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Escrituras Aneconómicas. Revista de Pensamiento Contemporáneo Año II, N° 4, Santiago, 2013. Escrituras Alrededor del Golpe. ISSN: 0719-2487 http://escriturasaneconomicas.cl/

CHILE MAGISTRAE VITAE: LA PINOCHETIZACIÓN DE LAS COSTUMBRES Y LA TRANSICION “DEMOCRATICA” NICOLÁS LÓPEZ PÉREZ

UNIVERSIDAD DE CHILE nicolopez@ug.uchile.cl Resumen El presente trabajo tiene por objeto realizar una genealogía desde 1973 hasta nuestros días del surgimiento de una pinochetización de las costumbres, entendida esta, como un cambio de las costumbres, las prácticas y las instituciones, estatuido por la dictadura y luego preservado sigilosamente por los gobiernos de la transición. Para ello se ha dispuesto un análisis en tres dimensiones del propósito de este ensayo. En primer lugar, una visión filosófica-política del gobierno militar y su significación en términos sociales e institucionales. En segundo lugar, del concepto historiográfico (y periodístico) de transición apreciar como se ha mantenido el fenómeno Pinochet. En tercer lugar, dar atisbos del hoy de Chile y cómo se observa a una sociedad impregnada por estos valores. Palabras clave Pinochetización – memoria – derechos sociales – Constitución – violencia – transición Cuando el jardín de la memoria comienza a secarse, uno tiembla con amor por los últimos árboles y rosales que le quedan. Los riego y acaricio de la mañana a la noche para que no se sequen: ¡recuerdo, recuerdo que no quiero olvidar! PAMUK, El libro negro.


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1. Prólogo Según uno de los mitos fundacionales de Roma, los gemelos Rómulo y Remo (quienes serían el génesis de la ciudad/civilización) fueron abandonados al nacer en las aguas del río Tiber. Con un destino incierto, la canasta que los cobijaba fortuitamente vararía a la orilla, donde una loba los amamantaría durante sus primeros años como si ellos fueran parte de una camada de crías. Una vez mayores, habiendo conocido su origen, en venganza asesinarían a quien les dejó a la deriva, su tío abuelo Amulio, quien también habría sacado a su hermano Numitor del trono de la antigua Alba Longa, el que sería repuesto por sus nietos, los héroes. En gratitud, su abuelo les entregaría territorios al noroeste del valle del Lacio. En la repartija existiría una discordancia de proporciones que provocaría un altercado entre los hermanos, donde finalmente Rómulo daría muerte a su hermano para luego asumir como el primer rey en Roma, la ciudad que habrían fundado ambos. Un brocardo popular dice que “todos los caminos llevan a Roma”, algo que la historia en Chile ha sabido aplicar de manera (in)consciente en varios de sus períodos presidenciales en cómo se han gestado e incluso cómo han tomado las riendas del poder. Un ejemplo de lo anterior es la instalación de los militares en el palacio de La Moneda de la mano del ojiazul, Augusto Pinochet, “el gran revolucionario” (Enríquez-Ominami y Ominami, 2004: 48). Sobre este hecho es que surgió para Chile en su cotidianeidad una nueva visión del mundo, la que llamaré “pinochetización de las costumbres” que desarrollaré a lo largo de este ensayo. El estado del arte en la cuestión puede parecer vasto, ya que parte de la historiografía chilena y de la literatura erudita en ciencias sociales se ha pronunciado en torno a los tópicos de dictadura, transición, memoria, violencia, entre otros. No obstante, la herramienta metodológica de la pinochetización de las costumbres que introduzco a la discusión, pretende dar cuenta de un proceso que ha vivido el país, a lo largo de 40 años desde el golpe. Ello considerará, en primer lugar, qué se entiende por sociedad pinochetizada y cómo se llegó a ella. La vista analítica de diecisiete años de diecisiete años de terror (Mañalich, 2010: 9-11) en la población como una cuestión que decantó a la postre en el progresivo establecimiento de una economía de mercado cuyo desarrollo fue empapado por el voluntarismo estatal y la dependencia de los actores sociales con respecto al sistema político y así, ha sido desde 1973. En segundo lugar, a partir de

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una revisión del concepto de transición, apreciar como lo anterior hace juego con la administración post-Pinochet. Finalmente, para cerrar una breve descripción del enfrentamiento de la sociedad chilena con su institucionalidad, cómo puede lidiar con sus problemas y cuáles son los desafíos (y esperanzas) que promete “el futuro esplendor”. 2. La raíz de todos los males El remezón que le dio la derecha al Estado se excusó en el fundamento de sacar al marxista del poder, lo cual no es falaz, en términos historiográficos. Sin embargo, no es toda la trama contada, pues subyacen a lo anterior las intenciones de derrocar a la institucionalidad vigente, la forma en cómo se había organizado la sociedad (y la república) a lo largo del siglo XX y eminentemente, la implantación de un discurso valorativo que haga eco en la nación y en la identidad del chileno. Tomando en cuenta el éxito de otras irrupciones políticas en occidente, es que la segunda oleada de mesianismo político (Todorov, 2012) (o autoritarismo) llegaba a Chile. El sometimiento (in)voluntario de la ciudadanía era exigido, quienes fueran mansos, sobrevivirían. La máxima de la mayoría de la colectividad era “obedecer y producir para no morir”. Habían otros, disidentes, rebeldes y convencidos que defendían sus ideales como héroes, pero que sin embargo, serían aniquilados por la máquina y llorados hasta hoy. Sobre ello, la voluntad se transformaría en un efecto de la realidad, secundado por la transformación de los hombres en una óptica dual: por un lado, encegueciéndolos y destruyendo sus sueños y por otro, no quitarles un ojo de encima, esto es, el control integral de lo cotidiano. Para hacerlo, requerían de los insumos políticos y morales, para la colectividad y el individuo respectivamente. Una vez que estuviera todo canalizado, de manera paulatina la sociedad mutaría en una cárcel, en un pequeño panóptico de cuerpos perturbados. Antes del golpe y de Allende, la tendencia era clara, como describe Jocelyn-Holt (1998: 101): “Revolucionar lo social sin alterar lo político, a la vez que buscar en lo político el medio para revolucionar lo social, no era otra cosa que una flagrante contradicción. Lo político aparecía, por consiguiente, como cauce y como freno del cambio, a un mismo tiempo”.

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En lo anterior, se estructura la arremetida golpista, mas en lo fáctico, lo primero que hicieron los militares, fue instaurar una dictadura del terror organizada por una cofradía compuesta por los autodenominados paladines de la ley y la gallardía: las fuerzas armadas y de orden, que hablarían como representantes del pueblo. Actos seguidos: la proclama de un líder en ese grupo (Pinochet), quien ocuparía el título de “jefe supremo de la nación”; la declaración de un estado de sitio que traería consecuencias fatales para la democracia desde el olvido de las garantías individuales, de los derechos políticos, de los ángeles de la ley y la Constitución hasta la censura ex ante, las limitaciones de tránsito e incluso, el borrar la memoria electoral a la fecha; el exterminio de la disidencia ideática, lo que sería ocultado tras el velo de los crímenes de lesa humanidad y la impunidad (Correa et al, 2001). Sin perjuicio de lo anterior, el fuerte del asunto se encontraría en la posesión de la verdad o como se entendía en el contexto, de la razón y la fuerza. Los debates y la agenda pública cambiarían radicalmente sus antiguas temáticas (movimientos sociales, resistencia, coyunturas político-sociales, los Derechos Humanos y las reformas a los derechos sociales, políticos, económicos y culturales para mejorar la vida en comunidad, las posibilidades de la población y la consagración de valores universales como la libertad, la dignidad, la igualdad y al final del día, la democracia) por el respeto y la sumisión al mesías que se presentaba ante Dios y la historia para salvar a Chile (Lagos, 2001), la globalización, el discurso de modernización a partir de más desarrollo económico pregonado por los tecnócratas revolucionarios con estudios en Chicago, el ir paso a paso con las tecnologías y la creación de un nuevo orden jurídico para esta (nueva) normalidad que misericordiosamente se le entregaba al país. En la discusión de cómo Chile pensaba en su futuro, se hacía tras cuatro paredes en donde solo una visión (“la oficialista”) se mostraba y se acataba (a falta de otras), por lo que se suponía como una verdad asumida o auto-asumida. En la sociedad víctima del golpe, el silencio sería uno de los mayores enemigos, más que las armas y los militares en las calles, estos solo serían un medio para él. Ídem en la represión, pues ella solo serviría para conseguir silencio a través de mecanismos preventivos generales del castigo (i. e. un individuo disidente era punido de x manera y se prescribía que quien incurriera en su misma conducta o similar, tendría igual o semejante pena. Ante estímulos la pena caía sobre el individuo, por lo tanto, se gestaba una coacción psíquica y una política schmitteana del amigoenemigo que sustentaba a la autoridad, que en último término, era el derecho). El sistema que

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erigía el gobierno militar con el incremento del terror en la población se fortalecía no solo con el juego psicológico del cumplimiento de un supuesto de hecho punible, sino que también sería ayudado por la destrucción de la memoria, la conciencia social, el conocimiento (entre otras, la limitación del acceso a las fuentes, la “universidad vigilada”, los currículos de educación), el terror y las otras respuestas a las preguntas contestadas por la dictadura con su verdad, una verdad simulada. Con esto, el régimen ganaba anticuerpos frente a la eventual crítica, naturalizaba a la violencia y la perversión moral de una forma eficaz y sin hacer ruido. Lo anterior, mientras la casa de cartas continuaba sumando naipes a la estructura, se guarecía en las (nuevas) instituciones del Estado y quienes tácticamente ejercían su mando. Chile, históricamente ha sido cuna de la violencia y ello ha sido internalizado por la nación o así lo entienden los agentes que recurren a ella, por lo que su progresiva institucionalización se muestra en la dictadura, con un desplante sin comparación en la historia. Así barajaba sus posibilidades de ser legítima en sí misma y de legitimarse para sí y para con la sociedad en la que se inserta (Valenzuela y Constable, 1991; Lessa y Druliolle, 2011). Con los 17 años de tinieblas es que se consolidaría este punto, junto a las costumbres, prácticas y acciones postdictatoriales que verían con naturalidad este elemento, tanto así que el mismo se proyecta incluso hoy. La forma en cómo se estatuye la represión que viven los movimientos sociales, tiene su origen en el aparataje constitucional/legal, lo que deviene en una farsa de dimensiones colosales, pues no es más que el desenlace de un proceso exitoso de arraigo de la violencia en la sociedad chilena, que se vio desarrollado en gran parte durante los años del general, el cómo la violencia inició la pinochetización que se proyecta por encima del mismo modelo que solo cambio nominalmente de administradores. Tenemos hoy, por tanto, una violencia que pinochetizó una realidad. Y es esta violencia usada para la veracidad del Estado en sus premisas, cosa que puede ser análoga a la que C. G. Jung entendía como imagen o experiencia arquetípica, esto es, una manifestación de la herencia psíquica de la humanidad concentrada en el inconsciente colectivo cuyos procesos y formas pueden aparecer y reaparecer con independencia de las coordenadas de tiempo y espacio. Su elaboración hace posible la creación de símbolos, la ampliación de la conciencia y el conocimiento. Para la

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obstaculización de dicha elaboración puede conducir a un estado de inconsciencia carente de conocimiento (Jung, 1976: 136-37). La convicción que decanta el anuncio de la llegada de un mesías y así también, el entrampado del entendimiento de sus seguidores por una sola visión. Lo anterior instala un canon que rige a los chilenos, quienes se ven impedidos de aspirar a la independencia de pensamiento, al encuentro con los demás y al reconocimiento en la igualdad y en la diversidad valorativa (López, 2013a). Todo crea una imposibilidad de germinar una imagen arquetípica de la verdad o de lo que podría llegar a ser (si no se confía en los absolutos) es lo que viene aparejado con una verdad por la fuerza y el inexorable destino de las opiniones. Es el terror el que prima, y entiendo a este en la conceptuación de Todorov (2004: 293) como: “la violencia del (E)stado ejercida sobre el individuo con la intención de eliminar su voluntad como motor de sus acciones”. La similitud del régimen de Pinochet con un totalitarismo parece ser un argumento comúnmente utilizado y que no parece estar errado. Si se fija uno en el ensayo Frente al límite de Todorov (2004), es posible tomar insumos como la fragmentación, la despersonalización y el goce del poder que fueron del día a día impetrados por los ‘ganadores’ del golpe a los ‘perdedores’. La fragmentación se explica como los momentos de alternancia entre benevolencia y maldad, algo que no es malo per se, puede contribuir a los momentos de redención, a los cuerpos del perdón o amnistía como explica Mañalich (2010), al esclarecimiento de las tinieblas y la explicación de los por qué de las tácticas, estrategias y asedios a los otros con los que –se supone- se comparte una misma naturaleza humana. Esto era padecido por las maquinas militares que aplicaban cual adagio medieval de las pregonas de Agustín de Hipona, “conocer para obedecer” y sobre esa misma base, la caricatura de la “Ciudad de Dios”, esta es, “nosotros los buenos, ellos los malos”. La despersonalización se posiciona como un componente intrínseco a la dominación por medios violentos. A través de ella, se transforma “a los individuos en ingredientes de un proyecto que los trasciende” (Todorov, 2004: 186), pero que también los convierte en entes prescindibles del plan que pretende implementar quien ejerce la despersonalización. La conversión lingüístico-legal de los disidentes en animales (o peor) constituía su arrojo a categorías abstractas con el resguardo de una sanción, una especie de sistema kelseniano donde si el “sujeto hace B, debe ser C” y recordemos que B es el supuesto de hecho (lo que no debe hacerse) y C la sanción,

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lógicamente se da ese algoritmo, por ejemplo, mediante la proscripción de partidos políticos o lo que es mejor aún (en esos términos), aniquilar a la izquierda, si se incurría en ello, se castigaba incluso con la muerte. Entonces estar en esas condiciones o similares, o constituirse con un pensamiento distinto al del régimen te valía tu despersonalización; los individuos perdían su voluntad y las libertades eran restringidas notablemente. En la misma línea, dice Todorov (2004: 196): “La actitud de sumisión dócil que despersonaliza incluso al que se somete transformándolo en mera rueda de una inmensa máquina, la renuncia al ejercicio del juicio y de la voluntad: tales son los rasgos del comportamiento cotidiano que se encuentra mucho más allá de los límites (del régimen) e incluso de los (E)stados totalitarios; las situaciones extremas no hacen más que ilustrar las consecuencias más penosas”. Desobedecer en la práctica era al mismo tiempo inadmisible como imposible, es que “cada ser humano carga con la necesidad de su muerte. (Más) (e)n cada uno de nosotros hay un cierto temperamento contumaz y terco que se resiste a cualquier intento accesorio de educación y que también, se opone a la amenaza permanente de la insanía” (López, 2013b). Acerca del goce del poder, una cuestión que empapa a lo humano, junto al conflicto, inherentes al hombre, se ejemplifican en clave hobbesiana del homo homini lupus, un clásico de la desconfianza y la dominación del hombre por el hombre. El fin es el orden público, el que aparentemente es el objetivo de la acción, en el que el otro solo se ve convertido en un medio; medio con vistas a realizar no algún proyecto, más o menos abstracto, como la satisfacción de un ser particular: el Estado de Chile. Esa satisfacción se alimenta exclusivamente de la constante sumisión del otro. El hombre que infunde terror goza directamente de su poder sobre él, sin pasar por la mediación de una racionalización que toma la forma de una ley (veremos que en la práctica es la Constitución que legítima esto), de un deber o de la palabra del jefe: es una libido dominandi. La notoriedad de la dominación y la posibilidad de la violencia son la clave para entender la pinochetización (en sí) de las costumbres, así como también a la (fallida) transición que ha difuminado a los discursos teórico-políticos desde su gestación por allá por el 5 de octubre de

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1988 como bien se ha encargado reafirmar a las nuevas reivindicaciones del “no” y sus bondades, me refiero particularmente al filme de Pablo Larraín Matte del año pasado. El terror impregnado en el ADN de la sociedad chilena va de la mano con la violencia y sobre ella, pienso en aquella que “conlleva la eliminación del individuo como político (…) Siempre que se anula al individuo en todos sus aspectos políticos y se le considera contrafácticamente como ser político, existe violencia, siendo la violencia el elemento fundamental de la organización misma de la comunidad” (Valenzuela y Ried, 2012). Ese argumento puede rotar a la idea fundacional del texto constitucional de 1980 que es la cúpula de la pinochetización de las costumbres, el instrumento que legítima, posibilita y coactivamente preserva este orden de cosas. Y es que mediante este mecanismo se crea un monopolio de la política que genera una sociedad del riesgo y que de forma autoculpable es carente de memoria. “Cuando no recordamos, inevitablemente repetimos. Hace falta recordar para hacerlo distinto en adelante y ser capaces de suspender la agresión y afirmar el derecho a hablar entre nosotros” (Barría, 2010: 336). “La memoria colectiva es reconstrucción del pasado gobernada por los imperativos del presente” (Lavabre, 2007). Sobre los últimos, Jelin (2001) ha dicho que las experiencias que hemos vivido se reconstruyen desde el ‘horizonte de expectativas’, haciendo respuesta a un tiempo futuro. Ahora bien, la construcción de expectativas surge en el tiempo presente, el cual contiene y concibe la experiencia pasada y las expectativas futuras. El presente es entonces, la matriz de las expectativas y de la memoria (Orellana Benado, 2009). Bajo estas reflexiones está la clave de la memoria para el ejercicio wittgensteniano de subir la escalera y patearla; no callar y avanzar hacia la unidad y una sociedad que no vea en su interior a su peor enemigo. 3. La pinochetización en sí misma

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La violencia que, por un lado, se concibe como una patología de la razón y por otro, como una imagen arquetípica, se constituye luego de su relación con el contexto históricosocial de la nación chilena como la raíz de la pinochetización de las costumbres. Esta forma de control imperó y aún impera, en menor medida, en la cotidianeidad de los chilenos reduciendo la posibilidad de crítica y de preguntarse por la verdad al mínimo. El proceso de la pinochetización de la realidad del país se extiende significativamente en el sistema jurídico desde los años 80 y pasa en menor medida, por los mass media. Todo relacionado con la memoria, porque al final del día, es un universo de no oír y de decir nada. Un silencio wittgensteniano como el que anuncia el final del Tractatus. El real golpe de la dictadura radica en el cambio (hiper)sustancial de la normatividad imperante, con la creación de una nueva constitución que regularía en lo sucesivo la vida cívica de los chilenos y que sería la cúspide del ordenamiento legal desde que se estatuye. Por lo mismo, la instalación de un nuevo orden institucional, el que ostenta que la sociedad se reproduzca así misma en un creciente ordenamiento técnico de cosas y relaciones que incluyan la utilización técnica del hombre (Marcuse, 1981: 173). Lo que en otras palabras es decir la implantación de un sistema económico que otorgue certezas, distribuya riesgos e impida constantes cuestionamientos del status quo establecido (Beck, 2002). En la concepción del texto constitucional, los ideólogos utilizaron una serie de trucos de diseño institucional como: las leyes orgánicas constitucionales (LOC), las leyes de quórum calificado (LQC), las leyes de reforma de la constitución (LRC), la regulación de los derechos sociales y la noción de los Derechos Humanos. Lo anterior es sin perjuicio de los decretos con fuerza de ley (DFL) y los decretos ley (DL), que se posicionaron como herramientas del gobierno militar (de facto) y que podían verse sobrepasados en el caso de un eventual cambio en la institucionalidad, esto es, el peor escenario que veían los funcionarios de la dictadura. Una de las ideas fundacionales de esta Constitución no solo se fundía en el arquetipo institucional (Bellamy, 2010), sino que también era conseguir la unidad nacional, sin embargo, sus contradicciones translucirán en el futuro “un período de confrontación” (Barros, 2005: 211) Sobre las LOC, las LQC y las LRC, ellas nacieron con la finalidad de amarrar propuestas y ciertas visiones acerca de cómo se regirían las instituciones, pensando en dos posibles escenarios. El primero de ellos, suponía en el régimen actual la imposición de una verdad sectorial con pretensiones de absoluta (i. e. como la junta militar oficiaba de Congreso

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Nacional (CN) solo tenían que acordar las medidas como si fuera la decisión de una pichanga semanal). El segundo era lanzado al largo plazo, en caso que la institucionalidad prescrita no tuviera un efecto espurio en la práctica, sino que se materializara. Este es el caso del capítulo del CN de la carta fundamental. La operatividad de los preceptos antes mencionados está en la constante rutinización de la fortaleza de la máquina jurídica que la dictadura intentaba forjar y enraizar en la sociedad chilena, lo entendido por Moulian (2002) como la jaula de hierro. Probablemente, hoy contamos que la mayoría de las instituciones (órganos del Estado) son reguladas por esos mecanismos, al igual que las salidas jurídicas a ciertos conflictos. Es en el caso de los derechos sociales para los que el trabajo de Guzmán, Ortúzar y compañía fue vasto para los intereses de mantener esa forma de verdad. El artículo 19 posee una arquitectura sólida y cohesionada, pero que a la vez, una que impide la autocomprensión de la comunidad en que opera. Los derechos que reconoce (y asegura) la Constitución en ese precepto están llenos de trampas que impiden el funcionamiento de las instituciones y la preservación de valores como la libertad, la dignidad, la igualdad y la democracia. En la práctica, los destinatarios de los derechos junto a los garantes de los mismos, no son proclives al diálogo constitucional, sí están en la línea de las pretensiones disfrazadas (Contesse, 2008) “Los derechos sociales apelan a una idea de comunidad cuyo requerimiento central es que a las personas les importe y, cuando sea necesario y posible, se preocupen de la suerte de los demás. Y también que les importe preocuparse los unos de los otros. Esta noción de comunidad es incompatible con una que concibe a sus miembros primariamente como portadores de derechos, porque expresiones como ‘tengo un derecho...’ o ‘no tienes derecho a...’ [...] evocan una guerra latente y despiertan el espíritu de contienda. Ubicar la noción de derechos al centro de los conflictos sociales es inhibir cualquier posible impulso a la caridad en ambos bandos” (Atria, 2004: 53-4; se cita a Simona Weil y a G. A. Cohen) En esa óptica, las distintas visiones a propósito de los derechos sociales se manifiestan cuando hay lugar para la crítica y la posibilidad de discurrir sobre una proposición de si es verdadera o falsa, no recurriéndose a la imposición arbitraria en virtud del terror de una premisa con una pretensión apodíctica. Jamás se habló en 17 años de bilateralidad en la

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construcción del contenido (esencial) ni del bloque de constitucionalidad de los derechos sociales, es más, callar sobre lo indecible, lo que servía como velo para que la dictadura dotara de cuerpo a esa alma. De los derechos sociales, entre otros, la educación, la salud, la seguridad social, el trabajo, la reunión, la asociación, la expresión, el culto y la propiedad, es que se estructuró un modelo economicista (el neoliberal), en el que la dictadura producción-consumo y el surgimiento del homo faber eran inevitables. Un discurso fatuo y exitista de los vencedores, junto a una felicidad a base de papel en la estupidez autocomplaciente y retroalimentada de los funcionarios de gobierno, junto a la reducción al mínimo de los derechos sociales con la finalidad de proyectarse a un largo plazo, solo trae a 30 años de su implantación: “una sociedad sin capacidad de conciencia, ni posibilidad alguna de acceder al conocimiento” (Oporto, 2012: 20). Con ello la verdad y los valores de una república se degradan y el nivel de respeto para ello, son los que el Estado dicte, como es un Leviatán que engordó excesivamente de poder al alero de unos pocos que siempre han detentado el poder y han dominado las riendas del futuro de Chile. Y es que “a la chilena”, es un avance más de la metástasis de una pretensión de verdad que no hace más que autoconvencer a la colectividad de que es una verdad, y ostenta legitimarse en el marco de una moral, entendida como arquetípica y naturalizada en la historia de Chile. Dicho argumento, se condice con la idea del cambio que emerge a través del imaginario social (Castoriadis, 1975), en tanto es la misma sociedad chilena que “pinochetizada” con la máquina que es la Constitución de 1980 que construye sus propios imaginarios como instituciones, leyes, tradiciones, creencias y comportamientos. La noción de que los derechos sociales cuestan y de que es el individuo quien debe velar por su avance en un mundo monetarista, rompe con los cánones de igualdad que debería perseguir una democracia. En la misma medida, la misma libertad queda cooptada por la delimitación del ejercicio de los derechos sociales, ¿cuál es el límite? Hasta que mi libertad no lesione los intereses particulares de los hombres detrás de las cortinas. Bien sabían los militares que “las instituciones implican historicidad y control” (Berger y Luckmann, 1984:76) y esto quiere decir, que permitan que el individuo se identifique con ellas (la relación con la biografía de cada uno) y que objetiven la realidad, cosa que se le otorgue certeza tanto colateral como directamente. Para ello, la pinochetización a partir de la comodidad es imprescindible, porque en última instancia, la legitimación del orden social cobra sentido cuando se le otorga un significado en la realidad a partir del juego entre órdenes

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simbólicos. Por lo tanto, la sociedad se construye socialmente; la misma idea que la aceptación sucesiva –y cándida- de la Constitución por los chilenos. El sistema binominal también le da una mano a la legitimación de prácticas, acciones y – por lo que se ha visto en 30 años- costumbres al momento de incidir en la funcionalidad de la democracia. Esta última es pinochetizada en tanto el control se logra bajo los mecanismos establecidos en dictadura, los que son difíciles de revertir en tanto, la dominación legal sea implacable. Los mismos rostros a veces, las mismas coaliciones (la llamada ‘clase política’), siempre y no solo desde el retorno a la expresión ciudadana tras 16 años de suspensión. La práctica ciudadana requería en su “diseño institucional de una democracia instrumental que sirva de contención ante las presiones sociales y la preservación de una economía de libremercado” (Correa, 2005: 279). Una democracia instrumental como la quiso el ideólogo del gremialismo, Jaime Guzmán Errázuriz (Cristi, 2000) para amarrar la institucionalidad presente y futura. Así es como la ciudadanía se pinochetiza. Así también la democracia que tendría un sinfín de apellidos como se ve en la literatura politológica, siendo uno que destaco el de “democracia protegida” (Portales, 2004; Ruíz-Tagle y Cristi, 2006: 131), la que estaría fuertemente condicionada en su funcionamiento por estos mejunjes jurídicos. Sería entonces “el concepto funcionalizado de democracia (…) lo que no permite ver la posibilidad (emancipatoria). Como se dijo alguna vez: ‘el árbol no les deja ver el bosque’” (Acevedo, 2012). ¿Emancipatoria? Sí, para efectos de ser un pueblo que se autodetermine, tenga una noción lúcida de la representación (Soto Barrientos, 2012) y que no legitime prácticas como las que vinieron después de y con el golpe. Sin perjuicio de que de “más gobernabilidad” (Joignant, 2011). El modelo “de la comodidad” instalado por los principios del neoliberalismo tapó aún más el silencio, dejando pan y pedazo. El segundo se constituye por la serie de puertas abiertas que deja para realizar pactos políticos secretos y alinear intereses económicos, aplicando cuestiones tan básicas como una regla de tres. El pan es la permisión de que cualquiera pueda hacerse rico, entonces la fijación de la vida por la acumulación de riquezas (el paradigma que ha instalado al homo faber) desdeña el desarrollo espiritual y por lo tanto, las actividades ociosomeditativas. Porque el ganar estatus, el ser como ellos (la elite) cobra peso, el conformismo con el modelo es inconsciente e implícito en la cotidianeidad y su andar. Máxime cuando los medios de comunicación están al servicio de la plaga que se extiende sintomáticamente hacia el

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resto de la población, hacia la legitimación del modelo y a la fijación de verdades. La verdad con las instituciones ha sido dicha por la Constitución de 1980 y si hay algo que modificar no es en beneficio del interés público, solo de lo particular que si deviene en lo público, estupendo. Y si no, mejor aún. Resume Jocelyn-Holt (1998: 188) lo anterior, diciendo que “en el fondo, el neoliberalismo es sobre todo un optimismo disfrazado de solvencia técnica económica dirigido a la pequeña burguesía. (…) El neoliberalismo más que nada marketea, le trabaja a la ilusión. Vende panes. Nos dice que, tarde o temprano, vamos a ser todas reinas, esta vez sí”. La Carta Fundamental mencionada por Sofía Correa (2005: 14) como “el mayor éxito de la derecha en el siglo XX y que ha sido cosechado al final de este” y así también, un golpe para los revolucionarios del ayer, que según veremos en la sección 4, que paradójicamente administrarían el negocio que los militares les entregarían “por consenso”. Es el conformismo con el modelo, bajo el trabajo de la transición que dio más apoyo a lo que recogió, porque también era bueno para sus intereses, máxime si los empresarios –los políticos del ayer y hoy- se habían constituido como un sujeto colectivo (Núñez, 2008) que monopolizó la representación y la representatividad, y por tanto, el cómo se jugarían las partidas de ajedrez en las instituciones. Todo ello desembocó en hacer perder la memoria a una colectividad entera de forma progresiva. Recordar que la representación del pasado es constitutiva no sólo de la identidad individual, sino también de la identidad colectiva. El conservar viva la memoria del pasado se hace no para pedir una reparación por el daño sufrido, sino para estar alerta frente a situaciones nuevas y sin embargo análogas (Todorov, 2000: 11-5). Y así, avanza el tiempo y los vientos comienzan a erosionar las rocas, cambiando sus formas. El General Pinochet caía por 1988 y definitivamente se “estrellaba contra el piso” en 1989-90. No obstante, al efecto de su inminente salida, presupuestada o no, la historia da cuenta de ello, “la Constitución representaba un acuerdo que estabilizaba al gobierno militar a un corto plazo, mediante la reafirmación del status quo entre las fuerzas y la postergación de cualquier transición o liberalización, pero también cerraba el debate sobre la duración del gobierno militar por medio de la especificación de los contornos de un régimen postmilitar y de un calendario para su implementación” (Barros, 2005: 218). Para concluir este acápite, haré hincapié haré en esta reflexión de Sofía Correa (2005: 278):

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“Con la institucionalización política amarrada a través de una nueva Constitución y con el orden neoliberal asegurado, Jaime Guzmán, quien también ha diseñado el itinerario político del régimen que debía culminar en una entrega del gobierno a los civiles, toma distancia de Pinochet como única manera de despersonalizar la institucionalidad recién creada, y organiza un partido para insertarse en la nueva democracia instrumental que estaba prevista en el itinerario institucional que el mismo había planeado”. Es quizás ello lo que pavimentaba el camino a jugar a la política de los consensos y a transitar en una transición –excusada- para la medida de lo posible (Garin, 2010: 179; Aylwin, 1992), lo veremos en la sección siguiente. 4. La (fallida) transición y la alegría que (no) vino “Transición supone que vamos desde un lado hacia otro. Estamos transitando, pero ¿hacía donde? Hacia la democracia dirán algunos. Lo que buscamos, según ellos, es entroncar con nuestro pasado democrático y dejar atrás la dictadura como un lapsus nodemocrático. Además, pretendemos “reconciliarnos”, es decir, dejar atrás las diferencias que nos dividieron durante el Gobierno Militar. La “transición” supone que antes de Pinochet fuimos un país democrático, es decir, el golpe de Estado es una interrupción violenta a un proceso político que se desarrollaba pacíficamente” (Garin, 2010: 177) Del olvido al consenso, un solo paso. Pensar en la alegría con la victoria del “no”, como se pregonaba en la estrepitosa campaña de 1988, es objeto de análisis, pues ¿para quién llegaría aquella dicha? – Esa es la pregunta que vino con las elecciones libres que enfrentaron a Büchi (de la dictadura) con Fra Fra Errázuriz y Aylwin, donde habrá ganado este último. El regocijo de la victoria de la Concertación devino con su ascensión al poder, por tanto, estaban a cargo del sistema germinado por los militares, ¿qué se hizo? – Se legítimó el modelo, la institucionalidad no cambió, el espectro de izquierda era un alma en pena que se paseaba por el Hades. La tentación del poder determinó los destinos políticos, la alegría vino, para aquellos que estaban instalados en el trono. Para los otros, la alegría no llegó, paulatinamente el país se resquebrajaba constantemente y se rutinizaban las costumbres del período de Pinochet. Lo

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único que había amainado era el miedo, el terror del gobierno, pero en la memoria quedaban retazos. Como imagen arquetípica podía volver en cualquier momento, es así como los nacientes movimientos sociales se han visto afectados por episodios similares. Los artificios de los tecnócratas de la Concertación terminaron con la monetarización de la estructura de los derechos sociales, como en el caso de la educación y la salud. Los vencedores del plebiscito completaron el círculo que la derecha no acabó de trazar. En realidad ni tan victoriosos, para el pueblo, habían perdido. Algo de que se dieron cuenta demasiado tarde. El reencuentro de los chilenos, la apertura de las grandes alamedas, la reconstrucción de las instituciones, la confianza en los valores de una República, de una política limpia y ante todo, considerando la memoria, la historia y la identidad de lo que implica ser un nacional. Todo ello puede constituir soluciones a la vista para salir del influjo pinochetista. La transición y el gobierno de Piñera no son más que –parafraseando a Habermas- la redención discursiva de una pretensión de verdad que solamente lleva a la aceptabilidad racional y no a la verdad, eso es, el desarrollo de un pinochetismo. El juego de la transición, iba hacia un transformismo de las elites gobernantes, pactada por Pinochet y asumida por la Concertación al llegar al gobierno (Moulian, 2002). Su fin entonces es impedir la política democrática como tal, así también se constituye como una trampa histórico-conceptual que arranca en la Constitución de 1980 (Jocelyn-Holt, 1998) y que supone un consenso tácito acerca de un conjunto mínimo de disposiciones constitucionales que se ha venido construyendo desde los primeros tiempos del constitucionalismo chileno (Palma, 2008). Acerca del consenso, Mouffe (1999) es la domesticación de lo político, el acorralamiento de las fuerzas de la destrucción y por lo mismo, los sujetos tienen que enfrentarse a los conflictos y antagonismos. Esto nos obliga a entender que todo consenso está, por necesidad, basado en actos de exclusión y que nunca puede ser un consenso ‘racional’ completamente inclusivo. ¿Exclusión de quién? De aquellos que deseaban negociar para tender las condiciones de un Chile mejor, de los ‘perdedores’ (si se acepta que la transición es un empate, como dice JocelynHolt (1998)), estos son, quizás “la piel que vestirá al mundo” y que se traduce en los catalizadores de los movimientos sociales de los últimos años. Los revolucionarios del ayer (la Concertación) que con eslóganes pegajosos pudieron concretar la meta del itinerario trazado

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por Jaime Guzmán, traicionaron a la izquierda clásica (y marxista) (Salazar, 2012). Con el paso de gobiernos, la Concertación en 20 años se acomodó a la “monarquía constitucional” y por tanto, cada Presidente operó como guardián de sus propias potestades (Ominami, 2011). Un Chile gatopardista (Moulian, 2002; Ruíz-Tagle y Cristi, 2006), que cambiaba para permanecer (igual) es el que toca a nuestra puerta. Es del que se alega, el que aparece en las coyunturas políticas de hoy y el mismo que se asesta constantemente puñales en la espalda (Garreton, 1994). La alegría nunca vino por el gatopardismo. La transición es fallida, porque la encrucijada constitucional cooptó a los revolucionarios del ayer en 1988, donde la legitimaron tácitamente, qué decir de Aylwin cuando expuso que había que aceptarla “como un hecho”. A eso sumarle la cantidad de reformas (85) que ha tenido el texto prístino que entró en vigencia por 1981, lo que manifiesta el carácter negocial de la política en Chile (Fuentes, 2013) y de cómo se ha jugado con la lógica del consenso mostrado anteriormente. Ruíz-Tagle y Cristi (2006: 136) dicen que es el carácter gatopardista del texto el que ha forzado tantas modificaciones y asimismo, hace deficitario su carácter democrático. Ahora bien, es claro que en la transición, el tira y afloja ha sido entre el concubinato que ha guardado el poder político entre dos bloques (Santa Cruz, 2011) y que ha manoseado a la Carta Fundamental a piacere. Ello no hace más que reafirmar la tesis de Jocelyn-Holt sobre el plebiscito, esto es, que fue un empate y que los perdedores fueron los excluidos. El montaje acordado es notable, cómo es posible cambiar todo el orden institucional de un país, lo cotidiano e incluso, plasmar la máxima orwelliana en plenitud: “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”, entendido el ruido animal en el lenguaje aristotélico como el zoon politikon. La Constitución es la guagua que Chile no quiere y que, como se da en el debate público, se pretende cambiar. Huneeus (2003: 267) plantea que: “Un país sin una Constitución querida por sus habitantes no supera los conflictos del pasado. Una Carta Fundamental de todos y para todos es la mejor manera de rehacer nuestro pasado y mirar con humanidad a cada una de sus víctimas. Cuando se tenga ese texto constitucional, se podrá afirmar que Chile tiene una democracia madura y que de ser un país dividido, ha creado condiciones institucionales para superar esa condición”. En la misma línea, Ruíz-Tagle y Cristi (2006: 199): “(…) en nuestro país, la democracia solo puede consolidarse con una mutación constitucional que supere el proyecto pinochetista”. ¿Será el cambio constitucional una transición de verdad o el fin de la

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mencionada? ¿La pinochetización de las costumbres llegará a su fin con esta idea? ¿Con la concreción de las ideas de Huneeus, Ruíz-Tagle y Cristi habría una reconciliación? 5. Epílogo La pinochetización de las costumbres y la (fallida) transición hoy estallan en la cara de la política chilena por razones como: (1) la no fabricación de un consenso con el conjunto de los sectores empresariales ni la clase media, una consecuencia natural del modelo neoliberal; (2) el vacío político-ideológico que produjo el régimen autoritario que solamente operó con mecanismos crudos como el silencio; (3) el retorno de la creencia en la acción colectiva; (4) la derechización –notoria- de la Concertación, donde esta gobernaba desde el cinismo y la contradicción, que más que gobernar, administraba la misma marginalidad de la desigualdad (Tironi, 1999); (5) la insuficiencia legislativa práctica y social que ofrece la Constitución de 1980; (6) la decisión por un paradigma de Estado. Sin embargo, el pesimismo de que esta es una sociedad pinochetizada es un hecho. Sobre el ofrecer la mejilla al cambio, es una cuestión de largo plazo. Chile ha sido siempre una fronda aristocrática y tal parece ser el camino a seguir, mientras no haya una revolución del otro lado ni se construya una real política del consenso. Por ahora, la defensa más eficaz contra la pinochetización de las costumbres, que –en último término- es un hecho político, parece ser, política. Todorov (2004: 239) aconseja a la democracia activa, preocupada a la vez por la libertad de los individuos y por la promoción del bien común; una democracia que acepte ser criticada y transformada desde adentro, pero que al mismo tiempo se muestre intransigente con sus verdaderos enemigos. La panacea mediática es en sí, la idea de una nueva Constitución, algo que puede ser en cierta medida, sensato. Finalmente, quisiera ofrecer dos reflexiones para dejar la puerta abierta a futuras intervenciones a propósito de este ensayo, la primera de Walter Benjamin y la segunda de Tony Judt. “De los que vendrán no pretendemos gratitud por nuestros triunfos, sino rememoración de nuestras derrotas. Eso es consuelo: el consuelo que solo puede haber para quienes ya no tienen esperanza de consuelo” (sin año: 53).

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“(…) hay elecciones por las que tenemos razones para tomarlas, pero que implícitamente implican rechazar otras cuyas virtudes sería un error negar” (Judt, 2012). Aquí nada termina, cada día es continuar.

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