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Introducción
Frank Báez
A principios de 2021, CLACSO me contactó para que hiciera un libro sobre las historias de las, los y les activistas del VIH en Latinoamérica y sus redes de activismo. Acepté la encomienda con mucho entusiasmo y de inmediato me puse a leer toda la literatura existente sobre el VIH. Además de títulos reconocidos como El sida y sus metáforas de Susan Sontag, Más grandes que el amor de Dominique Lapierre o Loco afán: crónicas de sidario de Pedro Lemebel, consulté una serie de informes, y hasta vi películas y documentales. De ese modo fui comprendiendo lo importante que era que en nuestra región tuviésemos un libro que reuniera las voces, las experiencias y el trabajo del activismo del VIH.
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A esto hay que sumarle que estamos en un momento propicio para ver con mayor perspectiva el fenómeno de esta pandemia: en este 2021 se cumplen los cuarenta años de la primera descripción clínica de casos de lo que se conoció como el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (sida). En 1983, dos años después de dicha descripción que se publicó en un boletín de medicina estadounidense, se identificó al VIH en los laboratorios del Instituto Pasteur de París. Aunque primero se lo denominó Virus Asociado a Linfadenopatía (LAV) y, luego, HTLV-III, tuvieron que pasar unos años para que la Organización Mundial de la Salud (OMS) acordara llamarlo como lo conocemos hoy: Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH).
Todos estos datos son harto conocidos y son característicos de esos años que se conocen como la edad media del VIH. A lo largo de estas cuatro décadas, múltiples organismos calculan que casi 40 millones de personas han fallecido de sida en todo el mundo. Además, de acuerdo con el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/sida (ONUSIDA), unos 38 millones de personas tienen VIH, se infectan cerca de un millón de personas anualmente y fallecen unas 700 mil por año. A esto hay que sumarle que, por primera vez en diez años, se testea una vacuna (Mosaico) contra el VIH, que ya pasó de la fase III. También está la circunstancia de que nos encontramos en medio de otra pandemia, la de la COVID-19.
Definitivamente, la coyuntura es ideal para debatir el tema del VIH y quien mejor que las y los activistas de nuestra región para dilucidar, para contarnos las terribles experiencias de ver morir a parejas y a personas cercanas, para hablarnos de la desesperación, el ostracismo y el terror padecido. Pero también, para que nos cuenten cómo a pesar de los estigmas, del desamparo y de las limitaciones, lograron buscar soluciones, se reunieron, organizaron y crearon un mejor futuro para las nuevas generaciones. Por lo tanto, es imposible escribir sobre el VIH sin acercarse a los movimientos de activistas, a sus redes y a sus organizaciones. Las redes surgieron en los noventa, de manera espontánea, para buscar soluciones ante la pandemia del VIH, para incidir en las políticas de salud de los gobiernos de nuestra región y para dar a conocer una realidad con la que viven 2,1 millones de personas en Latinoamérica. CLACSO me puso en contacto con el Proyecto Alianza de Liderazgo en Positivo y Poblaciones Clave (ALEP y PC)-HIVOS, que aglutina un gran número de redes de la región. Dicho proyecto se compone de seis redes: Comunidad Internacional de Mujeres Positivas (ICW Latina), Movimiento Latinoamericano y del Caribe de Mujeres Positivas (MLCM+), Red Centroamericana de Personas con VIH (REDCA+), Red Latinoamericana y del Caribe de Jóvenes con VIH (J+LAC), Red Latinoamericana de Personas con VIH (REDLA+) y Coalición Internacional para el acceso y preparación de tratamientos (ITPC/LATCA). También, forman parte cuatro redes de
poblaciones clave: GayLatino, una red de personas que trabajan por la respuesta efectiva al VIH y por los derechos de varones gais y bisexuales latinos; la Red Latinoamericana y del Caribe de Personas Trans (RedLacTrans); la Red Latinoamericana de Personas que usan Drogas (LANPUD); y la Plataforma Latinoamericana de Personas que Ejercen el Trabajo Sexual (PLAPERTS).
Trabajé, exclusivamente, con dichas redes y con sus referentes de varios países de la región. El primer paso fue crear un cuestionario para la entrevista, que abordase diferentes cuestiones: su historia de vida (cómo empezaron con VIH, los estigmas y la desinformación sobre la pandemia, el acceso a antirretrovirales), su activismo (cómo se interesaron por el activismo, cómo se establecen las redes, cuáles son las leyes de VIH, cómo es la sucesión generacional) y la relación entre la pandemia del VIH y la pandemia de la COVID -19. Fui muy cuidadoso con el diseño del cuestionario y le pedí a las redes y a las y los activistas que lo revisaran y me enviaran sus opiniones y sus comentarios al respecto. Una vez listo el cuestionario, lo apliqué de una manera inclusiva: consideré el género, los distintos países de la región y las diferentes generaciones.
Las entrevistas empezaron en febrero de 2021 y finalizaron en septiembre de 2021. El grupo de activistas que entrevisté es el siguiente: Mirta Ruiz Díaz (Paraguay), Yari Campos (Panamá), Benita Ramírez (Honduras), Letis Hernández (Honduras), Fernando Chujutalli Córdova (Perú), David González (Ecuador), Dionicio Ibarra (México), Verónica Russo (Argentina), Marcela Romero (Argentina), Matías Marín (Chile), Carlos Ibarra (México), Estela Carrizo (Argentina), Guiselly Flores (Perú) y Anthony Guerrero (Ecuador).
Dadas las restricciones relacionadas con la pandemia por la COVID-19 era impensable viajar a entrevistar a las y los activistas, así que se hicieron a través de Zoom, la plataforma de video conferencia que en estos dos últimos años se ha vuelto símbolo del trabajo remoto. Por medio de la pantalla conversamos, aproximadamente, durante dos horas. Igualmente, hubo entrevistas que debimos repetir para abordar alguna pregunta que había faltado. Cada uno y cada una contaba con
un estilo particular: había quien tendía a lo anecdótico, a lo discursivo o a lo expositivo. También hubo mezclas de emociones: saltaban a relucir la rabia, las impotencias y las experiencias dolorosas y desesperantes, aunque eso sí, muchas eran relatadas con humor, con naturalidad y con elementos cotidianos. Por ejemplo, la activista panameña Yari Campos me contó que cuando ella y su marido fueron diagnosticados, lo primero que pensaron fue en hacerse un retrato familiar para que su hijo los pudiese recordar. “Tienes que poner buena cara —le decía Yaris a su marido—, que esta va a ser la última foto, seguramente, para que le quede al niño una buena foto de los papás”. También recuerdo a la activista hondureña Letis Hernández, que tenía miedo de transmitirle el virus a su familia y que me explicó que terminó botando a la basura muchos pollos. Cuando le pregunté la razón, me respondió: “Porque a veces uno se corta cuando está partiendo pollo. Al sentirme una cortadita, botaba la comida. Por el miedo. Entonces, si sentía que me pasaba algo y había sangre, me deshacía de lo que fuera”. Podría mencionar un montón de anécdotas más, pero estas dos sirven para dar a entender el tono de las entrevistas.
Durante el proceso de desgrabación comencé a preguntarme sobre la estructura del libro: ¿cómo iba a contar estos testimonios?, ¿haría un reportaje en tercera persona parafraseando las entrevistas o las citaría de tanto en tanto? A medida que oía las grabaciones y que me topaba con algunos testimonios desgarradores, recordaba unos versos del poeta alemán Hans Magnus Enzensberger que forman parte del poema “Nuevos motivos por los que los poetas mienten”, que dicen:
Porque de hecho es otro, siempre otro, el que habla, y porque aquel de quien se habla calla.
Comprendí, entonces, que las y los activistas debían contar su historia en primera persona, sin ningún intermediario. No me necesitaban en el texto. Lo que debía hacer era desaparecer tras bambalinas
y dejar que ellas y ellos presentasen sus testimonios en monólogos. Mi trabajo consistió en lograr que esos monólogos resultaran atractivos y estimulantes. Así que los leí muchas veces para darles fluidez, para descubrir su prosodia y su música primordial. Transformar lo oral en escrito resulta toda una hazaña. Cuando conversamos nos expresamos con gestos, pestañeamos, movemos la cabeza o hacemos ademanes de cualquier tipo; son formas de comunicación imposibles de trasladar al papel. Por lo tanto, para que no se perdieran o confundieran las ideas o las anécdotas, tuve que editar el texto al máximo, corregir la sintaxis, eliminar pasajes completos, cortar párrafos innecesarios, repeticiones y obviedades; cambiar de posición oraciones y párrafos. Todo esto lo hice con mucho esmero y respetando sus modos de expresarse, sus opiniones, sus particularidades y su lenguaje. Inmediatamente edité las entrevistas, se las envíe para que las comentaran y corrigieran cualquier error. A modo de presentación, redacté una pequeña biografía para cada testimonio, cuyo fin es familiarizar al público lector con cada activista.
Tejiendo redes: el VIH visto a través de 14 activistas de Latinoamérica es un libro coral, un carrusel de anécdotas, historias, opiniones y análisis sobre una de las grandes pandemias de nuestro tiempo. Sin embargo, como un libro no basta para agotar la historia de las redes de activistas, que es bien extensa y compleja, espero que este volumen sea el primero de muchos.
Quiero agradecer a CLACSO (especialmente a Nicolás Arata y Camila Downar), al Proyecto ALEP y PC-HIVOS (especialmente a Andreína Quirós Vásquez) y, sobre todo, a ese conglomerado de activistas que fueron tan amables y pacientes conmigo, por la oportunidad de permitirme adentrarme en este tema tan complejo y duro y al mismo tiempo fascinante y alentador. Debo añadir que conocerles me ha enriquecido, me ha entusiasmado y me ha demostrado que existen personas con una enorme generosidad que velan por que el mundo sea un lugar digno y decente. Espero que el público descubra la enseñanza de vida y de moral que hay detrás de cada testimonio.