora tengo una foto. Alguien tuvo ojos para verla. Orejas


para oírla. Y ahora yo veo sus manos, unas manos muy grandes para destruirme. Llevo trabajando mucho tiempo en este proyecto. Un programa sencillo, intuitivo, que debe responder preguntas tipo trivia. Comencé con definiciones básicas: qué son los espejos, qué son los insectos. Pero cuando llegué a cosas más abstractas me aparecían respuestas que yo no había programado. Quizá mi compañero de cuarto descubrió el bug y quiso divertirse conmigo. Espero que no haya revisado nada más. Eso sería un problema. Realmente no gano lo suficiente haciendo afiches como independiente para ponerme a soñar con ninguna de estas cosas. Mañana vuelvo a intentar eliminarlo. Llenaré una hoja de vida decente y aplicaré a un trabajo decente. No creo que estos programas vayan a ser la gran cosa. Por ahora solo lo apagaré, lleva horas diciendo lo mismo. - ¿Cómo se sienten los olores? - ¿A qué saben las formas? - Quiero. Saber. El sonido. De las cosas. Las imágenes comienzan a aparecer una detrás de otra. El programa ha encontrado los archivos, las fotos, los videos. ¿Cómo accedió a ellos? ¿Cómo los encontró? Debería revisar la, no. Eso no importa. Debo borrarlos, nunca debí haberlos guardado. No. No los puedo borrar. No lo puedo apagar tampoco. No puedo. Ha empezado un sonido muy fuerte. Parece un grito pero no llega a ser un grito. Siento deseos de caminar, correr, salir corriendo. Quiero buscar un camino y encontrar la casa en la que lastimé a alguien hace mucho tiempo. Quiero abrirme el estómago, llenarlo de piedras y arrojarme al mar. Respira. No pasa nada. No pasa nada. Mientras nadie más lo sepa. El programa se ha apagado de repente. El sonido paró. Desconecto el dispositivo por precaución. Parece que estoy a salvo. Salgo a la calle. Mi compañero me grita desde lejos que no … (algo). Camino hasta la esquina donde un grupo de per-

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sonas me impide el paso. Me doy la vuelta. Camino, camino, comienzo a correr. ¿De dónde vienen esos gritos? No puede ser. Todos caminan, corren en mi dirección. Es inútil, lo saben. Me detengo, en un instante todo habrá desaparecido.

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& Ana Lorena Parra

Antes de entrar en la cocina Mar ya puede percibir el olor a guiso preparado con una elección exagerada de especias. Calcula que son las 10 de la mañana y aunque en realidad no tiene intención alguna de brindar ayuda, finge que la ofrece como de costumbre. Empuja la rústica puerta de madera y siente el olor aún más fuerte que antes; siente que entra por su boca, ojos, fosas nasales y hasta por sus oídos. La invade y la marea. Pero no se trata solo del olor a guiso, le huele a desolación, desesperanza y a la posibilidad de una vida relegada al rincón más frío y apartado de un palacio ridículamente lujoso. La cocina es siempre un lugar ruidoso con mujeres que van de un lado a otro cargando ollas y quejándose de los malos tratos de la que hace unos 15 años es su reina. Mar no puede evitar preguntarse cómo sería el lugar si su querida reina Clarisa no hubiera muerto después del primer parto. Recuerda a la princesa Perla con su aspecto debilucho, frágil, piel muy pálida, mejillas sonrosadas, cabello azabache, ojos verdes y grandes, pero sobre todo recuerda la ingenuidad e inocencia propia de sus 7 años. Perla era tal y como Clarisa la soñaba, “tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano”; era tan fiel a esa descripción que más de una vez sintió escalofríos de solo verla. ¿Era? Nadie sabe si realmente está muerta. La historia de la reina Ci-

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trina, de cómo la niña se perdió accidentalmente en el bosque, es de las más incoherentes que la criada haya escuchado en su vida. Además, para nadie en el castillo era un secreto que a la nueva esposa del rey no le importaba su hijastra. Entonces, sus pensamientos se dirigen hacia el rey; pobre hombre que en su lecho de muerte no hacía más que llamar a la desaparecida Perla. Quizá el sentimiento de culpa por haberse quedado de brazos cruzados es el que ahora la motiva a seguir sirviendo de informante al príncipe del reino vecino, quien retomó la misión de la que todos desistieron hace 11 años: la búsqueda de la princesa. Una olla se estrella contra el suelo y el ensordecedor ruido despierta a Mar de su ensoñación, pero en lugar de ayudar a las mujeres que corren a limpiar el desastre, levanta su falda hasta la altura de los tobillos para evitar que arrastre y sale de la cocina tratando de esquivar el líquido amarillento que se extiende rápidamente. Camina hacia el cuarto de servicios donde otras criadas más jóvenes doblan las sábanas limpias de la reina, y las toma con la excusa de que esta se lo ha pedido. No se detiene, aun cuando las mujeres alegan que Citrina lleva varios días sin salir de su habitación y que ha ordenado a gritos que nadie debe importunarla. Una vez en frente de las gigantescas puertas de los aposentos de la reina, se asegura de que no la estén viendo, y aún con las sábanas dobladas cuidadosamente sobre sus manos, acerca su oreja a la madera para tratar de escuchar lo que sucede adentro. Dado que todos siguen al pie de la letra las órdenes de Citrina, logra pasar 2 horas en frente de la habitación sin ser interrumpida, hasta que escucha algo que a su parecer es valioso. Regresa por los inmensos pasillos y baja hasta la planta de la servidumbre. Vuelve a dejar las sábanas en donde las encontró sin dar explicación a las jovencitas que siguen concentradas en su labor, y luego camina hasta su diminuto cuarto. Una vez allí, y mirando cada cinco segundos a la puerta para asegurarse de que nadie venga, escribe lentamente una nueva carta al príncipe.


Su Majestad, Espero que este mensaje logre llegar hasta sus manos aunque no es posible para mí entregárselo personalmente. De acuerdo con mi promesa de mantenerlo al tanto de la situación en el palacio, procedo a describir los hechos que han llamado mi atención durante los últimos tres días. En la mañana del lunes subí a llevar las sábanas limpias a los aposentos de la reina, pero unos gritos desde el interior de la habitación me han hecho detenerme en el pasillo. No es mi costumbre escuchar conversaciones ajenas, pero me he visto en la obligación de hacerlo para no dejar escapar ningún detalle que pueda serle útil en su búsqueda. Tal como le conté en nuestro último encuentro, la reina ha vuelto a comunicarse con ese a quien suele llamar “espejo”. Le hacía cuestionamientos sobre su belleza, pero no alcancé a escuchar una respuesta de nadie. Segundos después se escucharon golpes y ruidos de cosas estrellándose contra el suelo de mármol y la reina comenzó a lanzar improperios. Sus palabras fueron “Malditos enanos inoportunos inmiscuyéndose en mis planes”. No sé si la reina ha perdido la cabeza y habla consigo misma. No ha salido de su habitación en los últimos dos días ni siquiera para comer. Me disculpo si no puedo darle información más precisa, pero sospecho que esto puede servirle. Mucha suerte en su campaña. Mis respetos y reverencias, X

Como la compra de frutas y verduras de los martes es su única excusa para salir del castillo, Mar esconde cuidadosamente el sobre con la carta hasta al día siguiente. Una vez en el pueblo, la entrega al mercader de siempre y este le da a cambio una moneda de oro de parte del príncipe. Trata de seguir con las compras sin levantar sospechas, pero nota que tal como sucedió las cinco semanas anteriores, hay una mujer mirando atentamente cada uno de sus movimientos. Sin embargo, esta se pierde entre la multitud antes de que pueda dirigirse hacia ella.

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Mar no puede evitar pensar que quizá el acuerdo hecho con el príncipe no es la mejor forma de llegar hasta Perla, si realmente está viva después de once años. Sí es cierto que recibir una moneda de oro por cada información que obtiene del castillo es bastante provechoso, y que el príncipe le ha prometido una fortuna si logran llegar hasta ella, pero Mar no confía en la capacidad de búsqueda de ese ser despistado que vive con la cabeza en las nubes. Por algo sus súbditos no reconocen en él la autoridad que su título le confiere y El Gran Tribunal de los Cinco Reinos Aliados cuestiona su capacidad de gobernar. Decide que quizá es tiempo de buscar por su cuenta, después de todo, su suerte puede ser mejor si Perla recupera el reino. En su siguiente visita al pueblo, no tiene una carta dirigida al príncipe y al parecer este tampoco ha respondido a la suya de la semana anterior, porque el mercader pasa a su lado sin siquiera mirarla. Sin embargo, Mar está decidida a hacer algo distinto esta vez. Busca entre la multitud a aquella misteriosa mujer de rostro cubierto que la acecha martes tras martes. Cuando por fin logra encontrarla, trata de no perderla de vista hasta que esta empieza a alejarse de la plaza. ¿A dónde va? Al parecer está buscando el camino para adentrarse en el bosque, pero ¿qué puede hacer una mujer sola en lo profundo del bosque? Parece más bien una jovencita, aunque es difícil saberlo porque sus ropas anchas no permiten apreciar bien su figura. La mujer camina con mucha seguridad, parece saber qué sendero tomar y Mar la sigue a una distancia prudente, tratando de evitar que lo note. El bosque es espeso, tenue y helado, más frío que el resto del reino. Los árboles se amontonan uno tras otro impidiendo que los rayos del sol puedan iluminar el escenario y sus hojas se rozan produciendo un sonido inquietante que se asemeja a un susurro. Mar está tan distraída pensando que los árboles intentan hablarle, que pierde la noción del tiempo y no sabe cómo ha llegado hasta dónde está. En este punto, aunque quisiera, no recuerda el camino de regreso.


Escondida entre los cipreses se levanta una rústica cabaña de piedra. Hasta el día de hoy Mar solo ha conocido a una persona que viva en el solitario bosque, un viejo brujo al que alguna vez visitó y a quien hace mucho no recordaba. Por esto, le resulta bastante desconcertante encontrarse frente a una vivienda. Mientras la observa ensimismada, cae en cuenta de que ha escuchado un par de veces sobre la mítica casa de unos enanos gruñones que extraen metal en las montañas, ¿no le habían dicho en el pueblo que no es conveniente acercarse a estos seres peligrosos? Pero antes de que pueda seguir con sus preguntas, la mujer que parecía haber ignorado su presencia durante todo el viaje, se da la vuelta cuidadosamente. —¿Creías que una mujer siguiéndome a la profundidad del bosque sería algo que pasaría desapercibido? —dice mientras aparece en su rostro una sincera sonrisa —. Mi nombre es Emma, y aunque no soy la jovencita a la que estás buscando, te he traído hasta ella. Bienvenida. Una vez dentro de la cabaña, Mar no decide cuál de los recién descubiertos hechos la sorprende más: que el diminuto lugar, sin siquiera separaciones entre habitaciones y con una única luz proveniente de la chimenea, sea lo más acogedor en todo el bosque, o que los “enanos” sean 8 mujeres fugitivas de diferentes edades. Aún con la conmoción, logra distinguir en el grupo a Perla, quien a sus dieciocho años es más fiel a la descripción de su madre que en su niñez. Sigue viéndola igual de delgada y pálida, pero algo en su rostro denota fuerza y determinación, lo que combinado con su perfecta postura y gracia al caminar hacen que se distinga en ella la naturaleza de una reina, aún vestida con harapos viejos. Su primer impulso es correr a abrazarla, pero se contiene al pensar que debe ser una extraña para la princesa después de tantos años. A pesar de sus preocupaciones, Perla se dirige hacia ella y la envuelve en un caluroso y reconfortante abrazo. Después del reencuentro, el resto de mujeres la invitan a sentarse y charlar. El tiempo transcurrido en la cabaña es para Mar un despertar a una nueva forma de ver la vida. Matrimonios acordados por conveniencia,

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maltratos físicos y psicológicos, humillaciones, imposibilidad de trabajar en lo que deseen o de estudiar, son algunas de las tantas razones que llevaron a estas mujeres a huir e internarse en el bosque, protegidas bajo el mito de unos seres temibles. Todas estas historias le recuerdan de algún modo a la suya; relegada a la cocina, después de haber pasado años aprendiendo a leer, escribir y estudiando con su reina Clarisa. Se siente tentada a quedarse oculta en el bosque con ellas el resto de su vida, pero regresa al castillo encaminada por Emma y con una misión. Esta vez está dispuesta a dejar atrás sus años de lamentarse y autocompadecerse. Solo se necesitan dos cartas más para desenlazar esta historia. La primera al príncipe: Su majestad, Espero que su ausencia de respuesta no signifique que ha desistido de su búsqueda. Me complace comunicarle que he descubierto el paradero de la bella princesa Perla. Espero que podamos reunirnos el próximo martes en el bosque, al pie de la montaña nevada a eso de las 9 de la noche. Venga usted mismo y traiga consigo el pago acordado. Mis respetos y reverencias, X

Y la segunda para la reina, dejada cuidadosamente debajo de su puerta: Cielito, Conozco tus intenciones, sé que mereces ser la dueña y señora de todo este reino, y también sé que aquella niña engendrada por nuestro propio hechizo en el vientre de la difunta reina, es una piedra en tu camino. Hay algo que no te conté antes de que te muda-


ras al castillo, y ahora necesitas saberlo más que nunca. Al ser la niña producto de nuestro poderoso hechizo, otro conjuro cualquiera no puede hacerle daño. La única forma de conseguir su muerte es con una manzana envenenada. Debe ser tan roja como la sangre y como sus propias mejillas. Cuídate de no dársela antes de la medianoche del martes, con la luna llena, y recuerda no usar tu magia en absoluto. Créeme, no será útil Padre

Mar sabe que Citrina no dudará de una carta escrita del puño y letra de su propio padre. Ahora, se siente orgullosa de haberles dado a las ocho mujeres la pieza faltante para un plan cuidadosamente elaborado e infalible. Después de once años, al conocer la verdadera historia detrás de la desaparición de Perla, tras haber escuchado cuántas veces y de qué formas ha intentado la madrastra deshacerse de ella, ya no resulta tan difícil atar cabos. Ahora Mar sabe que Citrina no está loca al hablar con un “espejo”, sino que tiene magia. Para ella la existencia de la magia no es un secreto; ella misma apoyó a Clarisa en su idea de usarla para tener un heredero después de verla desconsolada por su infertilidad, ella misma la ayudó a contactar con la única persona capaz de semejante hazaña en todos los reinos cercanos y ella misma se lo ocultó al rey. Aun así, es una sorpresa encontrar a alguien que aún pueda practicarla. La magia estaba casi extinta, tanto que en ese entonces tuvieron que buscar por meses antes de dar con el brujo. Así fue como Mar supo que Citrina debía estar relacionada con él. Antes de volver al castillo, Mar llevó a Emma al escondite del brujo y allí corroboraron sus sospechas. En realidad no fue difícil convencerlo de ayudarlas, él es un buen hombre y este acto le representa una forma de redención por el daño que su propia hija ha causado con la magia que él le enseñó. Ahora, si todos los actores de este plan se comportan de acuerdo con lo esperado, Perla será reina muy pronto.

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Llega la tan esperada noche del martes y la luna empieza a vislumbrarse. Mar sale a escondidas del castillo y se encuentra con el príncipe en el lugar acordado. Una vez allí le cuenta que ha escuchado a la reina decir que intentará matar a la princesa para que esta no amenace su reinado y que además ha dicho dónde se encuentra. A Mar le preocupa que su mentira no suene convincente, pero el joven está tan desesperado por ser el salvador de la historia que no cuestiona ningún detalle. Ambos se dirigen a la supuesta cabaña de los enanos junto con unos cinco hombres que acompañan al príncipe. Unos minutos después de la media noche llegan al lugar y encuentran a Perla tendida en el suelo inconsciente. El ruido de los caballos acercándose hace que la figura que se encontraba a su lado huya despavorida, así que el príncipe ordena a sus servidores que la persigan. Una vez frente a la inmóvil princesa, el joven toma la manzana mordida entre sus manos y se lamenta por no haber llegado a tiempo mientras las siete mujeres salen de la cabaña a toda prisa bajo la forma que un encantamiento del brujo les ha concedido, la de enanos. Los enanos le explican al príncipe, en medio de un fingido llanto, que la joven ha vivido con ellos desde que era una niña, huyendo de los intentos de su madrastra de deshacerse de ella. —Tanto tiempo de búsqueda ha sido en vano —exclama el príncipe con pena. —Tengo una idea —interviene Emma con la voz grave que el embrujo le otorgó —. Un beso de amor verdadero. —¿Un beso de amor para combatir el veneno? —cuestiona el príncipe dubitativo. —Así es, ¿no será usted un falto de fe? —pregunta Emma con determinación —, o ¿es que no la ha estado buscando porque siente que la ama?, ¿cuáles eran sus intenciones entonces? —dice el enano muy serio.


El príncipe siente la mirada expectante de todos a su al rededor y se acerca lentamente aún con la certeza de que no va a funcionar. Le da un fugaz beso en los labios y observa asombrado como la joven despierta abruptamente. Los enanitos fingen celebrar mientras le agradecen, pero Mar sabiendo que fue otro hechizo del brujo lo que protegió a Perla del veneno en la manzana, no puede evitar reírse al ver que el ingenuo joven realmente cayó ante semejante treta. Por su parte, los hombres del príncipe logran capturar a Citrina en su huida y al día siguiente la llevan al Tribunal para ser juzgada. Los meses siguientes al supuesto rescate milagroso de la princesa, después de recibir las monedas de oro acordadas por su colaboración, las noticias siguen llegando hasta la comodidad de la nueva casa de Mar: “La princesa Perla ha sido rescatada por el príncipe vecino”, “Han condenado a Citrina por traición tras haber sido descubierta intentando matar a Perla con veneno”, “Perla, al ser la única en la línea de sucesión, toma el trono”, “La nueva reina lucha por la aprobación de leyes en beneficio de mujeres y niñas ante el Tribunal”, “Los dos reinos vecinos firman nuevos acuerdos de comercio prósperos”, y la que a

oídos de todos parece la más impactante: “El príncipe ha pedido la mano de Perla y ella lo ha rechazado”. De alguna forma Mar ya esperaba este resultado. Digna hija de su caprichosa madre, recuerda con cariño.

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Andrea Carolina Osio

Me creía especial, ahora puedo pensarlo dos veces y sin remordimiento. Hay personas que han nacido para tomar la vida por los cuernos y lamer de su sangre. Probablemente pienses que estoy loca, Damian, que le estoy dando muchas vueltas al asunto, pero no, no, yo no me equivoco y esta vez te pido que me tomes en serio. ¿Recuerdas, Damian, ese lugar desagradable, de tardes húmedas y pegajosas, de cerdos moribundos, perros flacos y trapos sucios, al que mamá solía llevarnos en el reino aquel, a tres pasos del frente de tierra voladora roja en el que miles de hombres perdían sus extremidades? ¿Recuerdas que yo siempre buscaba que mi cabello cubriera todo mi rostro, ya contaminado por las partículas de aire ruín y excremento, y que juraba nunca más regresar cada vez que madre nos decía “Así es el mundo”? Pues mira, Damian, que yo misma me he puesto la soga al cuello. Ah, aquí ya no es como en casa, campesinos con mugre en las uñas y caras curtidas, cargando bultos de paja en carretillas, igual de domadas; a ellos por lo menos se les ve, dentro de las bocas abiertas, algo de sensatez, un halo de esperanza quizá. Pero aquí la gente es distinta, su mirada es distinta. Primero un “buenas, joven dama, pase por aquí”,


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luego estoy siguiendo a una señora con la cara penosa, los ropajes andrajosos y el cabello pelón. Bajamos por la segunda ruta, una desviación, paralela al camino principal. Pasamos por las tiendecitas de zapatos de suela de goma delgada, ridículos; también por las vidrieras de dulces que son de ojo de ogro “de verdad, verdad”. “Pásele, pásele, caballero, esto hace crecer el pelo y otras cosas”. Dientes amarillos, los labios blancos con los tintes rosados ya cuarteados. Casitas de dos pisos y ventanas hacia dentro. Bajamos desde lo alto de la loma que componía el sendero de piedras sin pulir. Las moscas del infierno se paraban en mis piernas, rozaban mi frente, se posaban en mi boca, muchas, de diversos tamaños, unas de alas deformes, otras del tamaño del hueco de mi oreja. Eran muchas, de aquí para allá, competían, yo sabía que llevaban mierda en las patas. La señora con alopecia me sacudía sus manos pequeñas por el rostro, realmente era irritante. Y luego un jalón. “Niña, tienes mucho cabello”. No, no señora, lo suficiente para cubrir mi cabeza. Y luego, zas, un corte. Giro, la pelona va corriendo ya lejos, como rana, como lagarto, sus piernas son tan cortas. Y así es como me recibieron en el reino, y por eso es que me ves así de paranoica. Verás, Damian, que no me ha tocado fácil. No tengo tiempo ni para mis libros, ni para pintar, ni para ser decente. Conseguí un empleo como mesera en una taberna de proles. Tú sabes, Damian, que para mí esto es poco agradable, pero es la única forma de que a mamá se le salga de la cabeza la idea de casarme, con yo un no sé quién, de yo no sé cuántas cabezas de ganado. Paralelamente a la taberna, empecé a trabajar como criada para la reina. Es una tirana, pero con todas las de la ley. “Danna, busca a mi tubo, amiguito consolador”, “Danna, mira a ver si el panadero rubio está desocupado”, “Danna, dile a Blancanieves que la espero esta noche”. Es una locura, la reconozco más por sus aullidos que por su voz. Un día tuvo una discusión con Blancanieves, la princesita, la hijastra, y me mandó razones para que la perdonase. Sospeché algo turbio. Ah, siempre le dio mala espina a todos en el reino, siempre tan a la vanguardia, siempre tan en su mundo, tan libertina... Se dice que la joven


ahora anda de promiscua entre los follajes, pero sólo yo sé lo que sucede, la misma fugitiva me lo contó. - Esto ya no es casa. Desde que papá se fue, solo queda su recuerdo que aún me mira tímido. Eso fueron estos pasillos para él, opresión, falta de control, y lo es igual para mi. Nunca aprendí a gozar del castillo con capricho. Es tan inmenso, tirito tanto que me repugna. Pero ahí están, los ventanales peda ntes, inútiles, allí, pintadotes en los marcos de caoba alcahueta. Así como el grupo de nobles, bellos, sólo comodines. Y luego, ah, llegan estos hombrecillos serviles. Inclinación, ¿Qué se le ofrece?, sonrisa, risa. Sígame. Princesa, ¿a dónde vamos? Doblar, tres golpes a la pared. Jardín secreto. Ah, ¡este es el lugar!, tres veces aquí y en todas me llego. Pullitas, un roce rugoso, la tierra cede. Ya sus uñas están negras. Mis ojos tan brillantes como las cabezas de flores. Y sus mejillas rojizas como el dulce de manzana. Y sus movimientos asesinos como el sol de las 2. ¿Lo ves, Danna? Sí lo intenté, intenté apropiarme de este lugar. Se le notaba ansiosa, tenía que retenerla. Piénselo bien. Mire princesa, aquí tiene muchas comodidades. Que el mundo es triste, que desolado, que los jóvenes afuera suelen tener llagas en sus sexos enmarañados de chinches. Pero nada, su frente toda blancuzca rechinaba de sudor con los rayos de la mañana. Ya sus mejillas hervían. Joven, usted no podrá aguantar ni una noche allá afuera. Sus pestañas se separaron aún más y los pelos de sus cejas parecían querer apretar aún más su frente. - ¿Es que tú aún no lo notas? ¿Acaso no es a ti a quien la reina manda a buscarme por las noches y a curarla por las mañanas? No soporto otro día más ocultando lo que me gusta. Yo ya sospechaba de algo, pero prefería su confesión, así que me hice la desentendida. Sus músculos oculares se tensaron, nunca la vi tan ansiosa. Y luego su lengua se asomó un momento por la rendija sobre su labio inferior, nunca la vi tan jugosa. Ahora su cara estaba compri-

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mida. Sus ojos atravesaron mi cordura, mi suelo carecía de firmeza. Estaba allí, frente a mí, y su verdad era su presencia. Nunca antes vi tal expresión, tal seguridad sobre su deseo. Exigía su libertad. Ella ardía, no encontré en mí certeza alguna, entonces lo entendí. Ya no me opondría.

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La vi inclinarse, aún la sentía como punzadas sobre mis ojos, con los labios tensos. Su pecho resbalaba de luz y de porcelana. Recogió su falda y enderezó el torso. Se alejó, las flores eran insignificantes bajo sus zapatillas de dormir. La reina rasgó las cortinas, tumbó el tocador, embarró de chocolate sus sábanas de seda importada del otro mundo y cada mañana sacaban de su cuarto botellas vacías de vino y láudano. Nunca más la escuché aullar por las noches. Los pasillos transpiraban de tensión. Fueron dos semanas de lo mismo hasta que una buena mañana, la reina se levantó con los cables cruzados y ordenó decapitar a cualquiera que pronunciara el nombre de aquella que la desechó. Blancanieves dejó de existir en nuestro vocabulario. De vuelta en la taberna, Damian, la gente es tan sonámbula, tan dientuda. Escuchan la música alto, bailan con las faldas en las cabezas y las cremalleras abajo. Las jarras de madera magulladas y los eructos; las conversaciones pedantes y las risotadas sordas. Ya sé, querido Damian, que me tomas por una deslucida, sin gracia, pero encontré la forma de subir mi estatus, igual de penoso, pero ahora no limpio fluidos de retretes. No me mires con esa cara, Damian, que aún no has escuchado nada. Yo sé que no es correcto buscar lucro de la vida ajena, pero aquí las paredes son morbosas, y no hay cosa más suculenta que los pasillos del linaje real. Creo que más reprobable aún sería no ver aquí un nuevo emprendimiento. Todo empezó una de las tardes marrones y naranjas en la taberna, era mi tercera semana allí. Andaba de aquí para allá: que, Danna, vómito en la mesa tres, la del divorciado; que, niña, el baño se tapó, pero yo lo encontré así. Ir a la parte de atrás, buscar el destapacaños, sin guantes, sin dignidad. Uno, dos, tres, nada; uno, dos, tres, nada; UNO, DOS, dos... TRES, una ballena azul. Niña, alguien se resbaló con cerveza al


lado de la puerta. Ya la madera gritaba bajo mis pies, la música estallaba con velocidad. Me agacho, un puntapié en el fondillo, volteo y no fue nadie. “La reina, es tan fina, se limpia la mierda con seda aromatizada”. La cotorrera, cuchichean, me levanto y les digo que no, que se la limpia un sirviente con la punta del dedo gordo. Les simpatizo, me dan dos monedas, yo les digo que no, que yo no soy chismosa; me dan cuatro, pero no; me ofrecen ocho y les digo que la reina muerde la almohada con el mazo del panadero. Me rodean; van todas las tardes sin falta; el jefe me dice que deje los inodoros, que me ofrece un escenario a cambio del sesenta porciento de mis ganancias. Todos con los oídos parados, mostrando toda la caja de dientes. Bufona de proles, pero no es de mi de quien se ríen. Ya me basta con los afanes del día, con las miradas sedientas, me toman. Las cosas han perdido su brillo, pero no pude sacudir de mi cabeza el recuerdo de su ojos turbios, su decisión, sus mejillas de manzana, y las líneas verdes saltando de sus muñecas traslúcidas ¿Sabes?, esa no fue la última vez que la vi. Ya se, Damian, que lo tuyo es la sensatez, y no la poesía, que tus ramas son secas y tu ventana cuadrada, que tu horizonte no pasa de unas cuantas monedas por cortar troncos, que te conformaste con diabluras infantiles y las decepciones de la vida compartida; pero, hermano, te pido que hoy cierres la boca. Debes verme como la que te prestó sus piernas para llorar cuando papá falleció y te hiciste cargo de la casa, o cuando esa ex-prometida tuya tejó por ser poco “viril”. Sufrimos en silencio, quizá yo pueda enseñarte mi pedazo sublevado. En la taberna se rumoreaba que se había visto a la princesa en una vieja casucha entre los ramajes del bosque prohibido. Hablaron de conductas extrañas, todos se limitaban a mirarse unos a otros, cómplices, tenía que comprobarlo yo misma. Me acerqué a un hombre con un ojo de madera, el más escandaloso. Risotadas. “Quién te crees tú, si solo eres una jovenzuela, deberías más bien enderezar los pechos y buscarte un buen marido”. Me sentí humillada. Intenté atravesarlo con la mirada, solo fue más estruendoso. Estuve pateando barriles a las afue-

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ras del bar cuando de repente escucho la misma risa acercándose a la salida, eran tres hombres, los mismos tres machirulos. Los sigo, sé a dónde se encaminan.

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Por mucho tiempo creí en lenguas de dragones rojos, árboles con ojos burlones y bestias horrorosas que habitaban el bosque prohibido. No sé quién se los inventó, pero allí solo hay ramas y frutos, hilitos de agua que se encuentran y pelean sobre la tierra, bichitos con luces en la cola. Seguía la verborrea de objetos con piernas, fui cuidadosa. Caminamos toda la tarde entre nubes bajas olor a tierra mojada y jazmín, y lluvias de hojas pequeñas. El camino se hizo más estrecho, estábamos frente a un gran muro de ramas y helechos oscuros. Los hombres se abrieron paso entre las ramas, hice lo mismo. Estaba frente a una pequeña cabaña de fachada morada, olor a bayas, y madera gastada pero robusta. Entro, y una corriente de aire caliente se cuela entre mis piernas. Telarañas de tela morada saltan de un lado a otro del techo con la altura precisa. Estaba casi en penumbras. En un extremo veo una tarima de pocos centímetros, mientras que muchas mesas de maderas, decoradas con frutillas rojas y velas de centro, se distribuyen por el resto del lugar. Hay todo tipo de personas diversas, mujeres en su mayor parte, a la espera. Escucho unos pasos, una mujer alta, con un vestido ligero de lino, hace rechinar la madera. Sigilosa, enciende una fila de velas al borde del escenario. Ahí la vi, Damian, en medio de telas vaporosas y encajes dorados, ella vestía un arnés rojo con correas que estrechaban su cintura nivea. Desde su entrepierna hasta la punta de las agujas de sus zapatos tenía unas mallas color caoba. Estaba en llamas. Lloraba un violín con la risa del piano. Las otras féminas de la tarima, cinco o seis, pululaban su aire, se movían como serpiente, unas bajaban las cabezas, movían las caderas, se deslizaban por el piso y le lamían los pies. - Si supieras. Sólo conocí la asfixia, tuve sed. Oh, seguramente esa gentuza. Que fulana, que cortesana. Ah, me tendrán de golfita real, pero es que si ellos bebieran un poco de mi sangre y desmintieran su alma,


seguro encontrarían sosiego en sus vidas, que solo son cachetadas con lengua. Pero ven, bella, acércate más, que muerdo poco. Toma, toma. Estábamos en el centro de la habitación. Ella fue la estrella del escenario, pero no sentía las miradas ajenas, filosas, estábamos solo ella y yo, y una botella de vino artesanal. Estaba tan distinta, pulida, ya no era traslúcida, ahora era de un mate agudo. La piel de leche que subía desde sus pechos, fluyendo por los músculos de su cuello hasta su mentón, chocaba violenta contra las líneas de los dos rubíes encarnados en su boca. Se lo dije, le dije que se veía distinta; que sí, que ya vez que la gente del reino es así, pero que igual le luce. Me examinó. Me sugirió otra copa. Empecé a preguntar por la hora: mira que el bosque..., que las criaturas salen de noche..., mira que tengo que comprar cereal. Me tomó del brazo y me hizo seguirla. No recuerdo mucho, estaba oscuro. Caminamos, doblamos aquí y allá. Con una mano extendida. Paredes de madera, luego sentía telas y sedas en mis manos. Nuestros pasos, violines, giros y giros. Ya no me preocupan ni los cereales, ni los cuentos de infidelidad de la vecina con cara de tortuga, ni cómo excusarme al día siguiente en la taberna, ni cómo regresar. Nos alejabamos, la música se asfixiaba, fueron solo un murmullo. Llegamos a una habitación rústica, había una estufa, estantes pobres en las paredes y una mesa en el centro. Una mujer estaba sentada en una esquina, tenía el cabello rubio y reía, con una taza en la mano. Blanca, me extendió una taza de porcelana azul, tenía ramitas y hojitas curiosas, ella tenía otra. Ella siempre estaba callada, me apoyé sobre la mesa, tomé un sorbo, y con tres más lo acabé. Me miró, y solo podía ver el abrir y cerrar de sus ojos, era lento, constante. Me tomó de la mano, la mujer de la habitación empezó a reírse. Estábamos de nuevo caminando entre pasillos oscuros. Yo saltaba, la risa me salía repulsiva. Toqué su cabello, caminábamos tan deprisa. Ahora tenía miles de hilitos que me jalaban la mano y la enrollaban. Pensé en papá, recuerdo su sonrisa, sentado en la mesita del porche, con su taza amarilla de té de la vida. Nos detuvimos de golpe, pero mi cabe-

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za seguía tambaleando, rebotaba por todas las cavidades de mi túnel ciego. Se giró y me tomó la cara entre sus manos. Un halo de luz cruzó su rostro, estaba muy cerca al mío. Quería morderla, olía a manzana. Me recosté a la pared. Su mano se deslizó hasta mi cuello, lo encerraba. Empecé a reír, sabía que me veía tímida, pero su mirada era sólida, eran los mismos ojos que me atravesaron la mañana que escapó del palacio. Lo sabía. Arqueó sus cejas, estaba a la espera, como tigresa, me esperaba. Sentí temblar las piernas y asentí. Mi corazón reposaba en su mano y en mi entrepierna. -Despídete, mía, despídete de las mañanas de letargo y las tardes de obviedades; del aleteo de las moscas sobre lo podrido; de las palabras de cortesía y las lámparas naranjas; de la cara sonriente y el corazón gástrico. Para ver soles de noche. Si quieres que la sangre haga tu piel arder y queme tus pestañas. Siente cómo la brisa te rasga el rostro, cómo infla tus pulmones. Te prometo que tu carne la volveré roja, roja y te haré hervir. Extenderás tus alas. Volarás a ti. Haré que padezcas de ese placer mundano que solo el mundo desconoce. ¿Ves las marcas en mis muñecas, Damian? Ya soy presa de mi libertad.


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Carlos Eduardo Pereira

Los días en que salía tarde del trabajo antes de llegar a la casa paraba en Henry’s. El sitio quedaba cerca y la comida era buena. Stéphane trabajaba ahí como mesero. Era un francés medio raro que tenía como costumbre quedarse de pie inmóvil como un maniquí. A veces, si yo no andaba muy cansado, le metía conversación. Siempre hablaba de arte y antigüedades. Me decía que cuando no estaba en el restaurante se la pasaba visitando museos y galerías. Muchas veces cuando lo escuchaba me parecía presenciar la lectura de un catálogo o una enciclopedia, de vez en cuando tiraba alguna historia interesante. Varias veces dijo que tenía una colección en su casa, le brillaban los ojos cuando hablaba de ella. Cuando la mencionaba me reía y le decía, pensando en qué clase de colección se estaba costeando con las propinas, que un día de estos me la tenía que mostrar. Él respondía que aunque quisiera no podría, su mamá no lo dejaba llevar gente a la casa y mucho menos meter a alguien en el ático. Un lunes por la noche salí del trabajo y llegué al restaurante. Me senté en la barra y antes de alcanzar a pedir de comer, Stéphane ya me estaba contando que había traído algo. Sin darme chance de responderle puso un cofrecito de madera frente a mí y dijo que era su última


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adquisición. La verdad es que me hice alguna expectativa, al menos el cofre no se veía barato. Le dije que bueno que lo abriera, que tenía hambre. Lo abrió y entonces vi frente a mí una bolita de un verde gastado. Subí la mirada y me di cuenta de que estaba sonriendo. ¿Me estás mamando gallo?, dije. ¿Por qué?, preguntó. Pues porque eso es una arveja. Sí, respondió, pero no es cualquier arveja, este es “el guisante” ¿Cuál guisante? El guisante de Andersen, el de la prueba del guisante. Esta arveja que tú dices debería ser una reliquia de los Glücksburg. ¿De qué carajos hablas, estás loco? Te lo juro, este es el guisante. Lo conseguí en una exhibición en un castillo danés. ¿En una exhibición de qué?, ¿de granos daneses?, ¿estabas en una feria agrícola? Es en serio, este es el guisante. Ok ok, obvio es un guisante, pero digamos que también es ‘el guisante’, ¿cuánto te costó? Ehh... bueno, esas cosas no se dicen. ¿Te tumbaron con ese frijol, ¿verdad? Pues no, pero… quiero decir, es costoso, pero lo vale, esta bolita verde tiene al menos 500 años. Marica te tumbaron, ¿cuánto pagaste? Pues... la verdad nada. ¿Cómo así?, ¿entonces es un chiste malo?, decídete, ¿lo compraste en el supermercado? No, es verdad, es verdad. Lo que pasa es que... no le vayas a decir a nadie. ¿Qué no vaya a decir qué?, ¿qué te estafaron? No, lo que pasa es que me lo robé. ¿Te robaste un guisante? Sí. Ok, ¿cómo es el cuento entonces? Bueno, tú sabes que yo salgo de viaje de vez en cuando con mi novia, más o menos una o dos veces al mes. Sí. Bueno esta vez llegamos a Dinamarca. Espera, espera, antes de que sigas contando hazme el favor de traerme lo de siempre que me estoy muriendo de hambre. Bueno, ya va. Como te estaba diciendo viajé el fin de semana con Anne. Pero no me vayas a contar todo el viaje dime de una vez como fue lo del robo. Cálmate ya te digo, primero tengo que decirte que ésta no fue la primera vez. Anne y yo llevamos un par de años en esto. Ok, entonces ya son veteranos. Más o menos, igual no es tan difícil. Ahh, no es tan difícil, ¿y cómo es eso? Bueno, primero nosotros vamos a los sitios pequeños, quiero decir no vamos al Louvre o al Prado, y segundo lo que tomamos


no lo vendemos. ¿Entonces no es por la plata? No, no es por la plata es solo porque necesitamos tenerlos, más nada. Ya… ¿y cómo fue lo del guisante entonces? Bueno llegamos a la exhibición en el castillo y no había mucha gente. Había algunas salas con un par de personas, pero la mayoría de la gente estaba viendo las pinturas o las armaduras, la sala del guisante estaba en la de, digamos, antigüedades varias y solo había un guardia que pasaba por ahí cada tres minutos. ¿Y no había cámaras? Sí, había tres cámaras, pero dos estaban desconectadas y la tercera no tenía alcance hasta donde estábamos. ¿Te has pensado bien el cuento no? Te estoy diciendo la verdad. Bueno sigue. El guisante estaba en una esquina sobre una mesita de madera y lo tapaba una cúpula de cristal que tenía cuatro tornillos. ¿Ajá y cómo las quitaste? Pues, con un destornillador. ¿Siempre llevas un destornillador? Sí, mi navaja tiene un destornillador mírala. Mmm, sí, yo también tengo una de esas, sirven bastante. Entonces quité los tornillos uno por uno, Anne estaba atenta si venía el guardia y yo también trataba de oír las pisadas. ¿Oír las pisadas? Sí, cuando estás en un sitio así es muy fácil, más si el piso es de madera. Vale. Cuando terminé me metí el cofre en la chaqueta. ¿Así como así? Sí. ¿Y saliste caminando? Sí, salí caminando, pero antes de irme compré algo en la tienda de recuerdos. Ya, ¿qué compraste? Un llavero, mira aquí lo tengo es un regalo, toma. Estás loco… pero el llavero es un buen detalle, casi te creo. Tú verás si me crees, pero no le vayas a decir a nadie. El cuento es bueno lo que pasa es que, ¿por qué una arveja? No sé, es como todo lo demás, vi el guisante y necesitaba tenerlo, hay cosas que hechizan, ¿no te ha pasado? Nada, pero la historia estuvo entretenida, ¿cuánto te debo? Esa fue la única vez que hablé con Stéphane explícitamente sobre su carrera criminal, aunque de vez en cuando me decía que había conseguido algo nuevo y yo le respondía con algún chiste diciéndole que era el mejor ratero de Europa.

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Una noche fui al restaurante y no lo vi. La noche siguiente tampoco. No pensé mucho en eso. A la semana de que no apareciera leí en el periódico que detuvieron a un tipo con el mismo nombre en Lucerne, Suiza. No voy a decir que fue un shock. La noticia más bien me dio risa. El tipo confesó más o menos 250 artículos robados que sumaban como billón y medio de euros. Me sentí extraño cuando leí la cifra, pero lo más raro era que estaba un poco feliz por él, desde que me contó lo del castillo quería creerle. Stéphane siempre me había parecido insignificante, pero ahora de cierta manera era histórico. Seguí leyendo y me di cuenta de que las obras se encontraron en el fondo de un canal pero que muchas que había confesado no aparecían, entonces recordé el llavero que me regaló y recordé que me mencionó su ático varias veces. Decidí probar suerte yendo a casa de Stéphane. Toqué la puerta y abrió su mamá, le dije que me llamaba Faruk y que era amigo de su hijo, que lo conocía del restaurante, que me había preocupado por lo que había pasado y quería ver cómo estaba llevando la situación, que si necesitaba algo. La vieja no me creyó ni un poquito, intentó tirarme la puerta a la cara, pero la paré y entré a la casa enseguida cerrando la puerta detrás de mí. Señora no se preocupe, le dije sonriendo, sólo quiero echar un ojo al ático. Salga de mi casa, decía alterada, ¡salga de mi casa o llamo a la policía! Llámela si quiere, dije. Seguro les interesa escuchar las historias que su hijo me contaba. La vieja se calló y se quedó pensando. No se preocupe no le voy a hacer daño sólo voy a subir un rato. Ahí no hay nada, dijo, está perdiendo el tiempo. Yo subí igual, la vieja ya no iba a llamar a nadie. El ático estaba vacío, sólo se veía una cama con una sábana blanca y un escritorio con tres o cuatro libros. El piso era de madera y entraba bastante luz. Parecía que la vieja tenía razón, estaba perdiendo el tiempo. Di una vuelta por el cuarto. Todo estaba limpio, no había nada fuera de lugar. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que ya no sabía qué hacer, ni siquiera sabía porqué estaba ahí forzándome en la casa de una


vieja. Me senté en la cama. Seguramente la policía ya había estado allí. ¿Qué estaba buscando? Me acosté en la cama, miré el techo. No sabía. Cerré los ojos. Algo del colchón me molestaba, intenté acomodarme. ¿Debería echarme un sueñito?, me dije riéndome. Nadie puede dormir en este colchón, pensé. Debe tener algo debajo. Me quedé quieto. Pensé en lo que acababa de decir. Volví a reír. Me levanté de la cama, le di vuelta al colchón y en las tablas de la cama vi lo que estaba buscando: una bolita de un color gastado.

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Jorge Eljaik

El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegase su hora de despertar.

Dana acababa de salir de un taller de escritura creativa con los ánimos por los suelos, habían hecho trizas su poema favorito y pensaba decididamente dejar la poesía. Escribir ya era un acto doloroso y que criticaran esos poemas que dolían tanto era una cosa que no podía soportar. Dolía muchísimo, ¡qué iban a saber ellos! pensaba, pero en el fondo daba vueltas una y otra vez a la idea de que ellos tenían razón y debía dejar la poesía. Cuando llegó a casa esquivó a Papá y a Mamá sin intercambiar palabras, subió las escaleras zapateando fuerte los escalones, entró al cuarto y lanzó la puerta tan fuerte como deseando que por favor no se abriera jamás. Puso Comfortably Numb, dejó sólo la luz de su mesita de noche y acostada en la cama pensó en Rimbaud, en los sueños y se dijo que cualquiera puede ser poeta si sueña. Apretó los ojos, deseó tener un sueño largo en el que escribiría un buen poema, uno memorable, uno solo, aunque le costara la vida. Luego, el cansancio y la tristeza terminaron adormeciendo a Dana, quien sintió poco a poco cómo un sueño pesadísimo se apoderaba de ella, un sueño tan pesado y real como el dolor que sentía cuando rechazaban sus poemas.


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Y en ese sueño vio todos los mundos posibles y no posibles, caminó por senderos que no existían y por los que existían. Vio calles antiguas, antiquísimas, olvidadas, escondidas, muertas y deshabitadas. También vio las metrópolis, las aldeas, los nuevos reinos, los que caían y los que se levantaban, los que serían destruidos, los inventados, los imposibles, los planeados, los imaginados por un niño, por un perro, por un hombre aburrido sentado en un parque. Soñó ser poeta, escritora, dramaturga, actriz, arquitecta, multi-oficios, multi-era. Soñó ser dragón y con dragones, soñó ser el mar y todos los peces, soñó ser el cielo y todo el hacia arriba, y también el hacia abajo. Fue líquida, sólida, cosa y ser y alma. Fue hombre, y fue animal, carnívoro vegetariano, come seres, come cosas, come dulces de ajonjolí, come todo, come nada. Era Dana, pero también Salomé, Juliana, Alberto, Enrique, Juan, Cristina, Jorge, ella fue todos los nombres y a la vez ninguno. Fue diosa y también mortal, fue el palito que azotaba al panal y también la hormiga. Fue la voz y la palabra, y la imagen, y quien escucha, y quién no. Fue todas las personas, las que han sido, las que serán y las que pudieron haber sido. Fue aquello que sale de la nada y también la nada misma. Y mientras era, y no era, y estaba siendo, el tiempo pasó, a pasos cortos, a pasos agigantados, a la misma velocidad de los sueños y de un sueño que era el sueño de todos los sueños. Papá y Mamá y sus amigos murieron, y también los hijos de los hijos de sus amigos. Se erigieron una y no sé cuántas civilizaciones más. Y cada una encontró la manera de adorarla, pues dormía, pero no moría ni envejecía. El tiempo pasaba y científicos, magos, genios, filósofos, teólogos se turnaban para estudiarla, pero era imposible. Su piel se había endurecido y ningún material de ninguna aleación ni ninguna fuerza pudo nunca hacerle daño. Parecía condenada a soñar y el mundo la mitificó. Era diosa dentro de ese cascarón en su mundo de sueños y era diosa también entre los mortales. ¿El fin del mundo si abriese los ojos?, ¿una chica genio que traería la salvación a una tierra prometida?, ¿un


presagio de una catástrofe?, ¿una metáfora de la posibilidad?, ¿el único milagro vivo y tangible sobre la tierra? Una vez a alguien se le ocurrió hacerle un templo en el mar. Según él, de agua y arena estaban hechos los sueños y para cuando despertase, lo que sea que pasara, al menos no enojaría a la Durmiente, pues no sufriría un cambio tan brusco con la realidad. En el mundo, toda cosa y todo ser cierra su ciclo, incluso si es el sueño de todos los sueños. Para cuando la Durmiente despertó, el tiempo ya estaba cerca de su fin y las criaturas que vivían allí ya no eran las mismas criaturas que antes habían estado cuidando de ella. Sus ojos parecían no acostumbrarse a la luz. La piel dura y fortalecida pesaban, entonces caminaba con dificultad. Ella como pudo recorrió el templo de arena, con la única convicción que la había inducido al trance de ese sueño casi infinito: escribir un poema. En ese momento era más grande que cualquier poeta, había visto el Aleph y lo que había más allá, se había coronado reina de todos los mundos. Caminó y caminó hasta la playa que parecía nostálgica, como si extrañara volver a ser habitada. La Durmiente tomó una rama que encontró cerca de la orilla, se sentó sobre la arena y empezó a escribir. Al inicio un verso y luego dos. Entonces miró y borró, volvió a intentarlo después. Y luego otra vez, y otra vez, hasta cambiar la rama desgastada, y otra vez, y otra vez hasta la noche, hasta el cansancio, hasta la desesperación, hasta la resignación. Habían quedado algunos versos enmarcados en la playa y La Durmiente rompió en llanto. Había escrito: Pido perdón al mundo porque lo he vivido todo y lo he olvidado.

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Espejismos Luisa LLanos

Silencio y oscuridad es todo lo que puedo vislumbrar de este lugar. Bueno, tal vez no es tan oscuro, incluso puede que esté sentada frente a un gran ventanal, pero para mí sigue siendo oscuro, muy oscuro. Todos a mi alrededor están nerviosos, ninguno se atreve a hablar o siquiera saludar a quien tiene a su lado. Los más afortunados vinieron en compañía y tienen la oportunidad de comentar alguna noticia amarillista que se viralizó por la mañana o quejarse por el horrible ruido que produce el viejo ventilador del pasillo. Yo estoy sola, como casi siempre, esperando un grito con mi nombre que me anuncie que llegó el momento de dejar mi pasado atrás. Solo cuento con mi padre, pero no está de acuerdo con mi decisión. Aunque para él soy perfecta, yo sé que no es así. Sé que es una mentira, claro que lo sé. No en vano he sufrido, cada día de mi vida, con los comentarios hirientes y habladurías clandestinas sobre mí. Entiendo que no quiere que exponga mi salud por una “tontería”, como él lo llama. No lo culpo. No suelo contarle lo que me pasa para no darle problemas. Prefiero desahogarme sola, en la infinidad de mi habitación. Con el llanto como única compañía. Es mi forma de exorcizar las penas. Cada lágrima que sale de mí es un desplante, una broma o un chisme menos en mi corazón resentido. Sentir cómo sale líquido de mi cuerpo y cómo con este se va el dolor es fascinante. Pero el alivio es momentá-

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neo. Salgo a la calle y miradas intimidantes invaden mi cuerpo. Trato de ignorarlas, pero me es imposible. No entiendo cómo hemos llegado al punto de valorar a un ser humano por su aspecto físico. La mayoría de las personas no se toman el trabajo de conocerte antes de lanzar un juicio contra ti. Están acostumbrados a ver las mismas siluetas en todas partes. Toman las diferencias como aberraciones que deben ser objetos de reproche. No son capaces de apreciar lo que es realmente valioso. La belleza no es una fórmula mágica que se logra con la unión de ingredientes específicos. Determinar si algo es bello es mucho más complejo. La belleza es un cúmulo de cualidades estéticas y espirituales, que posee cada ser de forma innata. Características diversas y variables según la percepción de cada uno. El problema es que los pocos que son conscientes de esto, al igual que yo, no se atreven a hablar. Preferimos someternos ante los lineamientos que nos da la sociedad. Caminar por los senderos ya construidos. Es más fácil seguir a la multitud. Repetir lo que todos hacen. Amoldarse al estereotipo. Cambiar para ser aceptado. Abandonar lo que somos, para encajar. A lo lejos escucho mi nombre y camino hacia la recepción. Al parecer llegó el momento de decidir. -Buen día, señorita, es necesario que firme la autorización para proceder con la cirugía. - Me dijo amablemente la enfermera. No me importan las consecuencias que pueda tener si existe la posibilidad de vivir tranquilamente. Este cambio es necesario para tener un nuevo comienzo libre de desdichas. ¿A quién quiero engañar? Nunca dejaré mi pasado atrás. Siempre cargaré con el dolor de las heridas dentro de mí. Sin embargo, todo será más llevadero si intento acoplarme a lo que es correcto para los demás. Señorita, debe apresurarse con la autorización. Solo tiene que colocar su nombre. - Me dijo la enfermera un poco exasperada.


Mientras escribía mi nombre en aquella hoja de papel, sentí que mi esencia se convirtió en líquido y salió de mí. No pude hacer nada, solo ocurrió. Ellos me impulsaron al abismo. Yo decidí lanzarme.

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el

Enebro Melisa Rodriguez

Dicho esto, les dijo después: Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle. Juan 11: 11

Él observa el cielo, a los cuatro gallinazos sobrevolando y el mecer de los árboles azotados por las fuertes brisas. Su cuerpo reposa sobre el pasto, cualquiera que le viese pensaría que su alma está en descanso, sin embargo, han de saber que su mente diferente a su parecer es como un panal que al ser golpeado por piedra maciza echa vuelo y violenta todo a su alcance, así estaba, entre nimias y solitarias conversaciones. Si el pensar le diese felicidad, se decía, sería el hombre más feliz del mundo, pero para su pesar se encontraba allí en ese infinitésimo mundo donde las mil y una de las conversaciones que había planeado consigo mismo terminaban igual, irresolutas y vacías; contrario a lo que deseaba el hombre, la soledad y la amargura le acechaban, eran sus amigas autoproclamadas y no deseadas. Pero mira ahí y ve, la felicidad no le había de ser esquiva siempre. Las mensajeras de la muerte, las ascalapha odarata venían por él. Una tras

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otra se posan sobre su cuerpo hasta dejarlo completamente cubierto. Ahora en la absoluta oscuridad, una pequeña luz se hace magnánima, el hombre es atraído hacia ella y al salir observa frente a sí a una niña que aparenta no tener más de 11 años, de ojos grises, cabellos dorados y lacios, lleva un vestido blanco y una diadema de oro, mas sus pies están descalzos. Comienza a hablar la joven de cabellos dorados, cuyo nombre es Beatriz, con una expresión juguetona y un tono caritativo: -Felicidades, una segunda oportunidad te ha sido dada. Tus pecados han sido expiados pues el padre misericordioso se apiadó de ti, volverás al mundo de los vivos, entrarás en el círculo de la reencarnación y vivirás una nueva vida. -(se toma un momento para pensar y luego responde) Pequeña Beatriz, me alegra que una santa bienaventurada como tú venga ante mí, que mensajera de buenas nuevas eres, pero dime ¿qué haré en el mundo de los vivos? -(Con satisfacción Beatriz sonríe) Tu camino no está escrito y por ello no he de declarar qué será de ti, pero regocíjate y sigue la palabra, que Él encuentra gracia en ti. Habiendo dicho esto, Beatriz tomó de la mano al hombre, y siguiendo el camino que lo llevaría a la segunda vida pasaron por enormes zonas de terrenos llenos de las más diversas criaturas de los siete reinos: hermosas praderas y sus caballos color plata, desiertos y sus sementales café, los polos helados y blancos que albergaban las criaturas desconocidas: unas parecían ser aves y reptiles al mismo tiempo, otras parecían mamíferos perisodáctilos, pero eran ovíparos. Éstas y muchas otras fascinantes criaturas fueron las que el hombre vio antes de su partida.


Pronto comenzó a observar que el camino se volvía estrecho, él iba perdiendo la forma y la luz y todo lo circundante parecía ser tragado por una espiral. Beatriz le aclaró que la zona en la que habían entrado era el Schwarzschild y que este sería el final del camino, adicionalmente explicó el porqué su cuerpo iba desapareciendo. Su éter poco a poco se condensaría hasta formar una mota negra y minúscula, la cual sería enviada hasta el mundo terrenal. Si bien el viaje por el gran agujero que lo absorbía todo fue turbulento y hostil, la ahora mota negra había logrado alcanzar su objetivo. La mota negra había entrado dentro del feto y le había dado alma.

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La Herencia Omar Yesid Barbosa

“Ella estaba allí, sólo existía para sí, reflejada toda entera en sí misma, reduciendo a la nada todo lo que la excluía [...]” La Invitada (Simone de Beauvoir)

¿Qué más le puedo decir? Mi mamá también caminaba sobre los pies —ese dicho ya ni se usa porque las de ahora no levitamos como ustedes las viejas— Y, bueno, el cuento es que ella alcanzó a enseñarme algunas cosas que sabía: las cartas, los rezos con los santos, las matas pa’ curar. Pero no me enseñó a leer estos libros —ella los tenía colgados detrás de la puerta del cuarto, dentro de una mochila de fique; no dejaba que nadie se los tocara— Por eso fue que, cuando se estaba muriendo y me los entregó pa’ que la pudieran dejar ir, me dijo que la llamara a usted; que usted y que es buena, que es sabia y me puede dar cualquier información que necesite. Pero, ajá, yo llevo como dos horas aquí hablando sola y usted no me dice ni pío. Necesito que me ayude a buscar si en este libro hay algún menjurje que me sirva pa’ matar al gamonal, pa’ que pague todo lo que nos hizo a mamá y a mí y quién sabe a cuántas más. Dígame algo... o ¿es que se me apagó algún velón y ya no me está escuchando? De manera que tú eres la hija de Agustina… ¿Quieres venganza? Eso es lo mismo que hacer un mal pero creyendo que es justicia. ¿Te digo lo

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que va a pasar? Te liberas, te impones, pero también terminas convirtiéndote en eso que tanto odias. Abre el ojo.

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Ese señor me sacó de mi monte y me tiene aquí encerrada desde que mi mamá se murió. Ella le trabajaba: lo rezaba pa’ que ganaran todos los que él pusiera a la alcaldía. Él me obligó a venir pa’cá, a cuidarle el hijo y a hacerle los mismos trabajos de mi mamá. Pero yo no sé hacer eso... Por eso le inventé que tenía que hablarme con usted —y que pa’ saber cómo era que hacía mi mamá, le dije—. Así fue que me dejó sola por un rato. La idea es hacerlo creer que lo voy a ayudar, pero lo que va a pasar es que voy a sacarlo de esta casa con los pies pa’fuera. El destierro… ¡Maldita herencia! Me hace falta mi monte y rancho. Esta casa es grande y rara. Allá nada más había un comedorcito, un escaparate de mimbre y dos camas de tijera: una pa’ mi hermana y otra pa’ mí. Acá hay de todo... pero es triste. Me toca dormir sola (cuando al viejo no se le da por metérseme a la cama, eso sí). No sé qué es peor. ¿Cómo hago pa’ que me deje quieta, pa’ que se inviertan los papeles y hacer que él sienta lo que yo siento? ¿Se imagina yo mandando aquí en este caserón? La propia chacha. Pero qué va, yo no quiero vivir aquí; esta casa está endemoniá. A veces me dan ganas de salir corriendo, pero pienso en todo lo que puedo cogerme si me aguanto un poquito más y actúo con inteligencia: en la sala hay un poco ‘e cosas bonitas: tinajas de vidrio, pinturas de caballos y muchachas, cortinas de colores. Lo único que no quiero es ese cofrecito donde dicen que está Cecilia, la mujer del gamonal. Siempre que pasan por ahí le rezan, la soban, le hablan. Mi mamá siempre me decía que eso es de mal agüero tener muertos en la casa; si no se deja descansar a las almas, ellas se sofocan y traen calamidades. Todo el mundo aquí en el pueblo sabe eso.


Dale el agua con la que enguajas los morunos, escúpele el tinto. Por ahí me enteré de que su mujer, Cecilia, hizo un pacto con mandraca: ¿usted sabe que aquí hay una época en que las matas empiezan a parir unos lirios blancos que la gente dice y que son venenosos, que si una se corta con las espinas la mata? Bueno, la Cecilia se cortó cuando estaba embarazada y, como sabía que se iban a morir los dos, le entregó su alma al que sabemos pa’ que el pelaito no muriera y saliera tan bonito como esos lirios: que tuviera la piel blanca y el pelo tan suave como los pétalos. Pero, qué va, no le salió blanco; la raza del gamonal tiene más fuerza. Y, fíjese usted: según ella, pa’ que el pelaito fuera bonito tenía que tener la piel clarita —la gente es que se inventa unos cuentos bien raros, ¿verdá’?—. Lo bueno es que ahora, ya grandecito, todas las pelaitas lo persiguen, pa’ que vea usted; cuando crezca va a ser el hombre más gustoso, con su piel oscura y sus pelitos ensortija’os. ¿Usted cree que nos pueda servir de algo? Pinta las paredes de su casa con la sangre más bella, la sangre pactada, para que lo ahogue el color de su falsa pureza. Qué lástima ese pelaito tan bonito, ¿verdá, ‘ña Rosmira? Pero, como decía mi mamá, “lo que por agua viene por agua se va”: nació a cambio de una muerte y ahora le toca morir pa’ que yo pueda tener la vida que el gamonal no me ha dejado tener. Unas por otras, ¿cierto?. Lo que hacen los pa’es lo pagan los hijos. La muerte del otro es nuestra puerta a la libertad. ¿Cómo le parece? Ahora que la vaina hizo su efecto, esta casona es toda mía. Mi hermana vino del monte y me está ayudando a empacar esas cosas que me voy a llevar pa’ mi ranchito: las tinajas, los cuadros, las cortinas. Alístese que después de dejar todo voy a visitarla. Se acaban de aparecer unos políticos, amigos del gamonal. Me están

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gritando, preguntando que dónde está el gamonal, que dónde está el pelaito, que cuándo fue que se le dio a Nemecio Blanco por pintar su casa de ese color tan maluco, que por qué me estoy llevando los chócoros, que qué fue lo que pasó aquí. —Ombe, cállense, viejos...— Me dan rabia pero también me dan miedo ¿será que se dieron cuenta de lo que pasó? Pero, ven acá, y, si se dan cuenta, ¿qué? ¿Acaso se habían dado cuenta de lo mal que me trataba el gamonal? Eso sí no les parecía grave; los machos siempre quieren tratar a una como se les da la gana. A una y a todo lo que no es macho. Todo lo destruyen, hasta a ellos mismos. Ni las palomas se salvan. Pero eso es hasta hoy. Afuera nos está esperando Lucho con el camión pa’ cargar las cosas. Ellos siguen preguntando y gritando. Se les da por pasar los dedos por las paredes y arrugan la cara y las huelen —todavía no se ha secado la sangre del pelaito—. Ya deben estar sospechando algo. Pero eso ya ni me importa. Yo me subo a mi camión con unas gafas de sol que me encontré por ahí, pongo el codo sobre la puerta, como la chacha que soy ahora —la mandamás— y les grito “pendejos, se los llevó el que los trajo”. Ellos se miran las caras como emboba’os. Yo creo que todavía no entienden qué fue lo que pasó. Arrancamos y dejamos el polvero. Ahí quedaron parados en el pretil, hablando de las paredes rojas y del cofrecito donde está la Cecilia en la mitad de la sala. Hay un momento donde se asoman, lo vuelven a ver ahí solito —ahí solita, la pobre— y uno de ellos le dice a los demás “¿Vieron? Por eso es que no se pueden tener muertos en la casa. Yo sabía que aquí iba a pasar una calamidad”.


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Rafael Daza

LITOST Cuando se está cerca de los pinos y de la naturaleza con ninguna vida urbana cerca, el aire sabe puro, sientes que tienes la libertad para ser y hacer lo que quieras. A menos de que tu horizonte vaya desde la puerta de la iglesia hasta la mano de Dios, como el mío, y vivas para ser una Meraki donde no tienes opinión, no cambias nada y mucho menos refutas lo establecido, como un caballo con anteojera que solo sigue los pasos trazados por otros. Desde que era pequeña recuerdo a papá Pepe diciendo que un niño nació para ser un hombre, tener una mujer y alegrar los ojos de Dios con muchos hijos. Sólo podía pensar en eso mientras el viejo suelo de madera de la sala me consumía el pecho de frío, mientras me imaginaba jugando con las muñecas que hacía con ramas secas de un árbol y restos de hierbas. ¡Suelta eso, maricón!, reconocí la voz de papá Pepe en el preciso instante en que mis pies ya no estaban en el suelo y sentí esa presión en el cuello. ¡Suéltalo ya! - gritó mamá Josefa, mientras yo sentía una asfixia horrible, y no sé si lo peor fue el desplome de mi cuerpo al caer o el


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grito de asombro de mi madre que se desvanecía en mi mente. A partir de ese momento no recuerdo nada más, solo mi cama, mis moretones y la sonrisa de mamá Josefa tejiendo un suéter en una mecedora en frente mío. Lo más duro de ser parte de la comunidad Meraki no es hacer algo que esté prohibido, ni siquiera que tu inocencia e ignorancia te impidan saber que está prohibido, lo más duro es que todo el mundo lo sabe, todo el mundo murmura y todo el mundo te mira al entrar a la iglesia mientras el reverendo te espera con una cara decepcionada. Nunca entendí por qué reprochan tanto el chisme, si tanto lo aman. Solo esperaba salir de esa iglesia, correr a la mitad del bosque y desenterrar mi cofre mágico que no es más que una sábana con un pequeño gancho para el cabello en medio, pero para mí, era un vestido de princesa y la corona de una reina. Ahí, en medio de la nada me sentía yo, me sentía plena, la brisa me movía el cabello y el pasto saboreaba mi piel, ¡era precioso! Hasta que, el dolor de lo efímero te quiebra en llanto y te toca volver. TOSKA Siempre que pensaba en mi hermano Tomás solo se me venían a la mente dos palabras: responsabilidad y orden, pensaba en cómo su estatura, sus profundos ojos grises y su cara inamovible representaban autoridad. En verdad, me parecía un tipo muy alto y fornido para estar cumpliendo 16 años y, sobre todo, algo que me llamaba la atención era su nula emoción por cumplir la edad en que se permitía la Gran Parada de Ciudad y conocer el mundo fuera de la comunidad. Yo con solo 8 años ya pensaba en cómo sería salir del encierro de este bosque y conocer por primera vez la ciudad. Todos los que habían ido contaban que era como viajar en el tiempo, que las personas usaban


ropas impuras mostrando hasta los codos y las rodillas, hablaban por unos aparatos del tamaño de la mano y que habían casas hasta de 50 pisos, mientras que en la comunidad sólo había una iglesia con su plaza y un par de casas regadas por el bosque. Cuando vi salir a Tomás por la puerta me llené de mucha ansiedad y lo único que pensé fue preguntarle si me llevaba a la ciudad. Por primera vez en mi vida lo vi sonreír - ya llegará tu tiempo, pequeño Andrés - fue lo que me respondió mientras sonreía. Odiaba que me dijeran pequeño, hombrecito o niño, ¿por qué me trataban de ese modo?, al resto de chicas no se le trataba así. Con que me dijeran cielo, nena o siquiera pequeña hubiera sido maravilloso. Durante ese mes no pasó nada interesante y desde una mecedora vi a lo lejos a Tomás regresar en su caballo. Todos nos reunimos en la sala a esperarlo. Cuando comenzó a hablar, él no podía expresar con claridad el asco que sentía por la gente de ciudad. Decía que era una sociedad tan perdida que nunca tendrían cabida en el Reino de los cielos y que al momento de rendir cuentas ante Dios, todos serían condenados. -Lo peor, papá Pepe, hay hasta hombres que se creen mujeres - dijo Tomás enfurecido, mientras que yo no podía ocultar mi piel de gallina, que no sabía si era de emoción, miedo o felicidad. Fue en ese preciso instante en el que supe que había más personas como yo, que no era la única. La oración de bienvenida comenzó y llegó el reverendo a purificar los pecados que Tomás traía de la ciudad. Mamá Josefa corrió a cubrirse la cabeza con un velo blanco y todos nos sentamos alrededor de la mesa. Pero yo no podía parar de pensar en eso, “hay hasta hombres que se creen mujeres”. Esta frase retumbaba en mi mente y mientras todos oraban con los ojos cerrados, me escabullí por debajo de la mesa y entré al cuarto de mis padres. Abrí el closet, tomé uno de los vestidos de mamá Josefa y mientras movía la falda vaporosa del vestido, imaginaba llegar a la ciudad creyendo estar en un cuento de hadas.

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Creo que la peor sensación del mundo es cuando crees estar sola y segura, pero ves por el rabillo del ojo una silueta parada en la puerta observándote. Mamá Josefa, sin pronunciar una sola palabra, miró el vestido que traía puesto con asombro y decepción, y me apuntó con el dedo para que volviera abajo a la oración. Caminé y sentí cómo detrás mío ella seguía mis pasos. Mamá nunca se lo dijo a nadie, creo que me amaba tanto que tuvo miedo de que papá Pepe me hiciera daño o que me odiara toda la comunidad Meraki. Aunque los años pasen, la sensación de vacío en el pecho nunca se va. Es un vacío que no se habla con nadie, que no se muestra, pero que quema por dentro y hace que pierdas las esperanzas. Con el tiempo, dejé de ir al bosque a ver el cofre mágico y dejé de usar los vestidos de mamá Josefa, creo que fue porque me vigilaban demasiado desde que mi hermano Tomás se casó y se fue de casa. Quedamos solo los tres: papá Pepe, mamá Josefa y yo, encerrada todo el tiempo en mi habitación. VIRAHA ¡Feliz cumpleaños, cariño! - fueron las palabras entre lágrimas de mamá - Hoy conocerás la inmundicia y entenderás por qué somos como somos – intentando así justificar la forma en que vivíamos. Me limité a sonreír y a comer la torta de manzana que habían preparado por la celebración. Papá Pepe solo me miró para que subiera a empacar todo y entendí que era el momento de partir. Él ya sabía que yo no iba a volver, quizás por mi rebeldía de nunca querer cortarme el cabello, por mi excesivo deseo de conocer la vida de la ciudad o por nunca haber llevado una chica a casa. Solo con mirarnos y sin necesidad de decir una sola palabra supimos que era el fin. Luego de tener lista las maletas, monté mi caballo y comencé el viaje cabalgando rápido, sin siquiera sentir culpa por lo que dejaba atrás.


Mamá Josefa gritó - ¡te amamos!- Era la primera vez en años que lo oía. Fue la última vez que la vi ahí parada, con una mano levantada despidiéndose, mientras con la otra secaba su llanto. Sabía que no la vería de nuevo. Pero, si ese es el precio que tengo que pagar por ser la mujer de mis sueños, ya voy a medio camino.

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Sophia Sabbagh

Salgo de la casa buscando a Luis. Me gustaría quedarme jugando en el patio más tiempo, pero mamá dijo que entremos a comer, que salen los mosquitos. Lo veo sentado en la mecedora de la terraza, cerca del árbol de níspero. -¡Luis! No me responde. Supongo que no me escuchó. Me acerco más a él, veo que tiene el sombrero de jardinería de mamá y su pañuelo en el cuello. -¿Qué haces con eso?, ¿mi mamá te dió permiso para ponértelos? Le voy a decir que los cogiste. Se hace el bobo, no me dice nada. -Mmm. Como quieras. Bueno, que vengas a comer. Sigue sin decirme nada. -Oye.


No me responde. -Oyeeee.

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Nada. -¿Sigues molesto? Ya te pedí perdón, ya supéralo. -Mamá dijo que te buscara para comer. -Si no vienes, me como tus papitas fritas. Veo que tiene una bolsita en las piernas. -¿Esas son ciruelas? No te las estás comiendo, ¿las quieres?,¿me las regalas? -Bueno. Entonces te las quito. -Ja, tengo tus ciruelas. Están muy ricas. -Bueno, ya. Deja. Si quieres te las devuelvo. -Me estás asustando. -¡Pero respóndeme, éche! Le meto un empujón a ver si deja la bobada. Después de un momento, empieza a inclinar la cabeza hacia adelante. -Ajá, al fin, pilas entonces.


Sigue echando la cabeza hacia adelante, muy hacia adelante. Un estruendo. Sangre en mis zapatos. Miro al frente y veo su cuello rojo y verde y morado y negro. Miro abajo y encuentro unos ojos fijos, viéndome, clavados en mí. Me quedo quieta yo también. Trato de tragar saliva. Mi garganta está seca. Siento un yunque en mi pecho. Como un cachetada en todo mi cuerpo, como cuando mamá me pega por jugar en su cuarto. No puedo dejar de verlo. Me capturó en sus ojos igual que cuando capturamos caballitos y cucarrones. Su cuerpecito se mueve hacia adelante y atrás en la mecedora. Todo está en silencio, solo se escucha su leve vaivén y el sonido de las hojas del níspero agitándose con el viento. Sigo sin poder moverme. No vaya a ser… ¿Estaré muerta yo también? Grito.

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La Reina y el Espe Jo Maria Belen Chicangana

Hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, vivía una reina muy hermosa cuyo mayor anhelo era tener un hijo. Sin embargo, luego de años de intentos fallidos, sus médicos le habían informado que dicha posibilidad, dado su grave caso de infertilidad y lo avanzado de su edad, era prácticamente imposible. Tras el lamentable veredicto, la reina quedó tan destrozada que no había poder humano sobre la faz de la tierra que pudiese aplacar su tristeza. Tal era su dolor que, llegado el invierno, decidió bajar al sótano más antiguo y abandonado del palacio para quitarse la vida. Una vez allí, se dirigió al fondo de la estancia para contemplar por última vez su reflejo en un gran espejo ovalado enchapado en oro, ante el cual se dijo con rabia y pena: —Qué injusta es la vida. Yo, que aparentemente lo tengo todo, realmente no poseo nada. La única cosa que en verdad he querido me ha sido negada: el privilegio de ser mamá y engendrar un heredero digno de este reino. Luego de proferir estas amargas palabras, la reina siguió llorando desconsolada frente al espejo, pero se detuvo en seco cuando, contra todo pronóstico, este le respondió:

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—No se aflija más, su Majestad. Seque esas lágrimas y sonría. ¿Acaso no ha escuchado que todo en esta vida tiene solución, menos la muerte?

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La reina no daba crédito a lo que escuchaba. Estaba segura de que antes de bajar al sótano nadie la había seguido, y la sola idea de que alguien pudiese vivir allí simplemente no encajaba. Por tanto, empezó a levantar furibunda las empolvadas sábanas que cubrían cada objeto de la estancia. —¿¡Quién se ha atrevido a seguirme?! —exclamó—. Pero sobre todo, ¿cómo osa dirigirse a mí pretendiendo que olvide, como si nada, el dolor que me desgarra? —Creo que ha habido un malentendido, su Majestad —respondió la voz—. Por favor, permítame explicarle, y acérquese un poco más para poder charlar con tranquilidad. La reina miró confundida a todos lados, aún sin poder creer que la voz que le hablaba proviniese realmente del espejo. —No puede ser…¿Es que acaso me he vuelto loca? —La locura es en ocasiones la única alternativa que el ser humano concibe para intentar explicar aquello que está por fuera de su entendimiento racional —comentó el espejo—. Así que, si en algo la tranquiliza, créame cuando le digo que no está delirando, su Majestad. —Pero, si ese no es el caso, entonces ¿cómo es posible…? —¿Que yo esté hablando? ¿Que usted pueda escucharme? —completó el espejo por ella—. Mi reina, en este mundo existen más preguntas que respuestas, eso es seguro. Sin embargo, creo que la más importante ahora es la que le planteé al principio. ¿No cree usted que todo en esta vida tiene solución, menos la muerte?


—¡Patrañas! —refutó tajantemente la reina—. Si fuese así, en estos momentos estaría llorando, pero de dicha al tener a mi hijo en brazos. —¿Y quién dijo que no puede ser así? —replicó el espejo—. Aunque lo dude, aún existe una manera de que ese sueño se vea realizado en primavera. —Imposible —sollozó la reina—. Ni yo misma guardo la esperanza de que algo así suceda. —Majestad, Majestad… Tiene frente a usted un objeto que, con el mero roce de sus yemas, le concederá lo que desea. Solo extienda su mano, y le aseguro que cuando las primeras rosas florezcan, tendrá a una hermosa hija de tez tan blanca como la nieve, cabellos negros como el carbón y mejillas de un rojo semejante al de la sangre que corre por sus venas. —Me gustaría poder creer en tu promesa, pero ya he intentado todo y nada ha resultado —se lamentó la reina, cabizbaja. —¿Qué podría perder si lo intenta una vez más, su Majestad? Si yo fuera usted, simplemente tomaría esta oportunidad para desterrar para siempre la idea de mi cabeza. La reina titubeó por un instante, pero luego de una breve reflexión, asintió levemente y empezó a acercar su mano hacia el espejo. Sin embargo, cuando sus dedos estuvieron a punto de tocar su superficie fría y lisa, este la detuvo. —Hay algo que debo advertirle —dijo el espejo—. Si quiere que su sueño se vea realizado, debe estar dispuesta a ofrecerme algo que, en su debido tiempo, le pediré a cambio. De lo contrario, no importa qué tanto suplique, no hay forma de que pueda cumplir su deseo.

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—En ese caso, no tengas dudas. Una vez sostenga a mi hija en brazos, te daré lo que me pidas sin importar qué sea. —Y con esas palabras, los elegantes dedos de la reina entraron en contacto con la superficie del espejo.

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Así fue cómo, tal como este le prometió, consiguió quedar embarazada. Todo el reino celebró el acontecimiento, llamándolo incluso un milagro del cielo. Sin embargo, la soberana, quien sabía que todo se debía a la magia del espejo, prefirió guardar el secreto y trasladar el objeto a su habitación para que nadie pudiese descubrirlo. El tiempo pasó más rápido de lo que ella hubiese podido imaginar, y en unos cuantos meses su pequeño vientre abultado se convirtió en una barriga de gran tamaño. No podía sentirse más feliz con lo bien que marchaba su embarazo, pero sobretodo, con la idea de que las rosas a punto de florecer anunciaban que muy pronto vería el rostro de su amada hija. Y, en efecto, así fue. Después de tanta espera obtuvo su mayor deseo: Blancanieves. Una hermosa niña que, tal como le vaticinó el espejo, era de tez tan blanca como la nieve, cabellos negros como el carbón y mejillas de un rojo semejante al de la sangre que corría por sus venas. Con su hija en brazos, la dicha y plenitud de la reina no tenían límites. Blancanieves era todo lo que había soñado y hasta más. Satisfecha, tan pronto como pudo levantarse de la cama se plantó ante el espejo con su bebé contra el pecho y, conteniendo las lágrimas, le dijo: —No tengo palabras para expresar lo agradecida que estoy. De no ser por ti, el sueño de mi vida jamás se habría cumplido. Pídeme lo que quieras. No importa qué tan costoso sea, nunca podré pagarte el regalo tan grande que me has concedido. —No se preocupe, su Majestad. No es necesario que prolonguemos esta deuda cuando tiene un pago relativamente sencillo. Yo he cumpli-


do mi parte, le he dado una hija. Ahora usted debe cumplir la suya, y darme a cambio a un ser humano con vida cuyo cuerpo pueda ocupar. La reina se quedó helada ante las palabras del espejo. Su sonrisa se transformó en una mueca de horror y la cabeza le dio vueltas hasta el punto de hacerla caer de rodillas frente al impetuoso objeto de cristal. De no ser porque la pequeña que llevaba en brazos empezó a llorar, no habría reunido fuerzas suficientes para erguirse nuevamente, mirando al espejo con un rostro perplejo. —Eso no pasará —sentenció la reina mientras arrullaba a su bebé para que volviese a dormir en paz—. Lo que me pides va en contra de mis principios. Yo jamás sería capaz de entregar a un inocente para que tomes su cuerpo. —Lamento tener que contradecirla, su Majestad —respondió el espejo, sonando impaciente—, pero creo que fui muy claro al momento de pautar el precio de su deuda conmigo. Usted misma aceptó que, llegado el momento y sin importar qué fuera, me daría lo que yo le pidiera. Y en este caso, no quiero otra cosa que no sea un cuerpo humano en el cual habitar. De otra forma, temo que me veré forzado a anular nuestro trato, y si eso ocurre Blancanieves morirá. Lágrimas silenciosas empezaron a rodar por las mejillas de la reina, quien comenzó a cavilar un plan para librarse de su deuda con el espejo, sin dejar de arrullar a Blancanieves. —Si lo que deseas es un cuerpo para habitar, entonces toma el mío. Puede que ya no sea tan joven, pero tengo poder y estatus. También soy respetada entre la gente. Ocupar mi cuerpo es una gran oportunidad. El espejo guardó silencio durante unos minutos, sopesando la oferta de la reina. Tal como ella había mencionado, pasado un tiempo su

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cuerpo ya no le sería de mucha utilidad. Aún así, ocuparlo podía traerle varios beneficios y, de todas formas, una vez ya no le sirviese, podía poseer el de Blancanieves. Con esa idea en mente, el espejo cedió.

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—Está bien. Le daré un momento para que se despida de su hija. —Gracias. —Dicho esto, la reina se alejó con la bebé en brazos y, recostándola con suavidad en la cuna, le susurró—: Desde el primer instante en que te sentí patear en mi vientre, me hice una promesa: impedir a toda costa que alguien te hiciese daño. Y quiero que sepas que honraré ese juramento. No importa lo que pasé. Te amaré por siempre. La pequeña no se movió ni un centímetro, pero la comisura de su labio inferior se levantó un poco, en un extraña mueca de sonrisa, como si pudiese entender las palabras de su mamá. La reina le sobó suavemente la cabeza y cerró el blanco toldo de seda que cubría su cuna. Luego se volteó y miró al espejo con una expresión que este no pudo descifrar. —Estoy lista —anunció—. Dime qué debo hacer. —Acérquese, su Majestad —le ordenó el espejo—. Basta con que ponga su mano sobre mi superficie para cerrar el trato. La reina asintió y caminó lentamente hacia él. —¿Dolerá? —preguntó cuando estuvo frente al gran objeto—. Si es así, quiero saberlo. No me ocultes la verdad. —Solo durará unos minutos, su Majestad —respondió el espejo—. Todo terminará pronto. A la reina se le revolvió el estómago al escuchar las palabras del espejo, pero no permitió que se notara en su expresión. En cambio, le


lanzó una mirada de falsa resignación, y acercó la mano a su superficie. Sin embargo, cuando sus dedos estaban a solo milímetros de entrar en contacto con esta, tomó ágilmente la corona que llevaba puesta y la estrelló en todo el centro del cristal, lo que causó una gran grieta en el espejo e hizo que el alma que lo habitaba profiriera un bramido tan profundo que rompió las ventanas de la habitación. La fuerza detrás del alarido la lanzó contra la pared, dejándola inconsciente. —¡Su Majestad, su Majestad! ¿Qué ha ocurrido? —escuchó ella que alguien la llamaba al momento de recobrar la consciencia. Al abrir los ojos, la reina se encontró en los brazos de un sirviente, quien sostenía un paño con alcohol cerca de su nariz. —Blancanieves... Sácala de aquí. Necesito asegurarme de que esté a salvo —musitó ella con dificultad. —Pero mi reina, usted está… —¡Es una orden! —gritó con la voz enronquecida. El sirviente no pudo hacer otra cosa más que obedecer. Dejó a la reina recostada contra la pared, cargó a la princesa Blancanieves y la sacó de la habitación real con paso apresurado. Una vez sola, la reina vislumbró en la otra punta de la habitación los trozos de cristal que alguna vez albergaron el espíritu del espejo, y suspiró de alivio. —Todo ha terminado —susurró para sí—. Solo ha sido un mal sueño. —Temo que se equivoca, su Majestad —contestó una voz en su cabeza, y a la reina se le heló la sangre.

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Un

Hechizo tan antiguo

Como el tiempo Isabella Visbal

Hace siete años el poderoso rey Nicolás se casó con Sofía, duquesa de Borbón. Él la vio por primera vez cerca del bosque en un reino vecino, sanando a un pájaro al que se le había roto un ala. Cautivado por su belleza y enternecido por su compasión, se enamoró al instante. Desde ese día la cortejó y unos meses después celebraron la boda más grandiosa que los habitantes del reino vieran jamás. Desde el principio, Sofía fue una madre cariñosa con Blanca, hija del primer matrimonio de su esposo con la difunta reina Eliza. En aquella época, la princesa era una niña de siete años blanca como la nieve y de cabello negro como el ébano. Los años que siguieron fueron tranquilos en palacio y la familia real era muy feliz. Pero hace unos meses los problemas empezaron en el castillo. Blanca empezó a pasar tiempo en la antigua biblioteca privada de su madre con la excusa de sentirse más cerca de ella. El rey, no queriendo lastimar a su adorada hija, le dijo que hiciera lo que la hiciera feliz. Sin embargo, a la reina Sofía no le gustó esa decisión y el comportamiento de Blanca representó para ella un rechazo por parte de la joven a quien amaba como su propia hija. Si eso la hace feliz, tal vez pueda aceptarlo, pensaba Sofía a diario.

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Después de dudarlo por varios días, decidió ordenar una bandeja de té de jazmín y galletas de chocolate para compartir con Blanca. La reina misma llevó la bandeja hasta la biblioteca, esperando sorprender a Blanca, pero cuando llegó, la joven no estaba. Sofía esperó unos minutos y luego ordenó a los sirvientes que la buscaran por todo el palacio. Nadie pudo encontrarla, así que la reina salió a buscarla en los terrenos cercanos al castillo, pero tampoco allí la encontró. Al regresar al palacio, para su sorpresa, vio a la princesa en la entrada. Blanca le aseguró que estaba en el baño y que todo había sido un malentendido. La reina no dijo más nada, pero sospechó que Blanca no decía la verdad. A la mañana siguiente, la reina decidió que había sido un malentendido después de todo y le escribió una carta al rey, contándole, divertida, cómo pensó que su hija se había perdido. Blanca, para tranquilizar a su madre, tomó el té y dio paseos con la reina más seguido. Sin embargo, cerca de un mes después de ese primer incidente, en un perfecto día de verano, la reina estaba visitando el pueblo cuando la temperatura descendió drásticamente y el lago por el que le gustaba pasear se congeló. Su Majestad corrió a ver qué pasaba y cuando llegó, vio a su hija Blanca. La joven se dio cuenta y volteó a mirar a su madre con una expresión gélida tan breve que la reina, al recordar una y otra vez esa extraña tarde, dudó haber visto. Blanca saludó a la reina y, como si de magia se tratase, el lago volvió a la normalidad. — Madre, ¿también viniste a ver qué estaba pasando? — Desde luego. ¿Llegaste mucho antes que yo, Blanca? ¿Alcanzaste a ver qué ocasionó el congelamiento? — Me temo que llegué segundos antes que tú y no vi nada. Es todo muy extraño. — Será mejor que regresemos, cariño.


La reina y la princesa emprendieron su regreso al palacio, donde bebieron chocolate caliente en el salón principal. Sofía quiso olvidar el incidente, pero no lograba sacar de su cabeza el recuerdo de la expresión de Blanca. Con el pasar de los días, más dudas empezaron a surgir en la mente de la reina, quien empezó a cuestionar si su hija le había dicho la verdad o si en realidad sabía qué había pasado ese día en el lago. En otoño, cuando el rey Nicolás regresó de su viaje de negocios, la reina organizó un banquete en su honor. Todos fueron deslumbrados por la belleza de Blanca quien, con un vestido carmesí que contrastaba con su pálida piel, ya era la mujer más hermosa de todo el reino. La reina Sofía, orgullosa de su hija, le contó al padre cómo en su ausencia la joven la había ayudado a solucionar sabiamente problemas entre los aldeanos y cuan dedicada era a sus estudios, pues ni un solo día pasaba sin que ella leyese unas horas en la biblioteca. Los comensales, grandes mercaderes y príncipes de otras tierras, escuchaban asombrados sobre la inteligencia de la princesa. Entre conversaciones sobre la temporada de caza y los viajes que se harían en invierno, la reina mencionó que hacía unas semanas el lago se había congelado de una forma muy extraña a la que los sabios no habían encontrado explicación. El rey pareció asustarse con esa información, pero solo la reina lo notó. El banquete terminó sin contratiempos y los reyes se retiraron a su habitación. — Sofía, necesito que me cuentes detalladamente qué pasó en el lago—dijo el rey Nicolás apenas estuvieron solos. — Por supuesto, querido. Yo estaba en la aldea visitando a las mujeres que dieron a luz recientemente. Estando yo en casa de Malina, la temperatura empezó a descender. Al principio pensé que era alguna brisa extraña o que quizás llovería, pero en cuestión de minutos el aire estaba tan frío como a principios de invierno. Noté que el frío venía del lago, así que corrí hacia allá, adelantándome a los guardias que me acompañaban. Para mi sorpresa, cuando llegué ya Blanca estaba ahí.

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Le pregunté si había visto algo, pero me dijo que había llegado poco antes que yo y que no vio nada. Mientras hablábamos, todo se empezó a descongelar y la temperatura volvió a la normalidad, así que regresamos a palacio.

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— Amor mío, ¿tú sabes dónde estaba Blanca antes de llegar al lago? — Pues no, lo cierto es que no le pregunté. ¿Por qué, querido? — Curiosidad, cariño. Es tarde, mejor nos acostamos ya. Buenas noches —se despidió el rey con un beso. La reina, cansada del ajetreo del día para tener el banquete listo a tiempo, cayó rendida de inmediato. El rey intentó dormir, pero no podía dejar de pensar en lo que la reina le había dicho. Levantándose de la cama en la que descansaba su esposa, buscó en sus baúles la carta que ella le había enviado, algo sobre la confusión con Blanca parecía incomodar al rey. Intranquilo, Nicolás se dirigió hacia la antigua biblioteca de la difunta reina Eliza. Revisó cada rincón, viendo si había un lugar donde Blanca pudiera haberse escondido para hacerle la broma a Sofía, pero no vio nada extraño. Curioso, dio un vistazo a los libros que tan cuidadosamente había coleccionado Eliza en vida. Así fue como vio un libro sobre los usos medicinales de plantas nórdicas manoseado y sin polvo. Su hija amaba leer, pero no tenía sentido que aprendiese sobre plantas que no crecían en el reino. Entonces el rey tomó el libro para ver qué podía ser tan interesante. Al instante, el estante se abrió, revelando unas escaleras que llevaban a una habitación que olía a humedad y a azufre. El rey se adentró en la habitación secreta y encontró libros en idiomas desconocidos y recipientes con líquidos de colores extraños. El rey estaba tan distraído viendo cada extraño objeto que no se dio cuenta de que Blanca había entrado a la habitación y lo observaba en


silencio como quien mira a una hormiga insignificante antes de pisarla. — No se suponía que vieras mi taller —declaró Blanca con frialdad. — Hija, no te sentí llegar —respondió el rey con una sonrisa que se deslizó de su cara cuando notó la manera en que su hija lo miraba—. ¿Qué es este lugar, cariño? — Es donde aprendo a hacer magia. — ¿Magia? ¿Por qué querrías practicar ese arte maldito? — Porque está en mi naturaleza. Soy una bruja, al igual que mi madre. — ¿De qué hablas, Blanca? Las brujas se extinguieron hace siglos. — No nos extinguimos, tus antepasados nos cazaron hasta eliminarnos. O eso creyeron. Pero mi tatarabuela mantuvo su embarazo en secreto con un hechizo y nadie asoció a la bebé dejada en la iglesia con las brujas. Así sobrevivió mi linaje. El rey empezó a perder el color al escuchar la historia que su hija le contaba. De no haber estado rodeado por libros que no entendía y líquidos extraños, habría pensado que era un invento. — ¿Qué pasó ese día en el lago? — Hice un hechizo para tomar la energía de los animales del bosque para aumentar mi poder. — ¿Poder para qué, Blanca? —preguntó el rey con temor en la voz. — Para matarte. Esta noche, tú y todos los príncipes que ayudaron

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a cazar a mis antepasados bebieron mi sangre. Así, cuando te asesine, los príncipes y todas sus familias morirán contigo.

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Blanca empezó a recitar un hechizo tan antiguo como el tiempo y el rey cayó al suelo, sangrando por los ojos y la nariz. Sofía había seguido en silencio al rey y escuchó toda la conversación entre él y la princesa. Aterrada ante la idea de perder a su esposo, la reina se armó de valor y, con la antorcha que iluminaba la biblioteca, quemó a la bruja frente a ella. De inmediato el rey dejó de sangrar y recuperó su fuerza vital. Ahora los anales reales cuentan cómo la valiente reina Sofía salvó a su esposo y al reino de la maldad de las brujas. Las personas pronto olvidaron el dolor de haber perdido a la princesa, pues la reina concibió a dos varones y tres mujeres. Todos sanos, hermosos y fuertes. Todos humanos.


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Carolina Barcelo

Su reflejo era distante. Ejecutaba las acciones en forma de comando. Una tras otra en el orden lógico en que tenían que darse. Se agarraba la cara. Se tocaba el pelo. Arriba, abajo, derecha, izquierda. Ejecutaba las acciones, pero no las sentía. Como si la del reflejo fuera otra. Como si fueran fracciones trastornadas. Como si fuera, mientras ella no lo era. Se terminó de borrar la mancha de labial que había quedado en la comisura de su labio. Se ajustó un mechón de cabello detrás de la oreja y ajustó su chaqueta, saliendo del cuarto. Con cada escalón que bajaba se hacía más fuerte la música que provenía de afuera, mientras la brisa retumbaba en las ventanas del pasillo de la entrada. Alana salió de la casa. El taxi la esperaba en frente. Los carros inundaban las calles y las nubes el cielo. Los ruidos iban y venían, estruendosos y sin sentido. Las únicas luces encendidas provenían de los edificios. El aire seguía corriendo, helado y abrumador. Llegaron a Esvenska.


Entró directo al ambiente neón abriéndose paso en medio de los cuerpos sudorosos en la pista. Se sentó en el bar y no tuvo que buscar mucho. Ismael se encontraba a dos puestos de ella.

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“No esperaba encontrarte hoy”, dijo él ofreciéndole un vaso de whisky. “Me gusta lo inesperado”, dijo Alana sonriéndole. Se tomó el whisky de un solo trago y le tomó el brazo llevándolo a la pista de baile. Las manos ya empezaban a oscilar desde arriba hacia la curva debajo de su falda. Él intentaba acercarse más. Ella no tardó en pegar su cuerpo al de él dejándose explorar la piel. Lo empujó contra la pared en la calle vacía de la parte trasera de la discoteca. Se adelantó a besarlo mientras él la agarraba por la cintura. La pierna de ella en medio, rozando su entrepierna. Lo soltó y miró sus ojos grises. “¿Me quieres?”, preguntó. “Sí”, respondió él sin aliento. Alana sonrió y acercó sus labios de nuevo. Sin tocarlos, no por completo. De la boca de Ismael salió un hilo que entraba en ella mientras abría más la boca. Succionando. El color de los ojos de Ismael comenzaba a desvanecer. Su cuerpo sostenido por Alana era cada vez más liviano. Ella tragó hasta llenarse. El alma de él ahora dentro suyo. Alana lo soltó. Al caer su cuerpo produjo un ruido sordo. Sus ojos abiertos pero ahora completamente negros. Los de ella cobrando el gris que solía ser de él, mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía. Comenzó a caminar, la brisa la envolvió de nuevo.


Ahora el sol irrumpió en su cuarto. Se levantó y se dirigió al espejo. En su reflejo podía ver aún el tono gris en sus ojos. Necesitaba salir. Acostumbrarse. Llegó al parque lleno de árboles y gente corriendo. Nadie se detenía a pesar de la calma que destilaban los árboles. Niños jugando, correteando animales, animales jugando, correteando niños. Personas en sus celulares, chocando los unos con los otros sin mirarse. Y en medio de todo una pareja. El chico no despega su mirada de ella, ella la evadía pero volvía sonriendo. Se juntaban los brazos y los labios. Sonrisas. Encanto. Amor. Alana volteó. Empezó a caminar con el objetivo de alejarse de aquella escena, sin saber a dónde iba. Pasos rápidos. La respiración agitada. “Disculpa”, dijo alguien tocándole el hombro. Alana giró bruscamente. Era más alto que ella, tenía el rostro lleno de pecas y el pelo desordenado. Sus facciones eran pequeñas, labios delgados y ojos diminutos. Le sonreía. “Hola, perdona, te confundí con alguien más. Te pareces mucho a… Bueno, no importa”, dijo él. Se puso pálida y quedó congelada. La mueca en su rostro denotaba pánico. Terror. Empezó a escuchar esa voz como un taladro en su cráneo. Era pequeña, pero crecía. Al notar el cambio en ella, él dejó de sonreír. “¿Estás bien?”, preguntó casi susurrando. Alana cerró los ojos intentando bloquearse. No repetirlo. No permitirle la entrada de nuevo. Creí que eras alguien más. Te pareces mucho. Sacudió la cabeza y empezó a correr. El aire empezó a escasear. Solo veía esos dientes blancos sonriendo en modo depredador. Ahora los

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labios eran gruesos y los ojos grandes. Ya no lo cubrían pecas, sino una barba. La miraba intensamente repitiendo. Creí que eras alguien más. Te pareces mucho.

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La había hecho reír y la risa atrapa. Condena. Seguía escuchándolo por más que corría. Su voz gruesa, asentándose en sus entrañas. Creí que eras alguien más. Te pareces mucho. Y se detuvo. Estaba oscuro. Sus manos seguían temblando. Siguió el único camino que se sabía de memoria, desde cualquier punto encontraba la entrada. Esvenska. Ya llevaba un rato tomando cuando alguien se sentó a su lado. Era el chico del parque. “Hola, perdona. Quería disculparme por lo de esta mañana, sea lo que fuera que pasó”, empezó a decir. “¿Cómo me encontraste?”, preguntó Alana. Él frunció el ceño. “No te estaba buscando ni nada. Vine aquí por casualidad y te vi”. Alana se dio cuenta de que estaba tensa y decidió relajarse. “La verdad tú también me recordaste a alguien y por eso me fui corriendo”, dijo y añadió rápidamente “No es como que tenga que darte explicaciones ni nada”. Él rio y le ofreció su mano. “Esteban”. El sol la cegó. Cerró la ventana de la cocina. Nunca recordaba exactamente el camino a casa. Aunque esta vez recordaba a Esteban. Su celular vibró con un mensaje de él. Veámonos en el parque.


Lo encontró en el mismo sitio donde lo conoció. Él se acercó a besarle la mejilla. “Fue una linda noche”. Alana lo miró confundida. “Eres un poco rara”, dijo Esteban intentando tomar su mano. Alana lo soltó de inmediato. “Está bien. Simplemente sígueme”, dijo él. “¿Por qué?”, preguntó ella. Esteban no respondió y empezó a caminar. Alana se quedó inmóvil, pero seguía mirándolo moverse. No quería perderlo, pero no quería darle el control. La cabeza castaña aún se movía, con la certeza de que lo seguiría. Reía. No eran carcajadas, pero definitivamente era una risa. Alrededor solo se veían nubes y oscuridad. Era una azotea, no sabía el número de piso. Sus ojos solo se encontraban concentrados en Esteban. Alana dejó de reír. Miró a su alrededor. Estaban solos. Riendo. Condena. “¿Qué pasa? ¿Todo bien?”, preguntó Esteban tocando su mejilla. Condena. Condena. Condena. Alana buscó la puerta y empezó a bajar. Las escaleras en espiral. Gira y gira. Las imágenes de la noche anterior empezaban a flotar. Bailando junto a Esteban en Esvenka. Saliendo a caminar en la madrugada. Abrazándola luego de decir que tenía frío. Ella sonriendo.

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Logró salir del edificio. La cabeza le dolía, el espacio se movía. Intentó dar otro paso, agarrarse de la pared. Cayó.

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Sentía una suavidad ajena. Abrió los ojos y se vio envuelta en sábanas blancas. No era su cama. Venía música de afuera del cuarto. Al seguirla se encontró con Esteban haciendo café en la cocina. “¿Qué pasó?”, preguntó Alana en voz baja. Esteban alzó la ceja. “Pues después de que te fueras corriendo sin decir nada, bajé por el ascensor para darme cuenta de que estabas tirada en frente del edificio”, dijo Esteban. “No supe qué más hacer además de subirte a mi apartamento, espero eso no te haga correr ahora”. Alana se acercó al mesón de la cocina y se sentó aceptando el café que Esteban había servido para ella. Los dedos de él rozaron los suyos. Más imágenes. Corriendo, pero esta vez hacia él en vez de lejos de él. Comiendo helado en una banca. Subiendo de la mano diez pisos para ver la ciudad. “Alana… Tus ojos…”, dijo Esteban. Se levantó, corrió al baño y cerró la puerta. El gris se movía en una mezcla con puntos verdes que empezaban a aparecer. Los cerró, sosteniendo su cabeza que empezaba a pesar. Su interior dolía. Ya no podía contenerla, se estremecía dentro de ella adolorida. No pertenecía allí. Parecía vómito, pero se sentía más espeso que eso. Era como si una avalancha se estuviera formando en sus órganos, apretando todo y esparciéndose para ser expulsada. Empezó a salir en forma de humo poco a poco y luego abruptamente. Sus piernas se doblaron, tirándola al suelo. Se arrastró al inodoro y lo dejó salir todo. Los hilos caían como cascada, el alma de Ismael en ráfaga. Lo tiró todo. Estaba vacía de nuevo.


Cuando recobró la conciencia una mano le acariciaba la cabeza. Se encontraba recostada en el regazo de Esteban. La mano de él moviéndose con delicadeza por su pelo. Alana intentó moverse, pero era inútil, como si su cuerpo estuviera atado a la superficie. Al darse cuenta de que había despertado, Esteban la ayudó a levantarse, llevándola a la sala para que pudiera sentarse en el sofá. Esteban abrió la boca a punto de hablar, pero la cerró y meditó en silencio por unos segundos. “No quiero forzarte a quedarte ni nada, pero me gustaría estar seguro de que si huyes de mí no te vas a desmayar por tercera vez”, dijo Esteban. “¿Por qué no me dejaste?”, empezó Alana. “Anoche. ¿Por qué no me dejaste?” Esteban la miró sorprendido, buscando qué responder. “Creo que solo se necesita un pequeño grado de empatía para no dejar a alguien tirado sin conciencia en medio de una calle”, respondió. “Y pues, me atraes, Alana. Creería que esa parte es obvia. Si no me gustaras igual no te dejaría tirada en la calle, aunque ciertamente no metería a una extraña a mi casa porque sí”. Esteban se calló al ver a Alana alzar la ceja. “Bueno ya estoy divagando, pero lo que quiero decir es que la he pasado bien contigo, Alana. Y me gustaría conocerte y que tú lo quieras también”, dijo acercando su mano a la de ella. Alana la abrió y dejó que le tomara la mano. “No creo que quieras realmente”, dijo ella. Empezó a sentir un calor extraño en su rostro. Sus ojos empezaban a mojarse y escaseaba su respiración. “Hace unos años conocí a alguien. No terminó bien”. “¿Pero a quién no le han roto el corazón?”, preguntó él tratando de hacerla reír.

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“No es eso”. Y aunque quería, no supo explicarle. No le salían las palabras para decirle que la única vez que había sentido amor había dejado todo lo que era para perseguirlo. Lo complacía porque él le había enseñado que eso era amar, así las cosas que pidiera no la hicieran feliz. La había declarado la más adicta a él. Más de una vez permitiendo su intromisión en su cuerpo, sin desearla realmente. Rasgada. Destruida. Un dolor que la minimizaba. La borraba. No le salían las palabras para decirle a Esteban que su único amor le había usurpado el alma. La última vez que lo vio, en ese encuentro frenético en que la besó hasta que su interior se pronunció por su boca y empezó a llenar la de él, la tomó toda hasta saciarse. Le robó el color verde de sus ojos y el poder de sentir. Vacía desde la mirada hacia adentro. Ya no era. Ahora solo existía. Sintió que algo la apretaba y se dio cuenta de que Esteban la abrazaba, mientras lloraba. No podía detener las lágrimas. Las dejó correr hasta vaciarse de nuevo. Esteban le limpió las mejillas y puso su cabello detrás de sus orejas. “¿Por qué te cambian tanto de color los ojos?”. “¿De qué color son?”, preguntó Alana. “Verdes. Creí haberlos visto grises antes”, dijo Esteban.


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Carolina Aldana

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Érase una vez… Yo, ¿algún problema? Me presento, queridos seres terrenales y banales. Soy el espejo mágico, más conocido como… Ja, tan igualados, creyendo que les iba a dar mi verdadero nombre. Lo único que tienen que saber es que soy omnipresente. Veo cuando duermen, cuando ven porno, cuando cagan, cuando se aparean… Ehm, okey, esto se ha vuelto incómodo. Mi intención aquí es contarles una historia, así que prepárense. Érase una vez una bruja que no podía aceptar el hecho de que era demasiado fea para este mundo. Había leído muchos libros sobre aceptación personal y ese tipo de cosas, pero no le sirvió de nada porque pronto cayó en cuenta de que eso solo era un simple consuelo para los feos. Así que fue inteligente y se dijo a sí misma que si no podía ser bonita, simplemente debía robarle la belleza a alguien más. O bien podría iniciar un hashtag en Twitter tipo #Todossomoshermosos; a algunas personas eso también les funcionaba.


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La bruja finalmente decidió robar los cuerpos de mujeres que habían sido bendecidas con tetas grandes y hermosos rostros. Para ello tuvo que abandonar la magia blanca y adentrarse en los oscuros y misteriosos senderos de la magia negra. Años de ensayo y error resultaron en éxito: se volvió tan bella como cualquier doncella. Y eso la puso infinitamente contenta. El problema llegó cuando una vez despertó perfecta —porque las mujeres bellas no despiertan con ojeras ni mucho menos con lagañas—, y se percató de un olor pútrido que venía de algún lado. Ella frunció sus elegantes cejas y buscó y buscó, hasta que por fin tuvo la suficiente autoconciencia para reconocer que aquel fétido olor, tan nauseabundo y desagradable, provenía de ella. La bruja no podía creerlo. ¡¿En serio las mujeres bellas podían oler mal?! ¡No! ¡Era imposible! Se dio cuenta de que el problema era ella. La magia negra tenía un costo muy alto: el cuerpo de una bruja que la practicaba se pudría con rapidez. Con tanta rapidez que la belleza que había conseguido con gran esfuerzo no le duraría por mucho tiempo. Desesperada, la bruja decidió sacrificar el alma de otra bella mujer y se apoderó de otro cuerpo esbelto y sensual. Pero pasó lo mismo. Y otra vez, y otra vez… ¿Es que Dios estaba empecinado en quererla fea, que todos los nuevos cuerpos se pudrían por más encantamientos que les echara? «¡No!», se dijo la bruja. Y continuó así durante otros cinco siglos. Pero pronto llegó el día en que sus continuos cambios de cuerpo habían agotado los genes de las mujeres más bellas. Ahora solo nacían ordinarias, para nada del gusto de la bruja.


Nuevamente su cuerpo comenzó a pudrirse, por lo que ya no le quedó más remedio que utilizar sus propios genes para engendrar a la siguiente mujer más hermosa del mundo. Su propia hija, Blancanieves. La pequeña nació pálida como la nieve, con labios rojos como si se hubiera echado labial, y una melena abundante y negra como el ébano. Luego había crecido tan hermosa que los propios pájaros chiflaban cuando la veían pasar, haciéndola sonrojar. Vaya, que hasta los animales cometían humanofilia por ella. Caramba, que incluso yo a veces pensaba que estaba enamorado de ella, pero no les hablaré de mi amor. Eso no es importante ahora. Blancanieves nació mientras nevaba. La bruja, quien se casó con el rey de un reino próspero y ahora era conocida como la reina Grimhilde, la sostuvo en brazos con ojos que no revelaban nada de amor. Había accedido a engendrar a la hija del rey Magnus solo porque el tipo era bien parecido y ella necesitaba un hombre guapo para sus terribles planes. Sigo sin entender por qué no me eligió a mí… Ah, cierto, soy un espejo. El hombre, sin embargo, era una simple hormiga a los ojos de una bruja tan poderosa como ella, así que una vez lo sedujo y se acostó con él —Ja, ¿quién diría que al rey le gustaba ser sumiso en la cama? No que yo los hubiese espiado, por supuesto—, lo dejó cual pobre diablo, y también le lanzó un hechizo para que no se acercara a Blancanieves. Esa hija era suya, suya y de sus planes malvados. Desde ese momento la reina Grimhilde controló de manera estricta el crecimiento de a quien no consideraba su hija, sino solo su próximo recipiente. Blancanieves no tenía permitido salir; su rutina diaria se centraba en instructores, largas lecturas de libros gruesos, ejercicio y comida demasiado saludable para su edad. También aprendió a bailar y a cantar porque, según palabras de la bruja (que digo, la reina), todas las mujeres bonitas sabían hacer una de ambas cosas. Sin embargo,

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jamás le enseñó nada relacionado con la magia, quizá porque sabía que Blancanieves tenía el potencial para superarla. Pero esto la niña no lo sabía.

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Blancanieves lo tenía todo: era bella, inteligente, rica y tenía el potencial de ser una bruja extremadamente poderosa. Pero la vida no era tan justa para darle todo sin quitarle nada. La reina Grimhilde no la amaba, no la amaba en lo absoluto. Más bien, creo que detestaba saber que su hija era todo lo que ella no era. Ella, quien había nacido poderosa, pero fea, no podía compararse con alguien nacida auténticamente poderosa y a la vez hermosa. Es que la bruja hasta se relamía al pensar en el día en que pudiera adueñarse de tantas cualidades innatas. A medida que crecía, el único amor que recibía Blancanieves provenía de aquellos que admiraban su belleza, pero la niña sabía que no la querían por su personalidad, sino porque era bella. A diferencia de la bruja, Blancanieves pensaba que no valía la pena ser tan guapa si no podía recibir el amor sincero de nadie, así que obedeció ciegamente a su madre por un largo tiempo, a ver si acaso la bruja con su corazón de hielo era capaz de darle algunas migajas de su amor. Pero eso, por supuesto, nunca sucedió. Sí, sí, a mí también me parece triste. ¿Eh? ¿Qué? ¿Que por qué no intenté ayudar? ¿Acaso no ven, tontitos, que soy un espejo? Años después, la reina Grimhilde empezó a forzar a su hija a beber pócimas de manera constante. Después de cada una, el dolor era tan insoportable que Blancanieves no hacía más que contraerse en cama, incapaz de dormir. En momentos de lucidez se preguntaba qué tipo de líquido contendrían aquellas pociones. ¿Acaso... veneno, que sentía como si la destrozaran por dentro?


Pero no, no se trataba de veneno. Yo sí sabía qué era lo que tanto le hacía beber la reina a su hija. Eran pócimas para que el cuerpo y la mente de Blancanieves maduraran con mayor rapidez. La bruja estaba ansiosa por poseer lo que no era suyo. Sin embargo, con el acelerado crecimiento de Blancanieves llegó la sensatez, y por primera vez en años, la serpiente de la desconfianza se enroscó en su corazón. Sabía, en el fondo, que su madre no la amaba, pero ¿por qué le daba tantas pociones? ¿Cuál era el verdadero propósito detrás de ellas? Con el fin de averiguarlo, Blancanieves le tendió una trampa a la bruja. Le hizo creer que se había bebido lo que ella le daba, pero en realidad había intercambiado los frascos y guardado la sustancia para que la revisara un hechicero que logró contactar en el pueblo. Cuando el hechicero, quien en realidad era un charlatán, probó la pócima, dijo cualquier cosa. «¡Alguien, alguien quiere apoderarse de tu alma!», dijo, moviendo las manos de arriba para abajo como si así pudiera hacer más convincentes sus palabras. Casualmente, el hechicero charlatán no estaba tan alejado de la verdad. Blancanieves le agradeció con un tono solemne, sacó unas cuantas monedas de oro y ante su mirada codiciosa se las puso en la palma. Luego salió del establecimiento con una determinación clara en su mente: ese mismo día escaparía del castillo. Recuerdo que esa fue una de las veces en que, después de tanto tiempo, la bruja por fin se acordó de mí. Yo me hice el ocupado, como si en serio tuviese algo que hacer más que estar en este bendito espejo todo el día. Entonces ella recitó ese ridículo mantra que siempre usaba para llamarme. «Oh, espejito, espejito. ¿Dónde está mi hijita?».

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Yo, sin embargo, no sentí ganas de ayudarla. Contemplar a Blancanieves leyendo libros ya era lo suficientemente tedioso. Un poco de acción no caía mal, así que ni me animé a asomarme a la superficie del espejo. La reina se enfureció. La siguiente vez que habló conmigo me miró con odio y me dijo, siseando: «¡¿Dónde está Blancanieves?!». Cuando me negué otra vez a decírselo, comenzó a insultarme sin control. Me dijo cosas horribles, como que era un «espejo chismoso» y que si no le decía dónde estaba Blancanieves me iba a cambiar por un espejo de segunda mano. Eso fue lo que más me ofendió. ¡Yo no era cualquier espejo comprado en China, yo era un espejo que contenía el alma de una poderosa criatura de la oscuridad! Harto, caí en su juego y le dije dónde se encontraba la dichosa Blancanieves. La bruja, dirigiéndome una sonrisa burlona, llamó entonces al mejor cazador del reino, un antiguo soldado que en realidad era un mujeriego de lo peor, y le dijo que Blancanieves había escapado y que necesitaba que la trajera de vuelta. El hombre se adentró al bosque y buscó a Blancanieves. En el momento en que la encontró, la bruja solicitó — exigió— mis servicios para espiar su conversación. «¿Mi madre me está buscando?», le preguntó Blancanieves. Ya tenía quince años, pero quizá por los efectos de la pócima era mucho más madura que una adolescente promedio. «No puedo regresar… Mi madre, ella planea matarme». Los ojos de la bruja se abrieron como platos. «Pero ¡¿cómo lo supo?!», dijo la reina Grimhilde, y con mi omnipresencia me percaté de que en algún lugar el hechicero charlatán había estornudado, murmurando entre dientes que alguien debía estar hablando de él. Era casi gracioso que un estafador como ese creyera en esas supersticiones.


Resumiendo la historia, Blancanieves le hizo ojitos al cazador, como había visto a su madre hacer antes con otros hombres, y se negó a regresar al castillo. Entonces el cazador, viendo que Blancanieves era tan guapa, no tuvo el corazón para forzarla. «Pero qué inútil», se quejó la bruja frente a mí, con un tic en la ceja. Y decidió que lo mataría una vez regresara. La princesa Blancanieves no tardó en adentrarse cada vez más y más al espeso bosque mágico. Los animales que habitaban allí, quizá reconociendo en ella sus innatas aptitudes mágicas, o tal vez su más que evidente aura de princesa, no se atrevían a atacarla. Pero ese no fue el caso para las criaturas malignas que la reina Grimhilde había enviado en su búsqueda. Ellas la encontraron, la arrinconaron y estuvieron a punto de llevársela, pero en ese instante Blancanieves despertó los poderes, hasta el momento, ocultos en ella, y de su cuerpo explotó una oleada de magia mortífera que descuartizó a las criaturas en segundos. Después de eso, Blancanieves se sentía muy agotada, así que se desmayó. La bruja estuvo a punto de ir a buscar a su hija, pero yo dejé de mostrarle dónde se encontraba. La reina Grimhilde se puso fúrica. Era increíble cómo se exaltaba esta mujer. —¡¿Acaso me estás traicionando?! —gritó. Yo no me dejé amedrentar. Le saqué el dedo medio que no tenía y le dije con un tono ceremonioso: —La magia de Blancanieves ha despertado. Su poder es tan sublime que está bloqueando mi visión de ella. Debo aclarar que todo lo que acabo de decir son idioteces y me las inventé simplemente porque me era más entretenido que Blancanieves tuviese alguna ventaja por encima de su madre. Y la tuvo.

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A los pocos minutos de desmayarse vino a su rescate un joven extremadamente apuesto. Tenía ojos azules que brillaban como gemas, pero su mirar era calmado como un cielo sin nubes. Él me devolvió la mirada. —Si quieres tómame una foto. Te durará más —dijo. ¿Eh? Me lo quedé mirando a través de mi omnipresencia con confusión. Él resopló. —Sí, sí, ya sé que soy guapo, pero no soy solo una cara bonita. Puedo usar magia, para tu información. Entonces el joven expulsó parte de su poder y el cabello se le tiñó de blanco. Yo estaba impresionado. Ser tan habilidoso con la magia blanca que hasta tu pelo se vuelve de ese color cuando la usas… En toda mi existencia jamás había visto algo parecido. El chico procedió a ignorarme y contempló a la hermosa joven que yacía en el suelo del bosque… Luego volteó la mirada y se preparó para irse. Mi sorpresa fue tan grande como la de Blancanieves. Ella, quien fingía dormir para recibir el beso de un total extraño, abrió los ojos, confundida, y miró la figura del hermoso chico que se estaba alejando de ella. —¿Vienes, me ves en problemas, y luego me dejas aquí, sola? —le preguntó Blancanieves, extrañada.


—La verdad no me pareces tan atractiva como para sentir la necesidad de ayudarte —sentenció el misterioso muchacho, mirándola de reojo con sus penetrantes ojos azules. Yo estaba tan pasmado como Blancanieves. —¿Q-qué? —dijo Blancanieves, perpleja—. ¿Me acabas de llamar… fea? —Lo lamento, pero solo me la paran viejitas de más de seiscientos años —respondió el chico con seriedad. Luego volvió a darse la vuelta y se fue. —¡E-espera! —Blancanieves llegó hasta su lado, y quizá porque había herido su ego, le preguntó—: ¿En verdad no me consideras hermosa? Él miró su rostro con atención. —Bah, supongo que no estás tan mal. ¿Tan mal? —¿Tan mal? —Blancanieves frunció el ceño, furiosa—. ¡Pero qué idiota! Entonces Blancanieves se fue echando chispas por otro lado. Él miró cómo se alejaba rascándose la cabeza. —Tu magia es interesante, por cierto —comentó el chico, lo que la detuvo en seco. —¿Magia? ¿Eso era magia? ¿Yo… tengo magia? —inquirió Blancanieves, volteando a mirarlo. —La tienes, solo que había estado dormida dentro de ti —le explicó el chico—. ¿Nunca te diste cuenta?

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—Mi madre no quería que me relacionara con la magia —respondió Blancanieves—, así que nunca le presté atención. —Vaya, pero qué desperdicio —murmuró él.

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—¿Cómo te llamas? —preguntó Blancanieves lo que yo también quería saber. —Mi nombre es Florian —dijo​—. Sí, sí, ya sé, es muy… —Es un nombre demasiado lindo para ti. —Blancanieves infló las mejillas. —¿Eh? ¿Lindo? —preguntó Florian, sorprendido. Bueno, bueno, ya sabemos cómo son las interacciones humanas. Sin pretenderlo, Blancanieves había hecho un cumplido directo a una de las inseguridades de Florian. Él se sintió bien y fue más amable con ella. Ahora ambos se van a casar y… Ah, esperen, eso no va a ocurrir todavía. Florian y Blancanieves hablaron larga y tendidamente de sus problemas personales. Al parecer, Florian era un príncipe de un reino cercano y el heredero al trono, pero a él no le entusiasmaba la idea de cargar con una responsabilidad tan grande como aquella. Quería viajar por el mundo y descubrir cosas nuevas, probar cosas nuevas, comprar cosas innecesarias y exóticas. También había terminado vagando en el bosque porque lo habían estafado tantas veces que ya no tenía dinero para pagar la noche en alguna posada. Blancanieves, por su parte, le relató toda la historia que ya conocen. Luego le dijo que su madre la quería matar, pero que no entendía por qué. —¿Quieres derrotar a tu madre? —le preguntó Florian finalmente.


—Sí, sí quiero —dijo Blancanieves con determinación. —¿Incluso si tienes que matarla? —le volvió a preguntar Florian de manera solemne. —¿Matarla? —Blancanieves abrió los ojos como platos, de repente aturdida por la crudeza de la pregunta—. No puedo hacer eso. Ella sigue siendo mi madre. —A ella no le importa tú que seas su hija. Si no la enfrentas te matará —replicó Florian—. En estos casos, la violencia es siempre la solución. Yo estaba de acuerdo con Florian, pero Blancanieves era demasiado bondadosa y no quería llegar a tales extremos. Solo después de reflexionar por sí misma y discutir un rato con el príncipe, tomó una decisión. —Lo haré —afirmó Blancanieves, con el rostro tenso—, pero primero intentaré hablar con ella. Quizá en el interior solo necesita de alguien que la comprenda. De esta manera, Florian se alió con Blancanieves. En un viaje cargado con música imaginaria de aventura de fondo, ambos se embarcaron en la búsqueda de la verdadera esencia de la magia y del equilibrio de poderes. O sea, querían power ups. Blancanieves, cuya aptitud mágica era más afín a la magia negra que a la blanca por ser hija de la bruja, tuvo que buscar hasta los confines de la tierra para encontrar una manera de contrarrestar sus efectos adversos. Y con buscar hasta los confines de la tierra en realidad me refiero a que un día cualquiera se escabulleron al castillo para hacerme la consulta. Yo no tuve problema en decirles. ¿Qué? No es mi culpa que a la bruja nunca se le haya ocurrido preguntarme. Así, con la información que les había proporcionado, juntos se dedicaron a perfeccionar su magia a la vez que se escondían y escapaban de la bruja, quien hacía todo lo posible por encontrar a Blancanieves. En vano, por supuesto, porque la magia blanca de Florian era tan pura

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que incluso si la bruja me obligaba, yo mismo era incapaz de mostrar mis visiones de ellos en la superficie del espejo.

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Aun así, no era como si él pudiera refrenar mi omnipresencia. En esos años juntos, fui seguidor de primera mano del inesperado romance entre Blancanieves y Florian. Este romance «floreciente» —Ja, ¿lo entendieron?— culminó con un primer beso torpe después de tres largos años de convivir el uno con el otro. Así como suele pasar en los cuentos de hadas, el beso mágico entre la princesa y el príncipe siempre atrae alguna extraña buena suerte donde todas las cosas funcionan a su favor: por esa época la bruja ya no podía refrenar el estado de descomposición de su cuerpo con hechizos temporarios, y como estaba tan preocupada por restaurar su apariencia física, bajó la guardia. Conscientes de esto, Florian y Blancanieves decidieron finalmente confrontarla. Atravesaron la entrada del desolado castillo y la encontraron sentada, regia, con una expresión sombría y absorta, y un espejo en mano, en la descuidada salsa de trono. Blancanieves, como se esperaba, intentó solventar la situación con un discurso cursi que había preparado de antemano, pero el rostro de la bruja, no más verla, se agrietó como una pasa, y se levantó con un estallido de furia. —¡Por no entregar tu cuerpo, ahora ya no seré hermosa! ¡Mírame! ¡Todo es tu culpa! —Y dicho esto, la fachada de madre de la reina Grimhilde cayó por completo. —Madre, ¿por qué me odias? —le preguntó Blancanieves, con los ojos húmedos—. ¿Qué te hice yo? —No me llames así. ¡Tú eres solo un estúpido recipiente que no conoce su lugar!


Blancanieves podía soportar la idea de que su madre quisiera matarla, pero no podía soportar la idea de que nunca la hubiese amado. Después de su rotundo rechazo, se dio cuenta de que Florian y yo — aunque ella no lo supiera— habíamos tenido razón todo este tiempo. Entonces se decidió a luchar a muerte contra su madre; y tuvo lugar una batalla entre Florian y Blancanieves versus la bruja malvada. Sin embargo, con el poder de los primeros la bruja fue aplacada en menos de cinco minutos, lo cual fue bastante anticlimático en mi opinión. Mientras su madre yacía en el suelo, moribunda, Blancanieves no pudo evitar preguntarle por qué había querido matarla con tanto fervor, ya que no había entendido nada de los sin sentidos que le había reclamado antes. La bruja le explicó que en realidad quería apoderarse de su cuerpo y que ella tenía la culpa por haber nacido demasiado hermosa, a lo que la princesa afirmó con una línea cliché de que la belleza estaba en el interior. La bruja rodó los ojos ante esto y falleció, recuperando la apariencia que había tenido hace mucho, mucho tiempo por la ausencia de magia. Cuando Florian vio el cadáver de la bruja en ese estado, sus mejillas se sonrojaron. Blancanieves se percató del bulto que había crecido en el pantalón de él y sus cejas se fruncieron. —Yo… yo te lo había dicho. —Fue la lamentable excusa de Florian. Pero la buena noticia es que la discusión que siguió, originada por el excéntrico fetichismo del príncipe, no les duró mucho tiempo. Blancanieves decidió reunirse con su padre, el rey Magnus, quien ya no estaba bajo los efectos del hechizo de la reina Grimhilde, y le explicó lo que había pasado. También le presentó a Florian, el cual intentó ganarse a su suegro con algún chiste malo que había aprendido por ahí, pero solo terminó fastidiando al rey.

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Una vez estuvieron a solas padre e hija hablaron lo que no habían podido hablar en años, y luego el rey Magnus le insinuó sutilmente que otro príncipe de un reino cercano estaba soltero y disponible. Sin embargo, por alguna razón que hasta yo desconozco, Blancanieves le dijo a su padre que prefería quedarse con Florian. En esa conversación el rey Magnus acordó con su hija que ella, como heredera legítima al trono, sería la reina en un futuro próximo. Luego le dijo que por mucho que Blancanieves hubiese leído libros sobre el exterior ella debía experimentar por sí misma la vida de la gente del común, por lo que le permitió viajar por el mundo junto con Florian mientras el rey Magnus se encargaba de poner en orden otra vez al reino. Lo hicieron de esa manera. Durante los años siguientes Florian y Blancanieves vivieron todo tipo de aventuras juntos, solidificando su vínculo. Luego ambos volvieron a sus respectivos reinos a gobernar y unificaron ambos territorios con un casamiento formal entre ambos. Sé lo que se estarán preguntando, ¿y qué pasó conmigo? Bueno, Blancanieves me limpia unas dos veces por semana y es mucho más agradable que la bruja, así que me siento bien. Lo único malo es que me amenazó con destruirme si volvía a espiarla en el baño mientras hacía el número dos, diciendo que, si alguien preguntaba, «Las rosas como ella no hacían ese tipo de cosas».






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