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Pandemia y literatura Bernardo Marcellin
De PInta a Ventoquipa
Pandemia y literatura
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Bernardo Marcellin
En estos tiempos de pandemia se ha vuelto un lugar común evocar obras como el Decamerón, de Giovanni Boccaccio (1313-1375), o bien la novela La peste, de Albert Camus (1913-1960). Pero también resulta inevitable contrastar nuestra realidad actual, donde la tecnología ha ido invadiendo todos los ámbitos de la vida, donde las telecomunicaciones y los aparatos electrónicos gobiernan nuestra existencia, dándonos la impresión de que el mundo entero se encuentra a nuestro alcance y que no existe problema que no pueda ser resuelto por medio de un correo electrónico o un mensaje de WhatsApp, con un acontecimiento que parece provenir de los siglos más oscuros y remotos.
Más que originarse en Wuhan, el covid-19 parece haber viajado a través del tiempo, como uno de esos seres que rigen las narraciones de Lovecraft, un invisible horror de Dunwich o una sombra más allá del tiempo que trajo consigo al siglo XXI un pánico que más bien correspondería a la Edad Media.
En realidad, las epidemias han sido una constante a lo largo de la historia, sólo que nuestra época, tan saturada de inventos, de grandes avances médicos y con un ritmo tan vertiginoso de vida, parece sorprenderse cuando esa naturaleza, que parecía estar ya completamente domada por las máquinas, nos da muestras su poderío de forma repentina. Si bien los huracanes y los terremotos son mensajes recurrentes y los accidentes o las enfermedades crónico-degenerativas vienen a recordarle a los soberbios hombres contemporáneos que son mortales, estos acontecimientos tienden a difuminarse dentro de nuestra memoria mientras luchamos a diario contra el tráfico, atendemos llamadas urgentes, hacemos cálculos para determinar si nos conviene o no endeudarnos un poco más con tal de adquirir el nuevo gadget de moda.
Pero el fenómeno de las epidemias, que parece más propio de edades pretéritas, cuando prevalecía la ignorancia y la medicina no terminaba de diferenciarse de la magia, ha seguido presentándose a lo largo de los siglos. Los conquistadores españoles trajeron a América la viruela, que aniquiló a la mayoría de los habitantes autóctonos en unas cuantas décadas, la peste asoló la ciudad de Londres en 1665, más recientemente la fiebre española, que comenzó al tiempo de los últimos combates de la Primera Guerra Mundial, resultó más mortífera que el conflicto bélico, causando entre cincuenta y cien millones de muertes, contándose entre sus víctimas más conocidas al poeta Guillaume Apollinaire (1880-1918) y al sociólogo Max Weber (1864-1920).
Ya desde la Antigüedad, la gente buscaba comprender cuáles eran las causas de su desgracia, como podemos verlo en la tragedia Edipo Rey, de Sófocles (496-406 a. C.), cuando la peste azotaba la ciudad de Tebas. Se consideraba que la enfermedad sólo podía provenir de los dioses, que debían estar disgustados con los hombres por alguna falta grave. Edipo, monarca justo, decidió llevar a cabo las investigaciones para determinar quién asesinó al rey Layo, su predecesor, en lo que muchos han querido ver la primera trama policiaca de la historia. Al final, con la intervención del adivino ciego Tiresias, se descubrió que el mismo Edipo era el culpable de la muerte de su progenitor además de haber desposado a su madre. Para expiar su falta y salvar a la ciudad de la peste, el desventurado héroe tuvo que reventarse los ojos, dejar el trono y exilarse.
Las epidemias fueron una constante en aquellos siglos, tanto en el ámbito griego, como la peste que se vivió en Atenas a principios de la Guerra del Peloponeso, en el siglo V a. C, y durante la cual murió Pericles, como en varios de los textos bíblicos. Para los israelitas, lo mismo que para los habitantes de la Tebas de Edipo, estos flagelos se originaban en la ira de Yahveh.
La llamada peste de San Cipriano, que afectó al imperio romano a mediados del siglo III, debe su nombre al obispo de este nombre, quien abordó la angustia de la población en su texto De la mortandad. En realidad, San Cipriano (200-258 d.C.), uno de los Padres de la Iglesia, no nos proporciona una descripción de la epidemia, por lo que no es posible conocer de qué enfermedad se trataba. Escribió una especie de sermón para sus feligreses de la ciudad de Cartago, quienes ya conocían de sobra el mal que estaban padeciendo, para responder a las interrogantes que le planteaban, en especial la pregunta de por qué, si Dios estaba con los cristianos, ellos estaban muriendo a una tasa semejante a la de los paganos. La respuesta del obispo no ofrecería consolación para alguien que no tuviera una fe sólida: los cristianos no se diferencian de los demás en cuanto al cuerpo, sino sólo en cuanto al espíritu. No debían, por lo tanto, esperar una intervención divina que los protegiera en lo físico a ellos de preferencia sobre los demás habitantes de Cartago. Lo que sigue es una invitación a vivir la prueba que se les presenta con entereza y confianza en Dios: no se les promete una larga vida en la tierra, sino la salvación y la vida eterna. Es más, San Cipriano aborda aquí uno de los temas de reflexión más recurrentes de la Iglesia del norte de África en aquella época: el martirio, tema desarrollado en otro de sus textos más importantes, titulado evocadoramente: Exhortación al martirio. En ninguno de los dos casos se trata de buscar de forma activa morir por la fe a manos de los enemigos de Dios, lo que sería caer en la herejía de los donatistas, pero sí de asumir la muerte, cuando se presente, como un sacrificio en honor de Jesucristo. Señalemos de pasada que San Cipriano, siguiendo su propia exhortación, fue efectivamente martirizado pocos años después.
En el siglo XXI quizás ya no culpemos a las divinidades por la pandemia, pero sí nos preguntamos si no estamos recibiendo un castigo por haber perturbado a otra fuerza superior al ser humano: la naturaleza. Se ha planteado la hipótesis de que la mutación del coronavirus pueda ser consecuencia del cambio climático o del daño que se está haciendo a la ecología.
En el siglo VI, gran parte de Asia, Europa y África sufrieron a su vez por la peste de Justiniano, del nombre del emperador bizantino entonces reinante y quien, por cierto, fue uno de los contagiados, aunque logró sobrevivir; esta epidemia costó la vida a millones de personas, incluyendo al papa Pelagio II. El historiador Procopio de Cesarea (500-560 d.C.), hombre dispuesto a adular al gobernante mientras gozó de su favor y que lo llenó de oprobio así como a su esposa, la emperatriz Teodora, cuando perdió toda influencia en la corte, describe esta epidemia, posiblemente de peste bubónica, en su Historia de las Guerras, incluyendo escenas muy familiares para nosotros como ciudades enteras en confinamiento y el colapso de la actividad económica. El caso de Justiniano muestra que no hay hombre, por poderoso que sea, que se encuentre a buen resguardo de una enfermedad como esta, ya sea el gobernante que pretendió recuperar para el imperio romano los territorios perdidos en Occidente durante las Grandes Invasiones, o bien un Boris Johnson, Primer Ministro de Inglaterra, quien minimizó la pandemia del coronavirus hasta que contrajo la enfermedad y tuvo que pasar varios días en el área de terapia intensiva.
Esto no quiere decir que las epidemias afecten de igual manera a todas las clases sociales. No es exclusivo del covid-19 el que los más pobres, los que viven hacinados, resulten ser los más vulnerables. En la Edad Media, los diez amigos que nos presenta Boccaccio tienen la posibilidad de escapar de Florencia y, en una agradable propiedad campestre, entretenerse contándose historias a partir de temas preestablecidos. Es claro que tenían conciencia de lo que estaba ocurriendo en la ciudad –de hecho en el prefacio del libro se hace una vívida descripción de la epidemia–, pero no dudan en sacar provecho de su privilegiada posición social para ponerse a resguardo. Es un caso similar al de los hombres del siglo XXI que, confinados en casa, buscan la forma de sobrellevar su aislamiento de la manera más agradable posible, tal vez no contándose cuentos, pero sí viendo la televisión, oyendo música, o enviándose mensajes a través de las redes sociales.
Algo parecido podría decirse del cuento de Edgar Allan Poe (1809-1849), La máscara de la muerte roja. Durante una epidemia en su reino, el príncipe Próspero y su corte se refugian en una abadía, esperando a que pase el peligro, desentendiéndose de la suerte del pueblo. Pasados seis meses, como el encierro los está aburriendo, el príncipe decide organizar un baile de disfraces. Así, mientras la gente muere en la calle sin esperanza de recibir asistencia, los nobles se divierten, gozando de sus privilegios. Aunque en este punto la historia deja de parecerse al Decamerón y el final recuerda más bien el caso de Justiniano: nadie puede asegurar que se librará de la epidemia. En medio de la fiesta, aparece un desconocido disfrazado como el cadáver de una persona fallecida a causa de la muerte roja: se trata en la realidad de la enfermedad misma que logró colarse al palacio, sin que se sepa cómo, para contagiarlos a todos. Poe no se equivocó al hacer de la crónica de una epidemia en un relato de terror.
En algunos casos, el escritor utiliza estas calamidades como episodios de alguna novela, buscando reforzar lo que quiere probar, como por ejemplo la descripción de la peste de Milán durante el siglo XVII en Los novios, de Alessandro Manzoni (1785-1873). Este acontecimiento es, en
realidad, parte de la tesis general de la obra. En el siglo XIX, Italia soñaba con la unificación política y uno de los obstáculos principales era el Imperio austriaco, que dominaba el norte de la región, incluyendo Milán. El virrey encargado del gobierno del reino lombardo-veneciano era, por cierto, el hermano del monarca, Maximiliano de Habsburgo, quien sería después fugazmente emperador de México. Debido a la censura, resultaba difícil que se publicase un libro que llamara a la unidad de los italianos y a rebelarse en contra del opresor extranjero. Manzoni disfrazó sus intenciones escribiendo una novela que relata las desventuras de dos enamorados durante el siglo XVII. Durante las doscientas primeras páginas, el lector puede creer que se trata de un relato inocuo desde el punto de vista político, pero entonces la narración da un giro y, de las escenas campiranas y las intrigas perpetradas por señores feudales, se pasa a la vida febril de la ciudad de Milán. Se pinta el cuadro de un gobierno ineficaz que además tiraniza a los habitantes. La epidemia de peste que brotó en esos días se agrava debido a la incapacidad de las autoridades para tomar las medidas adecuadas. Todo esto podía parecer carente de interés a los austriacos a no ser por un pequeño detalle: en el siglo XVII, Milán era una posesión española. ¿Qué dinastía gobernaba entonces España? Los Habsburgo. ¿Y quién dirigía los destinos de Austria y oprimía a los italianos en el siglo XIX? Los Habsburgo. De esta forma, el lector de la época no tenía dificultades para comprender el verdadero mensaje del libro. La epidemia de peste descrita en estas páginas puede servir de ejemplo de lo que sucede cuando un gobierno despótico tiene que enfrentar una catástrofe, sin preocuparse por sus habitantes.
La peste de Marsella de 1720 ilustra una situación parecida. Se sabía que en cierto barco venían las personas infectadas, pero las autoridades del puerto se mostraron negligentes y no aplicaron los protocolos sanitarios previstos. No se puso en cuarentena al buque y se permitió que los marselleses convivieran con los pasajeros y la tripulación, con lo que se propagó la enfermedad por toda la región, acontecimiento rememorado por Antonin Artaud (1896-1948) en El teatro y su doble, donde compara el arte dramático, delirante y contagioso, con una epidemia. En esta obra donde expone su teoría del teatro de la crueldad, Artaud afirma que el actor sobre la escena debe sufrir como un reo condenado a morir por las llamas, en una forma muy característica de este autor de identificar el teatro con la vida en su totalidad.
Una de las epidemias mejor documentadas de la historia es la peste que azotó Londres en 1665 y el texto más conocido al respecto es El diario del año de la peste, de Daniel Defoe (1660-1731), el autor de Robinson Crusoe. En este libro Defoe realiza una crónica de los acontecimientos, cómo la enfermedad se fue extendiendo poco a poco a partir de la zona occidental de la ciudad, sin que hubiera una fuerza capaz de contenerla, una secuencia que recuerda, a nivel de una ciudad, la expansión del covid-19 a través del mundo. De hecho, en esa ocasión se dieron casos de contagiados asintomáticos que contribuyeron a propagar inconscientemente el mal. Antes de que se declarara la epidemia hubo muchos presagios y hasta se avistó un cometa. Mientras algunos dudaban de la ayuda de Dios, otros aseguraban que la influencia de la constelación del Can Mayor agravaba la tragedia. Las autoridades de la ciudad, aunque con pocos recursos, tomaron medidas que ayudaron a mitigar el problema, mientras que la corte, de forma similar al cuento de Poe, prefirió aislarse y esperar a que pasara el peligro. Como en
otros casos similares, el comercio de Inglaterra, tanto el interior como el exterior, se desplomaron como consecuencia del encierro y del temor a la transmisión de la enfermedad a través de las personas o de las mercancías. Finalmente, como un recordatorio de que las calamidades no vienen solas, al año siguiente, la ciudad de Londres fue arrasada por un gigantesco incendio.
En el Diario del año de la peste se subraya el aspecto de la humillación que agobia a quienes se han contagiado, el rechazo social y la vergüenza que puede llegar al odio en contra de quienes no han sido infectados. Así, hombres enfermos de peste buscaron de forma intencional contagiar a otros, como una venganza en contra del desprecio, del sentimiento de vejación que padecían, un caso que se ha repetido a lo largo de los siglos, como en las últimas décadas con algunos enfermos de sida. Tanto en el caso de la peste como en el del sida, algunos enfermos, viendo la muerte de cerca, rechazados por su entorno, en su rencor deciden llevarse consigo a alguien más.
La epidemia de Londres inspiró asimismo al poeta ruso Alejandro Pushkin (1799-1837), quien escribió al respecto una de sus “pequeñas tragedias”: Una fiesta en tiempos de la peste. A partir de esta pieza en un acto, el músico César Cui (1835-1918) compuso posteriormente una ópera de mismo título. Nos encontramos con una situación que se repite constantemente durante la actual pandemia: la gente que está harta del encierro, del miedo a la enfermedad y que, dejando de lado toda prudencia, busca en la diversión un escape, aunque sea temporal, a una situación que se ha tornado insoportable. El momento culminante de la ópera es el himno a la peste, entonado por uno de los asistentes a la fiesta y que sirve para glorificar a la enfermedad como si se tratara de un gran conquistador. Posteriormente aparece un pastor que les reprocha que se dediquen a celebrar en vez de preocuparse por la salvación de su alma. Pero nadie le hace caso y, tras alejarlo, siguen divirtiéndose y disfrutando del banquete, un sentimiento parecido al que anima a quienes en la actualidad organizan fiestas en contra de todas las recomendaciones.
La imprudencia, de hecho, se ha presentado en todas las épocas y no es exclusiva de gente frívola, ignorante o inconsciente como Boris Johnson. El filósofo Jorge Guillermo Federico Hegel (17701831) falleció durante una epidemia de cólera. Si bien es cierto que salió de Berlín al empezar la enfermedad, decidió volver demasiado pronto, sólo para encontrarse con la muerte. Un caso parecido sería el del compositor Tchaikovsky (1840-1893), muerto también de cólera. Oficialmente murió después de consumir un vaso de agua en un restaurante sin saber que estaba contaminada, aunque según una versión que ha adquirido popularidad en los últimos años, se suicidó y sabía que contraería la enfermedad al beber esa agua, con lo que se conservaban las formas de una muerte natural.
El siglo XX produjo la obra que más se ha comentado en las actuales circunstancias: la novela La peste, de Albert Camus, donde se muestran las diferentes actitudes que los hombres pueden adquirir ante este tipo de circunstancias, en especial la solidaridad entre las personas, un tema que contrasta con la visión dominante en la producción de este escritor: la del absurdo de la existencia. Para no repetir lo que ya se ha dicho al
respecto en los medios, vale la pena enfocarse en uno de los personajes, Joseph Grand, escritor frustrado que es a la vez un simple burócrata con un trabajo rutinario que le parece insignificante dada la magnitud de los problemas que aquejan la ciudad. Decidido a actuar por el bien de los demás, acude ante el doctor Rieux, quien es el que coordina los esfuerzos contra la epidemia, y le ofrece apoyarlo cuidando enfermos. Pero la respuesta que recibe es totalmente sorpresiva: lo mejor que puede hacer para ayudar es seguir haciendo su trabajo de forma honesta. Si en medio de la calamidad, los servicios dejaran de funcionar, eso se sumaría al caos que se va implantando en la vida de la gente. Le pide pues que regrese a su escritorio y siga poniendo sellos en las hojas de papel que le lleven. Si al terminar el día siente que aún tiene fuerzas para atender a los enfermos, será bienvenido. Es una forma extraña de heroísmo, pero es la misma que millones de personas en el mundo han realizado, muchas veces sin tener conciencia de ello, al seguir trabajando pese a la pandemia, ya sea en las ventanillas de las oficinas del gobierno, en las sucursales bancarias, en los supermercados, operando el sistema eléctrico o el transporte público.
Este tipo de desgracias adquiere así un carácter atemporal y puede servir como pretexto literario para emprender una reflexión sobre la condición humana en general. Tal es el caso del Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago (1922-2010), o de la peste del insomnio que padecen los habitantes de Macondo en Cien años de soledad, en tanto que en El amor en los tiempos del cólera, también de Gabriel García Márquez (1927-2014), la enfermedad aparece más bien como el marco de referencia en medio del cual se desarrolla la acción de la novela. Las epidemias nos han mostrado a lo largo de los siglos que son parte integrante de la vida humana. Aunque parezcan una realidad de tiempos pretéritos, siguen presentándose con regularidad y, lo que es más, las obras literarias nos muestran que las actitudes de los hombres hacia ellas han cambiado poco o nada. Las fake news no son nada nuevo. En el siglo XIV corría el rumor de que los judíos habían envenenado los pozos para acabar con los cristianos, en el siglo XX, se decía que el sida sólo afectaba a los homosexuales o que era un virus creado de forma intencional en un laboratorio, algo que también se ha rumorado en el siglo XXI acerca del covid-19, actitudes y rumores sólo reflejan nuestra impotencia ante este tipo de flagelos.
Interrogantes, temor generalizado, atribución de la tragedia a fuerzas superiores, impotencia ante la propagación de la enfermedad, confinamientos, colapso económico, impacto diferenciado según la clase social, intentos por evadirse de la angustia y del aburrimiento provocado por el encierro, actitudes heroicas, acciones irresponsables, decisiones desacertadas de los gobiernos, falsos rumores, búsqueda de culpables con quien desquitarse, las mismas reacciones se repiten una y otra vez frente a las epidemias y nos muestran que los hombres no hemos cambiado a lo largo de más de dos milenios. Así que, cuando en el futuro surja otra pandemia, ya tenemos idea de cómo vamos a reaccionar.
¿Vos sos feliz?
José Iván Dávalos Saravia
Le damos la bienvenida en este número a José Iván Dávalos Saravia, que ha compartido con nosotros su Resumé, y reproducimos a continuación previo a su estupenda narración de una vivencia personal. Nacido en La Paz, Bolivia; Ingeniero civil con una maestría en consolidación de la paz; ocupa el cargo de Jefe de Misión de la OIM en Quito - Ecuador, desde mayo de 2019. Entre enero de 2012 y abril de 2019, ocupó el cargo de Jefe de Misión de la OIM en Lima - Perú. Entre 2010 y 2011 fue Jefe de Operaciones con funciones de Jefe de Misión adjunto de la OIM en Afganistán, donde trabajó anteriormente desde 2009, como Oficial a Cargo (i). Entre 2006 y 2008, sirvió al servicio diplomático de su país; El Estado Plurinacional de Bolivia, como Primer Secretario de la Embajada ante la Casa Blanca en Washington DC, Estados Unidos. En 2006 se desempeñó como Jefe de Misión en la oficina de la OIM en Luanda, Angola. En los años 2002 a 2005 se desempeñó como oficial de la OIM, como experto para la conversión militar de fuerzas no convencionales y la reintegración de excombatientes a la vida civil en diferentes misiones de la OIM en Guinea-Bissau, Croacia, Haití, Colombia y Angola. En los años 1999 a 2002 se desempeñó como Jefe de Misión de la oficina de la OIM en Nicaragua. Entre 1997 y 1998 se desempeñó como oficial administrativo del Programa de Desminado de América Central de la Organización de Estados Americanos (OEA) – Nicaragua, formando parte además de diferentes equipos gerenciales dentro de las misiones de observación electoral (MOE), de la OEA en Paraguay, Colombia, Ecuador y Nicaragua. En el año 1997 dicta clases en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Católica de Nicaragua (UNICA), Managua, Nicaragua. Entre 1995 y 1997 se trasladó a Angola, África subsahariana, con la ONU DPKO y la ONU DHA (ex OCHA), como experto en desmovilización y reintegración de excombatientes. Entre 1993 y 1995 fue coordinador adjunto del programa de infraestructura y vivienda sociales dentro de la Comisión Internacional de Apoyo y Verificación de la OEA en Nicaragua. (CIAV/OEA). Entre 1990 y 1992 fue profesor en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI) en Managua, Nicaragua. Entre 1988 y 1990 trabajó como experto en mantenimiento de carreteras y planificación urbana en el Municipio de Managua, Nicaragua. En los años 2012 a 2013, obtuvo una maestría en artes y consolidación de paz del Centro para Estudios de Paz y Reconciliación (CPRS) en la Universidad de Coventry, Reino Unido.