La jornada Semanal

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■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Lunes 26 de diciembre de 2011 ■ Núm. 877 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

Un sueño de manos rojas Un cuento inédito en español de Bram Stoker

Kennedy Toole, el infeliz burlón


bazar de asombros CULTURA Y DIPLOMACIA ( V DE VII ) Al irlandés Bram Stoker se le recordará, inevitablemente y de manera casi exclusiva, por Drácula, su obra más conocida, en detrimento del resto de un corpus narrativo que, si bien muestra una especial inclinación por el género de horror, es tan diverso y abundante como lo comprueba la magnífica pieza que ofrecemos hoy a nuestros lectores. Con este cuento, “Un sueño de manos rojas”, en el que Stoker habla magistralmente acerca de la culpa y el perdón, al mismo tiempo recuperamos una de las mejores tradiciones de estos días, la de un cuento de navidad, pero sin la chabacanería y sin la obviedad tan caras al mercantilismo que ha querido hacer de las celebraciones decembrinas mero pretexto para el consumo y la molicie. Publicamos además una semblanza del narrador estadunidense John Kennedy Toole y una entrevista con el poeta y ensayista mexicano Alejandro Palma.

Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx

Confiando en mi memoria y advirtiendo que tal vez se me escapen varios nombres, intentaré hacer la lista que mencioné en la entrega anterior, y que espero que sea revisada y comentada por algún historiador de la diplomacia mexicana: Manuel Alcalá, Paula Alegría, Héctor Raúl Almanza, Ignacio Manuel Altamirano, Homero Aridjis, Neftalí Beltrán, Fernando Benítez, Rafael Cabrera, Roberto Casillas, Rosario Castellanos, Amalia Castillo Ledón, Daniel Cosío Villegas, Francisco Cuevas Cancino, Fernando Curiel, Marcelino Dávalos, Genaro Estrada, Víctor Flores Olea, Carlos Fuentes, José Fuentes Mares, Jaime García Terrés, Federico Gamboa, Margo Glantz, Antonio Gómez Robledo, Henrique González Casanova, José María González de Mendoza, Enrique González Martínez, Enrique González Pedrero, José Gorostiza, Manuel Eduardo de Gorostiza, Ricardo Guerra, Francisco A . de Icaza, José Iturriaga, Renato Leduc, Daniel Leyva, Francisco López Cámara, Héctor Manjarrez, Manuel Maples Arce, Francisco Martín Moreno, José Luis Martínez, Marco Antonio Montes de Oca, Mario Moya Palencia, Amado Nervo, Octavio Novaro, Raúl Ortiz, Gilberto Owen, Fernando del Paso, Manuel Payno, Octavio Paz, José María Pérez Gay, Sergio Pitol, Miguel León Portilla, Efrén Rebolledo, Alfonso Reyes, Jesús Reyes Ruiz, Marcela del Río, Ida Rodríguez Prampolini, Victoriano Salado Álvarez, Víctor Sandoval, Fernando Sánchez Mayans, Ninfa Santos, José Juan Tablada, Jaime Torres Bodet, Luis G . Urbina, Álvaro Uribe, Rodolfo Usigli, José C . Valadés, Jorge Valdés Díaz-Vélez, Roberdo Vallarino, Luis Villoro, Juan Villoro, Rafael Vargas, Luis Weckmann, Javier Wimer, Silvio Zavala, Alejandro Estivill, Leandro Arellano, Alejandro Pescador, Leopoldo Zea, Eduardo Cruz y el que esto escribe. Hay entre ellos agregados culturales, cónsules, embajadores, cancilleres, funcionarios, subsecretarios y secretarios de Relaciones Exteriores. Su paso por la carrera diplomática se refleja a veces en sus obras, y algunos han escrito ensayos y artículos sobre las relaciones internacionales y, en particular, sobre las tareas de difusión cultural. El trabajo de los agregados culturales ha sido considerado por los observadores superficiales como fácil y brillante. Es todo menos fácil, pues los que lo realizan deben unir a su formación cultural capacidad organizativa y conocimientos de admi-

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Hugo Gutiérrez Vega nistración. El agregado cultural debe evitar inclinarse a favor de algunos de los distintos grupos artísticos o culturales y mantener un criterio equilibrado en todos sus trabajos de promoción. La riqueza artística de nuestro país y su interesante pasado histórico dan a los encargados de la difusión de la cultura magníficas armas para cumplir sus funciones, pero los obligan, también, a ser ecuánimes y a colocar sobre sus opiniones personales, por más respetables que sean, los valores de la objetividad. Esta es una empresa difícil, sobre todo cuando el encargado de difundir la cultura se dedica también a la creación artística, circunstancia que puede inclinarlo a promover su propia obra en detrimento de las obras de los demás. De ninguna manera se pretende que deje de escribir, publicar, exponer o presentar sus obras. Se trata, simplemente, de que realice el necesario deslinde entre el desarrollo de su obra personal y sus funciones de difusor cultural. Como decía en el párrafo anterior, el pasado histórico y la riqueza artística de México hacen de su difusión una tarea agradable y brillante. Las propuestas de los agregados culturales encuentran, generalmente, una respuesta favorable y en casi todos los países hay instituciones y personas interesadas en el estudio de la historia y las artes de México. Ya antes hablaba de las grandes exposiciones que han marcado indeleblemente nuestra presencia artística en muchos países. Estos acontecimientos espectaculares, junto con las muestras de artistas individuales, los ciclos de cine, las presentaciones de teatro, danza y música, y las conferencias, seminarios y mesas redondas deben servir de apoyo a las tareas culturales cotidianas de nuestros institutos, embajadas y consulados, ya que los aspectos fundamentales de este trabajo son las relaciones con la comunidad artística y cultural del país en el que se representa a México, la orientación y atención a los becarios mexicanos, al aumento de la presencia de nuestra cultura en los medios de comunicación social y, sobre todo, el apoyo a las universidades y distintos centros de estudios en la formación de especialistas en temas relacionados con la historia y la cultura de nuestro país. (Continuará.) jornadasem@jornada.com.mx

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Portada: Redención Ilustración de Wayne Miller

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BITÁCORA creación BIFRONTE

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RicardoVenegas

Ilustración de Huidobro

ricardovenegas_2000@yahoo.com

CUANDO UN PREMIO NO LO ES Pasar a otro nivel del bosque, a cuatro patas Ángel Cuevas

Medios informativos de Morelos denunciaron recientemente irregularidades en el Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer 2011 otorgado a Ángel Gustavo Cuevas García por El silencio del bosque, homónimo de la novela policíaca de Tana French y de innumerables bodrios. Y no es para me-

nos: no sólo carece de originalidad desde el título; es insultante que uno de los jurados, Alfonso D’Aquino, sea amigo del autor “galardonado”, han trabajado juntos y han editado varios libros, y además, el juez y parte coordinaba el taller literario “Poesía y silencio”, así llamado el kínder al que asistía su discípulo Ángel Cuevas, conocido por haber sido la mano derecha de Alfonso Toussaint Schneider, saqueador de la cultura en Morelos y en cuya administración se “extravió” la camisa que llevaba Emiliano Zapata el día que lo acribillaron en Chinameca (no sería extraño encontrarla en la vitrina de un Hard Rock), entre otros cuantiosos desfalcos. Uno de los jurados era amigo del autor, otro estaba impedido, por cuestiones de salud, para emitir su decisión. ¿Estaba en plena capacidad para hacerlo y por ello lo hizo vía telefónica? Así consta en el acta del fallo, pero ¿se puede ganar un concurso con un solo voto? ¿Estará al tanto el Instituto Nacional de Bellas Artes? Lamentablemente sí. Ángel Cuevas halló un protectorado de roedores en el Instituto de Cultura de Morelos. Su directora, Martha Corinne Ketchum Mejía, en su faceta de crítica literaria, dice sobre “el insigne bardo”: “Para leer a un poeta, tiene uno que desarroparse de todo título, profesión, estado civil, condición económica,

filiación política, edad, grado académico. Sin embargo, esto no se puede lograr por la pura voluntad del lector… un lector común y corriente como yo necesita ayuda.” Claro que la señora necesita ayuda, le urge aprender a leer, apenas sabe pronunciar su nombre. Nos quiere hacer creer que ha descubierto a un gran poeta en su lacayo y cómplice de infinitas irregularidades de su caótica y corrupta administración; con ternura, la funcionaria añade: “Nos devuelves, Ángel; nos recuerdas la capacidad de observar de manera paciente, concentrada, esa práctica ancestral de contemplar que ya se perdió. ” Señora Ketchum: lo que ya perdieron es la vergüenza y la mínima noción de la palabra “honestidad”. Están en plena tarea voraz, se llevarán cuanto puedan, pillos blanquiazules, se les acaba el tiempo. Reproduzco un fragmento del texto escrito por Arturo Gutiérrez Luna, quien indignado denuncia: “Cuando, en 2004, concursé en el premio Malcolm Lowry de ensayo, luego de que mi trabajo pasara a la etapa de finalista, a mí me ofrecieron D´Aquino y Ángel Cuevas que les diera la mitad del premio, a cambio de fallar en mi favor ” (…) “ Ahora, este enésimo fraude viene en paquetemancuerna, con los mismos personajes, con otras víctimas, pero en detrimento del prestigio de otro importante premio literario.” •

MONÓLOGOS COMPARTIDOS Francisco Torres Córdova ftorrescordova@yahoo.com

ALEGRÍA MUSCULAR El rostro encendido, mechones de cabello que se adhieren a las sienes, a la nuca, las manos en un constante estado de alerta relajada y fina, la cintura flexible, las rodillas ligeramente dobladas, los pies firmes en el suelo o en el arco de luz y aire casi tangible pero no de un paso, un salto, una carrera. El tiempo suspendido en una edad que puede ser una o varias a la vez: un niño o niña, un adolescente, u n h o m b r e j o ve n , u n v i e j o, e n e s e instante cimero, literalmente bendecido por la gracia de la vida que pulsa en todo su ser. El múscu lo que mueve al cuerpo que mueve al ojo y fija la mirada porque fija el pensamiento, cuyo propósito entonces no es del todo racional, no es del todo útil, aunque pleno de un goce sencillo, instantáneo y abundante, mientras en los labios, con el rigor y seriedad que imponen las reglas y el propósito del juego, se concentra, se suspende, a punto –o en su punto– una sonrisa, en ese instante la noción más precisa de todo el universo y uno mismo. El cuerpo y la mente convocados, entrega-

dos, trenzados porque sí y para nada en realidad, o si acaso sólo para su propia realidad organizada en alcanzar un objetivo convencional, trivial, mucho más sencillo que la poderosa, única armonía que genera en el alma y la piel una pelota en movimiento, un disco, una jabalina, o una meta, un tablero de ajedrez o de backgammon, todos en esencia humildes instrumentos capaces de trazar el contorno de lo sublime y lo sagrado humano: el ritual de la alegría que alcanza a la persona –soplo, vena y esqueleto–, que la llena de sentido, dirección, sensualidad y conciencia de sí misma. Y belleza.“Ya en las formas más primitivas del juego se engarzan, desde un principio, la alegría y la gracia. La belleza del cuerpo humano en movimiento encuentra su expresión más plena en el juego. En sus formas más desarrolladas éste se halla impregnado de ritmo y armonía, que son los dones más nobles de la facultad de percepción estética con que el hombre está agraciado. Múltiples y estrechos vínculos enlazan el juego a la belleza.” (Johan Hui-

zinga, Homo ludens.) Esa alegría muscular; esa libertad primigenia del espíritu que el juego pone en el aire, en un tiempo propio que excede o subyace al curso cotidiano de la vida, y que es propicio y fértil en sí mismo. Baste recordar en la Odisea la incitación que hace Laodamante a su huésped Odiseo a participar en los juegos de los feacios: “Ea, padre huésped, ven tú también a probar la mano en los juegos, si aprendiste alguno; y debes conocerlos, que no hay gloria más ilustre para el varón en esta vida, que la de campear por las obras de sus pies o de sus manos. Ea, pues, ven a ejercitarte y echa del alma las penas, pues tu viaje no se diferirá mucho; ya la nave ha sido botada y los que te han de acompañar están prestos.” Las obras de los pies y de las manos… Y la renovada infancia que el juego invoca sin cesar en el cuerpo y el espíritu con un solo gesto, un giro, una postura, una actitud; la infancia que recuerda el poeta, la que rezuma y suena en “la frente limpia y bárbara del niño”… •


voz interrogada

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Barroco y tabula

rasa o

entrevista con Alejandro Palma Ricardo Yáñez

Alejandro Palma (México DF , 1972) ha publicado, entre otros libros, Los colores de la memoria/Percepciones sobre Elena Garro (en colaboración con Alicia v. Ramírez Olivares y Patricia Rosas Lopategui), Mosaicos de translocalidad/ Poesía en Puebla desde la Colonia hasta la actualidad, Con/versiones en la literatura hispanoamericana (en colaboración con Felipe Ríos Baeza), Eslabones para una historia literaria de Puebla durante el siglo XIX (en colaboración con Alicia V .

Ramírez Olivares), y como poeta los siguientes tres títulos: Inédito, Nuncamente y Mañana. Ha escrito crítica literaria para diversas revistas nacionales e internacionales. Es editor de la revista Graffylia y ha sido becario del Conacyt y del Fonca en Puebla. Se desempeña como profesor investigador en la maestría en Literatura Mexicana de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla ( BUAP ). Es director de la Facultad de Filosofía y Letras de esa misma casa de estudios.

-¿Q

ué poetas poblanos, y por qué, te interesan?

‒Mi conocimiento de la poesía escrita en Puebla fue gradual. Comencé por los maestros o amigos, y de ahí emprendí una lectura más completa. Al margen de amistades y otro tipo de factores literarios, mi preferencia de poetas es la siguiente: en primer lugar Gerardo Lino, por la afinidad que siento en su manera de proyectar el texto poético. La primera vez que leí algo de él de inmediato sentí que era el camino que por ese entonces yo también buscaba. La obra de Gilberto Castellanos me interesa por su riqueza verbal y su trabajo cuidadoso con la lengua. De Enrique de Jesús Pimentel me parece fundamental su primer poemario, Catacumbas, por su fuerza y frescura y la marca generacional que supone para la poesía en Puebla. Sigo con interés a dos maestros míos: Juan Carlos Canales y Vicente Carrera: ambos han construido una voz profunda que abreva en temas poco comunes. Cada libro de Julio Eutiquio Sarabia es una curiosidad para mí: cuando creo que seguirá determinado camino respecto a lo último publicado, da un inesperado giro e intenta algo nuevo aunque conservando una esencia que lo particulariza. La manera en que Juan José Ortizgarcía estructura sus textos me parece interesante: preserva un sentido lírico próximo y claro. Me interesa también la poesía de Miraceti Jiménez por la temática particular que presenta. De mis congéneres leo con avidez a Gabriela Puente, poeta que arriesga, a veces con excelente fortuna, otras con no tanta, pero que busca los medios para presentar una poética personal. También me ha parecido interesante, por la noción que tiene del prosaísmo, el trabajo de Brahim Zamora. Jóvenes que sigo: Guillermo Carrera, debido a intereses y temas comunes; Alí Calderón y Miguel Ángel Andrade, a quienes he visto crecer y formarse, y últimamente a Benjamín Hernández, quien aún tiene mucho que explorar y ofrecer de su habilidad casi nata para la poesía. Otro poeta que reviso y no tiene mucho que ver con Puebla, salvo su residencia, es Víctor Toledo, que proviene de otras tradiciones y a quien le encanta profundizar en los misterios de la palabra a partir de sus transformaciones y significados. Un poeta que abarca los comienzos de la segunda mitad del siglo XX es Antonio Esparza Ortiz, una de las puertas a nuestra modernidad y al que debiera considerarse tradición obligada de lo que se hace y hará en la entidad. Del XIX me interesan Manuel Carpio y Tirso Rafael Córdoba, poetas relegados por la república de las letras que encabezó Ignacio Manuel

Altamirano. Al maestro Salvador Cruz le debo el conocimiento de Francisco Ruiz de León, un poeta del XVIII que publicó la única épica novohispana dedicada a Hernán Cortés, “La Hernandia”, poema barroco de mediados de siglo que buscó consolidar al sujeto criollo. –De lo publicado en los últimos veinte años ¿qué libros destacarías?

‒Si nos vamos un poco más atrás, digamos unos veintisiete años, nos encontraremos con Catacumbas (1984), de Enrique de Jesús Pimentel, uno de los hitos de la poesía en Puebla, que dio entrada a las nue vas generaciones con una poesía renovada en sus formas. Jóvenes que poetizaban borracheras, amoríos, búsquedas personales y aventuras literarias, que vivían lo cotidiano como signo de la universalidad insistiendo en un espíritu moderno: Vigésimo octavo (1991), de Víctor Rojas; Cerca de la orilla (1993), de Julio Eutiquio Sarabia; De la parva y otras intenciones (1998), de Juan José Ortizgarcía; Dainzú (1998), de Mario Viveros; Blasfematorio (2000), de Gerardo Lino, y además: Sobre los ríos de la maga (1989), de Ángel López Juárez; Dédalo y su resto (1989), de Fidel Jiménez; Bajo el agua (1985), de Mariano Morales y Antología i(n)necesaria (1997), de Juan Carlos Canales. Casi todas óperas primas que desbordan energía poética y marcaron la renovación de la poesía en Puebla, aunque en realidad ésta comenzó décadas antes con Antonio Esparza Soriano y José Recek Saade. A ellos debe sumarse Gilberto Castellanos y su antología casi completa, Como podar la luz (2008). De más reciente aparición, dos libros abren la puerta a otra poesía: Destrazadero (2004), de Gabriela Puente, escrito con desenfado desde la más pura honestidad de un sujeto femenino (algo inusual en la poesía escrita en Puebla y poco visto en nuestra recatada y prejuiciosa poesía mexicana). También Imago prima (2005), de Alí Calderón, destaca por la inusitada madurez de la voz poética, capaz de encarnar epigramas latinos, textos medievales y tonos de la poesía contemporánea mexicana. –¿Qué participación han tenido los talleres en la poesía poblana actual?

‒Dos fueron fundamentales para la aparición de esta nueva generación que comenzó a publicar en los ochenta y noventa del siglo XX : el de Miguel Donoso Pareja, que se llevaba a cabo en la Casa de la Cultura, y el que coordinó Raúl Dorra en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánicas. Ambos dejaron cierta esencia que distinguió a los nuevos poetas. Es


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voz interrogada

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de la poesía poblana actual de la poesía, como el Premio Filosofía y Letras, creado por Mario Calderón (poeta y profesor de la facultad), que va en su décima segunda emisión, y el Congreso Internacional de Poesía y Poética, que lleva once años realizándose y ha brindado una plataforma de vínculo y relación entre poetas de Puebla con los de otros lugares del país o el extranjero.

sorprendente el primer poemario de Julio Eutiquio Sarabia, dada su contundencia y madurez; indudablemente se nota la presencia de Dorra y su trabajo con la lengua. En la primera década de este siglo será definitoria la presencia de José Vicente Anaya para una generación de poetas como Víctor García, Guillermo Carrera y Alí Calderón, quienes afinaron su concepción del texto poético y se desarrollaron como promotores de poesía en publicaciones periódicas y antologías. Enrique de Jesús Pimentel ha hecho lo propio al formar a poetas como Gabriela Puente o Miguel Ángel Andrade. Un personaje fundamental ha sido el poeta Roberto Martínez Garcilazo desde la dirección de la Casa del Escritor. A partir de cursos y talleres gratuitos o casi gratuitos ha permitido el desarrollo de jóvenes generaciones y de gente sin mucha relación con el ámbito académico pero con interés por la poesía. La Casa del Escritor es uno de los pocos lugares que ha formado público literario en una entidad que poco se ha interesado por la generación de lectores. Martínez Garcilazo, poeta edificante, es también gestor cultural diligente. No obstante, falta más participación de los poetas consolidados para formar escuela y sembrar tradiciones poéticas. A veces la poesía en Puebla insiste en crearse de la nada y eso la pone en desventaja frente a otros lugares, como Guadalajara o Chiapas, que abrevan en ricas tradiciones. –¿De qué manera ha participado la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP en el movimiento general de la poesía poblana?

‒La mayoría de los poetas mencionados pasaron por el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánicas. Desde su fundación en 1965, ha sido un hervidero de inquietudes; quedan infinidad de revistas, hojas volantes y antologías como testimonio. Además de la Casa de la Cultura no creo que exista otro espacio que haya proyectado tanto la poesía actual en Puebla. Raúl Dorra fue fundamental. Posteriormente otros profesores que son también poetas han formado gente. Se han abierto espacios de difusión

–¿Cuáles son las tendencias más notorias de la poesía poblana actual?

‒Suele decirse que la poesía en Puebla es barroca o neobarroca. Lo anterior se asume tras una lectura veloz y general de sus poetas. Pero, si somos atentos, veremos diferencias abismales entre ellos, incluso entre congéneres. Cada uno ha buscado sus tradiciones y las ha reinventado en busca de una voz particular. La mayoría de los poetas que han publicado a partir de los noventa tiene una obsesión por el lenguaje expresada de manera particular. No me atrevería a marcar una tendencia o estilo definitivos en la poesía poblana porque creo que no ha existido una figura trascendental que los defina. Habría que considerar que el entorno urbano y cultural del poeta poblano citadino no deja otra manera de expresión más cercana que el adorno, el rodeo, la sobreabundancia, el ocultamiento... Pero aun el propio Castellanos en varios de sus poemas es conciso y claro. Las últimas generaciones de poetas, como Brahim Zamora, Guillermo Carrera, Gabriela Puente o Alí Calderón, parecen haberlo resuelto, cada quien por su lado, con una poesía directa que sirve para expresar, en algunos casos, un rencor escondido. Raúl Dorra dejó en sus alumnos el sentido del sonido y ritmo de la palabra y eso es evidente en Víctor Rojas a pesar de la gran diferencia en la composición

Suele decirse que la poesía en Puebla es barroca o neobarroca. Lo anterior se asume tras una lectura veloz y general de sus poetas. Pero, si somos atentos, veremos diferencias abismales entre ellos, incluso entre congéneres.

Fotos: profeticablog.blogspot

que existe entre sus dos poemarios. Por otro lado, algunos talleristas de Miguel Donoso Pareja son más temáticos, como Mariano Morales. Si rescatamos la larga tradición de la poesía de Puebla, que se remonta al virreinato y se afianza durante el siglo XIX ,además de formar escuela con las nuevas generaciones, podrían vislumbrarse estilos o tendencias definidas. –¿La colección El poeta y su trabajo ¿qué tanto sigue marcando a la poesía poblana?

‒Junto a los talleres de Dorra y Donoso Pareja la edición de esos cuatro tomos a cargo de Hugo Gola fue un gran acierto. Raúl Dorra estuvo detrás de dicha inquietud. Lamentablemente no he visto que los actuales talleristas o poetas consulten la compilación. Es más bien una referencia oculta de quienes hemos encontrado en los saldos de Fomento Editorial alguno de los tomos. Una verdadera pena, porque el esfuerzo que realizó Gola para brindar los fundamentos de la poesía moderna en Occidente no ha sido aprovechada por las nuevas generaciones, que como ya dije insisten, en su mayoría, en inventarse a partir de la nada. –¿Otros textos poblanos de reflexión y crítica sobre la poesía?

‒No se ha escrito mucha crítica de la poesía en Puebla. Destacaría a Roberto Martínez Garcilazo, quien en sus columnas ocasionalmente toca algunos libros; el trabajo del Círculo de Poesía encabezado por Alí Calderón y otros poetas y críticos jóvenes, como Rubén Márquez, Carlos Conde y Jorge Mendoza, que han abierto a través de internet un espacio de relación con poetas de otras comarcas. Anteriormente en la prensa destacaron Víctor García y Moisés Ramos, críticos y difusores de la poesía en Puebla. Como guía indispensable de la poesía poblana actual sobresale la antología de Juan Jorge Ayala, Ala impar, con una introducción muy acertada respecto a los poetas nacidos entre 1946 y 1966. En un plano más académico, el artículo de Mario Calderón “Desde la orilla o la generación poética de los 50 en Puebla” publicado en el número 3 de Graffylia, y asimismo el libro colectivo Mosaicos de translocalidad, donde compilé y edité ensayos que se presentaron en uno de los congresos de poesía y poética de la facultad. Por último, quiero destacar un libro de reciente aparición, Antes de dar la vuelta. La poesía que leían los poblanos (1901 a 1922), de Guadalupe Prieto, donde se aventura una especie de arqueología literaria para reconstruir un período de la cultura poblana •


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ginés Aníbal invadió Italia después de soñar con un terrible monstruo “mandón” (a su manera). Los sueños son una mezcla indisoluble entre realidad y fantasía, ciencia y esoterismo, lo explicable y lo inexplicable; una confusión poderosa que, dependiendo del estado de ánimo y las creencias de quien los experimenta, ejerce un poder particular sobre el mismo. Siruela comparte el ejemplo de la periodista Charlotte Beradt, quien durante un lustro de la década de los

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nata del Diavolo después de haber soñado que el diablo tocaba maravillosamente su violín y de haberla transcrito al día siguiente. “¿Es que saben los que duermen quiénes son?”, se pregunta al aire Ramón Gómez de la Serna en una de sus greguerías. Y en ese momento entendemos más aún el hecho de que el argumento de El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, venga de un sueño; y no es para menos, ya que esa novela trata de la dicotomía entre dos mo-

Caras vemos, sueños no Emiliano Becerril

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ara muchos los sueños son anecdóticos, un pretexto para conversar en la mañana mientras se calienta el café y la tostadora quema el pan que después hay que rasgar con un cuchillo haciendo el consabido sonido del frufrú integral; para otros son un acertijo, una gran pregunta que esconde el verdadero sentido de la ambigüedad cotidiana y que debe interpretarse con una frescura todavía onírica mientras uno se mira adormilado frente a la perplejidad del espejo matutino; para otros son una premonición contundente, una profecía o una advertencia que no puede dejarse de lado, y para otros, quizás también para estos últimos, se trata básicamente de una superstición, de la orden de una fuerza mayor. Así, antes de que se “inventara” el inconsciente ‒y de que por lo tanto se supiera que soñar con un mono que habla en realidad era soñar con alguna vecina del edificio‒, soñar no podía ser otra cosa que recibir epifanías teológicas, al grado que si se soñaba con la doncella narizona del jefe del pueblo, el destino entraba en un problemón místico. Los egipcios tenían a su dios del sueño, Serapis; los griegos a Morfeo y los asirios a Mamu, dioses de lo mismo. En un lenguaje sin nombre ni abecedario, los sueños han estado siempre presentes, han traducido la realidad, han sido su reflejo y, como tales, han sido también reflejo de la época en que se sueña: están hechos a la medida de su momento y un poco de sus pasados. Se sueña con los personajes de la época y con los problemas de la época, y esto se hace y se “resuelve” con la narrativa onírica y posible de la época; vamos: dependen de su tiempo. Jacobo Siruela, abocado al tema en su libro Bajo los párpados (Atalanta, 2010), lo expone claramente: “Tanto el fenómeno onírico como el de su interpretación siempre se encuentran bajo el influjo histórico y cultural de cada soñador.” Y es que los sueños son una materia histórica, no sólo porque retratan el tiempo, sino porque influyen en él. Esto es tan cierto como que poco antes de que naciera Freud y su interpretación de los sueños, Otto von Bismarck emprendió la conquista de Austria en gran medida debido al sueño que tuvo y transmitió a Guillermo I, y mucho antes, sólo por poner otro ejemplo, el carta-

sabemos

Hieronymus Bosch, El jardín de las delicias (detalle), panel central

años treinta “se dedicó a recolectar los sueños de la gente más dispar de Alemania”, y descubrió que prácticamente en los más de trescientos sueños recogidos había un común denominador: “el clima social de la Alemania del Tercer Reich”; todos se soñaban vigilados. En efecto, “La vida es sueño”, y los sueños son un acertijo crucial para nuestro entendimiento, una didáctica que desde su lenguaje “irreal” muchas veces es más elocuente que cualquier análisis, sea éste freudiano o de Artemidoro y su Oneirokritiká, un tratado del siglo menos dos sobre la interpretación de los sueños y sus alegorías; o de los chinos, que tenían su libro de interpretación de los sueños en el Meng Shu. El Centro de Estudios Oníricos, de Chile, recoge algunos ejemplos de sueños individuales, grupales o incluso simultáneos que han transgredido al destino; ahí sobran las anécdotas. Y también en el libro de Siruela, donde apunta que Ted Hughes decidió de dicarse de lleno a la poesía después de soñar con un zorro rojo; y que Giuseppe Tartini escribió La so-

rales, entre lo obscuro y lo claro, o la dualidad de dos hombres que se complementan como la noche y el día o el sueño y la conciencia: Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Cuentan que cuando la esposa de Stevenson despertó a su marido, creyendo que éste tenía una pesadilla, el escritor se levantó profundamente molesto y dijo que por qué, si estaba teniendo una magnífica historia de terror, a fine “bogey” tale. Algo habrá que agradecerle a esa señora, digo yo. Julio Cortázar escribió el cuento “Casa tomada” después de tener una pesadilla aislada, si puede decirse, y mucha gente interpretó el sueño como una “alegoría al peronismo y la situación argentina”. Si bien es cierto que Cortázar afirma que no escribió el cuento con esa intención, tampoco descarta del todo que esa “traducción simbólica” tenga validez, precisamente por el espíritu que rodeaba a su país en el justo momento de escribirlo: quizás su respuesta fue conciliatoria, pero de cualquier forma todos han pasado por el reino de Serapis. Mi hermano le decía quesadillas a las pesadillas •


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ensayo

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adie puede vestir con propiedad con más de treinta grados de calor. Enseguida se abren las puertas a la informalidad, aparece luego el fantasma del abandono y éste conduce a la barbarie. La índole de ciertos oficios, por otra parte, exige compostura en el atavío personal, de una presentación correcta. En ciertos menesteres el hábito sí hace al monje. Igual que en el trópico y en el desierto son necesaria fibras frescas, los climas fríos exigen prendas de lana, piel, cuero, plumas. ¿Quién define qué es lo extranjero? “Adonde fueres, haz lo que vieres”, advierte el refrán, y con esa prevención el caminante va aprendiendo a adaptarse en cada nuevo destino, a observar hábitos, a copiar usos y a ejercitar modales en los sitios en que lo arroja el andar. El que pregunta no yerra, prescribió el Arcipreste de Hita. Así como cada ciudad posee un temple propio, cuenta también con una temperatura y un código de vestimenta. Viena es ese lugar en el que nos sentimos en casa tantas veces. Es, también, el centro de la rica cultura centroeuropea y una ciudad de elegancia sin rival. Nos acomodamos sin remilgos a su ritmo y a no desentonar con la galanura de la ciudad. Después de todo, las cosas materiales también las hizo Dios. Provenientes del altiplano mexicano, habituados a la vestimenta de entretiempo, aprendimos del cobijo contra el frío y la melancolía, a maniobrar entre la nieve y el orden, de la calefacción y del arte como necesidad. A resguardarnos contra una neumonía, a llevar ropa térmica, a calzar zapatos forrados, a portar gorro, bufanda y abrigo. La historia del vestido se remonta al momento en que nuestros primeros padres conocieron la vergüenza y al desparramarse las tribus por el planeta cada lugar les fue imponiendo la vestimenta a que cada temperatura emplaza. El hombre va creando lo que la necesidad le exige, y cuando lo hace con gracia adorna la vida, la aligera. Pero todo con modo. La corbata es una espléndida invención de los países fríos: ¿por qué usarla en lugares donde el calor agobia? Nadie en Siberia va por ahí en mangas de camisa. En los límites del sentido común y de la prudencia, el vestido es un mandamiento. El abrigo ha de ser conforme al frío. A pesar del calentamiento de la Tierra, la industria de la lana continúa en bonanza. El anchísimo territorio mongol se desertifica paulatinamente a consecuencia de la sobreexplotación del pastoreo para la obtención de la cachemira ante una demanda exigente. En otras regiones heladas el abrigo consiste en variadas chaquetas de plumas de ganso, ligeras y flexibles. Las más

comunes son las forradas con lana de oveja y en todas partes las pieles garantizan un escudo frente al frío, pero las asociaciones protectoras de animales avanzan en su veda. Rugoso y cálido, el loden es el abrigo creado por los labradores tiroleses que, andando el tiempo, se convirtió en prenda típica de Austria, en donde el frío perdura la mayor parte del año. Tejido a base de lana de ovejas montañesas, su color verde oscuro y su diseño lo tornan inconfundible. Su calidez, su sencillez, más cierta afabilidad, nos engendraron una devota afición. Nómadas privilegiados, la errancia nos ha arrastrado igual a climas tropicales, de lluvia constante y calor fijo donde, también, nos hhemos regido más por el modo que por la moda. Allí se torna más com-

Dos prendas Leandro Arellano

plejo el cumplimiento con la indumentaria, a pesar de su ligereza. Allí el carácter de la población local suele ser más leve que en las temperaturas del norte. En climas helados uno se cobija, va añadiendo prendas hasta atajar el frío, mientras que en los lugares sofocantes se llega a un punto en el que, con la piel expuesta, no es posible despojarse de más. En estos últimos la utilidad de la guayabera, esa prenda fresca, cómoda y suave cuyo origen se atribuye Cuba, es egregia. Circulan varias anécdotas sobre su invención, pero los cubanos aseguran que su nombre tiene origen en la guayaba. El Diccionario de la Real Academia Española (vigésima segunda edición) la describe así: “Prenda de vestir de hombre que cubre la parte superior del cuerpo, con mangas cortas o largas, adornada con alforzas verticales, y, a veces, con bordados, y que lleva bolsillos en la pechera y en los faldones.” Omite señalar que es propia de climas cálidos, ciertamente. De La Habana debió navegar a Yucatán, cuya capital se autonombra capital mundial de la guayabera. Como haya sido, la conocimos engalanada y con credenciales de una prenda formal. Quien escriba su historia tendrá que despejar varias cuestiones. Establecer su parentesco –de existir‒ con una pieza equivalente y casi similar que los filipinos visten en bodas y funciones solemnes, a la que llaman barong tagalog, elaborada a base de fibra de piña o banano y muy resistente. ¿Hasta allá la llevó la Nao de China? ¿Se trata de una adaptación o de una prenda precursora? Hay quien asegura que al arribar los españoles al archipiélago la pieza ya estaba en uso. La invención de la guayabera no parece muy antigua, en tanto que los galeones entre Manila y Acapulco dejaron de aportar durante la Guerra de independencia en México. Si fuese una derivación de la guayabera ¿por qué no se llamó ‒en buen español‒ varón tagalo? Ahora que si la investigación se extendiese, es probable que alcance las islas malayas, habida cuenta de los útiles y coloridos batiks indonesios... Importa mucho en qué se goce cada quien. Pero recordemos la advertencia de Guillermo Cabrera Infante, quien aseguraba que la guayabera es una prenda que tiene la peculiaridad de hacer lucir más gordo al gordo y más flaco al flaco. La natural, la auténtica ha de ser blanca, en tanto que el protocolo demanda que lleve manga larga. De los adornos que se le han añadido al andar del tiempo y le imprimen su aplomo característico no hay que abusar. El ánimo recibe fácilmente lo que dentro de sí reconoce. Y por marcas ‒emblema de los tiempos‒ no queda: recién adquirimos una etiquetada por ¡Givenchy! •


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Un sueño Bram Stoker

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a primera opinión que me fue dada respecto a Jacob Settle fue una simple declaración descriptiva; “Es un tipo melancólico”; pero descubrí que encarnaba los pensamientos e ideas de todos sus compañeros de trabajo. Había en la frase una cierta y fácil tolerancia, una ausencia de un sentimiento positivo de cualquier índole, más que cualquier opinión completa, la cual marcaba con bastante precisión el lugar que ese hombre ocupaba en la estima pública. De todos modos había alguna diferencia entre esto y su apariencia, lo que inconscientemente me puso a pensar, y gradualmente, mientras conocía más del lugar y de los trabajadores, llegué a tener un interés especial en él. Descubrí que siempre estaba realizando favores, que no involucraban gastos de dinero más allá de sus humildes ingresos pero sí múltiples maneras de previsión, paciencia y autorrepresión, las cuales son las verdaderas caridades de la vida. Mujeres y niños confiaban en él implícitamente, aunque, extrañamente, prefería rehuirles, excepto cuando alguien se enfermaba, y entonces aparecía para ayu-

dar si podía, tímida y torpemente. Llevaba una vida muy solitaria, haciéndose cargo de su hogar en una pequeña cabaña, o más bien choza, de un solo cuarto, lejos, en el extremo del páramo. Su existencia parecía tan triste y solitaria que quise animarlo y para ese propósito aproveché la ocasión cuando ambos habíamos estado sentados atendiendo a un niño, herido por mi culpa en un accidente, para prestarle libros. Aceptó con gusto y mientras partíamos durante el gris amanecer sentí que algo de confianza mutua se había establecido entre los dos. Los libros me eran devueltos siempre con el mayor cuidado y puntualidad y con el tiempo Jacob Settle y yo nos hicimos amigos. Una o dos veces, mientras cruzaba la llanura los domingos, lo buscaba, pero en aquellas ocasiones se mostraba tímido e incómodo así que me sentía inseguro de llamarlo para verlo. Nunca, en ninguna circunstancia, venía a mis aposentos. Una tarde de domingo regresaba tras una larga caminata más allá del páramo y cuando pasé por la cabaña de Settle me detuve en la puerta para decirle

“¿Cómo estás?” Como la puerta estaba cerrada pensé que había salido y sólo toqué por mera formalidad, o por hábito, sin esperar respuesta alguna. Para mi sorpresa, escuché una débil voz que venía desde dentro, aunque no pude escuchar lo que dijo. Entré al instante y encontré a Jacob acostado a medio vestir sobre su cama. Estaba tan pálido como la muerte y el sudor simplemente rodaba por su cara. Sus manos se asían inconscientemente a las cobijas como un hombre que al ahogarse se aferra a cualquier objeto que puede sujetar. Mientras entraba se levantó a medias, con una mirada atormentada y salvaje en sus ojos, los cuales estaban muy abiertos y fijos, como si algún horror se le hubiera presentado, pero en cuanto me reconoció se hundió de vuelta en la cama con un sollozo reprimido de alivio y cerró los ojos. Estuve a su lado durante un rato, por uno o dos minutos enteros, mientras jadeaba. Luego abrió los ojos y me miró, pero con una expresión tan angustiada y desconsolada que, como soy un ser humano, hubiera preferido no ver en esa mirada paralizada de horror. Me senté a su lado y le pregunté por su salud. Durante algún tiempo no respondió sino para decirme que no estaba enfermo, pero luego, después de inspeccionarme de cerca, se levantó a medias sobre su codo y dijo: “Le agradezco amablemente, señor, pero simplemente le digo la verdad. No estoy enfermo, como los hombres lo llaman, aunque sólo Dios sabe si hay peores enfermedades que las que los doctores conocen. Se lo contaré, como es tan amable, pero confío en que no se lo mencionará a nadie, porque podría provocarme un malestar mayor. Sufro de una pesadilla.” “¡Una pesadilla! ‒dije, esperando levantar su ánimo‒, pero los sueños mueren con la luz, incluso al despertar.” Ahí me detuve, porque antes de hablar vi la respuesta en su mirada desolada alrededor del pequeño lugar. “¡No! ¡no! Eso está bien para la gente que vive cómodamente y con sus seres amados. Es mil veces peor para aquellos que viven solos y tienen que hacerlo. ¿Qué alegría hay para mí, cuando despierto en el silencio de la noche, con el amplio páramo a mi alrededor lleno de voces y de rostros que hacen de mi despertar un sueño peor que al dormir? Ah, joven señor, no tiene un pasado que pueda enviar sus legiones a poblar la oscuridad y el espacio vacío ¡y le ruego al buen Dios que nunca lo tenga!” Mientras hablaba, había una casi irresistible gravedad de convicción en su actitud, por lo que abandoné mi reproche sobre su vida solitaria. Sentí que me encontraba en presencia de alguna influencia secreta que no podía comprender. Para mi alivio, porque no supe qué decir, continuó: “Hace dos noches que lo sueño. Fue bastante difícil la primera noche, pero me recuperé. Anoche la expectación en sí misma fue casi peor que el sueño –hasta que llegó y entonces barrió todo recuerdo de un dolor menor. Me mantuve despierto hasta antes del amanecer y luego regresó. Desde entonces he estado en una agonía tal y como estoy seguro que sien-


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de manos rojas ten los moribundos y con ella todo el horror de esta noche.” Antes de que llegara al final de la oración me había decidido y sentí que podía hablarle con mayor ánimo: “Intente dormir temprano esta noche –de hecho, antes de que pase la tarde. Dormir lo renovará, y le prometo que no habrá pesadillas después de esta noche.” Sin esperanzas, negó con la cabeza, así que me senté durante un rato más y luego me fui. Cuando llegué a casa hice los preparativos para la noche, ya que había decidido compartir la vigilia solitaria de Jacob Settle en su cabaña en la llanura. Estimé que si se iba a dormir antes de que se pusiera el sol se despertaría mejor antes de la media noche, y así, antes de que las campanas de la ciudad marcaran las once, me coloqué frente a su puerta armado con una bolsa, en la cual se encontraba mi cena, un ánfora extra grande, un par de velas y un libro. La luz de la luna era brillante e inundaba el páramo entero hasta estar casi tan claro como el día, pero ocasionalmente nubes negras avanzaban por el cielo y creaban una oscuridad que en comparación era casi tangible. Abrí la puerta suavemente y entré sin despertar a Jacob, quien dormía con su cara blanca hacia arriba. Estaba quieto y de nuevo bañado en sudor. Traté de imaginar qué visiones pasaban ante aquellos ojos cerrados que le traían la miseria y el pesar que tenía marcados en el rostro, pero no pude imaginarlo y esperé a que despertara. Llegó repentinamente y de una manera que me conmovió profundamente, ya que el gemido ahogado que salió de los labios blancos de aquel hombre mientras se incorporaba a medias y se hundía de vuelta era manifiestamente la finalización o culminación de un hilo de ideas que había iniciado antes. “Si está soñando‒ me dije a mí mismo‒ entonces debe estar basado en una realidad muy terrible. ¿Cuál podría haber sido ese hecho desafortunado del que hablaba?” Mientras yo seguía hablando, se percató de que estaba con él. Me pareció extraño que no tuviera ese lapso de duda sobre si era el sueño o la realidad lo que lo rodeaba que comúnmente caracteriza el entorno esperado de quien despierta. Con un auténtico grito de júbilo tomó mi mano y la sostuvo entre sus dos mojadas y temblorosas manos, como un niño asustado que se aferra a un ser amado. Traté de calmarlo: “¡Calma, calma! Todo está bien. He venido para quedarme con usted esta noche y juntos trataremos de combatir esta pesadilla.” Soltó mi mano de repente y se hundió de vuelta en su cama y cubrió sus ojos con sus manos. “¿Combatirla? ¡La pesadilla! ¡Ah! ¡No señor, no! Ningún poder mortal puede combatir ese sueño, porque viene de Dios. Y está grabado aquí;” y se golpeó la frente. Después prosiguió: “Es el mismo sueño, siempre el mismo, y sin embargo crece su poder para torturarme cada vez que llega.”

Ilustraciones de Lynd Ward

“¿Cuál es el sueño?”, pregunté creyendo que al discutirlo podría conseguir algún tipo de alivio; pero se encogió lejos de mí y tras una larga pausa dijo: “No, es mejor que no lo cuente. Puede ser que no vuelva.” Había algo que claramente me ocultaba –algo que yacía más allá del sueño, así que contesté: “Está bien. Espero que ya no vuelva más. Pero si regresara, me lo dirá, ¿no es así?, pregunto, no por curiosidad, sino porque pienso que hablar podría

aliviarlo.” Respondió con lo que consideré que era casi una excesiva cantidad de solemnidad: “Si llega de nuevo, se lo contaré todo.” Luego intenté que su mente se distrajera de aquel tema hacia cosas más mundanas, así que saqué mi cena y le hice compartirla conmigo, incluyendo el contenido del ánfora. Después de un tiempo se animó y cuando encendí mi cigarro, habiéndole dado otro, fumamos durante una hora y hablamos de muchas cosas. Poco a poco la comodidad de su cuerpo se apoderó gradualmente de su mente y pude ver que sigue

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el sueño posó sus suaves manos sobre sus párpados. Él también lo sintió y me dijo que ahora se sentía bien y que tranquilamente podía retirarme, pero le dije que bien o mal, me quedaría para ver la luz del día. Así que encendí la otra vela y comencé a leer mientras se quedaba dormido. Gradualmente tomé interés en mi libro, tanto interés que enseguida me sobresalté cuando cayó de mis manos. Observé que Jacob seguía dormido y me alegré de ver que había en su rostro una mirada de felicidad inusitada, mientras que sus labios parecían moverse con palabras inaudibles. Luego volví a dormir y de nuevo desperté, pero esta vez para sentirme congelado hasta la médula al oír la voz que venía de la cama de al lado: “¡No con estas manos rojas! ¡Nunca! ¡Nunca!” Al mirarlo, descubrí que seguía dormido. Despertó, sin embargo, en un instante, y no parecía sorprendido de verme; esa extraña apatía hacia su entorno había vuelto. Entonces dije: “Tranquilícese, cuénteme su sueño. Hable con franqueza, pues para mí su confianza es sagrada. Mientras los dos vivamos nunca mencionaré lo que elija decirme.” Contestó: “Dije que lo haría, pero mejor le cuento primero lo que va antes del sueño, para que pueda comprender. Fui un profesor cuando era joven, sólo era una escuela parroquial en un pequeño pueblo al suroeste. No hay necesidad de decir nombres. Mejor no hacerlo. Estuve comprometido para casarme

con una muchacha joven a quien amé y casi veneré. La vieja historia. Mientras esperábamos la ocasión para poder establecer un hogar juntos, otro hombre apareció. Era casi tan joven como yo, más apuesto y un caballero, con todos los atractivos de un caballero para una mujer de nuestra clase. Él iba a pescar y ella lo veía mientras yo trabajaba en la escuela. Razoné con ella y le imploré que lo dejara. Le ofrecí que nos casáramos de inmediato y que nos fuéramos y empezáramos en otro país, pero no escuchó nada de lo que le dije y pude ver que estaba encaprichada con él. Entonces decidí ocuparme yo mismo de encontrar al sujeto y pedirle que tratara bien a la muchacha, ya que pensé que sus intenciones hacia ella eran honestas, por lo que no habría críticas u oportunidades de éstas por parte de otros. Fui a donde debía encontrarlo, sin nadie cerca, ¡y vaya que nos conocimos!” Aquí Jacob Settle hizo una pausa, porque algo parecía subir por su garganta y respiraba con dificultad. Luego continuó: “Señor, con Dios como testigo, no había un pensamiento egoísta en mi corazón ese día, amaba demasiado a mi bella Mabel como para conformarme con sólo una parte de su amor y había pensado tanto en mi propia desdicha como para no darme cuenta de que, sin importar lo que pasara con ella, mi esperanza se había ido. Fue insolente conmigo –usted, señor, que es un caballero, ignora quizás cuán hiriente puede ser la insolencia de alguien que está por encima de la clase social de uno– pero lo soporté. Le imploré que tratara bien a la muchacha, porque lo que pudiera ser un mero pasatiempo para él en alguna hora muerta podría significar para ella el quiebre de su corazón. Ya que nunca tuve una idea de su verdad, o que el peor de los males pudiera ocurrirle –era sólo la desdicha en su corazón lo que temía. Pero cuando le pregunté cuándo pretendía casarse con ella su risa me irritó de tal manera que perdí mi temperamento y le dije que no me quedaría a observar cómo arruinaba su vida. Entonces se enfureció también y en su cólera dijo cosas tan crueles sobre ella que en ese lugar y en ese momento juré que él no debía vivir para hacerle daño. Sólo Dios sabe cómo ocurrió, porque en esos momentos de pasión es difícil recordar los pasos que hay entre una palabra y un golpe, pero me encontré parado junto a su cadáver, con las manos rojas por la sangre que brotaba de su garganta desgarrada. Estábamos solos y él era un forastero, sin familiares que lo buscaran y un asesinato no siempre se descubre –no todo al mismo tiempo. Por lo que sé sus huesos siguen blanqueándose en la charca del río donde lo dejé. Nadie notó su ausencia, o por qué había ocurrido, excepto mi pobre Mabel, y no quiso hablar de ello. Pero todo fue en vano, porque cuando regresé después de meses –ya

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que no me podía quedar– descubrí que la vergüenza le había llegado y que por ella había muerto. Hasta ahora lo había sobrellevado gracias a la idea de que mi deshonrosa acción había salvado su futuro, pero ahora, cuando me di cuenta de que había llegado tarde y de que mi pobre amor había sido manchado con el pecado de aquel hombre, huí con la noción de una culpa inútil que se cernía sobre mí mucho más pesadamente de lo que podía soportar. ¡Ah, señor! usted que no ha cometido un pecado tan grave no sabe lo que es cargar con uno. Puede creer que la costumbre lo hace más sencillo, pero no es así. Crece y crece con cada hora, hasta que se vuelve intolera ble, y con este aumento también llega la sensación de que por siempre te quedarás fuera del cielo. No sabe lo que significa y le ruego a Dios que nunca lo haga. Los hombres ordinarios, para quienes todo es posible, no piensan muy a menudo, si alguna vez lo hacen, en el cielo. No es nada más que un nombre, y se conforman con esperar y dejar que las cosas sean, pero para quienes están condenados a quedarse fuera para siempre no puede usted saber lo que eso significa, no puede adivinar o medir el terrible e incesante deseo de ver las puertas abiertas y de poder unirse a las blancas siluetas que están adentro. ”Y esto me lleva al sueño. Parecía que la entrada estaba frente a mí, con sus grandes puertas de acero macizo con barras del grosor de un mástil, erigidas hasta las mismas nubes y tan juntas que entre ellas sólo se podía vislumbrar una gruta de cristal, en cuyas paredes relucientes figuraban formas vestidas de blanco con rostros radiantes de alegría. Cuando me paré frente a la puerta mi corazón y mi alma estaban tan llenos de éxtasis y deseo que me olvidé de todo. Y parados junto a las puertas estaban dos imponentes ángeles de amplias alas y ¡oh! de un semblante tan severo. Cada uno tenía en la mano una espada llameante y con la otra sujetaban el cerrojo, que se movía de un lado al otro al menor movimiento. Cerca había figuras envueltas en negro, con las cabezas cubiertas de tal manera que sólo los ojos se veían y le entregaban a todo aquel que llegaba ropajes blancos como los que visten los ángeles. Un murmullo silencioso anunció que todos debían ponerse sus túnicas, sin ensuciarlas, o los ángeles no sólo no los admitirían, sino que arremeterían contra ellos con sus espadas llameantes. Estaba impaciente por ponerme mi atuendo y apresuradamente me lo coloqué encima y di pasos veloces hasta la puerta, pero no se movió y los ángeles, soltando el cerrojo, señalaron mi ropa. Vi hacia abajo y quedé horrorizado, pues la túnica entera estaba manchada de sangre. Mis manos estaban rojas; brillaban con la sangre que goteaba de ellas como aquel día a la orilla del río. Y entonces los ángeles levantaron sus espadas para castigarme y el horror había acabado –me desperté. Una y otra y otra vez ese espantoso sueño regresa. Nunca aprendo de la experiencia, nunca me acuerdo, pero al inicio la esperanza está ahí para hacer el desenlace más atroz, y sé que el sueño no proviene de la oscuridad común y corriente a la que se atienen los sueños ¡sino que es enviada por Dios como castigo! Nunca, nunca podré cruzar la puerta, ¡porque la mancha en el atuendo de los ángeles proviene siempre de estas manos sangrientas!”


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Escuché como si estuviera hechizado mientras Jacob hablaba. Había algo muy lejano en el tono de su voz –algo tan etéreo y místico en los ojos que miraban a través de mí a un espíritu distante–, algo tan altivo en la propia dicción y con tan marcado contraste con su ropa desgastada y su entorno tan pobre, que me pregunté si todo era un sueño. Permanecimos en silencio por un buen rato. Seguía mirando al hombre con creciente asombro. Ahora que había confesado, su alma, que había sido aplastada contra la misma tierra, parecía volver a la rectitud con algo de resistencia. Supongo que debí haber quedado horrorizado con su historia, pero extrañamente no lo estaba. Ciertamente no es agradable ser el confidente de un asesino, pero este pobre hombre parecía haber sufrido no sólo tanta provocación, sino un propósito de abnegación tan fuerte en aquel acto sangriento que no me sentí llamado a emitir un juicio sobre él. Mi propósito era consolarlo, así que hablé con toda la calma que pude, pues mi corazón latía rápida y pesadamente: “No se desespere, Jacob Settle. Dios es muy bueno y Su misericordia es grande. Siga con su vida y su trabajo con la esperanza de que algún día pueda sentir expiación por su pasado.” Aquí hice una pausa, ya que pude ver que en esta ocasión un sueño profundo y natural lo envolvía. “Duerma ‒dije‒, lo vigilaré y no tendremos más pesadillas esta noche.” Hizo un esfuerzo por calmarse y contestó: “No sé cómo agradecerle por su bondad esta noche, pero pienso que es lo mejor si se marcha ahora. Intentaré dormir para recuperarme; siento que una carga ha sido retirada de mi mente desde que le conté todo. Si aún hay algo del hombre que queda en mí, debo tratar de luchar solo por mi vida.” “Me iré esta noche, como lo desea ‒dije‒, pero tome mi consejo y no viva tan solo. Vaya con hombres y mujeres; viva con ellos. Comparta sus penas y alegrías y le ayudará a olvidar. Esta soledad lo dejará loco por melancolía.” “¡Lo haré!”, respondió, casi inconsciente, pues el sueño se apoderó de él. Me di la vuelta para marcharme y él me observó. Cuando toqué el pasador lo solté y al regresar a la cama extendí mi mano. La tomó entre las suyas mientras se incorporaba para sentarse y le di las buenas noches, intentando animarlo: “¡Tenga valor! Hay trabajo para usted en este mundo, Jacob Settle. ¡Todavía puede vestir esa túnica blanca y pasar por las puertas de acero!” Entonces me fui. Una semana después de que encontré su cabaña desierta y luego de preguntar en su trabajo me dijeron que se había “ido al norte”, nadie sabía exactamente a dónde. Dos años después me estaba quedando unos cuantos días en casa de

mi amigo, el doctor Munro, en Glasgow. Era un hombre ocupado y no tenía tiempo para acompañarme, así que pasé mis días en excursiones a los Trossachs y a Loch Katrine y a lo largo del río Clyde. En la penúltima tarde de mi estadía regresé un tanto más tarde de lo acordado, pero descubrí que mi anfitrión iba demorado también. La mucama me dijo que lo habían llamado del hospital –un accidente en la mina de gas– y que la cena se pospondría una hora, por lo que le dije que daría un paseo para alcanzar a su patrón y que caminaría de regreso con él. En el hospital lo encontré lavándose las manos, preparándose para emprender el regreso a casa. Casualmente le pregunté en qué caso trabajaba. “¡Oh, lo usual! Una cuerda rota y la vida de hombres en peligro. Dos sujetos trabajaban en un gasómetro cuando se rompió la cuerda que sostenía sus andamios. Debió de haber ocurrido justo antes de la hora de la cena, ya que nadie notó su ausencia hasta que los hombres habían regresado. Había cerca de siete pies de agua en el gasómetro, así que tuvieron que haber batallado mucho los pobres hombres. No obstante, uno de ellos estaba vivo, apenas había so-

ensayo brevivido, pero fue un trabajo difícil sacarlo. Parece ser que le debe la vida a su compañero, pues nunca había escuchado un acto de heroísmo tan grande. Nadaron juntos mientras duraron sus fuerzas, pero al final estaban tan cansados que aun las luces de encima y los hombres colgados de las cuerdas, que bajaban para ayudarlos, no podían mantenerlos a flote. Pero uno de ellos se paró en el fondo y sostuvo a su camarada por encima de su cabeza. Esas pocas bocanadas de aire marcaron la diferencia entre la vida y la muerte. Fue una visión impactante cuando los sacaron, porque aquella agua es como una tinta púrpura con el gas y el alquitrán. El sujeto que se encuentraba arriba se veía como si hubiera sido bañado en sangre. ¡Puaj!” “¿Y el otro?” “Oh, peor aún. Pero debió de haber sido un hombre muy noble. Aquel forcejeo bajo el agua seguramente fue aterrador; se puede advertir por el modo en que la sangre ha sido acumulada en las extremidades. Hace posible la idea de los Estigmas al mirarlo. Podría pensarse que una determinación como ésta puede lograr cualquier cosa en el mundo. ¡Sí! Podría abrir las puertas del cielo. Mire, hombre, no es una vista agradable, especialmente antes de la cena, pero usted es escritor y este es un caso excepcional. Aquí hay algo que no le gustará perderse, porque bajo ninguna probabilidad volverá a ver de nuevo algo como esto.” Mientras hablaba me llevó a la morgue del hospital. En el féretro yacía un cuerpo cubierto con una sábana blanca, la cual estaba ceñida a él. “Parece una crisálida, ¿no es así? Yo digo, Jack, que si existe algo en los mitos antiguos sobre el alma que es representada por una mariposa, bueno, entonces la que esta crisálida dejó salir fue un especimen bastante noble que recibió toda la luz del sol en sus alas. ¡Observe!” Descubrió su rostro. En verdad se veía horrible, como si estuviera manchado con sangre. Pero lo reconocí de inmediato: ¡Jacob Settle! Mi amigo jaló la sinuosa sábana aún más abajo. Las manos, cruzadas sobre el pecho púrpura, habían sido acomodadas por alguien compasivo. Cuando las vi mi corazón latió con gran júbilo, pues el recuerdo de su angustioso sueño recorrió con velocidad mi mente. No había ya mancha alguna en esas pobres y valerosas manos, porque habían sido blanqueadas como la nieve. Y de alguna manera, mientras observaba, sentí que la pesadilla había terminado. Esa noble alma había obtenido por fin un camino a través de esa puerta. La túnica blanca ahora no tenía mancha de las manos que la habían colocado • T RADUCCIÓN DE Á LVARO G ARCÍA


Medio siglo sin Hemingway Mucho antes de que se popularizara la expresión anglosajona bestseller, Hemingway había logrado que sus libros, además de multiplicar ediciones en los idiomas más importantes del planeta, fueran transformándose –puntualmente– en exitosas películas. Hablar de este narrador es hacerlo de una figura literaria que en el imaginario de millones de lectores fue el prototipo del escritor triunfador. Amante de la acción, antiintelectual, individualista y viajero, fue admirado por los hombres debido a su coraje, y adorado por las mujeres a causa del enfático arquetipo de virilidad que encarnaba. También supo ser, sobre todo en sus años maduros, un típico personaje del jet-set internacional. Una cara habitual en las portadas de las revistas ilustradas, junto a Ava Gardner y el Agha Khan, Grace de Mónaco y el playboy Porfirio Rubirosa.

FERVOR DE LOS LECTORES, REPAROS DE LA CRÍTICA Hay consenso crítico en considerar que el mejor Hemingway está en sus relatos cortos. Algunos son realmente antológicos, por ejemplo “El río de los corazones”, “El gato bajo la lluvia” o “Los asesinos”. Otros están cargados de sugerencias, como es el caso de “Mientras los demás duermen” y “Un lugar limpio y bien iluminado”. Muchos de ellos fueron escritos cuando el autor era nada más que un joven periodista ambicioso que, en aquel prodigioso París de los años veinte, comenzaba a hacerse notar. Pero sus consecuentes lectores en todo el mundo no suelen estar de acuerdo con las opiniones críticas y prefieren El viejo y el mar, esa noveleta donde un viejo pescador cubano convierte la lucha con un gran pez en un desafío esencial. Y también Por quien doblan las campanas, emocionados–aunque ya sean generaciones sucesivas de lectores– con los avatares de la pareja protagónica en medio de la guerrilla contra Franco (encarnados en la pantalla nada menos que por Ingrid Bergman y Gary Cooper). Mientras que otros, más agudos, siguen prefiriendo el impacto que causa la agonía –cargada de amargura y hasta de cinismo– de aquel cazador casado con una mujer rica a la que desprecia, en plena selva africana, en Las nieves del Kilimanjaro. Papa Hemingway, como le llamaban casi todos, fue –qué duda cabe– un inmenso y notable narrador. Uno de los maestros indudables en el arte de decirlo todo con las palabras justas y precisas. Un orfebre del diálogo y de la acción en sus relatos.

EL PERSONAJE OCULTA AL ARTISTA Mientras escribía tanta maravilla, y sobre todo después, cuando su estilo comenzó a aflojarse y tornarse complaciente, cuando su producción se hizo más larga pero más laxa, Hemingway fue creando su propio personaje. La prensa masiva de los años cuarenta y cincuenta registró con lujo de detalles sus safaris de caza mayor en África, su amistad con toreros como Dominguín, sus recurrentes romances con mujeres siempre glamorosas y envidiables, su afición por la pesca riesgosa en la costa de Cuba, sus evocaciones sobre las guerras en que participó como combatiente o corresponsal. Y en esos tiempos se daba un fenómeno peculiar: gente que nunca lo había leído estaba al tanto de sus irrupciones –en el papel de bon vivant– en el Maxim´s de París, en el Harry´s Bar de Venecia, en el café San Marco de Trieste o en el Floridita de La Habana. Todos lugares rituales donde el escritor, en su madurez, cultivaba los deportes del narcisismo y el alcohol.

COMPROMETIDO CON SU TIEMPO El uso abusivo que durante décadas hicieran los medios masivos de su imagen no permitió apreciar debidamente los aspectos valorables en lo humano de su actitud intelectual. Hemingway no fue de los que ocultan o disimulan sus simpatías políticas. Tomó partido por la República Española durante la Guerra civil, luego colaboró con la resistencia francesa, y simpatizó con la Revolución cubana en sus comienzos. Su muerte por suicidio, en 1961, cerró por fin el ciclo del personaje. A partir de entonces se fueron iluminando más claramente sus cualidades, pero también quedaron en evidencia sus limitaciones. En el balance, crece el impecable cuentista y se diluye bastante el novelista; exactamente lo contrario de lo acontecido mientras vivió, cuando el éxito de librerías estaba relacionado con sus novelas, al tiempo que sus relatos cortos eran leídos casi en exclusiva –fervorosamente, es cierto– por los escritores más jóvenes. Éstos colaboraron, sin duda, a transformarlo en un escritor de culto, y el tiempo, el más sabio crítico, terminó por darles la razón •

26 de diciembre de 2011 • Número 877 • Jornada Semanal

Verónica Murguía El gordo, el niño y la tienda 1. Cuando yo era niña, lo mejor de la vida era la Navidad. No por el misterio del Nacimiento de Jesús, por la Buena Nueva, no. Por los regalos. Los niños son materialistas y la Navidad ofrecía más oportunidades que los cumpleaños para hacerse de juguetes. Por todas partes había, además, piñatas, dulces, pastel, árboles iluminados, Nacimientos en los que patos de barro nadaban sobre pedazos de espejo, tarjetas, spray que simulaba nieve. Las piñatas, con todo y sus peligros, me parecían fabulosas, aunque detestaba que me vendaran los ojos y me marearan, que me pusieran un palo en la mano y los gritos de la concurrencia. En esos años las piñatas tenían el alma hecha con una olla de barro, no con papel maché. Los niños más temerarios quedaban con las rodillas hechas pinole por los tepalcates y, victoriosos, abandonaban la batalla con las puntas de las estrellas en la mano. Generalmente las convertían en cucuruchos para los dulces. Yo soy cobarde desde chica. Además, torpe hasta la ignominia. Pronto entendí que debía conformarme con los tejocotes y mandarinas que rodaban hasta los márgenes de la refriega. Ni loca me metía a darme de patadas con los demás por un puñado de colación, pero me divertía mirar. Ver al adulto subido en el techo con el mecate en la mano; a los niños dando, literalmente, palos de ciego, alguno de los cuales terminaba siempre en el brazo de la mamá supervisora; las luces de Bengala; los globos de Cantoya. 2. Acerca de Cristo yo no entendía nada. La letra de la letanía me resultaba un galimatías lleno de palabras inexplicables. Mesón sonaba a mesa. Tunante sonaba a tuna. ¿Por qué la Virgen no podía caminar? Mis mayores hacían lo posible por colocar la Natividad en el centro de esos días, pero la presencia del Gordo risueño y sus elfos se contradecía tan abiertamente con el pesebre de Jesús, que era imposible. Ya los publicistas hacían sonar la cursilería de “la magia de la Navidad” en la radio y la tele. Los niños la entendíamos de forma literal: Santa Claus irradiaba un hechizo que atenuaba los poderes de Drácula y el Hombre Lobo. Crédulos –y no hay nadie más dispuesto a creer que un niño con un juguete de por medio–, nos convencíamos solitos de que habíamos visto a Santa Claus o sus huellas en el piso de la cocina. Las cartas no eran muy elocuentes, pero sí muy emotivas: “Querido Santa: Ya sé que no me porte vien pero el año quentra sí porque me dejas las Horripicosas. De verdad ya me voy a portar vien. Lo prometo. Grasias.” 3. Con la edad, Jesús ocupó el lugar que le corresponde. La historia de su nacimiento, tan reveladora –los pobres en su peregrinación, la hostilidad o indiferencia de los demás, el rey en su cuna de paja–, se convirtió en el Misterio. En la adolescencia, aunque naturalmente cambié el materialismo de la infancia por la vacua frivolidad de la preparatoria, me resultó imposible no encaminarme a una celebración sin ver a la mendiga que, con un bebé metido en el rebozo, pedía limosna –su Navidad. La analogía era tan clara que no hubo escapatoria. Claro que también fue la edad de emborracharse con ponche y besuquearse detrás del árbol con un escuincle atolondrado que tiraba las esferas con el codo; de hacer regalos y descubrir la alegría de dar; de explorar, por primera vez, el gusto de cocinar. El Niño Dios presidía todo, la sombra de la Cruz no alcanzaba a opacar las fiestas y la realidad sólo se entrometía cuando uno andaba distraído. 4. Llegó la vida adulta: la responsabilidad de ser uno quien prepara la celebración. Ni siquiera eso logró apagar mi entusiasmo. Hice de todo, hasta cortar

LAS RAYAS DE LA CEBRA

Alejandro Michelena

GALERÍA

rte y pensamiento

yo misma un árbol en un vivero. Quedó chueco y un día se cayó, con todo y los adornos hechos en casa. De esa época guardo el recuerdo de una sola Navidad. No sé ni qué año era, sólo que pasé la tarde en la iglesia de San Juan Bautista, en Coyoacán, mirando un Nacimiento que tenía, como mi árbol aquél, más entusiasmo que atractivo.Tampoco recuerdo qué pensé allí, a solas, pero fue lo mejor de muchos años. 5. Ahora la Navidad es un incordio. ¿Por qué debo estar de buenas a fuerzas? Si la vida y la falta de fe han desterrado al niño, me niego a permitir que El Palacio de Hierro y etcéteras ocupen su lugar. La publicidad es más cursi y racista que en el resto del año. 6. Lo bueno, lector, es que ya pasó. Ojalá hayas estado contento. Te mando un abrazo. De verdad •

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........ arte y pensamientt

Alonso Arreola alarreo@yahoo.com

Feliz cumpleaños, Wynton La imagen que muchos tienen de Wynton Marsalis es, todavía hoy, la de un joven prodigio del jazz que tomó la batuta dejada por Miles Davis. Esto es un error en varios niveles y sentidos. Considerado el compositor y trompetista más destacado de su generación –conocida como la de los Young Lions–, el nacido en Nueva Orleáns ha cumplido recientemente cincuenta años de edad, razón por la cual Sony Music editó una caja especial con diez discos originalmente grabados y lanzados en 1999 (así es, todos el mismo año): Swinging Into The 21ST. Como vemos, ya no se trata de ningún jovenzuelo. Por otro lado, aunque muchos lo idolatran por sus actividades pedagógicas y lo que ha hecho al frente de la Lincoln Center Jazz Orchestra de Nueva York, no son menos quienes lo acusan de “refinar” tanto al jazz, estética y socialmente, que ha terminado por darle la espalda a su rol primigenio y popular. O sea que no todo es miel sobre hojuelas. Igualmente, pensar que por ser trompetista es el heredero directo de Miles, es otro error. Se sabe que las veces que convivieron hubo cordialidad pero que, por numerosas diferencias filosóficas, no se acercaron mucho ni profesional ni personalmente. De hecho es conocida la anécdota de cuando Davis le regaló su trompeta a Wallace Rooney, a quien consideraba su verdadero discípulo, en un acto de franca transición. De ahí que durante la gira para revivir y honrar al cuarteto de Miles fuera Rooney y no Marsalis el elegido para acompañar a Tony Williams, Ron Carter y Herbie Hancock. Escribir esto nos obliga a pensar en otros trompetistas históricos. El más grande, sin duda, fue Louis Armstrong. Luego Dizzy Gillespie, Chet Baker, Maynard Ferguson, Freddie Hubbard, Clifford Brown y tantos más que, desde el be y el hard bop, o desde el cool, se encargaron de que la trompeta continuara su liderazgo con ese timbre expresivo, cuchillo tanto en grupos pequeños como en grandes orquestas. Y es que es así: por tamaño y tesitura la trompeta tiene que ver con el canto del ave y con la inmediatez, la espontaneidad en la lengua del hombre. Tiempo después también surgirían otras voces más comerciales, como la del cubano Arturo Sandoval (luego de Irakere) o de los estadunidenses Chuck Mangione, Mark Isham, Lew Soloff y Chris Botti. Pero las más relevantes en el terreno jazzístico de las últimas tres décadas han sido, precisamente, las de Wynton Marsalis, Wallace Rooney, Randy Brecker, Terence Blanchard y Nicholas Payton. Aparte queda otro grupo del mundo experimental, probablemente el favorito de quien esto escribe: Steven Bernstein, Tim Hagans, Dave Douglas, Markus Stockhausen y Cuong Vu. Claro que se nos olvidan nombres (bienvenidos los comentarios de suma y resta, lector), pero éstos brillan de manera especial. En fin. Volvamos a nuestro asunto: Marsalis ha cumplido cincuenta años y junto a esta caja especial, si se desea pagar un poco más, se puede recibir una foto de colección y una página de la partitura original, ambas firmadas a mano por sus autores (el propio Wynton y Frank Stewart) con una edición limitada de doscientas unidades. Los álbumes compendiados en esta edición son: A Fiddler’s Tale, Marsalis Plays Monk, At The Octoroon Balls, Big Train, Sweet Release & Ghost Story, Mr. Jelly Lord, Reeltime, Selections from the Village Vanguard Box, The Marciac Suite

y All Rise. Probablemente este listado diga poco a los ojos. Una disculpa. Pero diremos que en él suena el trabajo del trompetista en todos sus niveles: con pequeños combos de cuatro a siete miembros, con big band, frente a conjuntos clásicos de cámara, orquestas completas y de ahí hasta sus inspiraciones en torno a la danza contemporánea o su amor por Stravinsky. ¡Todo compuesto en un solo año, 1999! Hombre polémico, nadie pone en tela de juicio el genio de Wynton Marsalis, quien ya ganó el Pulitzer con su ópera jazzística Blood on the Fields. A la larga se le pondrá en el lugar que corresponde en la historia de la música del siglo XX, eso es seguro. Mientras tanto, leamos algo de lo que escribió en la introducción de Swinging Into The 21 ST : “Siempre seré humilde y agradecido por los muchos, muchos actos de generosidad y sacrificio que le permitieron a mi música florecer en una cultura que es de alguna manera hostil hacia el arte… Sé que esto se debe a una baja calidad educativa, pero aun así duele.” ¡Uf!, ni se imagina lo que es tener a la maestra Elba Esther •

Luis Tovar cinexcusas@yahoo.com

Así qué chiste Desde las penajenas que han tenido a mal asestarnos cómicos de ramplonería lamentable tipo Clavillazo, Capulina y Chespirito, hasta la ignominia vulgarista del albur-por-el-albur de pulquerías, torterías, lecherías y vergüenzas afines, pasando por las incinerables risas en vacaciones y demás anticlímax fílmicos, el cine mexicano siempre ha tenido serios problemas para entender que “comicidad” no es antónimo de “inteligencia”, así como que aquélla tampoco está peleada con el mínimo de verosimilitud exigible a cualquier obra de ficción, sea del género que sea. El mejor comediante de profesión lo sabe, y no lo ignora ni siquiera el infaltable chistoso de fiesta o reunión más pobremente dotado: no existe mejor modo de arruinar una gracejada que prologarla con advertencias de que van a contar la cosa más graciosa jamás vista u oída. El resultado suele ser una sonrisa menos que discreta, una mueca indefinible o la franca inmutabilidad, puesto que, como es de dominio común, no es lo mismo hacerse el gracioso que serlo, a menos que puedan combinarse ambos, para lo cual es menester el talento inmenso de un Monty Pyhton o un Luthier, por sólo citar dos incontestables. Ejemplo triste de todo lo anterior es lo que se aprecia en Acorazado, ópera prima en largometraje de ficción de Álvaro Curiel, realizada hace dos años a partir de un guión suyo. Como si existiese un recetario que algunos cineastas fueran pasándose de mano en mano, el filme no escatima prácticamente ninguno de los recursos más a la moda que, de acuerdo con Demasiados, de seguro hacen reír. Uno de esos “ingredientes” consiste en hacer que cada dos por tres los personajes digan “pendejo”, “puto”, “no mames”, “a la chingada”… Y sí, sacan la risa del otrora “respetable”, al precio del abaratamiento atroz de un ingenio verbal que si bien –y desde luego– no le hace ascos al lenguaje subido de tono, tampoco se supone que dependa del mismo exclusivamente. Otro ingrediente es la histeria histriónica: al buen Demasiados le parece que si sus actores gesticulan al máximo y luego redoblan la gesticulación, acaban viéndose comiquísimos, cuando lo único que consiguen es el equivalente de lo que se dijo dos párrafos arriba: estropear el chiste anunciando que no hay nada más chistoso. Sume usted el resto de los clichés que ha visto en otros filmes: la música según esto ad hoc, una que otra cámara lenta –los primeros veinte minutos de Acorazado incluyen tres veces el mismo recurso–, así como innumerables elipsis narrativas que se coman, convenientemente, todo aquello que debería ser contado para no testerear la verosimilitud pero que no se cuenta, porque si se cuenta faltaría espacio para los chistes y entonces qué chiste tendría. Respecto de esto último, Acorazado es más que fecunda: tal vez al son de “vamos al grano”, al protagonista –un Silverio Palacios desprotegido, descuidado, desmecatado hasta que se le deslíe su natural vena humorística– se le hace trepar a una balsa de fabricación casera; luego, a medio mar y sin que se sepa cómo ni por qué ni para qué, va a dar a otra balsa; más luego, ya en Cuba –adonde no quería ir, sino a Miami–, donde no parecieran existir ni guardia costera alguna ni la omnipresente policía habanera, el extranjero Silverio consigue de volada un empleo por el que se medio matan incontables cubanos, pero ni uno solo de éstos lo encara ni lo critica y ni siquiera lo envidia; así pues, se vuelve taxista en una ciudad que desconoce de cabo a

CINEXCUSAS

Jornada Semanal • Número 877 • 26 de diciembre de 2011

BEMOL SOSTENIDO

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rabo pero que de cabo a rabo lo vemos recorrer sin asomo alguno de duda; después resulta que su estatus es de refugiado político pero eso no tiene, al menos a cuadro, consecuencia diplomática alguna, como si un balsero mexicano solicitando asilo político fuese cosa de diario… Es preciso hacerse de la vista igual de gorda que los brochazos con los que ha sido pintada esta cinta para dejar pasar tanta inconsistencia guionística, todo en aras de poner por delante las escenas y secuencias graciosas –es decir, supuestamente todas, incluyendo a una cubana bailarina a la que se le pidió ni más ni menos que mirar a cámara e invitar al público a bailar–, pero avasallando sin misericordia una lógica narrativa siquiera suficiente para que la trama no naufrague en lagunas generadas, precisamente, por la misma falta de lógica. Curiosa, para decirlo con suavidad, la manera que tiene este Acorazado de exhibir su inopia en cuanto a comicidad: por la vía del exceso preeminente de la mucha leperada, la mucha musiquita, el mucho gesto, la mucha elipsis y el poco, muy poco chiste •


arte y pensamiento ....... PERFILES

26 de diciembre de 2011 • Número 877 • Jornada Semanal

Enrique Héctor González

“El humor es mera cortesía de la desesperación”, arguyó alguna vez Georges Duhamel; es decir, una forma de hacer soportable la ingente incertidumbre de estar vivo. Nada menos, pero nada más. La literatura adiestrada en triturar el tiempo de tan generosa manera ha consentido voces que lo mismo pactan con el buen gusto del ingenio y la amenidad que, un tanto más desesperadas que corteses, urden un laboratorio donde la ironía y la paradoja extreman su desconsideración: se llega entonces a lo que se ha dado en llamar, con equívoca, daltónica fortuna, el humor negro. Entre los cofrades de esta segunda tendencia, nadie de más recomendable lectura que Saki (1870-1916), seudónimo –enajenado de los Rubaiyat de Omar Khayyam– del cuentista inglés Hector Hugh Munro, nacido en una región de Indochina que ha sido llamada Birmania lo mismo que Burma o Myanmar. Humor y atrocidad, regocijo y pánico, elegante contención y no menos distinguida gracia para aludir a lo satánico y lo abominable, son los ingredientes que se funden en su escritura. Borges, ese epígono de la vocación estilística, lo prefirió y tradujo en su momento. Otros de sus provechosos lectores fueron asimismo Chesterton y Graham Greene. Muchos relatos de Saki están protagonizados por animales, bestias que, en el espejo, detectan, reflejan, magnifican la imbecilidad de sus dueños, como el gato Tobermory del cuento homónimo que, enseñado a hablar por un genio frustrado, ventila con flemática infamia la hipocresía de sus amos y vecinos en esas reuniones victorianas que de niño Saki padeció al quedar al cuidado de un par de tías tan cretinas como presuntuosas. Tal aversión siente el narrador o el protagonista de las historias sakianas por la sevicia y la estupidez, que a menudo el colofón de sus relatos se traduce en un premio final al perverso. Junto a la proyección de lo humano en lo animal, esta característica cierra historias donde el horror se impone naturalmente y quien lo desata

o convoca recibe de alguna forma su recompensa. Tan deliciosa provocación al lector repta bajo las apacibles aguas de una prosa que peca de preciosista. El hastío vital de los personajes no les impide ser astutos y malévolos, como un Odiseo que cobrara conciencia del infame fariseísmo de Atenea, de cómo bajo el velo de su protección se esconde la estulticia de una madre manipuladora. Clovis Sangrail es el protagonista de un buen número de cuentos donde, fastidiado por una conversación banal, da rienda suelta a ocurrencias atroces y absurdas, a historias dentro de la historia que primero magnetizan a los interlocutores y luego los hacen estallar de pasmo, incapaces como se muestran de desternillarse de risa o pactar por conveniencia con situaciones impermeables a la cordura. Los puntuales, precisos retratos de Saki, quizá tomados al natural de azarosos modelos de la sociedad inglesa más conservadora, son ingeniosos y despiadados como conviene a quien, para fustigar la persistente, grosera extravagancia de una tal Lady Isobel, sabe apelar a que “las malas lenguas aseguraban que dormía en una hamaca y que era capaz de entender los poemas de Yeats”. Porque en Saki, como en los grandes cuentistas, no hay desperdicio, y el humor siniestro y taimado de las Crónicas de Clovis o El huevo cuadrado guiñan siempre, con ojo oblicuo, directamente al lector •

Sueños Cuando yo era niña mis tíos vivían ya en el malpaís. En una cueva, detrás de su casa, decían, se quejaba el muerto. Yo nunca lo oí. Lo que sí vi fue cuando Abel, el mayor de mis primos, se puso a escarbar para plantar un pino, y se encontró unos huesos. Un esqueleto, me contaron, porque yo no me quedé a ver cómo los sacaban; diez años habré tenido. Supe después que Abel empezó a tener pesadillas; soñaba que el muerto le decía dónde había dinero y empezó a escarbar por todos lados. Se metía a los terrenos de los vecinos, se enojaba cuando lo sacaban, se fue volviendo más y más violento; feroz se ponía... Hasta que tuvieron que llevárselo. Lo encerraron en un manicomio; un día iba a lastimar a alguien, o alguien lo iba a matar. Años después falleció, allá en el hospital donde estaba. Le pusieron en el féretro unos huesos de los que encontró. Dijeron que había sido como si hubieran venido por él. Luego fue mi hermano Alberto el que comenzó a soñar •

Rogelio Guedea

MENTIRAS TRANSPARENTES

Felipe Garrido

rguedea@hotmail.com

Sabiduría sin fronteras Me preguntaba el otro día por qué no podemos hablar como hablaban los antiguos. Así, de esa forma sentenciosa, aforística, en la cual prácticamente nos decían profundamente lo que era esto o aquello. Por ejemplo: el hombre débil es tal cosa y saldrá de su debilidad así y asado. O: no podrá nunca ser fuerte por esto y lo otro. Hoy siento que no nos atrevemos a decirlo por temor a que nos echen en cara un rancio relativismo. Nos viene de súbito la idea de que estamos equivocados y que, pronto, alguien nos lo reprochará. Preferimos no sentenciar, sino “dar nuestro punto de vista”. Ya no estamos seguros de nada, como esas sociedades que se quedan sin fe. No tenemos la certeza ni siquiera de aquello en lo que realmente creemos. Me preguntaba por qué incluso dudamos de eso que la experiencia y la razón nos han hecho constatar mil veces. La respuesta tal vez la tengan los que vendrán en cien o doscientos años y puedan vernos, desde aquella atalaya, con perspectiva. Dirán: era una pobre sociedad sin fe y, ciertamente, engullida por un remolino de incertidumbres •

AL VUELO

Saki: el pudoroso encanto de la crueldad

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Jornada Semanal • Número 877 • 26 de diciembre de 2011

....... arte y pensamientto

Miguel Ángel Quemain

LA OTRA ESCENA

mquemain@prodigy.net.mx

Héctor Mendoza, teatro para el atril La edición de las Obras completas, de Héctor Mendoza y el Teatro, de Vicente Leñero, fueron los acontecimientos editoriales más importantes de 2011. Me ocupo ahora de las obras de Mendoza, una edición en tres tomos realizada en conjunto por la UNAM , la Universidad de Guanajuato, Ediciones La Rana y Ediciones El Milagro como el motor del proyecto. Aunque el colofón indica que se terminó de imprimir en octubre de 2010, la difusión y circulación de los tomos se inició en 2011. Impulsada en parte por la muerte del dramaturgo, nos obliga a recapitular sobre su legado, así como el alcance de su obra entre nosotros en tanto público, lectores y partícipes de los hechos que suscita lo escénico y literario. Se han reunido cuarenta y seis obras signadas por el espíritu admirativo que rendía a Mendoza hacia los temas tratados bajo la mirada de la tradición, del mundo clásico de Grecia, Roma y el Siglo de Oro. Todo con un aliento mexicano, instalado en lo contemporáneo y en lo postmoderno (mucho antes de que el concepto se consolidara y difundiera). En el primer tomo se proponen veinticinco obras, con Las cosas simples como apertura, hasta la pinza que se cierra con La desconfianza. Hay una presentación sin crédito, supongo que es de David Olguín como editor de El Milagro, en la que son enumeradas en este orden algunas cualidades de Mendoza: “Impone modas y modos y no se subyuga ante ninguno, es autoridad para generaciones de actores y directores”; “es una figura paterna imponente y adorable”; “Serio, reservado, observador”; “ingenioso y mordaz sentido del

humor”; “dramaturgo, director y pedagogo”; “merece un sitio tan sobresaliente o más que muchos otros escritores en la cúspide”; “una vida entregada a la búsqueda formal en el amplio espectro del realismo a la farsa, la adaptación libérrima de los clásicos, la fabulación de temas originales, en una amplitud de intereses que va del despunte de la consciencia y el florecimiento del erotismo durante la juventud… a las fronteras de la percepción humana”; “continuo diálogo entre el escéptico innovador y el místico”. Características de una presencia que si bien estuvo auroleada por un conjunto de mitologías de culto al maestro y a la personalidad, tienen como legado el abordaje de lo clásico en qué consiste nuestra sujeción y nuestro espacio de libertad ante el peso también de los temas clásicos ligados a la tradición judeocristiana, por una parte, y por otra al mundo que se ha independizado de Dios y ha construido finalmente la República, el espíritu de las leyes, la cientificidad y la subjetividad, como un inacabado criterio de verdad.

Jorge Moch tumbaburros@yahoo.com

Tengo alta estima por el trabajo ensayístico y como periodista de Luz Emilia Aguilar Zinser; sin embargo, la introducción del primer tomo, si bien es un trabajo muy enterado de la vida de Mendoza (titulado Esbozo biográfico), está lejos del rigor que se propone. Ha omitido el registro de las referencias documentales, condición que, en este caso me parece fundamental tratándose de un personaje polémico. Es un esbozo biográfico con acotaciones sin sustento informativo evidente, quedan como mera opinión (“…el trabajo de Héctor Mendoza resulta inclasificable”) y de algún modo traicionan al género, colocándose más cerca de la especulación que de la indagación (toma con pinzas las anécdotas de su paso por Televisa y TV Azteca), aunque sea en los raquíticos archivos teatrales que existen en México. En los dos primeros tomos las obras aparecen cronológicamente; en el tercero, Luis de Tavira, bajo el título introductorio La sonrisa del maestro, cinco dramas en una conversación sobre el arte de la actuación, propone una lectura singular de Actuar o no, La guerra pedagógica, Creator principium, El burlador de Tirso y El mejor cazador, donde afirma que son textos que exigen la representación y que cada uno a su modo son propuestas y visiones sobre el quehacer del actor. El ensayo de Luis de Tavira es breve, pero condensa una sabiduría sobre los tres ámbitos de lo escénico vinculados a la literatura y al guiño escénico que propuso Mendoza en su obra: lo dramatúrgico, lo actoral y el trabajo de la dirección que se insinúa en el espacio tradicional de la acotación. De Tavira, frente a un posible espejo, sostiene que estas obras no serán comprendidas a cabalidad si no son escénicamente realizadas por los actores a cuya zozobra existencial están dedicadas porque “en el arte del actor se oculta la esencia de la vida”. Obligada lectura •

CABEZALCUBO

Veracruz, ese silencio Para la tía Bea y su flaco prodigioso

Veracruz, región del país a la que históricamente se le cuelga etiqueta de bullanguero y jovial, ha mutado en serpollar de oprobios, en hontanar violento, en borbotón de agravios. Por las calles de pueblos y ciudades ha corrido sangre que nadie quisiera ver. Poderosos y violentos cárteles se disputan ayuntamientos de jugoso posicionamiento geográfico. La gente a veces parece actuar como si no pasara nada, pero de pronto es fácil detectar la angustia, la prisa por llegar a casa. Veracruz es un silencio forjado a mil voces. Un discurso político hipócrita, cínico, o muy estúpido. Es una vasta mayoría de medios coludidos con la cortina del silencio que impone un gobernador que parece salido de un mal chiste. El caso de las televisoras que operan en el estado, Radio Televisión de Veracruz, TV Azteca Veracruz y Telever, el capítulo veracruzano de Televisa, suma vergonzantes ejemplos de abyección, de sumisión al poder, de connivencia turbia. La mayor parte de las estaciones de radio en el estado no son mejores: salvo algunas excepciones repetidas de programas emitidos en el Distrito Federal y un puñado de manifestaciones críticas, el resto es oropel, loas al poder, basura comercial. En los medios impresos locales y sus símiles cibernéticos la cosa no mejora. Aun empeora: se multiplican los pasquines y semanarios que se llaman a sí mismos “periodismo”, pero que no hacen más que ensalzar la inflada figura de Javier Duarte, el gobernador salido de una oscura grieta del sexenio de Fidel Herrera y que ya empoderado no ha hecho sino demostrar una comprometedora incapacidad de gobierno que ha buscado paliar con acercamientos al

gobierno federal de un régimen cuyos estertores ya se sienten y contagian. Los medios en general, en lugar de ser instrumentos de información para el pueblo, han estado sumándose al cerco de hierro. La rumorología, herramienta alternativa de información para mucha gente que escucha una balacera y al día siguiente corre a comprar el periódico para encontrar solamente declaraciones optimistas sobre turismo o economía, ha encajado fuertes golpes porque, es cosa sabida, el gobierno estatal –aunque después la Suprema Corte echaría abajo el despropósito pero de eso poco se vio, también, en los medios locales–, echó mano de un subterfugio autoritario para castigar el rumor con cárcel. Sitios de internet que se dedicaban a reportear los episodios de violencia que brotan por todos lados han sido intervenidos, echados abajo, sacados del aire o, en el mejor de los casos, objeto de amenazas y de intimidaciones. Que fueron los de un cártel, se dice; que no, que fueron empleados del gobierno estatal al que mucho molesta la difusión de ciertas informaciones, se acusa, y la realidad es este silencio, este hablar de otra cosa como si nada pasara.

Pero no se trata sólo de ocultar yerros y abusos que genera una guerra que nadie pidió (es indignante que los marinos llegan erizados de armas, altaneros, broncudos, encapuchados como los criminales que dicen combatir, a bancos y supermercados; que tomen barrios y se porten arbitrarios con los pobladores, como si el enemigo fuera el peatón). También se callan otras cosas, se ordena el silencio que circunde otros asuntos, el mutismo que los vaya llevando al olvido, como que la central nucleoeléctrica de Laguna Verde tiene graves problemas de funcionamiento y supone riesgo letal y latente, o la criminal manera en que talamontes en la sierra, o mineras extranjeras en la sabana –peligrosamente cerca, por cierto, de la misma Laguna Verde– arramblan con lo poco de verde que le queda a la región, implementando procedimientos de extracción que en sus países de origen –Canadá, verbigracia– están prohibidos por sus consecuencias terribles de erosión y envenenamiento de la tierra. Tampoco se habla de la corrupción, del enriquecimiento inexplicable de politicastros que hace tres años no tenían para pagar su hipoteca y hoy, con seis o siete camionetas de lujo en la cochera, compran otra de más de un millón de pesos, porque sí, porque pueden hacerlo en un estado en que hay escuelas derruidas y niños en pueblos y periferias que se mueren de amibiasis. Nadie habla de esos atorrantes crasos imbéciles, de su despotismo, de su leche agria. Nadie menciona la prostitución infantil en Coatzacoalcos, en Tuxpan, en Boca del Río. Nadie habla de migrantes secuestrados y descuartizados. Hay silencio. Pero anuncios en la tele que muestran gente alegre. Carnaval. Harta cerveza y refrescos. Bulla. Eso sí. Siempre •


ensayo

E

l caso de notable escritor John Kennedy Toole (1937-1969) plantea la oportunidad de establecer cómo un autor que pasa a la posteridad como un prosista esencialmente bufo (no por ello tratable con menor seriedad) puede o no reflejar su vida y su inclinación humorística en sus obras. Kennedy no logró publicar ni una novela en vida. No se puede afirmar que decidió suicidarse sólo por esa circunstancia, pero pudo tener que ver con ese final trágico, acontecido a los treinta y dos años. Su obra más conocida es La conjura de los necios, donde un personaje verdaderamente peculiar (un genio, si consideramos la cita inicial del libro, del propio autor), Ignatius Reilly, no sólo se enfrenta a las más disparatadas situaciones, sino que analiza todo aquello que está a su alrededor, lo que incluye el vestir de las personas, el movimiento de los autos y cosas por el estilo, bajo la óptica de un analista loco o muy profundo, todo depende de cómo se vea, que no deja de ser divertido, en parte por ocurrente, en parte por resultar notable que a partir de, por ejemplo, el uso de ropa nueva y cara pueda suponerse que el usuario de tal ropaje pueda tener o no “teología o geometría”. Con San Francisco como escenario, la prosa en primera persona de Reilly nos recuerda los dislates de Groucho Marx y las acciones, los gags visuales, de Keaton. Sobran los pasajes memorables del texto, como cuando al intentar vender hot dogs en la calle, Reilly se exhibe como un chalado sorprendente, pues luego de regatear el uso del uniforme y de escoger el carrito que le asignan, se atraganta con parte de la mercancía, niega la venta a un adolescente (argumenta que le hará daño y que el comprador tiene “un cutis repugnante”) y después llega con el contratista argumentando haber sido robado, mientras despotrica contra adolescentes, transeúntes y el sistema político completo. Al final, el anciano lo manda a descansar a su casa y acuerdan que Reilly volverá al día siguiente. Todo, piensa Ignatius, con tal de que su madre no piense que es un bueno para nada. Reilly inventa apreciaciones estrambóticas para justificar sus acciones, usa el lenguaje como un arma de plástico que, lejos de espantar, rasguña y hace cosquillas, mientras

25 de diciembre de 2011 • Número 877 • Jornada Semanal

lucha con su madre, los policías y, en general, un mundo que le es hostil, pero que él rechaza con una vehemencia que sólo puede resultar risible de tan disparatada. Reescrita en varias ocasiones antes del deceso forzado, La conjura... fue una publicación póstuma gracias a la necedad de la madre, quien dedicó los últimos años de su vida a obtener esa publicación. Una vez lograda, se dedicó a actuar partes de la obra y a hacer lecturas públicas para la difusión de esta novela que logró, en forma póstuma, el premio Pulitzer. A partir de la lectura de La conjura…, uno supondría a un autor francamente divertido, con el chiste a flor de piel y con la capacidad de identificar la diversión en cualquier situación. Lo cual coincide poco con el perfil medio del suicida. En contraposición a La conjura... tenemos La Biblia de neón, su primera novela, también de publicación póstuma. Escrita a los dieciséis años, se publicó después de La conjura..., tras una serie de litigios existentes entre los herederos del padre y la madre. Las aventuras disparatadas del personaje de La conjura… chocan brutalmente con la historia de La Biblia de neón, donde se narra la historia de un pequeño que vive en precarias condiciones económicas en un poblado gringo, francamente rural, donde la diversión comunitaria son los espectáculos de predicadores religiosos itinerantes o iluminados religiosos, que en carpas recorren las pequeñas ciudades para “convertir” escuchas y, por supuesto, cobrar las aportaciones voluntarias. En esta población no

Kennedy Toole, el infeliz burlón Ricardo Guzmán Wolffer

falta el pastor que decide qué es bueno y qué es malo. De ahí que la vida de David transcurra a sobresaltos, entre el arribo de la tía Mae, corista y cantante que llega a vivir con la hermana, el padre violento que se va a la guerra (y no regresa) y la madre que termina en las peores condiciones mentales, prácticamente encerrada en la casa que David, ya mayor, comparte con ella luego de que la tía se fuera a trabajar de cantante a otra ciudad, después de años de vivir con él y su madre. La Biblia de neón tiene un final trágico (David mata al pastor que, luego de saber que la tía se ha ido, decide ir por la madre para llevársela al asilo mental) y ese final corresponde a una narración sobria y eficaz, pues son las acciones las que muestran el pensamiento de los personajes que apenas logran captar lo que está pasando dentro y fuera de ellos. Para un escritor de apenas dieciséis años, resulta una obra destacable. Estamos ante un autor que a esa edad veía con claridad la realidad rural de Estados Unidos, comprendía muy bien la estratificación social y captaba la esencia de muchos personajes sociales (la maestra abusiva e ignorante, los campesinos que luchan con el entorno, el machismo y la idea social de progreso que en su momento llevó a muchas mujeres a trabajar como obreras ante la partida de sus hombres), pero de humor nada. En cambio, con la lectura de la desternillante La conjura…, uno supondría que ese mismo autor debió optar por la parte soleada de la vida, luego de mostrar una seriedad juvenil en su escritura. Como si el tiempo le hubiera permitido advertir el lado risible de lo cotidiano y cómo una imaginación ejercida con libertad podría llevarlo a estar en comunión con una sociedad de la que, claramente se advierte, incluso en La conjura…, no se sentía parte. Ni se diga en La Biblia de neón. Pero el suicidio habría de mostrarnos que esa alegría en su creación no había llegado al interior del hombre, cuyo sentido del humor es innegable en La conjura… Para muchos, la risa es una protección de las personas contra la vida real; para Kennedy Toole no fue suficiente. Lástima que no se quedó para escuchar las carcajadas provocadas por La conjura de los necios, un imprescindible de la literatura contemporánea estadunidense •

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