Ensayos imprescindibles de Bolívar Echeverría. I

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BOLÍVAR ECHEVERRÍA [ Ensayos imprescindibles I ]


Compilé estos textos como mi particular forma de hacerle un pequeño homenaje a mi -a nuestroprofesor Bolívar Echeverría, porque como dice Diana, el mejor homenaje que le podemos hacer es “hacer nuestro el discurso crítico de Marx”. Y para mi una de las formas más importantes para hacer nuestro este discurso crítico de Marx es difundirlo, compartirlo con compañeros, personas que quiero y con personas a las que les pueda interesar. Se trata de algunos ensayos que me parecen claves para entender parte de las reflexiones del pensamiento de Bolívar, se encuentran desordenados pero conectados, porque así es el pensamiento de Bolívar, diverso, pero profundamente coherente, sus reflexiones sobre la cultura, la modernidad, el cuádruple ethos, están ligadas a su preocupación política de aliento marxista y alimentada por la primera generación de la escuela de Frankfort. Este es un esfuerzo de difusión, pero es importante ir a las obras de Bolívar que, aunque no son muchas sí están llenas de densidad y de riqueza crítica. René D. Jaimez 24 de Octubre del 2010.


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Índice De la academia, a la bohemia y más allá.............................................5 Diana Fuentes ¿Quién es Bolívar Echeverría?...........................................................12 Stefan Gandler Bolívar Echeverria (1941-2010).........................................................30 José María Pérez Gay Bolívar Echeverría: en el horizonte crítico de la modernidad......37 Manuel Lavaniegos Occidente, modernidad y capitalismo..............................................57 Carlos Oliva Mendoza “El descontento se esta dando en los usos y constumbres de la vida cotidiana”......................................................................................69 Javier Sigüenza América Latina: 200 años de Fatalidad.............................................76 Bolívar Echeverría La clave barroca de América Latina..................................................97 Bolívar Echeverría La religión de los modernos.............................................................125 Bolívar Echeverría Modernidad y Capitalismo (15 tesis)..............................................157 Bolívar Echeverría Cultura y Barbarie..............................................................................280 Bolívar Echeverría La izquierda: reforma y revolución.................................................291 Bolívar Echeverría Sartre y el marxismo..........................................................................314 Bolívar Echeverría Renta tecnológica y capitalismo histórico......................................327 Bolívar Echeverría

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El humanismo del existencialismo..................................................341 Bolívar Echeverría De la academia a la bohemia y más allá..........................................365 Bolívar Echeverría

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De la academia, a la bohemia y más allá... Diana Fuentes1

M

e es difícil, muy difícil, hablar de mi querido profesor Bolívar, de quien aprendí tanto en estos últimos años.

Le conocí, como la mayoría, en un aula. Yo, como todos los otros, sabía que a las clases de Bolívar se llegaba 15 o 20 minutos antes de la hora indicada. El objetivo era apartar un buen lugar, lo más cercano al escritorio o, ya de perdida, lograr obtener una buena banca, porque si no se tomaba esta pequeña precaución, a veces el democrático suelo también era insuficiente. Siempre había que esperar en el pasillo a que se abriera la puerta de la clase anterior –tampoco es novedad que en Filos el espacio y las aulas nunca sobran–. De hecho, en estas muchas esperas no faltó el indignado profesor que al salir de su cátedra sintiera las miradas expectantes que le 1 *Texto leído en el homenaje a Bolívar Echeverría en la editorial Siglo XXI el 9 de junio de 2010. Diana Fuentes, profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, era ayudante de cátedra de Bolívar Echeverría.

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apresuraban a desalojar el aula con velocidad. Y el pobre, desconcertado, no se atrevía a preguntar la causa de semejante motín. El tiempo de espera previo a la clase era ideal para la charla de pasillo; se abrían y cerraban conversaciones, se lanzaban saludos fraternos. Aunque he de confesar que detrás de los rostros amables, siempre se libraba una guerra de posiciones por lograr ubicarse lo más cercano a la puerta. Si se llegaba tarde, lo mejor para garantizar un asiento era abrirse paso – por supuesto con una buena dosis de discreción académica–, para saludar de beso a algún amigo puntualísimo que había tomado un lugar estratégico o que era muy ducho para colarse entre los otros. Por supuesto nunca estaba de más tomar algunas precauciones. Había, por ejemplo, los que llegaban en desbandada para acuerparse ahí mismo –claro, en una clase de marxismo se debería tener como principio básico que la unión hace la fuerza. De este modo se garantizaba que los que alcanzaran a entrar primero colocaran en las bancas circundantes cualquier clase de objetos a la mano para garantizar que el grupo de camaradas 6


recibiera la lección plácidamente sentado. Por eso una vez que se abría la puerta no había civilidad que obligase a nadie a respetar eso de que se debe dejar salir antes de entrar. Y en de menos un par de minutos la oleada tomaba posesión de su espacio. Lo que importaba era estar adentro. Después, con armonía parlanchina, de nuevo a esperar. En este tiempo se orquestaban algunas de las tribus militantes. Ahí están los de economía, por allá están los del cubículo innombrable de filosofía, pero si hasta los de la ciencia dura siempre andan por ahí. Están estos otros, a los que la estrechez les obliga a convivir espalda con espalda a pesar de su última escisión. En los pasillos y en la espera se reconocían armisticios, se hacían pactos, se planeaban proclamas. El primer compañero que corría apresurado a tomar su asiento se convertía en la avanzada, era la señal de que había llegado. Sereno, pausado, siempre discreto y digno, el profesor había llegado. Ahora sé que detrás de los anteojos siempre había una gran emoción ante un aula desbordada. Así conocí al profesor, como tantos otros, en la búsqueda de 7


algún resquicio, de una grieta, de un espacio por el que se filtrara de entre la marea del nihilismo, el arrepentimiento y la indiferencia académica, aquella anhelada posibilidad de reivindicar que otro mundo es posible. Los que asistíamos a las clases de Bolívar éramos de ésos que se negaban a creer que la sórdida realidad actual fuese aceptada y festejada como el mejor de los mundos posibles. Y como muchos otros, descubrí que desde el discurso crítico de Marx el doctor Bolívar Echeverría era capaz de mostrar que los caminos de la libertad, de la cultura, de la fiesta, del juego, de la irreverencia contra cualquier forma de moral, transitan por

el

estudio

profundo

y

comprometido

de

la

configuración de la formas en las que se articula la opresión del hombre por el hombre en el sistema capitalista. Con Bolívar uno no descubría a Marx; con Bolívar se descubría que al pensar como Marx se encontraba que debajo del fetiche de la mercancía y de su configuración sobreviven las formas auténticas de las relaciones entre los individuos y los pueblos, que la fantasmagoría de lo que se nos presenta como lo objetivamente real muestra la 8


irracionalidad sobre la que se construye la supuesta cumbre de la civilización. A través de la prístina mirada del profesor se podía entrever que el método de Marx se distinguía radicalmente del resto del pensamiento moderno, por abrir las puertas a una forma de acercamiento al mundo que no implicara la destrucción de la otredad. Bajo su guía se evidenciaba que la devastación del mundo actual no sólo no es una condición irreversible, sino que no es intrínseca al desarrollo social y, por tanto, es objeto de subversión. Se descubría que había que estudiar el sistema capitalista desde su forma más concreta para desentrañar el enigma de la explotación. Que en el reconocimiento de la configuración de la mercancía, su producción y su consumo, era posible desenmascarar la supuesta objetividad sobre la que se cimienta la opresión. Y que sólo bastaba abrir bien y adecuadamente los ojos para observar que en los últimos siglos el gran proyecto de la modernidad no sólo no pudo cumplir con sus ilusiones y sus promesas, arrastrando tras de sí las ruinas del progreso, sino que de hecho la modernidad capitalista se configura y reconstituye constantemente a 9


partir de la dinámica del encantamiento moderno del fetiche de la mercancía. Los estudios del profesor no se detuvieron en la observación del intelectual abstraído de su cultura, de su historia o de sus tradiciones. Con Bolívar, uno se daba el placer de reconocer lo mágico, la tradición, el arte y el folclor en su permanente dinámica. Con Bolívar descubríamos la América Latina subterránea, la del ethos barroco como mecanismo de resistencia. En estos últimos años, Bolívar nos mostraba que la resaca de la terrible historia del siglo XX marca, sin duda, el tiempo actual de forma negativa. No obstante, nos llevó a pensar en una Vuelta de siglo con dos perspectivas. Una, como la posibilidad de la repetición de lo peor de un siglo precedente, como el posible anuncio de los tiempos venideros. La otra, la deseable, sería la posibilidad de generar un proyecto de modernidad alternativa. La última vez que hablé con el profesor salíamos de la sesión de conclusiones de su curso de posgrado. El tema había sido el texto de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su 10


reproductibilidad técnica. Nos sentamos a platicar un rato, estaba contento, satisfecho, hablamos de muchas cosas, pero una de ellas la recordaré siempre. Hablamos del interés de las nuevas generaciones por la obra de Marx. Sí, afirmó, hay algo diferente, yo también lo percibo. Ya no son los 90, entonces no había nada… Su mejor homenaje será hacer nuestro el Discurso crítico de Marx. ¡De la academia, a la bohemia y más allá…! ¡Hasta siempre, querido profesor!

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¿Quién es Bolívar Echeverría? Stefan Gandler

¿Quién es ese Bolívar Echeverría?” Con esta pregunta el profesor Jürgen Habermas quiere hacerse escuchar, cuando en el

consejo del Instituto de Filosofía de la Universidad Goethe de Frankfurt se discute mi solicitud para realizar una tesis de doctorado sobre filosofía marxista en México, en 1992. “¿Quién es, y quién es Adolfo Sánchez Vázquez?” Muy probablemente hasta el día de hoy no sabe la respuesta, así como casi ninguno de los filósofos y teóricos sociales del primer mundo la saben, salvo honrosas excepciones, como un círculo de profesores universitarios de Viena alrededor de la revista Polylog, interesados en debates sobre la modernidad fuera de Europa. Recientemente comenzaron a leer su obra y lo invitaron a un coloquio sobre esta temática en el invierno pasado, su último invierno.

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Son pocas las personas que aguantan, en términos de carácter y de fuerza reflexiva, ver con los ojos siempre abiertos el abismo que se está abriendo cada vez más ante nuestra actual incapacidad de parar, detener, interrumpir el tren de la historia en el cual progresamos cada día más hacia la destrucción de todo aquello que las incontables generaciones anteriores han logrado tejer para asentar lo necesario para la sociedad y sus miembros felices y solidarios. Hay muy pocos que hoy todavía tienen la formación necesaria para convertir esta mirada constantemente dirigida hacia lo central de las repugnantes relaciones sociales existentes y sus formas de expresión concretas, sin sacar de ello cualquiera de las dos cómodas respuestas: un optimismo sedado, libre de compasión con los oprimidos, o un pesimismo funcional que define cualquier afán de parar este tren, que va derecho hacia el abismo, como un intento automáticamente fallido.

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B

LOS TRABAJOS Y LOS AÑOS olívar Echeverría es uno de estos pocos, y el vínculo entre su biografía y la fuerza de su argumentación filosófica no es para nada un

vínculo casualmente establecido. Nace el 31 de enero de 1941 en la ciudad de Riobamba, en Ecuador. Su vida intelectual comienza en 1958 con la lectura de textos filosóficos, inicialmente de orientación existencialista (Unamuno, Sartre, Camus, Heidegger) y la experiencia en 1959 de la Revolución cubana como un impulso importante. Echeverría, siendo estudiante de filosofía en Berlín Occidental en los años sesenta del siglo XX, redacta en esa época la introducción a la primera biografía en alemán del Che Guevara (1968); al mismo tiempo se involucra por primera vez en la discusión filosófica del marxismo no dogmático. De su amistad, contacto e intercambio epistolar con uno de los sujetos rebeldes centrales del ‘68 alemán, Rudi Dutschke, hay constancia en libros recientes sobre la época, así como en el archivo del Instituto de Investigaciones Sociales de Hamburgo (HIS). 14


El 25 de agosto de 1969, Echeverría le escribe a Dutschke, desde la capital mexicana, de “la posibilidad de dedicarme nuevamente a los problemas teóricos” y que, por cambios organizativos, le toca dedicarse a partir de este momento a “las tareas de la creación de conciencia” (sobre las relaciones sociales existentes y sus contradicciones) –el gran tema de su actividad intelectual de allí en adelante, al más alto nivel reflexivo, especulativo y científico. Este capítulo de su vida todavía no está plenamente entendido. Como en todos los grandes teóricos de izquierda, también en Echeverría, la decisión de dedicarse de pleno a la teoría contiene un elemento trágico, de repliegue momentáneo: prepararse en momentos políticamente difíciles de manera teórica, estar listo para cuando las condiciones lleguen a ser mejores. Todos ellos saben que no están jugando, su seriedad teórica está impulsada por una necesidad y decisión dentro de la misma praxis política, que en este momento no puede ser llevada a cabo de manera inmediata. Desde 1968 hasta su muerte vive en Ciudad de México, donde se casa con Ingrid Weikert, con la que había llegado 15


desde Alemania y que posteriormente es profesora de literatura alemana de la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1976 tiene con ella su primer hijo, Andrés. Bolívar Echeverría habla con él en alemán, se comunican constantemente y colaboran en proyectos editoriales, como el libro La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, de Walter Benjamin, que es traducido por Andrés y prologado por Bolívar. Al inicio de los años ochenta se casa con Raquel Serur, profesora de literatura inglesa de la UNAM, y comparten a partir de ahí toda la vida. Con Raquel tiene dos hijos, en 1984 y 1986. Todavía la última tarde de su vida discute con el primero, Alberto, su tesis de licenciatura en biología. Carlos lee en el homenaje luctuoso, a los tres días del fallecimiento de Bolívar, un intenso y bello texto poético sobre su padre y la imagen que conserva de él. Bolívar es, a partir de 1975, profesor de tiempo completo en la Facultad de Economía y, a partir de 1987, en Filosofía de la UNAM. De 1974 a 1990 es miembro de la redacción de la destacada revista teórica-política Cuadernos Políticos, así como 16


ganador del Premio Universidad Nacional 1997(UNAM) en Ciencias Sociales y del Premio Libertador Simón Bolívar al Pensamiento Crítico 2007 por su más reciente libro, Vuelta del siglo (2006). Apoya con su extraordinaria capacidad reflexiva y formación teórica a diferentes movimientos políticos y sociales, como cuando imparte sobre la avenida Paseo de la Reforma una conferencia dedicada a la teoría estética de Bertolt Brecht. Su público está compuesto por participantes de las entonces virulentas protestas poselectorales. Ese día lo veo más feliz y satisfecho con su trabajo teórico que en ningún otro momento que compartimos.

B

FILOSOFÍA Y VEHEMENCIA olívar se mueve con una habilidad intelectual, sin par aún, entre los debates alrededor de una interpretación no dogmática de la obra de Karl

Marx, las discusiones sobre una reactivación del núcleo radicalmente crítico del pensamiento de la teoría crítica de la temprana Escuela de Frankfurt y las discusiones en América

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Latina sobre la reconstrucción de una subjetividad no subordinada a los dictados culturales del primer mundo. Estas últimas discusiones, sobre todo cuando se deslizan hacia la idea de una esencialidad perdida, pueden tener alguna cercanía al heiddegerianismo que tempranamente lo había impulsado hacia Alemania, donde –por una afortunada constelación política e histórica, y al no ser recibido por el filósofo de Friburgo– conoce y establece amistad con Dutschke, Rabehl y Kurnitzky, así como otros seguidores de György Lukács. Ese fue siempre un punto de desencuentro entre nosotros y no voy a abundar más sobre ello aquí. Lo cierto es que Bolívar evitó con gran habilidad enredarse en esta trampa conceptual, al referirse una y otra vez al Marx de la Crítica de la economía política, y cada vez más a la teoría crítica, especialmente a la Dialéctica de la ilustración de Horkheimer y Adorno, así como a Benjamin, sobre todo sus últimos textos. Ha logrado como pocos confrontar estas diferentes discusiones teóricas con tanta vehemencia emancipadora, seriedad filosófica y una indignación ante las perversidades 18


estructurales de nuestra formación social a escala mundial, que una y otra vez lograba transformar en claridad conceptual. He tratado de discutir algunas de sus más grandes aportaciones teóricas en el libro Marxismo crítico en México. Adolfo Sánchez Vázquez y Bolívar Echeverría (FCE, 2007) y están por escribirse más trabajos en discusión con este autor que tiene varias generaciones de alumnos intensamente formados por él, sobre todo en la UNAM, así como en otras instituciones educativas de México y Ecuador. Hace falta traducir sus obras a otros idiomas, reeditar las obras agotadas o inaccesibles, publicar inéditos, así como empezar una amplia discusión, basada en el pleno entendimiento de su obra, que puede ser concebida como una Teoría crítica no eurocéntrica.

U

EL CUÁDRUPLE ETHOS na de las aportaciones más importantes de Echeverría para este proyecto es su teoría del cuádruple ethos de la modernidad capitalista: en

la actual forma de reproducción hay una contradicción

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sistemática entre la lógica del valor y la del valor de uso. Mientras el valor de uso es lo que realmente se necesita para satisfacer las necesidades de los seres humanos, el valor es la categoría económica que parte de la cantidad (tiempo) de trabajo humano que se usó en promedio para la producción de un cierto bien. Hoy, la lógica del valor tiende a destruir cada vez más la del valor de uso. Es decir, se hace todo para aumentar la producción de valores y con esto la plusvalía y las ganancias, pero a la vez los bienes que realmente mejoran la vida de los seres humanos son tendencialmente destruidos. La existencia de la contradicción entre la lógica del valor y la del valor de uso puede ser reconocida o negada. Además se puede dar más importancia al valor o al valor de uso. Las cuatro combinaciones posibles que resultan de estas dos distinciones son la base conceptual de los cuatro ethe. El ethos realista, que hoy en día es el dominante a nivel mundial, niega esta contradicción y supone que con la creciente

fijación

en

la

producción

de

valores

automáticamente también se rescatan y mejoran los valores 20


de uso. Esta negación no es únicamente teórica y pensada, sino que se expresa

en una actitud participativa,

comprometida en favor de las relaciones sociales reinantes. El ethos romántico niega también la tendencia hacia la destrucción de los valores de uso pero no con una fijación en los valores de cambio, sino con la falsa idea de que la actual reproducción económica es organizada según las necesidades reales de los seres humanos, es decir, según la lógica de los valores de uso. El ethos clásico se diferencia de los dos primeros por no negar la contradicción entre la lógica de la producción de los valores (de cambio) y los valores de uso, pero asumiendo de manera implícita una estoica resignación generalizada ante lo existente. El ethos barroco, que en América Latina coexiste en múltiples momentos con el dominante ethos realista, consiste en una combinación paradójica de un sensato recato y un impulso desobediente. Hay en ello el intento –absurdo desde la perspectiva de los otros tres ethe– de rescatar el valor de uso por medio de su propia destrucción. Persiste aquí el incansable 21


intento de saltar las barreras existentes para la felicidad humana después de haberlas distinguido claramente como insuperables bajo las condiciones actuales. Comparte con el ethos clásico la capacidad de percibir la tendencia capitalista hacia la destrucción de los valores de uso, de la felicidad humana; con el ethos realista y el ethos romántico comparte la profunda convicción de que sí se pueden salvar los valores de uso dentro de la sociedad reinante. Existe en este ethos una “combinación

conflictiva

de

conservadurismo

e

inconformidad”. (Modernidad, Mestizaje cultural, Ethos barroco). Es conservador, porque no se rebela abiertamente en contra del sistema capitalista y porque se opone a la destrucción completa de posibilidades de goce que antes había en tanto que son integrantes de una tradicional forma de vida. Es inconforme porque no se somete, completamente, a la lógica del capital, es decir, a la lógica del sacrificio de la calidad de vida de la mayoría de los seres humanos por el bien de las ganancias obtenidas por los propietarios de los medios de producción. Vive lo invivible no a partir de la negación de que es

invivible sino

justamente a 22

partir de su


reconocimiento. Jugando con la imposibilidad del goce, intenta realizarlo en espacios escondidos y espontáneos. Mientras que la claridad del ethos realista, basada en la falsa negación de un aspecto central de nuestra existencia actual, no logra verdaderamente realizar el más alto ideal de la Ilustración, el reconocimiento del otro como condición necesaria de la constitución de la propia subjetividad, del propio yo, el ethos barroco logra en mayor medida la convivencia con aquél que tiene formas distintas de vivir y pensar. Justamente su actitud contradictoria, que incluye el hablar en doble sentido, la casi no-existencia de la palabra no, etcétera, le hace capaz de convivir sin exigir al otro el hacerse igual a él mismo para poderlo reconocer, como sí lo hace el ethos realista. Retoma su nombre por este paralelismo con el arte barroco: la capacidad de combinar y mezclar elementos que desde un punto de vista “serio” no podrían estar juntos, combinados o mezclados. Esta mezcla es caótica y transgrede las reglas (estéticas) establecidas, pero a la vez era el único arte que podía incluir en la Nueva España elementos estéticos 23


indígenas. Los elementos no se “entienden” entre sí, pero se “dejan vivir” mutuamente. No se reconocen en el sentido hegeliano

pero

tampoco

se

aniquilan

o

excluyen

agresivamente. Se “dan el avión” mutuamente, pero con esto no cuestionan el derecho a existir del otro. En el ethos barroco se trata de comunicar con el otro no solamente a pesar de esta imposibilidad estructural de entenderse –por la competencia omnipresente en la cual el otro es siempre y sobre todo un competidor que hay que vencer–, sino incluso usándola, jugando con el doble sentido, refuncionalizando los

malentendidos

justamente

como

forma

de

comunicación. Mientras que, desde la perspectiva de Habermas y otros, esto sería una forma de comunicación poco desarrollada, que habría que modernizar, para Bolívar Echeverría sería más bien una expresión de otro tipo de modernidad capitalista, a saber: la del ethos barroco. El solo hecho de que en los países más industrializados predominen otros ethe distintos y no el barroco, no significa que pertenezcan a un “estadio superior del desarrollo general humano” –concepto por demás criticable para el 24


marxista radical Walter Benjamin, de gran importancia para Echeverría.

Ocurre

más

bien

que

el

grado

de

industrialización no expresa el grado de presencia de relaciones capitalistas. Siguiendo aquí a Rosa Luxemburgo, cuyas obras en español prologó, parte de la idea de que el sistema capitalista mundial debe abarcar necesariamente países con diversos grados de industrialización para poder funcionar, pero todos esos países deben concebirse de la misma manera como capitalistas. Aquí puede verse una constante en el pensamiento del filósofo ecuatorianomexicano desde la época juvenil berlinesa. En 1969, en la mencionada introducción a la primera biografía de Ernesto Che Guevara en lengua alemana, expone lo siguiente: América Latina no puede “ingresar” a la época burguesa, porque está en ella desde la conquista ibérica; su subdesarrollo no proviene ni de su persistencia

en

un

modo

de

producción

precapitalista ni de la “falta de madurez” del capitalismo local, sino de la deformación estructural

de

su

economía 25

colonial

y


neocolonial, que es efecto de su función orientada, sometida y especializada hacia fuera, que le fue impuesta por el desarrollo del capitalismo de la metrópoli y el sistema autodestructivo

de

producción

imperialista.

(Ernesto Che Guevara ¡Hasta la victoria, siempre!)

IRONÍA, VALENTÍA, HUMOR Y EMANCIPACIÓN

L

as siguientes palabras, que Echeverría escribe ante la muerte de su contemporáneo que tanto admira, el Che –hasta hoy sólo publicadas en alemán–,

cobran vida ante la muerte súbita de su autor el pasado día cinco de junio: El comandante Che Guevara está muerto. [...] El complejo equilibrio de los minerales que mantenían en unidad su cuerpo, se desintegró. Dejó de existir este particular proyecto, esta iniciativa original, este hombre con “nombre y apellido”, que supo responder a las exigencias concretas de los movimientos revolucionarios 26


latinoamericanos, logrando que lo convirtieran por ello en la persona histórica “Che Guevara”. Sigue la reflexión de Bolívar Echeverría en 1969, quien a su manera y tres decenios más tarde, sabe responder a las exigencias concretas de la época que llama vuelta de siglo: “Es un golpe muy duro contra la revolución. Pero lo es sólo en la medida que las balas del imperialismo en el cuerpo del comandante Guevara hayan podido destruir la vida histórica de Che.” Su muerte, continúa Echeverría, “confronta nuevamente la razón dialéctica con la burguesa. Este aparato explicativo, apologético [...] en el cual sólo caben proyectos humanos individualizados y materia natural pasiva, puede captar la muerte de un hombre solamente como la destrucción absoluta de una fuente puntual de energía.” Ya desde este temprano texto, Echeverría capta la relación entre la idea del individuo aislado, central para la ideología, dominante hoy día, que está cómoda con el ethos realista, por un lado, y la idea de la “naturaleza pasiva”, existente supuestamente en oposición a “lo humano”/social; sigue su texto con un pasaje que será el final del nuestro: dedicado a 27


mi amigo, “objeto de estudio” –como Bolívar solía bromear– e interlocutor no solamente filosófico: A contrapelo de esta razón mecánica, la razón dialéctica [...] interpreta la muerte de un individuo en relación a la función que cumplía como persona en el esbozo social dentro del cual colaboraba

[...].

Para

los

comunistas

revolucionarios de América Latina, la presencia histórica del Che va más allá de su existencia física;

los

mercenarios

del

imperialismo

apuntaban sobre la primera, pero sus balas sólo alcanzaron la segunda. De alguna manera el Che está presente y los convierte en víctimas de la última y más grande de sus famosas ironías. La ironía, como la valentía, el humor y la incondicionalidad en la lucha emancipadora, ideas de Walter Benjamin que tanto inspiraban a Bolívar Echeverría, son fuerzas humanas que están orientadas por un “heliotropismo de estirpe secreta” hacia nuestra capacidad de auto reconstrucción como los verdaderos sujetos del proceso histórico, más allá 28


de las aplastantes fuerzas enajenadoras, que analizaban Marx, Benjamin y Echeverría, quien continúa su texto: “El Che vive”, está escrito con letras rojas sobre todas las paredes de las ciudades y todos los muros de adobe de los pueblos latinoamericanos. Y aquellos que lo escriben no creen en otra vida distinta de la material y terrenal. Tomado de La Jornada Semanal del Domingo 8 de Agosto de 2010

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Bolívar Echeverria (1941-2010) José María Pérez Gay2

R

ecuerdo a Bolívar Echeverría, mi compañero ecuatoriano,

discutir

apasionadamente

sobre

Martin Heidegger y el destino fatal de la filosofía

alemana en el Seminario de filosofía de la Universidad Libre de Berlín con nuestro profesor Hans-Joachim Lieber –que había sido en el exilio profesor adjunto de Karl Mannheim y Norbert Elias. Me admiraba siempre su dominio de la lengua alemana, el alemán de Bolívar era perfecto. Nos conocimos en el semestre de invierno de 1965, y comenzamos una amistad entrañable. A pesar de nuestras diferencias políticas, siempre sobrevivió nuestra amistad, porque Bolívar carecía de toda retórica en la amistad. A partir de la Segunda Guerra Mundial, la filosofía alemana recorrió un largo camino entre la culpa y el silencio. Martin 2 Tomado de La Jornada del 16 de Junio de 2010.

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Heidegger es todavía hoy piedra de escándalo. El autor de Ser y tiempo cambia radicalmente el rumbo de la filosofía contemporánea al comprometerse, aunque sólo fuese por un breve periodo, con la política de los nazis: acepta el nombramiento de rector de la Universidad de Friburgo, pronuncia un célebre discurso sobre la razón de ser de la universidad alemana y sostiene que Adolf Hitler, el Führer, se ha convertido en una suerte de providencia divina. Los filósofos alemanes poseían, como los filósofos griegos y romanos, una tenaz influencia en las elites políticas y financieras. Por ese entonces tenían un inmenso prestigio académico que los llevaba a compenetrarse con todo género de iniciativas políticas durante la República de Weimar y a producir sin cesar nuevos temas de investigación. Así, Martin Heidegger, entre otras cosas, redujo la oposición filosofía–crítica hasta hacerla desaparecer. Al final de la Segunda Guerra Mundial, las cifras hablan por sí solas: según cálculos conservadores 42 millones de seres humanos perdieron la vida, otros comentaristas están seguros de que fueron 55 millones.

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Toda la metafísica occidental ha sido platónica –me decía por ese entones Bolívar Echeverría–, porque ha procurado extraer la esencia del hombre fuera de la vida diaria; inventó siempre un observador omnímodo, un agente cognoscente y ficticio desprendido de nuestra experiencia común. Muy pocos filósofos han explicado como Heidegger la naturaleza de la condición humana, cuyo punto medular es la alltäglichkeit, que significa la vida diaria o, como la traduce José Gaos, la cotidianidad. Nos entusiasmaba la idea de una filosofía concreta, cuya explicación de la vida diaria fuese el eje cardinal de la realidad. Nuestros fueron los sueños de la juventud. Nuestra gran diferencia filosófica y política que se resumía así: Karl Marx había condenado a la filosofía durante mucho tiempo a la esterilidad: Los filósofos sólo han interpretado el mundo; de lo que se trata es de cambiarlo, esta tesis sobre Feuerbach silenciaba a la filosofía, la desacreditaba como un instrumento de los ideólogos de las clases dominantes, una de las grandes estupideces del siglo pasado. El Bolívar joven afirmaba lo contrario; argumentaba desde la perspectiva de 32


la filosofía de la praxis. Como dos buenos amigos, nunca más volvimos a tocar el tema ni discutimos de ningún tema filosófico, nos unía la presencia abrumadora de Walter Benjamin, su filosofía, sus interpretaciones y nuestras traducciones. Las verdaderas amistades nacen en la adolescencia y en la primera juventud, Bolívar se colocó siempre en el primer rango de mi vida. No sólo por el rol que jugaba Alemania, sino también porque la rebelión estudiantil alemana de los años sesenta entró de repente en nuestras vidas. Nos unió una larga amistad con Rudi Dutschke, a quien conocimos en el Seminario del profesor Lieber. Dutschke, el líder estudiantil de Berlín víctima de un atentado en 1968 que, 14 años después le costó la vida. Rudi le decía a Bolívar, Roter Front Bolívar, señalando con ese nombre su espíritu combativo. Antes de su regreso a Latinoamérica, le dije que México era el país donde debía trabajar, le di varias direcciones, una casa de huéspedes y sobre todo un nombre: Adolfo Sánchez Vázquez. Por fortuna Bolívar Echeverría vivió el resto de sus días en México, se nacionalizó mexicano 33


y formó una hermosa familia con la profesora Raquel Serur, tuvo dos hijos, Alberto y Carlos. En la Vuelta de siglo (2002), Bolívar Echeverría sostiene que civilización y técnica son términos casi sinónimos. El gran conflicto, más exactamente, radica en que Occidente no cuenta con ofertas morales y políticas razonables para Oriente Próximo, América Latina, África y gran parte de Asia, donde la desigualdad social y la demografía degradan el carácter sagrado de la vida. La exportación del Estado–nación ha resultado no sólo un fracaso, sino una absurda quimera. En muchas culturas no europeas, la gente tiene que buscar nuevas fuentes de sentido y nuevas formas de orden social, y la retórica occidental de los derechos humanos y de los estados nacionales se queda muy corta a la hora de abordar los verdaderos problemas políticos. Este vacío es una de las razones por las cuales el islam o las religiones domésticas, como el hinduismo y el animismo, logran una afluencia cada vez mayor; son energías comunitarias, escribía Bolívar Echeverría, de una fuerza inimaginable que interpretan 34


necesidades vitales inmediatas. Lo hemos olvidado: el ser humano es el único animal que puede interpretar sus necesidades. La vida siempre se nutre de dos fuentes: la técnica vital para sobrevivir y la inspiración moral. El islam es irremplazable para millones de personas. Occidente carece además de un sentido del martirio: el cristianismo moderno es una religión posheróica mientras que el islam aún es heroico. Esa es la diferencia. El siglo XXI será el escenario, según Bolívar Echeverría, de la última lucha de la moral universal. ¿Lograremos ponerle fin al invernadero del bienestar en que se ha convertido el mundo o nos habituaremos a la desigualdad descomunal que gobierna el planeta? ¿Miraremos impasibles cómo los países ricos y poderosos, gracias a los avances de la medicina y la genética, llegan a ser los propietarios del potencial antropológico mientras el resto de los individuos queda excluido del proyecto de la felicidad? La gran amenaza es una plutoracia antigualitaria que lleve a cabo una selección genética de los mejores, y que establezca quiénes son los verdaderos seres humanos. Bolívar Echeverría es, para mí, 35


una conversaci贸n que tendr茅 siempre.

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Bolívar Echeverría: en el horizonte crítico de la modernidad Manuel Lavaniegos

La ‘teología’ escondida del materialismo histórico sería así [para W. Benjamin] la capacidad que tiene el discurso de

percibir el contenido o la plenitud mesiánica del tiempo histórico allí donde ésta se vuelve actual, es decir, exigente; ahí donde se establece el ‘instante de peligro’, es decir, allí donde el acontecer está por decidirse en el sentido de una claudicación o en el de la resistencia o rebeldía ante el triunfo de los dominadores”. Bolívar Echeverría[1] “[…] sin empadronar el espíritu en ninguna consigna política propia ni extraña, suscitar, no ya nuevos tonos políticos en la vida, sino nuevas cuerdas que den esos

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tonos.”Cesar Vallejo El pasado 5 de Junio de 2010, en la Cd. de México, un paro cardíaco interrumpió la vida del filósofo Bolívar Echeverría arrebatándole de su febril – como era costumbre – actividad intelectual; con ello, el pensamiento crítico tanto mexicano y latinoamericano como internacional pierden a uno de sus más clarividentes faros en medio de los oscuros y aciagos tiempos

[globalizados

y

‘líquidos’]

que

corren.

El papel teorético que Bolívar Echeverría jugó hasta el último día, como profesor, investigador, escritor, traductor y polemista, que con mucho rebasaba en su alcance la delimitación a los meros ámbitos académicos, hacían de él una figura de convergencia dialógica que concitaba en torno de sus proposiciones conceptuales a toda una amplia gama de posiciones teóricas y políticas de izquierda de lo más diversas e inclusive contrapuestas, que siempre encontraron en él al dialogante idóneo para dirimir coincidencias y diferencias. Con su incomparable lucidez y rigor, Bolívar Echeverría delineaba, una y otra vez, aquello que no puede ser olvidado por quien pretenda ubicarse en el horizonte 38


crítico de la modernidad. Aquello que decide sobre el ‘instante de peligro’ y percibe la astilla ‘mesiánica’ saltando por sobre el ‘continuum’ temporal de la presente época del mundo. Es decir, insistiendo acerca de las metamorfosis proteicas que cobra la actual dominante subsunción capitalista de la vida social y acerca, también, de la transformación multiforme de los ineludibles márgenes de resistencia que se desprenden de ésta y que apuntan, aunque sea

débilmente, a la tendencia hacia

una posible

configuración anticapitalista o poscapitalista de esta misma realidad social. Insistir, con lucidez y rigor, en el desciframiento de esta ‘incomoda’ verdad, que prefiere ser eludida en el presente contexto de los apologistas de la posmodernidad, es sin duda una de las razones que hicieron de la actividad de Bolívar Echeverría – y de la que ahora tan sólo nos quedan sus textos – un diapasón insustituible para sostenerse en la perspectiva de una reflexión radical, que intenta ir a la raíz contradictoria de nuestra condición histórica. Bolívar Echeverría, nacido en Riobamba, Ecuador, el 2 de 39


febrero de 1941, tras cursar estudios universitarios en Quito, continuó su formación en la Freie Universität de Berlín – en los álgidos de la revuelta estudiantil del 68 – y a partir de 1971, se avecinó en México, terminando sus estudios de posgrado e incorporándose como docente e investigador en la Facultad de Economía y , luego, en la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM; le es otorgado el Premio Universidad Nacional y, recientemente, el grado de Profesor Emérito. Así mismo, en los últimos años, funda y coordina, al lado de Jorge Juanes, Raquel Serur y de otros notables estudiosos, el “Seminario de la Modernidad: versiones y dimensiones”. También, con frecuencia Bolívar E. impartió cursos invitado por centros universitarios de distintos países (Quito, Coimbra, Lima, New York, Pittsburgh, Berlín, New Orleans, Harvard, Ontario, etc.); en 2004, recibe el Premio Pío Jaramillo Alvarado de la Flacso, de Quito y, en 2007, el Premio Libertador Simón Bolívar al Pensamiento Crítico de Caracas. Entre sus múltiples publicaciones destacan sus libros:

“El

discurso

crítico

de

Marx”

(1986);

“Conversaciones sobre lo barroco” (1993); “Las ilusiones de

40


la modernidad” (1995); “La modernidad de lo barroco” (1998); “Definición de la cultura” (2001) y “Vuelta de siglo” (2006). Así como, la compilación “Modernidad, Mestizaje cultural, ‘Ethos’ Barroco” (1994) y sus significativas traducciones de varios textos de Walter Benjamin. Es factible considerar que, al menos para el contexto intelectual mexicano, la peculiaridad de la polémica científico/filosófica impulsada por las perspectivas marxistas y para-marxistas, sobre todo en el marco de la Facultad de Filosofía y Letras, cuyo auge se desarrolló, principalmente, durante los años setentas y ochentas del pasado siglo, adquirió una vitalidad y apertura teorética inusitadas; tanto en el sentido de un rebasamiento de los esquemas científico/positivistas,

analítico/formalistas

y

metafísico/tradicionales, predominantes hasta entonces en la academia, como en el sentido de una concienzuda revisión autocrítica de los fundamentos – epistémicos, históricos y ontológicos – del marxismo mismo; y esto último, de cara a los tremendos horrores y sus consecuencias desatados por las consolidaciones totalitarias de los regímenes comunistas

41


o “socialistas realmente existentes” y sus característicos usos dogmáticos del discurso marxista. En efecto, el marxismo o los marxismos “de la Facultad” se decantaron hacia versiones antidogmáticas e inventivas de interpretación de los núcleos críticos de la perspectiva marxiana, encontrando como piedra de toque la “Filosofía de la Praxis” elaborada por Adolfo Sánchez Vázquez y su revalorización de los escritos del “joven Marx”. Al lado de una generación sumamente propositiva dentro de la deriva marxista, Bolívar Echeverría, muy pronto, se aboca a la sistemática exegesis de las obras ‘mayores’ o maduras de Marx: “El Capital” y su complejo laboratorio de los “Grundrisse”[2] – realiza con Jorge Juanes, Armando Bartra y otros profesores el Seminario de “El Capital”[3] –. Pero, la investigación intensivamente crítica del discurso de Marx, como una crítica de la economía política que pretende iluminar el completo horizonte civilizatorio de la actual época del mundo, no sólo no puede dejar de tener en cuenta las posteriores lecturas heterodoxas realizadas dentro de las vertientes marxistas sino tampoco puede desentenderse de 42


los aportes promovidos por otras aproximaciones decisivas al interior de las ciencias humanas contemporáneas en crisis, en medio de una época caracterizada como diría M. Foucault por la “episteme de la sospecha”. El ojo crítico de Bolívar E. fijó su atención en ambas direcciones. Con relación a la primera, sobre todo, desarrolló los aportes del “joven Lukacs”, de Karl Korsch, del J. P. Sartre de la “Crítica a la razón dialéctica”, de la llamada “Escuela de Frankfurt” y, destacadamente, de los emitidos por la ‘extravagante’ genialidad de Walter Benjamin. Respecto de la segunda dirección, se nutrió principalmente de los aportes de la geografía/histórica de la civilizaciones materiales de Ferdinand Braudel, de la antropología estructural de Levi-Strauss y de la lingüística procesual de Roman Jackobson. Amplió y matizó así la noción de “autoreproducción social” y de su carácter inmediatamente semiótico como la “dimensión cultural” propia de los procesos humanos de dar forma a la naturaleza, cuya dinámica conlleva, necesariamente, la ruptura o revolución de

sus

códigos.

Con

ello, 43

Bolívar

E.,

ampliaba


considerablemente su peculiar y original perspectiva materialista histórica, en el sentido de una hondura antropológica y filosófica de su visión [véase: “Las ilusiones de la modernidad”[4] y “Definición de la cultura”[5]]. A lo todo anterior, hay que agregar su enorme conocimiento y disfrute de las distintas literaturas, artes, músicas y ‘usos y costumbres’

culturales

de

las

variadas

latitudes

latinoamericanas, ya en su manifestación indígena, mestiza o contemporánea, lo que operó alquímicamente en torno a la preocupación central por comprender la especificidad de las formaciones histórico/culturales latinoamericanas y la modalidad peculiar de su inserción y respuesta al orden civilizatorio mundial. Aunque sólo sea a la manera de una tosca mención esquemática, quisiera señalar algunas de las temáticas claves que ocuparon la reflexión crítica, altamente creativa y abierta de Bolívar Echeverría, a modo de recordatorio e invitación al lector a sus escritos, fértiles atalayas heurísticas de investigación. Bolívar E. puso el ‘dedo en la llaga’ en el efecto 44


distorsionante de la sobredeterminación del valor abstracto del mercado capitalista [d-m-d*] por encima de las configuraciones cualitativo diferenciales [valores de uso] de larga historia de la civilización material. Denominó a estas últimas

“formas

naturales”

del

proceso

de

autorreproducción social humana en su metabolismo con la naturaleza. La “forma natural”, que es a la vez la memoria cultural [antropológico/histórica] de los pueblos, a pesar de estar dominada y parasitada, sometida a un proceso de explotación, por la dinámica de la valorización capitalista – de extracción de ‘plustrabajo’ – permanece como esencial e indispensable, de modo tal que el devenir social, en estas condiciones, se desenvuelve bajo una contradictoreidad o esquizofrenia violenta y crecientemente catastrófica. Así, la ‘neo-técnica’ o tecno/ciencia maquinizada, que introducen las nuevas relaciones sociales de la modernidad es bloqueada por estas mismas relaciones, reprimida a cada paso en su promesa de abundancia y liberación para la comunidad de los individuos [véase: “El discurso crítico de Marx”[6]]. Además, la “forma valor/capitalista” opera ‘sub-codificando’ 45


al conjunto de las posibilidades comunicativas de la vida social, generalizando la deposición fetichista y la alienada opacidad de la “sujetidad”, “politicidad” o autoconciencia de los hombres a favor del automatismo de la “vida que llevan y establecen las cosas entre sí”, como mercancías, en el intercambio mercantil, afectando todas las esferas de la actividad sociocultural. A la ‘polisemia’ inherente a la creación cultural concreta, la modernidad capitalista opone la

pura

y

‘universal/abstracta’ técnico/científico,

univoca y

significación cuantitativa,

privilegiando

su

del mera

referencial, concepto eficacia

empírico/experimental productivista [véase: “Definición de cultura”]. El equivalente político complementario de la subsunción del proceso productivo al capital se ha concentrado en la construcción de los Estado/Nación modernos, en calidad de “sujetos sustitutivos”, que bajo la soberanía de su poder sobre un territorio y sus habitantes asegura la empresa de acumulación de sus particulares capitales asociados, permitiendo que cobren su parte dentro de la división sujeta 46


a

la

azarosa

competitividad

del

mercado

mundial.

Sin embargo, en la actualidad, a partir del fin de la Guerra Fría, asistimos al eclipse de la soberanía de los estados nacionales, socavados éstos por el poder trasnacional de capitales que poseen monopolios sobre el stock tecnológico de alto rendimiento que les permite adquirir una ‘renta’ adicional; y que han generado una marcada tendencia hacia la constitución de nuevas entidades estatales trasnacionales, capaces de subordinar efectivamente bajo sus estrategias a los estados nacionales debilitados. “Por lo pronto – escribe Bolívar E. –, el Estado nacional de bases étnico/territoriales sólo parece servir para mantener a raya, dentro de las fronteras establecidas, a todos aquellos humanos que no pueden todavía (o nunca llegarán a poder) integrarse en la comunidad del nuevo Estado trans y posnacional de autoafirmación puramente civilizatoria.”[7]Por supuesto, reprimiendo o aniquilando cualquier juego de constitución de identidades que intente moverse al margen de sus dispositivos identitarios estatalmente acreditados. De hecho, bloqueando sistemáticamente las posibilidades de una

47


soberanía democrática por parte de las comunidades humanas

[véase:

“La

nación

posnacional”[8]].

Siguiendo muy de cerca los parágrafos de Marx dedicados al fenómeno de la alienación del trabajador, al “fetichismo de la mercancía” y a la intuición benjaminiana acerca del ‘Dios del capitalismo’ – [“Si el capitalismo es una religión, el dinero es su dios”] –, Bolívar Echeverría bordará con muchas variaciones, también, la idea del capitalismo operando en la modernidad al modo de una “religión política”, por ejemplo, explica: “(…) los modernos no sólo ‘se parecen’ a los arcaicos, no sólo actúan ‘como si’ se sirvieran de objetos encantados, sin hacerlo en verdad, sino que real y efectivamente comparten con ellos la necesidad de introducir en el eje de su vida y su mundo, la presencia sutil y cotidiana de una entidad metafísica determinante. La mercancía no ‘se parece’ a un fetiche arcaico: es también un fetiche, sólo que un fetiche moderno, sin el carácter sagrado o mágico que en el primero es prueba de una justificación genuina. (…)El des-encantamiento desacralizador del mundo ha venido acompañado de un proceso inverso, el de

48


su re-encantamiento frío y económico. En el lugar que ocupaba el fabuloso Dios arcaico, se ha instalado un dios discreto pero no menos poderoso, el valor que se valoriza.” [Véase:

“La

religión

de

los

modernos”[9]].

No sólo esta nueva “religiosidad ilustrada”, “críptico teocrática”, centrada atávicamente en el dios impersonal y abstracto del mercado, funciona en la modernidad como una entidad

metafísica

sino

que

se

prolonga

en

el

Estado/Nación [=‘Ecclesia’], que con sus emblemas nacionalistas ‘reífica’ y petrifica la capacidad política y cultural democrática de los individuos, identificados acríticamente, como creyentes, ante el sujeto sustitutivo del Leviatan, ataviado ahora con los ropajes del Estado liberal. Trabajando con todas estas premisas multifactoriales en torno al entramado estructural de la modernidad occidental, Bolívar

E.,

conduce

su

investigación

crítica

a

la

caracterización, así mismo compleja, de las sendas históricas diferenciales que han precedido su desenvolvimiento. A partir de este punto, en el cual busca asumir y trascender las tesis de Max Weber acerca del papel jugado por el “espíritu

49


o ética protestante” en el desarrollo del capitalismo, los aportes originales de nuestro autor, pensamos, relucen con inusitada luminosidad. Para Bolívar Echeverría, el despliegue de la contradicción básica, entre ‘forma histórico/natural’ y ‘forma valor/capital’, no sigue una ruta lineal y progresiva, como un ‘Telos’ monocromo y dialécticamente ascendente al modo hegeliano, sino que se colorea, por lo menos, de acuerdo

a

cuatro

“Ethos”

histórico/culturales

fundamentales, es decir, de acuerdo a cuatro estrategias diferentes adoptadas en determinadas circunstancias por distintos grupos de formas étnico/históricas [con sus saberes y técnicas, usos y costumbres, artes y ciencias, derecho, política religiosidad, etc.], para asumir la vertiginosa dinámica que la esquizofrenia capitalista introduce en su seno. ‘Ethos’, o distintos proyectos de modernidad, activados

para

hacer

posible

en

términos

de

su

autorreproducción específica, la contradicción; para ajustarla a sus ‘mundos de vida’ y hacerla ‘vivible’, a pesar del desgarramiento societario que conlleva. Bolívar E. reconoce el ‘ethos’ “Realista”; el “Clásico”, el “Romántico” y el

50


“Barroco”. Con la investigación de estas cuatro versiones o ethos de la modernidad – que o bien optan por afirmar militantemente la contradicción [‘realista’, que se corresponde con el protestantismo puritano de corte nórdico estudiado por Weber y que se ha tornado en dominante]; o por el desconocimiento de ésta, [‘romántico’ transfigurado]; o un distanciamiento [‘clásico’, trágico]; o, finalmente, por una participación paradójica en ella [‘barroco’ teatralizante] –, que, por lo demás, no se dan como modélicamente puros sino, a menudo, combinados y obedeciendo a las circunstancias de la construcción de mundo efectiva de la época moderna, nos acercamos a la zona más densa y rica en determinaciones

de

la

teorización

de

Bolívar

E.,

principalmente orientada a destacar la pertinencia de la modalidad barroca para la comprensión de la especificidad, a la vez multiforme y semejante, que ha adquirido el desenvolvimiento de la modernidad en los países de América Latina. Por supuesto, en el marco de este artículo resulta imposible

51


dar aunque sea un pálido reflejo de este tratamiento crítico, en permanente matización, pleno de sugerencias, y que involucra la unidad problemática entre el ‘ethos’ barroco, el mestizaje cultural y las alternativas a la modernidad en el horizonte latinoamericano. Aquí, simplemente remitimos al lector a los fascinantes textos de Bolívar Echeverría [véase: “Conversaciones sobre lo barroco”; “La modernidad de lo barroco; “Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco” y “Vuelta de siglo”[10]] y únicamente citamos un fragmento en el que nuestro autor refiere algunos de los trazos de su peculiar

enfoque

del

barroquismo

latinoamericano:

“En la parte norte de América, la civilización europea ‘liberó’ un inmenso territorio – lo limpió de seres humanos y de animales y plantas ‘disfuncionales’ – y pudo extenderse sobre él a sus anchas. En la parte sur de América [desde el norte de México hasta el alto Perú], en cambio, su imposición debió seguir otros caminos. Para europeizar la antigua

América,

la

civilización

europea

debió

americanizarse; debió reconstruirse desde sus bases de manera americana. Fue una transformación cuyos agentes

52


no fueron los propios europeos, sino los indios derrotados e integrados en la vida citadina. Fueron éstos quienes, luego de la destrucción y la decadencia de su propia civilización, no pudieron encontrar otro método de supervivencia que asumir y construir de nuevo, comenzando desde cero, la civilización de sus vencedores europeos. Este procedimiento, conocido como estrategia del mestizaje cultural, y según el cual las formas vencedoras son reconfiguradas mediante la incorporación

de

las

formas

derrotadas,

es

un

comportamiento en el que el principio formal del barroco puede

reconocerse

con

toda

claridad.

La idea que pretendo defender aquí es que el principio formal barroco fue re-descubierto y re-fundado en la sociedad indígena/española de México a partir del siglo XVII; que ésta es una ‘afinidad electiva’ determinante entre las formas de vida cotidiana mexicana – incluidas las de su producción artística – y las formas del barroco proveniente de Europa. […] ella mostró cómo es posible revindicar y festejar la corporeidad sensorial incluso en medio de la ascesis más represiva, cómo es posible no encontrar el lado

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‘bueno’ a lo ‘malo’, sino desatar lo ‘bueno’ precisamente en medio de lo ‘malo’”.[11] En este fragmento, nuestro autor, tan sólo enuncia el punto de inflexión histórico/épocal, desde el siglo XVII, desde donde se desprende esa ‘afinidad electiva’ hacia la que se inclinan ‘estilísticamente’ las maneras socio/culturales latinoamericanas para asumir la contradictoreidad moderna; esa inclinación hacia la “mise-en scene”, o teatralidad, absoluta, que en medio de la derrota y el fracaso del valor de uso, sin embargo, lo hace posible o lo imagina furtivamente realizado en otro plano; por eso es en los destellos barrocos donde anida la irreductible resistencia de lo excluido y lo aún inexistente. A la exploración interrogante de los recovecos laberínticos de esta manía latinoamericana y su acendrado contraste

con

la

“blanquitud”

de

la

modernidad

‘americanizada’ dedicó Bolivar E. su tensión crítica en los últimos tiempos. Pero, ¿qué le ha pasado al discurso marxista en manos de Bolívar Echeverría? Pues que le ha aplicado al materialismo histórico una estrategia barroca; que lo ha sometido a una 54


vibración exacerbada, hasta arrancarlo de su propensión dogmático/totalitaria, para poder extraer de él esa astilla o chispa ‘mesiánica’, y diseminada y plural, abrirla hacia un mestizaje de horizontes críticos. Ahí está su escritura, cargada de concentrada subversión y creatividad. Lo que siempre extrañaremos es la insustituible singularidad de su personalidad, radicalmente amistosa, plena de ingenio y humor, su caballerosidad y elegancia mestiza y, como dice su hijo Carlos, el “enigma de su mirada”, un tanto melancólica.

[1] Bolívar Echeverría, “Vuelta de siglo”, México, ERA, 2006; cap. VII [“El ángel de la historia y el materialismo histórico”], p. 128. [2] Karl Marx, “Grundrisse der kritik der politischen ökonomie” [“Los elementos fundamentales de la crítica a la economía política”] (1857-1858). [3] De “El Capital” dirá, irónicamente, Bolívar E.: “aunque encabece el ‘Index librorum prohibitorum’ neoliberal y posmoderno.” [4] B. Echeverría, “Las ilusiones de la modernidad” México, UNAM/El Equilibrista, 1995. [5] B. Echeverría, “Definición de cultura”, México, Itaca, 2001. [6] B. Echeverría, “El discurso crítico de Marx”, México, ERA, 1986. [7] B. Echeverría, “Vuelta de siglo”, Op. cit., p. 154. [8] B. Echeverría, “La nación posnacional” en Ídem, cap. IX, pp.143 a 154. [9] B. Echeverría, “La religión de los modernos” en Ídem., cap. III, pp. 25 a 38. [10] Bolívar Echeverría y Horst Kurnitzky, “Conversaciones sobre lo barroco”, México, UNAM, 1993. B. E., “La modernidad de lo barroco”, México ERA, 1998; A. V., “Modernidad, mestizaje y ethos barroco”, B. Echeverría

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compilador, México, UNAM/El Equilibrista, 1994. B. Echeverría, “Vuelta de siglo”, op. cit., cap. X a XV. [11] B. E., “Vuelta de siglo”, Ídem., pp. 164-165.

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Occidente, modernidad y capitalismo Entrevista de Carlos Oliva Mendoza a Bolívar Echeverría

–Déjame iniciar con una provocación: ¿qué es la modernidad? –La modernidad es un esquema civilizatorio que se genera en Occidente y por lo tanto tiene mucho que ver con lo que sería la identidad occidental, que, para mí, comienza desde la época de los griegos, ya como un pequeño germen y que se despliega sobre todo a partir de los siglos XVI y XVII, completándose, llegando a cumplir su esencia, como decía Hegel, en el siglo XVIII con la Revolución industrial y a desplegarse desde entonces en lo que conocemos como el Occidente contemporáneo. –Si pensamos a la modernidad como un período de larga duración, ¿crees que hay una ruptura entre el cristianismo y la filosofía patrística con la filosofía 57


griega? –Yo creo que sí, sobre todo porque el esquema de la modernidad, tal como se planteaba desde la época de los griegos, una combinación de la techne griega y de la lógica del mercado, va a sufrir un correctivo muy fuerte cuando aparezca el mestizaje con la identidad judía, que es lo que va a fundar propiamente todo lo que es Europa, en verdad. Va a convertir el Occidente en el Occidente europeo. Es decir, es la impronta del cristianismo. –¿Por qué si la historia judía es tan importante en la modernidad aparece siempre como combatiendo y marginada de la modernidad? ¿Por qué no aparece como una línea guía de la modernidad? –Porque habría las dos formas de presencia de lo judío, lo judío mestizado a partir de San Pablo, formando ya parte consustancial de la modernidad europea. Y lo otro que sería la permanencia del pueblo judío de la diáspora, como acosando desde afuera a este esquema civilizatorio que ya tiene al judaísmo dentro de sí mismo.

58


–En este sentido, de acoso permanente, ¿se puede hablar de una historia fuera de la modernidad? ¿Existe la idea de historia fuera de la modernidad? –Es una pregunta difícil, porque implica la noción de progreso, de la ruptura del tiempo cíclico. Ahora bien, esa ruptura del tiempo cíclico, creo yo, se da solamente de manera real y consistente en Occidente. Y tiene sus raíces desde la época homérica; en plena época arcaica ya Prometeo funda la idea de la historia al decir que él puso la esperanza en el corazón de los hombres. La esperanza de que el tiempo que viene será mejor que el tiempo anterior. –Y también con Teseo, ¿no? Tú has también escrito sobre esto: la fundación de la ciudad. –De la ciudad, sí. Diríamos, pues, la secularización de la legitimación. –¿Tú crees que el filósofo o la filósofa que piensa en estos temas es una especie de ser anacrónico? –Por un lado podría decirse eso. Pero por otro lado podría decirse que es el ser más actual, más contemporáneo que 59


uno pueda imaginarse, ¿no? Porque lo que estamos viviendo es justamente el descalabro de toda esta historia de la modernidad. En ese sentido, aunque sea una especie de lamento, de un pensar como lamento, tiene justamente la actualidad de que hay de qué lamentarse. –Dices en tu último libro, Vuelta de siglo, que vivimos en una nueva época. ¿Tú crees que después de la caída del muro de Berlín se inaugura una nueva época? –De alguna manera sí. Porque yo lo que percibo es que – para hablar en términos muy marxistas– las fuerzas productivas, es decir, la gente y los instrumentos, han comenzado a desarrollar formas de funcionamiento que son totalmente disfuncionales respecto de lo que sería el funcionamiento requerido por la dinámica del capital, por la modernidad establecida, etcétera. ¿Qué ofrecen estos fenómenos de disfuncionalidad que son muy incoherentes todavía, muy desperdigados, digamos, que no tienen ninguna conexión entre sí, pero que de alguna manera apuntan hacia lo que podría ser “la vida después del diluvio”? –¿Y las formas de resistencia? 60


–Claro, justamente ésas serían las formas de resistencia. Es decir, estas anomalías como formas de resistencia. –¿Y ahí el marxismo todavía aporta elementos para entender cómo se resiste o…? –Cómo se resiste. Yo creo que da una indicación general, en el sentido de que apunta cuál es el punto de fracaso de la modernidad capitalista. Y que en ese sentido, por lo tanto, apunta hacia aquello que no debería regresar, sobre lo que no se debería reincidir. –Porque, pensaba ahora en teóricos como Benjamin y Adorno, ya no queda claro que haya sujetos claros de resistencia ¿no?, sujetos que puedan entrar en una dinámica dialéctica. –Ya no. Ya ese es un marxismo pos-proletariado, podríamos decir. Es decir, un marxismo “para después de la época de la actualidad de la revolución”, de la que hablaba Lukács, ¿no? Para después de eso. –Bolívar, ¿qué es esta idea de la indefinición de sentido, que ahora has estado mencionando en tus 61


textos? Pese a que estamos en una nueva época hay una indefinición de sentido. Esto es raro, porque la modernidad siempre que inaugura una nueva época parece que hay un excedente de sentido. Como en el Renacimiento, en el Cristianismo… –Claro. Estamos, creo yo, justamente en el momento en que la modernidad ya no ha podido generar –yo creo que todo el modernismo es un síntoma de esto– nuevas propuestas, no ha podido mostrar salidas, justamente, hacia lo post, hacia lo que viene después. Y en esa medida, todos estos gérmenes de sentido totalmente desperdigados, balbuceantes, que hay, pues conforman, podríamos decir, esa situación. –Hay dos categorías que últimamente veo que utilizas. Una que has recreado, blanquitud. ¿Qué es la blanquitud? –La blanquitud es un concepto que, me parece a mí, puede servir para explicar las razones de la selección genocida del mundo contemporáneo: por qué entregamos a ciertas poblaciones al sacrificio, por qué las condenamos a morir.

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Es una idea que se conecta con la de Max Weber, es decir, hay un tipo de ser humano que está siendo requerido, exigido, por lo que llama “el espíritu del capitalismo”. Un tipo de ser humano que históricamente se conformó adoptando o adaptándose a ciertas características étnicas del Occidente europeo. Y, en ese sentido, el ser blanco pasó a ser casi consustancial del ser moderno; el ser moderno implicaba un cierto grado de “raza blanca”, para hablar entre comillas. –Aunque se puede ser negro y operar… –Claro, por eso hay un primer y breve ensayo que tengo sobre eso. Pongo como ejemplo a Condoleezza Rice, que es una Doris Day. –La otra categoría, yo siempre he tenido muchísimas dudas sobre ésta, es la de mestizaje. Porque, sobre todo en Latinoamérica, es una categoría que sirve para justificar cualquier inserción, pero falla en el momento de asumir una identidad y entrar a la historia… no sé. –Claro, es un concepto muy peligroso. Porque –y justamente

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por eso insisto en él, porque es necesario meterse en la melée– sí es un concepto ideológico, un concepto que ha servido para fundar la ideología de los Estados nacionales latinoamericanos, todos ellos de alguna manera se afirman como mestizos… de muchas maneras. Pero lo interesante es que para mí el concepto de mestizaje es un concepto que está muy lejos del concepto de melting pot, por ejemplo, de los estadunidenses: no es un lugar en donde se funden razas o culturas o esas cosas, sino es un punto de conflicto en el que los códigos se devoran los unos a los otros. –Entonces, ¿no es una categoría de resistencia, que nos proponga un nuevo sujeto mestizo o algo así? –No, para nada. Es una descripción de lo que acontece como procedimiento de la historia de la modernidad. –Y tiene que ver con toda la filosofía barroca de Latinoamérica. –Claro, y eso es lo que importa. –Una última cosa, al respecto. Pensado en esas dos categorías, la de blanquitud y mestizaje, ¿cómo se 64


piensa desde América Latina? ¿Cómo acontece el pensamiento desde aquí? ¿Hay un “pensamiento propio” o ese es un “pseudoproblema” o…? –Pues yo creo que sí es... Bueno, planteado como se plantea tradicionalmente en esto que conocemos como la “filosofía latinoamericana” o todo esto que se planteó en torno a Zea y a todo ese tipo de discursos, yo creo que es un pseudoproblema. Porque yo creo que sin duda hay una peculiaridad del uso reflexivo del lenguaje en América Latina, pero esa peculiaridad es lo que, en realidad, corresponde más bien a las sociedades de identidad católica, es decir, a las sociedades que no hicieron la revolución de la reforma protestante. Es decir, que su discurso reflexivo incluye todavía la noción de Dios. Es decir, un discurso teológico, todavía. Yo creo que hay una gran diferencia entre la modernidad del norte de Europa y la mediterránea, en la medida en que ésta hace una revolución dentro de la teología y no fuera de la teología, como hace la filosofía moderna. En ese sentido, pues, somos pueblos que no tenemos las armas ni los dispositivos como para hacer filosofía moderna, 65


porque usamos todavía un código de reflexión que incluye una teología revolucionada, sin duda resultante de una revolución tal vez más radical que la propia revolución que produce la filosofía moderna. Pero que se mueve por otros caminos, otros principios de acción. –Se mueve, existe en la sociedad, ¿no es así? –Existe en la sociedad. Y existe en la sociedad, creo yo, tal vez no de la manera tan perfecta, organizada y especializada, como ha sido la de la filosofía moderna, tan sistemática, pero, digamos, mucho más enraizada en la vida cotidiana. –Y eso condena un poco a la filosofía institucional en América Latina, ¿no lo crees? –A ser un poco una filosofía de prestado. Es decir, nosotros hacemos filosofía inglesa o filosofía alemana o filosofía francesa, con nuestro… ¿cómo diríamos?, pues con nuestro toque folclórico, digamos. Que a veces es fuerte, a veces es débil. Claro que mientras más débil es, más efectivo es, hasta el punto que los verdaderos filósofos latinoamericanos quisieran hoy escribir en inglés.

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–Una última cosa. Acabo de regresar de estar un mes en Ciudad Juárez y me comentaron que habías estado ahí, impresionado con la calle de Juárez –la que da a El Paso. Entonces pensé: ¿qué implica vivir en una ciudad como la Ciudad de México? Pensando también un poco en toda ciudad como frontera. ¿Qué se te ocurre? –Pues a mí se me ocurre que nosotros vivimos en el DF en una frontera también, en una frontera histórica, de lo que fue la gran creación de la modernidad, que fue la gran ciudad. Como con todos los ejemplos que conocemos. Y que también tuvo su realización aquí en México, porque la Ciudad de México fue una gran ciudad en los años cuarentacincuenta. Pero lo curioso, lo interesante del DF, es que nosotros estamos haciendo la experiencia de la destrucción de la gran ciudad, y la substitución de esa gran ciudad por este conglomerado que no tiene, en verdad, nombre, que es el DF. Entonces el DF es aquí ya un conglomerado urbano que viene después de la gran Ciudad de México y que tiene de esta Ciudad de México ciertos restos, ciertos residuos, ciertos destellos, pero nada más. Y que se constituye en una 67


novedad histórica que, pues, seguramente va a ir apareciendo en el resto del mundo también; yo creo que París o Londres actualmente se están “defeizando”, ¿no?

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“El descontento se esta dando en los usos y constumbres de la vida cotidiana” Entrevista de Javier Sigüenza (periódico DIAGONAL) a Bolívar Echeverría3 DIAGONAL: ¿Es posible hablar en la actualidad todavía de revolución? Bolivar Echevarría.: Desde comienzos de este siglo hay una especie de fatiga del dogma procapitalista, pero sobre todo una conciencia popular muy extendida de que las cosas tal como están funcionando no pueden seguir. La verdadera fuerza de este impulso anticapitalista está expandida muy difusamente en el cuerpo de la sociedad, en la vida cotidiana 3 Publicada el 4 de octubre de 2007 en el periódico DIAONAL.

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y muchas veces en la dimensión festiva de esta última, donde lo imaginario ha dado refugio a lo político y donde esta actitud anticapitalista es omnipresente. La impugnación o el descontento se están dando en los usos, costumbres y comportamientos, y apuntan en una dirección por lo pronto muy poco ‘política’; brotan en muchos sentidos disímbolos, desde la aparición de actitudes fundamentalistas, hasta la fundación de nuevas religiones, por ejemplo. Una serie de elementos que nos indican que la mentalidad de los trabajadores está cambiando y que están germinando vías inéditas de construcción de una política completamente diferente. Lo veo como una resistencia y una rebelión inalcanzables por el poder establecido, dirigidas a corroerlo sistemáticamente a fin de provocar en él una especie de implosión. D: ¿Cómo se relaciona esa resistencia con el ‘ethos barroco’? B. E.: El hombre moderno está desgarrado, obedece a dos lógicas totalmente contrapuestas, una más poderosa que la otra: la lógica cualitativa del mundo de la vida y la lógica abstracta y cuantitativa del valor. El ethos barroco es un 70


modo de comportamiento que permite al ser humano neutralizar esa contradicción capitalista. Implica en cierta medida un momento de resistencia, pues defiende el aspecto cualitativo, o la forma natural de la vida, incluso dentro de los procesos mismos en que ella está siendo atacada por la barbarie del capitalismo. Siguiendo a Benjamin, el ethos barroco sería una ‘cultura’ que al mismo tiempo es barbarie, porque lo que hace es reafirmar la validez o la vigencia de la forma natural de la vida en medio de su destrucción. Los otros ethos son más barbarie que cultura; son mucho más aquiescentes con el capitalismo. El ethos realista, por ejemplo, afirma que esa contradicción simplemente no existe. El ethos barroco la reconoce, pero, se inventa mundos imaginarios para afirmar el ‘valor de uso’ en medio del reino del ‘valor de cambio’. En ese sentido, un proceso revolucionario que pudiera darse en América Latina tendría un poco la marca de este antecedente, es decir, de sociedades que han aprendido de alguna manera a defender el valor de uso, que tienen una tradición de defensa de la forma natural. El ethos barroco dice: el mundo puede ser completamente 71


diferente, puede ser rico cualitativamente, y esa riqueza la podemos rescatar incluso de la basura a la que nos ha condenado el capitalismo. D: ¿El proyecto emancipatorio tendría que renovarse a partir de estas formas de resistencia? B. E.: En América Latina hubo dos tipos de mestizaje; el primero es el que hacen los indios cuando se dejan devorar por los conquistadores y al dejarse devorar, transforman a los conquistadores. Es el de los indios de las ciudades, de la mano de obra en la construcción o en los servicios, etc. Pero hay también un mestizaje al revés: el de los indios que son expulsados a las regiones más inhóspitas. Éstos no se dejan devorar, aunque estén golpeados y sus culturas sean irreconstruibles, defienden ciertos elementos de sus viejas culturas, muchas veces al amparo de la supervivencia de sus lenguas antiguas. Cuando hablamos de que son pueblos que han guardado los elementos de una relación arcaica con la naturaleza, de una organización social ancestral pre-capitalista y que estarían listos para reconstruir una sociedad más justa y una relación 72


más ‘armónica’, no creo que vaya por ahí. Esas culturas ancestrales

eran

culturas

igualmente

autoritarias

y

enfrentadas a la naturaleza, como las occidentales. Se basaban también en el sacrificio del individuo, tanto como la cultura cristiana, construían sus mundos maravillosos sobre la base de una represión muy radical. Reconstruir las formas de usos y costumbres ancestrales no es sólo volver a formas de una ‘democracia’ comunitaria, sino también volver a formas de convivencia autoritarias. Hay que aprender de la experiencia de estos dos tipos de mestizaje y construir algo completamente diferente. Construir una nueva asociación de hombres libres, una sociedad plenamente moderna, es decir, que esté más allá de la época de la necesidad del sacrificio. D: ¿Cómo y a partir de qué se construiría esta modernidad alternativa? B. E.: Lo fundamental de una modernidad alternativa es que elimina la necesidad de la enajenación que se dio históricamente cuando la modernidad ‘decidió’ tomar el camino del capitalismo, es decir, replantear la idea de que se puede construir una modernidad que no se base en la 73


organización capitalista del proceso de trabajo, y por lo tanto de la producción y reproducción de la riqueza. En ese sentido, la obra de Marx es importantísima, porque plantea justamente esta idea de que el modo de producción capitalista implica fundamentalmente la enajenación, que cercena lo principal que tiene el sujeto humano, su autarquía, su capacidad de autodefinirse, de autorrealizarse, y que entrega esta capacidad, que es lo más íntimo, al mundo de las cosas.

AUTONOMÍA D: ¿Qué opinas de la idea de autonomía de movimientos como el EZLN? B. E.: La autonomía replantea y retoma ciertos momentos de la teoría y la práctica de Bakunin y Kropotkin, acerca de que es posible efectivamente la construcción de un mundo en el cual exista la capacidad de sujetos concretos de autodeterminarse, idea que no está necesariamente peleada con la posibilidad coordinar un proceso mucho más amplio de armonización de la producción y consumo de los bienes. 74


En ese sentido, el concepto de autonomía es un concepto muy importante, esencial, bajo el cual se particulariza la idea de la reconstrucción o la reconquista de la autarquía del sujeto humano sobre el proceso de producción. Un proceso de producción no enajenado implica construir no un sistema autoritario de sujetos pseudoautónomos como los estados nacionales, sino una miríada de sujetos autónomos que entrarían en conexión plenamente libre los unos con los otros; ahí estaríamos en terreno de la pura autarquía.

75


América Latina: 200 años de Fatalidad Bolívar Echeverría Suave Patria, vendedora de chía: /quiero raptarte en la cuaresma opaca,/sobre un garañón, y con matraca,/y entre los tiros de la

N

policía. .- R. López Velarde, La suave patria o falta ironía en el hecho de que las repúblicas nacionales que se erigieron en el siglo XIX en América latina terminaran por comportarse

muy a pesar suyo precisamente de acuerdo a un modelo que declaraban detestar, el de su propia modernidad –la modernidad

barroca,

configurada

en

el

continente

americano durante los siglos XVII y XVIII-. Pretendiendo “modernizarse”, es decir, obedeciendo a un claro afán de abandonar el modelo propio y adoptar uno más exitoso en términos mercantiles –si no el anglosajón al menos el de la modernidad proveniente de Francia e impuesto en la península ibérica por el Despotismo Ilustrado-, las capas 76


poderosas de las sociedades latinoamericanas se vieron compelidas a construir repúblicas o estados nacionales que no eran, que no podían ser, como ellas lo querían, copias o imitaciones de los estados capitalistas europeos; que debieron ser otra cosa: representaciones, versiones teatrales, repeticiones miméticas de los mismos; edificios en los que, de manera inconfundiblemente barroca, lo imaginario tiende a ponerse en el lugar de lo real. Y es que sus intentos de seguir, copiar o imitar el productivismo capitalista se topaban una y otra vez con el gesto de rechazo de la “mano invisible del mercado”, que parecía tener el encargo de encontrar para esas empresas estatales de la América latina una ubicación especial dentro de la reproducción capitalista global, una función ancilar. En la conformación conflictiva de la tasa de ganancia capitalista, ellas vinieron a rebajar sistemáticamente la participación que le corresponde forzosamente a la renta de la tierra, recobrando así para el capital productivo, mediante un bypass, una parte del plusvalor generado bajo este capital y aparentemente “desviado” para pagar por el uso de la 77


naturaleza que los señores (sean ellos privados, como los hacendados, o públicos, como la república) ocupan con violencia. Gracias a esas empresas estatales, a la acción de sus “fuerzas vivas”, las fuentes de materia prima y de energía -cuya presencia en el mercado, junto a la de la fuerza de trabajo barata de que disponen, constituye el fundamento de su riqueza- vieron especialmente reducido su precio en el mercado mundial. En estados como los latinoamericanos, los dueños de la tierra, públicos o privados, fueron llevados “por las circunstancias” a cercenar su renta, y con ello indirectamente la renta de la tierra en toda la “economíamundo” occidental, en beneficio de la ganancia del capital productivo concentrado en los estados de Europa y Norteamérica. Al hacerlo, condenaron a la masa de dinerorenta de sus propias repúblicas a permanecer siempre en calidad de capital en mercancías, sin alcanzar la medida crítica de dinero-capital que iba siendo necesaria para dar el salto hacia la categoría de capital productivo, quedando ellos también –pese a los contados ejemplos de “prohombres de la industria y el progreso”- en calidad de simples rentistas

78


disfrazados de comerciantes y usureros, y condenando a sus repúblicas a la existencia subordinada que siempre han tenido. Sin embargo, disminuida y todo, reducida a una discreta “mordida” en esa renta devaluada de la tierra, la masa de dinero que el mercado ponía a disposición de las empresas latinoamericanas y sus estados resultó suficiente para financiar la vitalidad de esas fuerzas vivas y el despilfarro “discretamente pecaminoso” de los happy few que se reunían en torno a ellas. La sobrevivencia de los otros, los cuasi “naturales”, los socios no plenos del estado o los semiciudadanos de la república, siguió a cargo de la naturaleza salvaje y de la magnanimidad de “los de arriba”, es decir, de la avara voluntad divina. Pero, sobre todo, las ganancias de estas empresas y sus estados resultaron suficientes para otorgar verosimilitud al remedo o representación mimética que permitía a éstos últimos jugar a ser lo que no eran, a hacer “como si” fueran estados instaurados por el capital productivo, y no simples asambleas de terratenientes y comerciantes al servicio del mismo. Privadas de esa fase o momento clave en el que la 79


reproducción capitalista de la riqueza nacional pasa por la reproducción de la estructura técnica de sus medios de producción

–por

su

ampliación,

fortalecimiento

y

renovación-, las repúblicas que se asentaron sobre las poblaciones y los territorios de la América latina han mantenido una relación con el capital -con el “sujeto real” de la historia moderna, salido de la enajenación de la subjetividad humana- que ha debido ser siempre demasiado mediata

o

indirecta.

Desde

las

“revoluciones

de

independencia” han sido repúblicas dependientes de otros estados mayores, más cercanos a ese sujeto determinante; situación que ha implicado una disminución substancial de su poder real y, consecuentemente, de su soberanía. La vida política que se ha escenificado en ellas ha sido así más simbólica que efectiva; casi nada de lo que se disputa en su escenario tiene consecuencias verdaderamente decisivas o que vayan más allá de lo cosmético. Dada su condición de dependencia económica, a

las repúblicas nacionales

latinoamericanas sólo les está permitido traer al foro de su política las disposiciones emanadas del capital una vez que

80


éstas han sido ya filtradas e interpretadas convenientemente en los estados donde él tiene su residencia preferida. Han sido estados capitalistas adoptados sólo de lejos por el capital, entidades ficticias, separadas de “la realidad”. [1] De todos modos, la pregunta está ahí: los resultados de la fundación hace dos siglos de los estados nacionales en los que viven actualmente los latinoamericanos y que los definen en lo que son, ¿no justifican de manera suficiente los festejos que tienen lugar este año? ¿Los argentinos, brasileños, mexicanos, ecuatorianos, etcétera, no deben estar orgullosos de ser lo que son, o de ser simplemente “latinos”? No cabe duda de que, incluso en medio de la pérdida de autoestima más abrumadora es imposible vivir sin un cierto grado de autoafirmación, de satisfacción consigo mismo y por tanto de “orgullo” de ser lo que se es, aunque esa satisfacción y ese “orgullo” deban esconderse tanto que resulten imperceptibles. Y decir autoafirmación es lo mismo que decir reafirmación de identidad. Resulta por ello pertinente preguntarse si esa identidad de la que los latinoamericanos pudieran estar orgullosos y que tal vez 81


quisieran festejar feliz e ingenuamente en este año no sigue siendo

tal

vez

embaucadora,

precisamente

la

aparentemente

misma

identidad

armonizadora

de

contradicciones insalvables entre opresores y oprimidos, ideada ad

hoc por

los

impulsores

de

las

repúblicas

“poscoloniales” después del colapso del Imperio Español y de las “revoluciones” o “guerras de independencia” que lo acompañaron. Una identidad que, por lo demás, a juzgar por la retórica ostentosamente bolivariana de los mass media que en estos días convocan a exaltarla, parece fundirse en otra, de igual esencia que la anterior pero de alcances continentales: la de una nación omniabarcante, la “nación latina”,

que

un

espantoso

mega-estado

capitalista

latinoamericano, aún en ciernes, estaría por poner en pie. Y es que, juzgado con más calma, el orgullo por esta identidad tendría que ser un orgullo bastante quebrado; en efecto, se trata de una identidad afectada por dolencias que la convierten también, y convincentemente, en un motivo de vergüenza, que despiertan el deseo de apartarse de ella. La

“Revolución”

de

Independencia, 82

acontecimiento


fundante de las repúblicas latinoamericanas que se autofestejan este año, vino a reeditar, “corregido y aumentado” el abandono que el Despotismo Ilustrado trajo consigo de una práctica de convivencia pese a todo incluyente que había prevalecido en la sociedades americanas durante todo el largo “siglo barroco”, la práctica del mestizaje; una práctica que –pese a sufrir el marcado efecto jerarquizador de las instituciones monárquicas a las que se sometía- tendía hacia un modo bastante abierto de integración de todo el cuerpo social

de los

habitantes

del

continente

americano.

Bienvenido por la mitad hispanizante de los criollos y rechazado por la otra, la de los criollos aindiados, el Despotismo Ilustrado llegó, importado de la Francia borbónica. Con él se implantó en América la distinción entre “metrópolis” y “colonia” y se consagró al modo de vida de la primera, con sus sucursales ultramarinas, como el único “portador de civilización”; un modo de vida que, si quería ser consecuente, debía primero distinguirse y apartarse de los modos de vida de la población natural colonizada, para proceder luego a someterlos y aniquilarlos. Este abandono

83


del mestizaje en la práctica social, la introducción de un “apartheid latino” que, más allá de jerarquizar el cuerpo social, lo escinde en una parte convocada y otra rechazada, están en la base de la creación y la permanencia de las repúblicas latinoamericanas. Se trata de repúblicas cuyo carácter

excluyente

u

“oligárquico”

-en

el

sentido

etimológico de “concerniente a unos pocos”-, propio de todo estado capitalista, se encuentra exagerado hasta el absurdo, hasta la automutilación. Los “muchos” que han quedado fuera de ellas son nada menos que la gran población de los indios que sobrevivieron al “cosmocidio” de la Conquista, los negros esclavizados y traídos de África y los mestizos y mulatos “de baja ralea”. Casi un siglo después, los mismos criollos franco-iberizados –“neoclásicos”- que desde la primera mitad del siglo XVIII se habían impuesto con su “despotismo ilustrado” sobre los otros, los indianizados –“barrocos”- pasaron a conformar, ya sin el cordón umbilical que los ataba a la “madre patria” y sin el estorbo de los españoles peninsulares, la clase dominante de esas repúblicas que se regocijan hoy orgullosamente por su

84


eterna juventud. El proyecto implícito en la constitución de estas repúblicas nacionales, que desde el siglo XIX comenzaron a flotar como islotes prepotentes sobre el cuerpo social de la población americana, imbuyéndole sus intenciones y su identidad, tenía entre sus contenidos una tarea esencial: retomar y finiquitar el proceso de conquista del siglo XVI, que se desvirtuó durante el largo siglo barroco. Es esta identidad definida en torno a la exclusión, heredada de los criollos ilustrados ensoberbecidos, la misma que, ligeramente transformada por doscientos años de historia y la conversión de la modernidad europea en modernidad “americana”, se festeja en el 2010 con bombos y platillos pero – curiosamente- “bajo estrictas medidas de seguridad”. Se trata de una identidad que sólo con la ayuda de una fuerte dosis de cinismo podría ser plenamente un motivo de “orgullo”. . . a no ser que, en virtud de un wishful thinking poderoso -acompañado

de

una

desesperada

voluntad

de

obnubilación-, como el que campea en Sudamérica actualmente, se la perciba en calidad de sustituida ya por otra 85


futura, totalmente transformada en sentido democrático. Sorprende la insistencia con que los movimientos y los líderes que pretenden construir actualmente la nueva república latinoamericana se empeñan en confundir –como pareciera que también López Velarde lo hace en su Suave patria- [2], bajo el nombre de Patria, un continuum que existiría entre aquella nación-de-estado construida hace doscientos años como deformación de la “nación natural” latinoamericana, con su identidad marmórea y “neoclásica”, y esta misma “nación natural”, con su identidad dinámica, variada y evanescente; un continuum que, sarcásticamente, no ha consistido de hecho en otra cosa que en la represión de ésta por la primera. Es como si quisieran ignorar o desconocer, por lo desmovilizador que sería reconocerla, aquella “guerra civil” sorda e inarticulada pero efectiva y sin reposo que ha tenido y tiene lugar entre la nación-de-estado de las repúblicas capitalistas y la comunidad latinoamericana en cuanto tal, en tanto que marginada y oprimida por éstas y por lo tanto contraria y enfrentada a ellas. Se trata de una confusión que lleva a ocultar el sentido revolucionario de 86


ese wishful thinking de los movimientos sociales, a desdeñar la superación del capitalismo como el elemento central de las nuevas repúblicas y a contentarse con quitar lo destructivo que se concentraría en lo “neo-“ del “neo-liberalismo” económico, restaurando el liberalismo económico “sin adjetivos” y remodelándolo como un “capitalismo con rostro humano”. Es un quid pro quo que, bajo el supuesto de una identidad común transhistórica, compartida por opresores

y

oprimidos,

explotadores

y

explotados,

integrados y expulsados, pide que se lo juzgue como un engaño históricamente “productivo”, útil para reproducir la unidad y la permanencia indispensables en toda comunidad dotada de una voluntad de trascendencia. Un quid pro quo cuya eliminación sería un acto “de lesa patria”. Desde un cierto ángulo, las “Fiestas del bicentenario”, más que de conmemoración, parecen fiestas de auto-protección contra el arrepentimiento. Al fundarse, las nuevas repúblicas estuvieron ante una gran oportunidad, la de romper con el pasado despótico ilustrado y recomponer el cuerpo social que éste había escindido. En lugar de ello, sin embargo, 87


prefirieron exacerbar esa

escisión –“último día de

despotismo y primero de lo mismo”, se leía en la pinta de un muro en el Quito de entonces- sacrificando la posible integración en calidad de ciudadanos de esos miembros de la comunidad que el productivismo ilustrado había desechado por “disfuncionales”. Y decidieron además acompañar la exclusión con una parcelización de la totalidad orgánica de la población del continente americano, que era una realidad incuestionable pese a las tan invocadas dificultades geográficas. Enfrentadas ahora a los resultados catastróficos de su historia bicentenaria, lo menos que sería de esperar de ellas es un ánimo de contrición y arrepentimiento. Pero no sucede así, lo que practican es la “denegación”, la “transmutación del pecado en virtud”. Esta cegera autopromovida ante el sufrimiento que no era necesario vivir pero que se vivió por culpa de ellas durante tanto tiempo las aleja de todo comportamiento autocrítico y las lleva por el contrario a levantar arcos triunfales y abrir concursos de apología histórica entre los letrados y los artistas. 88


Los de este 2010 son festejos que en medio de la autocomplacencia que aparentan no pueden ocultar un cierto rasgo patético; son ceremonias que se delatan y muestran en el fondo algo de conjuro contra una muerte anunciada. En medio de la incertidumbre acerca de su futuro, las repúblicas oligárquicas latinoamericanas buscan ahora la manera de restaurarse y recomponerse aunque sea cínicamente haciendo más de lo mismo, malbaratando la migaja de soberanía que aún queda en sus manos. Festejan su existencia bicentenaria y a un tiempo, sin confesarlo, usan esos festejos como amuletos que les sirvan para ahuyentar la amenaza de desaparición que pende sobre ellas. El aparato institucional republicano fue diseñado en el siglo XIX para organizar la vida de los relativamente pocos propietarios

de

patrimonio,

los

únicos

ciudadanos

verdaderos o admitidos realmente en las repúblicas. Con la marcha de la historia debió sin embargo ser utilizado políticamente para resolver una doble tarea adicional: debía primero atender asuntos que correspondían a una “base social” que las mismas repúblicas necesitaban ampliar y que 89


lo conseguían abriéndose dosificadamente a la población estructuralmente marginalizada pero sin afectar y menos abandonar su inherente carácter oligárquico. Era un aparato condenado

a

vivir

en

crisis

permanente.

“Anti-

gattopardiano”, suicida, el empecinamiento de estas repúblicas

en

practicar

un

“colonialismo

interno”

-ignorando la tendencia histórica general que exigía ampliar el sustento demográfico de la democracia- las llevó a dejar que su vida política se agostara hasta el límite de la ilegitimidad, provocando así el colapso de ese aparato. Ampliado y remendado sin ton ni son, burocratizado y distorsionado al tener que cumplir una tarea tan contradictoria, el aparato institucional vio agudizarse su disfuncionalidad hasta el extremo de que la propia ruling class comenzó a desentenderse de él. Abdicando del encargo bien pagado que le había hecho el capital y que la convirtió en una élite endogámica estructuralmente corrupta; tirando al suelo el tablero del juego político democrático representativo y devolviéndole al capital “en bruto” el mando directo sobre los asuntos públicos, esta ruling class se

90


disminuyó a sí misma hasta no ser más que un conglomerado inorgánico de poderes fácticos, dependientes de otros trans-nacionales, con sus mafias de todo tipo –lo mismo legales que delincuenciales- y sus manipuladores mediáticos. Prácticamente desmantelada y abandonada por sus dueños “verdaderos”, la “supraestructura política” que estas repúblicas se dieron originalmente y sin la cual decían no poder existir, se encuentra en nuestros días en medio de un extraño fenómeno; está pasando a manos de los movimientos socio-políticos anti-oligárquicos y populistas que antes la repudiaban tanto o más de lo que ella los rechazaba. Son estos movimientos los que ahora, después de haberse “ganado el tigre en la feria”, buscan forzar una salida de su perplejidad y se apresuran a resolver la alternativa entre restaurar y revitalizar esa estructura institucional o desecharla y sustituirla por otra. Se trata de conglomerados sociales dinámicos que han emergido dentro de aquella masa “politizada” de marginales y empobrecidos, generada

como

subproducto 91

de

la

llamada


“democratización”

de

las

repúblicas

oligárquicas

latinoamericanas; una masa que, sin dejar de estar excluida de la vida republicana, había sido semi-integrada en ella en calidad de “ejército electoral de reserva”. Las “fiestas del bicentenario”, convocadas al unísono por todos los gobiernos de las repúblicas latinoamericanas y organizadas por separado en cada una de ellas, parecerían ser eventos completamente ajenos a “los de abajo”, espectáculos republicanos “de alcurnia”, transmitidos en toda su fastuosidad por los monopolios televisivos, a los que esas mayorías sólo asistirían en calidad de simples espectadores boquiabiertos, entusiastas o aburridos. Sin embargo, son fiestas que esas mayorías han hecho suyas, y no sólo para ratificar su “proclividad festiva” mundialmente conocida, sino para hacer evidente, armados muchas veces sólo de la ironía, la realidad de la exclusión soslayada por la ficción de la república bicentenaria. Las naciones oligárquicas y las respectivas identidades artificialmente únicas y unificadoras, a las que las distintas porciones de esa población pertenecen tangencialmente, no 92


han

sido

capaces

de

constituirse

en

entidades

incuestionablemente convincentes y aglutinadoras. Su debilidad es la de la empresa histórica estatal que las sustenta; una debilidad que exacerba la que la origina. Doscientos años de vivir en referencia a un estado o república nacional que las margina sistemáticamente, pero sin soltarlas de su ámbito de gravitación, han llevado a las mayorías de la América latina a apropiarse de esa nacionalidad impuesta, y a hacerlo de una manera singular. La identidad nacional de las repúblicas oligárquicas se confecciona a partir de las características aparentemente “únicas” del patrimonio humano del estado, asentado con sus peculiares usos y costumbres sobre el patrimonio territorial del mismo. Es el resultado de una funcionalización de las identidades vigentes en ese patrimonio humano, que adapta y populariza convenientemente dichos usos y costumbres de manera que se adecuen a los requerimientos de la empresa estatal en su lucha económica con los otros estados sobre el escenario del mercado mundial. La innegable gratuidad o falta de necesidad del artificio 93


nacional es un hecho que en la América latina se pone en evidencia con mucha mayor frecuencia y desnudez que en otras situaciones histórico-geográficas de la modernidad capitalista. Pero es una gratuidad que, aparte de debilitar al estado, tiene también efectos de otro orden. Ella es el instrumento de una propuesta civilizatoria moderna, aunque reprimida en la modernidad establecida, acerca de la autoafirmación identitaria de los seres humanos. La “nación natural”3 mexicana o brasileña no sólo no pudo ser sustituida por la nación-de-estado de estos países sino que, al revés, es ella la que la ha rebasado e integrado lentamente. En virtud de lo precario de su imposición, la nación-deestado les ha servido a las naciones latinoamericanas como muestra de la gratuidad o falta de fundamento de toda autoafirmación identidad, lo que es el instrumento idóneo para vencer la tendencia al substancialismo regionalista que es propio de toda nación moderna bien sustentada. Muy pocos son, por ejemplo, los rasgos comunes presentes en la población de la república del Ecuador –república diseñada sobre las rodillas del Libertador-, venidos de la historia o 94


inventados actualmente, que pudieran dar una razón de ser sólida e inquebrantable a la nación-de-estado ecuatoriana. Sin

embargo,

es

innegable

la

vigencia

de

una

“ecuatorianidad” –levantada en el aire, si se quiere, artificial, evanescente y de múltiples rostros—, que los ecuatorianos reconocen y reivindican como un rasgo identitario importante de lo que hacen y lo que son cada caso, y que les abre al mismo tiempo, sobre todo en la dura escuela de la migración, al mestizaje cosmopolita. La disposición a la autotransformación, la aceptación dialógica -no simplemente tolerante- de identidades ajenas, viene precisamente de la asunción de lo contingente que hay en toda identidad, de su fundamentación en la pura voluntad política, y no en algún encargo mítico ancestral, que por más terrenal que se presente termina por volverse sobrenatural y metafísico. Esta disposición es la que da a la afirmación identitaria de las mayorías latinoamericanas -concentrada en algo muy sutil, casi sólo una fidelidad arbitraria a una “preferencia de formas”-, el dinamismo y la capacidad de metamorfosis que serían requeridos por una modernidad 95


imaginada más allá de su anquilosamiento capitalista. NOTAS: [1] Lo ilusorio de la política real en la vida de estas repúblicas se ilustra perfectamente en la facilidad con que ciertos artistas o ciertos políticos han transitado de ida y vuelta del arte a la política; ha habido novelistas que resultaron buenos gobernantes (Rómulo Gallegos), y revolucionarios que fueron magníficos poetas (Pablo Neruda); así como otros que fueron buenos políticos cuando pintores y buenos pintores cuando políticos. Nada ha sido realmente real, sino todo realmente maravilloso. [2] La “patria suave” de López Velarde -aquella que quienes hoy la devastan se dan el lujo hipócrita de añorar- pese a lo pro-oligáquica que puede tener su apariencia idílica provinciana (con todo y patrones “generosos” como el de Rancho Grande), resulta a fin de cuentas todo lo contrario. Es corrosiva de la exclusión aceptada y consagrada. El erotismo promíscuo de la “nación natural” que se asoma en ella, subrepticio pero omnibarcante, no reconoce ni las castas ni las clases que son indispensables en las repúblicas de la “gente civilizada”, hace burla de su razón de ser.

96


La clave barroca de América Latina Bolívar Echeverría4

E

n plan de burla, Rosa Luxemburg decía de los militantes de la socialdemocracia alemana que, incluso llegada la hora de la insurrección

revolucionaria, para tomar la estación de trenes, ellos comprarían primero el boleto de entrada a la misma. Repetía así el lugar común sobre la diferencia de identidad entre el Alemán y el Ruso: prototipo de lo programado, el primero, prototipo de lo espontáneo, el segundo. Y lo hacía para insistir en la importancia, muchas veces decisiva, que tiene la cultura política en la resolución de los asuntos políticos de la sociedad moderna. Este hecho, que fue siempre evidente, incluso de manera catastrófica, como en las Guerras mundiales del siglo XX, no fue sin embargo tematizado en 4 Exposición en el Latein-Amerika Institut de la Freie Universität Berlin, Noviembre de 2002.

97


su magnitud verdadera --salvo en casos excepcionales como el de Alexis de Tocqueville-- por una teoría política preocupada más en transfigurar lo establecido como aproximación a un deber ser que por examinarlo críticamente. La convicción básica de esta teoría afirma el carácter uniforme y avasallador del fenómeno de la modernidad. Para ella, si hay algo así como una “cultura política”, ésta tiene su configuración más acabada en la que se genera en la sociedad moderna. Esta sería una cultura política única y universal, cuya efectividad superior en la gestión de los asuntos públicos la volvería capaz de subordinar a todas la otras culturas políticas que pretendan competir con ella, sean éstas tradicionales o nuevas; le daría la fuerza necesaria para reducirlas a simples “coloraciones nacionales” o “variantes especiales” de sí misma. La teoría política moderna sólo ha caído en cuenta del simplismo que afecta a este prejuicio suyo acerca de la cultura política cuando el ejercicio moderno de la política ha experimentado contradicciones irresolubles que se generan, no tanto en el plano del 98


funcionamiento de sus mecanismos internos cuanto en el de su propia definición práctica en el conjunto de la vida social. Contradicciones que aparecen no sólo en las sociedades extrañas al lugar de origen de la modernidad (en el Tercer Mundo) sino incluso dentro de las sociedades en las que apareció ese ejercicio moderno de la política y a las que él ha conformado a lo largo de cinco siglos (en el Primer Mundo). Fenómenos de carácter monstruoso como el de Fujimori en el Perú o el de Berlusconi en Italia --para no mencionar sino dos en un nutrido panorama de esperpentos políticos-hablan de que aquello que está en crisis actualmente no es solamente el uso de la política sino su constitución misma. ¿Qué podemos entender por “cultura política”? Dicho rápidamente, “cultura política” sería la manera peculiar que tiene una sociedad concreta de institucionalizar lo político en calidad de política. Sería el modo que ella tiene de mantener activa, en medio de la vida cotidiana, una función que sólo asume

o

actualiza

propiamente

en

los

momentos

extraordinarios --sean ellos revolucionarios o catastróficos--

99


en los que re-constituye o vuelve a fundar la forma de su propia socialidad, en los que re-define su identidad. La política

es

la

prolongación

o

permanencia

de

lo

extraordinario o creativo junto a lo rutinario o repetitivo dentro de la vida ordinaria. Una continuación que puede adoptar figuras muy distintas de acuerdo a la historia concreta de las sociedades. En ésta, el cuidado de la constitución comunitaria, es decir, lo político de baja intensidad --la política--, puede combinar de manera muy variada

la

religiosidad

con

el republicanismo,

la

representación con la identificación, el despotismo con la democracia. El panorama de la cultura política moderna, lejos de reducirse a ser el escenario del avance de una sola e inevitable cultura política --la de la democracia liberal--, abarca por el contrario una variedad de culturas políticas diversas que hace de él un panorama extremamente complejo y dinámico. Si bien durante ya más de un siglo ofrece una apariencia unitaria, puesto que las distintas

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culturas políticas modernas se han visto obligadas a disimularse como simples versiones distintas de la cultura política que prevalece en los países capitalistas de la Europa noroccidental y los EEUU de América --la cultura política democrática liberal--, esa apariencia se descompone frecuentemente, cada vez que en alguna parte de Occidente la simbiosis entre un estado y su nación se descompone y debe recomponerse. El panorama real de la cultura política moderna se deja ver entonces tal como es: diverso y lleno de contradicciones. Si la cultura política moderna es variada, ello no se debe solamente al hecho de que su presencia implica una alteración substancial de la multiplicidad de culturas políticas tradicionales que prevalece en el mundo social sometido a la modernización. (No hay que olvidar, por ejemplo, que, por más que la religión haya sido la forma dominante de la política en el Medioevo europeo, las modalidades de cristianismo que ella adoptó eran considerablemente diferentes las unas de las otras.) Se debe sobre todo al hecho

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de que la misma modernidad es un acontecimiento múltiple que afecta así, con la suya propia, a la multiplicidad que proviene del pasado. La modernidad realmente existente es ella misma múltiple, en el sentido de que no es una sino son varias las maneras en que las sociedades reaccionan ante el hecho fundamental en torno al cual ella se constituye, esto es, ante el hecho del capitalismo. Es múltiple en el sentido de que no es sólo uno sino que son varios los tipos de ser humano que ellas construyen para que se desenvuelva en un modo de vida y en un mundo dominados por el capitalismo. El prejuicio o, si se quiere, la idea más generalizada --expuesta de manera brillante y profunda en la obra clásica de Max Weber-- es la de que, para las sociedades que se modernizan sólo ha habido y sólo puede haber una manera adecuada de responder al “espíritu del capitalismo”, es decir, a los reclamos, a las exigencias de ese hecho fundamental; una manera que es la que Weber ve plasmada en la ética protestante. Pero es un prejuicio que ha venido debilitándose

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con el tiempo; cada vez queda más claro que, en la modernidad capitalista, las sociedades no han conocido únicamente esa manera realista o protestante de crear cotidianidades

humanas

adecuadas

al

“espíritu”

del

capitalismo o capaces de satisfacer sus exigencias. El hecho fundamental de la modernidad realmente existente al que hacemos referencia es la efectuación y la gestión capitalistas “neotécnico”

de

un de

revolucionamiento las fuerzas

moderno

productivas;

o un

revolucionamiento que si bien se volvió evidente sólo después de lo que se conoce como el descubrimiento de América, comenzó en verdad tan temprano como el segundo milenio de nuestra era. La vida que el ser humano conforma bajo la modernidad capitalista y el mundo que construye para esa vida se encuentran afectados radicalmente, esto es, en su propia constitución, por la presencia de una contradicción insalvable entre dos principios estructuradores divergentes,

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entre dos “lógicas” incompatibles; contradicción que haría de ellos, paradójicamente, una vida y un mundo de la vida invivibles. Afectados además no sólo por la presencia de esta contradicción, sino por una neutralización de la misma que tiene lugar mediante la subordinación o subsunción de uno de esos dos principios al otro. En un plano, el desgarramiento, la vigencia de dos principios o “lógicas” de estructuración encontrados entre sí; en otro plano, la conciliación que somete a uno de los dos bajo el otro: esta es la característica compleja del modo de vida humano que se constituye en la modernidad capitalista. El primero de estos dos principios o “lógicas” es aquel principio al que K. Marx llamó “natural”, y que sería transhistórico o característico de toda sociedad humana. Se trata del principio que emana de la sociedad en tanto que es una colectividad que se autoidentifica o que se afirma a sí misma como una comunidad concreta; un principio que pretende estructurar ese mundo de la vida en referencia a un telos definido cualitativamente y que actúa desde el valor de

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uso de las cosas, desde la dinámica de la consistencia práctica de éstas. El segundo principo estructurador de la vida moderna establecida, contrapuesto al primero, sería un principio o “lógica” exclusivo de los últimos siglos de la historia; un principio que emana de esa especie de clon abstracto o doble fantasmal de la sujetidad o la voluntad social, que es el valor mercantil de las cosas, una vez que se ha autonomizado como valor-capital, como valor que se autovaloriza o, simplemente, como proceso de acumulación de capital. Se trata de un principio que es ajeno a la realización concreta de la vida humana y a la consistencia cualitativa de las cosas; que tiene en cuenta esta realización y esta consistencia, pero sólo en abstracto, como si la una fuera el vehículo de esa voluntad “cósica” del capital y la otra el soporte de la cristalización o materialización del valor mercantil; se trata de un principio o una “logica” que pretende estructurar el mundo de la vida en referencia al telos cuantitativo siempre inalcanzable del incremento por el incremento mismo.

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Invivible en su esencia, dado el conflicto insalvable entre estos dos principios o “lógicas”, el mundo de la vida de la modernidad capitalista sólo se vuelve vivible gracias a que la contradicción entre ellos, sin que se resuelva o supere propiamente, se encuentra neutralizada o suspendida, y ésto en virtud de que, durante todo un período histórico de duración indeterminada, el principio estructurador capitalista posee la fuerza suficiente para arrollar con su dinamismo al principio social-natural, para subsumirlo dentro de su realización y subordinarlo a su vigencia. El tipo de ser humano que solicita la modernidad capitalista debe tener, por sobre toda otra característica, la aptitud para vivir con naturalidad el hecho de la subsunción de lo socialnatural, esto es, de la vida en su mundo concreto de valores de uso, bajo lo capitalista, esto es, bajo la dinámica del mundo de las mercancías valorizando su valor; la aptitud para interiorizar en el curso de su vida cotidiana la neutralización o suspensión de lo irreconciliable que contrapone lo uno a lo otro.

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La estrategia mediante la cual la sociedad moderna responde a este requerimiento o “espíritu” del capital consiste en la creación de un ethos histórico particular, de un dispositivo objetivo- subjetivo, que reconfigura su propia identidad para aproximarla al tipo de ser humano requerido por esta vida tan especial que es la vida moderna capitalista. El concepto de ethos se refiere a una configuración del comportamiento humano destinada a recomponer de modo tal el proceso de realización de una humanidad, que ésta adquiera la capacidad de atravesar por una situación histórica que la pone en un peligro radical. Un ethos es así la cristalización de una estrategia de supervivencia inventada espontáneamente por una comunidad; cristalización que se da en la coincidencia entre un conjunto objetivo de usos y costumbres colectivas, por un lado, y un conjunto subjetivo de predisposiciones caracterológicas, sembradas en el individuo singular, por el otro. Es un peculiar ethos histórico, por ejemplo, el que permitió

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a los judíos de la diáspora resguardar por tantos siglos su humanidad, amenazada por los efectos de un nomadismo caótico. Ciertas reglas de procedimiento en el uso del territorio ajeno, monopolizado por los pueblos sedentarios que hacían de anfitriones obligados, coincidían en este ethos judío con ciertos rasgos de carácter centrados en una distancia irónica frente a la posibilidad misma del sedentarismo. El ethos histórico de la modernidad capitalista traduce al lenguaje de la cotidianidad concreta el hecho de que el funcionamiento de la vida social-natural esté siendo salvado en el funcionamiento de la acumulación del capital al ser integrado y subsumido en él. El ethos histórico capitalista articula como hábito o costumbre, como acoplamiento entre norma y persona, el acto en que el capital resguarda a su contrario, el valor de uso, al mismo tiempo en que lo reprime; el acto en que rescata, aunque deformándola, la posibilidad de una vida civilizada. Al ethos de la modernidad capitalista le corresponde articular como inmediatamente

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vivible aquello que es profundamente invivible: la contradicción entre la tendencia creativa, que emerge en el cuerpo social, y la “voluntad” destructiva inherente a la valorización del valor de las cosas. No es una, sin embargo, sino son varias y muy distintas las maneras que tiene el ethos histórico capitalista de cumplir su cometido. Y todas ellas se presentan como combinaciones de cuatro versiones básicas del mismo, de cuatro decantaciones diferentes de otras tantas estrategias para vivir con naturalidad o espontaneidad la subordinación de la vida social-natural bajo las necesidades de realización de sí misma, convertida en una pura y simple acumulación de capital. Cuatro son los ethos (o ethe) básicos de la modernidad capitalista porque son cuatro las posibilidades que hay de experimentar esa subordinación y de reaccionar ante ella, cuatro los modos de vivir esa neutralización de la contradicción entre la forma natural de la vida y su forma de

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valor. El primer modo de hacerlo consiste en el intento de anular y borrar esa contradicción haciendo que la reproducción de la forma de valor adoptada por el mundo sea capaz no sólo de asumir las exigencias cualitativas de la reproducción de la forma natural del mismo, sino incluso de fomentarlas y potenciarlas. En otras palabras, haciendo que el principio o la “lógica” de la acumulación del capital, al someter bajo sí al principio o la “logica” que rige la produción y el consumo concretos de los valores de uso, no sólo coincida con él sino que lo perfeccione. El mejor ejemplo de esta primera versión del ethos moderno capitalista es sin duda el modo de vida que se ha practicado durante ya más de siglo y medio en norteamérica, que se ha extendido en una versión “ligera” por el resto del planeta y que es conocido como el “american way of life”. En efecto, sustentado por una constelación cuasi paradisíaca de condiciones, lo mismo territoriales y humanas que técnicas y

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financieras, la expansión agresiva, sostenida e imparable de la economía industrial despertó en una parte cada vez mayor de la población de esa zona del planeta la convicción de que bastaba con ser involucrado en esa economía para ingresar en un paisaje de satisfactores más extenso, intenso y diferenciado que el más perfecto de los que el ser humano pudiera imaginar. Junto al humilde aparato de cocina y a la ostentosa casa con piscina se insinuaban en él otros bienes también adquiribles a cambio de dedicación y esfuerzo: lo mismo la seguridad pública que la buena conciencia, lo mismo el amor hogareño que la democracia. ¿Qué podía soñar el ser humano que el progreso capitalista no pudiera hacer efectivo? Esta convicción que acompaña al primer tipo de ethos moderno, la de que, al fundirse con la dinámica abstracta- cuantitativa de la acumulación del capital lo que experimenta

la

dinámica

cualitativa

concreta

de la

reproducción de las cosas, lejos de ser merma o daño, es ratificación y revitalización; esta convicción de que es conveniente identificarse con la única dinámica realmente triunfadora o existente en el mundo moderno, que sería la

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del valor mercantil autovalorizándose, es precisamente lo que permite llamar a este ethos moderno: “ethos realista”. A este primer ethos moderno hacía referencia la investigación ya clásica de Max Weber acerca de la ética protestante como respuesta al espíritu del capitalismo. Sólo que en ella dominaba la idea de que estar en el capitalismo equivale a ser un empresario capitalista, lo que llevó a su autor a desdeñar la presencia de otras respuestas igualmente funcionales a ese espíritu, pero menos fanáticas en su aceptación de la acumulación del capital. Tal es el caso de un segundo ethos de la modernidad capitalista, al que podemos denominar “romántico”. También él consiste en un intento de anular y borrar la presencia de la contradicción capitalista; pero, a diferencia del primero, lo que él pretende es lograr ese efecto invirtiendo el sentido de la subsunción, viviendo la neutralización de dicha contradicción como si fuera el triunfo de la forma natural de la vida humana sobre la

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dinámica de la valorización, y no su derrota --que lo es en verdad--. Para el ethos romántico, la vida moderna y su mundo son creaciones del sujeto humano; son resultados de una aventura vital emprendida por él, que como tales puede ser rehechos y transformados por él de manera soberana en cualquier momento. Las miserias que acompañan a los esplendores de la modernidad, son costos pasajeros --que habrán de disminuir en el futuro-- de los que un proyecto vital tan creativo no puede prescindir. El mejor ejemplo de esta segunda versión, la versión “romántica”, del ethos moderno capitalista es tal vez la de la construcción de las patrias nacionales. La nación moderna es una entidad imaginaria que se construye a partir de las naciones naturales o comunidades existentes sobre un determinado territorio. Se constituye como una reformación de las mismas, que las violenta para adecuarlas a las exigencias de la empresa estatal capitalista que se ha asentado sobre ellas y las ha tomado como soporte de su autorrealización en el mercado mundial. Las naciones

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modernas tienen la función de entregar los “rostros humanos”, es decir, el juego de presencias concretas que es requerido en un cierto tipo de acumulación de capital a escala

planetaria;

en

aquel

donde la

competencia

intercapitalista se apoya en la apropiación de la renta de la tierra y la renta demográfica. Esta acción del capital sobre la forma social-natural de la vida, sobre los territorios y las comunidades, es vivida por el ethos romántico a través de una inversión. Para él, el elemento activo no está situado en el capital sino en la nación. Los capitales son capitales nacionales, instrumentos de los pueblos en su aventura de autoafirmación en calidad de estados, de grandes personajes colectivos

en

Experimentadas

medio en

del

concierto

clave romántica,

internacional. los

efectos

contraproducentes que puede tener la modernidad capitalista sobre las sociedades son momentos necesarios de disciplinamiento que la naciones se autoimponen en el camino a su plenitud. Completamente diferente de los dos anteriores, el tercer

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ethos de la modernidad capitalista conduce a vivir la subordinación del vida concreta y sus valores a las imposiciones de la autovalorización del valor abstracto como el sacrificio que ella es en verdad, como la inmolación de la primera (la vida concreta) en provecho de las segundas (las imposiciones del valor abstracto). Para él, la contradicción entre estos dos tipos de valor no sólo es evidente sino inevitable; es como una ley natural cuya vigencia no puede eludirse, que, a lo sumo, puede aminorarse despues de haber sido reconocida con la razón. Se trata de un ethos al que podemos llamar “clásico” debido a que, como en el arte neoclásico, la posibilidad singular de dar forma a un objeto sólo puede ser, en definitiva, una aproximación más a la forma ideal, que es eterna e inmutable. Tal vez no el mejor, pero sí un ejemplo atinado del ethos “clásico” podría ser el personaje y el mundo de una novela de Victor Hugo, un autor por lo demás romántico y no clásico. Me refiero al Señor Magdalena, alias de Jean Valjean, el personaje central de Los miserables. El Señor Magdalena

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encarna al capitalista que es capaz de percibir claramente la dinámica de explotación de trabajo ajeno que es inherente al capitalismo y que, sin atentar contra ella --pues es tan poderosa que sería ilusorio hacerlo--, se empeña en corregir los efectos nefastos que ella tiene: da el mejor trato posible a sus obreros y emplea de manera altruísta la fortuna producida por ellos para él. La cuarta y última de las versiones del ethos histórico de la modernidad capitalista es el “ethos barroco”. Este induce a vivir de una manera muy especial la neutralización del conflicto insalvable entre los dos principios estructuradores de la vida moderna realmente existente. Como el ethos anterior, él también implica la experiencia innegable de esta contradicción, pero, a diferencia de él, no tiene la experiencia de ella como inevitable. El ethos barroco promueve la reivindicación de la forma social-natural de la vida y su mundo de valores de uso, y lo hace incluso en medio del sacrificio del que ellos son objeto a manos del capital y su acumulación.

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Promueve la resistencia a este sacrificio; un rescate de lo concreto que lo reafirma en un segundo grado, en un plano imaginario, en medio de su misma devastación. El mejor ejemplo de la versión “barroca” del ethos moderno es precisamente el del arte barroco. Insistiendo en una frase que Adorno escribe sobre la obra de arte barroca --que es una “decoración absoluta”-- puede decirse, que ella es, más bien, una “puesta en escena absoluta”, esto es, una puesta en escena que ha dejado de sólo servir a la representación de la vida que se representa en ella, como sucede en todo arte, y que ha desarollado su propia “ley formal”, su autonomía; una puesta en escena que sustituye a la vida dentro de la vida y que hace de la obra de arte algo de un orden diferente al de la simple apropiación estética de lo real. Si

la

cultura

política

consiste,

como

afirmábamos

anteriormente, en el cultivo de la figura particular en la que una sociedad retiene institucionalmente, en lo cotidiano, la

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función política por excelencia --la que re-constituye en circunstancias extraordinarias la identidad comunitaria--, es comprensible que ella se transforme substancialmente en la época moderna. Es una cultura que, como la cultura en general, se rehace o recompone a partir del surgimiento de los cuatro ethos de la modernidad capitalista, de las combinacionnes que se dan entre ellos y del predominio de uno de ellos sobre los demás. No cabe duda que, en la historia del occidente moderno, el ethos que ha dominado sobre los demás ha sido el más militante y fanático de todos, el ethos más productivo en términos capitalistas, es decir, el “ethos realista”, el que experimenta como una bendición y no como una desgracia la subordinación del valor de uso al valor económico capitalista. No ha sucedido lo mismo, sin embargo, en el caso de la América latina. Aquí, en razón de la marginalidad de su historia moderna, la rehechura o recomposición de la cultura, y particularmente de la cultura política, se dio bajo el predominio de otro de los cuatro ethos de la modernidad

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capitalista, el ”ethos barroco”. En la América latina, el ethos barroco se gestó y desarrolló inicialmente entre las clases bajas y marginales de la ciudades mestizas del siglo XVII y XVIII, en torno a la vida económica informal y transgresora que llegó incluso a tener mayor importacia que la vida económica formal y consagrada por las coronas ibéricas. Apareció primero como la

estrategia

de

supervivencia

que se

inventó

espontáneamente la población indígena sobreviviente del exterminio del siglo XVI y que no fue expulsada hacia regiones inhóspitas. Ante la probabilidad que dejó el siglo XVI de que, borradas de la historia las grandes civilizaciones indígenas de América, la Conquista, desatendida ya casi por completo

por

la

corona

española,

terminara

desbarrancándose en una época de barbarie, de ausencia de civilización, esta población de indios integrados en la vida citadina virreinal llevó a cabo una proeza civilizatoria que marcaría de modo fundacional la identidad latinoamericana: reactualizó el recurso mayor de la historia de la cultura, que

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es la actividad de mestizaje. Para rescatar a la vida social de la amenaza de barbarie, y ante la imposibilidad de reconstruír sus mundos antiguos, tan complejos y tan frágiles, esa capa indígena derrotada

emprendió

en

la

práctica,

espontáneamente, sin pregonar planes ni proyectos, la reconstrucción o re-creación de la civilización europea --ibérica-- en América. No sólo dejó que los restos de su antiguo código civilizatorio fuesen devorados por el código civilizatorio vencedor de los europeos, sino que, asumiendo ella misma la sujetidad de este proceso, lo llevó a cabo de manera tal, que lo que esa re-construcción reconstruyó resultó ser algo completamente diferente del modelo a reconstruír, resultó ser una civilización occidental europea retrabajada en el núcleo de su código por los restos del código indígena que debió asimilar. Jugando a ser europeos, imitando a los europeos, poniendo en escena lo europeo, los indios asimilados montaron una representación de la que ya no pudieron salir, y que es aquella en la que incluso nosotros nos encontramos todavía. Una puesta en escena absoluta, barroca: la performance sin fin del mestizaje.

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Para finalizar quisiera aclarar un punto que tal vez queda confuso y que es relevante desde una perspectiva política de izquierda. El hecho de que el ethos moderno “realista” haya sido, con altibajos, el predominante en la historia de la modernidad realmente existente no significa que los otros ethos modernos alternativos sean disfuncionales respecto de la autoafirmación del capital. Todos ellos, incluído el “ethos barroco”, desarrollan, cada uno a su manera, estrategias de supervivencia dentro del capitalismo, modos de hacer vivible lo invivible de la represión capitalista. Sie son interesantes desde una perspectiva de izquierda es por el modo diferente en que cada uno de ellos circunscribe la posibilidad de abandonar su conformismo, y no por otra razón. En efecto, si quisiéramos intentar una definición de lo que hoy parece indefinible, el ser de izquierda, habría que decir mínimamente que él consiste en un actitud de resistencia, sea ésta íntima o pública, a la reproducción del esquema civilizatorio de la modernidad capitalista; en la búsqueda de una salida fuera de

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ella, hacia una modernidad verdaderamente alternativa, postcapitalista --y no en la búsqueda de un nuevo reacomodo dentro de ella. De estar permitido imaginar, contra los pronósticos más fríos y seguros, que el cuerpo social, antes de precipitarse en el desastre al que parece encaminarlo sin remedio el progreso que lo tiene atrapado en su dinámica, resulte capaz de cambiar radicalmente --de revolucionar-- el proyecto de modernidad que ha prevalecido hasta ahora, de sustituir su clave capitalista por otra contraria a ella, post-capitalista (de estar permitido imaginar ésto), sería de suponer que ese proceso de transformación se conciba a sí mismo de manera diferente a la que fue usual en la tradición del comunismo del siglo XIX, es decir, la manera romántica, heredada de la Revolución Francesa. Hace ya un buen tiempo que la violencia revolucionaria resulta impensable como aquella que emplea el sujeto social, constituído como ejército del pueblo, enfrentado al ejército represor de la oligarquía con la finalidad de arrebatarle el aparato de poder del estado. Hace

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un buen tiempo que se ha hecho indispensable una redefinición de lo que puede ser la violencia revolucionaria; una re-definición que traslade el punto de arranque de la idea de revolución, moviéndolo del ethos romántico del que ella ha partido por más de 100 años, a algún otro de los ethos de la modernidad capitalista. Tal vez lo que es revolución habrá que pensarlo ya no en clave romántica sino, por ejemplo, en clave barroca. No como la toma apoteótica del Palacio de Invierno, sino como la invasión rizomática, de violencia no militar, oculta y lenta pero omnipresente e imparable, de aquellos otros lugares, lejanos a veces del pretencioso escenario de la Política, en donde lo político --lo re- fundador de las formas de la socialidad-- se prolonga también y está presente dentro de la vida cotidiana. El ethos barroco, tan frecuentado en las sociedades latinoamericanas a lo largo de su historia, se caracteriza por su fidelidad a la dimensión cualitativa de la vida y su mundo, por su negativa a aceptar el sacrificio de ella en bien de la valorización del valor. Y en nuestros días,

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cuando la

planetarización

concreta

de la

vida

es

refuncionalizada y deformada por el capital bajo la forma de una globalización abstracta que uniformiza, en un grado cualitativo cercano al cero, hasta el más mínimo gesto humano, esa actitud barroca puede ser una buena puerta de salida, fuera del reino de la sumisión. Quito, Julio de 2002.

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La religión de los modernos Bolívar Echeverría5 Si les preguntase por el sentido de esa actividad sin reposo, que no se contenta jamás con lo alcanzado,... dirían (supuesto que supiesen dar una respuesta) que para ellos el negocio, con su incesante trabajo, “es indispensable para su vida”. Max Weber

E

n los tiempos que corren, en los que el ascenso de la barbarie parece aún detenible, pocas cosas resultan más urgentes que la defensa del laicismo.

Los efectos del fracaso de la política practicada por la modernidad establecida son cada vez más evidentes, y el principal de ellos, el que conocemos como “renacimiento de los fundamentalismos” se extiende no sólo por las regiones poco modernizadas del 5 Presentado en el Congreso Nacional de Filosofía en agosto de 2001 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

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planeta sino también y con igual fuerza en los centros mismos de la vida moderna. El fracaso de esta modernidad establecida a terminado por encaminar a las sociedades transformadas por ella hacia un abandono desilusionado de aquello que debió haber sido la línea principal del proyecto profundo de la modernidad --un proyecto que, mistificado y todo, era en cierto modo reconocible en la príctica política de esa modernidad. Me refiero al laicismo, es decir, a una tendencia que trae consigo la modernidad profunda y que consiste en sustituír la actualización religiosa de lo político por una actualización política de lo político. ¿Qué quiero decir con esto? Si algo distingue al animal humano del resto de los animales es su carácter político; la necesidad en que está de ejercer la libertad, la capacidad que sólo él tiene de darle forma, figura, identidad, a la socialidad de su vida, esto es, al conjunto de relaciones sociales de convivencia que lo constituyen como sujeto comunitario. Y si algo debía distinguir al animal político moderno del animal político “natural” o arcaico era

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su modo de ejercer esa libertad; un modo nuevo, emancipado, de ejercerla. Ya entrado el segundo milenio de la historia occidental, el revolucionamiento técnico de las fuerzas productivas le brindó al animal humano o político la oportunidad de desatar esa libertad, de emancipar esa capacidad de definirse autónomamente, puesto que una y otra sólo habían podido cumplirse hasta entonces a través de la auto-negación y el auto-sacrificio. Dar forma a la propia socialidad, darse identidad a sí mismo; efectuar, realizar o actualizar la condición de animal político ha implicado para el ser humano, durante toda la “historia de la escasez”, de la que hablaba Jean-Paul Sartre, la necesidad de hacerlo a través de la interiorización de un pacto mágico con lo otro, con lo no-humano o supra- humano. Un pacto destinado a conjurar la amenaza de aniquilamiento que eso otro tendría hecha a lo humano y que podía cumplirse en cualquier momento mediante un descenso catastrófico de la productividad del trabajo. Se trata de una interiorización que afecta a la constitución misma de las relaciones que ligan o interconectan a los individuos sociales entre sí, una

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interiorización que se hace efectiva bajo la forma de una estrategia de autorrepresión y autodisciplinamiento que debe ser obedecida necesariamente por toda realización de lo político, por toda construcción de relaciones sociales de convivencia, es decir, por toda producción de formas, figuras e identidades para la socialidad humana. Esta realización de lo político, una realización que se cumple, sin duda, pero que lo hace paradójicamente sólo a través de la negación y el sacrificio de su autonomía, sólo mediante la sujeción a un pacto metafísico con lo otro, sólo a través del respeto a una normatividad que es percibida como “revelada” e incuestionable, es lo que conocemos como la realización propiamente religiosa de lo político, como la actualización religiosa de esa facultad del ser humano de ejercer su libertad, de darle una forma a su socialidad. Romper con la historia de lo político efectuado como un religar o re-conectar a los individuos sociales en nombre de un dios; abrir una historia nueva en la que lo político pueda al fin afirmarse autónomamente, sin recurrir al amparo de ese

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dios --de ese garante metafísico del pacto mágico entre la comunidad y lo otro, entre lo humano y lo extra- o sobrehumano--, esta es la posibilidad que se abre ante el ser humano con el advenimiento de la modernidad en el segundo milenio de la historia occidental y cuyo aprovechamiento conocemos como el proyecto del laicismo. Se trata, sin embargo, de una ruptura histórica, de un recomienzo histórico que, como la modernidad misma, no ha podido cumplirse de manera decidida y unívoca sino sólo tortuosa y ambiguamente, como puede verse en el hecho de que lo mismo el laicismo que la modernidad sean todavía ahora, casi mil años después de su primer esbozo, el objeto de enconadas disputas no sólo acerca de su necesidad y conveniencia sino incluso acerca de lo que ellos mismos son o pueden ser. Porque prescindir de dios en la política, como lo pretende el laicismo, implica prescindir de una entidad que sólo puede esfumarse en presencia de la abundancia. Si Dios existe en política es en calidad de contraparte de la escasez económica, y la escasez, así lo ha mostrado y muestra cíclicamente la historia del capitalismo --que no

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sobreviviría sin ella--, es una realidad que, como Voltaire decía de Dios, cuando no está ahí, “resulta conveniente inventarla”. “Si Dios no existe, todo está permitido.” Sin Dios, el orden de lo humano tiene que venirse abajo: porque, entonces, ¿en razón de qué el lobo humano debería detenerse ante la posibilidad de sacarle provecho a su capacidad de destruír o someter al prójimo? Dostoievsky ratifica con esta frase de uno de sus personajes lo que Nietzsche había dicho a tráves del iluminado, ese personaje al que recurre en su Ciencia risueña, cuando afirmaba la centralidad de la significación “Dios” en medio del lenguaje humano y de la construcción misma del pensamiento humano. “Dios ha muerto, dice ahí, y nosotros lo hemos matado.” Y, sin Dios, el mundo humano es como el planeta Tierra que se hubiese soltado del Sol. “¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿No estamos en una caída sin fin? ¿Vamos hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos

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como a través de una nada infinita?” Al escandalizarse de esta manera ante el hecho de un mundo humano privado de Dios, Dostoiewsky en la ficción y Nietzsche en la semi-ficción daban por bueno un anuncio pregonado en todas las direcciones por la modernidad capitalista;

el

anuncio

de

que

ella

había

matado

efectivamente a Dios y de que su laicismo, el laicismo liberal, había logrado efectivamente prescindir de Dios en el arreglo de los asuntos públicos y políticos de la sociedad humana. La separación de las “dos espadas” o los “dos poderes” emanados de la voluntad divina –una separación que fue promovida originalmente por una autoridad religiosa (el Papa Gelasio, a finales del siglo V) para rescatar la autonomía de la primera, la espada eclesiástica, respecto de la segunda, la espada imperial-- es una conquista de la que se ufana el estado liberal sobre todo a partir del siglo XVIII. A la inversa de la escena original, en esta ocasión se trataba de rescatar la autonomía de la espada civil de su tradicional

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sujeción a la espada clerical, de rescatar al mundo de los asuntos humanos, mundanos y terrenales de su sujeción a la esfera de los asuntos sobrehumanos, extra- mundanos y celestiales. La conquista del laicismo por parte de la política liberal --que se inició ya con la Reforma protestante para completarse apenas en el Siglo de la Luces-- consistió en la creación de un aparato estatal puramente funcional, ajeno a toda filiación religiosa e indiferente a todo conjunto de valoraciones morales; tolerante de cualquier toma de partido en política y depurado de toda tendencia, llamémosle “ideológica”, que no sea la tendencia abstracta a la defensa del mínimo de los derechos que corresponden a la dignidad humana, en el caso de todos los seres humanos por igual. En la instauración de un mecanismo institucional, de un dispositivo o una estructura que sería un continente absolutamente neutral frente a todo contenido posible. “Matar a Dios” había consistido, simple y llanamente, de acuerdo al laicismo liberal de la modernidad capitalista, en hacer a un lado a las viejas entidades metafísicas en la

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resolución de los asuntos de la vida pública. La alarma que tanto inquietó a un Dostoievsky o a un Nietzsche no fue una emoción compartida por todos los espíritus críticos del siglo XIX. Marx, por ejemplo, y sus seguidores en la crítica socialista del laicismo liberal se resistieron a dar por bueno el anuncio que la modernidad ensoberbecida hacía de la muerte de Dios. Desconfiaban en general de los anuncios provenientes de la economía capitalista y su influencia “progresista”, emancipadora o racionalizadora, en la esfera política; pero en este caso lo hacían convencidos por la experiencia cotidiana de la vida social moderna, y sobre todo por la que de ella tenían los trabajadores, la “clase proletaria”. Y esta experiencia no era la de un mundo carente de sentido, errando a la deriva sin la presencia ordenadora de Dios. Era más bien, por el contrario, la experiencia de un mundo que sí tenía un sentido y que sí avanzaba con rumbo, pero cuyo sentido consistía en volver invivible la vida humana y cuyo rumbo era claramente la catástrofe, la barbarie.

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Marx mira con ironía, cuando no con burla, la pretensión del laicismo liberal de haber inaugurado una nueva forma para lo político; una política en la que autonomía de lo humano se encontraría asegurada contra la religiosidad. Se trata, para Marx, de una pretensión ilusoria. En efecto, según él, lo que la modernidad capitalista ha hecho con Dios no es propiamente matarlo sino sólo cambiarle su base de sustentación. El laicismo liberal combina de manera curiosa la ingenuidad con el cinismo. Es ingenuo porque piensa que la separación del estado repecto de la religiosidad puede alcanzarse mediante la construcción de un muro protector; mediante la instauración de un dispositivo institucional capaz de eliminar la contaminación de la política por parte de la religión; porque imagina un aparato estatal que podría permanecer puro e incontaminado a través del uso que hagan de él sujetos imbuídos de religiosidad; en general, es ingenuo porque cree que puede haber estructuras vacías, que un continente puede ser neutral e indiferente respecto de su

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contenido. Y es al mismo tiempo cínico porque condena la política que se somete a una religiosidad arcaica, pero lo hace desde la práctica de una política que se encuentra también sometida a una religiosidad, sólo que a una religiosidad moderna; es cínico, porque, desde el ejercicio de un privilegio ideológico, afirma con descaro que el laicismo consiste en no privilegiar ideología alguna. ¿A qué religiosidad se refiere Marx cuando habla de una “religiosidad moderna”? Un fuerte aire polémico sopla en el famoso parágrafo de su obra El Capital dedicado a examinar “el fetichismo de la mercancía y su secreto”. Marx rebate ahí el “iluminismo” propio de la sociedad civil capitalista, su autoafirmación como una sociedad que habría “desencantado el mundo” (como lo dirá más tarde Max Weber), que prescindiría de todo recurso a la magia, a la vigencia de fuerzas oscura o irracionalizables, en sus afanes lo mismo por incrementar la productividad

del

trabajo

que

por perfeccionar

el

ordenamiento institucional de la vida pública. Descalifica la

135


mirada prepotente de esta sociedad sobre las otras, las premodernas o “primitivas”, desautoriza sus pretensiones de una autonomía que la pondría por encima de ellas. De te fabula narratur, le dice, y le muestra que si las sociedades arcaicas no pueden sobrevivir sin el uso de objetos dotados de una eficiencia sobre-natural, sin el empleo de fetiches, ella tampoco puede hacerlo; que, para reproducirse como asamblea de individuos, ella necesita también la intervención de un tipo de objetos de eficiencia sobre-natural, de unos fetiches de nuevo tipo que son precisamente los objetos mercantiles, las mercancías. Hay que observar aquí que el uso que hace Marx del término “fetichismo” no es un uso figurado. Implica más bien una ampliación del concepto de magia en virtud de la cual, junto con la magia arcaica, ardiente o sagrada, coexistiría una magia moderna, fría o profana. Según Marx, los modernos no sólo “se parecen” a los arcaicos, no sólo actúan “como si” se sirvieran de la magia, sin hacerlo en verdad, sino que real y efectivamente

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comparten con ellos la necesidad de intruducir, como eje de su vida y de su mundo, la presencia sutil y cotidiana de una entidad metafísica determinante. La mercancía no “se parece” a un fetiche arcaico, ella es también un fetiche, sólo que un fetiche moderno, sin el carácter sagrado que en el primero es prueba de un justificación genuina. Definidos por su calidad de propietarios privados de la riqueza social, es decir, por su calidad de productores, vendedores-compradores y consumidores privados de los “bienes terrenales”, los individuos singulares en la modernidad capitalista no están en capacidad de armar o construír por sí solos una sociedad propiamente humana o política, una polis. Prohibida su definición como miembros de una comunidad concreta, erradicada ésta de la vida económica,

son

individuos

que

se

encuentran

necesariamente, pese a que su consistencia es esencialmente social, en una condición básica de a- socialidad, de ausencia de redes de interacción interindividuales, una condición que es, en principio, insalvable. Las “relaciones sociales” que de todas maneras mantienen sin embargo entre sí, la

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“socialidad” efectiva que los incluye como socios de empresas de todo tipo enla sociedad civil, no son relaciones ni es una socialidad puestas por ellos mismos en términos de interioridad y reciprocidad concreta, sino relaciones derivadas o reflejas que traducen a los términos del comportamiento humano el comportamiento social de las cosas, la “socialidad” de los objetos mercantiles, de las mercancías intercambiándose unas por otras. La socialidad en la modernidad capitalista es una socialidad que se constituye bajo el modo de la enajeción. La mercancías son fetiches porque tienen una capacidad mágica, del mismo orden que la de los fetiches arcaicos, que les permite alcanzar por medios sobre-naturales o sin intervención humana un efecto que resulta imposible alcanzar por medios naturales o humanos, en las condiciones puestas por la economía capitalista; una eficiencia mágica que les permite inducir en el comportamiento de los propietarios privados una socialidad que de otra manera no existiría; que les permite introducir “relaciones sociales” allí

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donde no tendrían por qué existir. Las mercancías son los fetiches modernos, dotados de esta capacidad mágica de poner orden en el caos de la sociedad civil; y lo son porque están habitadas por una fuerza sobre-humana; porque en ellas mora y desde ellas actúa una “deidad profana”, valga la expresión, a la que Marx identifica como “el valor económico inmerso en el proceso de su autovalorización”; el valor que se alimenta de la explotación del plusvalor producido por los trabajadores. Si se miran las “situaciones límite” de la vida política en la modernidad capitalista, en ellas, las funciones del legislador, el estadista y el juez máximos terminan siempre por recaer en la entidad que se conoce como la “mano oculta del mercado”, es decir, en la acción automática del mundo de los fetiches mercantiles. Es ella, la “mano oculta del mercado”, la que posee “la perspectiva más profunda” y la que tiene por tanto “la última palabra”. Es ella la que “sabe” lo que más le conviene a la sociedad y la que termina por conducirla, a veces en contra de “ciertas veleidades” y a

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costa de “ciertos sacrificios”, por el mejor camino. La vida cotidiana en la modernidad capitalista se basa en una confianza ciega: en la fe en que la acumulación del capital, la dinámica de autoincrementación del valor económico abstracto, sirviéndose de la “mano oculta del mercado”, religará a todos los propietarios privados, producirá una socialidad para los individuos sociales -que de otra manera (se supone) carecen de ella-- y le imprimirá a ésta la forma mínima necesaria (la de una comunidad nacional, por ejemplo) para que esos individuos- propietarios busquen el bienestar sobre la vía del progreso. El motor primero que mueve la “mano oculta del mercado” y que genera esa “sabiduría” según la cual se conducen los destinos de la vida social en la modernidad capitalista se esconde en un “sujeto cósico”, como lo llama Marx, de voluntad ciega --ciega ante la racionalidad concreta de las comunidades humanas-- pero implacable: el sujeto-capital, el valor económico de las mercancías y el dinero capitalista,

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que está siempre en proceso de “acumularse”. Confiar en la “mano oculta del mercado” como la conductora última de la vida social implica creer en un dios, en una entidad metapolítica, ajena a la autarquía y la autonomía de los seres humanos, que detenta sin embargo la capacidad de instaurar para ellos una socialidad política, de darle a ésta una forma y de guiarla por la historia. El ateísmo de la sociedad civil capitalista resulta ser así, en verdad, un pseudo-ateísmo, puesto que implica una “religiosidad profana” fundada en el “fetichismo de la mercancía capitalista”. El des-encantamiento desacralizador del mundo ha sido acompañado por un proceso inverso, el de su re-encantamiento frío o económico. En el lugar que antes ocupaba Dios se ha instalado el valor que se autovaloriza. Puede decirse, por ello, que la práctica del laicismo liberal ha traído consigo la destrucción de la comunidad humana como “polis” religiosa, es decir, como ecclesia, como

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asamblea de creyentes que desconfía de su capacidad de autogestión y resuelve los asuntos públicos, a través de la moralidad privada, mediante la aplicación de una verdad revelada en el texto de su fe. Pero no lo ha hecho para reivindicar una polis “política”, por decirlo así, una ciudad que actualice su capacidad autónoma de gobernarse, sino para reconstruir la comunidad humana nuevamente como ecclesia, sólo que esta vez como una ecclesia silente, que a más de desconfíar de su propia capacidad política, prescinde incluso del texto de su fe, que debería sustituírla, puesto que presupone que la sabiduría de ese texto se encuentra quintaesenciada y objetivada en el carácter mercantil “por naturaleza” de la marcha de las cosas. Es una ecclesia cuyos fieles, para ser tales, no requieren otra cosa que aceptar en la práctica

que es

suficiente

interpretar

y

obedecer

adecuadamente en cada caso el sentido de esa marcha de las cosas para que los asuntos públicos resuelvan sus problemas por sí solos. La religiosidad arcaica, abiertamente teocrática, centrada en

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un dios mágico y personificado, de presencia idolátrica, evidente para todos, fue sustituida en la modernidad capitalista por una religiosidad ilustrada, crípticamente teocrática, centrada en un dios racional e impersonal, de presencia puramente supuesta, funcional, sólo perceptible por cada quien en la interioridad de su sintonía con la marcha de los negocios. De una ecclesia basada en una mitología compartida se pasó a una ecclesia basada en una convicción compartida. Por ello decía Engels de los reformadores protestantes del siglo XVI, que eliminaron al clérigo del fuero externo, público, del conjunto de los fieles, pero lo pasaron al fuero interno: implantaron un “clérigo privado” en cada uno de los fieles, un “clérigo íntimo”. De acuerdo a la crítica de Marx, el laicismo liberal es así, en verdad, un pseudo-laicismo. No cumple con la necesidad de asegurar la autonomía de lo humano mediante la separaración de lo civil respecto de lo eclesiástico, sino por el contrario, se vuelve contra esa necesidad al hacer que lo civil interiorice una forma quintaesenciada de lo eclesiástico.

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El laicismo consistiría, en verdad, en una transformación de la presencia efectiva de lo político en la vida concreta de las sociedades humanas; consistiría en el paso de la actualización religiosa o auto-negada de lo político a su actualización autónoma o propiamente política. Al laicismo no habría que verlo como una conquista terminada y una característica del estado liberal moderno sino más bien como un movimiento de resistencia, como una lucha permanente contra la tendencia “natural” o arcaica a sustituír la política por la religión; una tendencia que debió haber desaparecido con la abundancia y la emancipación que están en el proyecto profundo de la modernidad, pero que no sólo perdura en su modo tradicional sino que incluso ha adoptado un modo nuevo en la versión establecida de la modernidad, en la modernidad capitalista. Tres corolarios pueden derivarse de la aproximación crítica de Marx a la religión de los modernos. El primero es evidente: no toda política aparentemente laica es necesariamente una política anti-eclesiástica; el laicismo

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liberal, por ejemplo, no elimina la presencia de lo eclesiástico en la política sino sólo la susituye por otra diferente. El segundo corolario es más escondido: no toda política aparentemente eclesiástica es necesariamente anti-laica. Puede haber en efecto coyunturas históricas en las que determinadas políticas de religiosidad arcaica se encaminen en la dirección de un laicismo real, de una autonomización efectiva de la política --es decir, vayan en sentido contrario al del fundamentalismo--, pero lo hagan por la vía indirecta de una resistencia ante el pseudo-laicismo y la religiosidad moderna de la política, una resistencia que implica para ellas el pesistir en la defensa de lo suyo. El tercer corolario tiene que ver con el hecho histórico de que el dios de los modernos, el valor que se autovaloriza, sólo tiene la vigencia y el poder que le vienen del sometimiento de la vida social al dominio de la modernidad capitalista, y que este sometimiento, aunque es una realidad dominante, no es absoluto. El dios profano de los modernos

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debe por ello coexistir junto con los distintos dioses sagrados y sus metamorfosis; dioses que siguen vigentes y poderosos en la medida en que las sociedades que los veneran no han sido aún modernizadas estructuralmente. La política que obedece a la religiosidad moderna tiene que arreglárselas en medio de las políticas que obedecen aún a las sobrevivencias de la religiosidad arcaica. Puede decirse, por ello, que ninguna situación es peor para la afirmación de un laicismo auténtico que aquella en la que el dios de los modernos entra en contubernio con los dioses arcaicos, a los que recicla y pone a su servicio mediante concertaciones y acomodos. Puede decirse que la afirmación de la autonomía humana de lo político, es decir, la resistencia al dominio de su versión religiosa, resulta más difícil de cumplirse mientras mejor es el arreglo con el que la religiosidad moderna, profana o “atea” somete a la religiosidad tradicional, sagrada o “creyente”.

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Antes de concluír esta exposición sobre la religión de los modernos quisiera recordar aquí brevemente el caso de una resistencia de la política religiosa tradicional o arcaica a la implantación de la religiosidad moderna. Se trata de una resistencia de alcances históricos mayores y de larga duración; una resistencia que, por lo demás, ha tenido una influencia decisiva, constitutiva, en la formación de la cultura política de la América latina. Me refiero al movimiento histórico conocido como la Contrarreforma, que tuvo lugar de mediados del siglo XVI a mediados del siglo XVIII y que fue conducido principalmente por la Compañía de Jesús. El término “contra-reforma” sugiere a la comprensión un carácter puramente pasivo, reactivo, de este movimiento. Y, en efecto, contrarrestar los efectos devastadores que la Reforma protestante venía teniendo sobre el mundo católico organizado por la Iglesia Romana: esa era la intención original del Papa al convocar al Concilio de Trento en 1545. Sin embargo, para los jesuítas, quienes pronto serán los protagonistas de dicho Concilio, de lo que se trata no es de oponerse a la reforma cultural protestante sino de rebasarla

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y superarla mediante una revolución al interior de la propia Iglesia Católica, una revolución capaz de reconstruir el mundo católico modernización

de que

acuerdo se

a

habían

las

exigencias

desatado

de

con

las

transformaciones que los dos o tres siglos anteriores habían introducido en las sociedades europeas, transformaciones incipientes aún, pero radicales y a todas luces indetenibles. El proyecto de los jesuitas, que se ofrecen como los más fieles siervos del Papa, implica en verdad una puesta del Papa al servicio de su proyecto de revolución y del catolicismo. Modernizar el mundo católico y al mismo tiempo re-fundar el catolicismo: ese es el proyecto de la Compañía de Jesus. Reordenar la vida cotidiana de la sociedad occidental: pero no en obediencia a la dinámica “salvaje” de las transformaciones que la venían afectando y que la alejaban de la fe cristiana, sino de acuerdo a un plan inspirado por esa misma fe. Cristianizar la modernización: pero no en una

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vuelta al cristianismo medieval, que había entrado en crisis y había provocado las revueltas de la Reforma protestante, sino avanzando hacia el cristianismo de una iglesia católica renovada desde sus cimientos. El proyecto de aquella primera época de la Compañía de Jesús era un proyecto plenamente moderno, si se tienen en consideración dos rasgos que lo distinguen claramente del cristianismo anterior: primero, su insistencia en el carácter autónomo del individuo singular, en la importancia que le confieren al libero arbitrio como carácter específico del ser humano; y, segundo, su actitud afirmativa ante la vida terrenal, su reivindicación de la importancia positiva que tiene el quehacer humano en este mundo. Para aquellos jesuítas, la afirmación del mundo terrenal no se contrapone hostilmente, como lo planteaba el cristianismo medieval, a la búsqueda del mundo celestial, sino que por el contrario se puede confundir con ella. Para el individuo humano, “ganar el mundo” no implica necesariamente

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“perder el alma”, porque el mundo terrenal y el mundo celestial se encuentran en un continuum. El mundo terrenal está intervenido por el mundo celestial porque en él está en suspenso y en él se juega la salvación, la redención, el tránsito a ese mundo celestial. La teología jesuíta nunca llegó a tener una aceptación plena en el marco de la teología oficial católica. Esta resistencia es explicable: se trataba de una nueva teología que implicaba en verdad una revolución dentro de la teología tradicional, una revolución tan radical, si no es que más, como la que fundó a la filosofía moderna. Planteada ya de manera brillante y extensa por Luis de Molina en 1553, en su famoso libro Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis

...,

esta

teología

revolucionaria

--acusada

de

“pelagianismo”-- insistía en la función esencial que el ser humano tiene, en su nivel, en la constitución misma de Dios. Con el ejercicio de su libero arbitrio, el ser humano es indispensable para que la Creación sea lo que es, con su armonía preestablecida, como dirá después Leibniz. La

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Creación no es un hecho ya acabado; es, más bien, como un work in progress, en el que todo lo que es se hace fundamentalmente como efecto del triunfo de Dios sobre el Demonio, un triunfo en el cual la toma de partido libre del ser humano en favor del plan divino es de importancia esencial. Esta concepción del catolicismo jesuita que ve en la estancia humana en el mundo una empresa de salvación deriva necesariamente en la idea de que se trata de una empresa colectiva, histórico concreta, de todos los cristianos; de una empresa político ecclesial necesitada de una vanguardia o dirección. Para la Compañía de Jesús, esa vanguardia y dirección debe encontrarse en el locus mysticus fundado por Jesucristo, el iniciador y garante de la salvación, es decir, en el lugar en donde se conectan el mundo celestial y el mundo terrenal; un lugar que no puede ser otro que el Papa mismo, como obispo de la Iglesia de Roma.

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La realización de la especificidad política del ser humano bajo la forma religiosa arcaica es sometida en la teoría y la práctica de los primeros jesuítas a una transformación substancial que pretende reconfigurarla en el sentido de la modernización. Para ellos, la gestión de los asuntos públicos es un asunto propio de los seres humanos como seres dotados de libre albedrío o autonomía. Pero se trata de una gestión real y concreta cuyo buen éxito requiere que el ejercicio de la autonomía humana se ejerza de manera mediada, como la obediencia auto-impuesta o la asunción libre de una voluntad divina infinitamente sabia que se hace presente a través del proyecto histórico de la Iglesia y de las decisiones de su jefe, el Papa, y de sus subalternos. Según ésto, la tarea del cristianismo moderno debía ser, en general, la propaganda fide, la de extender el reino de Dios sobre el mundo terrenal, arrebatándole al demonio los territorios físicos y los ámbitos humanos sobre los que se enseñoreaba todavía. Como se puede ver, nadie entre los siglos XVI y XVIII

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estaba en Europa más atento que el catolicismo jesuíta para percibir el surgimiento de la religiosidad moderna y su nuevo dios, el valor que se autovaloriza, y nadie estaba tampoco mejor preparado que él para hacer el intento de combatirla. Los efectos desquiciadores de la acumulación del capital sobre la vida social eran cada vez más evidentes, así como su capacidad de imprimir en ella una dinámica progresista deconocida hasta entonces. Para los jesuitas era necesario domar esa acumulación del capital, y sólo la empresa del nuevo catolicismo destinada a ganar el mundo terrenal estaba en capacidad de hacerlo. La vida económica, parte central de la vida pública en general, debía ser gerenciada por la empresa eclesiástica, y no dejada a su dinámica espontánea, puesto que ella es ciega por sí misma y carente de orientación, y tiende a adoptar fácilmente la visión y el sentido que vienen del demonio. Es así que, para ellos, laicizar la política era lo mismo que entregarla en manos de esos ordenamientos, ajenos al orden de la humanidad cristiana, que provienen del mercado. Lejos de laicisarse, lejos de romper con su modo religioso tradicional de

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actualizarse, lo político debía insistir en él y perfeccionarlo; la resolución de los asuntos civiles no debía separarse sino relacionarse de manera aun más estrecha con el tratamiento de los asuntos eclesiásticos. Bien puede decirse, por lo anterior, que el proyecto jesuita del siglo XVII fue un intento de susbsumir o someter la nueva deidad profana del capital bajo la vieja deidad sagrada del Dios judeo-cristiano. Se trataba de fomentar la acumulación del capital pero de hacerlo de manera tal, que el lugar que le corresponde en ella al valor que se autovaloriza pasase a ser ocupado por la empresa cristiana de apropiación del mundo en provecho de la salvación, empresa que ellos, los jesuítas, impulsaban y dirigían. La historia mostró de manera contundente que el proyecto jesuíta era un proyecto utópico, en el sentido de irrealizable; su puesta en práctica más que centenaria acabó por ser detenida y clausurada en la segunda mitad del siglo XVIII por el Despotismo Ilustrado y la modernidad decididamente

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capitalista que se gestaba debajo de él. De este fracaso histórico del proyecto jesuíta no sólo resulta claro que se debió al hecho de que el sujeto-capital era indomable por el sujeto-Iglesia; a la realidad innegable de que la voracidad por la ganancia aglutina a la sociedad civil de manera más fuerte que el apetito de salvación, y a que, por tanto, la religiosidad arcaica tenía que resultar más débil que la moderna. Resulta claro también que la resistencia a la modernidad capitalista y a la enajenación que somete el ejercicio de lo polític a la religiosisdad moderna no puede hjacerse en el sentido de una sumisión renovada de la política a otras formas de religiosidad arcaica. Que es indispensable, pese al callejón que no parece tener salida al que ha conducido la modernidad capitalista, volver sobre el proyecto profundo de la modernidad --una modernidad que ve como actualmente posible la abundancia y la emancipación--, y aventurarse en la construcción de una modernidad

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alternativa. Volver sobre la frase de Kant acerca de “qué es la Ilustración”, pero corrigiéndola de acuerdo a la experiencia. Se trata de “salir de la renuncia autoinpuesta a la autonomía”

(“Ausgang

des

Menschen

aus

seiner

selbstverschuldeten Unmündigkeit”), de “tener el valor de emplear el entendimiento propio sin la dirección de otro”, pero de hacerlo con desconfianza, concientes ahora de que ese “otro” puede no ser sólo el “otro” de una iglesia, sino también un “otro” que se impone “desde las cosas mismas”, en tanto que cosas “hechas a imagen y semejanza” del capital.

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Modernidad y Capitalismo (15 tesis) Bolívar Echeverría ¿Por qué la cuerda, entonces, si el aire es tan sencillo? ¿Para qué la cadena, si existe el hierro por sí solo? César Vallejo

L

os

hombres

de

hace

un

siglo

(ya

inconfundiblemente modernos) pensaban que eran dueños de la situación; que podían hacer con

la modernidad lo que quisieran, incluso, simplemente, aceptarla —tomarla completa o en partes, introducirle modificaciones— o rechazarla —volverle la espalda, cerrarle el paso, revertir sus efectos. Pensaban todavía desde un mundo en el que la marcha indetenible de lo moderno, a un 157


buen trecho todavía de alcanzar la medi da planetaria, no podía mostrar al entendimiento común la magnitud totalizadora de su ambición ni la radicalidad de los cambios que introducía ya en la vida humana. Lo viejo o tradicional tenía una vigencia tan sólida y pesaba tanto, que incluso las más gigantescas o las más atrevidas creaciones modernas parecían afectarlo solamente en lo accesorio y dejarlo intocado en lo profundo; lo antiguo o heredado era tan natural, que no había cómo imaginar siquiera que las pretensiones de que hacían alarde los propugnadores de lo moderno fueran algo digno de tomarse en serio.

En nuestros días, por el contrario, no parece que el rechazo o la aceptación de lo moderno puedan estar a discusión; lo moderno no se muestra como algo exterior a nosotros, no lo tenemos ante los ojos como una terca incógnita cuya exploración podamos emprender o no. Unos más, otros menos, todos, querámoslo o no, somos ya modernos o nos estamos

haciendo

modernos, permanentemente.

El

predominio de lo moderno es un hecho consumado, y un 158


hecho decisivo. Nuestra vida se desenvuelve dentro de la modernidad, inmersa en un proceso único, universal y constante que es el proceso de la modernización. Modernización que, por lo demás —es necesario subrayar—, no es un programa de vida adoptado por nosotros, sino que parece más bien una fatalidad o un destino incuestionable al que debemos someternos. "Lo moderno es lo mismo que lo bueno; lo malo que aún pueda prevalecer se explica porque lo moderno aún no llega del todo o porque ha llegado incompleto." Éste fue sin duda, con plena ingenuidad, el lema de todas las políticas de todos los estados nacionales hace un siglo; hoy lo sigue siendo, pero la ingenuidad de entonces se ha convertido en cinismo. Han pasado cien años y la meta de la vida social — modernizarse: perfeccionarse en virtud de un progreso en las técnicas de producción, de organización social y de gestión política— parece ser la misma. Es evidente sin

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embargo que, de entonces a nuestros días, lo que se entiende por "moderno"

ha

experimentado

una

mutación

considerable. Y no porque aquello que pudo ser visto entonces como innovador o "futurista " resulte hoy tradicional o "superado", sino porque el sentido que enciende la signifiación de esa palabra ha dejado de ser el mismo. Ha salido fuertemente cambiado de la aventura por la que debió pasar; la aventura de su asimilación y subordinación al sentido de la palabra "revolución". El "espíritu de la utopía" no nació con la modernidad, pero sí alcanzó con ella su figura independiente, su consistencia propia, terrenal. Giró desde el principio en torno al proceso de modernización, atraído por la oportunidad que éste parecía traer consigo —con su progresismo— de quitarle lo categórico al "no que está implícito en la palabra "utopía" y entenderlo como un "aún no" prometedor. La tentación de "cambiar el mundo" —"cambiar la vida"— se introdujo primero en la dimensión política. A fines del siglo XVIII, cuando la modernización como Revolución Industrial apenas había comenzado, su presencia como

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actitud impugnadora del ancien régime era ya indiscutible; era el movimiento histórico de las "revoluciones burguesas". La Revolución vivida como una actividad que tiene su meta y su sentido en el progreso político absoluto: la cancelación del pasado nefasto y la fundación de un porvenir de justicia, abierto por completo a la imaginación. Pronto, sin embargo, la tentación utopista fue expulsada de la dimensión política y debió refugiarse en el otro ámbito del progresismo absoluto, el de la potenciación de las capacidades de rendimiento de la vida productiva. Mientras pudo estar ahí, antes de que los estragos sociales de la industrialización capitalista la hicieran experimentar un nuevo rechazo, fue ella la que dotó de sentido a la figura puramente técnica de la modernización. El "espíritu de la utopía" comenzaría hacia finales del siglo XIX un nuevo — ¿último?— intento de tomar cuerpo en la orientación progresista del proceso de modernización; el intento cuyo fracaso vivimos actualmente. Aceptar o rechazar la modernización como reorganización de la vida social en torno al progreso de las técnicas en los

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medios de producción, circulación y consumo eran los dos polos básicos del comportamiento social entre los que se componía y recomponía a comienzos de siglo la constelación política

elemental.

Su

aceptación

"gattopardiana", como maniobra conservadora, destinada a resguardar lo tradicional, llegaba a coincidir y confundirse con su aceptación reformista o ingenua, la que calcaba de ella su racionalidad progresista. Por otra parte, su rechazo reaccionario, que ve en ella un atentado contra la esencia inmutable de ciertos valores humanos de estirpe metafísica, un descarrío condenable que puede y debe ser desandado, era un rechazo similar aunque de sentido diametralmente opuesto al de quienes la impugnaban también, pero en tanto que alternativa falsa o suplantación de un proyecto de transformación revolucionaria de lo humano. En el campo de la izquierda lo mismo que en el de la derecha, definien do posiciones marcadamente diferentes dentro de ambos, se enfrentaban la aceptación y el rechazo de la modernización, experimentada como la dinámica de una historia regida por el progreso técnico.

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No obstante el predominio práctico incontestable y las irrupciones políticas decisivas y devastadoras de la derecha, es innegable que la vida política del siglo XX se ha guiado por las propuestas —desiguales e incluso contradictorias— de una "cultura política de izquierda". La izquierda ha inspirado el discurso básico de lo político frente a la lógica tecnicista de la modernización. Sea que haya asumido a ésta como base de la reforma o que la haya impugnado como sustituto insuficiente de la revolución, un presupuesto ético lo ha guia do en todo momento: el "humanismo", entendido como una búsqueda de la emancipación individual y colectiva y de la justicia social. Es por ello que la significación de lo moderno como realización de una utopía técnica sólo ha adquirido su sentido pleno en este siglo cuando ella ha aparecido en tanto que momento constitutivo pero subordinado de lo que quiere decir la palabra "socialismo": la rea-lización (reformista o revolucionaria) de la utopía político-social —el reino de la libertad y la justicia — como progreso puro, como sustitución absolutamente innovadora de la figura tradicional en la que ha existido lo

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político. La historia contemporánea, configurada en torno al destino de la modernización capitalista, parece encontrarse ante el dilema propio de una "situación límite ": o persiste en la dirección marcada por esta modernización y deja de ser un modo (aunque sea contradictorio) de afirmación de la vida, para convertirse en la simple aceptación selectiva de la muerte, o la abandona y, al dejar sin su soporte tradicional a la civilización alcanzada, lleva en cambio a la vida social en dirección a la barbarie. Desencantada de su inspiración en el "socialismo" progresista —que se puso a prueba no sólo en la figura del despotismo estatal del "mundo [imperio] socialista " sino también bajo la forma de un correctivo social a las instituciones liberales del "mundo [imperio] occidental"—, esta historia parece haber llegado a clausurar aquello que se abrió justamente con ella: la utopía terrenal como propuesta de un mundo humano radicalmente mejor que el establecido, y realmente posible. Paralizada su creatividad política —como a la espera de una catástrofe—, se mantiene en un vaivén errático que la lleva entre

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pragmatismos defensivos más o menos simplistas y mesianismos desesperados de mayor o menor grado de irracionalidad. Las Tesis que se exponen en las siguientes páginas intentan detectar en el campo de la teoría la posibilidad de una modernidad diferente de la que se ha impuesto hasta ahora, de una modernidad no capitalista. Lo hacen, primero, a partir del reconocimiento de un hecho: el estado de perenne inacabamiento que es propio de la significación de los entes históricos; y segundo, mediante un juego de conceptos que intenta desmontar teóricamente ese hecho y que, para ello, pensando que "todo lo que es real puede ser pensado también como siendo aún sólo posible" (Leibniz), hace una distinción entre la configuración o forma de presencia actual de una realidad histórica, que resulta de la adaptación de su necesidad de estar presente a las condiciones más o menos "coyunturales " para que así sea —y que es por tanto siempre substituible— y su esencia o forma de presencia "permanente", en la que su necesidad de estar presente se da de manera pura, como una potencia ambivalente que no deja

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de serlo durante todo el tiempo de su consolidación, por debajo de los efectos de apariencia más "definitiva " que tenga en ella su estar configurada. De acuerdo con esta suposición, la modernidad no sería "un proyecto inacabado"; sería, más bien, un conjunto de posibilidades exploradas y actualizadas sólo desde una perspectiva y en un solo sentido, y dispuesto a lo que aborden desde otro lado y lo iluminen con una luz diferente. Tesis I La clave económica de la modernidad Por modernidad habría que entender el carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana. Por capitalismo, una forma o modo de reproducción de la vida económica del ser humano: una manera de llevar a cabo aquel conjunto de sus actividades que está dedicado directa y preferentemente a la producción, circulación y consumo de los bienes producidos. Entre modernidad y capitalismo existen las relaciones que son propias entre una totalización completa e independiente

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y una parte de ella, dependiente suya, pero en condiciones de imponerle un sesgo especial a su trabajo de totalización. Este predominio de la dimensión económica de la vida (con su modo capitalista particular) en la constitución histórica de la modernidad es tal vez justamente la última gran afirmación de una especie de "materialismo histórico" espontáneo que ha caracterizado a la existencia social durante toda "la historia basada en la escasez". "Facultad" distintiva del ser humano ("animal expulsado del paraíso de la animalidad") es sin duda la de vivir su vida física como sustrato de una vida "meta-física" o política, para la cual lo prioritario reside en el dar sentido y forma a la convivencia colectiva. Se trata, sin embargo, de una "facultad" que sólo ha podido darse bajo la condición de respetar al trabajo productivo como la dimensión fundamental, posibilitante y delimitante, de su ejercicio. El trabajo productivo ha sido la pieza central de todos los proyectos de existencia humana. Dada la condición transhistórica de una escasez relativa de los bienes requeridos, es decir, de una "indiferencia" o incluso una "hostilidad" de lo Otro o lo no humano (la

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"Naturaleza"), ninguno de ellos pudo concebirse, hasta antes de la Revolución Industrial, de otra manera que como una estrategia diseñada para defender la existencia propia en un dominio siempre ajeno. Ni siquiera el "gasto improductivo" del más fabuloso de los dispendios narrados por las leyendas tradicionales alcanzó jamás a rebasar verdaderamente la medida de la imaginación permitida por las exigencias de la mera sobrevivencia al entendimiento humano. Dos razones que se complementan hacen de la teoría crítica del capitalismo una vía de acceso privilegiada a la comprensión de la modernidad: de ninguna realidad histórica puede decirse con mayor propiedad que sea típicamente moderna como del modo capitalista de reproducción de la riqueza social; a la inversa, ningún contenido característico de la vida moderna resulta tan esencial para definirla como el capitalismo. Pero la perspectiva que se abre sobre la modernidad desde la problematización del capitalismo no sólo es capaz de encontrarle su mejor visibilidad; es capaz también —y se diría, sobre todo— de despertar en la inteligencia el reclamo

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más apremiante de comprenderla. Son los atolladeros que se presentan en la modernización de la economía —los efectos contraproducentes del progreso cuan-titativo (extensivo e intensivo) y cualitativo (técnico), lo mismo en la producción que en la distribución y el consumo de los bienes —los que con mayor frecuencia y mayor violencia hacen del Hombre un ser puramente destructivo: destructivo de lo Otro, cuando ello no cabe dentro de la Naturaleza (como "cúmulo de recursos para lo humano'), y destructivo de sí mismo, cuando él mismo es "natural" (material, corporal, animal), y no cabe dentro de lo que se ha humanizado a través del trabajo técnico "productivo". La imprevisible e intrincada red de los múltiples caminos que ha seguido la historia de la modernidad se tejió en un diálogo decisivo, muchas veces imperceptible, con el proceso oscuro de la gestación, la consolidación y la expansión planetaria del capitalismo en calidad de modo de producción. Se trata de una dinámica profunda, en cuyo nivel la historia no toma partido frente al acontecer coyuntural. Desentendida de los sucesos que agitan a las generaciones y apasionan a los individuos, se

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ocupa sin embargo tercamente en indicar rumbos, marcar tiempos y sugerir tendencias generales a la vida cotidiana. Tres parecen ser las principales constantes de la historia del capitalismo que han debido ser "trabajadas" e integradas por la historia de la modernidad: a) la reproducción cíclica, en escala cada vez mayor (como en una espiral) y en referencia a satisfactores cada vez diferentes, de una "escasez relativa artificial" de la naturaleza respecto de las necesidades humanas; b) el avance de alcances totalitarios, extensivo e intensivo (como planetarización y como tecnificación, respectivamente) de la subsunción real del funcionamiento de las fuerzas productivas bajo la acumulación del capital, y c) el corrimiento indetenible de la dirección en la que fluye el

tributo

que

la

propiedad

capitalista —

y

su

institucionalidad mercantil y pacífica— paga al dominio monopólico —y su arbitrariedad extra-mercantil y violenta —: de alimentar la renta de la tierra pasa a engrosar la renta de la tecnología. Tesis 2

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Fundamento, esencia y figura de la modernidad Como es característico de toda realidad humana, también la modernidad está constituida por el juego de dos niveles diferentes de presencia real: el posible o potencial y el actual o efectivo. (Es pertinente distinguir entre ellos, aunque existe el obstáculo epistemológico de que el primero parece estar aniquilado por el segundo, por cuanto éste, como realización suya, entra a ocupar su lugar.) En el primer nivel, la modernidad puede ser vista como forma ideal de totalización de la vida humana. Como tal, como esencia de la modernidad, aislada artificialmente por el discurso teórico respecto de las configuraciones que le han dado una existencia empírica, la modernidad se presenta como una realidad de concreción en suspenso, todavía indefinida; como una substancia en el momento en que "busca" su forma o se deja "elegir" por ella (momento en verdad imposible, pues una y otra sólo pueden ser simultáneas); como una exigencia "indecisa", aún polimorfa, una pura potencia. En el segundo nivel, la modernidad puede ser vista como

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configuración histórica efectiva; como tal, la modernidad deja de ser una realidad de orden ideal e impreciso: se presenta de manera plural en una serie de proyectos e intentos históricos de actualización que, al sucederse unos a otros o al coexistir unos con otros en conflicto por el predominio, dotan a su existencia concreta de formas particulares sumamente variadas. El fundamento de la modernidad se encuentra en la consolidación indetenible —primero lenta, en la Edad Media, después acelerada, a partir del siglo XVI, e incluso explosiva, de la Revolución Industrial pasando por nuestros días— de un cambio tecnológico que afecta a la raíz misma de las múltiples "civilizaciones materiales " del ser humano. La escala de la operatividad instrumental tanto del medio de producción como de la fuerza de trabajo ha dado un "salto cualitativo"; ha experimentado una ampliación que la ha hecho pasar a un orden de medida superior y, de esta manera, a un horizonte de posibilidades de dar y recibir formas desconocido durante milenios de historia. De estar acosadas y sometidas por el universo exterior al mundo

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conquistado por ellas (universo al que se reconoce entonces como "Naturaleza"), las fuerzas productivas pasan a ser, aunque no más potentes que él en general, sí más poderosas que él en lo que concierne a sus propósitos específicos; parecen instalar por fin al Hombre en la jerarquía prometida de "amo y señor" de la Tierra. Temprano, ya en la época de la "invención de América", cuando la Tierra redondeó definitivamente su figura para el Hombre y le transmitió la medida de su finitud dentro del Universo infinito, un acontecimiento profundo comenzaba a hacerse irreversible en la historia de los tiempos lentos y los hechos de larga duración. Una mutación en la estructura misma de la "forma natural" —sustrato civilizatorio elemental— del proceso de reproducción social venía a minar lentamente el terreno sobre el cual todas las sociedades históricas tradicionales, sin excepción, tienen establecida la concreción de su código de vida originario. Una vieja sospecha volvía entonces a levantarse —ahora sobre datos cada vez más confiables—: que la escasez no constituye la "maldición sine qua non" de la realidad

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humana; que el modelo bélico que ha inspirado todo proyecto de existencia histórica del Hombre, convirtiéndolo en una estrategia que condiciona la supervivencia propia a la aniquilación o explotación de lo Otro (de la Naturaleza, humana o extrahumana), no es el único posible; que es imaginable —sin ser una ilusión— un modelo diferente, donde el desafío dirigido a lo Otro siga más bien el modelo del eros. La esencia de la modernidad se constituye en un momento crucial de la historia de la civilización occidental europea y consiste propiamente en un reto —que a ella le tocó provocar y que sólo ella estuvo en condiciones de percibir y reconocer prácticamente como tal. Un reto que le plantea la necesidad de elegir, para sí misma y para la civilización en su conjunto, un cauce histórico de orientaciones radicalmente diferentes de las tradicionales, dado que tiene ante sí la posibilidad real de un campo instrumental cuya efectividad técnica permitiría que la abundancia substituya a la escasez en calidad de situación originaria y experiencia fundante de la existencia humana sobre la tierra. A manera del trance por

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el que pasaría una pieza teatral que, sin poder detenerse, debiera rehacer su texto en plena función para remediar la desaparición del motivo de su tensión dramática, el descubrimiento del fundamento de la modernidad puso temprano a la civilización europea en una situación de conflicto y ruptura consigo misma que otras civilizaciones sólo conocerán más tarde y con un grado de interiorización mucho menor. La civilización europea debía dar forma o convertir en substancia suya un estado de cosas —que la fantasía del género humano había pintado desde siempre como lo más deseable y lo menos posible— cuya dirección espontánea iba sin embargo justamente en sentido contrario al del estado de cosas sobre el que ella, como todas las demás, se había levantado. Las configuraciones históricas efectivas de la modernidad aparecen así como el despliegue de las distintas reformaciones de sí mismo que el occidente europeo puede "inventar

"

—unas

como intentos

aislados,

otras

coordinadas en grandes proyectos globales—con el fin de responder a esa novedad absoluta desde el nivel más

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elemental de su propia estructura. Más o menos logradas en cada caso, las distintas modernidades que ha conocido la época moderna, lejos de "agotar " la esencia de la modernidad y de cancelar así el trance de elección, decisión y realización que ella implica, han despertado en ella perspectivas cada vez nuevas de autoafirmación y han reavivado ese trance cada cual a su manera. Las muchas modernidades son figuras dotadas de vitalidad concreta porque siguen constituyéndose conflictivamente como intentos

de

formación

de

una materia

—el

revolucionamiento de las fuerzas productivas—que aún ahora no acaba de perder su rebeldía. De todas las modernidades efectivas que ha conocido la historia, la más funcional, la que parece haber desplegado de manera más amplia sus potencialidades, ha sido hasta ahora la modernidad del capitalismo industrial maquinizado de corte noreuropeo: aquella que, desde el siglo XVI hasta nuestros días, se conforma en torno al hecho radical de la subordinación del proceso de producción/consumo al "capitalismo" como forma peculiar de acumulación de la

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riqueza mercantil. Ningún discurso que aspire a decir algo de interés sobre la vida contemporánea puede prescindir de la dimensión crítica. Ésta, a su vez, se juega en aquel momento de reflexión que alcanza a atravesar las características de la modernidad "realmente existente" y a desencubrir su esencia; momento decisivo de todo significar efectivo en que la modernidad es sorprendida, mediante algún dispositivo de destrucción teórica de sus configuraciones capitalistas concretas, en su estado de disposición polimorfa, de indefinición y ambivalencia. El lomo de la continuidad histórica ofrece una línea impecable al tacto y a la vista; pero oculta cicatrices, restos de miembros mutilados e incluso heridas aún sangrantes que sólo se muestran cuando la mano o la mirada que pasan sobre él lo hacen a contrapelo. Conviene por ello perderle el respeto a lo fáctico; dudar de la racionalidad que se inclina ante el mundo "realmente existente", no sólo como ante el mejor (dada su realidad) sino como ante el único mundo posible, y confiar en otra, menos "realista" y oficiosa, que no esté reñida con la

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libertad. Mostrar que lo que es no tiene más "derecho a ser" que lo que no fue pero pudo ser; que por debajo del proyecto establecido de modernidad, las oportunidades para un proyecto alternativo —más adecuado a las posibilidades de afirmación total de la vida, que ella tiene en su esencia— no se han agotado todavía. Es sabido que la historia no puede volver sobre sus pasos, que cada uno de ellos clausura el lugar donde se posó. Incluso lo que se presenta como simple borradura y corrección de una figura dada es en verdad una versión nueva de ella: para conservarla y asumirla ha tenido, en un mismo movimiento, que destruirla y rechazarla. El fundamento de la modernidad no es indiferente a la historia de las formas capitalistas que, en una sucesión de encabalgamientos, hicieron de él su substancia; su huella es irreversible: profunda, decisiva y definitiva. Sin embargo, no está fuera de lugar poner una vez más en tela de juicio la vieja certeza —remozada ahora con alivio, después de "la lección del desencanto"— que reduce el camino de la modernidad a esta huella y da por sentada la identidad entre

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lo capitalista y lo moderno; averiguar otra vez en qué medida la utopía de una modernidad post-capitalista — ¿socialista? ¿comunista? ¿anarquista?— es todavía realizable. Tesis 3 Marx y la modernidad La desconstrucción teórica que hace Marx del discurso de la economía política traza numerosos puentes conceptuales hacia la problematización de la modernidad. Los principales, los que salen del centro de su proyecto crítico, pueden encontrarse en los siguientes momentos de su comprensión del capitalismo. La hipótesis que intenta explicar las características de la vida económica moderna mediante la definición de su estructura como un hecho dual y contradictorio; como el resultado de la unificación forzada, aunque históricamente necesaria, mediante la cual un proceso formal de producción de plusvalor y acumulación de capital (es decir, el estrato de existencia

abstracto

de

esa

vida

económica como

"formación [Bildung] de valor") subsume o subordina a un

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proceso real de transformación de la naturaleza y restauración del cuerpo social (es decir, al estrato de existencia concreto de esa vida económica como formación [Bildung] de riqueza). Subsunción o subordinación que, por lo demás, presentaría dos niveles o estados diferentes, de acuerdo con el grado y el tipo de su efecto donador de forma: el primero, "formal", en el que el modo capitalista, interiorizado ya por la sociedad, sólo cambia las condiciones de propiedad del proceso de producción/consumo y afecta todavía

desde

afuera

a

los equilibrios

cualitativos

tradicionales entre el sistema de necesidades de consumo y el sistema de capacidades de producción; y el segundo, "real" o substancial, en el que la interiorización social de ese modo, al penetrar hasta la estructura técnica del proceso de producción/consumo, desquicia desde su interior —sin aportar una propuesta cualitativa alternativa— a la propia dialéctica entre necesidades y capacidades. La descripción de la diferencia y la complementariedad que hay entre la estructuración simplemente mercantil de la vida económica (circulación y producción/consumo de los

180


elementos de la riqueza objetiva) y su configuración desarrollada en el sentido mercantil-capitalista. Así mismo, la comprensión de la historia de esa complementariedad: de la época en que lo capitalista se presenta como la única garantía sólida de lo mercantil a la época en que lo mercantil debe servir de mera apariencia a lo capitalista. Un solo proceso y dos sentidos contrapuestos. En una dirección: el comportamiento capitalista del mercado es el instrumento de la expansión y consolidación de la estructura mercantil en calidad de ordenamiento fundamental y exclusivo de toda la circulación de la riqueza social (a expensas de otros ordenamientos "naturales"). En la otra dirección: la estructura mercantil es el instrumento de la expansión y consolidación de la forma capitalista del comportamiento económico en calidad de modo dominante de la producción y el consumo de la riqueza social. La derivación tanto del concepto de cosificación y fetichismo mercantil como del de enajenación y fetichismo capitalista —como categorías críticas de la civilización moderna en general— a partir de la teoría que contrapone la

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mercantificación

simple

del

proceso

de

producción/consumo de la riqueza social (como fenómeno exterior a él y que no se atreve con la fuerza de trabajo humana) a la mercantificación capitalista del mismo (como hecho que, al afectar a la fuerza de trabajo, penetra en su interior). Esta derivación lleva a definir la cosificación mercantil simple como el proceso histórico mediante el cual la capacidad de auto-constituirse (y de socializar a los individuos), propia de toda sociedad, deja de poder ser ejercida de manera directa e infalible ("necesaria"), y debe realizarse en medio de la acción inerte, unificadora y generalizadora,

del

mecanismo

circulatorio

de

las

mercancías, es decir, sometida a la desobediencia del Azar. Gracias a él, la autarquía o soberanía deja de estar cristalizada en calidad de atributo del sujeto social —como en la historia arcaica en la que esto sucedió como recurso defensivo de la identidad colectiva amenazada— y permanece como simple posibilidad del mismo. Incluido en este proceso, el cúmulo de las cosas —ahora "mundo de las mercancías"— deja de ser únicamente el conjunto de los

182


circuitos naturales entre la producción y el consumo y se convierte también, al mismo tiempo, en la suma de los nexos que conectan entre sí, "por milagro", a los individuos privados, definidos precisamente por su independencia o carencia de comunidad. Sería un reino de "fetiches": objetos que, "a espaldas" de los productores/consumidores, y antes de que éstos tengan nada que ver en concreto el uno con el otro, les asegura sin embargo el mínimo indispensable de socialidad abstracta que requiere su actividad. A diferencia de esta cosificación mercantil simple, la cosificación mercantil-capitalista o enajenación se muestra como el proceso histórico mediante el cual la acción del Azar, en calidad de instancia rectora de la socialización mercantil básica, viene a ser interferida (limitada y desviada) por un dispositivo —una relación de explotación disfrazada de intercambio de equivalentes (salario por fuerza de trabajo)— que hace de la desigualdad en la propiedad de los medios de producción el fundamento de un destino asegurado de dominio de una clase social sobre otra. En consecuencia, también el fetichismo de las mercancías capitalistas sería

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diferente del fetichismo mercantil elemental. Lejos de ser un medium imparcial —lo mismo en el plano "natural" o de conexión del sujeto como productor consigo mismo como consumidor, que en el "sobre-natural" o de conexión entre los innumerables ejemplares del sujeto mercantil, los propietarios privados individuales o colectivos—, el "mundo de las mercancías" marcado por el capitalismo impone una tendencia estructural no sólo en el enfrentamiento de la oferta y la demanda de bienes producidos, sino también en el juego de fuerzas donde se anuda la red de la socialización abstracta: es favorable a toda actividad y a toda institución que la atraviese en el sentido de su dinámica dominante (D —M—[D + d]) y es hostil a todo lo que pretenda hacerlo en contra de ella. La

diferenciación

del

productivismo

específicamente

capitalista respecto de los otros productivismos conocidos a lo largo de la historia económica que se ha desenvuelto en las condiciones de la escasez. Su definición como la necesidad que tiene la vida económica capitalista de "producir por y para la producción misma", y no con

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finalidades exteriores a ella, sea, sólo en la medida en que reencauza lo más pronto posible la mayor parte posible del plusvalor explotado hacia la esfera productiva, la riqueza constituida como capital puede afirmarse efectivamente como tal y seguir existiendo. El descubrimiento de la destructividad que caracteriza esencialmente a la única vía que la reproducción capitalista de la riqueza social puede abrir para el advenimiento ineludible de la revolución tecnológica moderna, para su adopción y funcionalización pro ductivo/consuntiva. La "ley general de la acumulación capitalista" —desarrollada, como conclusión teórica central del discurso crítico de Marx sobre la economía política, a partir de la distinción elemental entre capital constante y capital variable y el examen de la composición orgánica del capital— hace evidentes la generación y la reproducción inevitables de un "ejército industrial de reserva ", la condena de una parte del cuerpo social al status de excedente, prescindible y por tanto eliminable. Esboza la imagen de la vida económica regida por la reproducción del capital como la de un organismo

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poseído por una folía indetenible de violencia auto-agresiva. La localización del fundamento del progresismo tecnológico capitalista en la necesidad (ajena de por sí a la lógica de la forma capitalista pura) de los múltiples conglomerados particulares de capital de competir entre sí por la "ganacia extraordinaria". A diferencia de la renta de la tierra, esta ganancia sólo puede alcanzarse mediante la monopolización más o menos duradera de una innovación técnica capaz de incrementar la productividad de un determinado cen tro de trabajo y de fortalecer así en el mercado, por encima de la escala establecida, la competitividad de las mercancías producidas en él. La explicación del industrialismo capitalista —esa tendencia arrolladora a reducir la importancia relativa de los medios de producción no producidos (los naturales o del campo), en beneficio de la que tienen los medios de producción cuya existencia se debe casi exclusivamente al trabajo humano (los artificiales o de la ciudad)— como el resultado de la competencia por la apropiación de la ganancia extraordinaria que entablan los dos polos de propiedad monopólica a los

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que el conjunto de los propietarios capitalistas tiene que reconocerle derechos en el proceso de determinación de la ganancia media. Asentada sobre los recursos y las disposiciones más productivas de la naturaleza, la propiedad sobre la tierra defiende su derecho tradicional a convertir al fondo global de ganancia extraordinaria en el pago por ese dominio, en renta de la tierra. La única propiedad que está en capacidad de impugnar ese derecho y que, a lo largo de la historia moderna, ha impuesto indeteniblemente el suyo propio es la que se asienta en el dominio, más o menos duradero, sobre una innovación técnica de los medios de producción industriales. Es la propiedad que obliga a convertir una parte cada vez mayor de la ganacia extraordinaria en un pago por su dominio sobre este otro "territorio", en una "renta tecnológica". Tesis 4 Los rasgos característicos de la vida moderna Cinco fenómenos distintivos del proyecto de modernidad que prevalece se prestan para ordenar en torno a ellos, y

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sobre todo a las ambivalencias que en cada uno se pretenden superadas, las innumerables marcas que permiten reconocer a la vida moderna como tal. El

Humanismo.

No

se

trata

solamente

del

antropocentrismo, de la tendencia de la vida humana a crear para sí un mundo (cosmos) autónomo y dotado de una autosuficiencia relativa respecto de lo Otro (el caos). Es, más bien, la pretensión de la vida humana de supeditar la realidad misma de lo Otro a la suya propia; su afán de constituirse, en tanto que Hombre o sujeto independiente, en calidad de fundamento de la Naturaleza, es decir, de todo lo infra-, sobre- o extra-humano, convertido en puro objeto, en mera contraparte suya. Aniquilación o expulsión permanente del caos —lo que implica al mismo tiempo una eliminación o colonización siempre renovada de la Barbarie—, el humanismo afirma un orden e impone una civilización que tienen su origen en el triunfo aparentemente definitivo de la técnica racionalizada sobre la técnica mágica. Se trata de algo que puede llamarse "la muerte de la primera mitad de Dios" y que consiste en la abolición de lo divino-numinoso en su

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calidad de garantía de la efectividad del campo instrumental de la sociedad. Dios, como fundamento de la necesidad del orden cósmico, como prueba fehaciente del pacto entre la comunidad que sacrifica y lo Otro que accede, deja de existir. Si antes la productividad era puesta por el compromiso o contrato establecido con una voluntad superior, arbitraria pero asequible a través de ofrendas y conjuros, ahora es el resultado del azar o la casualidad, pero en tanto que éstos son susceptibles de ser "domados" y aprovechados por el poder de la razón instrumentalista. Se trata, en esta construcción de mundo humanista —que obliga a lo otro a comportarse como Naturaleza, es decir, como el conjunto de reservas (Bestand) de que dispone el Hombre—, de una hybris o desmesura cuya clave está en la efectividad práctica tanto del conocer que se ejerce como un "trabajo intelectual" de apropiación de lo que se tiene al frente como de la modalidad matemático-cuantitativa de la razón que él emplea. El buen éxito económico de su estrategia como animal rationale en la lucha contra la Naturaleza convence al Hombre de su calidad de sujeto,

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fundamento o actividad autosuficiente, y lo lleva a enseñorearse como tal sobre el conjunto del proceso de reproducción social: sobre todos los elementos (de la simple naturaleza humanizada, sea del cuerpo individual o del territorio común, al más elaborado de los instrumentos y comportamientos), sobre todas las funciones (de la más material, pro-creativa o productiva, a la más espiritual, política o estética) y sobre todas las dimensiones (de la más rutinaria y automática a la más extraordinaria y creativa) del mismo. El racionalismo moderno, la reducción de la especificidad de lo humano al desarrollo de la facultad raciocinante y la reducción de ésta al modo en que ella se realiza en la práctica puramente técnica o instrumentalizadora del mundo, es así el modo de manifestación más directo del humanismo propio de la modernidad capitalista. El progresismo. La historicidad es una característica esencial de la actividad social; la vida humana sólo es tal porque se interesa en el cambio al que la somete el transcurso del tiempo; porque lo asume e inventa disposiciones ante su

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inevitabilidad. Dos procesos coincidentes pero de sentido contrapuesto constituyen siempre a la transformación histórica: el proceso de in-novación o sustitución de lo viejo por lo nuevo y el proceso de re-novación o restauración de lo viejo como nuevo. El progresismo consiste en la afirmación de un modo de historicidad en el cual, de estos dos procesos, el primero prevalece y domina sobre el segundo. En términos estrictamente progresistas, todos los dispositivos, prácticos y discursivos, que posibilitan y conforman el proceso de reproducción de la sociedad — desde los procedimientos técnicos de la producción y el consumo, en un extremo, hasta los ceremoniales festivos, en el otro, pasando (con intensidad y aceleración decrecientes) por los usos del habla y los aparatos conceptuales, e incluso por los esquemas del gusto y la sociabilidad— se encuentran inmersos en un movimiento de cambio indetenible que los llevaría de lo atrasado a lo adelantado, "de lo defectuoso a lo insuperable". "Modernista", el progresismo puro se inclina ante la novedad innovadora como ante un valor positivo absoluto;

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por ella, sin más, se accedería de manera indefectible hacia lo que siempre es mejor: el incremento de la riqueza, la profundización de la libertad, la ampliación de la justicia, en fin, el perfeccionamiento de la civilización. En general, su experiencia del tiempo es la de una corriente no sólo continua

y

rectilínea

sino

además

cualitativamente

ascendente, sometida de grado a la atracción irresistible que el futuro ejerce por sí mismo en tanto que sede de la excelencia. Lejos de centrar la perspectiva temporal en el presente, como lo haría de acuerdo con la crítica del conservadurismo cristiano, el presente se encuentra en él siempre ya rebasado, vaciado de contenido por la prisa del fluir temporal, sólo tiene una realidad instantánea, evanescente. El consumismo de la vida moderna puede ser visto como un intento desesperado de atrapar el presente que pasa ya sin aún haber llegado; de compensar con una aceleración obsesiva del consumo de más y más valores de uso lo que es una imposibilidad del disfrute de uno solo de los mismos. Expropiado de su presente, el ser humano progresista tampoco puede recurrir al pasado; carente de

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realidad propia, éste no es más que aquel residuo del presente que es capaz aún de ofrecer resistencia a la succión del futuro. El urbanicismo. Es la forma elemental en que adquieren concreción espontánea los dos fenómenos anteriores, el humanismo y el progresismo. La constitución del mundo de la vida como sustitución del Caos por el Orden y de la Barbarie por la Civilización se encauza a través de ciertos requerimientos especiales. Éstos son los del proceso de construcción de una entidad muy peculiar: la Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano. Se trata de una absolutización

del citadinismo

propio

del

proceso

civilizatorio, que lo niega y lo lleva al absurdo al romper la dialéctica entre lo rural y 10 urbano. Es un proceso que tiende a concentrar monopólicamente en el plano geográfico los cuatro núcleos principales de gravitación de la actividad social específicamente moderna: a) el de la industrialización del trabajo productivo; b) el de la potenciación comercial y financiera de la circulación mercantil; c) el de la puesta en crisis y la refuncionalización

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de las culturas tradicionales, y d) el de la estatalización nacionalista de la actividad política. Es el progresismo, pero transmutado a la dimensión espacial; la tendencia a construir y reconstruir el territorio humano como la materialización incesante del tiempo del progreso. Afuera, como reducto del pasado, dependiente y dominado, separado de la periferia natural o salvaje por una frontera inestable: el espacio rural, el mosaico de recortes agrarios dejados o puestos por la red de interconexiones urbanas, el lugar del tiempo agonizante o apenas vitalizado por contagio. En el cen tro, la city o el down town, el lugar de la actividad incansable y de la agitación creativa, el "abismo en el que se precipita el presente" o el sitio donde el futuro brota o comienza a realizarse. Y en el interior, desplegada entre la periferia y el núcleo, la constelación de conglomerados citadinos de muy distinta magnitud, función e importancia, unidos entre sí por las nervaduras del sistema de comunicación: el espacio urbano, el lugar del tiempo vivo que repite en su traza la espiral centrípeta de la aceleración futurista y reparte así topográficamente la jerarquía de la independencia y el

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dominio. El individualismo. Es una tendencia del proceso de socialización de los individuos, de su reconocimiento e inclusión como miembros funcionalizables del género humano. Consiste en privilegiar la constitución de la identidad individual a partir de un centro de sintetización abstracto:

su

existencia

en

calidad

de propietarios

(productores/consumidores) privados de mercancías, es decir, en calidad de ejemplares de una masa anónima o carente de definición cualitativa, e integrados en la pura exterioridad. Se trata de una constitución de la persona que se impone a través, e incluso en contra, de todas aquellas fuentes de socialización concreta del individuo —unas tradicionales, otras nuevas— que son capaces de generar para

él

identidades comunitarias

cualitativamente

diferenciadas y en interioridad. Una constitución en la que pueden distinguirse dos momentos: uno, en el que la substancia natural-cultural del individuo se parte en dos, de tal manera que éste, en tanto que facultad soberana de disponer sobre las cosas (en tanto que alma limpia de

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afecciones hacia el valor de uso), se enfrenta a sí mismo como si fuera un objeto de su propiedad (como un "cuerpo" que "se tiene", como un aparato exterior, compuesto de facultades y apetencias); y otro, en el que, sobre la base del anterior, la oposición natural complementaria del cuerpo íntimo del individuo al cuerpo colectivo de la comunidad en la vida cotidiana, es sustituida y representada por la contradicción entre lo privado y lo público —entre la necesidad de ahorrar energía de trabajo y la necesidad de realizar el valor mercantil— como dos dimensiones incompatibles entre sí, que se sacrifican alternadamente, la una en beneficio de la otra. Originado en la muerte de "la otra mitad de Dios" —la de su divinidad como dimensión cohesionadora de la comunidad —, es decir, en el fracaso de la metamorfosis arcaica de lo político como religioso, el individualismo conduce a que la necesidad social moderna de colmar esa ausencia divina y a la vez reparar esa desviación teocrática de lo político sea satisfecha

mediante una

re-sintetización

puramente

funcional de la substancia social, es decir, de la singularidad

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cualitativa del mundo de la vida. A que la exigencia de la comunidad de afirmarse y reconocerse en una figura real y concreta sea acallada mediante la construcción de un sustituto de concreción puramente operativa, la figura artificial de la Nación. Entidad de consistencia derivada, que responde a la necesidad de la empresa estatal de marcar ante el mercado mundial la especificidad de las condiciones físicas y humanas que ha monopolizado para la acumulación de un cierto conglomerado de capitales, la Nación de la modernidad capitalista descansa en la confianza, entre ingenua y autoritaria, de que dicha identidad concreta se generará espontáneamente, a partir de los restos de la "nación natural" que ella misma niega y desconoce, en virtud de la mera aglomeración o re-nominación de los individuos abstractos, perfectamente libres (=desligados), en ca lidad de socios

de

la

empresa

estatal,

de

compatriotas

o

connacionales (volksgenosse). El relativismo cultural —que afirma la reductibilidad de las diferentes versiones de lo humano, y para el que "todo en definitiva es lo mismo"— y el nihilismo ético —que

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denuncia el carácter arbitrario de toda norma de comportamiento, y para el que "todo está permitido "— caracterizan a la plataforma de partida de la construcción moderna

del

mundo

social.

El

uno

resulta

del

desvanecimiento de la garantía divina para la asimilación de la esencia humana a una de sus figuras particulares; el otro, de la consecuente emancipación de la vida cotidiana respecto de las normaciones arcaicas del código de comportamiento social. Comprometido con ambos, el individualismo capitalista los defiende con tal intensidad, que llega a invertir el sentido de su defensa: absolutiza el relativismo —reprime la reivindicación de las diferencias— como condición de la cultura nacional y naturaliza el nihilismo —reprime el juicio moral—como condición de la vida civilizada. El economicismo. Consiste en el predominio determinante de la dimensión civil de la vida social —la que constituye a los individuos como burgueses o propietarios privados— sobre la dimensión política de la misma —la que personifica a los individuos como ciudadanos o miembros de la

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república. Se trata de un predominio que exige la supeditación del conjunto de las decisiones y disposiciones políticas a aquellas que corresponden particularmente a la política económica. La masa de la población nacional queda así involucrada en una empresa histórico-económica, el Estado, cuyo contenido central es "el fomento del enriquecimiento común " como incremento igualitario de la suma de las fortunas privadas en abstracto. El economicismo se origina en la oportunidad que abre el fundamento de la modernidad de alcanzar la igualdad, en la posibilidad de romper con la transcripción tradicionalmente inevitable de las diferencias cualitativas interindividuales como gradaciones en la escala de una jerarquía del poder. El economicismo reproduce, sin embargo, sistemáticamente, la desigualdad. "Tanto tienes, tanto vales", la pertinencia de esta fórmula abstracta e imparcial, con la que el economicismo pretende poseer el secreto de la igualdad, descansa sobre la vigencia de la "ley del valor por el trabajo" como dispositivo capaz de garantizar una "justicia distributiva ", un reparto equitativo de la riqueza. Sin

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embargo, la puesta en práctica de la "ley del valor", lleva al propio economicismo, contradictoriamente, a aceptar y defender la necesidad de su violación; debe aceptar, por encima de ella, que la propiedad sobre las cosas no se deja reducir a la que se genera en el trabajo individual. Tiene que hacer de ella una mera orientación ocasional, un principio de coherencia que no es ni omniabarcante ni todopoderoso; tiene que reconocer que el ámbito de acción de la misma, aunque es central e indispensable para la vida económica moderna, está allí justamente para ser rebasado y utilizado por parte de otros poderes que se ejercen sobre la riqueza y que nada tienen que ver con el que proviene de la formación del

valor

por

el

trabajo.

Tiene

que

afirmarse,

paradójicamente, en la aceptación del poder extraeconómico de los señores de la tierra, del dinero y de la tecnología. Tesis 5 El capitalismo y la ambivalencia de lo moderno La presencia de la modernidad capitalista es ambivalente en sí misma. Encomiada y detractada, nunca su elogio puede

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ser puro como tampoco puede serlo su denuncia; justo aquello que motiva su encomio es también la razón de su condena. La ambivalencia de la modernidad capitalista proviene de lo siguiente: paradójicamente, el intento más radical que registra la historia de interiorizar el fundamento de la modernidad —la conquista de la abundancia, emprendida por la civilización occidental europea— sólo pudo llevarse a cabo mediante una organización de la vida económica que parte de la negación de ese fundamento. El modo capitalista de reproducción de la riqueza social requiere, para afirmarse y mantenerse en cuanto tal, de una infrasatisfacción

siempre

renovada

del conjunto

de

necesidades sociales establecido en cada caso. La "ley general de la acumulación capitalista" establecida por Marx en el paso culminante de su desconstrucción teórica de la economía política —el discurso científico moderno por excelencia en lo que atañe a la realidad humana— lo dice claramente (después de mostrar la tendencia al crecimiento de la "composición orgánica del capital", la preferencia creciente del capital a invertirse en medios de producción y

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no en fuerza de trabajo): El desarrollo de la capacidad productiva de la sociedad reduce progresivamente la proporción en que se encuentra la masa de fuerza de trabajo que debe gastarse respecto de la efectividad y la masa de sus medios de producción: esta ley se expresa, en condiciones capitalistas —donde no es el trabajador el que emplea los medios de trabajo, sino éstos los que emplean al trabajador —, en el hecho de que, cuanto mayor es la capacidad productiva del trabajo, tanto más fuerte es la presión que la población de los trabajadores ejerce sobre sus oportunidades de ocupación, tanto más insegura es la condición de existencia del trabajador asalariado, la venta de la fuerza propia en bien de la multiplicación de la riqueza ajena o autovalorización del capital. El hecho de que los medios de producción y la capacidad productiva del trabajo crecen más rápidamente que la población productiva se expresa, de manera capitalista, a la inversa: la población de los trabajadores crece siempre más rápidamente que la necesidad de valorización del capital.6 6 Das Kapitah Kritik der politischen Oekonomie, Erster Band, Hamburgo, 1867, pp. 631-632.

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Sin una población excedentaria, la forma capitalista pierde su función mediadora —desvirtuante pero posibilitante— dentro del proceso de producción/consumo de los bienes sociales. Por ello, la primera tarea que cumple la economía capitalista es la de reproducir la condición de existencia de su propia forma: construir y reconstruir incesantemente una escasez artificial, justo a partir de las posibilidades renovadas de la abundancia. La civilización europea emprende la aventura de conquistar y asumir el nuevo mundo prometido por la re-fundamentación material de la existencia histórica; el arma que emplea es la economía capitalista. Pero el comportamiento de ésta, aunque es efectivo, es un comportamiento doble. Es una duplicidad que se repite de manera particularizada en todas y cada una de las peripecias que componen esa aventura: el capitalismo provoca en la civilización europea el diseño esquemático de un modo no sólo deseable sino realmente posible de vivir la vida humana, un proyecto dirigido a potenciar las oportunidades de su libertad; pero sólo lo hace para obligarle a que, con el mismo trazo, haga de ese diseño una composición irrisoria, una

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burla de sí misma. A un tiempo fascinantes e insoportables, los hechos y las cosas de la modernidad dominante manifiestan bajo la forma de la ambivalencia aquello que constituye la unidad de la economía capitalista: la contradicción irreconciliable entre el sentido del proceso concreto de trabajo/disfrute (un sentido "social-natural"), por un lado, y el sentido del proceso abstracto de valorización/acumulación (un sentido "social-enajenado"), por otro. La descripción, explicación y crítica que Marx hace del capital —de la "riqueza de las naciones" en su forma histórica capitalista—permite desconstruir teóricamente, es decir, comprender la ambivalencia que manifiestan en la experiencia cotidiana los distintos fenó menos característicos de la modernidad dominante. Según él, la forma o el modo capitalista de la riqueza social — de su producción, circulación y consumo— es la mediación ineludible, la única vía que las circunstancias históricas abrieron para el paso de la posibilidad de la riqueza moderna a su realidad efectiva; se trata sin embargo

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de una vía que, por dejar fuera de su cauce cada vez más posibilidades entre todas las que está llamada a conducir, hace de su necesidad una imposición y de su servicio una opre sión. Como donación de forma, la mediación capitalista implica una negación de la substancia que se deja determinar por ella; pero la suya es una negación débil. En lugar de avanzar hasta encontrar una salida o "superación dialéctica" a la contradicción en que se halla con las posibilidades de la riqueza moderna, sólo alcanza a neutralizarla dentro de figuras que la resuelven falsa o malamente y que la conservan así de manera cada vez más intrincada. Indispensable para la existencia concreta de la riqueza social moderna, la mediación capitalista no logra sin embargo afirmarse como condición esencial de su existencia, no alcanza a sintetizar para ella una figura verdaderamente nueva. La totalidad que configura con ella, incluso cuando penetra realmente en su proceso de reproducción y se expande como condición técnica de él, es fruto de una totalización forzada; mantiene una polaridad contradictoria: está hecha de relaciones de subsunción o subordinación de

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la riqueza "natural" a una forma que se le impone. El proceso de trabajo o de producción de objetos con valor de uso genera por sí mismo nuevos principios cualitativos de complementación entre la fuerza de trabajo y los medios de producción; esbozos de acoplamiento que tienden a despertar en la red de conexiones técnicas que los une, por debajo y en contra de su obligatoriedad y su utilitarismo tradicionales, la dimensión lúdica y gratuita que ella reprime en sí misma. Sin embargo, su actividad no puede cumplirse en los hechos, si no obedece a un principio de complementación de un orden diferente, que deriva de la producción (explotación) de plusvalor. Según este principio, la actividad productiva —la conjunción de los dos factores del proceso de trabajo— no es otra cosa que una inversión de capital, la cual no tiene otra razón de ser que la de dar al capital variable (el que representa en términos de valor a la capacidad productiva del trabajador) la oportunidad de que, al reproducirse, cause el engrosamiento del capital constante (el que representa en el plano del valor a los medios de producción del capitalista).

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De esta manera, el principio unitario de complementación que rige la conjunción de la fuerza de trabajo con los medios de producción y que determina realmente la elección de las técnicas productivas en la economía capitalista encierra en sí mismo una con tradicción. No puede aprovechar las nuevas posibilidades de ese acoplamiento productivo sin someter a los dos protagonistas a una reducción que hace de ellos meros dispositivos de la valorización del valor. Pero tampoco puede fomentar esta conjunción como una coincidencia de los factores del capital destinada a la explotación de plusvalor sin exponerla a los peligros que trae para ella la resistencia cualitativa de las nuevas relaciones técnicas entre el sujeto y el objeto de la producción. Igualmente, el proceso de consumo de objetos producidos crea por sí mismo nuevos principios de disfrute que tienden a hacer de la relación técnica entre necesidad y medios de satisfacción un juego de correspondencias. De hecho, sin embargo, el consumo moder no acontece únicamente si se deja guiar por un principio de disfrute diametralmente opuesto: el que deriva del "consumo productivo" que

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convierte al plusvalor en pluscapital. Según éste, la apropiación tanto del salario como de la ganancia no tiene otra razón de ser que la de dar al valor producido la oportunidad de que, al realizarse en la adquisición de mercancías, cause la reproducción (conminada a ampliar su escala) del capital. El principio capitalista de satisfacción de las necesidades es así, él también, intrínsecamente contradictorio: para aprovechar la diversificación de la relación técnica entre necesidades y satisfactores, tiene que violar su juego de equilibrios cualitativos y someterlo a los plazos y a las prioridades de la acumulación de capital; a su vez, para ampliar y acelerar esta acumulación, tiene que provocar la efervescencia "caótica e incontrolable " de ese proceso diversificador. En la economía capitalista, para que se produzca cualquier cosa, grande o pequeña, simple o compleja, material o espiritual, lo único que hace falta es que su producción sirva de vehículo a la producción de plusvalor. Asimismo, para que cualquier cosa se consuma, usable o utilizable, conocida o exótica, vital o lujosa, lo único que se requiere es que la

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satisfacción que ella proporciona esté integrada como soporte de la acumulación del capital. En un caso y en otro, para que el proceso técnico tenga lugar es suficiente (y no sólo necesario) que su principio de realización "socialnatural" esté transfigurado o "traducido" fácticamente a un principio de orden diferente, "social-enajenado ", que es esencialmente incompatible con él —pues lo restringe o lo exagera necesariamente—: el principio de la actividad valorizadora del valor. Con la producción y el consumo sumados a la circulación, el ciclo completo de la reproducción de la riqueza social moderna se constituye como una totalización que unifica de manera forzada en un solo

funcionamiento

(en

un

mismo

lugar

y

simultáneamente), al proceso de reproducción de la riqueza social "natural" con el proceso de reproducción (ampliada) del capital. De acuerdo con lo anterior, la dinámica profunda que el proceso capitalista de reproducción de la riqueza social aporta al devenir histórico moderno proviene del itinerario de re-polarizaciones y re-composiciones intermitentes que

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sigue, dentro de él, su contradicción inherente: la exclusión u horror recíproco entre su substancia trans-histórica, es decir, su forma primera o "natural" de realización o ejecución, y una forma de segundo grado, artificial pero necesaria, según la cual se cumple como puro proceso de "autovalorización del valor ". Tesis 6 Las distintas modernidades y los distintos modos de presencia del capitalismo Las distintas modernidades o los distintos modelos de modernidad que compitieron entre sí en la historia anterior al establecimiento de la modernidad capitalista, así como los que compiten ahora como variaciones de ésta, son modelos que componen su concre ción efectiva en referencia a las muy variadas posibilidades de presencia del hecho real que conocemos como capitalismo. Sobre el plano sincrónico, las fuentes de diversificación de esta realidad parecen ser al menos tres, que es necesario distinguir: Su amplitud: la extensión relativa en que el

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variado conjunto de la vida económica de una sociedad se encuentra intervenida por su sector sometido a la reproducción del capital; el carácter exclusivo, dominante o simplemente participativo del mismo en la reproducción de la riqueza social. Según este criterio, la vida económica de una entidad sociopolítica e histórica puede presentar magnitudes muy variadas de pertenencia a la vida económica dominante del planeta, globalizada por la acumulación capitalista. Ámbitos en los que rigen otros modos de producción —e incluso de economía— pueden coexistir en ella con el ámbito capitalista; pueden incluso dominar sobre él, aunque la densidad o "calidad" de capitalismo que éste pueda demostrar sea muy alta. Su densidad: la intensidad relativa con que la forma o modo capitalista subsume al proceso de reproducción de la riqueza social. Según este criterio, el capitalismo puede dar forma o modificar la "economía" de la sociedad sea como un hecho exclusivo de la esfera de la circulación de los bienes

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producidos o como un hecho que trastorna también la esfera de la producción/consumo de los mismos. En este segundo caso, el efecto del capitalismo es a su vez diferente según se trate de un capitalismo solamente "formal" o de un capitalismo substancial ( "real") o propio de la estructura técnica de ese proceso de producción/consumo. Su tipo diferencial: la ubicación relativa de la economía de una sociedad dentro de la geografía polarizada de la economía mundial. Más o menos centrales o periféricas, las tareas diferenciales de las múltiples economías particulares dentro del esquema capitalista internacional

de

especialización del trabajo"

técnica

llegan

a

o

"división

despertar

una

modificación en la vigencia misma de las leyes de la acumulación del capital, un "desdoblamiento" del modelo capitalista en distintas versiones complementarias de sí mismo. En el eje diacrónico, la causa de la diversificación de la realidad capitalismo parece encontrarse en el cambio correlativo de predominio que tiene lugar en la gravitación

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que ejercen a lo largo del tiempo los dos polos principales de distorsión monopólica de la esfera de la circulación mercantil: la propiedad de los recursos naturales ("tierra") y la propiedad del secreto tecnológico. No justificada por el trabajo sino impuesta por la fuerza, a manera del viejo dominio medieval, la propiedad de estos "medios de producción no producidos" u objetos "sin valor pero con precio" interviene de manera determinante en el proceso que convierte al conjunto de los valores —propio de la riqueza social existente en calidad de producto— en el conjunto de los precios—propio de la misma riqueza cuando pasa a existir en calidad de bien. Sea amplia o restringida, densa o enrarecida, central o periférica, la realidad del capitalismo gravita sobre la historia moderna de los últimos cien años bajo la forma de un combate desigual entre estos dos polos de distorsión de las leyes del mercado. Todo parece indicar que la tendencia irreversible que sigue la historia de la economía capitalista — y que afecta considerablemente a las otras historias diferenciales de la época— es la que lleva al predominio

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abrumador de la propiedad de la "tecnología" sobre la propiedad de la "tierra", como propiedad que fundamenta el derecho a las ganancias extraordinarias. Tesis 7 El cuádruple ethos de la modernidad capitalista La forma objetiva del mundo moderno, la que debe ser asumida ineludiblemente en términos prácticos por todos aquellos que aceptan vivir en referencia a ella, se encuentra dominada por la presencia de la realidad o el hecho capitalista; es decir, en última instancia, por un conflicto permanente entre la dinámica de la "forma social-natural " de la vida social y la dinámica de la reproducción de su riqueza como "valorización del valor" —conflicto en el que una y otra vez la primera debe sacrificarse a la segunda y ser subsumida por ella. Si esto es así, asumir el hecho capitalista como condición necesaria de la existencia práctica de todas las cosas consiste en desarrollar un ethos o comportamiento espontáneo capaz de integrarlo como inmediatamente aceptable, como la base de una "armonía" usual y segura de

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la vida cotidiana. Cuatro parecen ser los ethe puros o elementales sobre los que se construyen las distintas espontaneidades complejas que los seres humanos le reconocen en su experiencia cotidiana al mundo de la vida posibilitado por la modernidad capitalista. Una primera manera de tener por "natural" el hecho capitalista es la del comportamiento que se desenvuelve dentro de una actitud de identificación afirmativa y militante con la pretensión que tiene la acumulación del capital no sólo de representar fielmente los intereses del proceso "social-natural" de reproducción, cuando en verdad los reprime y deforma, sino de estar al servicio de la potenciación del mismo. Valorización del valor y desarrollo de las fuerzas productivas serían, dentro de esta espontaneidad, más que dos dinámicas coincidentes, una sola, unitaria. A este ethos elemental lo podemos llamar realista por su carácter afirmativo no sólo de la eficacia y la bondad insuperables del mundo establecido o "realmente existente", sino de la imposibilidad de un mundo alternativo.

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Una segunda forma de naturalizar lo capitalista, tan militante como la anterior, implica la identificación de los mismos dos términos, pero pretende ser una afirmación de todo lo contrario: no del valor sino justamente del valor de uso. La "valorización" aparece para ella plenamente reductible a la "forma natural". Resultado del "espíritu de empresa", no sería otra cosa que una variante de la misma forma, puesto que este espíritu sería, a su vez, una de las figuras o sujetos que hacen de la historia una aventura permanente, lo mismo en el plano de lo humano que en el de la vida en general. Aunque

fuera

probablemente

perversa,

como

la

metamorfosis del Ángel necesariamente caído en Satanás, esta metamorfosis del "mundo bueno" o de "forma natural" en "infierno" capitalista no dejaría de ser un "momento" del "milagro" que es en sí misma la Creación. Esta peculiar manera de vivir con el capitalismo, que se afirma en la medida en que lo transfigura en su contrario, sería propia del ethos romántico. Una tercera manera, que puede llamarse clásica, de asumir como espontánea la subsunción del proceso de la vida social

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a la historia del valor que se valoriza, consistiría en vivirla como una necesidad trascendente, es decir, como un hecho que rebasa el margen de acción que corresponde a lo humano. Bendición por un lado, fruto de una armonía, y maldición por otro, fruto de un conflicto, la combinación de lo natural y lo capitalista es vista como un hecho metafísico distante o presupuesta como un destino clausurado cuya clausura justamente abre la posibilidad de un mundo a la medida de la condición humana. Para ella, toda actitud en pro o en contra de lo establecido que sea una actitud militante en su entusiasmo o su lamento y tenga pretensiones de eficacia decisiva —en lugar de reconocer sus límites (con el distanciamiento y la ecuanimidad de un racionalismo

estoico)

dentro

de

la dimensión

del

comprender— resulta ilusa y superflua. Una cuarta manera de interiorizar al capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana completaría el cuádruple sistema elemental del ethos prevaleciente en la modernidad establecida. El arte barroco puede prestarle su nombre porque, como él —que en el empleo del canon formal

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incuestionable encuentra la oportunidad de despertar el conjunto de gestos petrificado en él, de revitalizar la situación en la que se constituyó como negación y sacrificio de lo otro—, ella también es una "aceptación de la vida hasta en la muerte". Es una estrategia de afirmación de la "forma natural" que parte paradójicamente de la experiencia de la misma como sacrificada, pero que —"obedeciendo sin cumplir" las consecuencias de su sacrificio, convirtiendo en "bueno" al "lado malo" por el que "avanza la historia"— pretende reconstruir lo concreto de ella a partir de los restos dejados por la abstracción devastadora, re-inventar sus cualidades planteándolas como "de segundo grado", insuflar de manera subrepticia un aliento indirecto a la resistencia que el trabajo y el disfrute de los "valores de uso" ofrecen al dominio del proceso de valorización. Como es comprensible, ninguno de estos cuatro ethe que conforman el sistema puro de "usos y costumbres" o el "refugio y abrigo" civilizatorio elemental de la modernidad capitalista se da nunca de manera exclusiva; cada uno aparece siempre combinado con los otros, de manera

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diferente según las circunstancias, en la vida efectiva de las distintas "construcciones de mundo" modernas. Puede, sin embargo, jugar un papel dominante en esa composición, organizar su combinación con los otros y obligarlos a traducirse a él para hacerse manifiestos. Sólo en este sentido relativo sería de hablar, por ejemplo, de una "modernidad clásica" frente a otra "romántica" o de una "mentalidad realista" a diferencia de otra "barroca". Provenientes de distintas épocas de la modernidad, es decir, referidos a distintos impulsos sucesivos del capitalismo —el mediterráneo, el nórdico, el occidental y el centroeuropeo—, los distintos ethe modernos configuran la vida social contemporánea desde diferentes estratos "arqueológicos" o de decantación histórica. Cada uno ha tenido así su propia manera de actuar sobre la sociedad y una dimensión preferente de la misma desde donde ha expandido su acción. Definitiva y generalizada habrá sido así, por ejemplo, la primera impronta, la de "lo barroco", en la tendencia de la civilización moderna a revitalizar el código de la tradición occidental europea después de cada nueva oleada destructiva

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proveniente del desarrollo capitalista. Como lo será igualmente la última impronta, la "romántica", en la tendencia de la política moderna a tratar a la legalidad del proceso económico en calidad de materia maleable por la iniciativa de los grandes pueblos o los grandes hombres. Por otro lado, esta disimultaneidad en la constitución y la combinación de los distintos ethe es también la razón de que ellos se repartan de manera sistemáticamente desigual, en un complicado juego de afinidades y repugnancias, sobre la geografía del planeta modernizado por el occidente capitalista; de que, por arriesgar un ejemplo, lo otro aceptado por el "noroccidente realista" sea más lo "romántico" que lo "barroco" mientras que lo otro reconocido por el "sur barroco" sea más lo "realista" que lo "clásico". Tesis 8 Occidente europeo y modernidad capitalista Paráfrasis de lo que Marx decía acerca del oro y de su función di neraria en la circulación mercantil: Europa no es moderna "por naturaleza"; la modernidad, en cambio, sí es

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europea "por naturaleza". Europa

aparece

a

la

mirada

retrospectiva

como

constitutivamente protomoderna, como predestinada a la modernidad. En efecto, cuando resultó necesario, ella, sus territorios y sus poblaciones, se encontraban especialmente bien preparados para darle una oportunidad real de despliegue al fundamento de la modernidad; ofrecían una situación favorable para que fuera asumido e interiorizado en calidad de principio reestructurador de la totalidad de la vida humana —y no desactivado y sometido a la sintetización social tradicional, como sucedió en el Oriente. Durante la Edad Media, la coincidencia y la interacción de al menos tres grandes realidades históricas —la construción del orbe civilizatorio europeo, la subordinación de la riqueza a la forma mercantil y la consolidación católica de la revolución cultural cristiana— conformaron en Europa una marcada predisposición a aceptar el reto que venía incluido en un acontecimiento largamente madurado por la historia: la inversión de la relación de fuerzas entre el ser humano y sus condiciones de reproducción.

221


En primer lugar, en la "economía-mundo" que se formaba en la Europa del siglo XII, la dialéctica entre la escasez de los medios de vida y el productivismo de la vida social había alcanzado sin duda el grado de complejidad más alto conocido hasta entonces en la historia del planeta. Varias eran las "zonas templadas " del planeta en donde la complejidad desmesurada del sistema que asegura la reproducción social al acoplar el esquema de las capacidades de producción con el de las necesidades de consumo no se presentaba solamente como un exceso excepcional, sino que constituía una condición generalizada de la existencia humana; en otras palabras, no faltaban regiones del planeta en las que —a diferencia de las "zonas tórridas", en donde la ineludible artificialidad de la vida humana no exigía demasiado de la naturaleza, de la vigencia de sus leyes — la vida del ser humano no podía tener lugar sin "hacer de su propio desarrollo una necesidad de la naturaleza ". 7 Pero, de todas ellas, el "pequeño continente " europeo era el único que se encontraba en plena "revolución civilizatoria", 7 K. Marx, Das Kapital, I., 5., I, p. 502: "macht seine eigene Entwicklung zu einer Naturnothwendigkeit".

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sometido al esfuerzo de construirse como totalidad concreta de fuerzas productivas; el único que disponía entonces del lugar funcional adecuado para aceptar y cultivar un acontecimiento que consiste justo y ante todo en una potenciación de la productividad del trabajo humano y por tanto en una ampliación de la escala en que tiene lugar ese metabolismo del cuerpo social. La zona europea, como orbe económico capaz de dividir regionalmente el trabajo con coherencia tecnológica dentro de unas fronteras geográficas imprecisas pero innegables, poseía ante todo la medida óptima para ser el escenario de tal acontecimiento. En segundo lugar, en la Europa que se gestaba, la mercantificación del proceso de circulación de la riqueza — con su instrumento elemental, el valor, y su operación clave, el intercambio por equivalencia— desbordaba los límites de esta esfera y penetraba hasta la estructura misma de la producción

y

el

consumo;

se

generalizaba

como

subordinación real del trabajo y el disfrute concretos a una necesidad proveniente de sólo una de sus dimensiones reales, de aquella dimensión en la que uno y otro existen

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abstractamente como simples actos de objetivación y desobjetivación de valor: a la necesidad de realización del valor de las mercancías en el mercado. El intercambio de equivalentes había dejado de ser uno más de los modos de transacción que coexistían y se ayudaban o estorbaban entre sí dentro de la realidad del mercado, y éste, por su parte, no se limitaba ya a ser solamente el vehículo del "cambio de manos" de los bienes una vez que habían sido ya producidos, a escenificar únicamente la circulación de aquella parte propiamente excedentaria de la riqueza. Había quedado atrás la época en que la circulación mercantil no era capaz de ejercer más que una "influencia exterior" o apenas deformante sobre el metabolismo del cuerpo social. Tendía ya a atravesar el espesor de ese "cambio de manos" de la mercadería, a promover y privilegiar (funcionando como mecanismo de crédito) el mercado de valores aún no producidos y a convertirse así en una mediación técnica indispensable de la reproducción de la riqueza social. La mercantificación de la vida económica europea, al cosificar al mecanismo de circulación de la riqueza en

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calidad de "sujeto" distribuidor de la misma, vaciaba lentamente a los sujetos políticos arcaicos, esto es, a las comunidades y a los señores, como sujetos políticos arcaicos, de su capacidad de injerencia tanto en la distribución de los bienes como en su producción/consumo. Desligaba, liberaba o emancipaba paso a paso al trabajador individual de sus obligaciones localistas y lo insertaba prácticamente, aunque fuera sólo en principio, en el universalismo del mercado mundial en ciernes. En tercer lugar, la transformación cristiana de la cultura judía,

que

sólo

pudo

cumplirse mediante

la

refuncionalización de lo occidental grecorromano y sólo pudo consolidarse en el sometimiento colonialista de las culturas germanas, había preparado la estructura mítica de la práctica y el discurso de las poblaciones europeas —en un diálogo contrapuntístico con la mercantificación de la vida cotidiana— para acompañar y potenciar el florecimiento de la modernidad. Los seres humanos vivían ya su propia vida como un comportamiento conflictivo de estructura esquizoide. En tanto que era un alma celestial, su persona

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sólo se interesaba por el valor; en tanto que era un cuerpo terrenal, en cambio, sólo tenía ojos para el valor de uso. Sobre todo, se sabían involucrados, como fieles, como miembros de la ecclesia, iguales en jerarquía los unos a los otros, en una empresa histórica que para ser colectiva tenía que ser íntima y viceversa. Era la empresa de la Salvación del género humano, el esfuerzo del viejo "pueblo de Dios" de la religión judía, pero ampliado o universalizado para todo el género humano, que era capaz de integrar a todos los destinos particulares de las comunidades autóctonas y de proponer un "sentido único" y una racionalidad (cuando no una lengua) común para todos ellos. Sin el antecedente de una proto-modernidad espontánea de la civilización occidental europea, el capitalismo —esa vieja modalidad mediterránea de comportamiento de la riqueza mercantil en su proceso de circulación— no habría podido constituirse como el modo dominante de reproducción de la riqueza social. Pero también a la inversa: sin el capitalismo, el fundamento de la modernidad no hubiera podido provocar la conversión de lo que sólo eran tendencias o

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prefiguraciones modernas del Occidente europeo en una forma desarrollada de la totalidad de la existencia social, en una modernidad efectiva. Para constituirse en calidad de modo peculiar de reproducción de la riqueza social, el capitalismo necesitó de lo europeo; una vez que estuvo constituido como tal (y lo europeo, por tanto, modernizado), pudo ya extenderse y planetarizarse sin necesidad de ese "humus civilizatorio" original, improvisando encuentros y coincidencias ad hoc con civilizaciones tendencialmente ajenas e incluso hostiles al fundamento mismo de toda modernidad. Para volverse una realidad efectiva, la esencia de la modernidad debió ser "trabajada" según las "afinidades electivas" entre la protomodernidad de la vida europea y la forma capitalista de la circulación de los bienes. Para que adopte nuevas formas efectivas, para que se desarrolle en otros sentidos, sería necesario que otras afinidades entre las formas civilizatorias y las formas económicas llegaran a cambiar la intención de ese "trabajo". Fenómeno originalmente circulatorio, el capitalismo ocupa

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toda

una

época

en

penetrar

a

la

esfera

de la

producción/consumo; necesita que los metales preciosos americanos lleven a la revaluación de las manufacturas europeas para descubrir que el verdadero fundamento de su posibilidad no está en el juego efímero con los términos del intercambio ultramarino, sino en la explotación de la fuerza de trabajo; que las verdaderas Indias están dentro de la economía propia (Correct your maps, Newcastle is Peru!). Es el periodo en que el orbe económico europeo se amplía y se contrae hasta llegar a establecer su medida definitiva; su núcleo central salta de sur a norte, de este a oeste, de una ciudad a otra, concentrando y repartiendo funciones. Es por ello la época en que la disputa entre los distintos proyectos posibles de modernidad se decide dificultosamente en favor del que demuestra mayor firmeza en el manejo del capitalismo como modo de producción. De aquel proyecto que es capaz ante todo de ofrecer una solución al problema que representa la resistencia a la represión, al sacrificio de las pulsiones, por parte del cuerpo tanto individual como comunitario; que es capaz de garantizar un comportamiento

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económico obsesivamente ahorrativo y productivista en virtud de que la cultura cristiana que le sirve de apoyo se ha despojado de la consistencia eclesial (mediterránea y judaica) de su religiosidad —perceptible de manera corporal y exterior para todos— y la ha reemplazado por una consistencia diferente, puramente individual (improvisada después de la destrucción de las comunidades germanas); en virtud de que su cristianismo ha hecho de la religiosidad un asunto imperceptible para los otros, pero presente en la interioridad psíquica de cada uno; una experiencia puramente imaginaria en la que el cumplimiento moral, convertido en auto-satisfacción, coincide con la norma moral, convertida en auto-exigencia. Tesis 9 Lo político en la modernidad: soberanía y enajenación Si lo que determina específicamente la vida del ser humano es su carácter político —el hecho de que configurar y reconfigurar su socialidad tiene para él preeminencia sobre la actividad básica con la que reproduce su animalidad—, la

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teoría de Marx en torno a la enajenación y el fetichismo es sin duda la entrada conceptual más decisiva a la discusión en torno a los nexos que es posible reconocer entre la modernidad y el capitalismo. Para no dejar de existir, la libertad del ser humano ha tenido, paradójicamente, que negarse como libertad política, soberanía o ejercicio de autarquía en la vida social cotidiana. Diríase que la asociación de individuos concretos —ese "grupo en fusión" originario que es preciso suponer—, espantada ante la magnitud de la empresa, rehúsa gobernarse a sí misma; o que, por el contrario, incompatible por naturaleza con cualquier permanencia, es incapaz de aceptarse y afirmarse en calidad de institución. Lo cierto es que, en su historia, el ser humano ha podido saber de la existencia de su libertad política, de su soberanía o capacidad de auto-gobierno, pero sólo como algo legendario, impensable para el común de los días y de las gentes, o como algo exterior y ajeno a él; como el motivo de una narración, ante cuyos efectos reales, si no canta alabanzas, no le queda otra cosa que mascullar maldiciones.

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Descontados

los

momentos

de

tensión

histórica

extraordinaria, que se limitan a la corta duración en que se cumple una tarea heroica singular, y dejando de lado ciertas comarcas de historia regional, protegidas transitoriamente respecto de la historia mayor (y en esa medida desrealizadas), es innegable que desde siempre han sido prácticamente nulas las ocasiones que se le han presentado al ser humano concreto, como asociación de individuos o como persona individual, para ejercer por sí mismo su libertad como soberanía, y para hacerlo de manera positiva, es decir, acompañada por el disfrute de la vida física que le permite ser tal. Sea directo o indirecto, el ejercicio propio, es decir, no otorgado ni delegado, no transmitido ni reflejado, de la capacidad política ha debido darse siempre negativamente (con sacrificio de la vida física), como transgresión y reto, como rebeldía frente a conglomerados de poder extra-políticos (económicos, religiosos, etcétera) que se establecen sobre ella. Parasitarios respecto de la vida social concreta, pero necesarios para su reproducción, estos poderes han concentrado y monopolizado para sí la

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capacidad de reproducir la forma de la vida social, de cultivar la identidad concreta de la comunidad (polis), de decidir entre las opciones de existencia que la historia pone ante ella. Esta descripción, sin duda acertada, de toda la historia política del ser humano —desde su cumplimiento a través de las disposiciones despótico-teocráticas hasta su realización a través del gobierno democrático-estatal— como la historia implacable de una vocación destinada a frustrarse, se encuentra en la base de la desconstrucción crítica de la cultura política moderna implicada en el concepto de enajenación propuesto por Marx. Según él, el conglomerado específicamente moderno de poder extra-político que se arroga y ejerce el derecho de vigilar el ejercicio de la soberanía por parte de la sociedad, y de intervenir en él con sus ordenamientos básicos, es el que resulta del Valor de la mercancía capitalista en tanto que "sujeto automático". Se trata de un poder que se ejerce en contra de la comunidad como posible asociación de individuos libres, pero a través de ella misma en lo que tiene de colectividad que sólo puede

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percibir el aspecto temerario de un proyecto propio; que reniega de su libertad, se instala en el pragmatismo de la Realpolitik y entrega su obediencia a cualquier gestión o cualquier caudillo capaz de asegurarle la supervivencia a corto plazo. De acuerdo con el descubrimiento de Marx, el valor que actúa en la circulación capitalista de la riqueza social es diferente del que está en juego en la circulación simplemente mercantil de la misma: en este caso no es más que el elemento mediador del intercambio de mercancías, mientras que en el primero es el "sujeto promotor" del mismo. En lugar de representar relaciones entre mercancías, entra ahora —por decirlo así— en una relación privada consigo mismo. Ser valor es allí ser capital, porque el valor es el "sujeto automático" de "un proceso en que, él mismo, al cambiar constantemente entre las formas de dinero y mercancía, varía su magnitud [...] se auto-valoriza [...] Ha recibido la facultad misteriosa de generar valor por el solo hecho de ser valor [...] Mientras, en la circulación simple, el valor de las mercancías

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adquiere frente al valor de uso de las mismas, a lo mucho, cuando es dinero, una forma independiente, aquí, de pronto, se manifiesta como una substancia que está en proceso y es capaz de moverse por sí misma, y respecto de la cual ambas, la mercancía y el dinero, no pasan de ser simples formas.8 Instalado en la esfera de la circulación mercantil, el Valor de la mercancía capitalista ha usurpado ( ü b e r g r i f e n ) a la comunidad humana no sólo directamente la ubicación desde donde se decide sobre la correspondencia entre su sistema de necesidades de consumo y su sistema de capacidades de producción, sino también, indirectamente, la ubicación política fundamental desde donde se decide su propia identidad, es decir, la forma singular de su socialidad o la figura concreta de sus relaciones sociales de convivencia. Rara vez esta suspensión de la autarquía o esta enajenación de la capacidad política del sujeto social, que es la esencia del "fenómeno de la cosificación", ha sido denunciada en toda su radicalidad por la política revolucionaria de inspiración marxista. Por lo demás, los nexos de implicación entre la 8 Karl Marx, Das Kapital, Kritik der politische Oekonomie, Erster Band, Hamburgo 1867 , pp. 116-117. Trad. Scaron, Siglo XXI Ed., vol. 2, p. 188.

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denuncia de la cosificación y la praxis cotidiana de esa política han sido prácticamente nulos. La "teoría de la enajenación" no ha servido de guía a los marxistas porque la idea de revolución que han empleado permanece atada al mito politicista de la revolución, que reduce la autarquía del sujeto social a la simple soberanía de la "sociedad política" y su estado. Si bien la tradición de los marxistas ha reunido ya muchos elementos esenciales, una teoría de la revolución que parta del concepto marxiano de enajenación está aún por hacerse. La teoría de la enajenación como teoría política debería partir de un reconocimiento: la usurpación de la soberanía social por parte de la "república de las mercancías" y su "dictadura" capitalista no puede ser pensada como el resultado de un acto fechado de expropiación de un objeto o una cualidad perteneciente a un sujeto, y por tanto como estado de parálisis o anulación definitiva (mientras no suene la hora mesiánica de la revolución) de la politicidad social. Tal usurpación es un acontecer permanente en la sociedad capitalista; es un proceso constante en el que la mixtificación

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de la voluntad política sólo puede tener lugar de manera parasitaria y simultánea a la propia formación de esa voluntad. La "gestión" política del capital, entidad de por sí ajena a la dimensión de las preocupaciones políticas, lejos de ejercerse

como

la

imposición

proveniente

de

una

exterioridad económica dentro de un mundo político ya establecido, se lleva a cabo como la construcción de una interioridad política propia; como la instalación de un ámbito peculiar e indispensable de vida política para la sociedad: justamente el de la agitación partidista por conquistar el gobierno de los asuntos públicos dentro del estado democrático representativo de bases nacionales. La vitalidad de la cultura política moderna se basa en el conflicto siempre renovado entre las pulsiones que restauran y reconstituyen la capacidad política "natural" del sujeto social y las disposiciones que la reproducción del capital tiene tomadas para la organización de la vida social. Aunque diferentes entre sí, la cuestión acerca de la autarquía y la cuestión acerca de la democracia son inseparables la una de la otra. La primera —en sentido revolucionario— intenta

236


problematizar las posibilidades que tiene la sociedad de liberar la actividad política de los individuos humanos a partir de la reconquista de la soberanía o capacidad política de la

sociedad, intervenida

por el funcionamiento

destructivo (anti-social, anti-natural) de la acumulación del capital. La segunda —en sentido reformista— intenta, a la inversa, problematizar dentro de los márgenes de la soberanía "realmente existente", las posibilidades que tiene el juego democrático del estado moderno de perfeccionar la participación popular hasta el grado requerido para nulificar los efectos negativos que pueda tener la desigualdad económica estructural sobre la vida social. ¿No existe en verdad un punto de coincidencia de las dos objeciones críticas que se plantean recíprocamente la línea de la revolución y la línea de la reforma: la idea de que la substitución del "modo de producción" no puede ser tal si no es al mismo tiempo una democratización de la sociedad y la idea de que el perfeccionamiento de la democracia no puede ser tal si no es al mismo tiempo una transformación radical del "modo de producción"?

237


Si la teoría política basada en el concepto de "cosificación" acepta que existe la posibilidad de una política dentro de la enajenación, que la sociedad —aun privada de su soberanía posible— no está desmovilizada o paralizada políticamente ni condenada a esperar el momento mesiánico en el que le será devuelta su libertad política, el problema que se le plantea consiste en establecer el modo en que lo político mixtificado por el capital cumple el imperativo de la vida mercantil de construir un escenario político real y un juego democrático apropiado para la transmutación de sus intereses civiles en voluntad ciudadana. Sólo sobre esta base podrá juzgar acerca del modo y la medida en que la vitalidad efectiva del juego democrático puede ser encauzada hacia el punto en que éste encontrará en su propio orden del día a la revolución. Tesis IO La violencia moderna: la corporeidad como capacidad de trabajo La paz, la exclusión de la violencia que la modernidad

238


capitalista conquista para la convivencia cotidiana, no es un hecho que descanse, como sucede en otros órdenes civilizatorios, en una administración de la violencia, sino en una mixtificación de la misma. La vida social, para perdurar en su forma, para ser orgánica o civilizada, y poder afirmarse frente a la amenaza de la inestabilidad, la

desarticulación o el salvajismo —

características de una socialidad en situación extraordinaria, "en fusión" (revolución) o en descomposición (catástrofe) —, ha requerido siempre producir y reproducir en su interior una zona considerable de vida pacífica, en la que prevalece un "alto al fuego limitado pero permanente", un mínimo indispensable de armonía social. La paz generalizada es imposible dentro de una sociedad construida a partir de las condiciones históricas de la escasez; ésta tiene que ser interiorizada y funcionalizada en la reproducción de la sociedad y la única manera que tiene de hacerlo es a través de la imposición de una injusticia distributiva sistemática, la misma que convierte a la violencia en el modo de comportamiento necesario de la parte más favorecida de la

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sociedad con la parte más perjudicada. La creación de la zona pacificada (el simulacro de paz interna generalizada) sólo puede darse, por lo tanto, cuando —además de los aparatos de represión— aparece un dispositivo no violento de disuasión capaz de provocar en el comportamiento de los explotados una reacción de autobloqueo de la respuesta violenta a la que están siendo provocados sistemáticamente. Gracias a él, la violencia de los explotadores no sólo resulta soportable, sino incluso aceptable por parte de los explotados. La consistencia y la función de este dispositivo son justamente lo que distingue a la vigencia de la paz social en la modernidad capitalista de otros modos de vigencia de la misma, conocidos de antes o todavía por conocer. "Sobre la base del sistema salarial, incluso el trabajo no pagado tiene la apariencia de trabajo pagado", mientras que, "por el contrario, en el caso del esclavo, incluso aquella parte de su trabajo que sí se paga se presenta como no pagada."9 Esta afirmación de Marx lleva implícita otra: al contrario de los tiempos pre-modernos, cuando incluso las relaciones 9 Value, Price and Profit. Addressed to the Working Men, Londres 1899, p. 63.

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interindividuales armónicas (de voluntades coincidentes) estaban bajo el signo de la violencia, en los tiempos modernos incluso las relaciones interindividuales violentas se encuentran bajo el signo de la armonía. La aceptación "de grado, y no por fuerza", por parte de los individuos, en su calidad de trabajadores, de una situación en la que su propia inferioridad social ("económica') se regenera sistemáticamente es el requisito fundamental de la actual vida civilizada moderna y de sus reglas de juego. Se trata de un acto que sólo puede tener lugar porque esa misma situación es, paradójicamente, el único lugar en donde la igualdad social ("política") de esos individuos está garantizada. La situación que socializa a los individuos trabajadores en tanto que propietarios privados les impone una identidad de "dos caras": la de "ciudadanos" en la empresa histórica llamada Estado nacional —miembros de una comunidad a la que pertenecen sin diferencias jerárquicas— y la de "burgueses" en una vida económica compartida —socios de una empresa de acumulación de capital a la que sólo pueden pertenecer en calidad de

241


miembros inferiores de la misma. Es a la igualdad como ciudadano, como alguien que existe en el universo humano —y participa de la protección que brinda el seno en principio civilizado y pacífico de la comunidad nacional— a lo que el individuo como trabajador sacrifica sus posibilidades de afirmación en el aspecto distributivo, su capacidad de ser partícipe en términos de igualdad en el disfrute de la riqueza social. Y es justamente el contrato de compra/venta de la mercancía fuerza de trabajo —acto paradigmático, cuyo sentido se repite por todas partes en el gran edificio de la intertsubjetividad moderna— el dispositivo en virtud del cual el individuo trabajador "se salva y se condena". Al comportarse como vendedorcomprador, se socializa en tanto que propietario privado, es decir, en términos de igualdad frente a los otros "ciudadanos", aunque el logro de esa condición implique para él al mismo tiempo una autocondena a la inferioridad en tanto que "burgués", a la sumisión frente a aquellos individuos no trabajadores que son propietarios de algo más que de su simple fuerza de trabajo. Propietario privado, el

242


trabajador no pierde esa calidad, aunque su propiedad sea nula, por cuanto detenta de todas maneras la posesión de su cuerpo, es decir, el derecho de ponerlo en alquiler. Cuando se comporta como trabajador, el ciudadano moderno inaugura un nuevo comportamiento de la persona humana respecto de su base natural, del "espíritu" respecto a la "materia". Como tal, el ser humano no es su cuerpo, sino que tiene un cuerpo; un cuerpo que le permite mantener ese mismo status de humano precisamente en la medida en que es objeto de su violencia. El esclavo antiguo podía decir: "En verdad soy esclavo, pero estoy o existo de hecho como si no lo fuera." La violencia implícita en su situación sólo estaba relegada o pospuesta; la violación de su voluntad de disponer de sí mismo estaba siempre en estado de inminencia: podía ser vendido, podía ser ultrajado en el cuerpo o en el alma. La relación de dependencia recíproca que mantenía con el amo hacía de él en muchos casos un servo padrone, el respeto parcial que le demostraba el amo era una especie de pago por el irrespeto global que le tenía (y que se volvía así perdonable), una

243


compensación de la violencia profunda con que lo sometía. A la inversa, el "esclavo" moderno dice: "En verdad soy libre, pero estoy o existo de hecho como si no lo fuera." La violencia implícita en su situación está borrada, es imperceptible: su voluntad de disponer de sí mismo es inviolable, sólo que el ejercicio pleno de la misma (no venderse como "fuerza de trabajo", por ejemplo) requiere de ciertas circunstancias propicias que no siempre están dadas. Aquí el "amo", el capital, es en principio impersonal —no reacciona al valor de uso ni a la "forma natural" de la vida— y en esa medida no depende del "esclavo" ni necesita entenderse con él; prosigue el cumplimiento de su "capricho" (la autovalorización) sin tener que compensar nada ni explicar nada ante nadie. Una cosa era asumir la violencia exterior, aceptar y administrar el hecho de la desigualdad como violencia del dominador, disculpándolo como mecanismo necesario de defensa ante la amenaza de "lo nuestro" por "lo ajeno"; disimulándolo y justificándolo como recurso ineludible ante la agresión de la naturaleza o la reticencia de Dios a mediar

244


entre la Comunidad y lo Otro. Muy diferente, en cambio, es desconocer la violencia del explotador e imputar cualquier efecto de la misma a la presencia directa y en bruto de una hostilidad exterior. Desconocerla es lo mismo que negar su necesidad dentro del mundo social establecido; remitir el hecho de su existencia a simples defectos secundarios en la marcha del progreso y su conquista de "lo otro"; a una falta o un exceso de velocidad en la expansión de las fuerzas productivas o en la eliminación de las formas sociales premodernas o semi-modernas. Desprovista de un nombre propio, de un lugar social en la cotidianidad moderna, la violencia de las "relaciones de producción" capitalistas gravita sin embargo de manera determinante tanto en ella como en la actividad política que parte de ella para levantar sus instituciones. Borrada como acción del otro, desconocida como instrumento real de las relaciones interindividuales, la violencia de la explotación a través del salario se presenta como una especie de castigo que el cuerpo del trabajador debe sufrir por culpa de su propia deficiencia, por su falta de calificación técnica o por

245


su atavismo cultural. Castigo que atomiza su manifestación hospedándose

parasitariamente

hasta

en

los

comportamientos más inofensivos de la vida diaria: torciéndolos desde adentro, sometiéndolos a un peculiar efecto de extrañamiento. El fundamento de la modernidad trae consigo la posibilidad de que la humanidad de la persona humana se libere y depure, de que se rescate del modo arcaico de adquirir concreción, que la ata y limita debido a la identificación de su cuerpo con una determinada función social adjudicada (productiva, parental, etcétera). Esta posibilidad de que la persona humana explore la soberanía sobre su cuerpo natural, que es una "promesa objetiva" de la modernidad, es la que se traiciona y caricaturiza en la modernidad capitalista cuando la humanidad de la persona, violentamente disminuida, se define a partir de la identificación del cuerpo humano con su simple fuerza de trabajo. El trabajador moderno, "libre por partida doble", dispone soberanamente de su cuerpo, pero la soberanía que detenta está programada de antemano para ejercerse, sobre la base de esa humanidad

246


disminuida, como represión de la corporeidad animal del mismo. De ser el conjunto de los modos que tiene el ser humano de estar concretamente en el mundo, el cuerpo es convertido en el instrumento animal de una sola y peculiar manera de estar en él, la de una apropiación del mismo dirigida a reproducirlo en calidad de medio para un afán productivo sin principio ni fin. Conjunto irremediablemente defectuoso de facultades y calificaciones productivas, el cuerpo del individuo moderno es, una y otra vez, premiado con la ampliación del disfrute y al mismo tiempo castigado con la neutralización del goce correspondiente. El dispositivo que sella esta interpenetración del premio y el castigo es el que disecciona y separa artificial y dolorosamente a la primera dimensión del disfrute del cuerpo —la de su apertura activa hacia el mundo —, convirtiéndola en el mero gasto de un recurso renovable durante el "tiempo de trabajo", de la segunda dimensión de ese disfrute del cuerpo —la de su apertura pasiva hacia el mundo—, reducida a una simple restauración del trabajador durante el "tiempo de descanso y diversión".

247


Por lo demás, la eliminación de todo rastro del carácter humano de la violencia en las relaciones de convivencia capitalistas parece ser también la razón profunda del vaciamiento ético de la actividad política. Nunca como en la época moderna los manipuladores de la "voluntad popular" —los que ponen en práctica "soluciones" más o menos "finales" a las "cuestiones" sociales, culturales, étnicas, ecológicas, etcétera— habían podido ejercer la violencia de sus funciones con tanto desapego afectivo ni con tanta eficacia: como simples vehículos de un "imperativo " de pretensiones astrales —la Vorsehung— que pasara intocado a través de todos los criterios de valoración del comportamiento humano. Tesis II La modernidad y el imperio de la escritura La oportunidad moderna de liberar la dimensión simbólica de la existencia social —la actividad del hombre como constructor de significaciones tanto prácticas como lingüísticas— se encuentra afectada decisivamente por el

248


hecho del re-centramiento capitalis ta del proceso de reproducción de esa existencia social en torno a la meta última de la valorización del valor. A finales de la Edad Media occidental, la dimensión comunicativa de la existencia social —el conjunto de sistemas semióticos organizados en torno al lenguaje— fue sin duda la dimensión más directamente afectada por el impacto proveniente del "cambio de medida" en el proceso de reproducción de la riqueza social, por los efectos de su "salto cualitativo" a una nueva escala de medida, la de la totalidad del continente europeo. Los códigos del proceso de ciframiento/desciframiento (producción/consumo) de las significaciones prácticas en la vida cotidiana, que habían operado a través de una normación de tendencia restrictiva y conservadora durante toda la larga "historia de la escasez" —historia en la que ningún proyecto de vida social podía ser otra cosa que la ampliación de una estrategia de supervivencia—, alcanzaron la capacidad de conquistar zonas de sí mismos que habían debido permanecer selladas hasta entonces. La tabuización o

249


denegación de un amplio conjunto de posibilidades de donación

de

forma

a

los productos/útiles

(bienes/producidos) pudo así comenzar a debilitarse. La estructura del campo instrumental pudo comenzar su recomposición

histórica

en

escala

cuantitativamente

ampliada y en registros cualitativos completamente inéditos. Igualmente, las distintas lenguas naturales, que, ellas también, venían normadas de hecho en dirección restrictiva por la vigencia aplastante de sus respectivas estructuras míticas en el lenguaje cotidiano, comenzaron su proceso de reconstitución radical, de auto-construcción justamente como "lenguas naturales modernas"; obedecían al llamado que venía de la creatividad liberada en la esfera de las hablas cotidianas, que ellas percibían como un reto para intensificar y diversificar su capacidad codificadora. Es indudable que un logocentrismo prevalece en la existencia humana en la misma medida en la que ella hace de todos sus comportamientos realidades semióticas; la sociedad humana otorga a la comunicación propiamente lingüística la jerarquía representante y coordinadora de todas

250


las otras vías de la semiosis para efectos de la construcción del sentido común de todas ellas. Le permite incluso que consolide esa centralidad cuando ella misma la concentra y desarrolla en calidad de escritura. Pero aparte de logocéntrica, la comunicación social debió ser también logocrática; es decir, no sólo tuvo que someter su producción global de sentido al que se origina en la comunicación puramente lingüística, sino que debió además comprometerla

en

una

tarea

determinada

que

le

corresponde específicamente a ésta última, la tarea muy especial que consiste en defender la norma que da identidad singular al código de una civilización. La comunicación lingüística reduce y condensa para ello su función mitopoyética; la encierra en el cultivo hermenéutico de un texto sagrado y su corpus dogmático. Aunque no lo parezca, la logocracia no consiste en verdad en una afirmación exagerada del logocentrismo; la logocracia —impuesta por la necesidad de fundamentar la política sobre bases religiosas — implica el empobrecimiento y la unilateralidad del logocentrismo. Es en verdad una negación del despliegue de

251


su vigencia; trae consigo la subordinación de los múltiples usos del lenguaje al cumplimiento hieratizado de uno solo de ellos, el uso que tiene lugar en el discurso mítico religioso. Al igual que sobre los códigos prácticos y los lingüísticos y sobre los usos instrumentales y las hablas, el impacto fundamental de la modernidad fue también liberador respecto del logocentrismo. Traía

la

oportunidad,

primero,

de

quitar

a

la

producción/consumo de significaciones prácticas de la opresión bajo el poder omnímodo del lenguaje y, segundo, de soltar a éste de la obligación de auto-censura que le imponía el cultivo del mito consagrado. Pero la liberación del uso de los medios instrumentales, es decir, de la capacidad de inventar formas inéditas para los productos útiles, sólo pudo ser, en la modernidad capitalista, una liberación a medias, vigilada e intervenida. No todas las formas de la creatividad que son reclamadas por los seres humanos en la perspectiva social-natural de su existencia pueden serlo también por parte del "sujeto sustitutivo", el capital, en la perspectiva de la valorización del valor. El

252


código para la construcción (producción/consumo) de significaciones prácticas pudo potenciarse —dinamizarse, ampliarse, diversificarse—, pero sólo con la mediación de un correctivo, de una sub-codificación que lo marcaba decisivamente con un sentido capitalista. La interiorización semiótica

"natural"

de

una antigua

estrategia

de

supervivencia venía a ser substituida por otra, "artificial", de efectividad diferente, pero también inclinada en sentido represivo: la de una estrategia para la acumulación de capital. Cosa parecida aconteció en la vida del discurso. Rotas las barreras arcaicas (religiosas y numinosas) de la estructura mítica de las lenguas —la que, al normarlas, les otorga una identidad propia—, otras limitaciones, de un orden diferente, aparecieron en lugar de ellas. Al recomponerse a partir de una épica y una mitopoyesis básicamente burguesas pero de corte capitalista, la estructura mítica de las lenguas modernas se vio en el caso de reinstalar unas facultades de censura renovadas. El "cadáver de Dios", esto es, la moral del autosacrificio productivista como vía de salvación individual —que haría del vulgar empresario un sujeto de

253


empresa y aventura, y daría a su comportamiento la jerarquía de una actividad de alcance ontológico— se constituyó en el único prisma a través del cual es posible acceder al sentido de lo real. Destronado de su logocracia tradicional y expulsado de su monopolio del acceso a la realidad y la verdad de las cosas, el ámbito del discurso quedaba así, en principio, liberado de su servicio al mito intocable (escriturado) y al re-ligamiento despótico de la comunidad. Pronto, sin embargo, recibió la condena de una refuncionalización logocrática de nuevo tipo. Según ésta, el momento predominante de todo el "metabolismo entre el Hombre y la Naturaleza" — caracterizado ahora por el desbocado productivismo abstracto del Hombre y por la disponibilidad infinitamente pasiva de la Naturaleza— se sitúa en la apropiación cognoscitiva del referente, es decir, en la actividad de la "razón instrumental". Recompuesto para el efecto sobre la base de su registro técnico-científico, el lenguaje resulta ser el lugar privilegiado y exclusivo de ese logos productor de conocimientos; resulta ser así, nuevamente aunque de

254


manera diferente, el lugar donde reside la verdad de toda otra comunicación posible. Éste, sin embargo, su dominio restaurado sobre la semiosis práctica, le cuesta al lenguaje una fuerte "deformación" de sí mismo, una reducción referencialista del conjunto de sus funciones comunicativas, una fijación obsesiva en la exploración apropiativa del contexto. El lenguaje de la modernidad capitalista se encuentra acondicionado de tal manera, que es capaz de restringir sus múltiples capacidades —de reunir, de expresar y convencer, de jugar y de cuestionar— en beneficio de una sola de ellas: la de convertir al referente en información pura (depurada). Junto con la recomposición moderna de la logocracia tiene lugar también una refuncionalización radical de su principal instrumento, la escritura. De texto sagrado, petrificación protectora del discurso en el que la verdad se revela, la escritura se convierte en el vehículo de una intervención ineludible del logos instrumental en todo posible uso del lenguaje y en toda posible intervención suya en las otras vías de

producción/consumo

de

255

significaciones.

La


secularización de la escritura y el perfeccionamiento consecuente de sus técnicas abrió para el discurso unas posibilidades de despliegue de alcances inauditos. En tanto que es tan sólo una versión autónoma del habla verbal, el habla escrita es una prolongación especializada de ella, un modo de llevarla a cabo que sacrifica ciertas características de la misma en beneficio de otras. La envidiable e inigualable contundencia comunicativa del habla verbal, que le permite ser efímera, tiene un alto precio a los ojos del habla escrita: debe ir acompañada de una consistencia incompleta, confusa y de baja productividad informativa. El habla verbal sólo está a sus anchas cuando se conduce en una estrecha dependencia respecto de otros cauces de la semiosis corporal (la gestualidad , la musicalidad, etc.), lo que abre pasajes débiles o incluso de silencios en su propia performance, cuando juega con el predominio de las distintas funciones comunicativas (de la más burda, la fáctica, a la más refinada, la poética), juego que la vuelve irrepetible; cuando finalmente, recurre a una transmisión simultánea de mensajes paralelos (para varios receptores

256


posibles), hecho que vuelveazaroso su desenvolvimiento. El habla escrita nace como una respuesta a la necesidad de salvar esas limitaciones informativas, aunque sea a costa de la plenitud comunicativa. Fascinadas con el espíritu conclusivo, atemporal y eficiente del habla escrita —con su autosuficiencia lingüística, su concentración unifuncional y su unilinearidad—, hay zonas del habla verbal que ven en ella su tierra prometida. Sin embargo no es esta superioridad unilateral del habla escrita lo que la lleva a independizarse del habla verbal y a someterla a sus propias normas. (No hay que olvidar que las lenguas naturales modernas se generan a partir de un habla que ha supeditado el cumplimiento de sus necesidades globales de comunicación al de las necesidades restringidas de su versión escrita.) El habla escrita de una lengua moderna

—cuya

normación

implica

una

fijación

referencialista de las funciones comunicativas, puesto que su meta es el acopio de información— ofrece el modelo perfecto de un ordenamiento racional productivista de la actividad humana. El conjunto de los medios e instrumentos

257


de trabajo y disfrute —que es la instancia objetiva más inmediata

del

cuerpo

humano, de

la

concreción

unidimensional de su estar en el mundo— se desentiende, como lo hace el habla escrita, de todos los modos de su funcionamiento que no demuestran ser racionales en el sentido de la eficiencia exclusivamente pragmática. Puede decirse así que, al guiarse conscientemente o no por esa reducción de las capacidades técnicas del médium instrumental, el proceso de producción y consumo del conjunto de los bienes es el fundamento que ratifica y fortalece a la escritura en su posición hegemónica dentro del habla o el uso lingüístico y dentro de la semiosis moderna en general. Es la práctica tecnificada en sentido pragmático la que despierta en la escritura una “voluntad de poder” indetenible. Así se expande la nueva logocracia: significar, “decirle algo a alguien sobre algo con una cierta intención y de una cierta manera” deberá consistir primaria y fundamentalmente en hacer del hecho comunicativo “un instrumento de apropiación cognoscitiva” de ese “algo”, de “lo real”. Todo lo demás será secundario.

258


Tesis I2 Pre-modernidad, semi-modernidad y post-modernidad La postmodernidad es la característica de ciertos fenómenos peculiares de orden general que se presentan con necesidad y de manera permanente dentro/fuera de la propia modernidad. (No es sólo el reciente rasgo de una cierta población acomodada que necesita de un nuevo hastío — esta vez ante la modernidad corriente— para darle un toque trascendente, y así privativo y aristocrático, a su imagen reflejada en el espejo.) Se trata de una de las tres modalidades principales de la zona limítrofe en donde la vigencia o la capacidad conformadora de la modernidad establecida presenta muestras de agotamiento. La modernidad es un modo de totalización civilizatoria. Como tal, posee diferentes grados de dominio sobre la vida social, tanto en el transcurso histórico como en la extensión geográfica. Allí donde su dominio es más débil aparecen ciertos fenómenos híbridos en los que otros principios de totalización concurrentes le disputan la "materia" que está

259


siendo conformada por ella. Es en la zona de los límites que dan hacia el futuro posible en donde se presentan los fenómenos post-modernos. En la que da hacia el pasado por superar se muestran los fenómenos pre-modernos. En la que se abre/cierra hacia los mundos extraños por conquistar se dan los fenómenos semimodernos. La dinámica del fundamento de la modernidad genera constantemente nuevas constelaciones de posibilidades para la vida humana, las mismas que desafían "desde el futuro" a la capacidad de sintetización de la modernidad capitalista. Allí

donde

ésta

resulta

incapaz

momentánea

o

definitivamente de ponerse en juego radicalmente a fin de sostener este reto; allí donde su ambición conformadora le hace salirse de sus límites pero sin ir más allá de sí misma, las novedades posibles de la vida social no alcanzan a constituirse de manera autónoma y se quedan en estado de deformaciones de la modernidad establecida. Paradigmático sería, en este sentido, el fenómeno ya centenario de la política económica moderna, que se empeña en dar cuenta

260


de la necesidad real de una planeación democrática de la producción y el consumo de bienes, pero que lo hace mediante el recurso insuficiente de sacrificar a medias su liberalismo

económico

estructural

y

su

vocación

cosmopolita para poner en práctica intervenciones más o menos autoritarias y proteccionistas (paternalistas, unas, totalitarias, otras) del "estado" en la "economía". Otro tipo de reto que la modernidad capitalista no puede siempre sostener es el que le plantean ciertas realidades de su propio pasado, provengan éstas figuras anteriores de la modernidad o de la historia pre-cristiana de Occidente. Arrancados de su pertenencia coherente a una totalización de la sociedad en el pasado, que estuvo dotada de autonomía política y vitalidad histórica, una serie de elementos civilizatorios del pasado (objetos, comportamientos, valores) perduran sin embargo en el mundo construido por la modernidad dominante; aunque son funcionalizados por ella, lo inadecuado del modo en que lo están les permite mantener su efectividad. Parcialmente indispensables para ella, que se demuestra incapaz de sustituirlos por otros más

261


apropiados, son estos "cuerpos extraños", fijados en una lógica ya fuera de uso pero que es compatible con la actual, los que se reproducen en calidad de fenómenos premodernos. Diferentes de estos, los fenómenos semi-modernos son elementos

(fragmentos,

ruinas)

de civilizaciones

o

construcciones no occidentales de mundo social, que mantienen su derecho a existir en el mundo de la modernidad europea pese a que el fundamento tecnológico sobre el que fueron levantados ha sucumbido ante el avance arrasador de la modernización. La vitalidad que demuestran tener estos elementos aparentemente incompatibles con toda modernidad —pese a que son integrados en exterioridad, usados sin respetar los principios de su diseño, de manera muchas veces monstruosa— es la prueba más evidente de la limitación eurocentrista que afecta al proyecto de la modernidad dominante. Para no ser desbordada por la dinámica fundamental de la modernidad, que tiende a cuestionar todos los particularismos tradicionales, la solución capitalista, que sólo es efectiva si reprime esa

262


dinámica fundamental, se ha refugiado dentro de los márgenes ya probados de la "elección civilizatoria" propia del occidente europeo. Reacciones de la modernidad capitalista ante su propia limitación, estos tres fenómenos, pueden llegar a presentarse juntos y combinados. Componen entonces el cuadro de grandes cataclismos históricos. Tales han sido, hasta aquí, los dos casos del fracaso "socialista " en el siglo XX, el de la contra-revolución "socialista nacionalista" en Alemania y el de la pseudo-revolución "socialista colectivista" en Rusia. La crisis de la modernidad establecida se presenta cada vez que el absolutismo inherente a su forma está a punto de ahogar la substancia que le permite ser tal; cada vez que, dentro de su mediación de las promesas emancipatorias inherentes al fundamento de la modernidad, el primer momento de esa mediación, esto es, la apertura de las posibilidades económicas de la emancipación respecto de la "historia de la escasez", entra en contradicción con el segundo momento de la misma, es decir, con su re-negación de la vida emancipada, con la represión a la que somete a

263


toda la densidad de la existencia que no es traducible al registro de la economía capitalis ta: la asunción del pasado, la disposición al porvenir, la fascinación por "lo otro". Tesis I3 Modernización propia y modernización adoptada Toda modernización adoptada o exógena proviene de un proceso de conquista e implica por tanto un cierto grado de imposición de la identidad cultural de una sociedad y las metas particulares de la empresa histórica en que ella está empeñada sobre la identidad y las metas históricas de otra. Mientras la modernización propia o endógena se afirma, a través de todas las resistencias de la sociedad donde acontece, en calidad de consolidación y potenciación de la identidad respectiva, la modernización exógena, por el contrario, trae siempre consigo, de manera más o menos radical, un desquiciamiento de la identidad social, un efecto desdoblador o duplicador de la misma. La modernidad que llega está marcada por la identidad de su lugar de proceden cia; su arraigo es un episodio de la expansión de esa marca,

264


una muestra de su capacidad de conquistar —violentar y cautivar— a la marca que prevalece en las fuerzas productivas autóctonas. Por esta causa, la sociedad que se moderniza desde afuera, justo al defender su identidad, no puede hacer otra cosa que dividirla: una mitad de ella, la más confiada, se transforma en el esfuerzo de integrar "la parte aprovechable " de la identidad ajena en la propia, mientras otra, la desconfiada, lo hace en un esfuerzo de signo contrario: el de vencer a la ajena desde adentro al dejarse integrar por ella. Cuando la modernización exógena tiene lugar en sociedades occi dentales, más si éstas son europeas y más aún si han sido ya transformadas por alguna modernidad capitalista anterior a la que tiende a predominar históricamente, este proceso de conquista presenta un grado de conflictualidad relativamente

bajo.

La

modernidad

más

vieja

(la

mediterránea, por ejemplo) se las arregla para negociar su subordinación constructiva a la más nueva (la noreuropea) a cam bio de un ámbito de tolerancia para su "lógica" propia, es decir, para su marca de origen y para el cultivo de la

265


identidad social representada por ella. La modernización por conquista se vuelve conflictiva y virulen ta cuando acontece en la situación de sociedades decididamente no occidentales. Dos opciones tecnológicas propias de dos "elecciones civilizatorias" y dos historicidades no sólo divergentes sino abiertamente contrapuestas e incompatibles entre sí deben, sin embargo, utópicamente, "encontrarse" y combinarse, entrar en un proceso de mestizaje. Por ello, la asimilación que las formas civilizatorias occidentales, inherentes a la modernidad capitalista, pueden hacer de las formas civilizatorias orientales tiene que ser necesariamente

periférica

o

superficial,

es

decir,

tendencialmente destructiva de las mismas como principios decisivos de configuración del mundo de la vida. Una asimilación de éstas como tales podría descomponer desde adentro al carácter europeo de su "occidentalidad " o someterlo a una transformación radical de sí mismo —como fue tempra namente el caso de las formas de la modernidad mediterránea (ibérica), obligadas en el siglo XVII a integrar profundamente

los

restos

266

de

las

civilizaciones


precolombinas, por un lado, y de las civilizaciones africanas, por otro. En los procesos actuales de modernización exógena, la modernidad europea, para ser aceptada realmente, tiene que enrarecer al mínimo su identidad histórico concreta, esquematizarla, privarla de su conflictualidad interna, desdibujarla hasta lo irreconocible; sólo así, reducida a los rasgos más productivistas de su proyecto capitalista, puede encontrar o improvisar en las situaciones no occidentales un anclaje histórico cultural que sea diferente del que le sirvió de base en sus orígenes. Igualmente, en el otro lado, en las sociedades

no

occidentales

que

deben

adoptar

la

modernidad capitalista, la aceptación que hacen de ésta depende de su capacidad de regresión cultural, del grado en que están dispuestas (sin miedo al absurdo ni al ridículo) a traducir a términos primitivos los conflictos profundos de su estrategia civilizatoria, elaborados y depurados por milenios en su dimensión cultural. Pareciera que allí, justo en el lugar del desencuentro, de la negación recíproca entre ellos, es decir, sobre el

267


denominador común de la exigencia capitalista —la voracidad productivo/consuntiva—, se encuentra el único lugar en donde el occidente puede encontrarse con el resto del mundo. Por lo que se ve, aunque respetuosa tanto del pasado como de lo no europeo, una modernidad alternativa no podría contar con lo no occidental como un antídoto seguro contra el capitalismo. Tesis I4 La modernidad, lo mercantil y lo capitalista La socialización mercantil forma parte constitutiva de la esencia de la modernidad; la socialización mercantilcapitalista sólo es propia de la figura particular de modernidad que prevalece actualmente. La expansión de la función religiosa, es decir, socializadora, de la cultura cristiana, dependió, en la Edad Media, de su capacidad de convencer a los seres humanos de su propia existencia en calidad de comunidad real, de ecclesia, o "cuerpo de Dios". El lugar en donde los fieles tenían la comprobación empírica de ello no era, sin embargo, el

268


templo; era el mercado, el sitio en donde el buen funcionamiento de la circulación mercantil de los bienes producidos permitía a los individuos sociales, sobre el común

denominador

de

"propietarios

privados",

reconocerse y aceptarse recíprocamente como personas reales. La existencia de Dios resultaba indudable porque la violencia arbitraria (el Diablo) que campeaba en las relaciones sociales post- o extra-comunitarias cedía en los hechos ante la vigencia del orden pacífico de quienes comen el fruto de su propio trabajo. La presencia de un Juez invisible era evidente pues sólo ella podía explicar el "premio" que le tocaba efectivamente a quien más trabajaba y el "castigo" que se abatía sobre el que, aunque "oraba", no "laboraba". Pero si es cierto que la mercancía estuvo al servicio de la consolidación del cristianismo, no lo es menos que éste terminaría destronado por ella. De ser el "lenguaje de las cosas " que ratificaba en los hechos prácticos la verdad re-ligante del discurso mítico cristiano, el mecanismo de metamorfosis mercantil de la riqueza objetiva —el que lleva a ésta a abandonar su estado de producto y tomar su

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estado de bien, neutralizándola primero en calidad de mercancía-dinero—pasó de manera lenta pero firme e irreversible a ser él la verdadera entidad re-socializadora. El mercado sustituyó al mito; redujo al cristianismo, de eclessia, a un sistema de imperativos morales que idealizaba, como un mero eco apologético, la sujeción de la vida humana a su propia acción "mágica" de fetiche socializador. Pero lo que lo mercantil hizo con lo religioso, lo capitalista, a su vez, habría de hacer con lo mercantil. En su lucha contra la prepotencia del monopolio público y privado —contra la violencia del dominio sobre la tierra y sobre la tecnología—, la campaña de afirmación (expansión y consolidación) de lo mercantil debió avanzar hasta una zona en la que lo mercantil, para entrar, tenía que cambiar de signo, que convertirse en la negación de lo que pretendía afirmar. Debió mercantificar el ámbito de lo no mercantificable por esencia; tratar como a un puro objeto (Bestand) a aquello que debería ser puro sujeto; como simple valor mercantil a lo que debería ser fuente de valor mercantil: la fuerza de trabajo del individuo humano. Debió dejar de ser

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instrumento de la universalización de la propiedad privada y pasar a ser el instrumento de una restricción renovada, de nuevo tipo, de la misma; debió traicionar a lo mercantil y ponerlo a funcionar como mera apariencia de la apropiación capitalista de la riqueza. Lo mercantil sólo pudo vencer la resistencia del monopolio desatando las fuerzas del Golem capitalista. Pretendió servirse de él, y terminó por ser su siervo. A fines de siglo, la distinción entre lo mercantil y lo capitalista parece ya irrelevante y abstrusa o simplemente cosa del pasado; la mercancía parece haber acomodado ya su esencia a esa configuración monstruosa de sí misma que es la mercancía capitalista. Y sin embargo no es así. Hay una diferencia radical entre la ganancia capitalista que se puede dar en la esfera de la circulación mercantil simple y la que se da en la mercantil-capitalista. La primera sería el fruto del aprovechamiento de una voluntad de intercambio entre orbes productivos/consuntivos de valores de uso que están desconectados entre sí, voluntad que se impone por sobre la inconmesurabilidad fáctica de sus respectivos valores

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mercantiles. La segunda resulta del aprovechamiento de una constricción imperiosa al intercambio que aparece, pese a la inconmesurabilidad esencial de sus respectivos productos, entre las dos dimensiones de la reproducción de la riqueza social: la de la fuerza de trabajo, por un lado, y la del resto de las mercancías, por otro. Lo que en el primer caso sería el resultado de la "desigualdad" espontáneamente ventajosa en un "comercio exterior", en el segundo es la consecuencia de una instalación artificial de esa "desigualdad" en el "comercio interior". Contingente y efímera en el primer caso, la ganancia capitalista es imperiosa y permanente en el segundo. Desde la perspectiva puramente mercantil, todo el mercado moderno, como realidad concreta, no sería otra cosa que una superfetación parasitaria de la propia realidad mercantil. Lo capitalista estaría allí únicamente como una deformación arbitraria, por debajo de la cual se repetiría de manera clásica y necesaria el triunfo indefinido del proceso puro de la circulación por equivalencia. Las "impurezas" concretas que hacen de él un proceso

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intervenido —sea espontáneamente por el poder "ciego" de la monopolización capitalista o artificialmente por la imposición "visionaria" de una planeación distributiva— no alcanzarían a destruirlo por cuanto él es la estructura que las sostiene. La posibilidad de soltar del todo la "mano invisible" del mercado —la que atravesaría los muchos "egoísmos pequeños " para construir un "altruísmo general"—, de liberar al Azar que guía el mecanismo de circulación por equivalencia, se encuentra en el fundamento mismo de toda modernidad. Sin embargo, su realización en la modernidad capitalista, que pretendió protegerla de los parasitismos estatales o señoriales que la ahogaron en la era de la escasez, la ha llevado a un nuevo callejón sin salida. En la inauguración mercantil-capitalista de lo que debía ser la era de la abundancia se impone de manera espontánea el predominio de un comportamiento mercantil que reniega de sí mismo. Es un comportamiento temeroso que pretende "abolir el azar " mediante la repetición incesante de un tramposo coup de dés que asegura al capital contra el riesgo

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de no obtener ganancias en la apuesta de la inversión. Tesis I5 "Socialismo real" y modernidad capitalista Considerado como orbe económico o "economía-mundo", el "mundo socialista" fue el resultado histórico de un intento frustrado de remodelación por parte del viejo imperio económico de Rusia; un intento dirigido a aislarse del orbe económico o "mundo capitalista" y a competir con él, puesto en práctica sobre la base de una corrección estatalista del funcionamiento capitalista de la economía. Sin posibilidades reales de constituirse en un orden social realmente diferente y alternativo frente al orden capitalista y su civilización; sin posibilidades efectivas de desarrollar una estructura

técnica

acorde

con

una

reconstitución

revolucionaria de semejante alcance —hecho que se manifestó temprana y dramáticamente en la historia de la revolución bolchevique—, "el mundo socialista " no pasó de ser una recomposición deformada, una versión o repetición deficiente de ese mismo orden social y de esa misma

274


civilización: una recomposición que, si bien lo separó definitivamente

de

él,

lo

mantuvo

sin

embargo

irrebasablemente en su dependencia. Lo distintivo del comunismo soviético y su modernidad no estuvo — paradójicamente— en ninguna erradicación, parcial o total, del capitalismo. Lo característico de él consistió en verdad en lo periférico de su europeidad y en lo dependiente de su economía y en el carácter estatal de la acumulación capitalista que lo sustentaba. Una colectivización de los medios de producción como la que tuvo lugar en este "comunismo ", que fue en verdad una estatalización de la propiedad capitalista sobre los mismos, no elimina necesariamente el carácter capitalista de esta forma

de

propiedad.

comparativamente

las

Por dos

ello,

si

totalidades

se

consideran

imperiales,

la

ecomonía-mundo "socialista" (Rusia, la Unión Soviética y el bloque de la Europa centroriental) y la economía-mundo "capitalista" (su núcleo trilateral, pero también su periferia "tercermundista"), las innegables diferencias entre ellas —en lo que se refiere a las condiciones de existencia de la

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"sociedad civil": reprimida pero protegida, en la primera, desamparada pero libre, en la segunda— no resultan ser más importantes que sus similitudes también inocultables —en lo que atañe a la estructura y al sentido más elementales de la modernización de su vida cotidiana. La sujeción de la "lógica" de la creación de la riqueza social concreta a la "lógica" de la acumulación de capital, la definición de la humanidad de lo humano a partir de su condición de fuerza de trabajo, para no mencionar sino dos puntos esenciales de la modernidad económica y social capitalista, fueron igualmente dos principios básicos de la modernidad "socialista", que se proclamaba sin embargo como una alternativa frente a ella. El proyecto elemental de la modernidad capitalista no desapareció en la modernidad del "socialismo real"; fue simplemente más débil y ha tenido menos oportunidades de disimular sus contradicciones. El derrumbe del "socialismo real" —desencadenado por la victo ria lenta y sorda, pero contundente, de los estados capitalistas occidentales sobre los estados "socialistas" en la

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"guerra fría" (1945-1989) —, ha borrado del mapa de la historia viva a las entidades socio-políticas que de manera tan defectuosa ocupaban el lugar histórico del socialismo. Lo que no ha podido borrar es ese lugar en cuanto tal. Por el contrario, al expulsar de él a sus ocupantes inadecuados — que ofrecían la comprobación empírica de lo impracticable de

una

sociedad

verdaderamente

emancipada, e

indirectamente de lo incuestionable del establishment capitalista —\ le ha devuelto su calidad de terreno fértil para la utopía.

277


REFERENCIAS 1989 es el texto que sirvió de Presentación al núm. 59 (otoño de 1990) de la revista Cuadernos Políticos, dedicado a la caída del "socialismo real". "A la izquierda" se publicó originalmente en el núm. 6 de la revista Utopías. Es el texto de la conferencia dictada por el autor dentro del ciclo "Cuestiones políticas " organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en enero de 1990. Postmodernismo y cinismo es el texto de la ponencia presentada por el autor en el II Encuentro Internacional de Filosofía Política que, con el tema "La democracia y sus problemas, hoy", tuvo lugar en Segovia, en abril de 1993. La identidad evanescente: ponencia del autor en el "Primer encuentro Hispano-Mexicano de Ensayo y Literatura", que tuvo lugar en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en febrero de 1991. El dinero y el objeto del deseo: ponencia del autor en el Simposio sobre "El discurso del amor", organizado por Noé Jitrik en la UNAM, en 1990. Se publicó en el núm. 4 de Debate feminista, México, 1991. Una versión reducida de "Heidegger y el ultra-nazismo" se publicó en La Jornada Semanal núm. 13, de septiembre de 1989. El texto de Lukács y la revolución como salvación fue presentado por el autor en el "Simposio Internacional Gyorgy Lukács y su época", efectuado durante el mes de noviembre de 1985 en la UAM-Xochimilco de México.

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La comprensión y la crítica (Braudel y Marx sobre el capitalismo) es el texto corregido y ampliado de la conferencia expuesta por el autor en las "Primeras Jornadas Braudelianas Internacionales ", que tuvieron lugar en el Instituto Mora de la ciudad de México en octubre de 1991. Una versión considerablemente reducida de Modernidad y capitalismo (15 tesis) fue publicada anteriormente: primero, como material de discusión interna de la DEP de la Facultad de Economía de la UNAM, en 1987; después, en el núm. 58 (invierno de 1989) de la revista Cuadernos Políticos; finalmente corregida en el vol. XIV, núm. 4 (otoño de 1991) de Review, revista del Fernand Braudel Center, en Nueva York.

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Cultura y Barbarie Bolívar Echeverría10

L

a guerra, cuyo fin fue decretado hace unos días, terminó con un evidente triunfo de las “fuerzas de la cultura” sobre las “fuerzas de la barbarie”. Un

pueblo, el iraquí, reacio atoda modernización, como se supone que son todos los pueblos islámicos, y proclive por tanto a generar regímenes autoritarios, recibió una lección: fue liberado de una tiranía dañina para él mismo, y peligrosa para el mundo civilizado. A través de un proceso de democratización, pronto será integrado, tal vez en contra de su voluntad manifiesta (“la letra con sangre entra”), pero eso sí en obediencia a la vocación profunda que hay que adjudicarle, en el mundo occidental, portador de la civilización moderna y la cultura humanista y universalista. Esta descripción, por sospechosa que pueda parecernos, es 10 Presentado en el Coloquio: Cultura contra Barbarie, en la Mesa: Cultura, Identidad y Política, en la UNAM.

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correcta para el sentido común de las sociedades occidentales. En efecto, los mass media comentan en él una espontaneidad que les lleva a la idea de que la catástrofe que amenaza al mundo en este siglo, que sería el del choque de las civilizaciones, sólo puede ser conjurada mediante una reedición modernizada de la estructura imperial del establishment político occidental. Idea a la luz de la cual lo sucedido en Irak sería un episodio necesario, sin duda desagradable en muchos aspectos, de la historia positiva de ese rescate de la civilización moderna en peligro. Se trata de una descripción oficial de lo acontecido en la guerra de Irak que resulta sospechosa a cualquiera que se resista a la espontaneidad del sentido común. En efecto, es evidente la trama económica que se asoma por debajo de los hechos bélicos y que los revela como resultado de una disputa entre las corporaciones transnacionales por la renta del petróleo. Es igualmente inocultable la dimensión geopolítica que tiene esta guerra en la medida en que le asegura a los Estados Unidos un posicionamiento ventajoso en el previsible enfrentamiento futuro entre Oriente y

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Occidente. Pero la razón principal de que la razón oficial del sometimiento de Irak como un triunfo de la cultura sobre la barbarie resulte sospechosa, está en las dudas que despierta la imagen del ejército norteamericano como guardián de la cultura. ¿Qué es cultura? ¿Qué es barbarie? Si partimos del consenso casi unánime sobre la validez de la afirmación aristotélica que define al ser humano como un animal político, e intentamos precisar qué es lo que habría que entender bajo el calificativo de político, podemos llegar a pensar que el vivir en polis, desde la polis y para la polis, que es a lo que dicho calificativo se refiere, sería el vivir de un animal cuya vida a dejado de ser propiamente animal en un cierto sentido. El animal humano sería aquel animal tan especial que por algún avatar de la historia natural, ha perdido el cobijo del instinto en materia de organización de su existencia gregaria, carece de un programa socializador para seguirlo ciegamente, y se encuentra a la intemperie, necesitado de dar él mismo un orden, una armazón, una

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forma, a esa socialidad, a todo el conjunto de relaciones interindividuales de convivencia que se establecen en la reproducción de su cuerpo colectivo. El ser humano sería un animal político porque, a diferencia de los demás animales, debe tenerse a sí mismo como objeto de transformación, porque está obligado a autorealizarse, a configurarse a sí mismo, a elegir entre distintas posibilidades la forma de ciudad concreta, de polis, de comunidad identificada, que van a tener las relaciones sociales que posibilitan su existencia. Uno es el ser humano del maíz, otro el del arroz, otro el del trigo. Son seres humanos que compusieron una identidad, una mismidad, un modo singular de ser, en torno al compromiso concreto de juntarse entre sí y organizar su vida cotidiana de la manera que venía dictada por las necesidades de la domesticación y el cultivo de cada una de esas tres plantas. Son identidades profundas, de muy larga duración, cuyos restos dispersos, combinados con los de otras identidades menos radicales que ellas, perduran incluso en nuestros días, a siglos, incluso milenios de la desaparición de los mundos sociales en los que fueron creadas, y que se

283


hacen presentes sin obedecer ya a una pertenencia étnica particular en determinados indicios, en ciertos rasgos estructurales de varias lenguas y varias comprensiones corporales particulares, en ciertos timbres de distintas voces particulares, en ciertos detalles de muchas gestualidades particulares. El ser humano es el animal político del que habla Aristóteles, porque, animal extraño, condenado a la libertad de elegir una forma para su socialidad, ejerce esa libertad fundando sin cesar, sea como sujeto público o como sujeto privado, identidades de todo tipo, capaces de darle la concreción a esa socialidad; identidades que van desde las lingüísticas hasta las de la afición deportiva, pasando por otras de orden religioso o político; identidades de toda magnitud y toda duración, abarcantes de continentes enteros y de numerosos siglos, como las lingüísticas, o circunstanciales y efímeras como las deportivas; identidades inéditas, como la de los amantes del rock, o identidades que combinan otras llamadas arcaicas o recientes, como la identidad mestiza de América latina desde el siglo XVII.

284


Puede decirse entonces que lo político tiene que ver con la identidad en este sentido esencial. Lo político está en la capacidad que tiene el ser humano de decidir sobre sí mismo, sobre sus formas de convivencia. Capacidad que se ejerce necesariamente en un proceso de adquisición de una consistencia concreta para su vida cotidiana, de creación de identidades. Ahora bien, las identidades pueden ser concebidas como subcodificaciones del código de la existencia humana, como dispositivos que particularizan, que dan una singularidad al código general de lo humano. Podría decirse que no existe algo así como “lo humano” en general; que el código general de la humanidad no se da de manera directa, de manera inmediata; que lo humano siempre se da de

manera

identificada,

siempre

mediante la

perspectivización, el “estilo” o la coloración que le otorga la presencia de una sobreteterminación determinada por un sub-código. En este sentido, puede decirse que todo uso del código lingüístico o del código del comportamiento práctico, todo uso del código de lo humano, es un código en el que se repite, se reproduce o cultiva la subcodificación

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que identifica a ese código. En cada acto productivo y consumativo, en cada comportamiento lingüístico de los individuos sociales, está lo que podría llamarse la reproducción de esa identidad, el cultivo de esa identidad. La dimensión cultural de la existencia social estaría dada por el hecho de que en cada uno de los actos de la vida cotidiana, el ser humano está cultivando sus identidades, la combinación de estas identidades, está cultivando pues la dimensión identitaria de su existencia. Hay, por supuesto, determinados usos del código de lo humano subcodificado, identificado en cada caso, en los cuales el cultivo de estas identidades es un momento protagónico. Podemos hablar, por ejemplo, del juego, de la fiesta y del arte como comportamientos en los cuales este cultivo de la subcodificación, de esa particularización o identificación del código de lo humano, se cumple de manera especial. Y podemos también hacer referencia a ciertas actividades que serían especialmente culturales en la medida que ese cultivo de

la

identidad

se

desarrollaría profesionalmente.

Actividades que tienen que ver más bien con lo que

286


podríamos llamar la alta cultura, el desarrollo de las artes, etc. De todo esto, me parece a mí, lo importante está en insistir en lo siguiente: la cultura en cuanto tal, al cultivar esa identidad, que es una identidad creada por el ser humano, actualiza la politicidad de ese ser humano, hace evidente su capacidad de dar forma a la socialidad, de autoreproducirse, de crear identidades, de refundar la concreción de la vida social. Esto sería lo principal de la cultura. Si nosotros ahora consideramos lo que ha sido el destino de la cultura en la sociedad moderna, vamos a tener que hablar de aquello a lo que hacía referencia Walter Benjamin cuando decía que no hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie. Y esto porque podríamos decir que, en la sociedad organizada por la modernidad capitalista, la hostilidad a la cultura es una necesidad inherente. La modernidad

capitalista

implica

el

fenómeno

de

la

enajenación del sujeto humano, de la suspensión de su capacidad de autoreproducirse, de generar formas para sí mismo, y de la cesión de esta capacidad política fundamental

287


al mundo de las cosas, que no es otra cosa que el mundo de la acumulación del capital, el mundo virtual donde el valor de las mercancías se valoriza. Podríamos decir que la cultura en la sociedad moderna es una cultura que se encuentra sistemáticamente reprimida por esta modernidad capitalista, en la medida justamente en que aquel que es el creador, el sujeto que pone la concreción de la vida, está impedido de ejercer esta función política fundamental suya. La nación moderna consagra al sujeto como subordinado a la sujetidad cósica de la empresa estatal capitalista, reprime el juego de creación y combinación de identidades, y por tanto, reprime el cultivo del dinamismo de la dimensión cultural. La hostilidad básica de la nación moderna hacia la cultura, puede mantenerse oculta cuando la devastación que ella trae consigo puede ser compensada ante una determinada población con el fortalecimiento de la llamada identidad nacional oficial que se le adjudica como marca distintiva, marca improvisada a partir de sus rasgos étnicos y de su folclore; cuando y en la medida en que se deja organizar por las instituciones de aquel Estado capitalista moderno que la

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ha tomado vampirescamente como soporte suyo. Es, sin embargo, una hostilidad que no logra enmascararse cuando la identidad nacional que debería hacerlo, debe provenir de un Megaestado, o un Estado Transnacional, como el que pugna por formarse en Norteamérica, Europa y las zonas integradas a ellos. Por más exitoso que pueda resultarle a los Estados Unidos el golpe de Estado anticipado o preventivo que intenta dar actualmente dentro de ese Megaestado Occidental aún en ciernes, su capacidad de construir una nación de naciones que fuera capaz de sustentar dicho Estado es todavía cuestionable. La hipóstasis de la nación norteamericana como núcleo aglutinador de una identidad supranacional llamada “comunidad

occidental”

“humanidad resulta

occidental”

todavía

forzada

o e

inverosímil. Ésta es la razón, a mi ver, de que la barbarie de la modernidad capitalista, su actitud básicamente hostil a la autarquía del sujeto humano, y por tanto a su creatividad de formas y de identidades, resulten difíciles de ocultar; la razón de que la descripción oficial de lo sucedido en Irak resulte sospechosa, de que la imagen del ejército norteamericano

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como guardiĂĄn de la cultura resulte escandalosamente ridĂ­cula.

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La izquierda: reforma y revolución Bolívar Echeverría11

N

o deja de ser extraño, incluso paradójico, lo que sucede actualmente en el mundo de las ciencias sociales: justo en una época que se reconoce a

sí misma como un tiempo especialmente marcado por cambios radicales e insospechados -cambios que abarcan todo el conjunto de la vida civilizada, desde lo imperceptible de la estructura técnica hasta lo evidente de la escena política-, la idea de la revolución como vía de la transición histórica cae en un desprestigio creciente. Sea profunda o no, una mutación considerable del discurso sobre lo social se deja documentar abundantemente. Se trata, vista desde su ángulo más espectacular, de lo que se ha dado 11 Tomado de Utopías Nr. 6 Marzo-Abril de 1990, Revista de la FfyL UNAM

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en llamar una sustitución -de preferencia por sus contrariosde los paradigmas, modelos o casos ejemplares que habían servido hasta hace poco (una o dos décadas) a los teóricos de lo social para hablar de las transformaciones históricas. El lugar paradigmático, ocupado hasta hace poco por las revoluciones (francesa, rusa, china, cubana, etcétera), lo toman ahora las transiciones reformadoras (la revolucion norteamericana, los Gründerjahre y la era de Bismarck, la segunda posguerra europea, etcetera). Tan significativo es este cambio de paradigmas que Octavio Paz cree ver en su presencia todo “...el fin de una era: presenciamos el crepusculo de la idea de revolución en su última y desventurada encarnación, la versión bolchevique. Es una idea que únicamente se sobrevive en algunas regiones de la periferia y entre sectas enloquecidas, como la de los terroristas peruanos. Ignoramos qué nos reserva el porvenir... En todo caso el mito revolucionario se muere. ¿Resucitará? No lo creo. No lo mata una Santa Alianza: muere de muerte natural.”12 Jürgen Habermas coincide con Paz en la apreciación de la 12 "Poesia, mito, revoluci6n", en Vuelta, num. 152, Mexico, julio de 1989.

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importancia del fenómeno. Pero, a diferencia de la interpretacion paciana, en la que está ausente toda voluntad de distinguir entre el mito revolucionario y la idea de revolución -y en la que ésta parecería haber perdido definitivamente toda función descriptiva acerca de la transición histórica que vivimos y toda función normativa de las actitudes y las acciones en la politica actual-, la suya intenta una aproximación más diferenciada y comprensiva. Observa también el ocaso de la conciencia revolucionaria y su mesianismo moderno, pero al mismo tiempo ve en la actualidad del reformismo un suceso que depende de la radicalización del mismo y, en ese sentido, de la adopción por parte suya de determinados contenidos esenciales de la idea de revolución. En nuestro tiempo -sugiere- la única revolución posible es la reforma.13 En el discurso que versa sobre lo social desde el lado progresista o de izquierda, es decir, desde la perspectiva de quienes han venido trabajando en la "construcci6n de un sujeto político de alternativa", esta mutación en el "espíritu 13 "La soberanía popular corno procedimiento", en Cuadernos Políticos, num. 57, México, 1989.

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de la época" no carece en ocasiones de rasgos dramáticos; parecería implicar un secamiento de la fuente que le había servido para afirmar su identidad. La nueva convicción que allí se abre paso parte de un reconocimiento: después de la pérdida de las ilusiones (en verdad religiosas) acerca de una salvación revolucionaria, después de la experiencia del “desencanto" -y sobre todo a partir de ella-, ha llegado para la izquierda la hora de pensar con la cabeza despejada (nüchtern). Y arriba a una conclusión inquietante: ha llegado la hora de reorientar la identidad de la izquierda; de abandonar el arcaísmo del mito revolucionario y de pensar y actuar de manera reformista. A contracorriente de esta transformación espontánea –y en esa medida indetenibledel modo de tematizar la transición histórica y de interpretar por tanto la situación contemporánea, quisiera yo examinar brevemente la pertinencia teórica y la validez política de la exclusión que ella trae consigo de la idea misma de revolución.

(¿Despejarse

la cabeza

de

ilusiones

revolucionarias milenaristas tiene que significar para la izquierda un abandono de su orientación revolucionaria? ¿0

294


puede constituir, por el contrario, una oportunidad de precisar y enriquecer su concepto de revolución? Hablar de una sustitución de paradigmas teóricos es referirse a algo que sucede más en las afueras dei discurso teórico que dentro del mismo. El discurso teórico de una época no elige a su arbitrio ni el tema ni la tendencia básica de su tratamiento. Uno y otra parecen decidirse más bien en el terreno de aquellos otros discursos entregados al cultivo y la regeneración de las leyendas y los mitos. El discurso teórico trabaja a partir de lo que éstos le entregan. Mientras la historia moderna requirió ser narrada como el epos de la libertad y la creatividad, de la actividad del hombre en su lucha incansable y exitosa contra todo lo que quisiera ponerle trabas a su voluntad de objetivación, es comprensible que el mito revolucionario -el mito que, en su esencia, justifica las pretensiones políticas de un comienzo o recomienzo absoluto (de una fundación o refundación ex nihilo) de la vida en sociedad- fuera el mito más invocado. Ahora que las encarnaciones de esa actividad, los sujetos soberanos -las naciones o sus réplicas individuales- parecen

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haber perdido su función y "no estar ya allí para emprender, sino solo para ejecutar", la historia moderna prefiere una legendarización menos dramática de sí misma, en la que, al revés de la anterior, ella aparece como una dinámica automática de civilización; como el triunfo, no ya del Hombre (sujeto), si no de un ordenamiento sin sujeto que se afirma en medio de lo caótico o natural (y también, por tanto, de lo bárbaro o atrasado). El mito que interpreta a los procesos revolucionarios según la imagen de la Creación, del texto que se escribe sobre el papel en blanco después de haber borrado otro anterior, tiende a sustituirse por otro -una nueva versión del mito del Destino-, que ve en ellos, como en toda actividad humana, el simple desciframiento práctico de una escritura prexistente. El destronamiento de la figura épica y mítica de la revolución (de su definición como una refundación absoluta) es un episodio de primera importancia entre todos los que coinciden en el ocaso -un ocaso más que justificado- de toda la constelación de mitos propios de la modernidad capitalista. Sin embargo, una pregunta se impone: ¿debe la idea de revolución correr la

296


misma suerte que el mito moderno de la revolución? ¿Es la idea de revolución un simple remanente del pensar metafísico,

una

mimetización

política

del

antiguo

mesianismo judeocristiano? ¿Descartar del discurso la invocación mágica a la revolución implica eliminar también la presencia discursiva de la revolución como un instrumento conceptual necesario para la descripción de las transiciones históricas reales, y como una idea normativa, aplicable a determinadas actitudes y actividades políticas? Nada hay mas controvertido en esta vuelta de siglo que la presencia

del

hecho

revolucionario

en

la

historia

contemporánea; es un hecho cuya simple nominación depende ya del lugar axiológico que le está reservado de antemano en las distintas composiciones que disputan entre sí dentro del discurso historiográfico. Mientras unos pensamos que tal hecho –inseparablemente ligado a su contrapartida siempre posible: la catástrofe barbarizadora- constituye el acontecimiento básico de nuestro tiempo, otros, en el extremo opuesto, no sólo niegan

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su existencia como tal, sino que ven en su consistencia puramente ideológica uno de los peores desvaríos de la razón. El de la revolución es, así, un asunto que no puede tratarse al margen de las necesidades de autoafirmación ética de quienes hablan de él; es decir, es un asunto cuya presencia resulta necesariamente divisionista en el ámbito del discurso que intenta la descripción y la explicación de los fenómenos. Conviene por ello -si queremos permanecer en este ámbito, aunque sólo sea por un momento-, hacer un esfuerzo de abstracción, despojar a la idea de revolución de sus encarnaciones actuales, que probablemente la idealizan o la satanizan, y considerar su

necesidad como

simple

instrumento del pensar. El núcleo duro, lógico-instrumental, de la idea de revolución -no su núcleo encendido, que estaría en el discurso político y la irrenunciable dimensión utópica del mismo- hay que buscarlo, por debajo de las significaciones que lo sobredeterminan en sentido mítico y político, en el terreno del discurso historiográfico. Como concepto propio de este discurso, la idea de revolución pertenece a un conjunto de

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categorías descriptivas de la dinámica histórica efectiva; se refiere, en particular, a una modalidad del proceso de transición que lleva de un estado de cosas dado a otro que lo sucede. Mediante artificio metódico, los muy variados argumentos

explicativos

queofrece

el

discurso

historiográfico sobre el hecho de la transición histórica pueden ser reducidos a un esquema simple. Dicho esquema podría expresarse con la siguiente frase: "el estado de cosas cambió porque la situación se había vuelto insostenible". Las cosas se modifican dentro del estado (de cosas) en que se encuentran, y lo hacen en tal medida o hasta tal punto, que su permanencia dentro de él se vuelve imposible y su paso a un estado (de cosas) diferente resulta inevitable. Si se hace la comparación del caso, se puede observar que incluso la fórmula empleada por Marx para explicar la dinámica de la historia económica -fórmula repetida entre nosotros hasta el cansancio- es una variación peculiar de este esquema. También esa formula, que describe una dialética entre las "fuerzas productivas", por un lado, y las "relaciones de producción", por otro, habla de un perfeccionamiento de las

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primeras en el curso del tiempo, que las lleva a "sentirse estrechas" en el marco de las segundas, a entrar en contradicción con ellas y a promover una transición, una sustitución de ellas por otras. Un simple análisis formal de este esquema explicativo de la transición histórica permite distinguir con claridad la necesidad que el discurso historiográfico tiene del concepto de revolución. Lo primero que salta a la vista es que, al hablar de un cambio en el que "las cosas" transitan de un "estado" a otro diferente, el discurso historiográfico presupone, quiéralo o no, una concepción de la realidad histórica como una unidad o síntesis de una substancia y una forma. Se diría incluso que este antiguo esquema de aproximación a la realidad de lo real tiene en él su terreno de aplicación mas importante. Pensada con estas categorías, la dinámica histórica se explica a partir de la idea de que esa síntesis puede encerrar un conflicto, de que es posible una falta de concordancia entre la substancia y la forma en que esta substancia adquiere concreción. La dinámica histórica parece incluso implicar -como lo

300


afirmaba G. Bataille recordando la oposición nietzscheana entre lo “dionisíaco” y lo “apolíneo”- que la substancia, que sólo puede existir realmente si una forma viene a ponerle límites a su inquietud dispersante, llega, sin embargo, a llenar y a rebasar cíclicamente los bordes de la forma establecida, proponiendo ella misma el esbozo de una nueva forma con la que esa forma tendrá que disputar su lugar antes de abandonarlo. Ahora bien, el paso o tránsito a un estado de cosas diferente constituye de hecho una solución a la problemática sin salida en la que se encontraba el estado de cosas anterior. Y esta solución no tiene por qué ser en todos casos la misma; es indudable que, de la situación de impasse al que llegan las cosas en un cierto estado, el salto que las lleva a otro estado puede ir en varias direcciones y además en sentidos incluso contrapuestos. Lo característico en la situación de partida de un proceso de transición es el predominio de lo que hay de contradictorio sobre lo que hay de armónico en la relación que junta la substancia con la forma de una realidad histórica. La

301


substancia ha crecido o se ha reacomodado, acontecimiento que ha provocado en la forma establecida la insuficiencia o caducidad de algunos de sus rasgos y la solicitación de ciertos rasgos nuevos, desconocidos en ella. En el proceso de transición, esta situación de partida es seguida por un segundo momento, en el que lo característico está dado por el movimiento de respuesta proveniente de la forma establecida. Se trata de un movimiento de reacción que no puede ejercerse más que en dos direcciones: a) la forma

puede

actuar

sobre

sí misma

en

sentido

autorreformador, sea con el fin de ampliar sus margenes de tolerancia o de integrar en sí los nuevos esbozos de forma ajenos a ella; y b) la forma puede actuar sobre la substancia en sentido debilitador, sea con el fin de disminuir la carga impugnadora que existe en la misma o de desviarla hacia objetivos que le son por lo pronto indiferentes. Ampliado de esta manera, el esquema explicativo de la transición histórica permite distinguir al menos cuatro salidas puras, todas ellas genuinas o necesarias, para las cosas históricas encerradas en un “estado” que se ha vuelto

302


insostenible: la reforma y la reacción, por un lado, y la revolución y la barbarie, por otro. Hay que reconocer ante todo que la respuesta dada por la forma a la amenaza proveniente de la substancia puede alcanzar un buen exito; buen exito que por lo demás puede tener dos sentidos completamente diferentes, incluso contrapuestos. En un primer sentido, esta eficacia del estado de cosas en dar cuenta de las exigencias planteadas por las cosas históricas alteradas implica la apertura de toda una época de modificaciones que vienen a ampliar y a diversificar el orden social establecido. Para no dejar de ser ella misma, la forma imperante toma la delantera a las mutaciones primeras, aun no exageradas, de la substancia. Genera subformas de sí misma que, en el terreno de los hechos, revelan ser capaces de integrar la exigencia de renovación formal; crea remansos de “utopías realizadas”. Saluda al futuro, pero no cree indispensable

despedirse

del

pasado.

Postula

una

preeminencia en la historia de lo que sería una modificación continuadora sobre lo que sería una ruptura creativa.

303


Planteados

así

los

términos,

“reformistas”

serían

propiamente la actitud ética y la posición política que, como suele decirse, “le apuestan” a esta primera vía de transición histórica. En un segundo sentido, contrapuesto al primero, el buen éxito de la reacción de la forma frente a la inconformidad de la substancia, es decir, el triunfo del estado de cosas imperante sobre las cosas mismas, se presenta como una época de reafirmación exagerada del orden social establecido y de destrucción sistemática del cuerpo social; un tiempo que, cuando no sangra de manera lenta e individualizada sus energías históricas, las sacrifica abrupta y masivamente. Esta vía de transición -en la que el futuro es sometido y devorado por el pasado- es la vía retrograda reaccionaria que puede seguir la historia en sus procesos de transición. Retrógrada o reaccionaria es, en consecuencia, la actitud ético-política que se deja amedrentar por esta respuesta prepotente del establishment , y se identifica con ella. Pero no siempre el proceso se acaba con una de estas dos salidas. La historia conoce transiciones que presentan un

304


tercer momento. La resistencia que las cosas ofrecen al intento que el estado en que se encuentran hace de reafirmar su validez puede resultar más o menos efectiva. La respuesta de la forma a la amenaza de la substancia puede llegar a fracasar; sus esfuerzos de autoconservación pueden revelarse insuficientes. Se trata de una efectividad de las primeras o de un fracaso de la segunda, que se manifiesta igualmente en dos sentidos del todo divergentes. En un primer sentido: aquel crecimiento o reacomodo que había tenido lugar en el seno de la substancia alcanza a sobreponerse tanto a la accion integradora ejercida sobre él por la forma dominante, y dirigida a desactivar su inconformidad respecto de ella, como a la acción represora con la que esa misma forma lo rechaza e intenta aniquilarlo. La presión de las cosas sobre el estado en que se encuentran llega a constituir toda una época de “actualidad de la revolución”: se crean formas alternativas que comienzan a competir abiertamente con la establecida; se prefiguran, diseñan

y

ponen

en práctica

nuevos

modos

de

comportamiento económico y de convivencia social. Esta

305


vía de salida, que pasa por una subversión (Um-wälzung) destinada a sustituir (Ersetzung), y no sólo a remozar el estado de cosas prevaleciente, es la solución a la exigencia histórica de transición que constituye el fundamento de la posicion etico-política revolucionaria. En un segundo sentido, la situación necesitada de transición puede encallar en un empate y permanecer así por tiempo indefinido. El fracaso de la forma puede tener su contrapartida en una incapacidad de triunfo por parte de la substancia; puede ir acompañado de un fracaso equiparable de las cosas en inventar un nuevo estado para sí mismas. Se abre entonces un período de deformación lenta de las formas establecidas y de desperdicio continuo de las nuevas energias históricas. Se trata de una salida que consiste en encerrar dentro de sí misma una situación social necesitada de una transición histórica; salida decadente, si se toman en cuenta las zonas de predominio exacerbado de la forma, o salida bárbara, si se consideran las zonas de desastre, en donde la resistencia de la substancia se corrompe y languidece.

306


En resumen: la descripción anterior de las posibilidades inherentes al esquema con que el discurso historiográfico piensa la transición histórica muestra con toda claridad que en él existe un lugar necesario para la idea de revolución. La salida revolucionaria es sin duda una de las cuatro soluciones a la situación de impasse en la que puede desembocar un estado de cosas histórico; es una de las cuatro vías o modalidades puras de transición que juegan y se combinan entre sí en toda transición histórica concreta. Dos conclusiones pueden desprenderse directamente de este examen formal del discurso historiográfico. La primera, acerca del discurso político de izquierda y su uso de la idea de revolución. De izquierda -podría decirse- son todas aquellas posiciones ético-políticas que, ante la impugnación que la cosa histórica hace del estado en que se encuentra, rechazan la inercia represora y destructiva de éste y toman partido por la transformación total o parcial del mismo, es decir, por la construcción o la reconstrucción de la armonía entre una substancia histórica y su forma. Según esto, hacen mal o, mejor dicho, carecen de fundamento racional quienes

307


actualmente, ubicados en una posición de izquierda, creen que, junto con el mito moderno de la revolución, es conveniente expulsar también de su discurso la idea misma de revolución y todas aquellas que de una manera u otra giran a su alrededor, como es el caso de la idea de socialismo. Si el cambio de identidad dependiera mágicamente del cambio de nombre, nada sería ahora más oportuno para el socialismo que pasar a llamarse de otra manera; dejar que el socialismo real se hunda con todo, con adjetivo y sustantivo, para poder él rehacer su identidad con señas nuevas: sin mácula. En la historia, sin embargo, el poder de un segundo bautizo suele ser restringido. Poco ayuda, por ejemplo, sustituir el nombre del socialismo con un sinónimo suyo menos preciso: “democracia”. Socialismo es el nombre genérico de una meta histórica cuyo atractivo concreto sólo se vislumbra desde la situación de impasse en la que entra el estado de cosas histórico de la modernidad capitalista. Hace referencia a una determinada armonía posible entre la substancia y la forma de la vida

308


social propiamente moderna; armonía que valdría la pena perseguir y que para unos será fruto de una reforma radical, mientras para otros deberá resultar de una innovación revolucionaria. “Democracia”, por su parte, es el nombre de esa armonía, pero en general; de la coincidencia entre el carácter público (demosios) de la generación de supremacía política (kratos) y el carácter popular (demotikos) de su ejercicio. En gran medida, si no es que del todo, la identidad de la izquierda se define por el socialismo. Renunciar a él implica aceptar que, en la actualidad, las únicas opciones históricas realistas son la reacción o la barbarie; que una transformación del estado de las cosas históricas no está en la orden del día y que quien debe alinearse, contenerse y reprimirse dentro de la forma capitalista dada es la substancia social moderna y su inconformidad. El discurso que versa sobre lo social desde posiciones de izquierda tiene ante sí un sinnúmero de cuestiones nuevas. Entre ellas se encuentran las siguientes: ¿el fracaso del “socialismo realmente existente” en la Europa centroriental es la prueba de la inactualidad de todo socialismo o lo es únicamente del

309


socialismo “religioso” que se dejó convertir en ideología totalitaria? ¿Ha sido, en verdad, el “socialismo real” la realización de la versión revolucionaria (marxista) del socialismo? ¿Queda ésta, por tanto, definitivamente descalificada junto con el hundimiento de aquél? ¿O, por el contrario, el “socialismo real” ha consistido en una represión sistemática de la misma, y su debacle de ahora significa más bien para ella una liberación? La segunda conclusión requiere tomar en cuenta ciertos hechos que no se prestan a duda. Según los datos disponibles acerca del tiempo presente -tiempo anterior a los efectos de la perestroika rusa y las revoluciones centroeuropeas sobre el mundo occidental-, lo más probable es que se trate de una época de “actualidad de la reforma”; una época en que la historia parece adelantarse a la política, a diferencia de otras, que Lukacs llamó de "actualidad de la revolución", en las que la política parece rebasar a la historia. Es verdad que no hay continuidad entre la salida revolucionaria y la solución reformista. Como le gustaba

310


repetir a Rosa Luxemburg, la revolución no es un cúmulo acelerado de reformas, ni la reforma es una revolución dosificada. Una y otra van por caminos distintos, llevan a metas diferentes; la sociedad que puede resultar del triunfo de la una es completamente diferente de la que puede resultar del buen éxito de la otra. Pero,sin embargo, aunque son enteramente diferentes entre sí -incluso hostilmente contrapuestas-, la perspectiva revolucionaria y la reformista se necesitan mutuamente dentro del horizonte político de la izquierda. Las metas propiamente reformistas ocupan con su actualidad indudable todo el primer plano de las preocupaciones políticas de la izquierda actuante y realista. Pero el discurso de izquierda haría un voto de pobreza autodestructivo si decidiera permanecer exclusivamente dentro de los limites de ese primer plano. No puede desentenderse del hecho de que, en un segundo plano, de menor nitidez, hay también metas políticas que sólo son perceptibles

en

la

perspectiva de

una

modalidad

revolucionaria de la transición histórica en la que se

311


encuentra actualmente la sociedad. Metas que son urgentes, es decir, que tienen una necesidad real y no ilusoria, pero que son utópicas porque resultan inoportunas en lo que respecta a la posibilidad inmdiata de su realización. Imperceptibles desde la perspectiva reformista, gravitan sin embargo sobre el horizonte político de ésta, influyen sobre el, lo condicionan y conforman. Se trata de metas de política económica y social, de política tecnológica y ecológica, de política cultural y nacional, que, de no ser alcanzadas o al menos perseguidas, pueden convertirse en lastres capaces de desvirtuar las más osadas conquistas reformistas. Por lo demás, ahora que la Europa centroriental, al deshacerse de la pseudorrevolución en que vivía, deja al descubierto que mucho de la falta de autenticidad de ésta se escondía justamente en su apstraccionismo, el reformismo le presta a la perspectiva revolucionaria un gran servicio. Le recuerda algo que en ella se suele olvidar con frecuencia: que la revolución, para serlo en verdad, debe ser, corno lo señalaba Hegel, una "negación determinada" de lo existente, comprometida con lo que niega, dependiente de ello, para el

312


planteamiento concreto de su novedad. De todos los vaivenes, las permutaciones y las conversiones políticas que ha conocido la historia del siglo XX hay algo que podrían aprender los dos “hermanos enemigos” que conforman la izquierda: pocas cosas son más saludables que volcar un poco de ironía sobre la propia seguridad. El mismo espíritu de seriedad que lleva a absolutizar y a dogmatizar, sean las verdades revolucionarias o las reformistas, lleva también con necesidad a la censura, la discriminacion y la opresión de las unas por las otras. Por ello es preocupante observar el parecido que hay entre aquel fanatismo que, en la crisis de la Republica Alemana de Weimar, hizo que los comunistas acusaran de socialfascistas a los reformistas socialdemocratas y el que se muestra ahora, cuando, por ejemplo, se pretende identificar toda posición revolucionaria con la

del

“socialismo” despótico e irracional que ilusiona en estos días, en su desesperación, a tanta gente del Perú, discriminada y explotada durante siglos.

313


Sartre y el marxismo Bolívar Echeverría “S’il essaye de devenir lui-même une politique,... [l’éxistentialisme] ne pourra que déguiser en double oui son double non, proposer q’on corrige la démocratie par la révolution et la révolution par la démocratie.” M. Merleau-Ponty, Sartre et l’ultrabolchevisme

E

n 1960, Jean-Paul Sartre llama “ideología” a su propia teoría, el existencialismo. Dice: el existencialismo es “un sistema parasitario que ha

vivido en las márgenes del Saber, que se opuso a él inicialmente y que hoy intenta integrarse en él”. El Saber es 314


el marxismo. La definición que Sartre da de él es sin duda la más elogiosa que éste ha recibido; para construirla, Sartre llega incluso a inventar una nueva acepción para la palabra “filosofía”. Habla de ésta como una entidad discursiva o una figura muy especial del discurso social que sería todo eato a la vez: una “totalización del saber, un método, una idea reguladora, un arma ofensiva y una comunidad de lenguaje”. El marxismo sería “la filosofía de nuestro tiempo”, la tercera y última de las filosofías propias de la historia moderna --después de la de Descartes-Locke y la de Kant-Hegel--. El elogio de Sartre es directo y franco; no tiene nada de irónico, no pretende carcomer al objeto elogiado hasta dejarlo en puro cascarón, pero es un elogio que termina por ser contraproducente. Contradice la conocida afirmación de Marx y Engels en La ideología alemana, que reconoce esa capacidad de “dominar”, de “totalizar el saber”, no a las ideas del proletariado revolucionario, sino a “las ideas de la clase dominante”. A esta descripción, que comparte en principio, Sartre contrapone sin embargo la observación de que, 315


“cuando la clase ascendente toma conciencia de sí misma, esta toma de conciencia actúa a distancia sobre los intelectuales y desagrega las ideas en sus cabezas.” La presencia real del marxismo, insiste, “transforma las estructuras del Saber, suscita ideas y cambia, al descentrarla, la cultura de las clases dominantes”. La distinción puede parecer bizantina, pero es sustancial. Mientras Marx habla del dominio de las ideas de los dominantes como un hecho propio de la reproducción del orden establecido, Sartre habla del dominio de la nueva “filosofía” como algo que tiene lugar dentro del enfrentamiento entre ese orden y las fuerzas sociales y políticas que lo impugnan. Puede ser, diría Marx, que la clase de los trabajadores “lleve las de ganar” en esta lucha, y sea “dominante” es este sentido, pero, aquí y ahora, el dominio efectivo sigue estando del lado del capital y las clases a las que favorece.

El

elogio

de

Sartre

resultaría

así

contraproducente porque, al elevar al marxismo a la categoría de “el Saber” de nuestro tiempo, desactiva en el discurso de Marx de aquello que su autor más preciaba en él:

316


su carácter crítico. Para Marx, en efecto, el discurso de los trabajadores revolucionarios es un discurso de la transición y para la transición “de la pre-historia a la historia”, y en esa medida carece de la consistencia propia de los saberes históricos que acompañan el establecimiento de un orden económico y social; es un discurso que tiene la misma fuerza y la misma evanescencia que caracteriza al proceso de transición:

un

discurso parasitario-demoledor,

des-

constructor del discurso dominante. Su obra inaugural, El capital, no es la “primera piedra” de un nuevo edificio, el del Saber Proletario, no lleva el título de “tratado de economía política comunista”, sino que se autocalifica simplemente de “crítica de la economía política”, una contribución a la crítica general del “mundo burgués” o de la modernidad capitalista. Una vez que Sartre ha presentado su definición del “marxismo” como “la filosofía irrebasable de nuestro tiempo”, la pregunta que se impone consecuentemente la formula él mismo: “¿Por qué entonces el “existencialismo” ha guardado su autonomía? ¿Por qué no se ha disuelto en el

317


marxismo?” Y su respuesta es contundente: “Porque el marxismo”, que sólo puede ser una totalización que se retotaliza incesantemente, ”se ha detenido”. Toda filosofía es práctica, añade, “el método es un arma social y política”, y la práctica marxista, habiéndose sometido al “pragmatismo ciego” del “comunismo” stalinista, ha convertido a su teoría en un “idealismo voluntarista”. Sartre no percibe que las miserias de lo que él reconoce como “marxismo” no se deben a un problema de velocidad, a que el marxismo se ha detenido recientemente, sino más bien a una cuestión de sentido, a que lleva ya un buen tiempo --desde las fechas en que el propio Marx tomó distancia de sus discípulos “marxistas”-- de haber abjurado de su vocación crítica. De lo que se trata para el existencialismo, plantea Sartre, es de ayudar al “marxismo” a salir de su marasmo teórico, y de hacerlo introduciendo en él lo que el existencialismo puede mejor que nadie: la exploración de la dimensión concreta, es decir, singular de los acontecimientos, a través de las “instancias de mediación práctico-inertes” que conectan a los individuos con sus entidades colectivas y con la historia.

318


Las condiciones objetivas determinan, sin duda, la realización de todo acto humano, pero ese acto no es el producto de esas condiciones, sino siempre el resultado de una decisión humana libre. El existencialismo puede enseñarle al “marxismo” que la dimensión de “lo vivido” en medio del cumplimiento o la frustración de un proyecto no es un subproducto del proceso histórico sino su verdadera substancia. El esfuerzo teórico de Sartre en su obra de aporte al “marxismo” es descomunal. Las 755 densas páginas de su Crítica de la razón dialéctica rebosan creatividad; hay en ellas innumerables conceptos y argumentos nuevos --“praxis e historia de la escasez”, la “serialidad” y lo “colectivo”, el “juramento” y el “grupo en fusión”, la “mediación” y “lo práctico-inerte”-- que su autor presenta a través de ejemplos concretos de comprensión histórica, tan diferentes entre sí como la toma de la Bastilla, en el un extremo, y la identificación de Flaubert con Madame Bovary, en el otro. Se trata sin embargo de un esfuerzo cuyos resultados efectivos fueron marginales, por no decir nulos. El

319


“marxismo” tenía razón al no querer enterarse de la obra de Sartre y permitir sólo una discusión escasa e insubstancial de la Crítica. Y es que, en verdad, el aporte de Sartre resultaba para él un regalo envenenado. Para el “marxismo” con el que Sartre polemiza --“marxismo de la segunda internacional” (Korsch) o “marxismo soviético” (Marcuse) o “marxismo del socialismo realmente existente” (Bahro)--, la conciencia de clase del proletariado sólo podía consistir en la suma de aquiescencias individuales de los proletarios a un proyecto histórico global anticapitalista

existente

de antemano,

heredado

de

la

Socialdemocracia alemana por los bolcheviques leninistas, y radicalizado por ellos; un proyecto que cada uno de los proletarios recibía inmediatamente adjudicado, en la medida en que era un ejemplar singular más, perteneciente a la clase obrera dentro del conjunto de la realidad masiva de la sociedad moderna. Pensar, siguiendo el aporte de Sartre, que la “conciencia de clase proletaria” pudiera consistir en el “compromiso” generalizado, en la coincidencia de las sus innumerables iniciativas singulares individuales de los

320


proletarios, dirigidas a la construcción del proyecto histórico anti-capitalista, era algo estructuralmente imposible para ese “marxismo”, implicaba su autonegación. Aceptar una definición así equivalía para él a un suicidio. Se trataba de un marxismo que concebía al movimiento histórico del cual pretendía ser la expresión teórica, no como una novedad verdadera, como el acontecimiento revolucionario que Marx vio en él, como una ruptura del continuum que comienzaría, según W. Benjamin, por un “tirar de la palanca del freno de emergencia en el tren de la historia”, sino solamente como la continuación mejorada de un mismo viaje, como la reiteración perfeccionada de un mismo proceso, el del progreso de “la humanidad” o de “las fuerzas productivas”. El “marxismo” cuyo rescate el Sartre de 1960 se empeña en creer todavía posible era una teoría constitutivamente incapaz de concebir la conciencia de clase de los trabajadores como una conciencia identificadora concreta, superadora de la identidad masiva, esto es abstracta, “reserializadora”, que se genera automáticamente en el proceso de trabajo fabril capitalista diseñado en el siglo XIX (la del

321


contingente obrero sindicalizado en la CGT-Renault o en la CTM-Luz y Fuerza, por ejemplo). Era una doctrina que debía detestar puritanamente lo que venía con los nuevos tiempos: el juego libre, aparentemente caótico, de la constitución de una conciencia de clase revolucionaria a partir de experiencias laborales y de identidades vitales completamente diferentes entre sí, pero todas ellas lejanas de la tutoría uniformizadora del mundo fabril, y rebeldes ante ella. Sorprendido por el movimiento estudiantil del 68, en el que aparecía ya el juego libre de la afirmación revolucionaria, ese “marxismo” no supo otra cosa que condenarlo por “pequeño-burgués”. Sartre tuvo entonces que responder: “Lo que reprocho a todos aquellos que insultaron a los estudiantes es no haber visto que ellos expresaban una reivindicación nueva, la de soberanía. En la democracia, todos los hombres deben ser soberanos, es decir, poder decidir lo que hacen, no solos, cada uno en su rincón, sino juntos.” Afirmación que completó al entrevistar a uno de los dirigentes estudiantiles: “Lo que tiene de interesante la acción de ustedes es que pone a la imaginación en el poder...

322


Ustedes tienen una imaginación mucho más rica que que la de sus mayores, así lo prueban las frases que se leen en los muros de la Sorbona. Algo ha salido de ustedes que sorprende, que trastorna, que reniega de todo lo que ha hecho de nuestra sociedad lo que es ahora. A eso llamo yo una ampliación del campo de los posibles. No renuncien a ello.” Hay, sin duda, un marxismo distinto, que sí habría podido enriquecerse con el aporte de Sartre; es el marxismo que había comenzado a formularse mucho antes, en los años veinte, a partir de la primera catástrofe del siglo XX y el descubrimiento de un “Marx maduro” (el de El Capital) diferente del canónico, que se podía leer a la luz del Marx de juventud (el de los Manuscritos económico-filosóficos); es el marxismo que se había bosquejado en el libro de Georg Lukács, Historia y conciencia de clase, y que, para 1933, cuando la barbarie nacionalsocialista vino a clausurar la historia moderna, pugnaba apenas por salir a las calles, descendiendo del plano filosófico de un Bloch, un Korsch, un Marcuse, un Horkheimer o un Benjamin. Se trata sin

323


embargo de un marxismo que quedó para el futuro, que en la Francia de la segunda posguerra era prácticamente desconocido y que por tanto no podía pensar siquiera en competir con el “marxismo” canónico, ni en calidad de “método” ni de “idea reguladora” de la actividad política obrera y su organización “comunista”. Al presentar su idea del “marxismo” como “el saber de nuestro tiempo”, Sartre se refiere a una configuración de la opinión pública que correspondió propiamente al “momento de la liberación” en Europa, posterior a la II Guerra Mundial y la derrota del nazismo, y en especial a los años sesenta; era un conjunto de espectativas e ideas, de inquietudes y mitos, que, al tener un equivalente que es de signo contrario en nuestros días, parece aun más distante de nosotros, subrayando la extrañeza que hay entre la situación de esos años y la actual. Se vivía entonces como si fuera un comienzo lo que en verdad --ahora lo sabemos--era el episodio final de esa época a la que Georg Lukács llamó “la época de la actualidad de la revolución”. La revuelta estudiantil, que comenzaba a prepararse en esos años en Berlín y que culminaría en “París:

324


mayo del 68”, partía de dos certezas que el existencialismo de Sartre había contribuido a formar decisivamente: la de que, por debajo de las políticas absurdas de los “partidos comunistas”, la revolución proletaria estaba en marcha y era indetenible, y la de que la acción política de los ciudadanos en las calles y plazas de su ciudad, guiada por la palabra y la razón, podía adoptar ese proyecto proletario y transformar la sociedad de manera a la vez radical y democrática. Sólo veinte años más tarde quedaría claro que la figura del trabajador fabril del siglo XIX, a partir de la cual el “marxismo” había construido la identidad proletaria, había sido sustituida en la realidad por una figura muy diferente, mucho más diferenciada y compleja, y de que los brillantes discursos de los jóvenes que llamaban a que “la imaginación tome el poder” resonaban en un ágora que estaba siendo ya desmantelada por una sociedad capitalista diferente, cuyos consensos se construyen en otras partes y de otras maneras, vaciando de contenido e importancia al escenario de la política. Lejana para los jóvenes de hoy, difícil de descifrar, la relación

325


de afinidad polémica de Sartre con el “marxismo” les permite sin embargo reconocer en nuestros días la virulencia escondida de todo un orden de problemas que las últimas décadas nos han acostumbrado a dar por inexistente o ya resuelto. Les permite plantearse preguntas como estas, de puro corte sartreano marxista: ¿La historia es en verdad, como los mass media no se cansan de inducirnos a creer, algo que viene ya hecho por la circunstancias dadas? ¿El progreso de la modernidad capitalista es un destino ineluctable dentro del cual nacimos y en el que igualmente moriremos? ¿Es imparable la devastación de lo natural y lo humano que viene con ese progreso y que vemos avanzar sin obstáculos? ¿Se trata únicamente de que, quien pueda, encuentre en ella un “nicho de bienestar” mientras termina el proceso? ¿No son precisamente esta aceptación y este oportunismo – actitudes que el ser humano, como ser libre, puede sustituir por sus contrarias-- el rasgo fundamental de esa devastación?

326


Renta tecnológica y capitalismo histórico Bolívar Echeverría14 Resumen: Expuesto no por causalidad en el Fernand Braudel Center de Nueva York, este ensayo se edifica sobre la presentaci6n de dos lineas de reflexión sumamente originales: una en la cual se desarrolla el peculiar concepto de "renta tecnológica" para dar cuenta de la singular ganancia extraordinaria que se apropian permanentemente los domini modernos, esto es, los empresarios que detentan el control de la modernización tecnológica de vanguardia gracias al monopolio que éste les permite establecer sobre determinadas dimensiones de la naturaleza para otros sujetos económicos inaccesibles; otra en la cual, a partir de explorar una rica interconexión entre esta perspectiva propia del discurso critico y la perspectiva del sistema-mundo forjada desde BraudeI y Wallerstein, se formula la existencia de un peculiar trend secular en el que, a lo largo de la historia del 14 Tomado de Mundo siglo XXI, Revista del CIECAS, IPN, México, Nr. 2 Otoño de 2005. Traducción realizada por Vianey Ramírez y Luis Arizmendi del texto de la conferencia dictada en el Fernand Braudel Center de la Universidad de Binghamton el 4 de diciembre de 1998.

327


capitalismo realmente existente, tendríamos una lenta pero indetenible transición en la posición central sobre la apropiación de la renta donde los domini antiguos, cuya ganancia esta basada en el monopolio que detentan sobre ciertas parcelas de la naturaleza excepcionalmente ricas y, por eso, adquiere la forma de renta de la tierra, están siendo invariablemente derrotados por los domini modernos. Desde esta doble linea, Bolivar Echeverria lee la nueva forma de poder que, desde mediados deI siglo XX y especialmente en el siglo XXI, se ha instalado en el sistema-mundo capitalista venciendo los monopolios defensivos de los paises periféricos que, bajo la presión de la supremacía tecnológica de los países "desarrollados" son colocados en un estado de subdesarrollo permanente, a la par que, la soberanía de los estados nacionales es quebrada por la conformación de un cuasi-estado transnacional basada en esa misma supremacia tecnológica y se impone una devastación generalizada de la naturaleza.

M

e gustaría agradecer a los organizadores de esta conferencia por la oportunidad de dirigirme a ustedes. Para comenzar, quisiera

recordar aquí un pasaje de la argumentación de Marx en su Crítica de la economía política que puede contribuir a explicar varias de las más importantes características de la crisis civilizatoria moderna de este principio de siglo. Crisis 328


que parece traer consigo el fin de un período histórico muy prolongado. Como se sabe, en el discurso crítico de Marx el tránsito del análisis teórico al análisis histórico del capitalismo contiene todo un conjunto de cuestiones sumamente complejas. Sin duda, entre ellas una de las más relevantes tiene ver con la afirmación de Marx de que en el capitalismo realmente existente, en el capitalismo histórico, la reproducción del capital únicamente puede realizarse si entabla una especie de arreglo con la reproducción de otras formas de riqueza, no sólo diferentes sino abiertamente contrapuestas a la forma capitalista. Este es el caso de su arreglo con la reproducción de una peculiar forma de riqueza precapitalista, la riqueza de los terratenientes –nietos de los viejos guerreros y de los señores feudales– que tiene como su fundamento justo la monopolización violenta del empleo de un multiplicador natural

de

la

productividad

del

trabajo

humano:

multiplicador basado en la propiedad de una tierra especialmente fértil, rica en minerales o fuentes de energía, 329


etc., o en el control de una institución natural que imprime una dimensión necesariamente cooperativa a la utilización de las fuerzas productivas. Para descifrar este mecanismo es indispensable recordar que, cuando conceptualiza el funcionamiento de la “tasa media de ganancia", Marx revela que su conformación propicia la integración

un

"comunismo

entre

capitalistas".

La

composición de esta tasa de ganancia –señala– distribuye equitativamente la totalidad del plusvalor que en su conjunto la clase capitalista ha succionado a la clase obrera. Entre otras cosas pero de manera decisiva, esta distribución tiene que tomar en cuenta el hecho de que la reproducción de la riqueza capitalista depende ineludiblemente de una función particular de los dueños de la tierra: depende de un peculiar servicio no mercantil que esta nobleza "nacional" cumple para la actualización o encarnación del capital. Aquí se juega la violencia institucionalmente aceptada de esta clase precapitalista

–cuyo

sostenimiento

consume

considerable

porción

del plusvalor

global–

una que,

precisamente, es la que le permite al capital existir en el

330


mundo real. De hecho, esta violencia consagrada pone un límite a la tendencia autodestructiva de la economía mercantil: la tendencia a destruir su misma base, el mundo concreto de la vida, que deriva invariablemente de su dinámica dirigida a imponer la absoluta mercantificación de todos los valores de uso. En efecto, al poner este límite le proporciona al capital la posibilidad de adquirir un cuerpo concreto, de tener una presencia empírica o histórica. Esta tesis sobre el arreglo que el capital debe entablar con una clase anticapitalista para existir se encuentra vinculada, en el discurso crítico de Marx, con otra tesis referida a que la reproducción del capital debe integrar un factor extramercantil para concretar su existencia histórica o empírica. La razón inmediata o el motivo directo para incrementar la productividad del proceso de trabajo, de acuerdo con Marx, deriva, para cada capitalista individual, de su ávida disposición por apropiarse de una parte injustificada de la ganancia global común, disposición que lo lleva a buscar arrollar las sagradas leyes mercantiles de intercambio

331


equivalencial. La incesante búsqueda de esta "ganancia extraordinaria", como Marx la denomina, tiene en el capitalismo histórico una función esencial: desencadenar una y otra vez la revolución tecnológica permanente que es justo una de sus principales características distintivas. Cada nuevo descubrimiento técnico que incrementa la productividad proporciona al capitalista que lo introduce en el proceso de trabajo la oportunidad –que sería ineludiblemente sólo transitoria si la economía fuera puramente mercantil– de vender sus mercancías arriba del precio normal, esto es, lo dota del poder para venderlas con un precio que está por encima del valor que ha sido objetivado en ellas. Un descubrimiento técnico puede comprender un campo inédito y mejorado de transformaciones materiales, trae consigo nuevos elementos para nuevos valores de uso dirigidos a la satisfacción de nuevas necesidades. Se asemeja a la situación que provoca la escasez de mejores tierras en la agricultura o la rareza de suelos abastecidos con minerales y fuentes de energía, por eso, puede incluirse bajo el rubro de lo que desde su concepción del proceso de trabajo Marx

332


califica como "medios de producción no producidos", es decir, dentro de aquellos multiplicadores de la productividad del proceso de trabajo que se encuentran naturalmente determinados, que fueron descubiertos y conquistados por el ser humano pero cuya existencia no es debida a él. En realidad, un descubrimiento técnico, como el descubrimiento de un nuevo continente hace 500 años, constituye por supuesto un producto, pero un producto que cesa de ser un producto debido a la necesaria insuficiencia de la empresa que constituye su descubrimiento para conquistarlo propiamente. En otras palabras, la inversión del capital en la investigación científica y la experimentación técnica que conduce hacia el descubrimiento técnico se vuelve relativamente muy pequeña al hacer a éste realmente rentable, se mantiene en una escala económica demasiado baja ante los requerimientos de su adecuada explotación. Tierra y tecnología, estos “medios de producción no producidos”, corresponden a la peculiar clase de mercancías que "tienen un precio sin tener ningún valor", mercancías por las cuales debemos pagar aunque ellas mismas no sean

333


producto del proceso de trabajo. Mientras el nombre para el precio de las mejores tierras es "renta de la tierra", el nombre para el precio de la tecnología avanzada es “ganancia extraordinaria”. Estos dos precios no son usualmente considerados

bajo

la

misma

categoría

únicamente porque ellos parecen no corresponderse entre sí: mientras la “renta de la tierra” se muestra a sí misma como una cantidad de dinero estable e independiente, la "ganancia extraordinaria” se oculta a sí misma y sólo puede detectarse como una parte imprecisa y transitoria del precio de otras mercancías. Dos ganancias impuras, no justificadas por la legalidad mercantil-capitalista, una legalidad basada en la ley del valor y la equivalencia del trabajo, deben provenir, entonces, del fondo común de las ganancias propias y puramente capitalistas. La reproducción de la riqueza capitalista únicamente puede continuar si la formación de la tasa media de ganancia incluye, por un lado, la ganancia determinada por la propiedad basada en la violencia, no sobre el trabajo, y, por otro, la ganancia determinada por la propiedad basada

334


en la desigualdad de los propietarios, otra vez no sobre el trabajo. Si ahora consideramos la forma en que estos elementos permiten avanzar desde el estudio del capitalismo descrito como un modelo teórico hacia su realidad empírica, en la cual estos elementos aparecen como características reales del capitalismo histórico, tenemos que reconocer dos hechos de suma relevancia. El primero es la conversión de la ganancia extraordinaria propiamente en una renta, en una renta tecnológica. El segundo es la tendencia de esta renta tecnológica a crecer a costa de la renta de la tierra que apunta a sustituirla como la principal receptora de esa parte de la ganancia capitalista reservada a la propiedad no capitalista. La tentación de obstruir la difusión del progreso tecnológico esta siempre allí en el productor capitalista que obtiene una ganancia extraordinaria por el uso exclusivo que de él realiza. Pero esta tentación no puede durar mucho tiempo siendo una tentación, tiene que convertirse en un comportamiento aceptado, normal e institucional, como ha sido el caso en la

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vida real del capitalismo histórico durante los últimos cien años. La ventaja transitoria, que es la base de la ganancia extraordinaria, es dejada atrás para convertirse en una ventaja permanente, que es la base de un nuevo tipo de renta opuesto a la vieja renta de la tierra. El propietario de una nueva tecnología puede proteger el uso monopólico de ella y, además, puede vender su uso a otros productores. En este caso, se vuelve propietario de un multiplicador tecnológico de la productividad de la misma forma en que un terrateniente es propietario de las mejores tierras. Si llamamos renta de la tierra al dinero que el terrateniente recibe por el uso de su tierra, podemos llamar también renta tecnológica al dinero que el propietario tecnológico recibe por el uso de "su" tecnología. Un "señorío” nuevo o moderno, el señorío fundado en la propiedad monopólica ejercida sobre la tecnología de vanguardia, surge así oculto pero como figura protagónica en la historia real del capitalismo. Un señorío por entero diferente al viejo –porque se basa únicamente en la subordinación económica y no en la subordinación física de

336


los competidores en el mercado–, pero igualmente importante para la existencia real de la reproducción capitalista de la riqueza. Un señorío con el cual esta reproducción debe entablar un arreglo debido a su poder sobre la base de su realización, es decir, sobre la dinámica de las necesidades

sociales

concretas

y

sobre

las

transformaciones resultantes de los valores de uso. Un hecho histórico de longe durée parece prevalecer a lo largo de la historia del sistema económico mundial desde principios

del

siglo

pasado,

durante

la

"era

del

imperialismo”, logrando extender sus alcances hasta nuestro tiempo. Como lo reveló, hace algunas décadas, la crisis de petróleo, cuando la propiedad de la tecnología para explotarlo demostró ser más importante que la propiedad de los yacimientos mismos. Constituye un trend sistémico que ha cambiado gradualmente la posición principal en la apropiación de la renta, llevándola del campo de los señores de la tierra hacia el campo de señores de la técnica. Un trend dentro de la difícil y secular larga batalla entre estos dos de campos que muestra muy nítidamente la

337


decadencia de la renta de la tierra y el consecuente ascenso de la renta tecnológica. ¿Qué funciones cumple recordar y desarrollar este par de tesis de Marx para la discusión de la relación que existe entre el capitalismo histórico y la renta tecnológica? Al menos, tres de las principales características de la crisis de la modernidad capitalista y sus manifestaciones empíricas, me parece, podrían ser mejor entendidas si tomamos en cuenta este trend secular que rige ambas formas de la renta, la renta de la tierra y la renta tecnológica, en la historia real del capitalismo. Primero, lleva a reconocer la inexorable incapacidad de todas las clases de política económica para romper el círculo vicioso del subdesarrollo, esto es, para superar la diferencia sistémica que existe entre ciertas economías nacionales que se encuentran en proceso de desarrollo continúo y otras que se encuentran, correlativamente respecto de aquellas, en proceso de subdesarrollo permanente. Segundo, conduce a observar la depreciación relativa de los productos naturales y de la tierra en general que tiende a

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desatar no solamente una situación catastrófica para la agricultura de la periferia del sistema-mundo, sino una indetenible devastación generalizada de la naturaleza –a la cual acompaña, por supuesto, la devastación de los “pueblos naturales”–. Tercero, permite explorar como producto de la victoria de la renta tecnológica sobre la renta de la tierra la pérdida de soberanía de todos los estados nacionales en el sistemamundo que ha venido sucediendo junto con una refeudalización de la vida económica y el surgimiento de un cuasi-estado transnacional desde la segunda mitad del siglo XX. Todas estas características, como puede observarse, tienen que ver con la sustitución de la naturaleza directa o bruta por

una

naturaleza

mediada

o

pre-elaborada

tecnológicamente como objeto de toda clase de apropiación que autoriza a un propietario no capitalista para demandar y recibir una parte considerable de la ganancia burguesa. Redondeando

el

análisis

de

la

primera

de

estas

características, cabe decir que los ciudadanos pueden

339


concluir que si un estado nacional es incapaz de romper el círculo vicioso del subdesarrollo, no siempre o no exclusivamente es debido a una “constitución deforme" de su población activa o de su cultura política y la consiguiente carencia de productividad de su proceso de trabajo, dos hechos que generan desventaja para una competencia mercantil equitativa con los estados-nación del mercado mundial. Pueden concluir que el sujeto del estado-nación, es decir, el conglomerado nacional del capital, ha "elegido" organizar su acumulación en torno a una base inequitativa o no mercantil regida por una desproporcionadamente elevada renta de la tierra y que, al mismo tiempo, esta elección los condena a perder sistemáticamente en la competencia con otros conglomerados nacionales de capital que hayan "elegido" organizar su acumulación en torno a una igualmente inequitativa base no mercantil regida por una aún más desproporcionadamente elevada renta tecnológica.

340


El humanismo del existencialismo Bolívar Echeverría15 Resúmenes En el contexto inmediatamente posterior a la Segunda Gurrra Mundial en Europa, el existencialismo debe afirmarse como una corriente filosófico-política, y lo hace oficialmente con la conferencia de Jean-Paul Sartre “El existencialismo es un humanismo”. Para un discurso como el existencialista era entonces importante ser reconocido como “humanista” porque la renovación de una política de izquierda, en la que pretendía participar, estaba al orden del día y porque era necesario insistir, frente a los totalitarismos que se enfrentaron en esa guerra, que lo humano se juega en el destino de cada individuo, y no en el de las grandes entidades colectivas y sus metas incontrolables. La redefinición del “humanismo” se volvió indispensable. La que propuso Sartre trató de eludir el retorno a la metafísica que se manifestaba en la de Heidegger, el otro gran “filósofo de la existencia”. The idea of humanism in existentialism Inmediatly after the Scond World War in Europe, existencialism is compelled to develop as a politico-philosophical 15 Tomado de Diánoia, Nr. 57, Noviembre 2006)

341


movement. Its oficial opening occurs in Jean-Paul Sartre’s lecture “Existentialism is a humanism”. At that time, it was of vitalimportance for a theoretical movement to be accepted as a “humanist” philosophy as it was also urgent the renewal of left-politics to fight against the totalitarian positions that took part in the war. The issue to behighlighted was that of the prevalence of human dignity which is not at sake in the destiny of great collective entities and their overwhelming goals, but in the destiny of each and every individual. A re-definition of the meaning of “humanism” was then unavoidable. Sartre's effort in defining humanism thus implies a step forward to that of the other major "philosopher of existence" Heidegger who returns to a metaphysical recourse in his own definition. En la filosofía que ha entrado en la política, la concepción fundamental del existencialismo se rescata gracias a una conciencia que ha declarado la guerra a la realidad de la destrucción de lo humano, a sabiendas de que esa realidad sigue triunfando. Herbert Marcuse, Existentialismus.

A

nunciada para las 8:30 de la noche del 29 de octubre de 1945, en el Club Maintenant de París, la

conferencia

de

342

Jean-Paul

Sartre,

El


existencialismo es un humanismo, comenzó una hora más tarde. Los organizadores, que esperaban llenar apenas el recinto, miran llegar a la gente en grandes cantidades y se enfrentan a una situación que los rebasa. Hay un tumulto, gritos, empujones, sillas rotas, mujeres desvanecidas. Sartre debe improvisar ante un público que tiene dificultades para escucharlo. Expone, con las manos en los bolsillos, como si diera una conferencia en la universidad. Comienza inseguro, se gana al público poco a poco y termina entre grandes aplausos. Se trata de un acontecimiento crucial en la historia de la cultura francesa: el existencialismo ha nacido oficialmente. Los “ismos”, las modas intelectuales, aunque parecen fenómenos exteriores, ajenos a lo esencial de una doctrina filosófica, pertenecen al momento expositivo de la misma, sin el cual ésta no llega a realizarse plenamente. Los “ismos” intelectuales corresponden históricamente a la época del liberalismo, cuando la “opinión pública” existía o al menos parecía existir como la expresión de los ciudadanos que está en proceso de autoconfigurarse; eran la presencia viva, con 343


todo lo que esto implicaba de malentendidos, deformaciones y empobrecimientos, de las creaciones mentales de los filósofos. El “ismo” del existencialismo fue sin duda el “ismo” por excelencia y además el último de ellos. Los “ismos” que aparecieron después de él, el estructuralismo, el posmodernismo, etcétera, llegaron cuando a la filosofía se le había privado ya del escenario de la “opinión pública” como lugar para exponerse. Después de Paris 68, la “opinión pública” fue sustituída, golpe tras golpe, por una instancia de “autoconciencia” social instalada y reproducida directamente por esa entidad omniabarcante a la que Horkheimer y Adorno llamaron la industria cultural de la modernidad capitalista. Los “ismos” post-existencialistas no pudieron así rebasar el alcance de los pasillos universitarios y las columnas de los suplementos culturales. El movimiento parisino del 68 no fue sólo un acto de apertura; fue también, en gran medida, un acto de clausura: convocó por última vez, en las calles de su ciudad y en torno al prestigio público del discurso racional, a los ciudadanos convencidos de que detentaban una soberanía. Al despedirse

344


del existencialismo intentando superarlo, despedía también a la época del discurso como instancia decisiva en la vida política formal y agotaba y clausuraba de esta manera la importancia de los intelectuales y sus “ismos”, y en general del “ismo” como una figura de la opinión pública. En París, y sobre todo en el París de la segunda posguerra, los intelectuales poseían todavía un carácter protagónico en la vida social y política; no eran las voces exóticas, aisladas y en definitiva insignificantes que resultan ahora en medio de la dictadura de los mass media. La definición ideológica de los ciudadanos, y sobre todo de los que por cualquier razón aparecían en público: políticos, potentados, científicos, empresarios, literatos, actores y artistas de todo tipo, era entonces una exigencia de suma importancia en su realización como tales. El plano del discurso racional, lugar en donde se discuten las ideologías, era la instancia de arbitraje aceptada y respetada por toda la sociedad. Lo que allí se jugaba era decisivo para el destino colectivo, o al menos parecía serlo. Los grandes intelectuales, los mâitres à penser, se desenvolvían sobre ese escenario con un cierto

345


aire sacerdotal; eran oídos y respetados por todos. Para la noche en que tiene lugar el nacimiento formal del existencialismo, el gobierno del estado francés restaurado, después

del

aniquilamiento

del

estado

alemán

nacionalsocialista que lo venció y lo ocupó durante cuatro años, se encuentra en manos de las fuerzas que ofrecieron resistencia a esa ocupación, desde posiciones ideológicas encontradas, es decir, en pocas palabras. La Francia liberada parece indecisa entre los seguidores del General De Gaulle, los “demócratas burgueses”, por una parte, y los seguidores del Partido Comunista, los “demócratas populares”, por otra. El terreno dentro del que se identifican, el de la ideología o el proyecto político racional, parece ser el campo determinante del que ambos bandos sacan su legitimidad y su poder. Aparecer dentro de él con una propuesta discursiva

alternativa,

como

pretende

hacerlo el

existencialismo, era así un hecho que estaba fuertemente sobrederminado por el enfrentamiento que mantenía en tensión a ese campo. Leída sesenta años después, la conferencia de Sartre muestra

346


un rasgo sorprendente que tiene que ver con la estrategia expositiva desplegada en ella. Es la estrategia propia de una defensa jurídica, de un plaidoyer. Sartre intenta descalificar las acusaciones que caen sobre el existencialismo y que provienen sobre todo, desde el un extremo, de defensores de la doctrina católica y, desde el otro, de militantes del partido comunista. Son acusaciones de todo tipo que se resumen sin embargo, todas ellas, en una sola, la acusación de antihumanismo. En una encuesta entre intelectuales de todas las tendencias, promovida por la famosa revista Les Lettres françaises en noviembre de ese mismo año, encontramos expresiones como la siguiente, de Pierre Emmanuel: “No quiero hablar del existencialismo. Es infecto. Me parece una enfermedad del espíritu, incurable. ¿Por qué se nos quiere hacer creer que el hombre es un chancro abominable sobre la faz de la naturaleza?” O como esta otra, del agudo filósofo Henri Lefebvre, que se niega a reconocer entonces una posición que pronto hará suya: “El existencialismo es un fenómeno de podredumbre que está completamente en la línea de la descomposición de la cultura burguesa. El

347


humanismo es una reconquista de la salud humana. Decir ‘el infierno son los otros’ es negar el humanismo.” (M. Contat et M. Rybalka, 1970, p. 128.) ¿Por qué era tan importante defenderse de esa acusación? ¿Por qué el existencialismo tenía que afirmarse como un humanismo? No se debía únicamente al hecho de que la población francesa, recién salida de la época del nazismo, del antihumanismo por antonomasia, necesitaba borrar toda huella

de

colaboracionismo

afirmándose

como

absolutamente contraria a lo nazi, como humanista. Resultaba importante sobre todo porque el humanismo era entonces un concepto de valor emblemático. Se trataba de encontrar una identidad común capaz de rebasar la heterogeneidad de los dos mundos que se consolidaban rápidamente después de la victoria aliada sobre la Alemania nazi, una definición política compartida que permitiera la convivencia o coexistencia pacífica entre ellos, adelantándose a la instalación de la “guerra fría”. Y sólo la identidad humanista era capaz de aceptar por igual los dos adjetivos, el de “burgués” y el de “proletario”; de ser lo

348


mismo liberal que socialista. Si Sartre puso tanto empeño en ser reconocido como humanista es porque, a diferencia del otro gran filósofo de la existencia, Martín Heidegger, que venía de una desilusión y un resentimiento con lo político (encarnado en el estado nazi al que había apoyado), él, por el contrario, partía de un descubimiento de las oportunidades que la lucha contra el nazismo parecían haber abierto para una regeneración revolucionaria de la política. Adoptar la posición humanista era entonces el mejor modo de comenzar a aprovecharlas. Si se la lee como un texto filosófico,

la

conferencia

El

existencialismo

es

un

humanismo deja mucho que desear; es una introducción a la doctrina de su expositor que vulgariza y disminuye la radicalidad de lo que él tiene escrito en obras como Lo imaginario o El ser y la nada.16 Atrapada en el problema moral, simplifica exageradamente la complejidad de la relación entre ética y ontología, que es el núcleo de la 16 Al leer la transcripción, a Sartre le molesta ante todo la actidud que fue adoptando bajo la presión del público a medida que avanzaba la primera parte de su exposición, esa actitud de quien dice “todas son calumnias, en verdad somos unos chicos buenos” que llevó a Boris Vian a bromear con el título de la conferencia proponiendo que se llamara más bien “El existencialismo es un moralismo”. De todas sus obras, es la única de la que Sartre se ha distanciado en gran parte. (Ibid., p. 132.)

349


filosofía de la existencia. Demasiado atenta a la política coyuntural, deja de lado la problematización de los límites de la misma como actualización real de lo político. De todas maneras, allí donde se atiene al guión estrictamente filosófico que había preparado (A. Cohen-Solal, 1985, p.32930), especialmente al final la conferencia, Sartre alcanza a exponer de manera brillante la idea que el “existencialismo” defiende ante todo y que justifica su nombre: “[En lo que corresponde al modo der ser de lo humano,] la esencia está precedida por la existencia”; es decir, lo que el ser humano es en cada caso, su consistencia fáctica, sólo se sostiene en la asunción libre que él hace de ella. El ser humano y el mundo de lo humano trascienden la necesidad que los determina como lo que deben ser en cada caso; el ser humano es libre y en su mundo se lee que es fruto de la libertad. Ser libre significa ser capaz de fundar, a partir de la anulación de una necesidad establecida, una “necesidad” diferente, de otro orden; una “necesidad” propia que es ella misma “innecesaria”, gratuita, contingente, basada en la nada, sin encargo físico ni misión metafísica alguna que cumplir. 17 17 En su Discurso sobre la dignidad del hombre, Pico de la Mirándola escribe:

350


El ser humano sólo existe en la medida en que se inventa a sí mismo. Al adoptar con sus decisiones una consistencia tal o cual, cada quien se asume ante todo como reivindicador o como represor de lo humano, como libre o como autómata; al elegir entre distintas posibilidades, está “condenado” a elegirse primero como una realización de la libertad o como una renuncia a ella. Hay una “voluntad de libertad”, dice Sartre, “que está implícita en la libertad misma”. Por ello, por ejemplo, es imposible “elegirse libremente como traidor”. La traición es un atentado contra un compromiso entre seres libres, una agresión a la libertad en cuanto tal. El ser traidor implica una claudicación o una destrucción “previa” de la libertad; para “elegirse” como traidor es necesario ante todo despojarse de la libertad, suicidarse, dejarse ser el autómata-animal, para el que nada puede ser más valioso que lo que manda el instinto “...La limitada naturaleza de los astros se halla contenida dentro de las leyes prescritas por mí. Tú, Adán, determinarás tu naturaleza sin verte constreñido por ninguna barrera, según tu arbitrio, a cuya potestad te he entregado... No te he hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que por ti mismo, como libre y soberano artífice, te plasmes y te esculpas de la forma que elijas...” Como decían los jesuítas molinistas del siglo XVII, y junto con ellos Sor Juana Inés de la Cruz: la mayor “fineza” que Dios puede tener con el ser humano es la de dejarlo en paz, abandonado a su libre arbitrio.

351


de supervivencia, ejecutar el “designio superior”, divino o humano, de anular la libertad propia del compromiso o juramento con el acto mismo de romperlo. El humanismo fue originalmente una actitud generalizada entre las élites del nuevo tipo de ser humano que emergía de la obsolecencia de la cristiandad medieval en las ciudades mercantiles y capitalistas del siglo XV europeo. Era una actitud que, sin ser la única, fue la que más caracterizó el intento de este “hombre nuevo” de recomponer lo que la historia de su humanidad cristiana tradicional había anulado sistemáticamente, esto es, la riqueza cualitativa concreta de la vida y el mundo de la vida (el “mundo terrenal”), un intento que debía pasar por la reinvención de una identidad concreta para su nueva humanidad post-cristiana. ¿De donde podían sacar esas élites un modelo que guiara esa recomposición y esa invención, si no de aquella identidad humana de perfección legendaria, de esa humanitas antigua que había existido antes de época cristiana y que bien podía tener un “renacimiento”? De la humanitas grecorromana, la actitud humanista de los burgueses del quattrocento se sentía atraída

352


sobre todo por su antropocentrismo: el tipo antiguo de ser humano sobrentendía que el ser humano, y no algún otro ser superior, es “la medida de todas las cosas”. En su dimensión sobrehumana, los dioses antiguos, inmortales y poderosos, parecían sin embargo no existir para sí mismos sino para los humanos, se mostraban más fascinados por las peripecias de los mortales que por las suyas propias. Esta concentración de la importancia ontológica en el ser humano, a partir del cual ella se extiende sobre los otros seres, era lo que más atraía al “hombre nuevo” en la imagen que se hacía del cosmos anterior al cristianismo. 18 Dentro de esta imagen del cosmos antiguo que el humanismo burgués anhelaba reproducir, el “hombre emprendedor”, el que desde entonces cree que cabalga sobre el capital y no que es cabalgado por él, se veía retratado en su función de centro del mundo y motor de la dinámica de la historia. Hipostasiada como “el Hombre” o “la Humanidad”, como el sujeto o el fundamento por excelencia, frente al cual todo lo demás es puro objeto inerte o pura “Naturaleza”, la 18 El humanismo, dice Heidegger (1957, p.86), “indica aquella interpretación filosófica del ser humano que explica y valora la totalidad de los seres a partir del ser humano y en dirección a él”.

353


actividad libre del ser humano, aquella que se había mostrado en su pureza en el siglo XV, como resultado de la implosión de la cristiandad medieval, y de la que con tanto brillo y tanta esperanza hablaron los filósofos del Humanismo renacentista (Pico de la Mirándola: “... Tú determinarás tu naturaleza --le dice Dios a Adán-- sin verte constreñido por ninguna barrera, según tu arbitrio, a cuya potestad te he entregado...”), fue convertida poco a poco, con la autodefinición capitalista de la modernidad, en objeto de una “antropolatría” que la volvía contraproducente, que la llevaba a esclavizarse a sí misma. El humanismo propio de la modernidad capitalista ha endiosado al Hombre o la Humanidad una vez que le ha adjudicado la omnipotencia que el ser humano enajenado, es decir, el Valor de la mercancía capitalista, demuestra tener en un mundo de la vida que sólo parece poder existir como “mundo de las mercancías”. El humanismo consagrado por los estados y las instituciones modernas ha puesto al ser humano a adorarse a sí mismo, mejor dicho, a una versión o una metamorfosis suya en la que él está, sin duda, pero enajenado de su propia

354


sujetidad, presente como sujeto-capital; es decir, en la que está activo, pero al mismo tiempo carente de libertad, confundido con el poder de lo otro, lo no-humano, obediente a una voluntad suya que se ha convertido en una necesidad de vigencia metafísica. Crítico implacable y muchas veces acerbo --como en Jean Genet, comédiant et martyr, uno de sus libros más brillantes-- de este humanismo moderno, 19 Sartre intenta volver a las fuentes proto-modernas del humanismo, al humanismo primero de Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola y tantos otros. El humanismo de Sartre realza al ser humano entre los demás seres por tres razones. Aparte de la que mencionamos más arriba, que “[en lo que corresponde al modo der ser de lo humano,] la esencia está precedida por la existencia” --es decir, que lo que importa en un ser humano es el hecho de que ejerce la libertad a la que “está condenado”, de que asume o da sentido a las determinaciones que condicionan su vida, y no lo que esas condiciones hacen de él antes o después de ese ejercicio-, 19 “El culto de la humanidad termina en un humanismo cerrado sobre sí mismo y, hay que decirlo, en el fascismo.” (1970, p. 92.)

355


Sartre insiste en una segunda razón: el ser humano es “trascendente”, es un ser volcado sobre el mundo para transformarlo, “condenado” a la actividad, responsable de que las cosas marchen por una vía o por otra, de que los objetos del mundo de la vida sigan en el estado en que están o pasen a un estado diferente. La tercera razón del carácter especial del ser humano entre los demás seres está para Sartre

en

su

estar

“condenados”

al engagement

(compromiso), en el hecho de que su presencia entre los otros los altera tan esencialmente como la de ellos lo altera a él, de que su actividad despierta y responde siempre reciprocidades, y de que por tanto es responsable no sólo de sí mismo sino también de los otros. “Esta conexión de la trascendencia, en el sentido de superación, ... y de la subjetividad, en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo sino siempre presente en el universo humano, es lo que llamamos humanismo existencialista.” (1970, p. 93.) Las afirmaciones de Sartre sobre el humanismo no pueden separarse de las que sobre el mismo tema expresó Martín

356


Heidegger, su contemporáneo y maestro, en su famosa carta de 1946 a Jean Beaufret, Sobre el humanismo. 20 En ella, en respuesta a la conferencia de Sartre de 1945, el pensador de Messkirch emprende todo un autoexamen filosófico. Tomando

distancia

respecto del

“existencialismo”,

Heidegger interpreta allí la prepotencia del hombre respecto de lo otro o frente a la “naturaleza”; la ve como una hybris o desmesura del sujeto humano de Occidente al instaurar la apertura técnica del ser; una hybris que se ha revertido sobre él en el “destino de devastación” de la “técnica moderna desatada”, y que sólo podría revertirse si, a través de un “antihumanismo” restaurador de las jerarquías ontológicas (un antihumanismo que después, a partir de Foucault, tendrá tanto éxito en el posmodernismo), se comienza a pensar que, antes que el hombre, está el ser. Escribe Heidegger (1954): “La esencia del hombre se basa en su ek-sistencia. De esta se trata esencialmente, es decir, del ser mismo, en la medida en que el ser hace acontecer al hombre en la verdad 20 Los textos sobre el humanismo de los dos principales “filosofos de la existencia”, Heidegger Y Sartre, suelen publicarse juntos, y bastante hay en ello de una injusticia editorial: el uno transcribe la improvisación de Sartre en el Club Maintenant y el otro es en cambio el de una carta bien meditada, redactada por Heidegger en la calma de su hütte en la Selva Negra.

357


como el que ek-siste para el cuidado de la misma. ‘Humanismo’ significa así, si nos decidimos a conservar la palabra: la esencia del hombre es esencial para la verdad del ser, y de tal modo, que, consecuentemente, no es sólo el hombre en cuanto tal lo que importa. Pensamos así un’humanismo’ muy peciliar. La palabra se vuelve un título que

es

un

‘locus

a

non

lucendo’(una

expresión

impresentable).” Interesante de anotar es que Heidegger, al ubicar su pensamiento en “el plano del ser” y diferenciarlo del existencialismo, que “se quedaría” en el “plano del hombre”, parece haber dado un paso atrás respecto de sus planteamientos en Ser y Tiempo. Debilita subrepticiamente la idea de la geworfenheit, del délaissement, es decir, de la falta de sustento o la contingencia propios de la condición humana, y reconstruye una necesidad metafísica para esa condición humana, un sustento que provendría de una relación meta-eksistencial del ser humano con el ser, con un ser al que este Heidegger tardío tiende a substancializar e incluso a antropomorfizar y “personalizar”, con fuertes

358


aunque imprecisas insinuaciones teológicas. El ser, que de acuerdo a Ser y tiempo, la obra fundadora de la filosofía de la existencia, no se abre a los humanos más que como un “sentido” de sí mismo, un “sentido” que se constituye precisamente con el dasein, es decir, a través o en virtud de la existencia humana; este ser, cuya manifestación para el ser humano no puede consistir en otra cosa que precisamente en el modo humano de ser, en el dasein o la existencia humana, comienza a tratarse en la obra de Heidegger posterior al manuscrito Vom Ereignis de 1936 y muy especialmente en su carta a Jean Beaufret, como capaz de manifestarse no sólo en él sino a él, “desde fuera” o desde “al lado” de él. Substancializado como algo o alguien de orden meta-eksistencial y de rasgos innegablemente cercanos a los del Dios cristiano, el ser “habla” con una voz distinta al modo de ser del dasein, que debería ser su única su voz, para que éste, en una peculiar tautología, le escuche. Las dos tendencias principales de la “filosofía de la existencia” se separan en este punto; el existencialismo de Sartre sigue la vía decididamente atea y antimetafísica, se

359


afirma en el plano del “estado de yecto” o “condición de arrojado” (de la geworfenheit o delaissement), enfatiza la “carencia de suelo”(bodenlosigkeit) y la soledad plena de lo humano, negando toda posible “necesidad” detrás de esta contingencia de la libertad humana; el “nuevo pensar” de Heidegger, en cambio, invita de manera difusa o indecisa a considerar la posibilidad de una pertenencia de lo humano a un designio proveniente del ser (o del “esser”, seyn); insinúa que la libertad puede consistir, en última instancia (en el sentido propuesto por Ignacio de Loyola), en un modo de la obediencia. Nada hay que pueda darse por ganado en la historia de las ideas; en ella, como en el mito de Sísifo, todo tiene que ser pensado cada vez de nuevo. La noción de progreso no tiene cabida en ella; la sabiduría no es acumulativa. Ningún filósofo posterior a Platón fue “mejor” que Platón porque pudo filosofar encaramado sobre sus hombros. No obstante, puede hablarse de ideas del pasado (o mejor de un presente más amplio, que engloba lo mismo a ese pasado que a nuestro presente particular) que se refieren de manera

360


ejemplar a ciertos temas percibidos todavía como actuales, ideas que son capaces de enriquecer la reflexión en nuestros días. La idea central del humanismo sartreano es de ésas. Si algo hay que pueda caracterizar a la época moderna es, en palabras de Karl Marx, el fenómeno de la enajenación, es decir, de la entrega del ser humano a una “voluntad” extra humana que parece actuar desde el ámbito de las cosas; una “voluntad” que, según él, resulta de una peculiar “humanización” de las cosas, de una antromorfización del valor de las mercancías producidas de modo capitalista cuando se apropia de la voluntad del ser humano, encarna en ella y la subordina a su dinámica de autovalorización. El dominio de la modernidad capitalista convierte a todos y cada uno de los individuos singulares que viven de acuerdo a ella, voluntaria o involuntariamente, en “socios” de sus respectivas entidades estatales capitalistas, en cómplices de la explotación, tanto de los otros como de sí mismos, y sobre todo de la abdicación de su dignidad humana, de la renuncia a su carácter de sujetos libres, de artífices de su propia vida. Condenado a una singularización abstracta que lo atomiza y

361


le impide vivir en comunidad, el ser humano moderno hace la experiencia de esa condición enajenada bajo la forma de una represión de su individualidad singular concreta. Rescatarse de esta imposibilidad es el horizonte de su acción libre, que coincide y se confunde con el de la resistencia colectiva, social y política, al dominio del modo de producción capitalista y a la enajenación resultante de él. Sartre propuso a la izquierda rescatar una actitud política que, siendo propia de ella, se encontraba reprimida por un comportamiento

y

una

ideología

autodenominados

“marxistas” que, al pretender representarla, en realidad la anulaban; propuso reconocer que la acción revolucionaria no consiste en el mero cumplimiento de una “necesidad histórica”; que sólo puede ser el resultado de la coincidencia libre, inventiva, con un proyecto público de política revolucionaria, de cada militante en el acto en que, desde su singularidad concreta, trasciende el estado de cosas que lo conmina a ser realista y bajar la cabeza. La obra de Sartre recuerda al ser humano de esta modernidad que se sobrevive a sí misma que lo político sólo

362


puede realizarse en la política si está actualizado en el nivel profundo de la existencia individual singular; que la política no puede separarse de la moral, del plano de la elección libre de cada uno en medio de la concreción de su vida cotidiana. Según él --se diría--, la acción de anular y trascender la necesidad realista de ser modernos de manera capitalista, la acción de fundar una necesidad propia que trascienda esa necesidad metafísica, que vaya por encima de la vida garantizada por el capital y su organización económicopolítica, es una acción de resistencia y transformación que no corresponde solamente a un sujeto social y político mayor, que estaría por constituirse, sino también y sobre todo al sujeto menor, singular e íntimo que puede siempre constituirse en cualquier parte. Incluso si la resistencia mayor a la enajenación moderna se muestra ausente, hay siempre la posibilidad de que se regenere y reconstruya: a partir de la resistencia pequeña.

363


Bibliografía: Annie Cohen-Solal, Sartre 1905-1980, Gallimard, Paris 1985. M. Contat, M. Rybalka, Les écrits de Sartre, Gallimard, Paris 1970. Martin Heidegger, Brief über den “Humanismus”, en Platons Lehre von der Wahrheit, Francke, Berna 1954. Martin Heidegger, Holzwege, Klostermann, Frankfut a. M. 1957. Jean-Paul Sartre, L’existentialisme est un humanisme, Nagel, Paris 1970.

364


De la academia a la bohemia y más allá Bolívar Echeverría El que imita hace que una cosa se vuelva presente. Pero se puede decir también que juega a ser esa cosa, tocando con ello la polaridad que se encuentra en el fondo de la mímesis.

E

Walter Benjamin21

l aparecimiento de las “vanguardias artísticas” del “arte moderno” introdujo toda una revolución en la manera de hacer arte que era propia de la

época moderna: esta apreciación tiene un amplio consenso entre los tratadistas del arte y de la historia del arte. Un completo desacuerdo reina, en cambio, en la interpretación 21 La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Traducción de A. E. Weikert. Ed. Itaca, México 2003, p. 123.

365


de este hecho. ¿En qué consistió propiamente esa revolución? Las ideas que propongo a continuación pretenden contribuir a la discusión que busca una respuesta a esta pregunta –espero que para aclararla y no para confundirla aún más-. El hecho mismo de esta revolución ha sido objeto de innumerables descripciones; escojo una al azar, bastante representativa: “Los

creadores

del

arte

moderno,

especialmente en la pintura, entendían lo siguiente por mímesis o imitación de la naturaleza: una reproducción lo más

fiel

posible

de

las cosas

reales,

percibidas

sensorialmente. Veían en el “naturalismo” el cumplimiento de este principio de una repetición “fiel al aspecto natural” que ofrecen las cosas. Por su parte, los contemporáneos de estos artistas consideraron inaceptable el atrevimiento de su obra cuando vieron que, al retratar los objetos, comenzaban a alterar arbitrariamente sus formas y sus colores y a hacer abstracción de la realidad observable hasta el punto en que se volvía imposible reconocer qué de las cosas conocidas 366


por todos era lo que estaba representado en el mundo de las imágenes. Se comenzó entonces a hablar del arte “abstracto” y se vio en él el polo contrario más extremo frente al arte naturalista.”22 Si examinamos la revolución del arte moderno descrita de esta manera lo que salta a la vista es el hecho de que, con ella, parece haberse dado un vuelco o giro de 180 grados en la ubicación del objetivo o telos perseguido por los artistas en su trabajo: de dirigir su esfuerzo a la meta de aumentar la cercanía que el parecido o similitud de lo formado en su obra guarda con el modelo exterior a ella, estos artistas pasaron

a

encauzarlo

precisamente

hacia

la meta

contrapuesta: hacer presente, enfatizar y exagerar incluso, la inmensa lejanía de esa similitud, aunque sin dejar de suponerla en última instancia. Se diría que no están interesados en maximizar la cercanía o minimizar la lejanía de esa similitud; que lo que persiguen no es una representación

del

modelo

capaz

de

producir

un

conocimiento “estético” del mismo, mientras más verista más gozoso, sino, por el contrario, en establecer una muy 22 Friedrich Tomberg, Mimesis der Praxis und abstrakte Kunst, p. 7

367


peculiar asociación mimética con él, que se despreocupa de su evidente falta de verismo, pues lo que le interesa es otra osa: producir un desquiciamiento del hecho de “representar” en cuanto tal. Más en general, son artistas que parecen rechazar la posición de poder desde la que el artista convierte

al

mundo

en

simple

“modelo”

de

sus

reproducciones y hace del público un simple espectador o receptor pasivo de las mismas. Que además parecen dudar profundamente de que una obra de arte pueda cerrarse o concluirse jamás mientras haya alguien –aunque sea el mismo pero en otro momento- que aún no ha disfrutado de ella. Para ellos, la obra de arte se hace con el fin de vivir en el mundo de una manera especial, y no con el de dominarlo. Por esta razón ella es sobre todo algo más que un producto que el “creador” ha alcanzado y que entrega al “espectador”; salta por encima de la separación de funciones entre emisor y receptor. Está hecha para quedar siempre “inconclusa”, pues este último, que es quien en verdad la completa, nunca termina de ser un receptor diferente.

368


Suele reconocerse en la obra de los pintores impresionistas el comienzo de la historia de las “vanguardias” del “arte moderno”. En efecto, la rebelión ante la tarea impuesta al arte por la modernidad consiste en que, más allá de “dejar a medias” la obra de arte, en estado de “mero bosquejo”, según les parecía a sus contemporáneos, lo que hacen es explorar intencionalmente en ella su ser necesariamente un “bosquejo”, una representación que no cumple su propósito porque duda de sí misma como tal. Al sustituir la percepción precisa, analítica, de la obra de arte por otra difusa, “en Gestalt”, el impresionismo se aparta de la creación/contemplación de la misma que la venía tratando como un objeto cerrado y terminado. La precisión verista o el “acabamiento” realista de la misma, que estarían dirigidos a pasar un examen epistemológico, no sólo resulta para él un rasgo o “virtud” inútil, inesencial de la obra de arte, sino que implica toda una traición al tipo de percepción que correspondería a la misma. Paradójicamente, una “recepción guestáltica”, “desatenta” o “no reconcentrada” -para hablar como lo hará más tarde

369


Walter Benjamin- no es necesariamente el indicio de una indiferencia del receptor ante la obra de arte, sino todolo contrario, como es notorio en la “recepción” intensa pero subliminal

o

subconsciente

que

tienen

las

obras

arquitectónicas (cuyo consumo en tanto que valores de uso se da bajo el modo de un habitarlas que al hacerlo las “interpreta” como si fueran una partitura); es una recepción que consiste más bien en una peculiar contribución al “acabamiento” o la realización plena de la misma, en una participación que no sería ex post factum, ante la obra concluida, sino que estaría siempre en acto, pues forma parte esencial de la performance que hace de ella una ocasión de experiencia estética. Resulta perfectamente comprensible la reacción que provocaron en sus contemporáneos los artistas “modernos” rebeldes a la modernidad, la de expulsarlos del oficio quela sociedad

burguesa

tiene

consagrado

como

“arte”,

calificando de “no-arte” lo que ellos hacían. No se engañaban al sospechar que la actitud de estos “no-artistas” implica un desacatamiento, cuando no una verdadera

370


rebelión –retadora y escandalosa- contra el encargo o la encomienda determinante que la civilización moderna ha hecho al oficio de artista. Dentro de este proyecto civilizatorio, al artista le corresponde entregar a la sociedad imágenes de la vida, del mundo y sus objetos, en las que éstos se encuentren retratados o imitados lo más fielmente posible, con el fin de que así, al ser percibidos sensorialmente,

reconocidos

en

su

representación,

provoquen en quienes aprecian tales imágenes el placer de apropiarse de lo que ellas representan. La obra de arte solicitada por la sociedad moderna capitalista debe completar la apropiación pragmática de la realidad –la naturaleza y el mundo social, sea real o imaginario- que el “nuevo” ser humano lleva cabo a través de la industria maquinizada y el peculiar conocimiento técnico-científico que la acompaña. Y lo hace de una manera especial; la apropiación que ella entrega de esa realidad es por un lado indirecta y por otro directa: indirecta, porque, en el objeto que ella vuelve apropiable, la realidad misma no está allí sino sustituida o “representada” por un símbolo o simulacro

371


suyo; y directa o placentera (“estética”) porque el símbolo que representa esa realidad es aprehendido como una especie de “adelanto” cognitivo sensorial de la “verdadera” apropiación de la realidad, la apropiación pragmática, que se cumple

con

los productos

del

trabajo

humano

industrializado. Obras como las del “arte moderno” y sus “vanguardias” que, lejos de halagar este afán de apropiación simbólica del mundo, lo cuestionan y hacen burla de él, son en principio obras inaceptables que deben ser excluidas de la vida normal oformal consagrada por la modernidad capitalista.23 El planteamiento de los artistas “de vanguardia” –que se manifiesta sobre todo en la práctica, aunque también en la teoría- impugna ese encargo o “misión” que la modernidad adjudica al arte; denuncia la intención reduccionista que hay en él y que disminuye o rebaja esencialmente el orden de la actividad humana al que pertenece la actividadartística en 23 Sólo cuando la “actualidad de la revolución” fue reprimida en Europa y la “industria cultural” con su competencia mercantil ha alterado el gusto y promovido un disfrute anti-vanguardista de la propuesta vanguardista, difundiendo una ampliación “progresista” de la noción tradicional de similitud entre modelo y representación, ese tipo de obras ha podido regresar de su ostracismo y recibir una aceptacióncomercial, en ocasiones monstruosamente exagerada.

372


tanto que promotora principal de esa experiencia sui generis que es la experiencia estética; se rebela contra la convicción moderna capitalista de que el goce estético tiene su dimensión más adecuada en el orden esencial de la apropiación cognoscitiva del mundo. Su actitud es profundamente anti-cognoscitista. Es preciso recordar aquí que esta actitud de desacatamiento del encargo moderno al arte no aparece recién en la segunda mitad del siglo XIX. Ya antes, durante toda la historia moderna, fue la actitud que estaba secretamente en la base de la producción de los artistas más fascinantes, desde el Renacimiento hasta el Romanticismo: de Miguel Ángel y Da Vinci a Goya y Delacroix, pasando por el Tiziano, Velázquez o Rembrandt, por mencionar sólo la pintura y sólo unos cuantos nombres famosos. En las obras de todos ellos es notorio que el acto de la representación o imitación de la realidad se encuentra subordinado al modo en que se lleva a cabo, un modo que es en sí mismo cuestionador del hecho del representar y que sólo fue apreciado entonces como una “maniera” o estilo inconfundibles, un toque o “aura”

373


singular e irrepetible. Ya Kasimir Malevich, en el Manifiesto Suprematista de 1915, observó agudamente: Hay en la historia del arte a partir del Renacimiento un modo de producir objetos representativos de la realidad exterior a ellos que exige un trabajo sobre la objetividad misma del objeto representado y que lleva a esa objetividad hasta el límite de la evanescencia. Es el trabajo que se distingue por debajo de las obras de estos artistas excepcionales. En efecto, la actitud rebelde al mandato que subordina lo estético a lo cognoscitivo no es extraña a todo lo largo de la historia del arte en la época en la moderna; lo que sucede es que, de ser excepcional y no deliberada en los siglos anteriores, pasa a generalizarse y a volverse militante y programática a finales del siglo XIX.24 24 Cabe aquí una nota de orden terminológico acerca de las expresiones “arte moderno” y “arte de vanguardia”. Ambas son obviamente inadecuadas, pese a haber sido acuñadas por los propios artistas revolucionarios: la primera menciona como “moderno” algo que se define precisamente por su “alter-modernidad”, por la distancia respecto de una modernidad que ya existe, aunque sea de manera profundamente anti-moderna; la segunda propone un ordenamiento cronogramático de estrategia militar –primero la vanguardia, después el grueso de latropa y finalmente la retaguardia- para algo que es precisamente una efervescencia desordenada de propuestas de arte nuevo, donde este ordenamiento carece de todo sentido y donde en la fila delantera pueden figurar incluso propuestas francamente restaurativas del viejo arte,como las del grupo de pintores de la Sezesion vienesa, por ejemplo.

374


Las vanguardias del “arte moderno” proponen un vuelco o giro de 180 grados en el télos del arte: de perseguir el conocer placentero de una apropiación cognoscitiva inmediata en la representación del mundo pasan a buscar simulacros

del

mundo

capaces

de

provocar

un

desquiciamiento gozoso de la presencia aparentemente natural del mismo. Más radicalmente, se trata de un vuelco o giro que trae consigo la propuesta de una re-definición de la esencia del arte, de una re-ubicación de su pertenencia dentro del conjunto de la existencia humana: de tener el arte su matriz en el comportamiento social de la producción pragmática debe pasar a tenerla en otro de un orden completamente diferente, el comportamiento del dispendio festivo. En la segunda mitad del siglo XIX el artista efectúa un desplazamiento que, más allá de la anécdota, tiene mucho de “sintomático”: cambia de residencia. Abandona la Academia y se adscribe a la Bohemia. Su lugar deja de estar en los talleres destinados al oficio, bien dotados pero alejados de la vida popular; lo encuentra ahora en lugares como el Moulin

375


de la Galette, donde la vida se libera de su compulsión productivista. El “no” a la representación pragmática que este arte “alter-moderno” -más que “moderno”- pone en práctica se acompaña de un ”sí” a la mímesis festiva, trae consigo el proyecto de un re-centramiento de la esencia del arte en torno a la que fuera su matriz arcaica, pre-moderna: la fiesta. El rechazo a la academia y la predilección por la bohemia expresan en medio de la ebullición progresista de París, “capital del siglo XIX”, este profundo cambio en el escenario vital reconocido como propio por la actividad artística. La fiesta suele entenderse como un hecho secundario dentro de la vida normal, como un acto de catarsis en el que ella se deshace más o menos periódicamente de la energía bruta o salvaje que ha sobrado y se ha acumulado después de la represión a la que debe someterla la vida civilizada a fin de garantizar la vigencia de sus formas. Mirar en ella otra cosa que no sea un mero apéndice de la vida productivista o, más aún, considerarla como un modo de ser esencial de la existencia humana, de jerarquía perfectamente equiparable si

376


no es que superior a la de modo de ser no festivo, es algo que sólo pudo aparecer después del libro de Nietzsche sobre la Tragedia griega, contemporáneo tanto del surgimiento del proyecto comunista de una modernidad alternativa a la capitalista como del nacimiento del llamado “arte moderno” y sus vanguardias.25 En la existencia festiva, el ser humano parece encontrarse “fuera de sí mismo”, si se supone que el estar “en sí mismo”,

que

sería

lo

más

deseable,

corresponde

exclusivamente a la existencia entregada por entero a la actividad reproductora de la especie y de los “bienes terrenales” necesarios para sustentarla. En efecto, los mismos lugares en los que discurre la existencia productivista son sometidos a una transfiguración para fines de la existencia festiva; el tiempo mismo se desentiende del ritmo mecánico del movimiento pragmático y se atiene ahora a otros, completamente alterados; el propio cuerpo 25 El reconocimiento de la importancia esencial de la existencia festiva ha provenido principalmente de la sociología francesa y de la filología clásica. Algunos nombres indispensables: Emile Durkheim, Johan Huizinga, Roger Caillois, Georges Bataille, Carl G. Jung, Karl Kerényi, Mijail Bajtin, Mircea Eliade, Hans-Georg Gadamer; y actualmente: Joseph Pieper, Otto Marquard, Michael Maurer y otros.

377


humano que produce y se reproduce se ve acondicionado para ella por alimentos, bebidas y olores inusuales, embriagadores o alucinantes; el mundo de la rutina se encuentra convertido en “otro mundo”. Si no abolidos, el télos y las normas de la existencia pragmática parecen suspendidos, fuera de vigencia, remplazados temporalmente por otras instancias imprecisas que sólo aproximadamente pueden ser llamadas “télos” y “normas”. Y es que la existencia festiva consiste en un simulacro: en su “mundo aparte”, de trance o traslado, sobre un escenario ceremonial construido ex profeso, hace “como si”: juega a que gracias a ella, a su desrealización teatral de lo real, a su puesta en escena de un mundo imaginario, aconteciera por un momento un vaivén de destrucción y reconstrucción de la consistencia cualitativa concreta de la vida y su cosmos; un vaivén de anulación y restablecimiento de la subcodificación que en cada caso singulariza o identifica a la semiosis humana, y por lo tanto un ir y volver que de-forma y reforma las formas vigentes en la estructuración de un “mundo de la vida” determinado. La experiencia del éxtasis

378


en torno a la que se desenvuelve la existencia festiva es la de un retorno mimético al statu nascendi de la contraposición entre cosmos y caos, al estado de plenitud de cuando la subcodificación

de

la

semiosis

humana se

está

constituyendo, lo informe está adquiriendo forma y lo indecible está volviéndose decible; de cuando la objetidad y la sujetidad están fundándose. “Fuera de sí”, el ser humano de la existencia festiva da sin embargo indicios de ser indispensable para el que está “en sí”, el no festivo, básico o normal, que se postula a sí mismo como prioritario. Es como si, paradójicamente, por debajo del telos manifiesto de éste -la acumulación del producto y la procreación-, su existencia productivista supusiera otro, secreto, que ella debe mantener reprimido, pero sin el cual no puede seguir adelante porque es la condición sine qua non del primero: el telos de la satisfacción ilimitada del productor, del consumo dispendioso de los “bienes terrenales” producidos por él, ese telos precisamente que parece ser el que guía a la existencia festiva. La fiesta es la versión más acabada del comportamiento del

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homo ludens estudiado por Huizinga. Se conecta con el juego como el segundo tubo de un telescopio lo hace con el primero. Es en verdad el mismo juego, pero en un nivel o escala “superior”: ha pasado de ser la “puesta en contingencia” de la necesidad de todo cosmos en cuanto tal –de la vigencia de su capacidad de dar normas o reglas- a ser la “puesta en contingencia” de la necesidad de la forma de ese cosmos como un mundo de la vida concreto o identificado –de las realizaciones concretas de las reglas o normas cósmicas-. Se trata de un juego que trabaja ahora, no abstractamente sobre la factualidad del cosmos como sistema formal sino sobre la factualidad substancial del mismo: sobre la clave cualitativa de la totalidad de formas de un mundo de la vida concreto. En la fiesta tiene lugar una ruptura o interrupción virtual y pasajera del modo ordinario de la existencia humana mediante la irrupción disruptiva en medio de ella de lo que podría acontecer en el modo extraordinario de la misma. Es como si, en ella, el caos -lo otro, humanizado o “domesticado” como la contraparte del cosmos humano-

380


hiciera un gesto de amenaza, fingiera hacer estallar esa humanización o “domesticación” que lo tiene aherrojado, destruirla (así sea, lúdicamente, para reconstruirla después). Sea en la versión pública, abiertamente ceremonial, del individuo colectivo o en la versión íntima e improvisada del individuo singular –cuyo ejemplo sería por antonomasia el estado de amor pasional-, la existencia festiva reactualiza miméticamente y de manera enfática y concentrada el fundamento mismo del modo peculiar del ser humano, esto es, la libertad, la capacidad de crear órdenes necesarios a partir de la nuda contingencia. Lo hace después de encontrar ese fundamento en los brotes excepcionales que hay de él en la existencia productivista ordinaria o cotidiana, así como en la

memoria

que

queda

de cuando

se

manifestó

originariamente en la existencia extraordinaria, y en el deseo de que vuelva a manifestarse. Y la existencia festiva dispone para ello de un discurso propio, que no sólo la expresa y sale de ella sino que también retorna a ella, invocándola, el discurso mítico. Definida como uno de los dos hemisferios o las dos

381


dimensiones de la vida cotidiana -el rutinario, pragmático o productivista y el disruptivo, dispendioso o lúdico-, la existencia festiva vuelve evidente una bipolaridad o “maniqueísmo” estructural que parece caracterizar al modo de ser humano, con sus dos comportamientos contrapuestos y complementarios: el que corresponde al momento ordinario de la existencia, que sería un comportamiento automatizado u orgánico, autoconservador y “esencialista”, y el que corresponde al momento extraordinario de la misma, que sería

libre o trans-natural, autocuestionador y

“existencialista”. Lo mismo en su versión política que en su versión privada, el comportamiento en libertad –que se afirma como una trans-naturalización o transcendencia del automatismo animal- sólo puede ser un hecho inestable y efímero, pues toda estabilidad y permanencia implica una esencialización o “re-naturalización” que vendría a negar ese trascender. Es como un brote excepcional en medio del continuum rutinario de la existencia cotidiana, pragmática y productivista; un brote que debe desvanecerse para que el otro

comportamiento

básico

382

del

ser

humano,

el


comportamiento

orgánico

o

automático,

retorne

dialécticamente, y él se convierta de nuevo en motivo de añoranza. El hemisferio disruptivo-festivo de la existencia cotidiana pone en escena este segundo modo de comportamiento del ser humano, el modo extraordinario o libre; enfatiza su diferencia radical respecto del comportamiento ordinario, orgánico o automático. Es bien sabido: toda obra de arte o, más en general, todo acto de consecuencias estéticas, aunque no lo haga necesariamente de manera espectacular o escandalosa, como lo hace la fiesta, introduce de manera esencial recortes espacio-temporales de excepción dentro del continuum pragmático-funcional que caracteriza a todo espacio-tiempo habitado por la vida productivista. La mímesis o teatralidad –esto es, el uso poético de la palabra, el movimiento dancístico del cuerpo, la musicalización del sonido, el reacomodo

arquitectónico

del

espacio- “desentona”,

interfiere, es disfuncional y choca con la buena marcha productiva de la vida cotidiana. La representación pintada en

383


un cuadro, por ejemplo, interrumpe la continuidad funcional de la superficie del muro hecho para proteger ese microcosmos que es el recinto de la habitación humana; la obra escultórica hace lo mismo con la continuidad funcional del volumen espacial abarcado por él. Los hechos artísticos son como burbujas o instantes de dispendio improductivo, injustificado, lujoso, en medio de la masa compacta de la vida y del mundo entregados al pragmatismo y al productivismo que garantizan la supervivencia social durante toda la “era neolítica” o “de la escasez”. Si son aceptados dentro de ese espacio-tiempo es gracias a un compromiso que la vida rutinaria acepta cerrar con esa otra dimensión con la que comparte la vida cotidiana, una dimensión que, siéndole heterogénea, extraña, implicando una ruptura de su continuum, parece sin embargo resultarle a la vez indispensable, complementaria: la dimensión lúdica, festiva y estética. El resultado de la actividad artística -la “obra de arte”induce o al menos propicia la experiencia de esa mímesis de un mundo que se ha transfigurado ya durante la fiesta;

384


prepara la repetición de esa experiencia extática con la que ésta repitió a su vez aquel tránsito primero que lleva a lo humano

a

autoafirmarse

concretamente

en

esa

diferenciación respecto de “lo otro”, a inventarse un código y al mismo tiempo una subcodificación identificadora para la innervación semiótica del comportamiento específicamente humano. Presencia disfuncional en medio de la vida rutinaria, la obra de arte engaña con su consistencia cósica, con su aparente trans-temporalidad o permanencia; anclada en el material del que está hecha –la palabra, el espacio, el sonido, el color, la consistencia material, el olor, el sabor, etcétera- y segura de seducir alguno de los sentidos del animal humano –la atención mental, la vista, el oído, el olfato, etcétera-, pareciera que para ser tal no requiere entrar “en estado de fusión” retrotrayéndose a la consistencia dinámica de una actividad artística compartida que es la suya en verdad; pareciera bastarse a sí misma y no necesitar de nada ni nadie para suscitar en los humanos la experiencia estética. Esta fetichización de la obra de arte, que pretende eliminar de ella

385


el momento “performativo” -de invasión disruptiva en el automatismo cotidiano- del que ella proviene y que se reactualiza con ella; que busca anular aquel acto en que, quien la disfruta, al disfrutarla como ella lo exige, la “completa”, es uno de los fenómenos característicos que se dan en torno a la obra de arte programada en la modernidad capitalista y que la revolución del “arte moderno” se prpopuso superar.26 Al hablar de las vanguardias del “arte moderno” y señalar que su actividad gira en torno al modo festivo de la existencia humana, y no al modo productivista y pragmático de la misma, se sugiere aquí que ella supone o propone una definición del arte radicalmente diferente de la que prevalece en la modernidad capitalista y a la que uno de los principales vanguardistas, Pablo Picasso, llegó en su práctica pictórica después de examinar el tipo de “representación” que implican las figuras escultóricas del arte africano. Una 26 Bocetos que se hicieron al calor de una actividad artística compartida, íntima y efímera, se comerciaron algún tiempo después como si fueran obras cerradas en sí mismas e irradiadoras de un “aura”, ya no arcaica sino moderna, de una “magia estética” que el artista dotado de genio, el homo sacer de estos “tiempos descreídos”, habría puesto en ellas;obras que tendrían reservada su magia para quien puede comprarlas.

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definición según la cual el arte se autoafirma como una mímesis de segundo grado, que no imita la realidad sino la desrealización festiva de la realidad; una mímesis que no retrata los objetos del mundo de la vida sino la transfiguración por la que ellos pasan cuando se encuentran incluidos en otra mímesis, aquella que la existencia festiva hace del momento extraordinario del modo de ser humano. 27 Cuando Giorgio De Chirico propugna una “obra de arte metafísica” que bajo su aspecto realista, sereno, “da sin embargo la impresión de que algo nuevo debe estar sucediendo en aquella misma serenidad y que otros signos, más allá de los ya evidentes, deben estar actuando desde abajo sobre el rectángulo del lienzo”; cuando un Kandinsky o un Brancusi invocan la “espiritualidad” de la creación plástica; cuando Kasimir Malevich habla de que “en el arte debe prevalecer una “supremacía absoluta” de la sensibilidad plástica pura por encima de todo descriptivismo naturalista” 27 En la fiesta, la desrealización del mundo cotidiano parte del sujeto individual –singular o colectivo-; él es quien se traslada a un escenario ficticio que se sobrepone al espacio-tiempo rutinario y lo transfigura. En el arte, en cambio, la desrealización estética de ese mundo emerge del objeto práctico, en la medida en que ha sido convertido en una repetición mimética –ahora sí en una “reproducción” o“re-presentación”- del objeto festivo.

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y propone buscar “un arte no objetivo, en el que lo figurativo o representativo esté totalmente anulado” (“mi obra Cuadrado blanco sobre fondo blanco, dice, no era tanto un cuadro vacío, un icono borrado y puesto en marco, sino una invitación a percibir lo no objetivo o lo objetivo in statu nascendi”); cuando Marcel Duchamp tacha al artista como creador y lo subraya como “encontrador”; cuando Vladimir Tatlin se refiere a la “otra movilidad que hay en la inmóvilidad de la escultura”; cuando Arnold Schönberg afirma la posibilidad de una “música absoluta”, atenida exclusivamente a “su propio lenguaje”; cuando Bertolt Brecht teoriza sobre su “teatro épico” como una mimesis autoconciente; cuando Dziga Vertow distingue entre la función del ojo humano y la realidad represora de la mirada y propone al cine como liberador de la vision; cuando Adolf Loos, y más aun el Bauhaus, se empeñan en encontrar una “funcionalidad” del espacio arquitectónico que es capaz de trascender “desde el vacío” la que corresponde a su habitabilidad pragmática, todos ellos plantean el problema de una práctica del arte que saca a éste del ámbito en que

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parece ser una representación de la vida y el mundo, dirigida a un tipo especial, “estético”, de apropiación cognoscitiva de los mismos; una práctica nueva que lo traslada a otra esfera, en la que su relación con ellos es de un orden diferente. Este orden es el que se intenta definir aquí como el de una mímesis de segundo grado, referida a una primera, festiva, en la que, con necesidad, el ser humano reafirma en la región de lo imaginario la especificidad de su ser libre en medio del automatismo igualmente necesario de su existencia.28 El paisaje pintado no reproduce el paisaje que está extra muros del recinto humano sino el que rodeó y fue el trasfondo a la fiesta; reproduce lo que acontece con lootro, 28 La diferencia entre la primera mímesis y la segunda es una diferencia entre dos modos de onto-fanía (“verdad”) interrelacionados pero sin duda diferentes, el uno religioso y el otro artístico, que Martin Heidegger no llega a reconocer en el famoso ejemplo del templo griego, explicado en Der Ursprung des Kunstwerkes. (Reclam Verlag, 1960.) El templo como el recinto o la circunscripción espacial imaginaria, creada en y por la mímesis ceremonial festiva en la que la deidad se deja atrapar, y el templo como realidad pétrea que mimetiza ese espacio creado en y por la ceremonia son dos edificios que pueden existir sobrepuestos, confundidos el uno en el otro, pero que no necesariamente tienen que hacerlo. Una cosa es el baldaquino ceremonial de una comunidad judía (nómada) y otra el baldaquino artístico de Bernini en la iglesia de San Pedro (sedentaria por antonomasia). La una tiene en sí el germen de la otra, sin necesitar de ella; e igualmente ésta, aunque tiene a la primera de antecedente, puede existir por sí sola.

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lo no humanizado, al aceptarse y entregarse, en un caso singular, como el fondo caótico de un cosmos humano que, él también, por su parte, se acepta y se afirma a sí mismo en calidad de una versión más, aunque especial, de eso otro. No es la manzana real, pragmático-empírica, que adorna la mesa y llama a ser mordida y a endulzar y refrescar la boca, la que está pintada, retratada o representada en el cuadro de Cézane. Pero es innegable que en él hay algo así como una “representación” de “esta manzana”. Podría decirse que lo que en él está representado es una especie de “protomanzana”: el fruto del manzano, en tanto que visto, olido, tocado, mordido y saboreado, pero todo ello sólo mientras acontece el momento de reactualización festiva de un hipotético hecho fundante en que el manzano habría dejado de pertenecer sólo a la cadena ecológica y habría aceptado convertirse sobre todo en alimento humano, en vehículo de una forma gustativa (un sabor), de una significación práctica inventada o creada por el ser humano, improvisada e introducida por él allí donde antes no había nada. No el objeto de la praxis productivo- consuntiva sino el “fantasma

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festivo” de ese objeto es lo que el pintor tiene ante sí como “modelo virtual” para su trabajo de “reproducción”.29 El arte sería así la actividad humana que se concentra en el intento de repetir, en condiciones de una cotidianidad no festiva, la experiencia que acontece en el recorte espaciotemporal de aquella mímesis festiva que reactualiza alucinadamente ese espacio-tiempo profundo -sea en lo hondo del tiempo pasado o en lo hondo de la “jetztzeit” o el “tiempo del ahora”, del que habla W. Benjamin- en el que un primer tránsito, fundador del “cosmos”, hace que la vivencia de “lo otro” como tal, que sería “insoportable” (como la presencia del “ángel de lo bello” en la Elegía de Rilke) sea efectiva, esto es, que aquello absolutamente “inefable” se vuelva una contrapartida del cosmos y sea ya sólo un “caos” o vaciedad de sentido; que lo indistinguible se vuelva palpable, audible, visible, y adquiera consistencias, olores y sabores, tonalidades y ritmos, perfiles y colores; que lo 29 De acuerdo a la interpretación “chamanística” que hace David LewisWilliams de la pintura rupestre del pueblo San (Sudáfrica), el chamánpintor, ya “en sus cabales”, plasma sobre las paredes de la gruta lo que vio en la alucinación de la ceremonia festiva. En la fiesta, y bajo los efectos de la droga, se abre una ventana a lo otro (como caos). El pintor pinta lo visto a través de esa ventana. D. Lewis-Williams y Jean Clottes, Los chamanes de la prehistoria. Ariel 2001.

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informe se convierta en una presencia perceptible, dotada de forma; que lo indecible y desconcertante resulte decible y concertador. Dos observaciones finales sobre la reactualización de la actividad artística como una mímesis de la mímesis festiva. A. La rebelión del “arte moderno” contra el programa artístico de la modernidad capitalista, su reubicación de la esencia del arte en el modo festivo de la existencia humana, lo conduce necesariamente hasta el nivel más radical de la ruptura del acontecer cotidiano que esa existencia implica, aquel en el que ella, al mimetizarlos, cuestiona hasta los rasgos más elementales y decisivos de la “forma natural” arcaica, del modelo civilizatorio básico, neolítico, que prevalece aún por debajo de la vida humana moderna y su mundo. El “arte moderno” sólo es propiamente moderno -es decir, otra cosa que moderno- capitalista- en la medida en que su mímesis, que se lleva a cabo en una época de replanteamiento crítico de la esencia de la modernidad y su deformación capitalista, llega a poner en juego la concreción occidental arcaica de esa “forma natural” o la identificación

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occidental básica de esa estructura civilizatoria. Dicho en otras palabras, en la medida en que llega a profanar, desacatar y hacer burla del canon que refleja el ideal o la propuesta de perfección de esa “forma natural”; en la medida en que alcanza a poner en duda y relativizar su definición práctica de “la belleza”. Para estos artistas occidentales, la “belleza” occidental deja de ser el objeto privilegiado de la experiencia estética, dado que ella consiste en haber alcanzado el grado más alto posible de “casticidad” o “clasicidad”, es decir, de fidelidad a un “subcódigo” concretizador o identificador del código de la semiosis humana que pertenece a todo ese tipo de subcódigos que es precisamente el que entra en crisis con la modernidad (pues son subcódigos que debieron ser construidos en medio de la escasez premoderna neolítica, es decir, de la hostilidad recíproca insalvable entre el ser humano y la naturaleza).30 30 Anterior a la revolución del “arte moderno” (y freudiano avant la lettre), Karl Marx piensa que la infancia es definitiva, hasta que otra “infancia”, más fuerte, llega a sobreponérsele, y que si el prototipo griego de belleza “sigue dándonos placer estético” y tiene un encanto que parece “irrebasable”, “eterno”, es porque no ha llegado aún el tiempo en que las condiciones únicas e irrepetibles en las que se fundó sean superadas por otras de similar alcance pero “más fuertes” y de orden diferente. K. Marx,

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El adios a la belleza castiza, el “anti-clasicismo” como “anticasticismo”, había comenzado ya en tiempos de Delacroix y el

“malestar

con

Occidente”;

se

prolongó

en

el

“orientalismo” del “modernismo” y llego a culminar en el “africanismo” de Picasso, al que poco más tarde se sumarían todos los abominables “ismos” que fueron reunidos por la cultura oficial del estado nazi para montar la magna exposición “Entartete Kunst” (“arte degenerado”) en 1938. La “fealdad” de una “señorita de Avignon” (si se la compara con la belleza de una de las mujeres pintadas por Ingres en un harén) no es para los artistas de vanguardia un obstáculo, sino por el contrario el mejor de los accesos a la experiencia estética. B. A mediados del siglo XIX apareció en Europa ese movimiento social y político que se autodenominó “comunismo” y que desde entonces pretende transformar la “sociedad burguesa” o “moderna“ mediante una revolución capaz de sustituir el modo capitalista de reproducir la riqueza, sobre el que ella se sustenta –un modo de reproducción que impide al ser humano ejercer su autarquía Grundrisse..., p. 31.

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política y que necesita explotar sin piedad a los productores e incluso eliminar a muchos de ellos-, por otro modo de organizar la vida social en el que, dentro de la abundancia de bienes, que ya es alcanzable, prevalezcan la libertad, la igualdad y la fraternidad. En tanto que revolucionario, ese movimiento se trasladaba fuera de la política cotidiana, se ubicaba en la dimensión extraordinaria de lo político, allí donde la libertad propia de la existencia humana se ejerce en toda su radicalidad al fundar y volver a fundar las formas elementales de la convivencia humana. Los revolucionarios, los que se habían entregado a “cambiar el mundo, cambiar la vida”, avanzaban sobre la misma calle por la que transitaban los artistas “revolucionarios” o vanguardistas del “arte moderno”. La confusión era inevitable. Para muchos, la revolución en el ámbito de lo imaginario y la revolución en el plano de lo real parecieron ser una y la misma cosa. En efecto, el modo festivo de la existencia humana, en referencia al cual el arte de las vanguardias afirma su especificidad, se encuentra en una relación mimética con el acontecimiento extraordinario por excelencia que es el de

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fundación o re-fundación de las formas concretas lo mismo de la socialidad humana que de la interrelación con lo otro, lo no-humano, es decir, con el acontecimiento de la revolución. El arte comparte con la fiesta su carácter de revolución efímera. Hay que añadir a esto que, para completar su propia “revolución”, las vanguardias del “arte moderno” necesitaban que una revolución se realizara también “en la vida”, una revolución que ellas veían comenzar teniéndoles precisamente a ellas como desatadoras del proceso. La nueva relación entre autor y disfrutador de la obra de arte requería no sólo la permutabilidad de las funciones de emisor y receptor, sino el establecimiento de unas condiciones sociales en las que la actividad que produce oportunidades de experiencia estética no estuviese recluida en la órbita del “arte profesional”, sino fomentada en la cotidianidad, y ésto no sólo como una compensación intermitente de su rutina, sino como un quiebre o un pliegue permanente de la misma, conectada dialécticamentecon ella. Contribuir al establecimiento de esas condiciones era algo

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que ese arte de vanguardia consideraba como una tarea suya. Pero también para la revolución que se abría paso en el plano social y político la coincidencia con la “revolución” dentro del arte era un hecho de importancia esencial: sólo la radicalidad de alcances civilizatorios que caracterizaba a este nuevo arte en tanto que reinsertado en la existencia festiva y dotado de una “destructividad” implacable, podía enseñarle a ella que cambiar el “modo de producción”, de uno capitalista a otro comunista, implica ir hasta el fondo, hasta allí donde las formas arcaicas de la vida y su mundo – reproducidas oportunistamente en la modernidad capitalista por debajo de sus pretensiones “ilustradas” de innovaciónnecesitan sustituirse por otras construidas a partir de esas posibilidades de una abundancia y una emancipación armónicas con la naturaleza que dejó abiertas el advenimiento esencial de la modernidad. Con la Segunda Guerra Mundial y la destrucción de Europa por el nazismo y sus vencedores, las vanguardias del “arte moderno” completaron su ciclo de vida. El nervio “revolucionario” que las llevó a sus aventuras admirables se

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había secado junto con el fracaso del comunismo y el fin de toda una primera “época de actualidad de la revolución”. La industria cultural, es decir, la gestión capitalista de las nuevas técnicas artísticas y el nuevo tipo de artistas y públicos, ha sabido también integrar en su funcionamiento muchos elementos que fueron propios del arte de esas vanguardias y hacer incluso del “arte de la ruptura” un arte de la “tradición de la ruptura”, un arte que retorna a su oficio consagrado en la modernidad “realmente existente”, a la academia restaurada como “academia de la no academia”, regentada por “críticos de arte”, galerías y mecenas. Pero es interesante advertir que el giro vanguardista de hace cien años, que recondujo al arte al ámbito desquiciante de la existencia festiva, no ha podido ser anulado y que hoy en día una extendida “estetización salvaje” de la vida cotidiana, practicada por artistas y públicos improvisados, ajenos al mundo de las “Bellas Artes de Festival”, parece indicar que, pese a todo, no todo está perdido.

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