23 minute read
Cuentos contados a Tevye David Lehman
Cuentos contados a Tevye
David Lehman, trad. de Pedro Flores
Advertisement
Agosto 6, 2020
In memoriam Rabbi Aharon Eliezer Ceitlin, 1953-2015
1. UN MILAGRO Reb Lev contó la historia de Purim , cuando se supone que debes estar tan borracho que no puedes distinguir el héroe del villano en el Libro de Esther. “La oración”, dijo, “es la dulzura de la vida, y poder orar, aun cuando te hayan arrestado solo con la ropa que traes a la espalda y te pongan en un calabozo en la antigua Unión Soviética, cerca de Minsk, es un milagro. “En la cárcel había matones, la peor escoria, judíos entre ellos que habían renunciado al estudio de la Torá y se habían apartado del camino de los justos. En una esquina me paré. Era Yom Kipur, el más sagrado de los días. De memoria recé el Kol Nidre por la noche y Sacharis por la mañana, pero tropecé en la oración de Musaf que dice que todos los hombres son verdaderos creyentes. Miré alrededor y pensé, seguramente estos matones y maleantes no son verdaderos creyentes. Desde allí nos enviaron al campo de concentración de Vorkutlag, a cien millas por encima del Círculo Polar Ártico en el este. Me paré con mi chal de oración, cerré mis ojos y me mecí con suavidad hacia adelante y para atrás, rezando, cuando un hombre extraño, un uzbeko gigante con un gran bigote y rostro arrugado, se me acercó y dijo: ‘Reb Lev, estás orando, ¿no es así?’ ¿Cómo supo que yo estaba orando? Pero lo sabía, y sabía que mi nombre era Lev. ¿Quién era él? “’Reb Leb’, dijo ‘yo también soy judío nombrado por nuestro patriarca Avraham, pero criado en un estado comunista, y no sé hablar hebreo excepto lo que me enseñó mi abuelo: el Modeh Ani . Y aquí es Yom Kippur y debo ayunar. ¿Puedo orar contigo? Aquí hizo una pausa para beber un sorbo de vino rojo rubí Covenant Neshama Proprietary Red (OU Kosher), mientras que otros bebimos el Barkan Pinot Noir o el Chardonnay de la misma bodega. “¿Quieres saber cómo oró? Oró diciendo el Modeh Ani una vez y luego dos veces y una vez más en un murmullo constante. “Y allí, entre los delincuentes, los matones y los gánsteres oré y comprendí por primera vez la oración de Musaf. Todos los hombres son verdaderos creyentes, las mujeres también, y son merecedores de las bendiciones del Señor. “Y, por lo tanto, cada mañana, al despertar, pienso en ese bendito patán uzbeko cuando digo el Modeh Ani y doy gracias al Rey vivo y eterno, quien misericordiosamente ha restaurado mi alma dentro de mí”.
2. LOS TRES RABINOS Se pidió a los tres rabinos que resumieran el judaísmo en una sola frase o versículo bíblico. El rabino Baruch eligió la primera frase del Génesis: “En el principio Dios creó los cielos y la tierra”. Y la gente pensó: sí, eso debe ser correcto. Dios es el creador de todas las cosas. Reconocer a Hashem es el primer mandamiento. El ilustre Ben Zoma eligió el Sh’ma—“Escucha, oh Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es Uno—porque eso es lo que los mártires pronunciaron en el último momento. Fue lo que dijo el rabino Akiva cuando fue torturado. Fue lo que dijo Jacob al conocer a su hijo
José después de muchos años. Y la gente pensó, ciertamente, esa es la respuesta correcta. Y consideraron los precedentes que Ben Zoma citó con sabiduría. Luego fue el turno de Vilna Gaon. Dijo que los otros habían hablado bien pero que la verdadera respuesta era esta: el mandamiento de traer al templo dos corderos cada día como ofrenda al Señor, uno por la mañana y otro por la tarde. El efecto de esta declaración fue inmediato. Los otros dos rabinos se pusieron de pie y declararon que Vilna Gaon tenía razón y había ganado la competencia. La decisión unánime fue aplaudida por todos los asistentes.
3. UN LEVANTAMIENTO EN ODESSA El rabino Biegeleisen explicó que resumir el judaísmo en una sola frase era una tontería. Era, dijo, “como suponer que podías dominar el Talmud mientras te sostienes sobre un solo pie. Era un acto de descaro, de falta de respeto. “Sin embargo”, dijo el rabino Beigeleisen, “Vilna Gaon tomó en serio a quien le formuló la pregunta. Para tal interrogador, falto de tacto o seriedad, o tal vez demasiado joven para conocer mejor, la afirmación de Dios como creador, el único Señor de Israel, no fuese suficiente. Esa era la parte fácil. El mandato de traer al templo dos corderos cada día como ofrenda al Señor, uno en la mañana y otro en la tarde, señala lo que se requiere. Un sacrificio, diario, dos veces al día”. El rabino Biegeleise era el más venerado de todos los rabinos en Vysotsk. Aunque reacio a interrumpir su rutina diaria, que era tan famosamente rígida como la de Emanuel Kant, se dirigió a Odessa cuando le llegó la noticia del levantamiento contra el nuevo rabino de allí, el rabino Simcha, quien era considerado demasiado estricto al exigir la observancia de todas las festividades principales y los días de ayuno. Cuando el rabino Biegeleisen habló en la sinagoga de Odessa, los asistentes se mostraron escépticos, pero él se los ganó. Argumentó que las políticas del rabino SImcha eran de hecho estrictas—tal vez demasiado estrictas. Después de todo, dijo a los feligreses, miren todas las demás obligaciones de sus vidas. ¿Cómo se podría esperar que dividan el día en tres partes, para poder hacer las oraciones de la mañana, la tarde y la noche? A los feligreses les gustó lo que escucharon. Luego, les dijo que tenía que terminar su charla por ese día, pero continuaría al día siguiente. Esta vez se ocuparon todos los asientos de la sinagoga. Incluso había una fila para entrar. Y fue ahora que el rabino Biegeleisen dio marcha atrás, repudiando todo lo que había insinuado el día anterior, y dijo que no se debía dudar de nuestros sabios. Y a pesar de que el rabino Simcha tenía el pelo y la barba blancos y que le hacían ver como un hombre de setenta años aun cuando sólo tenía treintainueve, ¡aun así, era un sabio! ¡Un sabio! Había sacrificado dos ovejas al Señor cada día del año. Cuando dijo el Modeh Ani, salvó a los millones por los que habló. Esto sucedió en el mes de Elul , pocas semanas antes de Rosh Hashanah. El rabino Biegeleisen mostró un shofar . ¿Por qué”, tronó, “está torcido el shofar?” Nadie dijo una palabra. “Para enseñarnos humildad”, dijo el rabino Biegeleisen. No había un solo ojo seco cuando terminó. Los feligreses salieron del templo y se dirigieron a la casa donde vivía el rabino Simcha. Desde la ventana él los vio venir y se preguntó si habían venido a lincharlo. “Por favor, perdónanos”, dijo el que se había autoproclamado como vocero del grupo. Y el rabino Simcha los perdonó. Y pasaron meses antes de la siguiente rebelión popular.
David Lehman ha contribuido con poemas a The New Yorker desde 1990. Sus libros más recientes son "Cien autobiografías: una memoria" y "Lista de reproducción: un poema".
El reino que fracasó
Haruki Murakami, trad. de Pedro Flores
Agosto 13, 2020
Detrás del reino que fracasó corría un pequeño y agradable río. Era una hermosa corriente de agua limpia en la que vivían muchos peces que se alimentaban de las hierbas que allí crecían. Por supuesto a los peces no les importaba si el reino había fracasado o no. Si había sido un reino o una república les tenía sin cuidado. No votaban ni pagaban impuestos. No nos interesa, pensaban. Me enjuagué los pies en el arroyo. El corto tiempo en el que los tuve dentro del agua helada los puso rojos. Desde el arroyo se podían ver las murallas y la torre del castillo del reino que fracasó. La bandera bicolor aún ondeaba desde la torre, flotando en la brisa. Todo el que pasara por las riberas del río podría ver la bandera y decir, “Mira, es la bandera del reino que fracasó”. Q y yo somos amigos —o debiera decir, fuimos amigos en la universidad. Hará más de diez años que los dos no hacemos nada de lo que hacen los amigos. Es por eso que empleo el tiempo pasado. Sin embargo, éramos amigos. Siempre que trato de describir a Q—describirlo como persona—me siento incapaz. Nunca he sido bueno para explicar lo que sea, pero, aun tomando en cuenta eso, es un reto especial tratar de describir a Q a alguien. Y cuando lo intento, me aplasta un profundo sentimiento de frustración. Déjenme explicarlo tan sencillo como pueda. Q y yo tenemos la misma edad, pero él es quinientas setenta veces más guapo. También tiene una personalidad muy agradable. No es agresivo ni presumido y nunca se enoja si por accidente alguien le causa un problema. “Oh, bueno”, dirá él, “yo he hecho lo mismo”. Pero, en realidad, no he escuchado que él causara un mal a nadie. También tenía una buena educación. Su padre era un doctor que poseía su propia clínica en la isla de Shikoku lo cual hacía que Q siempre contara con dinero. No es que fuera muy notable por eso. Vestía de manera apropiada y también era un atleta destacado, había jugado tenis en torneos interescolares en la universidad. Disfrutaba nadar y frecuentaba la alberca al menos dos veces por semana. En política era un liberal moderado. Sus calificaciones, si bien no sobresalientes, eran al menos buenas. Casi nunca estudiaba para los exámenes, pero nunca reprobó un curso. Más bien, escuchaba con atención las clases. Era sorprendentemente talentoso en el piano y tenía una buena colección de discos de Bill Evans y de Mozart. Sus escritores favoritos tendían a ser franceses—Balzac y Maupassant. En ocasiones leía alguna novela de Kenzaburo Oe o algún otro. Sus críticas fueron siempre acertadas. Era popular con las mujeres, naturalmente. Pero no era uno de esos “fáciles de atrapar”. Tenía una novia estable, una bella estudiante de segundo año de una de las elegantes universidades para mujeres. Salían todos los domingos. En fin, ese era el Q que conocí en la universidad. En resumen, era un tipo sin defectos. En ese entonces Q vivía en un departamento que estaba al lado del mío. De prestarnos sal o pedirnos aderezo de ensalada llegamos a ser amigos y pronto ya convivíamos todo el tiempo en el lugar de cada uno escuchando discos o bebiendo cerveza. En una ocasión mi novia y yo manejamos hasta la costa de Kamakura con Q y su novia. Nos sentíamos muy a gusto juntos. Después, durante las vacaciones de verano de mi
último año, me mudé y eso fue todo. La siguiente vez que vi a Q había pasado casi una década. Yo leía un libro a la orilla de la alberca de un hotel elegante cerca del distrito de Akasaka. Q estaba sentado en un camastro junto al mío, y a su lado estaba una hermosa mujer de piernas largas en bikini. De inmediato supe que era Q. Era tan bien parecido como siempre y ahora, con un poco más de treinta años, evidenciaba cierta dignidad que no tenía antes. Las jóvenes mujeres que pasaban le dedicaban una mirada breve. Él no se dio cuenta que era yo quien estaba sentado al lado. Soy una persona de aspecto bastante ordinario y llevaba puestos lentes de sol. No sabía si debía hablarle, pero finalmente decidí que no. Él y la mujer estaban muy metidos en su conversación y dudé en interrumpirlos. Además, no había mucho de lo que él y yo pudiéramos platicar. “Yo te prestaba sal, ¿recuerdas?” “Eh, es cierto, y yo te pedí prestada una botella de aderezo para ensalada”. Se nos habrían acabado los temas de plática rápidamente. Así que cerré la boca y me clavé en mi libro. Aun así, no pude evitar escuchar lo que Q y su hermosa compañera se decían. Era un asunto bastante denso. Renuncié a intentar seguir leyendo y me puse a escucharlos. “No puede ser”, decía la mujer. “Tienes que estar bromeando”. “Lo sé, lo sé”, respondió Q. “Comprendo exactamente lo que dices. Pero tienes que verlo desde mi punto de vista también. No lo estoy haciendo porque quiera. Fueron los de arriba. Sólo te estoy comunicando lo que ellos decidieron. Así que no me veas así”. “Sí, cómo no”, dijo ella. Q suspiró. Permítanme resumir su larga conversación— completando mucho con imaginación, por supuesto. Al parecer, Q era ahora el director de una estación de televisión en algún lugar, y la mujer era una cantante o actriz medio famosa. La estaban despidiendo de un proyecto por algún problema o escándalo en la que se había involucrado, o simplemente tal vez porque su popularidad había caído. El trabajo de decírselo se lo habían dejado a Q, quien era la persona más directamente responsable de las operaciones del día a día. No conozco mucho de la industria del entretenimiento, así que no estoy muy seguro de los detalles, pero creo que no estoy muy alejado del asunto en general. A juzgar por lo que escuché, Q estaba cumpliendo con su encargo con genuina sinceridad. “No podemos sobrevivir sin patrocinadores”, dijo. “No tengo que explicártelo—conoces el negocio”. “¿Entonces me estás diciendo que no tienes ninguna responsabilidad o algo que decir de esto?” “No, no te estoy diciendo eso, sino que lo que yo puedo hacer es muy limitado”. Su conversación tomó otro giro, ahora hacia un callejón sin salida. Quería saber exactamente cuánto la había defendido. Él insistió en que había hecho todo lo que había podido, pero no tenía modo de demostrarlo y ella no le creía. La verdad, yo tampoco le creía. Cuanto más sincero trataba de parecer al explicar las cosas, más densa era la bruma de falsedad que nublaba todo. Pero no era culpa de Q. No era la culpa de nadie. Y por eso no había una salida a esa discusión. Parecía que a la mujer siempre le había gustado Q. Sentí que se habían llevado bien hasta que surgió este problema. Y eso sólo empeoraba el enojo de ella. Pero al final, ella terminó cediendo. “Está bien”, dijo ella. “Lo acepto. Cómprame una Coca Cola, ¿quieres?” Cuando escuchó eso, Q exhaló un suspiro de alivio y se dirigió al puesto de bebidas. La mujer se puso los lentes de sol y fijó la mirada a la distancia. Para ese momento, yo había leído la misma línea de mi libro un par de cientos de veces.
Pronto, Q regresó con dos grandes vasos de cartón. Pasándole uno a la mujer, se dejó caer en su camastro. “No te sientas deprimida por esto”, le dijo. “Cualquier día podrás—“ Pero antes que terminara la frase, la mujer le arrojó el vaso lleno. Le cayó directo en la cara y una buena parte de la Coca-Cola me salpicó. Sin decir palabra, la mujer se levantó y, acomodándose ligeramente la parte baja del bikini, se largó sin mirar atrás. Q y yo permanecimos aturdidos por unos quince segundos. La gente que estaba cerca nos observaba conmocionada. Q fue el primero en recuperar la compostura. “Lo siento”, dijo mientras me daba una toalla. “No hay problema”, respondí. “Se quita con un regaderazo”. Un poco molesto, tomó la toalla que me había dado y se secó él mismo. “Al menos déjame pagarte el libro”, dijo. En verdad el libro estaba empapado, pero era una novela barata, no muy interesante. Cualquiera que le echara encima una Coca me haría un favor al evitarme su lectura. Se alegró cuando dije eso. Tenía la misma gran sonrisa de siempre. Q se fue en ese momento, disculpándose una vez más mientras se levantaba. Nunca se dio cuenta de quién era yo. Decidí darle a esta historia el título de “El reino que fracasó” porque ese día acababa de leer un artículo en el diario vespertino que trataba de un reino africano que había fracasado. “Ver desaparecer un espléndido reino”, decía, “es mucho más triste que ver el colapso de una república de segunda categoría”.
Haruki Murakami es autor de catorce novelas en inglés, que incluyen "The Wind-Up Bird Chronicle", "Kafka on the Shore", "1Q84" y "Killing Commendatore".
Ruth,Frank y Darío
Lore Sega, trad. de Pedro Floresl
Agosto 20, 2020
La comida de damas de febrero se celebró en el apartamento de Ruth en Riverside Drive, así que le tocó a ella poner la agenda: ¿Recuerdan cuando dijimos que somos las cinco personas a las que contaríamos nuestras historias? Pues bien, tengo un cuento para ustedes. Maravilloso, dijo Lotte. Bien, dijeron Farah y Bessie. Varios cuentos, les dijo Ruth. Y al final, hay un acertijo. Muy bueno, dijo Bridget. • Ruth dijo: había una celebración en casa de Sylvia, que resultó ser una shiva por la tía de Sylvia. Lotte y yo estábamos allí, dijo Bessie. Ruth continuó, y Sylvia se acercó y preguntó si me ofrecía una silla. Y yo le respondí, gracias, muy amable, pero encontraré una cuando necesite sentarme. ¿Quieres algo de beber?, le dijo. Y le dije, ¡Sylvia! Puedo sola. Este bastón es para equilibrarme. ¿Y debía dejar de preocuparme y marcharme? No tienes que retirarte, le dije. Nos reímos y Sylvia dijo que esperaba que hubiera sido correcto haberle dado a Frank mi número, que se moría por hablarme. ¿Frank? ¿Cuál Frank? Ruth, ya sabes, Frank James. Frank James, sí. Oh, es que yo lo recuerdo como James Frank. Y Sylvia dijo, Frank trabaja en una galería de la calle Bleecker y quiere saber de tu antiguo compañero, tu cliente—¿era Dario d’Alessi? Como sea, quiere hablarte. ¿Y por qué no se acerca y me habla? Sylvia le respondió, dice que te tiene miedo. Yo estaba molesta. Eso es una tontería. ¿Qué se supone que significa? ¿En dónde está? Allí, dijo Sylvia, saliendo por la puerta. • Eso la había molestado, les dijo Ruth a sus amigas, verse esperando a que Frank la llamara. La idea de contar sus antiguas historias de Dario, dijo, le había abierto una ventana a ese periodo de tiempo. Llamó a Sylvia y le pidió el número de James. ¿James?, dijo Sylvia. ¿Cuál James? Frank, quiero decir, Frank James, el que quiere hablarme.
• Ruth le había marcado y colgado porque no podía pensar, en ese momento, si era James o Frank.
Frank. Marcó de nuevo, Frank, soy Ruth. El que hayas preguntado por Dario d’Alessi inició todas estas historias en mi cabeza. Frank respondió, es lo que esperaba. ¡Dios! Es lo que quiero. Te busqué en Google. Tú eras la abogada de Dario D’Alessi. Lo fui, le dijo. Había papeleo que hacer con la gente que él contrataba para fabricar—fabricar, esa era la palabra—una de sus esculturas. Llegué a ir al norte del estado con él a esa especia de hangar donde los hombres trabajaban en un rizo negro de unos seis metros. Nunca fui tan feliz. Me encantaba escuchar a los artesanos hablar entre ellos. ¡Dios!, dijo Frank. ¿Cómo lo conociste? Ruth dijo, yo era una de sus groupies que lo rondaban siempre que venía a Nueva York. Años más tarde, lo visité en los Alpes italianos, en su lugar. Yo era como una cueva de Mesa Verde, si se puede imaginar una cueva de Bauhaus cavada en la ladera de una montaña italiana. ¿Lo conociste? ¿Yo? ¡No! No, dijo Frank. Lo vi saliendo de un restaurante en East Seventeenth y caminé detrás de él por varias cuadras. Entró en supermercado y lo observé por la ventana. Salió, entró a una licorería y salió con una botella. Después se subió a un autobús que iba al oeste. Ruth les dijo a sus amigas, tuve la emoción de pensar: así que eso es lo que Dario hacía cuando iba camino a mi lugar—como si observase una escena que ocurrió treinta años atrás. Pero entonces Frank dijo: yo sólo tenía veinte años, era demasiado joven y tímido para acercarme a ese hombre y decirle que amaba su show. Tal vez debió ser la primera exhibición de Dario, años antes de la que hizo en Guggenheim. Antes incluso de conocerlo. Le dije a Frank que Darío podría habérselo agradecido. Dario solía hablar de la desolación de ese éxito temprano en su primera visita a Nueva York antes de conocer gente. Frank dijo que la galería acababa de adquirir un d’Alessi llamado “Hatch”. ¡Recuerdo, recuerdo! Recuerdo a todo nuestro grupo sentado con una botella Malbec, tratando de encontrar un nombre para una nueva pieza de d’Alessi, para sustituir el “Sin título”. Debía ser lo que Clement Greenberg llamaba una palabra “independiente del significado” en los días en los que nuestra caricatura favorita era la de un aficionado a los museos secándose una tierna lágrima frente a una pintura del constructivismo ruso. No sabes lo que es hasta que intentas lo difícil que es pensar en palabras que no signifiquen ningún objeto, sentimiento, o valor. Me levantaría en la noche con una sensación de triunfo: “¡Asalto!”—pero eso significa “lucha”. “Erguido” fue desechada porque comentaba su opuesto— “dimitir”. ¡Hay tantas anécdotas!, dije. Frank dijo que yo era un recurso y me preguntó si me podía invitar a comer, pero el día de la cita se disculpó y pidió posponerla. Había un gran problema en la galería. Lo invité a tomar una copa. • La comida de damas de marzo se celebró en casa de Bessie. Frank James no había podido llegar con Ruth para esa copa. Alguien de la galería le había llamado. Frank estaba fuera del estado y llamaría tan pronto como regresara. Las amigas dijeron, cuéntanos las historias de d’Alessi que le ibas a contar a Frank James. •
Ruth dijo, aquí hay algo que no comprendo cuando visitaba a Dario. Yo le llamaba su atención sobre un hombre, un granjero, sentado en el pavimento de la plaza del pueblo cargando una pequeña cabra en su regazo. El hombre sostenía la pezuña del animal de la misma manera en que se sostendría la mano de un hijo o de una niña. Dario dijo, lleva la cabra al matadero, lo cual yo recordaría a partir de ese momento de la misma manera en que se recuerda algo que no cuadra. • Ruth dijo, Dario me llevó a una cumbre. Él ascendía como si fuera un montañista, colocando un pie tras otro con un ritmo constante. Me impresioné a mí misma al adelantarlo. Luego tuve que sentarme y recuperar el aliento mientras él continuaba al mismo paso, adelante y hacia arriba. • Y el aterrador viaje por la carretera de la montaña para ver las casas más antiguas en la cordillera más alta. Tienen que saber que Dario era el peor conductor del mundo. En el viaje de regreso nos quedamos sin combustible. Ya que estadísticamente es más probable que te encuentres con un pequeño cenotafio que conmemore donde alguien se mató que una estación de gasolina, los lugareños, a diferencia de Dario, llevan en su vehículo una lata de gasolina de repuesto. Dario y yo nos sentamos con la puerta del auto abierta hasta que se escuchó la bocina de la camioneta del lechero. El lechero nos pasó suficiente combustible para poder regresar a Altomonte. Dario sacó su cartera—yo sabía suficiente italiano para comprender que el lechero dijo No, no no, no grazie! Signor Dario, no! che mi faccia un autografo. Me pregunté cuántos lecheros del norte de Nueva York preferirían un autógrafo de Kooning o de Rothko a un par de billetes de veinte.
• En la comida de Farah, en abril, cuando Ruth informó que Frank James había cancelado otra cita, las amigas empezaron a sonreír. Uno de esos resfriados de primavera que tienen fama de ser difíciles de quitar. Farah le pregunto, ¿eso te afecta? ¿Estás molesta con él? Ruth dijo, te hubiera dicho que para nada excepto que te lo estoy contando. • El esposo de Bessie, Colin, no se encontraba bien, así que ella no asistió a la comida de mayo en el lugar de Lotte. Frank se había tenido que ir a sacar a un hijo mayor de algún lío y no había podido asistir a la última cita. Aquí estaba el acertijo, y requirió los poderes de especulación de las cinco amigas: Lotte dijo, lo primero que tienes que hacer si alguien te dice que tuvo un problema, un resfriado, un hijo, es creerle. Farah dijo, uno puede imaginarse a un joven de veinte años demasiado tímido para acercarse a una persona de nombre famoso, pero ¿qué impide a un neoyorquino de mediana edad cruzar la habitación para hablar con una mujer…? Con una vieja, dijo Ruth. En una fiesta en Nueva York. Una shiva en Nueva York, dijo Ruth. •
La comida de damas de junio se celebró en casa de Bridget. Frank no había podido llegar al lugar de Ruth, y Bridget dijo que tenía una historia: le pregunté a encantadora sobrina de veinte años, Lily, si recordaba haberse rehusado a entrar en la casa si se encontraba allí mi madre de noventa años. Lily dijo recordar que mi madre usaba el auricular de sus anteojos encima de la oreja en lugar de traerlo detrás y se asustó. Recuerda que lloró y no quiso entrar. ¿Qué edad tenía Lily?, preguntó Lotte. Tal vez seis años. ¿Y cómo aclara eso que un hombre maduro no quiera hablarle a Ruth en una fiesta? En una shiva, dijo Ruth. Bridget dijo, sólo otra historia que no cuadra. • La comida de damas se celebró de nuevo en casa de Ruth a principios de julio, antes que todas se dispersaran por el verano. No, Frank no había aparecido. Frank había llamado. Las amigas sonrieron. Frank dijo que había habido un incendio en el apartamento al lado del suyo. Las amigas rieron. Bridget dijo, ¿habría un incendio? Es posible, dijo Ruth.
Lore Segal es autora de varios libros, incluidos “Half the Kingdom”, “Her First American” y “The Journal I Did Not Keep: New and Selected Writing”.
Breve historia de mi vida
Charles Wright, trad. de Alex Hernández
A diferencia de Lao Tse, quien fue concebido por una estrella fugaz, según se dice y alojado en el vientre materno durante 62 años, y que nació, según se dice de nuevo, con el cabello blanco, yo nací una mañana de domingo, sin anuncios celestes, con un poco de pelo, sin dientes, las sombras del crepúsculo ya alojadas en mi corazón y bien lejos de encontrar el rumbo.
Shiloh, el campo de batalla de la Guerra Civil, estaba a un lado de mi casa, Los suaves meandros del río Tennessee recorrían mi cabeza y mis pies. El ocre del bisonte, las arenas del desierto, El Guardián de las Puertas y otros personajes, estaban a años-dragón en aquel entonces.
Como Dionisio, nací por segunda ocasión. De la carne del muslo izquierdo de Italia, surgí en un enero A un mundo distinto. Tenía sentido, Escondiéndome, como había estado casi toda la vida Y entré con los ojos abiertos, escuchando al viento, El gozo de la miel y el lento vino despertaron en mi lengua. Por tres años estuve a las puertas de San Zenón, y siendo más romano que la misma Roma, tomé todo lo que se me dio. Las nieves de los montes Dolomitas avanzaron bajo mis pisadas Los limones del lago de Garda estuvieron en mis manos.
Ahora adelantamos unos 45 años, y una tercera depresión post-parto. Pero como preguntó aquel poeta, ¿será parte de la historia? Claro, hablaba de otra cosa. En ninguna parte sino aquí, mi única y verdadera, en ninguna parte sino aquí.
Mis oídos y mis atrofiados sentidos se purifican al sonido del agua. He vuelto, en la temporada de las lilas, Los arroyos corren hacia el este en la espesa mañana, A principios de junio. Sin luz en las hojas, Sin viento en los bosques ni en las praderas. La siniestra gracia del mundo: de ello quise dar fe.