LUGARES

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LUGARES ANTOLOGÍA DE CUENTOS VARIOS AUTORES

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zás gonorowsky mörder marongiu goñi capurro de la portilla montaño gassón pacheco ferrari vargas ramos tortosa ramos montes saldivar pérez rivadeneira

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Lugares : Antología de cuentos / Federico Marongiu ... [et al.] ; compilado por Federico Marongiu. - 1a ed. compendiada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Narratorio Ediciones, 2017. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-42-5799-4 1.Narrativa Latinoamericana. 2. Antología de Cuentos. I. Marongiu, Federico II. Marongiu, Federico, comp. CDD 863

© de los cuentos : Sus Autores © de la Edición: Renate Mörder - Federico Marongiu © Foto y diseño de tapa: Federico Marongiu © de la Publicación: El Narratorio Ediciones, 2017 http://elnarratorio.blogspot.com © de los mapas : Google Queda hecho el depósito que indica la Ley 11723. Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin la autorización de los titulares del copyright Edición digital de distribución gratuita.

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Presentación En marzo convocamos a escritores de todas las nacionalidades a escribir cuentos en español que transcurrieran en “su lugar favorito del mundo”. El resultado es esta antología, cuyos cuentos hablan de lugares, pero también hablan de amor, de poesía, de solidaridad, de nostalgia, de esperanza, de desencantos. Los invitamos a hacer un viaje, tomen el mapa y pónganse cómodos: partiremos de la Olavarría de Juan Pablo Goñi Capurro y cruzaremos el Río de la Plata para ver la Montevideo de Zandro Zás y Graciela Vargas Ramos y la Pan de Azúcar de Alina Tortosa. De ahí iremos a Europa, a la Edimburgo de Alejandro E. Ferrari y a la París de Clara Gonorowsky y Damaris Gassón Pacheco. Seguiremos hacia Italia para ir a la Capri de Renate Mörder y la Trieste de Fede Marongiu. Luego volaremos hacia la México de Jessica de la Portilla Montaño y Cecilia Janet Ramos Montes, para finalmente concluir nuestro viaje en Sudamérica, en la Quito de

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Roberto Pérez Rivadeneira y la Lima de Carlos Enrique Saldivar. ¡Vengan! Probablemente acabarán cansados, pero como al final de todo lindo viaje, se quedaran con los recuerdos y las ganas de volver.

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MONTEVIDEO EL COMIENZO DE LA NOCHE ZANDRO ZÁS Nació en 1974 en la ciudad de Salto, Uruguay, donde vivió hasta los 18 años, luego residió en Montevideo, nuevamente en Salto, en Bella Unión y actualmente reside en Maldonado desde el 2011. Médico de profesión, escribe ensayos, poesías y cuentos. Publica en su blog: www.letrasquemuerden.wordpress.com Muchos de sus cuentos pueden leerse también en El Narratorio blog. Y tá...eso.

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Arnaldo terminó la última clase de la tarde, esta era siempre la más pesada, la que a los chiquilines les costaba más; pero esta vez todo había fluido con más facilidad,

se

engancharon

muchos

más

que

los

habituales. Es más, se podría decir que, salvo las excepciones esperables, todos participaron, de una u otra manera. Los que no hablaron, permanecieron atentos. Esto no era común; generalmente en su clase, y sobre todo en 5° y 6° año, menos de la mitad de los alumnos participaban. El grupo de hoy había sido 5° biológico, muchos de ellos iban a ingresar a las facultades de Veterinaria, Medicina, Agronomía, iban a seguir alguna tecnicatura o carrera relacionada con el agro o la salud. Y la verdad es que la mayoría de ellos no se sentían muy movilizados por la literatura. Pero hoy fue unos de esos días en los que pasa algo fuera de lo común, una de esas clases en las que, sin que nadie se lo proponga, surge un disparador. Y el disparador apareció flotando en medio del enorme salón, casi sin que nadie se diera cuenta. El disparador no lo propuso él, simplemente flotó. Sí, flotó. Entró por una de las ventanas abiertas a la tarde, que lentamente se escurría, como diluyéndose en la leve

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oscuridad que empezaba a vestir de sombras a la noche Montevideana. Entró flotando, suave, serena, liviana, una hoja pequeña y amarillenta. Seguramente caída de alguno de los árboles que rodeaban el liceo. O tal vez, levantada desde la vereda por el paso furioso de un ómnibus; como sea, en algún momento el azar decidió que esa hoja entrara por la ventana abierta de su clase, y flotara hasta posarse muy suavemente sobre su escritorio. Prácticamente no tuvo otra opción más que agarrarla. La agarró, la miró como dándole las buenas tardes, se paró de la silla, caminó hacia la izquierda alejándose del escritorio y, una vez que estuvo casi a la misma distancia de la ventana y la puerta de entrada, con el gran pizarrón a sus espaldas, y de frente a su clase, levantó su mano derecha apenas por encima de su cabeza sosteniendo la hoja entre sus primeros tres dedos. Los estudiantes lo miraban con desgano, algunos burlones, la mayoría ya aburridos esperando escuchar lo que todavía no había empezado a decir. Se demoró bastante, tanto que llegó un momento en que todos sin excepción lo estaban mirando. Y justo cuando parecía que iba a comenzar, un leve murmullo de voces dijo:

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—¿Saben qué es esto? La desilusión fue espontánea: toda la atención que había logrado se esfumó al instante. Desde el fondo del salón alguien gritó: —Una hoja, ¿qué nota me saqué? —No es sólo una hoja, es también una posibilidad. —¿Una posibilidad? Ahora fue desde el primer banco; bien, alguien más interesado. —Sí, una posibilidad que tienen. Una posibilidad de no tener la clase que íbamos a tener hoy. Otra vez atención casi completa, solo cuatro o cinco a mitad del salón no parecían estar atentos. —¿Y cómo es eso? —ahora desde al lado de la ventana. —Hoy teníamos que seguir con el programa, ¿saben qué nos toca leer y analizar? ―Sí profe, es horrible. —último banco a la derecha. —Tener que leer eso después de tres clases con “El Aleph” es un bajón. —al medio, casi a la izquierda. —Bueno, acá está su posibilidad. Solo ustedes

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tienen el poder ahora de evitar que tengamos la clase que teníamos que tener, y hablar de otra cosa. —¿De qué? ¿De hojas? —adelante, casi contra la puerta. Listo, ya estaban casi todos interesados. —No, no es tan sencillo. Si uno de ustedes, me dice una parte de un poema que contenga la palabra hoja, dejamos la clase de hoy y hablamos del escritor que ustedes quieran. Pueden reunirse en grupos de cinco y tratar de recordar un poema o parte de un poema, si quieren pueden... No terminó la frase cuando fue interrumpido por la voz suave, monocorde y sutilmente ronca de Juliana: —“El viento lleno de estrellas, de hojas secas y de polvo mantiene suspendida mi habitación como una gran sinfonía de Mahler, con una extendida mano que golpea más fuerte cada día, una mano que acaricia y sostiene, una mano que es el límite y que es todo, y en el viento vienes, blanca y pura, tendida en los techos, fumo el cigarrillo extasiado ante la imagen, con los ojos muy abiertos al enigma inacabable, me quejo, mientras vagas, te mueves y respiras allí, una música errática,

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indefinible, atrapante, sortea los garajes donde la noche se parapeta, tan solo un momento, para levantar y sacudir luego su melena hecha de furia, todo arde y es arrancado de los siglos que, de espaldas, desfilan impasibles, un inmenso manto baja desde el cielo y te escabulles a los ojos, ya es ante mí la negra estructura de la noche, y mi habitación se pierde lejos, dando barquinazos en el viento lleno de estrellas, de hojas secas y de polvo”.1 Por unos pocos segundos el silencio fue total, Arnaldo estaba callado, parado inmóvil con la hoja en alto; y el silencio fue interrumpido por Ángel, que desde su banco dijo: —Julio Inverso. Juliana lo miró inmutable, y Ángel le clavó los ojos, ojos que, Arnaldo lo sabía, permanecerían incrustados en ella por años. Antes de retirar la mirada de Ángel, Juliana sonrió levemente. Listo, ya estaba. Arnaldo guardó la hoja entre el nylon y el papel 1

El Viento. Falsas Criaturas. Julio Inverso. Montevideo.11/04/63 ― 07/10/1999.

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del envoltorio de la caja de cigarrillos que a su vez metió en el bolsillo delantero del vaquero, y miró por la ventana hacia afuera. Ya era de noche, una dulce noche montevideana, que se revolvía entre ruidos de motores, algunas conversaciones lejanas y que lentamente contaminaba, redentora, la clase de literatura de 5° biológico; y hoy, la noche traía magia. Aún sentado en el escritorio que dominaba el enorme salón con los bancos ya vacíos, terminó de guardar una carpeta y la lista dentro del bolso de cuero, se paró y se lo colgó del hombro. Tuvo la intención de acercarse a la ventana para cerrarla, como hacía siempre antes de irse, pero no lo hizo, simplemente la miró. También miró el pizarrón, donde solo estaba escrita la fecha: 7 de octubre de 1999, y pensó en lo que acababa de pasar: “hay veces que la noche no solo trae oscuridad, hay veces que la oscuridad es un disfraz que la magia usa para no espantar a los más sensibles”. Caminó hacia la puerta, encaró el pasillo, al llegar a la Secretaría sacó del bolso la lista junto con el único libro que había dentro. Le entregó la lista a la adscripta, a la que saludó antes de darle la espalda y dirigirse a la salida. Al salir del IAVA y

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caminar por José Enrique Rodó hacia la derecha, todavía tenía el libro en su mano, lo miró: “Más lecciones para caminar por Londres” Julio Inverso. Lo abrió y leyó la primera hoja: “Para Arnaldo con mucho cariño. Julio”. Y debajo del nombre una estrella de cinco puntas con un punto en el centro, dibujada con la misma tinta negra usada para la dedicatoria. Dobló a la derecha por Frugoni, caminó una cuadra e ingresó al callejón de la Universidad que desde Guayabo lo sacaría a 18 de Julio. Al entrar al tramo peatonal todavía estaba mirando la dedicatoria. Cerró el libro y lo volvió a meter en el bolso. Se sentó en la vereda del callejón, con la espalda apoyada en la pared de la Biblioteca Nacional y mirando hacia la pared de enfrente. Sacó el paquete de cigarrillos, se llevó uno a los labios y, mientras lo prendía y aspiraba lento sintiendo como el humo se expandía dentro de sus pulmones, contempló la hoja guardada en la cajilla. Se le llenaron los ojos de lágrimas y sintió por un momento que no podía tragar. Mirando la pared lateral de la Universidad podía leer claramente el grafiti que ya no estaba desde hace años: “El arte es un producto farmacéutico para imbéciles. Brigada Tristán Tzara”.

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Estuvo unos minutos fumando y releyendo la frase, borrada de la pared hace tiempo, de Francis Picabia. Y antes de terminar el cigarrillo se sintió tranquilo, se sintió feliz. Feliz...maldita palabra...feliz. Tiró el pucho prendido contra la pared, que al estrellarse se convirtió por una fracción de segundo en una especie de bengala fugaz. Se paró y caminó, cruzó 18 de Julio y agarró por Tristán Narvaja, bajando hasta la esquina de Mercedes, al llegar a la esquina en vez de cruzar Mercedes hacia el Teatro Stella, cruzó Tristán Narvaja y entró al Bar. Al entrar, un murmullo se apoderó de su cabeza que venía liviana y en silencio, encaró hacia la barra, detrás de la caja registradora estaba el dueño: —¿Qué hacés? —Hola Arnaldo, ¿saliendo del IAVA? —Sí. —¿Cansado? —No... hoy fue un día extraño, se podría decir que estuvo muy bueno, servime un whisky y te cuento. —¿Whisky? ¿No vas a tomar cerveza? —No, hoy solo un whisky o dos, mañana temprano lo voy a ver a Julio al Psiquiátrico, tengo

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pensado llevarle dos ejemplares del libro nuevo para que me los firme, se los quiero regalar a dos alumnos. No te imaginás... hoy surgió en la clase. —¿Hablaste del libro nuevo en clase? —¡No! Surgió solo, una piba recitó un poema de “Falsas Criaturas” y otro pibe lo conocía, y hablamos toda la clase de Julio, fue... mágico. —Qué bueno, esperá que te sirvo el whisky y me seguís contando. —¿Sabés Heber? La vida es una reverenda mierda, pero de vez en cuando pasa algo que hace que te plantees la posibilidad de que todo se trate de una excusa para poder entrever uno o dos momentos de magia. —“Hay veces que la noche no solo trae oscuridad, hay veces que la oscuridad es un disfraz que la magia usa para no espantar a los más sensibles”. —¡Tal cual, hijo de puta, tal cual! Mientras Arnaldo chocaba su vaso de whisky recién servido contra el vaso de agua mineral empuñado por el dueño del bar, uno de los dos mozos de esa noche atendió el teléfono que estaba junto a la caja registradora, a un lado de ellos. Luego de escuchar, dijo:

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—Heber, para vos... desde Artigas, dice que es un familiar de un amigo tuyo. —¡Mirá ! Hablando de Roma... —Qué raro que te llamen desde allá. —Deben querer que le arrime algo... qué bueno que vos vas mañana, ¿no? —Sí, que bueno.

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PARÍS GRIS… CLARA GONOROWSKY Argentina. Fue finalista en diferentes concursos realizados por las editoriales españolas: “Diversidad Literaria”, “Letras con Arte” y “Letras como Espada” y las editoriales argentinas: “Mis escritos”, “Bruma ediciones”, “Editorial Dunken” y SALAC, Córdoba. Publicó “Ficciones en familia”, “Entre cuentos y poemas”, “Desafíos”, “Acrobacias” y “Obrador”. También participó en Antologías colectivas de Taller de escritura y en “Chiquilladas”, antología ilustrada de poesías infantiles. Colabora en la revista “Letras de Parnaso” de Murcia. Escribe en su Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com.ar/

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Su llegada a París fue un mosaico de sensaciones: el frío intenso de ese invierno impiadoso la abrazó en los primeros pasos, la nieve acunó sus pies helados, pero su corazón vibró ante la felicidad de alcanzar un sueño que por momentos parecía inalcanzable. Así se entrecruzaron el temor, el frío, la alegría, la emoción, la curiosidad, el embeleso. La cobijó un departamento antiguo, en el último piso del edificio y el balcón le mostró los tejados negros y un sinfín de chimeneas. El calor del hogar reconfortó su cuerpo entumecido y le dio alas para organizar el periplo. A la mañana siguiente se dirigió a la Plaza de la República y, al ir a tomar el subte, un individuo de mirada azul intensa la cruzó y le dirigió una sonrisa. Se subió al vagón con la presencia de esos ojos azules que la acompañaron todo el trayecto. Tras hacer diversas combinaciones, llegó a la Torre Eiffel que se apareció

majestuosa

a

su

mirada.

Allí

erguida,

desafiante, invitaba a subir, a convertir a sus visitantes en liliputienses en jaula de hierro, a mostrar París, desde distintas perspectivas. Con los pies nuevamente en tierra, caminó por el

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Campo de Marte y se dirigió hacia Los Inválidos; en mausoleo imponente, descansa Napoleón. Pero esos ojos azules, los que subieron con ella al subte fueron guiando sus pasos para un próximo encuentro. Tomó el boulevard Saint Germain y, a pocos metros, se encontró en el Museo d’ Orsay. En el piso superior, iluminado con luz natural, se exponen los tesoros de la pintura del Impresionismo. Sumergirse en esa galería, fue entrar en el mundo de Monet, Manet, Degas, Renoir, torbellinos de colores, sensaciones, el vértigo de la belleza, del esplendor de una época mágica; pero el golpe de emoción llegó, al enfrentarse a unos ojos azules intensos que la miraban desde el autorretrato de Vincent Van Gogh, los ojos azules que la habían acompañado toda la mañana. Sintió la imperiosa necesidad de adentrarse en su mundo, recorrer sus espacios vividos, al menos algunos, los más cercanos a su muerte. Al día siguiente, se dirigió a la estación St. Lazare y tomó un tren a Pontoise, en búsqueda de la genialidad, pues al genio ya no podía encontrarlo. Desde allí, partió a Auvers sur Oise, lugar de

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morada y de descanso eterno del trágico pintor. Visitó la pensión de Ravoux donde transcurrieron días de su existencia, su solitaria cama, su desvencijada mesa de luz, pequeño universo plasmado en una de sus obras. Después vio la Iglesia pintada por el artista y expuesta en el Museo d’ Orsay, a continuación fue a los campos que él vio cubiertos de mieses en suaves colinas y que plasmó en el lienzo, en amarillos, verdes pálidos y dulce malva; ella no tuvo ese privilegio, solo vio una inmensa mancha blanca, una nieve que lo cubría todo y el paseo la llevó a concluir a los pies de su tumba, esa tarde gris que apagaba el día, una tumba contra un muro pero donde no estaba solo ya que lo acompañaba la sepultura de su hermano Theo, ambos sí solos, fríos, durmiendo el sueño eterno en medio de la nada, en cuna de hiedra con sábana de mármol. Allí pudo despedirse definitivamente de esos ojos azules que dieron una impronta distinta a su excursión por Francia pero no se pudo despegar aún de ellos, los impresionistas, por lo que decidió aguardar los albores de la primavera, volver a Pontoise y diagramar una visita a Giverny para recorrer los jardines que inspiraron a

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Monet y su casa con toda su intimidad. Cuando llegó a París, la visualizó blanca, blanca de nieve, pero nunca se imaginó que detrás de tanta blancura podía encontrar tanto color, el de los impresionistas, un color que la iluminó, que le marcó senderos, que alimentó su alma, que la llenó de sol, ese invierno gris.

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CAPRI EN AGOSTO RENATE MÖRDER Escritora, editora y abogada egresada de la UBA. Dirige EL NARRATORIO EDICIONES y edita la Antología Literaria Digital EL NARRATORIO. Algunas de sus publicaciones: Cuentos para leer en el subte; Celia, El afortunado y otros relatos; En casa ajena y otros relatos; Lo mejor de Paracuentos; Microesferas; Cincuenta demonios; Noviembre oscuro; El bosque de las palabras y Antropotecas. También publicó cuentos en revistas y diarios digitales tales como Penumbria, El Narratorio, Badlands, Cercano y ajeno y Diario NCO. Edita los blogs El Narratorio y Renate Welt y la Antología Literaria Digital El Narratorio.

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Salieron del funicular y la vista desde la Piazzetta los dejó sin aliento, fue como recibir el beso de un amante apasionado. Pedro la miró cómplice como queriendo compartir la magia del momento. Intentó sonreírle, pero chocó contra el hielo de sus ojos. Carlota comenzó a caminar por la Vía Longano y él la siguió con una mueca amarga. Se perdieron por un laberinto de calles angostas con tiendas exclusivas que ella ni miraba. Una adolescente a la que no le importaba la ropa, que desdeñaba lo banal y parecía tener la seguridad de una mujer adulta. Su hija lo asustaba. En un mercadito compraron agua mineral para soportar el sol de agosto a la hora de la siesta y luego emprendieron la caminata hacía la Villa Jovis. Esquivando turistas llegaron a la Vía Tiberio. Él conocía el camino pero no recordaba que fuera tan cuesta arriba, pero bueno, en aquel entonces con treinta años nada parecía ser muy empinado. Un carrito de golf que transportaba a unos veraneantes con su equipaje los obligó a detenerse a un costado de la calle. Mirá que lindo Carli, tendríamos que haber contratado uno como ese comentó Pedro. Carlota no

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dijo nada. Una adolescente indolente, eso era. Nada que no se relacionara con ella o su madre le importaba. Con esfuerzo él y sin dificultad ella siguieron ascendiendo rumbo a la cima del monte Tiberio. Pasaron frente al arco de entrada de la Chiesa di San Michele Alla Croce y Pedro tuvo ganas de entrar como lo había hecho aquella vez con su ex mujer, pero siguió andando entre medianeras de piedra y entradas a villas con jardines cubiertos de flores. Cuando ya prácticamente desfallecía, su hija decidió parar. Él se sentó en un cantero y bebió un poco de agua mientras Carlota tomaba una fotografía. —Tengo una foto de mamá que posa en el frente de esa casa —dijo de pronto. Él la recordó de inmediato, a pesar de que hacía años que no la veía. Su ex mujer se había quedado con sus fotografías, con su casa, con su hija, con todos sus recuerdos. —Siento como si conociera Capri, —agregó Carlota como si hablara consigo misma— el último tiempo, mamá no hacía más que acordarse de este viaje. Pedro tuvo ganas de contarle lo felices que él y su madre habían sido allí, pero se abstuvo, sabía que nada

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de lo que le dijera iba a conmoverla. Siguieron caminando, a esta altura, prácticamente solos. Aquel circuito, bajo el sol de agosto era solo para intrépidos, la mayoría de los turistas prefería dar una vuelta en barco o pasear

por

los

jardines

de

Augusto.

Miró

con

desconfianza el desfibrilador que estaba apostado en un muro, no los había visto antes en la isla y por un momento tuvo un atisbo de pánico, pero respiro hondo. Debía tranquilizarse, no le iba a pasar nada, no estaba enfermo,

no

estaba

tan

viejo,

podía

soportarlo.

Continuaron, más villas, más jardines, más limoneros, más flores y él se preguntó si su ex mujer no había elegido la Villa Jovis a propósito para cansarlo, para que se infartara. —¿Estás segura que dijo en la Villa Jovis? —le preguntó a su hija. —Sí. Me contó que le diste un anillo y se comprometieron en ese lugar. Pero si estás muy cansado, puedo seguir sola. —¿Cómo te voy a dejar sola? Lo miró con esa mirada dura que le recordaba tanto a Adela y le asestó el golpe verbal:

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—No sería la primera vez. Esta vez el que tomó la iniciativa de seguir caminando fue él. No le iba a dar más explicaciones, entendía que Carlota no tenía la culpa, los chicos nunca tienen la culpa, pero ya estaba harto de explicarle como habían sido en realidad las cosas. Subieron por una escalera de piedra y ella dio un salto cuando se le cruzó una lagartija, la oyó reír y le pareció una música hermosa. De chiquita se reía mucho, en cambio ahora solo lloraba, discutía, cuestionaba. Había corrido a Rosario apenas supo del fallecimiento de Adela con la esperanza de recuperar a su hija. Todo había sido en vano, su mujer la había alimentado con odio y ahora la niña prefería vivir con una tía en lugar de quedarse con él en Buenos Aires. Llegaron a un bosque, vieron unas cabras y ella se detuvo a mirarlas. Pedro aprovechó para descansar, el corazón le latía desbocado, la ropa se le pegaba a la espalda. Respiró hondo y se perdió en la vista de la isla que era impresionante desde esa altura y pensó en los pobres infelices que Tiberio arrojaba al mar. La voz de su hija rompiendo el silencio de la tarde lo sorprendió.

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—¿Dónde le diste el anillo? Pedro miró a su niña con pena, ella quería cumplir al pie de la letra con la voluntad de su madre. Unas semanas atrás le había pedido llorando a moco tendido que la llevara a Capri y él, sin pensarlo, había sacado los pasajes, pero ahora se arrepentía un poco. ¿Cómo iba a hacer de ahora en adelante para volver a vivir sin ella? Carlota seguía esperando su respuesta. Pedro sopesó las posibilidades, no sabía si iba a llegar hasta la villa, se sentía demasiado agotado y no podía arriesgarse a que le pasara algo, dejándola sola en el medio de la nada. —Fue

allá

—mintió,

señalando

un

lugar

relativamente cercano. —¿No había sido en la Villa? Mamá me dijo... —No, se confundió, nos paramos acá, a mirar el paisaje, estábamos cansados. Acá yo le pedí que se casara conmigo. lo dijo con tanta seguridad que Carlota le creyó. Con cuidado, extrajo de su bolso la pequeña urna y se la alcanzó a su hija.

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—¿Rezamos primero? —le preguntó ella. Él asintió. Dijeron una plegaria y arrojaron las cenizas al costado del camino. El padre abrazó a la hija y ella se dejó consolar. Lloraron juntos: por los años perdidos, por la madre perdida, por el amor perdido y entonces él, sin una pizca de orgullo, se animó a rogar: —No te quedes en Rosario, vení a vivir conmigo, dame una oportunidad. Carlota lo miró como buscando algo en el fondo de sus ojos, algo que evidentemente logró encontrar. Luego le devolvió el abrazo. En silencio emprendieron el regreso a la estación del funicular, el sol ya no estaba tan abrasador, el camino era cuesta abajo, todo mejoraba.

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MI TRIESTE FEDE MARONGIU Escritor – Editor - Docente- Músico - Economista. Autor de “Asesinos en serie que conmovieron al mundo” y de “Día de los muertos y otros relatos”. Ha publicado cuentos en antologías, sitios web y revistas literarias, entre ellas PENUMBRIA, EL NARRATORIO y NOVIEMBRE OSCURO (Homenaje a POE). Asistió a el Taller de Narrativa de Alberto Laiseca y estudió Técnicas de guión en la Universidad del Salvador. Taller de Guión en CINEMATRES y Dramaturgia I y II con Mariana Mazover (Saquen una pluma ) Dirige EL NARRATORIO EDICIONES. Edita la Antología Literaria Digital EL NARRATORIO y el Webzine MUSIC EXTREME.

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¿Cómo poder describir un lugar tan amado con pocas palabras? ¿Cómo encontrarle una explicación al hecho de querer tanto a un lugar en el que uno ha estado en tan escasas oportunidades? Son pocos los lugares donde adquiere tanta significación la bandera italiana. Rosso come il sangue. Como la sangre de sus habitantes, como la sangre de sus caídos, de sus mártires. Sangre italiana, sangre eslava, sangre austríaca, sangre judía, sangre alemana. Tanta sangre derramada en ese lugar. Bianco come la neve. Como esa nieve que llena sus plazas en invierno, como la que cubre las copas de sus árboles mientras la Bora desata toda su violencia. Verde come i boschi. Como esos bosques que rodean a la ciudad y se extienden más allá, llegando a otras tierras tan distintas en idiomas pero tan similares en costumbres y en su pasado trágico reciente. Un lugar donde ya no se escuchan gritos, ni disparos, ni llantos, ni quejidos, ni explosiones, sino el graznido de las gaviotas reclamando su alimento en el Molo Audace. Donde la tranquilidad es la esencia. Donde las ruinas ahora son los monumentos que han quedado de la época romana, como el hermoso Teatro Romano

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tan cercano al centro de la ciudad, donde reina una paz ideal para contemplar la naturaleza y descansar respirando el aire del mar. Trieste es el recuerdo omnipresente de James Joyce, en bronce, con un pie levemente delante del otro, como caminando, cruzando el Ponte Rosso, atravesando el Gran Canal, tal como debe haberlo hecho tantas veces para llegar a los bares que frecuentaba en el centro de la ciudad. O a la gloriosa librería de Umberto Saba también frecuentada en algún momento por Ítalo Svevo y Carlo Levi. Mi Trieste está también en la Bottega del Nonno y sus tesoros literarios. En ese lugar donde uno puede encontrar miles de libros a un precio simbólico, y postales llenas de historias ajenas y al cual se llega a través de callejuelas que serpentean elevándose hacia lo alto y que en algún momento nos hacen pasar por delante del Arco di Riccardo, una maravilla de dos mil años de antigüedad y que, según algunos, toma su nombre del pasaje, como prisionero, de Ricardo Corazón de León por la ciudad. La esencia de Trieste puede verse también en las

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pequeños callejones del barrio judío desde donde se puede arribar casi por arte de magia a la Piazza della Borsa o se pueden encontrar lugares secretos para degustar deliciosos platos con especialidades regionales o simples paninos acompañados de un buen vino con gente que se reúne para tener agradables charlas. También en San Giusto y su catedral, justo al lado del castillo, ambos enmarcando la Basílica Forense Romana, conviviendo con el Museo Orto Lapidario y el Parco della Rimembranza. Tantas cosas y tanta historia en ese lugar. En ese espacio perdido en el tiempo en el que alguien hasta puede dejar una caja llena de libros junto a una pared para que el caminante simplemente tome uno de ellos como un regalo. Mi Trieste no es solamente esa ciudad hermosa que estoy describiendo, también es todo lo que tiene más allá. Todos esos pequeños pueblos de la costa adriática. Ese amarradero en Muggia, conocido hasta el cansancio a través de esa única foto de la casa de los abuelos pero que ahora tiene botes y naves de diseño más moderno. Ese sitio con una plaza central pequeña, como lo es la Piazza Marconi, donde se puede pasar un mediodía o

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una tarde tranquila, leyendo y observando a los turistas que buscan llegar al Castello que puede verse apenas se entra al pueblo. Trieste también es Miramare y su castillo que une la opulencia con la desgracia, con la tragedia. Ese pequeño paraíso desde donde partió Maximiliano de Habsburgo hacia su destino como emperador de México, hacia su muerte. El mismo castillo en el que habitó durante siete años Amadeo II, duque de Aosta, hasta terminar sus días en África durante la Segunda Guerra, muerto en un campo de prisioneros víctima de la malaria y la tuberculosis. Y es el lugar donde pasó algunos de sus años

de

locura

la

princesa

Carlota,

esposa

de

Maximiliano, viviendo en el Castelletto, aislada del mundo, rodeada solo por los jardines y la vegetación, mirando el mar desde donde jamás vería llegar a su marido. Pocas experiencias tan hermosas como tomar un capuccino triestino frente al lungomare con el sol de verano sobre el rostro. Sintiendo el olor del mar y viendo a algunos turistas acercarse a las embarcaciones que los llevan a excursiones en destinos cercanos. Ese mar que

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puede

tocarse

bajando

apenas

unos

escalones

enmarcados por bellas estatuas desde la plaza central, la Piazza Unità d’Italia. Esa plaza que se ilumina de noche mostrando los hermosos edificios que la rodean. Las palabras no alcanzan para dar una idea de los sentimientos que despierta la ciudad. Hay que estar ahí para poder tener una noción de la vida de ese lugar, que es mi lugar. Quisiera estar ahora mismo allí. En mi Trieste.

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OLAVARRÍA JUAN PABLO GOÑI CAPURRO Escritor argentino nacido en 1966. Reside en Olavarría. Publicó “Bollos de papel”, Editorial Mis escritos, 2016.“La puerta de Sierras Bayas”, Pukiyari Editores, USA (novela) 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera (España) 2015. “Alejandra”, (relatos), y “Amores, utopías y turbulencias” (poesía), Ed. Dunken, Argentina. Es colaborador en Solo Novela Negra. Obtuvo varios premios y formó parte de antologías y revistas en Argentina, España, Ecuador, México, Perú y Estados Unidos. Ganador del premio Novela Corta 2015 La Verónica Cartonera (España), del EDI II (corredor Latinoamericano de Teatro) 2015 y de Teatro mínimo Guerrero (2015 y 2016)

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En mi ciudad, Olavarría, estamos atentos a las costumbres de nuestros vecinos, si se quiere son una prolongación de nuestra propia vida. Cierto que hay costumbres y costumbres. La señora de al lado tiene la costumbre de salir a la calle con su perrito en brazos. El can en cuestión es un caniche, blanco, una bola enrulada. La señora tiene cuidado de vestirlo a tono con sus propios atuendos; ora una cinta roja como moño en su cabeza, ora una camiseta azul, el delicado perrito luce los mismos colores que cubren el abundante cuerpo de su dueña. La señora abre la puerta de su coche, instala al caniche en una silla especial en el asiento del acompañante y recién entonces se preocupa por sentarse al volante. La señora de al lado es muy simpática, preocupada también ella por sus vecinos, como buena olavarriense. No hay día que no salude al cruzárselos camino al mercado de la esquina, y que no los aconseje sobre cómo limpiar las veredas o adecentar los frentes o podar los árboles y acomodar sus canteros. La señora tiene gustos exquisitos, a pesar que su casa está oculta a la vista por un paredón gris, monótono y resquebrajado.

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Pero es tan dada, que no pierde ocasión en adiestrar a las madres sobre la educación de sus niños. Supongo que estudia para ayudarlos, ya que no tiene hijos. Tan altruista ella, dedicando su tiempo a los otros, ¡y tan generosa! Acopia dietas, en libros y revistas, y en vez de utilizarlas, se las regala a las vecinas. La señora de al lado es silenciosa. No así su caniche, que entrena sus cuerdas vocales a la madrugada. Ella insiste en proteger sus oídos, y los del vecindario. Fiesta que hay en la cuadra, fiesta que culmina con la visita de la policía, ante sus denuncias por ruidos molestos. Los policías se marchan sin labrar actas, pero se sabe que la policía tiene una especie de don para extinguir las fiestas. En esas ocasiones, la señora sale a la vereda, con su caniche en brazos, cuidando que los oficiales no se equivoquen de casa. Luego saluda a los invitados que se marchan, con su mano en alto, muy sonriente, satisfecha con su deber cumplido. Después, regresa a su santuario, cerrando la puerta de chapa que la protege de la calle. La señora de al lado es religiosa. Católica. Tan católica que cuando vienen de visita los mormones, o los

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testigos de Jehová, sale tras ellos, sin su caniche. Por supuesto, comienza con echarlos de su vereda. No conforme con eso, dispuesta a lograr por sí misma la salvación eterna de todo el vecindario, hostiga a los misioneros con su escoba, simulando que barre las veredas de toda la cuadra. Aprovecha como excusa el baldío de la vuelta, donde almas desaprensivas depositan bolsas de residuos fuera de hora. La señora las toma, las rompe y llena de basura las veredas, para empujarla contra las piernas de los misioneros visitantes. Ella misma se aplaude cuando hombres y mujeres cabizbajos cruzan la calle, atravesando el límite que ha impuesto como coto privado del catolicismo. La señora regresa a su casa mascullando insultos contra los maleducados que han arrojado tanta basura en su calle. La señora de al lado es democrática. Al atardecer, cuando saca al caniche con la correa para que haga ejercicio —el can se deleita destrozando bolsas media hora antes que pase el camión recolector—, cuida muy bien que el bicho sea riguroso con su caquita. Cada noche lo hace en una vereda distinta, para que todos en el barrio reciban por igual su bendición —menos ella, que

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ya tiene el cielo ganado. El caniche —que a la hora de deponer parece un mastodonte— no protesta, caga donde su dueña le indica. Una vez que acaba, la señora le pasa una toallita humedecida por la colita, antes de alzarlo y regresarlo a su cómodo puf, en una sala con vista al paredón. A pesar de su dedicación a los semejantes, la señora de al lado no es querida en el barrio Pueblo Nuevo, nuestro barrio. Ella lo ignora, su alma bien pensante sería incapaz de imaginar que sus vecinos la odian. ¿Cómo supondría que han planeado una venganza, y que esa venganza es esta noche? Me siento mal por ella. En estos instantes, cuando el sol se está debilitando,

estará

perfumando

a

su

perrito,

preparándolo para su nocturna excursión a las veredas, ignorando que todas las bolsas están llenas con un líquido verde, esperando por la mordida del caniche. Quedará condenada a usar el resto de su vida ese color que odia, como le ha resaltado más de cien veces a la señora de la casa de la esquina, a menos que decida romper su hábito y salir a la calle con un caniche de colores fuera de tono con sus ropas.

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Las ocho y media de la noche. La señora de al lado sale muy oronda, con la cadenita naranja a juego con su batón. El caniche se arroja voraz sobre la primera bolsa, la de mi casa. Corro las cortinas y dejo de mirar. Por buen vecino, me he sumado a esta horrenda iniciativa. Pongo música para no escuchar los gritos de la señora al ver el resultado de la perversa maniobra. Que me acuse de ser el instigador, es lo de menos. Lo más grave va ser verla salir, a diario, vestida de verde, el mismo color que vestía mi mujer la noche que la encontré en la cama con un hombre conocido, el hombre que vivía en la casa de al lado.

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EN LA CIUDAD DE MÉXICO JÉSSICA DE LA PORTILLA MONTAÑO 1979, Ciudad de México. Bloguera, editora, traductora, periodista. Desde 2007 escribe el Blog de La Niña TodoMePasa Dice… en www.TodoMePasa.com .En el mismo año se graduó de la Escuela Mexicana de Escritores de Sogem y comenzó a publicar cuentos y poemas en libros y revistas. En 2010 se mudó a León, Guanajuato, donde radica con su esposo y su hija. Desde 2013 publica textos de diversos autores en su página web, y desde 2015 edita la página Educación y Leyes para Todos (www.HectorJLorencilla.com), escrita por Héctor Juárez Lorencilla.

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Revisé mi cajón, el bote de los ahorros, hasta el escondite que mi esposo daba por secreto. Nada. No encontré medio centavo en la casa, y tenía que comprar una lata de leche para Selene. Mi hija no dejaba de llorar. Y Ricardo ni para cuándo regresara de viaje. El departamento de mi madre estaba dos pisos arriba del mío. Tomé a Selene en brazos y me dirigí hacia las escaleras. Con mucha suerte, mi hermana ya habría llegado de la Normal. Miriam abrió la puerta. No dijo nada al verme llegar, otra vez, cargando a la niña con mi cara de idiota. La seguí hasta la sala. En una silla estaba su enorme vestido de novia. Pero qué envidia me daba imaginar su perfecto destino. —¿Tan pronto te quedaste sin recursos? No contesté. Era suficiente con tener que pedirle chichi a mi familia por tercera ocasión en la misma semana. —¿Ahora cuánto requieres? —Solo para una lata. Ya no puedo darle pecho. —Pero cómo vas a darle nada. Mira qué flaca

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estás. ¿Desayunaste? Falta una hora para que mamá regrese de la fábrica. —Ya comí, gracias. No había probado más que atún y pan en dos días. Mi niña dejó de llorar en cuanto vio a su tía. La acosté en el sillón grande y seguí a Miriam a la cocina. Mi hermana ya me había dicho que, justo cuando mi panza de cuatro meses y yo dejamos su feliz hogar, mamá comenzó a guardar lo de la renta en un monedero que dejaba entre los trastes. ¿Guardaba su renta o la mía? —¿Y para cuándo viene tu maridito? Tomé el billete que me ofrecía para guardarlo en mi brasier. —Anda, come algo —insistió—. Por favor. Las alubias me quedaron deliciosas. Te prometo que no están saladas. —Gracias —la interrumpí—. Con esto me alcanza. En cuanto pueda les pago. Ya me voy. No quiero escuchar la cantaleta materna. —Ay, Laura —dijo Miriam mientras sacaba un plato y una cuchara. —odiaba su lástima― Deberías

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buscar trabajo. Cualquier trabajo. Puedes etiquetar cosas sin salir de la casa. ¿Prefieres morirte de hambre? Por nosotras está bien, si eso quieres. El problema aquí es que jamás hay para esa niña. ¿Para eso decidiste tenerla? Órale. Siéntate. Miré el plato. Clara y mi madre se la pasaban mentándosela a la inflación y al dólar desde que dejó de alcanzar para pollo y carne. Mi hermana también prefería morirse a decir que tragaba frijoles casi del diario. —Ricardo quiere que me encargue de cuidar a Selene —contesté, molesta. Comencé a cucharear las “alubias”—. Con lo que gana nos basta y nos sobra. —Sí. Ya veo. Miriam movió la cabeza de un lado al otro. —¿Y por qué ni siquiera te deja visitarnos? Todo el edificio se tiene que estar enterando; hasta acá se oye el escándalo cada que él llega gritando que ya llegó, como si nos diera gusto. La dueña ya nos advirtió que, a la siguiente, ahora sí le van a hablar a la policía y al camión de mudanza. —¿De qué hablas? —solté la cuchara—. ¡Nos

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llevamos mejor que nunca! Son imaginaciones de ustedes. En lugar de estar felices por mí… A ver, tú que lo sabes todo, mejor explícame por qué Clara se la pasa tomándome el pelo con lo de “defender el peso como un perro”. —Ay, Laura. En serio que no entiendes nada de nada, ni lo que pasa a tu alrededor. Me sorprende que siendo hija de quien eres... No puede ser que ese cabrón te haya vuelto misógina, machista y mediocre en tan pocos meses. —¿Misógina? Miriam puso los ojos en blanco. Sólo hay algo peor que saberse ignorante: que un sabiondo te lo restriegue. —Bueno —dejé el plato casi lleno sobre la estufa— pues gracias por la limosna del día, su merced. Ya me voy con mi beba a jorobar a otra parte. —Como prefieras —Miriam guardó el plato en el refrigerador—. Pero si le pasa algo a tu hija... Mi mamá no se anda con sandeces. ¡Y mejor que no te la encuentres! —Sí, pues —contesté mientras caminaba hacia la

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sala—. Sandeces. Ah, me encantaron tus alubias. ¿Cuándo me invitas caviar con tamales? Cargué a Selene. La niña comenzó a gimotear. Azoté la puerta del departamento en cuanto salí. Afuera de la tienda grande me encontré a Clara. Selene dejó de llorar al sentir los brazos de su madrina. —¿Cómo estás, nena? La niña agitaba las manitas, feliz. De regreso al departamento, Clara me ayudó a preparar el biberón mientras yo doblaba pañales de tela. Con mucha suerte, ese bote iba a alcanzar para dos semanas. Odiaba tener que pedir caridad, pero al menos mi hija ya tenía su leche de fórmula. —Me hubieras dicho a mí. ¿No ves que defiendo el dinero como una fiera? ¡Guau, guau! Los gruñidos de mi comadre me hicieron reír como loca. Me senté junto a ella y encendí el televisor. Estaban entrevistando a Olga Breeskin, para variar. —¡Qué crees! Ayer fui por mi certificado. —Ah... ¡Felicidades! Por supuesto que me daba gusto por mi amiga.

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—¿Me

acompañas

la

siguiente

semana

a

inscribirme a la Secretarial? —Sólo que Ricardo no esté. Ya sabes cómo se pone si salgo. —Ay, Lau. Deberías terminar la secu. Te ayudo a hacerla. Él ni tiene para qué enterarse... ¿Cómo ves que voy a ser bilingüe? Dice una egresada que el inglés te lo enseñan con canciones de los Beatles. ¿A poco no suena bien padre? —¿Y a qué horas quieres que estudie? —doblé el último pañal limpio—. Ni noticias me dejan ver. Se me va el día entero con tanta cosa, y a mitad de la noche me despierta la nena. Es bien traviesa tu ahijada. Clara miró la sala: el piso estaba lleno de juguetes de plástico. —Ajá. ¡Ve qué relajo tienes! A ver, ¿dónde están tus libros? —Pues los he estado vendiendo pa’ comprar bolillo. —¿También los que te regalé? ¡Mentirosa! Mejor dime que te pegan, no por estudiar sino por querer hacerlo.

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Levanté los hombros haciéndome la que no escuchaba. —Pero ni pregunto qué le pasó ayer a la Lucía Méndez en tu comedia. ¿Para eso te desvelas toda la semana? Ya te dije que te acompaño al DIF… No contesté. ¿Para qué? Mi mejor amiga conocía bien mi situación, para qué comentarla: no maquillaje, cero escuela, el televisor blanco y negro que nos heredó mi madre... Ni pensar en conseguir un empleo, ya parece que yo iba a tener mi propio dinero “para andar de perdida”, como decía mi suegra sobre su única hija con estudios. Selene se había quedado dormida. Por fin. Clara y yo fuimos a mi recámara para dejarla en su cuna. —Voy con Miriam y regreso. Quiere que sea su dama de honor. —Okay —contesté—. Voy a aprovechar para darme un regaderazo. —¿Apenas te vas a bañar? —Llévate mis llaves, están en la mesa. No quiero que se despierte la niña. —Ay, tú, ¡tendrás tantas visitas!

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Mi comadre rió antes de cerrar la puerta. Me asomé a la habitación. Selene dormía en la cuna. No le hacía caso a su Lagrimitas Lilí, desecho de mis sobrinas ricas de Ciudad Satélite. Ni una muñeca de trapo pude comprar para darle algo más el día de Santos Reyes. Estaba encendiendo el boiler cuando escuché gritos en las escaleras. No habían pasado ni tres minutos de la salida de Clara cuando alguien entró al departamento: era Ricardo. Su botella de tequila estaba casi vacía. —Ya llegué, reinita. Caminó hacia la puerta de nuestra habitación para darme un beso en la boca. Giré la cara al sentir ese aliento. —¿Qué? ¿No te da gusto verme? Tengo hambre, ruca. Sírveme. Se sentó en el sillón grande y le dio el último trago a su botella. —No hay nada, mi amor. Puedo ir y pedirle a... —¿Cómo que nada? ¿Y toda la feria que dejé?

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—¿Y crees que con eso me alcanza? La niña se enfermó, y... —¡Tú y tu pinche escuincla! —Ricardo me señaló con la botella—. Siempre lo mismo. Siempre esa mocosa antes que yo. —También es tu hija. —Eso me juras tú. Yo no estoy seguro. ¿Cómo podía decir eso? —Bueno, ya. No vayas a chillar, que apenas vengo llegando. Y dame mi beso de bienvenida. Dejó la botella en el piso, frente al sofá. Se puso de pie para caminar hacia la puerta de nuestra recámara. Volví el rostro cuando intentó besarme en la boca. Cerré los ojos al sentir un manotazo en la mejilla. Choqué contra la pared y perdí el equilibrio. Mi esposo me jaló del brazo. —¿Así me recibes? Levántate. ¡Que te levantes! ¿Es cierto que andas con otro? —¿Con cuál otro? —Tu ex, el baboso. La mocosa se parece más a él. —¿Cómo dices eso? ¡Te consta que yo era virgen! —Eso me lo han dicho todas.

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La mano de Ricardo me mandó de nuevo al piso. Traté de ahogar mis sollozos. —Y me lo siguen diciendo, reinita. ¡Pa’ que lo sepas! Volvió a levantar la mano. Mientras no nos escuchara la dueña del edificio... Ricardo miró la puerta de nuestra habitación. Selene había despertado. —¡Calla a esa huerca! Me levanté como pude. Seguí a mi esposo a la recámara. Él encendió la luz. —¡Cállala! ¡Ya es suficiente contigo! Caminó hacia nuestra cama matrimonial. —¿Qué haces? Se acercó a la cuna sosteniendo en alto mi almohada. Jalé a Ricardo del cabello. —¡Déjala! ¡A mi hija, no! De un golpe me aventó al colchón. Cubrí mi cabeza inútilmente una, dos, tres veces. Ricardo, de pie junto a mí, había tirado la almohada y cerraba los ojos

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para no verme. Conociéndolo, ya estaría haciendo cuentas de si aún le alcanzaba para mi ramo de flores del día después. Grité una, dos, tres veces. Al menos se había olvidado de Selene. —¡Cállate! Me llevé una mano a la nariz. Sangre. —¡Que te calles! Le rogué a Dios que cualquier vecino le avisara a la policía. —¡Te dije que te callaras! ¡Ni cocinar sabes! ¡Debí dejarte con tu paquete! ¡Abandoné a mi madre por ti y tu domingo siete! ¡Eres más zorra que mi hermana la que se cree ejecutiva! Ricardo levantaba el brazo una y otra vez sin parar de insultarme. Escuché un vidrio roto y sollozos. El llanto de Selene cesó. Me limpié la cara: el padre de mi niña yacía bocarriba en el piso, a unos centímetros de nuestra cama, casi en la misma posición en que él me tuvo minutos antes. Junto al ropero estaban Clara y Miriam

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abrazándose. Y de pie, delante de ellas, mi madre sostenía la botella de tequila rota. Aún llevaba puesto el sobretodo de la fábrica de ladrillos. —¡Al fin que tienes la cabeza hueca! ¿No que muy machín? Ricardo se llevó una mano a la frente. —Ay... Mi madre lo pateó en las costillas con sus botas de hule. —¡Cállese, Juan Camaney! ¿Mascas chicle y pegas duro? Órale, vamos a echarnos un tiro limpio aquí mismo tú y yo. —Suegrita... Mi madre pateó a Ricardo una, dos, tres veces. —¡Nada de suegrita, igualado! ¡Aguántese como las viejas! Búscate otra que te limpie estos charcos. Lauris aquí no regresa. Mi lengua se resistía a moverse. —¿Y mi hija?, ¿mamá? —Aquí la tengo ―dijo Clara. La risa de Selene me tranquilizó. Mi niña estaba a salvo.

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—¡Órale, ustedes! —dijo mi madre—. Súbanse y pongan café bien cargado. —Sí, Doña. Miriam y Clara caminaron hacia la puerta de la habitación. —No —dije—. Dame a mi hija. Mi mamá negó con la cabeza. —Primero párate de ahí. Clara se acercó para ayudarme. Selene aplaudió cuando la tomé en brazos. Ricardo seguía quejándose. —No. No te vayas. Mi mamá lo empujó con el pie hasta dejarlo bocabajo. —¡Cállate, burro! —Mamá levantó la mano para mostrar lo que quedaba de la botella. —A mi hija ya la madreaste lo que se te dio la gana. ¡Y a mi nieta la tienes como perro hambriento! ¿O tengo que rogarte para que esté bien mi familia? Mamá me señaló el ropero. —¡Órale, mensa! Agarra las cosas de Selene. Luego mando por las tuyas.

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—Mi vieja no se va... —¡Que te calles, inútil! Y ya estuvo bueno de jugar a la casita. Laura, o te vienes conmigo ahoritita mismo, o a ver qué bruja te rescata de tu príncipe de la colonia Doctores. —Laura... Laurita... Ricardo me miraba arrepentido. Qué novedad. —Te espero un minuto en la sala. Y si no sales, me regreso por mi nieta y no la verás hasta que tu gusano se largue otra vez. Mamá salió de la habitación, furiosa. Miriam y Clara la siguieron. —Amor... Ricardo extendió el brazo. —Perdóname... Cerré los ojos. Lo imaginé tocando la puerta del departamento de arriba. Y ya estaba escuchando a Miriam rogarle que no regresara. ¿De qué color serían las hermosas flores del día después? Me acerqué a la cuna para tomar el pañalero y una cobijita. Caminé por encima de Ricardo tratando de no pisarlo.

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—No me dejes... Laura... Azoté la puerta de la habitación matrimonial en cuanto salí con Selene.

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PARÍS ¡VIVE LA FRANCE! DAMARIS GASSÓN PACHECO Nací en Caracas, Venezuela en diciembre de 1970. Soy Administradora de profesión y actualmente me desempeño como Auditora. Escribir es mi más ardiente pasión, lo que me permite ser el médium de las voces que me hablan de otros mundos, de realidades diferentes. Tengo el gran honor de tener ya publicados diez cuentos con El Narratorio, dos con la Revista Penumbria y uno con la Antología de Cuentos Venezolanos en la Revista Tiempos Oscuros. Espero que las voces nunca callen, el mundo se volvería gris y mediocre sin ellas.

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Ustedes dirán ¿Qué puede tener de original que mi lugar favorito en el mundo sea París?, ¿que haya visto la película «Amelie» hasta la saciedad?, ¿que mi apellido, Sivion sea de origen francés?, ¿o que me haya resultado extremadamente fácil aprender el idioma francés? Ya las premisas empiezan a cerrar el panorama, pero todas son absolutamente ciertas. Tenía años planificando mi viaje a Francia, tanto a las rutas convencionales de París (la Torre Eiffel, Notre Dame, el Palacio de Versalles) como a la campiña francesa y ciudades como Saint Tropez, Niza o Ruan. El viaje en avión fue excitante; no es que no haya viajado antes, sino que pagué mi boleto en primera clase y era evidente para todo el que compartía conmigo que estaba haciendo el viaje de mi vida. Al bajar en el aeropuerto y antes de tomar un taxi, deposité un beso en la calle con mi mano derecha. Hasta el taxista fue amable conmigo, pese a mi acento y a mi aspecto latino. Me hospedé en el hotel Le Bristol, decidida a tener la experiencia más lujosa de mi vida (y la obtuve) pero mis recorridos por la ciudad serían estrictamente a pie. Tenía un tiempo bien holgado para conocer y estaba decidida a

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vivir la aventura con mis cinco sentidos. Qué deleite la comida, los vinos, la gente, los museos, la ópera… Pero la bendita curiosidad de conocer mis orígenes enturbiaría todo. Antes de venir aquí, yo ya había leído sobre Catherine Deshayes, mejor conocida como La Voisin, que resultó ser una famosa bruja y envenenadora del siglo XVII y que fue juzgada en el reinado de Luis XIV (El rey Sol) y condenada a morir en la

hoguera.

Dejó

una

descendiente,

Marguerite

Monvoisin que pese a no estar involucrada en las prácticas de su madre, se le juzga y condena a prisión, de la que después se fuga. Se desconoce hasta ahora la fecha de su muerte. No hay que ser un genio para saber que Sivion es un anagrama de Voisin y en mi familia siempre fue un secreto a voces que Marguerite Monvoisin fue nuestra antepasada, pues tras su fuga emigró a América cambiando su identidad con la ayuda de Madame de Montespan, que requería con urgencia que el caso fuese cerrado de una buena vez por ser la favorita del Rey y por estar involucrada en él. Sé que varios siglos nos separaban de estas turbulentas historias, pero algo me llamaba a averiguar, a saber si era posible en cierto modo

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establecer una conexión entre mis antepasados y yo. En la Francia del siglo XVII las misteriosas muertes por envenenamiento o intoxicación que se sucedían

en

París

en

aquellos

tiempos

hicieron

sospechar a la policía de que aquello no podía ser obra de una sola persona ni fruto de la casualidad. El 8 de marzo de 1679, Luis XIV ordenaba la creación de una corte especial conocida como la «Chambre Ardente» y dirigida por el teniente Nicolás de La Reyne, que intentaría dilucidar aquellos supuestos y extraños crímenes. Tras unas cuantas detenciones, le tocó el turno a La Voisin. En 1679, tras asistir a la misa del domingo, Catherine fue detenida. La Reyne sospechó de ella al encontrar en su casa de la Rue Beauregard un pabellón con las paredes tapizadas de negro y un altar decorado con una cruz y velas negras. La detención de Catherine, junto con Marie Bosse y Adam Coeuret, daría un giro a la investigación. Acusándose unos a otros, «confesaron haber hecho abortar

a

un

número

elevadísimo

de

mujeres,

envenenado por encargo a diversas personas, practicado magia negra y organizado ritos satánicos y misas

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sacrílegas en el curso de las cuales se sacrificaban recién nacidos». No es que no manejara esta información antes, pero obtenerla directamente de los archivos del caso me causó una gran impresión. Salí a tomar aire fresco sin darme cuenta que estaba en plena Place de Gréve, y al pisar el centro de la plaza me invadió el vértigo y la inconsciencia. Cuando abrí los ojos de nuevo, me encontraba atada a un poste de madera y a mis pies una pira empezaba a arder. Decenas de personas me rodeaban y me miraban con temor y respeto y, pese al terror y la confusión que me invadían, era incapaz de proferir ni un lamento. Por alguna extraña razón reconocí al verdugo que me acompañaba y a un puñado de personas que presenciaban mi condena. Era extraño el ambiente, pues era sucio y hediondo. La gente también era tosca y con una vestimenta anticuada, parecían no estar presentes del todo, como una foto sobreexpuesta. Cuando las primeras lenguas de fuego empezaron a lamer mis pies y sentí las quemaduras de una forma vaga, entendí que no era yo la que estaba siendo quemada, era La Voisin, y por alguna extraña razón yo

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tenía la posibilidad de revivir su tormento. Sentí cómo morimos ambas, intoxicadas por el humo negro que nos asfixiaba. Para cuando las llamas empezaban a derretir nuestra carne, ya estábamos muertas. Justo antes de morir, la mente de La Voisin tocó la mía, una mente negra y venenosa como un nido de serpientes y la única palabra que refulgía como un anuncio de neón rojo era: «Véngame». Paris ya no solo es mi lugar favorito en el mundo, sino mi residencia. Ya soy de hecho ciudadana francesa, he perdido el acento y en cierto modo mi apariencia latinoamericana, con decirles que mis ojos se han vuelto azules sin usar lentes de contacto y mi pelo se ha vuelto rubio sin necesidad de decolorarlo. Estudio mucho y he logrado relacionarme con personas de gran abolengo. No he tenido problemas para adaptarme, se podría decir que soy una araña que teje pacientemente la tela del destino de los que alguna vez dañaron a mi familia. Ya lo habrán oído decir: «Los pecados de los padres recaerán sobre los hijos hasta la séptima generación».

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EDIMBURGO ALEJANDRO E. FERRARI Es argentino, vive en el Gran Buenos Aires, en la localidad de Adrogué. Es Licenciado en Química de profesión y dicta clases en la Universidad Nacional de Quilmes. Es casado y tiene dos hijos. Descubrió su vocación de escritor siendo ya adulto, donde concurre al taller literario desde hace tres años. Publicó el cuento “El círculo de fuego” en El Narratorio (número 14, Abril de 2017). Es un ávido lector de novelas policiales y de cuentos de terror. Además de escribir, se dedica a coleccionar minerales y a la jardinería.

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La calle Cowgate estaba desierta y en penumbras. Las únicas luces provenían de las murallas del castillo, iluminadas con antorchas. Me detuve un instante frente a unas tiendas de whisky, donde había contraído demasiadas deudas. Todo por mi maldito vicio. Doblé en la calle St. Mary y llegué al hogar de mi tía Eidora. La casa estaba descuidada y con una sensación general de abandono. El pasto estaba muy crecido y la enredadera que cubría la pared estaba seca. En el silencio de la noche escuché unos pasos en la calle empedrada. Era el vigilador nocturno, llevando una lámpara de aceite en una mano y un silbato en la otra. Me escondí en un patio oscuro, entre los muros elevados de las casas, hasta que pasó de largo. La calle estaba otra vez desierta. Era mi oportunidad. La puerta de la casa estaba abierta. Otro descuido de mi tía. A pesar de la oscuridad interior, pude observar que el polvo ya se acumulaba en los rincones, y unos chasquidos me sugirieron la presencia de ratones entre los muebles. Subí la escalera sin hacer ruido, desde la planta alta llegaba el resplandor tenue de una vela. Cuando me

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asomé a la habitación, mi tía peinaba sus largos cabellos blancos sentada frente a un espejo, junto a la ventana que daba al puerto. —Siempre llegas sin avisar, Angus —me dijo sin volver la cabeza y con una voz fría y cansada. Mi tía tendría unos ochenta años, y una inmensa fortuna. Nunca nos llevamos bien, pero hoy sentía pena por ella. Hoy necesitaba su dinero. Mis acreedores me acosaban, ya no podían esperarme más. Me invadió una decepción profunda. Una vida despilfarrada, de deudas y huidas. Mi tía no tenía hijos, yo era su único heredero. Pero no había tiempo para esperar a que Dios se la llevara. Mientras la miraba acaricié el cuchillo que llevaba en el cinturón. Por la ventana entraba la voz del vigilador, que canturreaba algo en gaélico. Me quedé un instante embelesado mirando la luna llena sobre el fiordo del rio Forth. —El vigilador va a escuchar mis gritos —dijo ella con calma— y vendrá la policía. La sangre se me heló en las venas.

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¿Cómo podía saber esa vieja decrepita lo que me proponía hacer? Pero ya no había lugar para volverse atrás. Me acerqué despacio, ella estaba sentada dándome la espalda. Me detuve con el cuchillo en mi mano. Pensé que si la tomaba en mis brazos y la arrojaba por la ventana, su muerte parecería un accidente. Pero ella era tan alta como yo, y conservaba algo de fuerza. La noche era quieta y serena, los gritos se escucharían afuera. El cuchillo sería rápido y silencioso. Mañana, con la luz del día, vendría a revisar donde guardaba el dinero. De pronto mi tía se levantó y me enfrentó, parándose muy cerca. Su aspecto me dio miedo. Estaba muy pálida y delgada, sus ojos azules eran vidriosos, sin brillo. Una muerta en vida, un fantasma. Lo más sensato habría sido dejarla morir por causas naturales, no podía quedarle mucho tiempo. Pero el tiempo apremiaba. Ella vio el cuchillo en mi mano, pero seguía mirándome fijo a los ojos. —Estás demacrada, tía.

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—Igual que vos, Angus. Antes de que pudiera hundirle el puñal, ella levantó suavemente la cabeza. Y con la luz pálida de la vela pude ver una herida cortante en su cuello. —¿Vas a hacer esto una y otra vez, Angus? No entendí lo que me decía, pero ella tomó mi brazo con suavidad y me hizo girar hasta ubicarme frente al espejo. Allí pude ver mi rostro. Ella tenía razón, estaba pálido y demacrado. El espejo me devolvió una imagen imposible. Yo también tenía una marca en el cuello. —Si me hubieras pedido el dinero, te lo hubiera dado, Angus —dijo su voz a mis espaldas. Con terror creciente noté que la marca en mi cuello no era una herida cortante, sino de una soga apretada. —Y así los dos seguiríamos respirando el aire de esta maldita ciudad.

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CANTO DE LA CIUDAD DE MONTEVIDEO GRACIELA VARGAS RAMOS

Escritora, profesora en Artes Plásticas y Teatro. Recibió varios premios internacionales y nacionales en Uruguay. Recientemente ganó el 3º premio en cuento infantil "Manini Rios y A.E.D.I.(Asociación de Escritores del Interior) Publicó un libro comunitario: "Filos que teje el silencio". Y antologías en España. Premios con libros de antologías virtuales: Juana De Ibarbourou y Ediciones Letras. Selección premios ISEKIN (España) POR LA PAZ. Es Integrante de: U.M.E.C.E.P. Grupo Cultural Charrúa. Unión Mundial de Escritores por la cultura y la paz. Grupo Erato. Unión Hispano mundial de Escritores. Grupo Cultural Semilla de Humanidad. Sociedad Literaria Guyaan y Asociación Mundial de Escritores Latinoamericanos.

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Amanece, y la ciudad se despierta. Lentamente se despereza, sale de la modorra nocturna, algo inconsciente. Cuesta arrancar… todavía guarda el aroma del alcohol y del humo de cigarrillos trasnochados. El desayuno con el sol y el rocío de la mañana le da el empuje y las fuerzas para empezar el trajín…largo e intenso trajín… La ciudad se sacude la madrugada de sus hombros y se comienza a mover con las caravanas de diversos

vehículos,

los

bondis

tempraneros,

los

bocinazos y las voces de los primeros vendedores ambulantes, tratando de ganar clientes con facturas calientes. El smog estacionado comienza a ascender contaminando el aire; el olor de los combustibles, tan característicos de las grandes ciudades. Comienza la vida, desordenada, pero vida al fin: los gritos, las conversaciones, las bocinas, los bloqueos, los insultos, la música urbana mezclada con las voces de los vendedores que, a viva voz, ofrecen sus mercaderías intentando competir en los precios.

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Personas meditabundas, con o sin prisas, que se dirigen a los ámbitos de trabajo, de estudios, o simplemente

de

aglomeraciones,

compras.

propagandas,

Frenazos, y

entre

reclamos, medio

del

conflicto, palomas volando, que no son ajenas al barullo urbano. Se posan en las plazas buscando desechos del día anterior. Algunos transeúntes se aflojan del estrés, y comparten con ellas migas de pan. Y en un momento, decenas de ellas, hacen cabriolas compitiendo por la comida. Los semáforos trabajan sin descanso, ante el infernal tránsito. La ciudad despertó de su letargo. Cada trabajador inmerso en su tarea: los recolectores, los barrenderos, los taxis a full, los carros de los cartoneros, los deliverys… Los restaurantes abren sus puertas y colocan pizarras con el menú del día; los kioscos con sus revistas y diarios; los supermercados atestados de gente. Y colas de personas, las eternas colas para todo: el gas, el agua, la luz, el teléfono y las oficinas de

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préstamos en el día. La marea de gente que sube, que baja, y yo entre ese maremágnum contemplo, escucho, huelo. Me siento en un banco de una plaza, miro la gente pasar, la que alimenta a las palomas, los niños que juegan, felices, ajenos a la vorágine citadina y ¡oh, sorpresa! entre medio de todo, un trozo de cielo azul alumbrado por el sol ¡hermoso! Los árboles de todos los colores, amarillos, naranjas, rojos y ocres, me muestran ese bello colorido del otoño, que ya está pisando fuerte. Pronto será invierno. Pero nadie tiene tiempo de contemplar esta maravilla, la hora es tirana. El reloj se come el día, todo es acelerado, vivimos corriendo por las obligaciones y deberes, pero no hacemos un alto para el disfrute de la vida misma. Desciende el día, otra jornada se extinguió; se van encendiendo las luces de la noche y, nuevamente, el regreso, los ruidos, todo el mundo de retorno, ansiosos por estar en la paz de su hogar compartiendo momentos en familia. Otros compartirán la soledad en paz y el resto con sus amigos, gastando energías en la noche.

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Paulatinamente el reloj aumenta el horario, la ciudad se aquieta de la conmoción diurna. Se agotó otro día intenso. Exhausto tendrá que cenar algo de luna si la hay o recurrir a las opacas estrellas para tomar energía y poder enfrentar el nuevo día. Es la vida misma. Hay que descansar, mañana será otro día en la infernal ciudad.

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PAN DE AZÚCAR URUGUAY ALINA TORTOSA Buenos Aires, Argentina, 1938. Escritora, crítica de arte, curadora, traductora al y del inglés. Enseñó en la Universidad del Salvador en Buenos Aires: Arte y los medios y Encuentros con el arte contemporáneo en idioma extranjero (inglés).De 1998 al 2005 estuvo a cargo de la página principal de arte del suplemento dominical del Buenos Aires Herald. Ha escrito sobre arte contemporáneo en catálogos y otras publicaciones en español y en inglés. Lleva publicado libros de poemas en español y en inglés, libros de cuentos y una novela en español. Vive en Pan de Azúcar, Uruguay.

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Au plus profond, ma connaissance de moi même est obscure, intérieure, informulée, secrète comme une complicité. Marguerite Yourcenar en Mémoires d’Hadrien.

No lo imaginé. Fui llegando sin darme cuenta que iba. Lo conocía como un lugar más, no lo había visto como lo que realmente sería: mi lugar en el mundo. Se llega por una ruta nacional, poco transitada durante la mayor parte del año, a un camino vecinal de tierra ondulado en curvas, subidas y bajadas que llevan a la portera de entrada de El Rincón. Quienes me visitan por primera vez pueden sentirse deslumbrados por el paisaje o desalentados por el aislamiento físico geográfico. Entrando, a la izquierda, un cerro sube intercalando piedras, hierba, vertientes, coronillas y matas de espina de cruz. A la derecha, se abre un valle que desciende en una pendiente suave para remontar discretamente hasta un repecho. Entre ambos el camino interior sube en vueltas ariscas sobre terreno desparejo hasta llegar a las casas y a los galpones. Estos, casas y galpones, están en el punto más alto del establecimiento. El cielo lo cubre todo, el cielo abierto en el que se configuran las nubes en grises y

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blancos sobre el fondo gris celeste o azul. Desde la galería de mi casa —un rancho de más de cien años— se ven las sierras en el horizonte. Según transcurre el día, su luz tiñe o destiñe las sierras lejanas. Quienes me visitan mencionan también el silencio, que interpreto como la ausencia de sonidos urbanos. De mañana, temprano, se escucha el canto de las cotorras desde sus nidos en las palmeras a ambos lados de la galería, ese sonido agudo de matracas que dan vueltas y vueltas. O el mugido de alguna vaca o de varias. Las dos perras de la casa que rasguñan la puerta de mi dormitorio para que las deje salir al campo. De noche se escucha la voz insistente de los grillos o el croar de las ranas. Y cada tanto, ladridos de los perros del encargado comentando quien sabe qué. En un principio no fue todo paisaje y cielo abierto, me había tocado en suerte el campo en una separación de bienes. Hube de acomodarme de una cultura urbana a otra cultura, a otro lenguaje, a otros tiempos. Mi relación con la tierra hasta ese momento había sido a través de los jardines de mi vida, con límites periféricos

precisos

y

responsabilidades

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limitadas.


Llegaba de la poesía —de las primeras estrofas cándidas de la infancia a otras mejor articuladas más tarde, de la enseñanza del inglés, de la crítica de arte y de la curaduría. El campo abierto y la cría de ganado eran entonces territorios vírgenes para mí. Como lo fueron otras

labores

campesinas

y

el

trato

con

gente

propiamente de campo. Hace treinta y cinco años la línea telefónica era precaria, para una llamada de larga distancia había que ir al pueblo y esperar turno, no había llegado el Internet y no suponíamos la posibilidad del wifi. Criada y formada en la ciudad, el hablar y escuchar habían sido ejercicios inmediatos, preguntas y respuestas se habían sucedido sin intermitencias. En El Rincón y en la misma ciudad de Pan de Azúcar — entonces más pueblo que ciudad— aprendí que debía cambiar el tono de lo que decía, debí moderarlo, y si hacía una pregunta, esperar que mi interlocutor se reponga antes de animarse a contestar. Algo así como pasar de la música clásica de siglos pasados a la música clásica contemporánea en la que los espacios entre las notas o frases musicales pueden ser extemporáneos.

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Trabajar en el campo fue una escuela dura, pero escuela al fin, dado que me involucró en un aprendizaje que fue más allá de la cría de ganado, si bien este constituyó el corazón de la gestión. Fue una inmersión en usos y costumbres y prejuicios instalados que me habían sido ajenos. Durante

los

primeros

quince

años

seguí

trabajando en Buenos Aires escribiendo poesía, cuentos, una novela, en traducciones, en curadurías y haciendo crítica de arte. Viajaba una vez al mes a El Rincón por cuatro o cinco días, recorría a caballo el predio, me involucraba en tareas con el ganado, y con dificultad me hacía cargo de las tareas administrativas y el papeleo. Venir de una cultura urbana reflexiva me permitió comprender cuales prácticas tradicionales en el manejo del ganado no eran funcionales, cuales lo eran, y lo que se podía mejorar. Esto de cómo mejorarlas era una cuestión de sentido común básico. Pero se sabe, éste es el menos común de los sentidos. Quince años después renuncié a las clases que daba en la USAL —Universidad del Salvador—, antes había renunciado a la página que escribía para el

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suplemento dominical del Buenos Aires Herald, para quedarme a vivir en el campo. No imaginé, ni supuse, como esto de haber aceptado una obligación que no había previsto, en teoría contrapuesta a la vida que había elegido originalmente, me llevaría a encontrar mi lugar en el mundo.

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LLUEVEN RECUERDOS EN LA CIUDAD DE MÉXICO CECILIA JANET RAMOS MONTES Nacida en la Ciudad de México. Anacrónica. Escribe lo que ve, siente o imagina; pero sobre todo: aprende de los que saben escribir.

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Un día lluvioso, como los que a nadie le gustan, golpea la ventana más grande de su apartamento. Ella, desde ahí, siempre toma un tiempo para mirar pasar los aviones. Aunque en el ruido interminable de la ciudad ya nadie perciba el sonido que hacen, es para ella siempre muy bello recordar las muchas veces que pisó el aeropuerto despidiendo y recibiendo al amor de su vida. Hace tanto tiempo de ello, que sus suspiros forman vaho en el cristal y en su rostro sus lágrimas se confunden con el reflejo de las gotas al escurrirse por la ventana. Cae la tarde. Nadie que siga el ritmo ajetreado de esta ciudad podrá descubrir la maravilla de sus lentos atardeceres. Sin embargo, a Julieta los atardeceres le evocan siempre el recuerdo de los amores que se le han escapado de las manos, tal como al sol cuando se lo traga el ocaso. Y piensa en él. Él, que fuera motivo de suspiros en otra época. También los recuerdos suelen llover. En Bogotá, Santiago cena con su familia, acaba de volver de su trabajo. Besa a su hija, besa a su esposa, sonríe, prepara el telescopio para mirar a Orión y a la Luna que, por allá —lejos de Julieta y la Ciudad de

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México—, ya salieron. Hace tanto de todo, que él ya no recuerda nada de ella. Parecería que es una historia unilateral que sobrevive sólo en la memoria de Julieta. Era una mañana común, en noviembre, ella llegaba al Museo en el que realizaba su Servicio Social, cuando recibió la llamada de un amigo que hace meses no veía: —¡Hola mujer! ¿Ya en joda? —¡Anda, búrlate! ¿Qué pasó? —Nada, quería saber si ya conseguiste chamba o sigues libre. —No, aún me falta un mes para terminar el Servicio y luego ya se verá… —¿Sin prisas no? como siempre tú, hippie de mierda. —¡Ja ja ja! ¡Cálmate! —Tengo algo para ti, no tiene paga, creo que puede interesarte porque te gusta vagar y conocer sitios ¿no? —Dale, ¿qué? —Viene un colombiano a la ciudad, y pues no

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tengo tiempo de pasearlo, te toca. ¿Va? —¿Cuándo? —En dos semanas, ya le di tu teléfono. —¡Oye pero no…! —Dale, no seas… —Aggh.. Pasaron dos semanas sin que nadie le llamara, Julieta estaba saliendo de una función de cine con un amigo, reían como imbéciles de cosas sin importancia y sonó el teléfono celular. Julieta contestó riéndose como loca… —¿Diga? (risas) —¿Vecinita? —¿Eh? —Soy Santiago, el colombiano. —¡Aaaaaaah! (ella no dejaba de reírse, ahora de nervios). —Me recomendaron que te llamara, para que me ayudes a recorrer tu ciudad. —Sí, oye, ahora no puedo hablar, bueno sí, pero, o sea, oye, ¿me puedes llamar en dos horas? por favor. —Sí, claro.

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Dos horas después, Julieta recibió otra llamada de Santiago y, ya con calma, acordaron un itinerario básico en el que ella sería la guía. Al siguiente día comenzaron los nervios, pero era tarde para cancelar. Después de varias precisiones, él equivocó el lugar de encuentro. Julieta, amable, decidió que él no se moviera de ahí, que ella iría por él. Después de estar tan tranquila, ahora su corazón bombeaba con nervios y no sabía por qué. Después de dudas y vueltas, Julieta por fin se atrevió a entrar a la tienda de instrumentos musicales desde donde el colombiano le llamó en la última de muchas

llamadas

que

tuvieron

que

hacer

para

encontrarse. Santiago estaba ahí, probando una guitarra acústica. Al arribo de Julieta, sus dedos delinearon las notas de María de Café Tacuba. Ella sonrió, de nervios y gusto. La banda era favorita de ambos, pero no lo sabrían hasta después. No sospechaban que la música les uniría más que la vida. Él interrumpió su micro concierto para saludarla, y la recibió con un abrazo tan cálido, que Julieta sintió la calma de su océano interno. Se conocieron.

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Para Julieta, pasear con Santiago significaba una reconexión con ella misma, con su ciudad, pero, sobre todo, con sitios que había olvidado que disfrutaba tanto cuando era pequeña. Visitaron la Basílica de Guadalupe, Chapultepec y su castillo, la Avenida Reforma… Ella explicaba, abría su cofre de recuerdos en cada lugar, y compartía todo ello con él. Él la miraba, mucho. Mucho más de lo que miraba aquella ciudad que, decía, quería conocer. Siguieron el itinerario y, cruzando por el Monumento a la Revolución, ella hizo un alto. Le explicó la construcción e historia del sitio, enfatizando que era su favorito en toda la ciudad. Le hizo mirar como el Sol cruzaba por el arco y se esparcía por toda la plaza. —¡Mira! Esos destellos de luz parecen hojas muertas que caen. ¿Las ves? Santiago hacía un esfuerzo por entenderla, pero no lograba verlo de la misma forma. Sin embargo, asentía sonriendo. —Descuida,

nadie

logra

verlo,

realmente.

Sentémonos un poco, a ver si las fuentes se encienden. —¿Fuentes? ¿Cuáles?

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Él la miraba extrañado, porque no veía nada parecido a una fuente. —Del piso sale agua. Agua que baila. —Ah… —Siéntate. —Ok Se apagaba el sol y las fuentes no aparecieron. Julieta, desilusionada, le contó de las formas y danzas de las fuentes, y del cruce de los rayos solares a través de ellas. Relató que, por las noches, las iluminaban de colores y que, para ella, eran su pequeña Laponia con auroras boreales, ahí en su propia ciudad. Él observaba, entendía su anhelo de viajar hasta ese lugar lejano a través de esos pequeños destellos de luz que emergían de sus ojos mientras relataba algo que ninguno, en realidad, podía ver. Se enamoró de ella, pero lo calló. Se despidieron. Al día siguiente

visitarían

Teotihuacán, dijeron. Pero no pudieron verse. El viernes siguiente, Julieta, que en efecto disfrutaba

la

vagancia,

mandó

un

mensaje

al

colombiano, sugiriéndole ir a un pequeño concierto que, en un bar del zócalo de la ciudad, daría el vocalista de

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Café Tacuba con un nuevo proyecto llamado Hoppo. La suerte estaba de su lado, según parecía. Él, incluso, se ofreció a pagarle todo y llevarla hasta su casa tras el concierto, con tal que le acompañara. Ella ya no sabía cómo decir que no pero, después de tantos pretextos fallidos, terminó aceptando ir con él. Se citaron para verse y, para evitar

las

confusiones anteriores, eligieron el Palacio de Bellas Artes. Julieta iba tranquila, pero con emoción de volverlo a ver, a ella le acompañaba el mismo amigo con quien salía del cine la vez que habló por primera vez con Santiago. Cuando Santiago llegó y la vio acompañada de otro, se le borró la sonrisa. Tiene novio, la chinita —pensó, entristecido. Rápidamente, antes de llegar a ellos, hizo una llamada y, tras colgar, se acercó a saludar. Ella lo notó inquieto, pero no dijo nada, le presentó al amigo, y le dijo que a su vez estaban esperando a otro más. Él aprovechó para informar que él también había invitado a una amiga. Julieta se sonrío, y dijo que estaba bien. Entonces, ¿para qué me hizo venir? —pensaba ella, mientras miraba para todos lados, algo incómoda.

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Llegaron los que faltaban. Julieta no esperaba otra colombiana, y menos tan bonita, así que se sintió en desventaja y, sobre todo, confusa. No entendía por qué le molestaba tanto. La colombiana le hacía la plática y ella se sentía rara, quería huir de ahí, pero ¿quién iría por ella? Comenzó el evento. Los colombianos se veían muy contentos y Julieta sonreía incómoda, mientras su amigo ni le hacía caso por estar hablando con el otro amigo al que llevó. El sentimiento de soledad y de “no me hallo aquí” que siempre le perseguía, la empezó a invadir. Decidió perderse en la música que, a final de cuentas, era lo único que le hacía sentir viva en ese lugar. De pronto, comenzó a sonar Alfonsina y el Mar. Los ojos de Julieta se anegaron poco a poco, miraba a su cantante favorito, cara a cara, y no podía creérselo. Santiago la miraba, cautivado por esa nostalgia y ausencia que miró en sus ojos desde el primer día. No sabía cómo, pero él podía sentir lo que ella sentía ahí, parada, mirando todo aquello. De prisa se colocó detrás de ella y, abrazándola fuerte, le susurró al oído: “Un alma tan especial no merece tanta tristeza, déjame quitarla de ti, déjame mostrarte que la vida está

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llena de color, de esa misma luz que emana tu ser, déjame mostrarte que tú eres los colores de esa fuente que esperas que otros iluminen, déjame mostrarte que eres tu propia aurora boreal, déjame caminar de tu mano, déjame contigo…” Julieta con el cuerpo helado y nervioso, escuchó todo aquello, y no supo qué hacer. Era como si él se hubiese metido en su alma y hubiese escarbado hasta lo más profundo. Sin decir nada, sólo tomó sus brazos en señal de “te escuché”. Terminó la canción y, con ella la magia, pero la noche no. El amigo de Julieta logró colarse hasta el frente de la fila para saludar al artista. Una foto mal tomada quedó como borroso recuerdo de aquello, pero las palabras de Santiago fueron bordadas en el corazón deshilachado de Julieta. Finalmente tocó turno a Teotihuacán. El corazón de Julieta se sentía distinto, cálido, feliz. El de Santiago, siempre feliz, ahora latía con más gusto. Esta vez no había invitados adicionales. Julieta explicaba lo más que podía sobre el lugar y, poco después, el calor extremo se convirtió en lluvia torrencial. Se perdieron de regreso a casa de Julieta, quien iba muerta de miedo y a quien

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Santiago tendió su mano para hacerla sentir segura. Al fin llegaron a casa, ella se despidió y Santiago, después de varios intentos fallidos durante la tarde, por fin la besó… Al entrar a su casa, ella no sabía qué acababa de pasar, pero una luz se encendió en su corazón, algo que nunca había sentido por nadie apareció de pronto: amor. Teniendo los días contados para que Santiago regresara a su país, ninguno sabía qué pretexto poner para volverse a ver. Todo es tan incierto en los amores de paso… Al fin ella lo buscó un día antes de que Santiago partiera, para entregarle un regalo. Se vieron en Ciudad Universitaria, sin plan a donde ir. Parecía que los lugares en esta inmensa Ciudad se les habían agotado. Ellos sólo querían estar solos. Decidieron ir a cenar al zócalo, los besos se hicieron presentes en la parte trasera del auto que los condujo al lugar. Es mejor abandonar —dijo ella, haciendo una seña para bajarse del auto. La noche los alcanzó, caminaron tomados de la mano por la calle Madero y hasta la Catedral

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Metropolitana. Recorrieron ese trayecto una y otra vez, mientras él no paraba de besarla. Sentían que el tiempo moría y ellos también con él. “Quiero tomar una foto, pero ¿sabes?, hay lugares que mejor se recuerdan con la memoria.” —Dijo él y la besó tan largo y profundo como pudo. Caminaron hasta el sitio en el que, años después de tanto ir y venir de Santiago, volverían a encontrarse con dolor para una última despedida. Pero esta vez, el Monumento a la Revolución sí tenía a la pequeña Laponia encendida. Julieta sonreía con locura, gritaba feliz; botaron todo, y en aquella noche fría, el agua de la fuente los bañó de luz. Empapados y con frío la noche los hizo uno. Todo marcó el inicio de una relación que se vio frustrada con el tiempo y la distancia; pero, aquella noche, ambos viajaron a su propio cosmos. Ahora, Julieta pasa por ese mismo lugar, y suspira, recuerdos agridulces llegan a su mente. Hace mucho que no se queda a mirar las luces caer en las fuentes. Y aún no tiene el valor para mirar su propia luz.

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Pero, poco a poco, va dando a ese lugar un nuevo significado maravilloso. Un sitio para encontrarse con gente que ama y le hace feliz de otro modo, por ejemplo.

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LIMA CARLOS ENRIQUE SALDIVAR (Lima, 1982). Dirige las revistas Argonautas, Minúsculo al Cubo, y el fanzine El Horla. Finalista de los Premios Andrómeda de Ficción Especulativa 2011, categoría: relato. Finalista del I Concurso de Microficciones, organizado por el grupo Abducidores de Textos. Finalista del Primer concurso de cuento de terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft. Finalista del XIV Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2016. Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008), Horizontes de fantasía (2010), y el relato El otro engendro (2012). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011) y Ciencia Ficción Peruana 2 (2016).

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Mi lugar favorito en el mundo es mi cama. Allí disfruto de mis sueños mientras reposo, ensoñaciones de amor y fábula. Hace mucho que las pesadillas se alejaron de mi mente, y ahora lo único que me genera cierta incomodidad son los viajes de regreso a la época de colegio, aunque a veces no logro distinguir si es la escuela o la universidad, o ambas etapas fusionadas en una asombrosa segunda oportunidad para lucirme ante mis compañeros de clase y profesores. No obstante, aún esos sueños inoportunos me van dejando poco a poco. En los últimos meses mis ensueños se enfocan en mi familia, de la que me independicé hace dos años y a la cual no suelo ver. Me pregunto por qué me alejé tanto de mis padres, mi hermana y mis dos hermanos. A veces, sin querer, sus nombres se mencionan de la nada dentro de mi cerebro. Quisiera coger el teléfono y llamarlos, reunirme con ellos, pero de pronto el cansancio me vence y me acomodo en mi hermoso lecho. La cama es mi amiga. Recuerdo los momentos de inquietud y pesar, en los cuales todo se solucionaba yéndome a dormir. Ahí, en ese espacio rectangular, más grande que mi cuerpo, se encontraba la cura de todos los males. Es un sitio

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maravilloso y vivo entregado totalmente a este. Claro, no puedo estar ahí todo el tiempo, pero sí cuando yo lo desee: me levanto a la hora que quiero. Trabajo en una tienda propia, siempre con el máximo cuidado, pues la zona que habito no es muy segura; a menudo surgen pandilleros y vendedores de droga que se paran en las esquinas para actuar de mala manera. Me pregunto qué pasa por la mente de estas personas, por qué se comportan de esa manera, ¿no pueden llevar una vida decente como yo? ¿Por qué ese sujeto que cruza el parque de enfrente aspira algo por la nariz? ¿Por qué esa mujer sale de su casa para recibir un nuevo cliente al que atiende en su segundo piso? No, no es un buen sitio para vivir, pero el peligro se halla presente en cada rincón del Perú, y es aquí donde he vivido toda mi vida. Nunca he salido del país, y no tengo deseos de hacerlo. Nací en esta tierra, aquí crecí, me formé, y es donde quiero progresar y pasar el resto de mis días. Al menos tengo esta casa de un solo piso para mí, y poseo este camastro que me brinda gozo en los instantes más oscuros de mi existencia, y también cuando me siento contento. Mi cama: madera marrón y tornillos potentes,

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que sostienen la estructura. Un colchón, una sábana protectora, una sábana que me cubrirá directamente, una frazada y una colcha. He de reposar abrigado, ahora está haciendo mucho frío. Empero, no me molesta bañarme con el agua gélida, es inconcebible el irse a la cama sin estar impecable. Tengo varios pijamas, de diversos colores; pantalón, polo y saco. Es de lo mejor asearse al levantarse para trabajar, y también unas pocas horas antes de acostarse. Mi lecho me recibe como una amante en la cima de su adoración, y yo me sumerjo en aquella, porque para mí no es solo una cosa útil o una entidad tangible, es un universo, en el cual reposan las secciones más asombrosas de mi ser. De todos sus recovecos, la almohada es el más bello. Tengo muchas de ellas, todas tienen la misma esencia: gordas, blancas y esponjosas. Mi rostro o mi cráneo (según la posición que adopte durante el descanso) se acomodan a esas bellas formas, que asemejan el corazón de una nube. Cuánto regocijo. Antes dormía ocho horas, pero ahora tomo una medicación para evitar la molestia por los ruidos externos y para desenvolverme mejor con los clientes. Con esta pastilla que consumo cada noche, antes de

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acostarme, mi sueño se extiende a diez horas. A menudo, en plena tarde, se me vienen ganas de cerrar el negocio y penetrar en mi mejor amiga. Lo hago y la siesta me cae muy bien. Si no tengo sueño, me quedo echado, meditando, o me pongo a leer algún libro, el último que cogí de mi biblioteca se titulaba «Ojos de seda», de Françoise Sagan; sus historias de deseo y desamor me llenaron y me transportaron a dichas creaciones. La lectura se compara al acto de soñar: cuando uno ha leído desde niño y no ha parado desde entonces, la asimilación de un texto literario es casi natural, uno no se esfuerza demasiado en construir esa otra realidad en su mente. A veces pienso mucho en los personajes que usa esta escritora, sobre todo en sus novelas, muchos de ellos son ricos y llevan una vida ociosa. Tienen todo el tiempo del mundo para leer, viajar, gozar de la existencia, pero hay cosas que no pueden comprar: el amor, por ejemplo. Pienso mucho en cómo sería mi vida si tuviese harto dinero y si fuera dueño de un espacio habitable más grande, si no tuviera que laborar, si pudiera dedicar mi tiempo a la lectura de tantos libros. En algún momento he pensado en escribir, pero a qué hora, tengo trabajo

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por hacer, he de subsistir, y cuantas más horas trabaje, mejor. Lo bueno es que con diez a doce horas diarias atendiendo el negocio es suficiente. Eso me tranquiliza. Mi lecho brilla, creo que el secreto de la existencia se encuentra aquí, en estar bien con uno mismo, en amoldar los huesos, la piel, el organismo entero a un objeto que parece una extensión del yo. Tengo otros objetos preciados: la refrigeradora, la plancha, la lavadora, la cocina, la computadora, la radio. No obstante, la cama es mi mayor tesoro, confieso que he soñado alguna vez que del colchón salían brazos y piernas que me enredaban y apretaban con una ternura impresionante. Mis ojos cerrados se convertían en la seda que daba título al libro que recién había terminado y con el cual además dormía. Se puede pensar que era la mía una vida sin expectativas, solo comer, chambear y dormir, y de algún modo así era, no veía más allá del presente, no me imaginaba de aquí a seis meses o seis años. Me estaba dando cuenta de que me hallaba solo, no tenía amigos siquiera, y aquello no me importaba. Un día vino a visitarme a la tienda un conocido mío. Era escritor. Compró verduras y frutas para su cena

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y su postre. A mí me gustaban los eventos literarios, las ferias de libro, las presentaciones de obras, las conferencias sobre el arte de escribir. A Luis lo conocí en un evento dedicado a las letras fantásticas. Él vivía en Barranco, distrito que colindaba con el mío, llegaba de visitar a un familiar que residía a unas calles. Luis conocía mi hogar, porque yo le brindé ese dato debido a la confianza que me inspiró. Se quedó conmigo unas horas, su presencia me resultó grata. Le comenté sobre mi enorme placer cada vez que me hallaba dentro (o encima, la metáfora es lo menos importante) de mi cama. Él me dijo que yo debía salir, pues me hallaba en una situación, si bien agradable, incompleta. Estaba aún en el útero de mi madre, en una etapa embrionaria, tenía que abrir mi caparazón, pues me estaba perdiendo de la vida. «Hay mucho allá afuera, Enrique». Lo cierto es que lo que me decía tenía bastante sentido y cuando me despedí de él, ya tenía decidido salir un poco más. Para recorrer las calles y los edificios, para divertirse de mil y un maneras en esta ciudad seductora, hambrienta, que nunca descansa es válido buscarse compañía. Pensé primero en decirles a unos familiares,

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mis primos, para tomarnos unas cervezas en Los Olivos, o en el centro de la ciudad. Sin embargo, no me comunicaba desde hacía mucho con ellos y no me parecían las personas más idóneas con las cuales vivir una correría urbana, pues no sabían comportarse. Pensé en buscar a mis hermanos, y decidí llamar a Gabriel. Él había cambiado su número hacía poco, pero una conversación breve con mi papá me brindó los datos que necesitaba. No pude quedar en nada con Gabriel, estaba bastante copado con su último año de universidad y con su pareja. Mi hermana estaba casada haciendo su vida y no creo que le hubiese gustado que la interrumpiera. Mi mamá estaba mal de salud, y le prometí a mi padre que los visitaría pronto. Le dije que si me lo permitía, saldría a pasear con Guillermo, mi hermano mayor, quien tenía habilidades especiales. Una feria de libro en San Borja sería el lugar ideal para aventurarse. Podríamos comer allí y pasear por los parques cercanos; yo compraría algunos textos y escucharíamos las exposiciones. Mi progenitor nos dio permiso. Fue una experiencia agradable, le regalé a Guillermo un libro sin texto, con imágenes de «El Chavo

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del Ocho», programa de televisión que le encantaba. La vendedora del stand me dijo que me tenía agregado en Facebook, su nombre era Karina. Conversamos un rato y nos caímos bien, después fuimos junto con mi hermano a tomar un café. Tras poco más de una hora, me despedí, ya que debía llevar a Guillermo a casa, la cual quedaba en San Juan de Miraflores, y de paso tenía que ver a mi mamá. Me quedaría a cenar con mi familia. Y así fue, quedé en comunicarme pronto con Karina, luego pasé una velada bonita con mis papás y mis dos hermanos varones (Gabriel llegó tarde de comer). Decidí regresar a mi vivienda, porque tenía miedo de dejarla sola muchas horas, no fuera a ser que se metieran y robaran. Esa fue la primera de muchas salidas. La ciudad me recibía como a un hijo predilecto, como si la hubiera dejado de lado y ahora, cual pródigo vástago, me rindiera ante su perdón por haberme extraviado en los confines de mí mismo. El centro de la ciudad, con sus bares me hizo dichoso; las tertulias con Luis y otros escritores me convencieron de que este sitio, que era la capital de mi país, puede ser ruidoso, amenazante y caótico, pero depende mucho cómo aprovechemos el espacio y cómo

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tratemos a la gente. Porque depende en gran parte de los individuos cómo se comporta la ciudad con nosotros. Sí, hay contaminación, tráfico, delito, pero también hay otras cosas: amistad, diversión, esperanza. Ahora me doy cuenta de que nunca alcanzaré la felicidad, pero creo que la rozo, que paso por encima de ella cada vez que asisto a una feria literaria, librería, bar cultural, o simplemente estoy de paseo con mi nuevo grupo de amigos y amigas. Hay vida aquí, hay algo mágico que se respira, de día o de noche, hay relevancia. He comenzado a escribir algunos cuentos, a mis camaradas les han gustado, y ellos son bastante críticos. He publicado uno, pero no en una revista de mi país, sino en el séptimo número de una publicación periódica argentina de mucho prestigio. No he olvidado mi cama, ¿cómo hacerlo? Me sumerjo en sus tenues aguas cada noche (o a veces en mitad del día). Me arrebujo como un niño y me siento satisfecho. Sigo soñando, aunque ya no las imprecisiones de antes, ahora ingreso a dimensiones alternativas que me convierten en un viajante de lo fabuloso. Vitalidad y reposo, travesías hacia el exterior y a los confines de lo que mi imaginación guarda. Hay algo más allá de todo

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esto, una cosa que me es difĂ­cil discernir, pero que ya entreveo: lo que hay adelante, el trascender, el despertar. Estoy recostado, y no me hallo solo. Ella estira su mano y sostiene la mĂ­a. La vista de Karina se entrelaza con mis sueĂąos, con mis realidades, en este lecho que ahora es nuestro, en esta casa de un solo piso, en un hechizante distrito en el sur de una ciudad llamada Lima.

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QUITO POSMODERNO Y LAS SONRISAS ROTAS Roberto Pérez Rivadeneira

Escritor quiteño demasiado adaptado para ser anarquista pero demasiado inconforme para ser liberal. Periodista aterrizado en la publicidad. Guionista de películas no filmadas. Lector empedernido. Bicicletero con un alto gusto por el café y la bohemia. Amante de la libertad a pesar de no saber definirla.

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Con lo irresoluto de esa sonrisa que no terminó de dibujarse tras ese intento fallido. Luego de ese romance incompleto. Los días juntos nunca fueron suficientes para que la alegría sea perenne. Aún eres parte de mi cuerpo. Mi apatía tiene tu nombre. Qué difícil fue volverme a construir luego de que nuestras vidas casi se entrometieran. La calle tiene su aliento. Las personas inician un nuevo año, igual al anterior. Trabajar para sobrevivir. Lucrar para solventar vicios y placeres propios. Esta ciudad se ha vuelto gris. Una mujer espigada se atraviesa por mi camino e interrumpe el quinto sorbo de este café negro, cosechado por manos explotadas en los campos colombianos. No es una belleza devenida del eurocentrismo, más bien, sus largas piernas, su esbelta figura y su lúgubre y florida vestimenta la hacen bella para un gusto gótico. No me regresa a ver. Se larga. Una pareja pelea, parece que el amor ha

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caducado. Dentro de mí surgen unas incontrolables ganas de acercarme y darles la bienvenida a la oscuridad con la que se teñirán sus historias en los días venideros, cuando sientan la mutua ausencia y tengan que reconstruirse fuera del confort. Un músico y una histérica. Él, impetuoso, dice que no soporta el hecho de que ella no esté dispuesta a ceder, necesita volver a hacer las cosas que le gustan y ella lo bloquea. Ella mira en todas las direcciones, susurra y me mira con timidez. Se percató que soy parte de ese momento tan íntimo al que no fui invitado. Me ve con complicidad, como si supiera que mi intromisión silenciosa no tiene otro sentimiento que la condescendencia. Todo termina con un profundo, energético y eterno abrazo y un beso de hasta siempre que contiene una mágica belleza antinatura. Cuántas sonrisas rotas ha dejado Quito y su barroca posmodernidad.

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índice PRESENTACIÓN pág. 5 montevideo, el comienzo de la noche zandro zas pág. 9 paris gris... clara gonorowsky pág. 21 capri en agosto renate mörder pág. 27 mi trieste fede marongiu pág. 35 OLAVARRÍA JUAN PABLO GOÑI CAPURRO pág. 43 EN LA CIUDAD DE MÉXICO JÉSSICA DE LA PORTILLA MONTAÑO pág. 51 PARIS ¡VIVE LA FRANCE! DAMARIS GASSÓN PACHECO pág. 69 EDIMBURGO ALEJANDRO E. FERRARI pág. 77 CANTO DE LA CIUDAD DE MONTEVIDEO GRACIELA VARGAS RAMOS pág. 83 127


PAN DE AZÚCAR, URUGUAY ALINA TORTOSA pág. 89 LLUEVEN RECUERDOS EN LA CIUDAD DE MÉXICO CECILIA JANET RAMOS MONTES pág. 97 LIMA CARLOS ENRIQUE SALDIVAR pág. 111 QUITO POSMODERNO Y LAS SONRISAS ROTAS ROBERTO PÉREZ RIVADENEIRA pág. 123

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