Clarimonda #38: "Puro Cuento" (Nueva Época)

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Edición Especial / Nueva Época

Macaria España - Arturo J. Flores - Mariana Orozco - Nazul Aramayo Constanza Rojas - Mixar López - Alicia González Salvador Munguía - Ana Fuente - Óscar Alarcón - Martina Kaniuka Carlos René Padilla - Zulma Rodríguez - Manuel Noctis



EDITORIAL ¿Cuántas cosas pueden pasar por la cabeza de una persona para sentir o pensar que algo ha llegado a su final? ¿Cuántos motivos o sensaciones son las necesarias para decir que algo ha terminado y es momento de cambiar de página? ¿Realmente hay momentos idóneos o exactos para decir ‘ya estuvo’ y bajarse del barco? En su libro Desierto Sonoro (Sexto Piso, 2019), la escritora Valeria Luiselli menciona que admira a la “gente capaz de detectar el momento en que esa vida, elegida tiempo atrás, ha llegado a su fin, a pesar de los planes para el futuro”, porque ella nunca ha sido buena para eso, para “saber reconocer el final” cuando éste llega e irse a tiempo. Me identifico en ello con Valeria, porque tampoco soy bueno para reconocer exactamente cuando algo ha llegado a su fin; generalmente soy de los que no me bajo del barco, hasta que “los otros” o “lo otro” ponen las circunstancias para hacerme a un lado. Cuando en julio de 2019 decidí que ya era el momento de dejar atrás este proyecto de Clarimonda, después de más de 15 años acompañándome en mi existencia, lo hice más pensando que ya no podría mantenerlo yo solo, que porque fuera un final totalmente marcado (cosa que me di cuenta después de un tiempo). Desde entonces, “la culpa” me había venido atormentando un poco porque había algo que siempre me decía que lo había hecho más por impulso, que por razón. En medio de la pandemia, que nos vino a contrariar a todos desde el pasado 2020, un buen amigo me preguntó sobre el por qué había decidido dejar atrás esta revista a la que había jurado sería mi proyecto de vida. Entre las múltiples respuestas que le dije, me di cuenta que no eran más que palabrerías para tratar de justificar algo de lo que todavía no estaba totalmente convencido. Me respondió: “A mí se me hace que eso de que ya hayas dejado morir a la Clarimonda es puro cuento, cabrón, si hasta la traes tatuada en el brazo”. Eso de “puro cuento” me taladró la cabeza durante varios días. Pensé entonces que mi amigo tenía algo de razón porque, desde aquel julio de 2019 que decidí dejarla “morir”, había pasado los días pensando en todo lo que podía haber

DIRECTORIO Director: Manuel Noctis (manuelnoctis@gmail.com) Subdirector: Marco Ultreras Consejo Editorial: Óscar M. Mora, Luis Enrique Anguiano Contacto y Colaboraciones revistaclarimonda@gmail.com Facebook.com/Revista.Clarimonda Twitter: @Reva_Clarimonda IG: @revistaclarimonda www.issuu.com/Revista.Clarimonda

hecho con ella si la hubiera tenido vigente. Ideas de hacer y deshacer rondaban siempre por mi cabeza y fue así como llegué nuevamente a esa necedad de revivir este proyecto que tanto me ha dado (en todos sentidos) y, además, hacerlo en formato impreso como una forma de resistencia que siempre le ha caracterizado a esta revista. “Puro Cuento”, pensé iluminadamente y así fue como nació la concepción de esta edición, el regresar con una conjunción de cuentos que fueran escritos, una parte, por amigos entrañables que habían sido colaboradores constantes de la revista a lo largo de los 15 años que se mantuvo a flote durante su primera época, complementados con otros, también entrañables, que se sumaran a esta nueva etapa para, en conjunto, marcar un antes y un después lleno de regocijo y talento. Es así, pues, queridos lectores, que llega a ustedes esta edición que comprende 14 cuentos de excelentes escritoras y escritores de diversos estados del país, incluso de otros países, quienes, de manera desinteresada, y más motivados por el placer de ver resurgir este proyecto, nos compartieron uno de sus textos para el deleite de todos ustedes. Una edición que se complementa con la pluma de tres buenos amigos que, durante los años pasados, fueron o formaron parte del equipo representativo de esta revista. La particular característica de esta edición, que enmarcamos como especial por ser la que da punto de partida a una nueva época, es que nos dimos a la tarea de reunir de igual manera a 14 excelentes artistas, quienes realizaron una ilustración igual de especial para cada uno de los textos, cosa que no hubiera sido posible sin la aportación de la estimada amiga Cecilia Gómez, quien conjuntó a un equipo de talentosas ilustradoras tijuanenses. Sirva pues, este mamotreto editorial, queridos lectores, para darle nuevamente la bienvenida a Clarimonda. Es para mí un placer verla resurgir de sus cenizas gracias a todos los que colaboran en esta edición, la cual, espero, sea del gusto y agrado de todos ustedes. Manuel Noctis Tijuana, Baja California. Marzo de 2021.

lustración de portada: Luis Enrique Anguiano aka “Jiki” Próxima edición: “La Cárcel” Manda tu colaboración a: revistaclarimonda@gmail.com

Esta edición está dedicada a la memoria de nuestra querida amiga Indi Rascón, quien fuera parte de nuestro equipo y a quien seguimos recordando con mucho cariño.


CONTENIDO Especiales 4

Clarimonda, a dos de tres caídas … Óscar M. Mora

5

La chica vampira … Alfredo Padilla

8

Los 10 años de Clarimonda; La última party antes de su renacimiento … Juan Mendoza

Puro Cuento 11

Un pueblo olvidado … Macaria España

14

Hemorragia … Arturo J. Flores

17

La Viuda Negra … Mariana Orozco

20

¿Dónde jugarán las furias? … Nazul Aramayo

23

Doña Alda … Constanza Rojas

25

Un buen ejemplo … Mixar López

28

Stealing beauty … Alicia González

30

Amor en el aire … Salvador Munguía

33

Ora pro eo … Ana Fuente

37

Uno membruno … Óscar Alarcón Travolta

40

Pibas crudas … Martina Kaniuka

43

El lugar más feliz de la tierra … Carlos René Padilla

46 49

Dibujos: Micah Ulrich

Pedro, el abuelo y un viejo pik up … Zulma Rodríguez Unas por otras … Manuel Noctis

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Créditos ilustradores

CLARIMONDA. Revista alternativa y de autogestión editada por Manuel Alejandro Ayala Chávez. Tijuana, Baja California, México. | Registro de Reserva de Derechos al Uso Exclusivo: 04-2013-051712530300-102 | Edición Marzo-Mayo. 2021. Número 38, Año 17 | Víctima: Puro Cuento | Logo oficial: Gustavo Santiago López (Veracruz). Cada texto firmado es responsabilidad de su autor y no en todos los casos responde a las políticas de Clarimonda. Se permite la reproducción total o parcial del material, siempre y cuando se cite la fuente y el autor.


Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el país del cual procedo; solo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. Clarimonda (La muerta enamorada, Théophile Gautier).


Clarimonda, a dos de tres caídas Óscar M. Mora

Mayo del 2013. Corrían cuatro meses con aumento al salario mínimo del tres punto nueve por ciento, festín de memes por la explosión en la Torre Pemex, Barack Obama visitaba por primera vez la Ciudad de México y una magistral cruzazuleada hizo campeón al América en el torneo clausura. Decíamos que era el mes y año más caluroso, sin saber, que el futuro nos haría sudar hasta por los párpados. Decíamos que lo peor era nuevo el PRI y Peña Nieto y también decíamos, que ora sí, no podía haber un presidente más pendejo para México. Corría mayo del 2013, éramos un poco dramáticos, podíamos comprar alcohol con facilidad en cualquier Oxxo, la revista Clarimonda tenía más de cuarenta páginas por menos de treinta pesos, éramos más ingenuos y no necesitábamos más que eso. Año ocho, número treinta y dos, “Éxtasis: delirio psicotrópico”. Yo aún no probaba las tachas pero me imaginé que los textos que reunía la revista, estaban inspirados en el subidón de serotonina y el bajón que viene después del metilendioximetanfetamina. Fue en ese ejemplar que leí mi nombre. Corresponsal, y entre paréntesis, Uruapan. Compartí el nombramiento junto a un tal Atzin Nieto en el entonces DF y Lizbetha López en Tijuana. Además, otras 12 o 13 personas, hacían posible la versión impresa de la Clarimonda, y a esas, había que sumarle otras y otros colaboradores, consejeros, columnistas, ilustradores, autores y mucha-mucha gente aportando algo porque, hacer posible una revista (aunque fuera a blanco y negro, engrapada y recortada a mano), es una labor que se hace en comunidad y equipo.

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Para ser honesto, en esa edición dedicada a los raves, al MDMA, al espasmo arcoíris y a los estados alterados por combustión de diseño, yo no escribí nada. Había entrado al crew clarimondiano apenas una semana antes, pero a raíz de una digna bienvenida con mezcal y amanecida incluida, fui considerado para formar parte del directorio. Mi único aporte hasta eso entonces, había sido una crónica jamás publicada y una reseña de la que ya no puedo acordarme. Pero así es Manuel Noctis, así es Marco Ultreras, así es la gente que ha hecho Clarimonda. Un espíritu de confianza y libertad ha vivido, muerto y resucitado en todas y todos sus colaboradores, debe ser creo yo-, el mismo que posee a la vampira imaginada hace tantos años por Théophile Gautier. Por aquel entonces, lejos de la Tierra Caliente en donde los grupos de autodefensa apenas se volvían nota internacional, en Morelia tuvo lugar un singular evento. Convocados en el extinto centro cultural-bar La Junglería, las y los habitantes de la capital michoacana abarrotaron el lugar para presenciar una función de lucha libre única en su tipo. Digo “única” porque el ring de pelea se instaló a medio patio del bar y porque, además, el cuadrilátero fue utilizado como escenario desde el cual sonó el rock y el surf. A dos de tres caídas y sin límite artístico, como describió en su texto Marco “El Sub” Contreras, luchadores “Alocer”, “Kaziuz”, “Neutro”, “Taraniz”, “Ninjitsu” y “Black Dragon” se dieron patadas, cachazos y manotazos mientras el respetable digería sopes, flautas y tostadas acompañadas de caguamas o un pulque natural o curado. Esa noche de viernes,


además de la lucha estelar entre “Danger”, “Ryu Kendo” y “Ángel Dorado Jr.”, por el lado de los técnicos y “Zombi”, “Máximo Loco” y “Darth Tiger” por el bando rudo; hubo baile, cumbia, mentadas de madre, show de Los Estruendosos y hasta DJ. *** Con fotografías de Celina Manuel, la crónica en mención apareció publicada en la edición 32 de la revista Clarimonda. Consta de dos páginas a blanco y negro, ocho fotografías y abarca las páginas 38 y 39 de la revista cuyo tiraje desconozco. Su distribución y presentación se llevó a cabo en junio del 2013 y sirvió como antesala para preparar el décimo aniversario de la publicación. Parecería que, recordando estos detalles, uno se remonta a tiempos lejanísimos en donde los textos, noticias, poemas y cuentos, se daban a conocer a través de hojas y letras impresas. Hoy, en una nueva década, solo los románticos y necios persisten en imprimir algo que podría leerse en la pantalla de un celular o tableta. Esa noche, entre el respetable que abucheó a los rudos y se subió a tomarse la foto del recuerdo entre las cuatro cuerdas, estuve yo. Y aunque aún no formaba parte de la revista ni tampoco conocía a alguien del equipo clarimondiano, no puedo pasar por alto esa extraña coincidencia. Era la segunda vez, en un tiempo cercano, que encontraba a alguien de la revista, ya

fuera el propio Noctis o a alguno de los colaboradores, registrando algún suceso cultural o de esparcimiento. Como escribí en aquel texto (perdido en la red, impreso en la edición del décimo aniversario), si no es que todos los caminos me llevaron a Clarimonda, entonces no sé ni supe, cuál era la ruta para evitarla. Lo único certero y de lo que puedo dar cuenta, es que, a siete años, la historia entre la vampiresa y quienes seguimos empecinados en convocarla, se parece a una lucha de tres caídas y sin límite de tiempo. Celebremos pues que la Clarimonda, con sus múltiples vidas, caras, facetas, desplomes y letargos, ha llegado de nuevo en su forma más pura y sacra. Brindemos, digamos salud, buen apetito, provecho y gracias, porque a dieciséis años de aquel fanzine que se convirtió en Revista, hoy se pueden contar nuevas historias. Ya sea desde Morelia, Tijuana o cualquier rincón de este maltrecho y sobreviviente país. Ya sea desde una computadora atiborrada de pendientes laborales o el break de un tiempo muerto que ya no sucede. Sea cual sea el modo, hay que congratularnos por los que están, por los que pasaron y por los que habrán de regresar o llegar (¿de nuevo?). Ahora es marzo del 2021, ahora es tiempo de adaptarse a las pandemias y reducir la aceleración en la maquinaría diaria. Ojalá que en siete años más, sigamos teniendo Clarimonda en la tercera cuerda.

La chica vampira Alfredo Padilla Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sucia mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma. “La muerta enamorada”, Théophile Gautier

Nunca tuvimos testigos no tenemos ni una foto juntos es que el lente no registra gente como yo. “Vampi”, Babasónicos No conozco a Manuel Ayala, denominado en los bajos mundos del periodismo outsider como “Manuel Noctis”. Las veces que he pasé por la ciudad de Morelia, lo busqué en tascas donde despunta el sol, bajo el letargo dipsómano de los nuevos purépechas y nahuas, convertidos a vagabundos del Dharma, cautivos del melao fermentado: la charanda del crepúsculo

moreliano, que es capaz de dejar sin membranas a la mismísima mariposa monarca. Se rumoraba que visitaba fondas clandestinas donde la reseca harina le hacía cortina a la resaca, en un cuadro de alcohol bajo la pantomima de la música noctívaga: el kármico desmadre de la noche en la Antigua Valladolid; quise encontrarlo en La Burbuja, El Limbo, las cantinas Andaluz y La Enramada, con Doña Herme y en terrazas mohosas donde él solía pinchar Cumbia y Darkwave, en taquerías de paso y de a peso, en fraudulentas casas de masaje donde hay perdón pero nunca olvido, nalgódromos como sucursales del Mictlán y telos reducidos a escombros. Jamás lo encontré, tan sólo la huella de su andar por aquella marejada nocturna: una serie de carteles publicitarios que anunciaban la presentación de números añejos de la revista Clarimonda. Noctis había emigrado a la ciudad de Tijuana para convertirse en uno de los periodistas más prolíficos del Semanario Zeta, institución periodística independiente con mayor solidez y credibilidad en el Noroeste de México. Sin embargo, he colaborado con él desde hace ocho años. Comenzó a publicar mis textos en 2012. Uno de los motivos que me acercaron a la revista fue su nombre: Clarimonda. Como aquella vampira cortesana del cuento “La morte amoureuse”

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de Théophile Gautier, donde el narrador, un sacerdote que el día de su ordenación, es seducido por la hematófaga Clarimonde. De la misma manera que el párroco Romualdo, me vi tentado. El primer trabajo que ofrendé a La Vampira fue una entrevista con la artista de video-danza –o movimiento en movimiento– y co-editora de la editorial Moho, Yolanda M. Guadarrama –el único registro impreso que existe de una charla con este personaje–. La conversación lleva por título ¿Y mi cerebro?, fue publicada el 7 de mayo de 2012 en el número 31, dedicado al arte grotesco. Diálogo técnico sobre los elementos dancísticos llevados al videoarte. En dicho trabajo, Yolanda me expone: “Soy muy solitaria por elección, a veces me siento como la artista francesa Orlan (Mireille Suzanne Francette), que hace su propuesta plástica en modificaciones de cirugía estética (anti–estética) a su propio rostro y cuerpo; ya que elijo

en fotocopia. Acordes ansiosos, letras perniciosas. Una publicación que recoge el murmullo de las calles, los salones y bares, la bota en la cara, la sangre en la boca; un fanzine con ganas de serlo sin limitaciones, de estar, de permanecer siempre a la contra, en retaguardia, porque la cultura oficial siempre sale a tu encuentro”; un relato sobre fútbol titulado Odio, fútbol, derrota: “La única relación que guardo con el fútbol es el fracaso, no tengo ningún resentimiento contra el polvo, me gusta la derrota y el soccer en México es una excelente metáfora de la inferioridad, no siento absolutamente nada en particular por ninguna afiliación competitiva, yo no estoy en competencia con nadie, y de ser así, preferiría desmayarme en el pasto, a la menuda vanidad de gritar gol”, para el número 34 de su versión impresa sobre este deporte, donde comparto páginas con Pierre Herrera, uno de mis escritores favoritos.

yo misma hacer varios personajes para mi propia obra”. A la postre, le propuse a Manuel Noctis la publicación semanal de una columna sobre cine y literatura llamada El juguete rabioso, como el nombre de la novela de Roberto Arlt en la que Silvio Astier hace gala de su más profundo egoísmo. Se consumó y se publicaron reseñas de novelas de Fernando Nachón, De a perrito: Fernando Nachón y la instauración del mito fue el título de una de ellas; reflexiones de películas de Werner Herzog y rescates de libros de poesía como el Mester de soltería (2000) de Rolando Rosas Galicia, dedicado a Eusebio Ruvalcaba; así como un diagnóstico del trabajo realizado por Javier Ibarra (Yazz) y Benji Cárdenas (Benjas) en el fanzine regio/ chilango Punkroutine –del que después formaría parte–: “Con el fragor y la estridencia del toquín selvático de Punk, ese que se organiza al calor de la chela y el mineral oscuro de la tinta

Como en el cuento de Gautier, La Vampira tendría su primera decepción con su pretendiente, y me ahuyenté. A veces el silencio es el grito más fuerte, como en un alarido mudo de Ignatius Farray, o si se prefiere, a lo Miguel de Unamuno: “A veces el silencio es la peor mentira”. Regresaría la seducción en 2017, para su edición en formato digital, con más sed de estética y hemoglobina contra-retórica. En esta etapa, sería convocado de nuevo a esa vida mundana y de Sardanápalo, de colaborador de la cultura-contraCultura, con más experiencia y un estilo propio, de donde provienen algunos de mis trabajos más escandalosos “mediaticamente”, como el ensayo La narrativa potosina is coming to the nation, publicado el 2 de junio de 2017, que departe sobre la tradición potosina literaria y su punto de quiebre: “En San Luis Potosí, los libros narrados se abren paso en un círculo emperifollado y

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displicente que rompe con el San Luis Potosí que montaron alguna vez los trovadores y poetas de oficio”, texto citado en el ensayo El Fracaso artístico, del Doctor en Arte Contemporáneo y escritor Jorge Terrones (Aguascalientes, 1982), el 5 de julio de 2017; un relato sobre mi relación con los gitanos de mi infancia y el cine de Kusturica: El tiempo de los gitanos; un diálogo con mi amiga, la actriz Ximena Ayala: El pop me entró por los ojos; y otro, Lucha de carne bajo sábanas desechables, con Anapola Mushkadiz:, protagonista de la cinta Batalla en el Cielo (2005), de Carlos Reygadas, una entrevista tan fuerte, que me costó mi amistad con esta artista –perdóname, Ana–; un obituario: Say goodbye to Batman, dedicado a Adam West: “Quizá me harían reír los calzoncillos por fuera de los pantalones o su barriga, su ligera gordura, los pezones rígidos o las cejas blancas pintadas sobre la mascarilla negra, lo absurdo de los diálogos o la idiotez de Robín, no lo sé, sólo recuerdo estar completamente magnetizado frente al televisor Sony en las tardes calurosas al inicio de una década beligerante, de Saddam Hussein y André Agassi. Quizá el programa fue realmente bueno o tal vez era demasiada el hambre que tenía en aquel momento, que necesitaba de un placebo que me convirtiera en murciélagos el vacío en mi estómago”. Clarimonda, La Vampira, fue para mí la manifestación informal de una encarnación pasajera del Underground mexicano de los primeros atajos del siglo XXI. El Underground, como lo definía Luis Racionero: “La tradición del pensamiento heterodoxo que corre paralela y subterránea a lo largo de la historia de occidente, desde los chamanes prehistóricos hasta la invención de la autoridad”. En su dinámica, La Vampira publicó a los escritores más desprolijos y rijosos de la República, aquellos que no aparecían ni en el periódico mural de sus escuelas porque ni siquiera tenían acceso a este tipo de educación. Y se caracterizó por dos tendencias fundamentales: la búsqueda de la solidaridad literaria y el cortocircuitaje de la edición mainstream. Creó una solidaridad amistosa en donde el Underground favorecía la postura de ayuda mutua, asociación voluntaria, cooperación, descentralización y fiesta. Héctor Rodríguez de Ávila –lo más cercano que tuve a un maestro de literatura– escribió lo siguiente en el prólogo de Cuentos fugitivos (Centro de las Artes, Coordinación de Literatura, 2009): “Alfredo nos invita a percibir una cosmovisión azarosa, personajes emergidos de una urbe fantástica, mundos subterráneos y marginales, ahí le gusta dirigir sus reflectores literarios; David Ojeda (Los testigos de Madigan, 1995), fanfarroneaba, tras leer mis relatos, que no le gustaría cruzarse conmigo en un callejón oscuro; Moisés Castillo, quien fuera editor de Letras Explicitas, escribió en “Infancia y tumba”, el prólogo de Cadáver (Club filosófico, 2019): “Alfredo Padilla quiere sanar, a través de la literatura, esa herida no cesa de lacerar. Nos avienta un cadáver para que lo contemplemos con curiosidad y morbo […], escribe para sí mismo. Nos lleva a laberintos espinosos donde habitan murciélagos.

Piro Pendas, líder de la banda Ritmo Peligroso apunta en la cuarta de forros de Monólogos de un niño inconforme (Abismos, 2017): “Desde la primera vez que entré en contacto con Alfredo Padilla, quedé gratamente sorprendido por su narrativa y su inventiva, cuentos interesantes con un lenguaje real y descriptivo, además, me sorprende cómo se desenvuelve en cada historia en tonos urbanos y callejeros […]. Alfredo escribe con pasión, con un lápiz doloroso que sangra la hoja, sin embargo sigue y continua hasta llegar a un lugar donde todo se desintegra y es posible que nunca puedas regresar a tu zona de confort donde no pasa nada…, donde todo era una pesadilla”; Antonio Ortuño (El Caníbal Ilustrado, 2019) señala en su artículo Ochenteros de por acá, publicado el 2 de diciembre de 2016 en El Informador, que :”Los ochenteros, en lo que toca a México y al terreno de la narrativa, no solamente han despuntado sino que algunos ya han consolidado obras de peso […], como las prosas afiladas de Rodrigo Márquez Tizano, Brenda Navarro y Alfredo Padilla; Norma Yamille Cuellar (Quizás, Quizás, Quizás, 2015), ha escrito que mi primer libro, Una pastilla más para que pase el dolor (Editorial Ponciano Arriaga, 2015): “No es un libro fácil, no es un libro amable. Es un libro que (tal vez) nos recuerda más de lo que quisiéramos de nosotros mismos”; el Doctor en Ciencias Hugo Valdez, integrante de la banda de Punk sonorense Máquina 501: “Alfredo Padilla expone una radiografía del camino inconcluso del individuo en la sociedad, con personajes que cruzan ese purgatorio mental que procuramos entrar a medida que el tiempo y el espacio atrofian los sentidos, una perversión del pensamiento en todas sus clases sociales”. O, como apunta José Pérez, ex director editorial de México Kafkiano: “No es un autor amable o sencillo, pero acostumbrarse a su tono parco y desenfadado permite el comienzo de un viaje de confrontación con el propio yo”, Sergio Andrade – sí, el mismo del “Clan Trevi–Andrade”–, escribe en el prólogo de Guadalajara Caníbal (Paraíso Perdido, 2017): “Me gustan las crónicas. Las crónicas suelen ser subjetivas y no hay nada más preciso que la subjetividad. La Historia suele ser pomposa, engreída, complicada y falsa. Marianus Scotus, Paolini di Piera, Bernal Díaz del Castillo, el mismo Cortés en sus “Cartas de Relación”, y muchos otros, nos han ofrecido crónicas interesantes, maravillosas. Pero las crónicas de Alfredo Padilla me gustan más. Hacer crónica de hechos no tiene chiste, chiste tiene hacer crónica de alucinaciones, espejismos, nubes mentales, crudas, sueños y olvidos. Ir relatando los reflejos en las cosas, las intenciones, los deseos..., eso es lo que cuenta”. Todo esto no hubiera ocurrido sin el primer sicalíptico coqueteo de Clarimonda, quien hizo todo lo posible para que no me convirtiera en un funcionario y me entregara de lleno al oficio de escribir; dejar de ser la sombra del ser, una sombra proyectada a la nada. Con la llegada de la Revista Clarimonda a mi vida, he padecido, en su condición contracultural, la seducción de lo desconocido.

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Los 10 años de Clarimonda; La última party antes de su renacimiento Juan Mendoza

I. Periodismo Gonzo Las festividades por el décimo aniversario de la revista Clarimonda comenzaban el jueves 18 de septiembre (2014), arrancando con el curso de ‘Periodismo Rock’ que impartía Arturo J. Flores (director de la revista Playboy México) y luego, por la noche, al Jeudi Bar a escuchar canciones que consiguen que te pueda amar durante la presentación de la revista de Aniversario, dedicada al periodismo Gonzo. El direcpunk Manuel Noctis nos había invitado desde meses antes, pero nos perdimos de todo eso, porque salimos hasta el viernes en la mañana. Con la Mismísima recogimos a Rogelio Flores en la estación del tren Suburbano de Cuatitlán y nos lanzamos al centro de Morelia. Llegamos pasando el mediodía, buscamos donde comer carnitas. Sólo encontramos una tortería. Ni modo: el hambre ya nos estaba poniendo de malas. De ahí contacté al Noctis, quien nos recogió en la explanada y nos condujo a su casa, donde pernoctaríamos. Buscamos donde comprar cerveza. De hecho, adquirimos muchas latas. Todavía faltaban un par de años para que decidiéramos tener una hija y nuestras prioridades aún se regían por comenzar a empapar los viajes de mucha cerveza, tanto si presentábamos un libro en Morelia, como si nuestra travesía fuera para pagar impuestos y no tardáramos más que 20 minutos. Y como no sabíamos qué nos deparaba el destino y teníamos un buen tiempo por matar en lo que iniciaban las presentaciones, decidimos que era mejor que no faltara la cheve. Nos recibieron con unas corundas morelianas que nos cayeron de lujo. Arturo estaba impartiendo su curso, así que no lo veríamos sino hasta el Jeudi 27, un local en el tercer piso de un edificio que funciona como cinematógrafo y programa películas culturales, independientes, alternativas, transgénero, transfóbicas, etc, etc. La sala también se presta para presentaciones y tocadas. Tiene una pequeña área de comida y lo más atractivo es que, bendita sea Bukowski, también venden cerveza. Fue lo que atacamos tan luego llegar. Cabe destacar la actuación, organización y desarrollo del equipo que entonces constituía la Clarimonda, sobre todo del direcpunk Noctis, pero más aún del estoico público moreliano que abarrotó la sala de cine, donde se hicieron las actividades, y no se movieron de las butacas durante las casi cuatro horas que duraron las presentaciones. La mera verdad es que yo sí me lanzaba de vez en cuando a buscar cheve y me quedaba por ahí pajareando con la Mismísima. Pocos lo hicieron. Para mi presentación había invitado al poeta local, Daniel Wence, que se rifó con un texto de lujo. Como curiosidad, ni Rogelio ni Arturo ni Noctis llevaron ejemplares de los libros que presentaron. Fallas editoriales. La más curiosa fue la de

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Manuel, cuya editora viajó del norte del país a Morelia. Había enviado nueve ejemplares de su libro como anuncio previo; prometió llegar con un buen paquete para el evento. Ya arribando a la estación de autobuses, muy tarde y sin libros, le anunció vía mensaje de texto que mejor ya no llegaba a la fiesta y que iba de regreso a la frontera. Así fue como esos nueve ejemplares fueron los únicos que vieron la luz y como Manuel no se quedó con uno solo porque ya los había repartido, confiado en que venían cientos en camino. Durante las presentaciones conocimos a Judith Guzmán de Guadalajara y a Karla Gazca de León, grandes amigas con las que agotamos el refrigerador de cervezas cuando terminaron las presentaciones y el DJ Chafa hizo de las suyas. El administrador del local ya no quiso conseguir más chela y nos fuimos a seguirla en la casa de uno de los comensales cercana al centro, de la cual sólo tengo recuerdos borrosos. Lo último que guardo en la memoria es que le di dos jalones a un churro que alguien roló y eso bastó para dejarme como zombi. Recuerdo también que la casa me parecía enorme, cuando aterrizaba un poco me sorprendía estar en el patio, luego regresaba al cosmos para volver sentado en un sillón. No me acuerdo ni a qué horas nos largamos ni como llegamos a dormir. Recuerdo haber estado platicando mucho con Arturo J. Flores. Intercambiamos libros. Fue chido, hasta la fecha yo estaba convencido que le caía mal. Al otro día nos despertamos tarde y resacosos. Nada que unos tacos de carnitas en el mercado no pudieran solucionar. También quedaban un chingo de cheves. Arturo no nos acompañó, se levantó temprano a culminar su curso, ya que se regresaría ese mismo día al DF. Para este sábado las celebraciones terminarían con una serie de tocadas en el bar Kered. Se presentaban los oriundos: Maestros del Revolver, La Navaja, Skambalache y Chris Sánchez Blues Band. Los Rucos de la Terraza desde Guadalajara cerraban el evento. El Undercover, banda en la que militaba en el teclado y los coros y que en esa época todavía estaba en activo, también había sido invitada. Ya habíamos ido a tocar en la presentación de mi libro de cuentos y la verdad es que se la pasaron pocamadre. Pero como siempre, el maldito dinero haciendo de las suyas: una semana antes del evento la banda se reunió para darme a conocer que no querían gastar un solo varo y buscaban que todos los gastos generados del viaje gasolina, comidas, casetas, borrachera y recuerditos corrieran por mi cuenta. Los mandé derechito a la verga, suavecito, pa’ que no se sintieran los Caifanes. Así fue como nos perdimos la oportunidad de alternar con los Rucos de la Terraza, banda autonombrada como la peor del rock nacional. Después de atascarnos de carnitas de cerdo, Manuel Ayala, el verdadero nombre del Noctis, que se había quedado en plan


periodista a terminar una nota que llevaba atrasada, nos recibió con la noticia de que los Rucos de la Terraza llegarían ahí mismo y que partiríamos todos juntos al Kered. Nos dio una cátedra de los mismísimo Rucos, cómo y dónde los había conocido, que eran a toda madre y que no habían pedido lana ni honorarios ni viáticos, ni siquiera gatering: lo único que le encargaron fue una cabeza de cerdo y unos pollos pelados. ¡Ah chinga! ¿Pues qué iban a hacer? Ya los había conseguido. Los Rucos llegaron en un vocho repleto de músicos e instrumentos, como coche de payasos. Eran cinco: Pablo Favela (guitarra), Masturberto (teclados), Pablo Arteaga (bajo), Herminio Arteaga (batería), y Siddharta Martínez (vocales). Vestían y actuaban de lo más normalito, nos presentamos bien educados, aceptaron cerveza, pero ya venían atorándole a un Sotol que se habían traído desde Guadalajara. Los anfitriones nos dieron de comer en la terraza. Todos parecíamos gente nada fuera de lo común, Sidartha, incluso, nos platicaba de sus experiencias como maestro rural. Ni un atisbo de lo que pasaría más tarde en la noche. Con nosotros estaban las invitadas Judith de Guadalajara y Kareve de León, del equipo local de la Clarimonda estaban Celina e Indira. A ésta última la había invitado a presentar mi novela, la noche anterior, pero por una serie de eventos estúpidos u desafortunados, asumí que no le iba a gustar la experiencia y mejor invité a Marco Ultreras (que al final ni pudo llegar) y la cancelé. Lo tomó a las buenas, aunque ese día me dijo Celina que le daba un poquito de ilusión y hasta había hecho apuntes y todo. Me sentí el sujeto más mierda del mundo y me prometí que a la siguiente vez que fuera a Morelia ella tendría que estar en la mesa de presentación. Ya no pudo ser. Un año después un auto la atropelló y mató mientras hacía un reportaje para la televisión. Bad Wicked World. II. Se las chupamos ¡como la traigan! La banda de Guadalajara se lanzó al Kered tan pronto terminaron de comer. Tenían que hacer soundcheck y preparar el show. Noctis los acompañó, nosotros nos embriagamos un poco más, platicamos de las desventuras de la noche anterior, recogimos nuestras cosas, preparamos las maletas y, ya de noche, nos fuimos al lugar. La entrada del Kered es una puerta pequeña al costado de un edificio sobre una enorme calle de bajada. Desde la esquina se alcanzan a ver tiendas clandestinas y cantinas de dudosa reputación. El desmadre es en la terraza, así que tuvimos que subir dos pisos. La espalda del escenario da a las escaleras, la barra y los baños al fondo, algunas mesas acomodadas a la vista de la oscura noche moreliana. Saludos a los bróders y sisters que conocimos en nuestro viaje anterior y a los que hicimos un día antes. Alcanzamos a ver a Skambalanche y a los Maestros del Revolver, ska y western surf, respectivamente. La cerveza no era muy cara, pero quería llevármela relax. En el viaje pasado me excedí de cerveza y diversión; el after en la casa de Noctis duró hasta despuntar la mañana; yo me dormí a eso de las 7 am y nos largamos a las 10. El regreso fue un puto martirio por

agarrar carretera en estado credo y porque nadie me ayudó a conducir. Ya para entrar al DF me andaba agarrando a cachetadas y pellizcos en las piernas para que no me venciera el sueño. Y todos los integrantes, como angelitos, no los despertaba ni mis cánticos gregorianos que entonaba a gritos para distraerme. Una experiencia que no quería repetir. Esta noche planeaba dormir más y beber menos. En el viaje anterior, cuando Undercover tocó en el Cactus, en la fiesta de la presentación de mi libro de cuentos, hubo un momento en que mi hermano acompañó al Noctis a buscar cerveza en un Oxxo cercano. De regreso me comentó que estaba sorprendido de que en el camino se encontraron con dos antros: uno donde sonaba huaracha y en el otro se escuchaba El Final, y ambos estaban hasta el pito. Nuestro evento cómico, mágico musical estaba lleno a un 30%. “Pues no es algo nuevo ni particular de Morelia: Bienvenido a los eventos culturales de México.” Esta noche pasaba algo similar, si bien, había un chingo de gente, la verdad es que debería estar hasta el pitísimo. Si existiera justicia, el hecho de que la única revista contracultural de Morelia que publicó a Rafa Savedra, a Iván Farías, y que se ganó el cariño de Mauricio Bares y Carlos Martínez Rentería, que organizara una fiesta donde convoca a los Rucos de la Terraza, que tocarían por primera vez en Morelia, porque cumple 10 años en la necedad, debería de hacer que se detuvieran las actividades nocturnas de Morelia y todo dios volteará la mirada hacia allá. Al menos, todo el circuito cultural. Seguramente exagero, y lo sé porque esa bienvenida a los eventos culturales que me refiero párrafos llevaba viviéndola en carne propia por más de 15 años. Incluso yo mismo había organizado un festival de arte alternativo y estaba por hacer la segunda edición. Puro pinche amor al arte, que le llaman. No ganas nada, pero la experiencia esta machina. Los Rucos de la Terraza no cobraron un varo, pero por la experiencia del viaje, y de lo que fuimos testigos, valen un chingo la pena todas las neuronas que perdimos esa noche. Noctis los presenta, “por primera vez en Morelia y desde Guadalajara para los X años de la revista Clarimonda, con ustedes: …”. Comprendimos por qué se habían adelantado: ya salieron maquillados y caracterizados. Sidharta se había soltado el cabello, que otrora estaba amarrado de una colita, y estaba lleno de lodo y pintura café, sin camisa. Parecía una suerte de Cristo después del viacrucis. Los demás se maquillaron como payasos decadentes, como el disfraz que le quedaría a las cinco de la mañana aquel mimo que se fui a emborrachar a Garibaldi después de ocho horas de camellarle en la Alameda. Los Rucos de La Terraza se fundaron en 2008 por estudiantes de la Escuela de Artes Plásticas. Después de cinco años de muchos cambios de integrantes y tocadas marginales frustradas, deciden tomárselo más en serio y se consolidan con la alineación que tocó aquella noche. La rotación de integrantes tiene que ver también con el contenido de sus canciones y sus presentaciones en el escenario. Apóstatas, groseros, mal hablados, sexualmente sin tapujos, les han llamado maricones y al mismo tiempo se les ha comparado con GG Allin. Cuando

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tocaron en Morelia recién habían grabado su primera producción, Katabum en Fvela Records. La portada mostraba la imagen de la Virgen de Guadalupe con la cara de Pablo Escobar recién ejecutado y esa imagen retrata a la perfección todo el disco. Su perfil de Facebook ha sido eliminado más 70 veces por violar códigos morales de la red social o porque alguien los denuncia. Sidartha anuncia que nos la chupará a todos, ¡como la traigamos! Y comienzan a tocar “Hasta la Madre”. Su show es un performance. Un Sidharta enloquecido viaja por el escenario acariciando un enorme dildo que sale del cierre de su pantalón, mordiendo pollos crudos y arrojando los restos al público, jugueteando con la cabeza de cerdo metida en una estaca, escupiendo, aventando madres, golpeándose, succionando el micrófono como la mejor actriz porno. En medio de una rola simuló un parto y arrojó una muñeca sucia llena de pintura roja (Que, por cierto, se ganó Kareve). El espectáculo visual es complemento de las canciones: irreverentes, ofensivas y bastante ingeniosas e hilarantes: “Y ya estoy hasta la madre de tanta cerveza y también estoy hasta la madre también de ti”; “Y aunque ya ande medio pedo yo me quiero emborrachar”; “A ese cabrón yo le rompo su madre, nomás por feo”; “Tan sabrosa como almeja en el mar, yo sólo te quiero empanizar con mi callosidad terrenal”. Nomás los puros títulos de las rolas ya nos dan la guía de qué va el pedo: Viernes de Ciclo Menstrual, Me lo chupes, Caguamon Loco, Ande mi cabrón. Sólo eso sería suficiente para hacer que un show de los Rucos sea un espectáculo memorable. Pero encima de todo, tocan muy cabrón. Unas horas antes se presentaron como “La banda más caca de Guadalajara y la peor banda de rock en México”. Y nos preguntaban si conocíamos a Los Viejos Puercos, grupo de la CDMX que también se proclama como la peor banda de rock. “Hemos seguido su trayectoria y estaría bien machin que tocáramos juntos para pelear por el título, dijo Sidartha”. Yo había militado como bajista en la primera alineación de los Viejos Puercos, y algunos me dan crédito como confabulador y creador de la banda. Agradezco el título, pero la realidad es que el culpable es el alcohol. En un evento de La Sangre de Las Musas en el Salón Bombay, el escritor undergrasa Juan Beat me contó que conocía muy bien a Alex El Lechicero de Los Ezquizitos y que por un tiempo había suplido a Brisa Vázquez en la batería en algunas tocadas. Qué curioso, le dije, deberíamos de juntarnos puros escritores borrachos a tocar, sin ensayo ni nada, a ver qué sale. Y salieron Los Viejos Puercos que más que una banda era un performance. Tocamos unas cuatro veces, después me echaron porque nunca fui a los ensayos cuando intentaron hacerse una banda seria. A saber, siguieron en activo un buen rato, incluso compusieron canciones propias. No quise contar esa historia a los señores Rucos, pero de hacerse el duelo sería injusto. Ellos sí sabían tocar sus instrumentos. No sólo eso, lo hacían muy bien. Dicen que hay dos tipos de guitarristas. Los que usan pedalera y los que usan mil pedales. Pablo Favela es de esos últimos. Dice que lo influye algunas cosas del punk, pero también Los

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Cadetes de Linares, pero también Led Zeppelin, pero también los Bukis, pero también los pinches Velvet Underground. Así es como inventan el Narco Blues o el Ranch Metal. No conocía a Los Rucos de la Terraza, por lo tanto, todas las canciones fueron nuevas para mí, pero seguro tocaron todos los temas de su primer disco. Cuando se acabó el show, gran parte de la fiesta nos fuimos al after en casa de los padres del Noctis, que habían acondicionado el techo para el evento. Los Rucos de la Terraza fueron personificados, así que fue muy cotorro convivir con ellos. Sidharta, por ejemplo, ahora hablaba de cosas serias, pero sin camisa, lleno de pintura y desgreñado. Rápidamente se armaron las cheves. Eran cerca de las dos de la mañana y algunos amigos de Noctis habían apartado su cuarto para dormir, yo quería descansar unas cinco o seis horas para no correr el riesgo de quedarme jetón en la manejada de regreso. Hacer cosas en vivo ya no funciona en mí. Le dí las buenas noches a Rogelio Flores y a Sidharta, supe que me iba a arrepentir por estar dormidote y no aprovechar horas desmadre con ellos, con el Jiki o el Ultreras, con toda la banda, ni modo. Me fui a acomodar a un silloncito en el pasillo, con la Mismísima, antes que no lo ganara cualquier borracho. Abrí mis ojos y ya era de día. La Mismísima se fue a dormir un rato más al auto. Yo regresé a la azotea esperando encontrar los restos de la fiesta. Aún había desmadre, pocos comensales, pero locos. Entre los gonzos: Noctis, sus hermanos y Rogelio entre ellos, Pablo y Sidharta, guitarra y voz de Los Rucos también. Le di un trago a una de las últimas cervezas para revivir y alguien llegó con dos 12 pack de Tecate light y una guitarra acústica. Pablito, que un día antes había destrozado cuerdas en el escenario, comenzó a tocar canciones vernáculas que fueron bien recibidas por los borrachos. A mí me cayó muy bien la cerveza, ya andaba por la tercera. Pensé que si conectaba iba a resultar el after del after más memorable. Y peligroso, quien sabe a qué hora y en qué condiciones nos iríamos. Si no es porque Herminio, el bataco de los Rucos, la hizo de pedo por algún motivo del que no voy a hablar (y por tanto no abro a debate la deliberación de si fue justificado o no) y terminó mentando madres y agarrándose a madrazos con un anfitrión. Se terminó el after. Poco tiempo después, Manuel “el Noctis” Ayala se iría a radicar a Tijuana para continuar con el desarrollo de su carrera de periodismo. Aún continúa sacando la Clarimonda. Aunque de repente entra en pausa o recesión, la neta es que no puede morir y lo va a acompañar a donde vaya. No por nada la trae tatuada en el brazo. Yo no me desperté tan crudo y las cheves mañaneras me activaron, así como los tacos de carnitas que nos echamos en el mismo mercado con La Maris y El Roger Flores antes de regresar al DF. Compramos también un par de litros de pulque y aguamiel para llevar a Chilangolandia. Pulque que no soportó el viaje y las garrafas terminaron explotando a las pocas horas de haber llegado al DF. Nos arrepentimos por no habérnosla chingado ahí mismo en las carnitas. Ni modo: Amateurs.


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Y

o no quería ir, pero me obligaron. Faltaba poco menos de una hora para que terminara mi jornada laboral cuando el secretario, ése que sólo veía en los informes de gobierno, bajó a mi oficina para decirme la encomienda: tenía que salir de inmediato hacia un pequeño pueblo llamado El Tartalán, del cual jamás había escuchado y que estaba perdido entre los montes. Gracias a mi puesto como Coordinador de Estadística evitaba las extenuantes idas a campo, pero esa tarde fue imposible. No podía alegar con el secretario, a menos que quisiera perder mi puesto y esperar tres años a ver si la nueva administración me contrataría. Eran casi las siete de la tarde cuando llegué a Colpan, un lugar que ni siquiera salía en los mapas. El sol arrebolaba las nubes, la noche comenzaba a lamer los cerros. Colpan era un pueblo pequeño, apenas unas cuantas calles empedradas salían de la avenida principal, la única pavimentada. El sitio parecía un cuadrado; se observaban a simple vista las esquinas en donde iniciaba y terminaba el poblado. No había movimiento, sólo algunas luces comenzaban a alumbrar alrededor de las casas pequeñas. El tiempo seguía corriendo y yo necesitaba hacer lo mismo para llegar a El Tartalán antes que anocheciera. Detuve la camioneta en la última casa al final de la calle. Afuera estaba un señor sentado en el bordo de la puerta. Me bajé para estirar las piernas que, tras casi cuatro horas de viaje, sentía adormecidas. Caminé hacia él. Sonreía mientras me acercaba. Quería preguntarle si iba en la dirección correcta, llevaba las horas contadas y no quería contratiempos para llegar a El Tartalán, una comunidad aún más alejada y pequeña que Colpan. —Buenas tardes señor, disculpe, para El Tartalán, ¿este es el camino correcto? Me dio la impresión de que el anciano quería observarme mejor, porque se acomodó unos gruesos lentes que llevaba sobre la nariz que parecían deformarle la mirada. Me inspeccionó de arriba para abajo, como buscando algo que en apariencia no encontró. —Dé vuelta en esta esquina a la izquierda y siga derecho, todo derecho y dará con El Tartalán. Pero ¿por qué quiere ir para allá? A esta hora no le recomiendo que vaya. Por supuesto que no quería ir a El Tartalán, no era un viaje de placer, sino de trabajo. Se trataba de la entrega de apoyos y estábamos a marchas forzadas, verificando el padrón de beneficiarios que, en este caso, era una nueva comunidad anexada, por lo tanto, había que empezar el levantamiento desde cero. Y yo, por desgracia de mi puesto, tenía que ir a hacer un mapeo primero.

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—Soy de la Secretaría de Desarrollo Agrario y voy a corroborar unos datos, pero he salido un poco tarde de la ciudad y quiero llegar pronto. ¿Cómo cuánto falta? —le dije mientras le enseñaba mi acreditación que llevaba colgada del cuello. —Para llegar le queda como una hora y media a buen paso, pero lo va a agarrar la noche y los sembradíos a oscuras son peligrosos. Nadie de Colpan va para allá. Siendo honesto, hace mucho que nadie va para El Tartalán. Sentí un poco de temor anidarse en forma de gota de sudor junto a mi oreja izquierda, pero a la vez la curiosidad que mata a los gatos me picó cuando mencionó el peligro. Como animal de oficina, no acostumbro la adrenalina. —¿Por qué es peligroso pasar por los sembradíos? — pregunté, creyendo que de ahí salían ladrones como se rumora que sucede en algunos pueblos—. ¿Y por qué no va nadie para allá? —Mire, los caminos por aquí son peligrosos, pero ése en especial lo es porque no tiene luz, de noche eso ayuda a que sucedan cosas extrañas. Estaba cansándome un poco del misterio que quería imprimir ese hombre a su plática, era obvio que, al verme fuereño, me quería asustar. —Bueno, pero no me ha dicho qué cosas extrañas suceden que nadie quiere ir a El Tartalán. —Pues, no van porque dicen que, en la noche, en los sembradíos, se levantan los muertos. Si no hubiera sido por el semblante reacio del anciano, hubiera lanzado una carcajada o algún comentario sarcástico, pero su cara sombría me contuvo. Yo no creía en esas cosas. —¿Muertos? —pregunté con burlona incredulidad. —Sí, los muertos de los sembradíos —contestó seco. —No sé de qué habla, ¿es una leyenda de este rumbo? El anciano, que había estado sentado todo el tiempo, se paró acercando mucho su cara hacia mí, como si fuera a contarme un secreto, algo que nadie más debía oír y, aunque no había nadie alrededor, parecía que el aire nos escuchaba. —En El Tartalán la gente siembra cadáveres en sus parcelas. Así como nosotros sembramos frijol, ellos siembran cuerpos —me dijo en voz baja. —¿Cómo? ¿Matan gente y la entierran? —No muchacho, tal vez seas muy joven y de otros rumbos para entender, pero en El Tartalán ni Dios ni el diablo se acordaron de pasar. Era un pueblo sumido en la miseria, sus tierras no eran fértiles. Sembraban maíz y no salía


nunca la milpa, frijol, sorgo y lo mismo, nada se les daba. —Claro que sabe, sino quién cree que les manda tanto —¿Y entonces? cadáver. Aunque también les mandan vivos, a quienes —Pues entonces pasó que un día encontraron a un también siembran. Son más de mil hectáreas de puros muertito en una de sus parcelas. No dijeron nada a la sembrados. Hay de todo: mujeres, hombres, niños; son policía por temor que les echaran la culpa. Lo dejaron ahí miles. tirado y regresaron a verlo dos días después; fue cuando —¿Y los periodistas? ¿Nadie ha venido a investigar? se dieron cuenta. —Mire, este es el único camino que lleva a El Tartalán, La historia me tenía intrigado, ni siquiera me había dado por aquí han pasado muchos de ida, pero jamás de vuelcuenta de que los faroles de las calles se habían encendita. do. La noche nos vigilaba. Y era tarde para irme. Respiré hondo. Ahora muchas cosas tomaban forma en —Se dieron cuenta de qué —pregunté impaciente. mi cabeza. El hijo del secretario acababa de graduarse —De que al muerto le habían nacido cientos de gusanos. con honores en una universidad privada del extranjero y Pero no gusanos cualesquiera. Unos gusanos grandes, había escuchado rumores de que le daría un puesto en la brillosos y gordos, que nunca habían visto. Agarraban el Secretaría. Podría ser el mío. color de lo que se co—¿Y por qué dicen que mían y se tragaron rápise paran en la noche? do el cadáver, pero na—La gente dice que se La historia me tenía intrigado, ni da más lo de adentro, despiertan y se paran, siquiera me había dado cuenta de dejaban el cuero, como que quieren regresar a si fuera un cascarón; su casa. Pero como la que los faroles de las calles se habían mayoría ya no tiene después de unos días al sol el cuerpo era como ojos, porque se los han encendido. La noche nos vigilaba. un judas de cartón. comido los pájaros o los Mi clásico escepticismo gusanos, nomás se paY era tarde para irme. se veía comprometido ran, se caen y dan vuelante esta historia. Por tas por la tierra. momentos pensaba que era absurdo estar escuchando a Me parecía irreal. A pesar de mi incredulidad, en este ese viejo, pero imaginar a los gusanos devorando carne caso podía sentir que una verdad profunda me acababa humana me causaba escalofríos. No había tenido esa de ser revelada. sensación —Pero si usted dice que nadie ha ido para allá, ¿cómo —¿Pero entonces qué hicieron los pobladores? sabe qué todo eso sucede en El Tartalán? desde los ocho años, cuando se murió mi abuelo y vi su El anciano se quitó las gruesas gafas que dejaron al descadáver en el funeral. cubierto el par de cuencas negras donde alguna vez tuvo —Pues vieron que, si no se les daba sembrar maíz, poojos. Se me enchinó el cuerpo, desde el corazón hasta la dían sembrar cuerpos. Y empezaron a llevarse los muertipunta de la lengua. Pude ver un par de gotas escurrirle tos que nadie reclamaba para sembrarlos en sus parceentre la costra de sus ojos, que se perdieron entre los las. Después alguien le contó la historia a gente mala y pliegues del reseco cuero de la cara. Se dejó caer de nueempezaron a tirar cuerpos por todo el campo de El Tartavo en el bordo de la puerta, volteó hacia la esquina donlán. La gente no preguntaba y sólo los sembraba. A las de iniciaba el camino a El Tartalán. Suspiró y carraspeó pocas semanas tenían toneladas de gusanos. Algunos los un poco. usaban para su propio consumo, dicen que hacen una —Porque a mi hijo se lo llevaron para sembrarlo, aunque sopa muy buena y nutritiva. También sacaron metros de traté de recuperarlo, era tarde, ya se lo habían comido cuero curtido que vendían. los gusanos. Nunca había escuchado de ese pueblo y mucho menos que sucedieran esas cosas. ¿Por qué la Secretaría no se había dado cuenta de eso? ¿Por qué me mandaban a Macaria España (Celaya, Guanajuato). Licenciada en buscar beneficiarios para los programas de apoyo al camPeriodismo y maestra en Artes. Autora de los libros La Generación del Desencanto, Las esquinas del mundo y po? 23 centímetros y otros cuentos. Banana Street (Nitro/ —Pero ¿el gobierno sabe de esto? —pregunté asombraPress) es su más reciente novela. do. ___________________________ Clarimonda - Nueva Época — 13


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S

u cuerpo se parecía mucho a la luna en cuarto creciente. La noche lo sorprendía encorvado. Delante del teclado, hipnotizado por el cursor que parpadeaba delante suyo. Con las manos encima del teclado, aunque incapaz de presionar nada. Como si no fuera el dueño de sus dedos. Incapaz de darles la orden. Era un general mudo y ellos, un batallón de soldados sordos. “¿Qué estás esperando? Eres un cobarde. Cualquier otro en tu lugar, ya hubiera terminado una página. Pero de ti, ¿qué se puede esperar?”. Se terminaba el vaso de un golpe y se volvía a servir. Hacía muchos años, se regalaba un trago como premio. Cuando terminaba un capítulo de una novela, un cuento redondo o una frase bien lograda. Cualquier hallazgo. Pero de un tiempo para acá el vasito de alcohol se había vuelto el protagonista de la historia. Se lo tomaba en busca de la inspiración que lo había abandonado. La buscaba en vano en aquel líquido que lo sumergía en una espiral que por la mañana le dejaba una boca vacía de palabras, pero llena de sed. Bebía para escapar del bloqueo. Pero sólo conseguía sumergirse más en él. “Está bien. Te voy a ayudar. Empieza por describir mis piernas. Eso puede detonar algo. Un crimen, una despedida, una tradición. Recuerda que contar una historia se parece mucho al entrenamiento que realiza un atleta: sin no hay dolor, es como si no se hiciera nada”. Sus manos tenían vida propia. Tapaban sus orejas para no escuchar una voz que de todos modos le hablaba desde su interior. Se las lavaba compulsivamente como si con ello pudiera sacarles de encima el plomo que les impedía moverse cuando les suplicaba que escribieran como en los viejos tiempos. Le rascaban la nunca, lo masturbaban cuando se aburría de permanecer como una estatua viviente en el escritorio. De todo hacían esas manos, excepto parir palabras. “Imagina mis piernas tatuadas con líneas de luna. Soy un cadáver encima de las sábanas. Has despertado después de una noche de borrachera y no recuerdas nada. Porque una historia funciona así: el narrador no recuerda nada y se dedica, páginas tras página, a tratar de embonar las piezas de un rompecabezas que parece imposible”. Cada noche se hacía más grande su joroba. Parecía un hombre mitad camello. Ahí guardaba una narración que se resistía a salir. Estaba estreñido del cerebro. Muchas veces intentó escribir sobre Abril. Tal vez ahí fue cuando lo perdió todo. Antes de ella, el papel sólo recibía instrucciones. Se convertía en el escenario que a él se le antojaba. Entre sus

límites se cometían asesinatos, se resucitaba después a los muertos, se podía cabalgar en la espalda de un dragón o viajar en el tiempo. Pero después de teclear aquel infausto principio del cuento en el que Abril despertaba desnuda en su cama, el papel cobró vida propia y se resistió a ser llenado con sus palabras. No más, parecía haber dicho. “Atrévete a describir mis piernas, cabrón. No te hagas. Las has imaginado un millón de veces. Rodeándote. Mis muslos como dos prensas a punto de triturar tus costillas. Mis piernas tatuadas impidiendo que te salgas de mí. Mis piernas, el arma homicida. ¿Quieres que te siga dictando?”. Comenzó en una noche sin luna, paradójicamente. Entonces Atila ya era un joven marchito. Porque no se podría decir que era viejo. Ni tampoco un anciano prematuro. Pero cualquier escritor sabe que cuando una narración se le enquista en el cuerpo, comienza a envenenarlo poco a poco. Miró aquella cama en la que Abril nunca había dormido. Aquellas sábanas secas de su sudor, en las que no había marcas de sus tatuajes o restos de su labial. Una cama vacía de ella sólo podía equipararse a un sarcófago. Se sentó una vez delante de la pantalla. Resultaba imposible determinar quién contemplaba a quién. Se sirvió un vaso. Le gustaba el alcohol porque de tan amargo, le hacía pensar que su existencia era un poco más dulce. Escribió. Abril se levantó esa mañana junto al cadáver de Atila – era su nombre de autor, porque sl suyo le parecía demasiado mundano–, pero en vez de dar parte a la policía, decidió que afinaría su bajo eléctrico. “Vaya, no está mal. Ya tienes dos personajes y un conflicto. Eso vale para un conflicto”. Necesitaba que la voz de su demonio se callara. La única forma era gritar más fuerte que ella. Se bebió de un trago lo que restaba. Se le escurrió un poco por la comisura de los labios, así que se lo limpió con el dorso y se lo untó en ambas manos. Tal vez sus dedos se emborracharan y, aturdidos, por fin acataran sus mandatos. Tomó la navaja que dormía en uno de los cajones de su escritorio y se hizo un corte en la mano. Lo suficiente para que doliera. La sangre comenzó a gotear sobre el teclado. Atila escapa un suspiro. Por fin la presión se sentía un poco aliviada. Desnuda, se levantó de la cama. Abrió las ventanas para observar la ciudad que apenas recibía las primeras horas

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de sol. El cuerpo de Atila aún estaba caliente. Había muerto con una erección. Exhaló el último aliento aún estando dentro de las entrañas de Abril, con las manos de la mujer alrededor de su cuello. Abril se preguntó cómo sabría el pene de un muerto, si meterse a la boca aquella verga enhiesta, hinchada, congelada en el tiempo. ¿Eyacularía en su garganta? Pero en vez de realizarle la felación al cadáver, se dirigió a la cocina a prepararse un café. Los pies descalzos acariciaban la duela del departamento. Mientras aguardaba a que la cafetera terminara su proceso, se recargó en la barra del desayunador. Levantó las nalgas para imitar al gato que en ese momento se le escabulló entre los tobillos. El departamento se iba llenando del aroma del café recién hecho. De lejos, el cuerpo de Atila semejaba el cuadro de un ahogado que alguien hubiera dejado pintado sobre su cama. Anoche, aquel hombre se había dejado morder, arañar, golpear, lamer y lastimar de todas las formas. Al final, cuando Abril había comenzado a asfixiarlo, sintiendo como los espasmos de su sexo anunciaban que se iba a venir adentro de ella, él alcanzó a susurrarle con lo que quedaba de vida en su cuerpo que por favor le escribiera una canción. Fue necesario hacerse un segundo corte. Servirse otro vaso de alcohol. La historia comenzaba a fluir. Ya no le cabía en el cuerpo. Sobre el teclado se iba extendiendo una mancha púrpura, pero el blanco de la pantalla se iba llenando de hormigas. Letras. Palabras. Frases. “Describe mis senos. Imagínate que en vez de leche dieran mezcal. ¿Dejarías que tu boca se viniera a vivir conmigo? ¿Si te pidiera que anduvieras en cuatro patas y me comieras en medio de las piernas como el lindo perrito que eres, lo harías? ¿Si nos quedáramos acostados en el techo de mi casa confiarías en que no te empujaría para que cayeras a la calle?”. Se sentó en la orilla de la cama. Le dio un sorbo a la taza y después, la acomodó en la mesita de noche. Se agachó para sacar el bajo eléctrico de su funda. Mi marido, como dolía referirse a él. Había decidido casarse con aquel pedazo de madera y metal porque sólo él podría darle lo que ningún hombre podría ofrecerle. Le pasó las manos por las cuerdas y a su tacto, se le endurecieron los pezones. Aquella sensación de electricidad superaba por mucho la de un miembro cuando la penetraba. Más tendría que deshacerse del cuerpo de Atila. Pero antes, había una promesa que cumplir. A esas alturas, ya no era más aquel sujeto encorvado. No se parecía a un buitre posado junto a la carroña. Había

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recuperado su postura, su energía. A medida que perdía sangre, la historia fluía con más facilidad por sus dedos, que otra vez le pertenecían. La inspiración había roto los diques de aquel bloqueo. “Apresúrate”. Mientras pulsaba las cuerdas, cerraba los ojos. Volvía a aquel momento en que Atila le dijo que Abril era la mujer mas bella que había visto nunca. Esa vez, le preguntó si acaso sus tatuajes significaban algo y la sonrisa que esbozó cuando ella le respondió que eran cruces en el panteón de su cuerpo. Después de acompañarla a la tocada, ella le propuso que se quedara a dormir en su casa. Sabía que Atila era un bocado perfecto. Un animal de sacrificio con el que podría calmar, por una noche, la sed asesina del bajo eléctrico. Quiso interrumpir la escritura para procurarse un trago. Pero cuando levantó el vaso, se le escapó de los dedos. Se estaba quedando sin fuerzas. Maldijo su suerte. Ahora que por fin la historia comenzaba a tomar forma, parecía que la vida se le iba del cuerpo en forma de una hemorragia. Estaba mareado y tenía sueño. Se miró las manos, las muñecas y los antebrazos cocidos a navajazos. Deseó no haberse hecho tantas. Pensó en los brazos, en las piernas y los hombros de la protagonista de su cuento. Si tan sólo aquellas cortadas pudieran convertirse en tatuajes que taparan sus heridas. Se levantó como pudo y se fue a acostar a su cama. Sólo un minuto, se prometió, para recuperar las fuerzas. Detrás de sí, iba dejando una mancha que, como la noche, se lo habría de tragar todo. Las paredes de su cuarto se iban convirtiendo en serpientes que se enredaban unas sobre otras. El techo era un compuesto líquido que goteaba. “Lo has hecho excelente, querida. Ahora podré dormir un par de días más. Hazme soñar como sólo tú lo sabes”. La voz de su bajo eléctrico era profunda. Igual que un trueno dentro de su cabeza. Abril era su esclava. El precio que pagaba por hacerlo sonar sobre el escenario se medía en almas masculinas. Miró a aquel aspirante a escritor que yacía inerte entre sus sábanas. Le dijo que le leería un cuento la próxima vez que se vieran. Tenía curiosidad por saber si le hubiera gustado. Tocó la última nota y recostó a la bestia en su estuche. Estaba amaneciendo y se le antojó una taza de café.

Arturo J. Flores (CDMX) Periodista, escritor y hasta comediante de stand up. Ganador de un premio de novela, autor de una docena de libros y editor en funciones de la revista Playboy México. Todo es en serio. @arturoeleditor


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e acuerdo cuando terminó lo de nosotros, diez años atrás. Ella desapareció como si se hubiera mudado a otra dimensión. No la volví a ver ni por casualidad. Se convirtió en un vil fantasma, lo único que la mantenía viva en mi mente eran, además de uno que otro recuerdo ya casi transparente, los chismes que corrían en esta ciudad tan pequeña. Con describirla no era necesario mencionar su nombre, su fama era virtud y también agonía. Que tenía más ex amores que un gato en sus siete vidas, ¿Talentosa? Sí, pero que era querida de los narcos, que se vendía a precio caro y aunque se viera tan bella como la rosa más roja, dicen que olía siempre a una venenosa hierba. Pensar en ella me revolvía el estómago porque, a quien yo conocía, era lo contrario y no entendía si las rayas que acumulamos en el corazón podían cambiarnos tan drástico de un bando a otro. Cuando estuve con Melinda tenía apenas quince, noble, soñadora, inocencia pura. Se manifestó justo esta noche. Supe que era ella porque dejó una nota de voz. Claro que lo eliminé porque mi celular está más que vigilado por mi cárcel personal. Aunque tú sabrás de la sensación de la que voy a hablarte... Me hacía cosquillas en el cráneo la idea de ser un patán, al menos por una noche, y sentirla una última vez. No le regresé el mensaje por cobarde, por orgullo o como quieras decirle y la disputa que esto representaba tenía la finta de un crimen o como si Dios y el Diablo me dieran a elegir el lugar donde quisiera pasar la eternidad. Pero sí, me carcomía la ilusión de volver a ver a esa mujer tan llena de magia. Esa misma protagonista de mi pasado. En el mensaje de voz quería verme y me dijo cuándo y dónde. ¿Así? ¿Sin decir más? ¿Después de tanto? Aunque ni cómo negarlo. En mi interior sabía que era una obligación asistir a nuestra cita por más inmoral que sonara, pero no lo hice y desde ese momento la casa se volvió intranquila. No podía dormir, empecé a escuchar ruidos extraños y le eché la culpa al gato. Con el paso de los días ya no solo quería escucharla o verla, sino que era una necesidad. No tuve más opción que buscar a su amiga más cercana para tener algún detalle, algo. —No es posible, no es posible… —se repetía así misma con la cara perdida y mordía sus uñas. La verdad, su amiga se veía algo falta de cordura, pero no podía arriesgarme a involucrar a alguien más. A parte, antes de localizarla stalkeé en sus redes y estaba seguro que ella era la persona más cercana a Melinda. —Tuve que borrarlo, pero era ella. ¿Dónde puedo

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encontrarla? —Al fin conozco al hombre que le destrozó la cabeza. Tú le destrozaste la cabeza. No pude detenerla, no pude, no pude, no pude, ya es tarde— dijo esto aumentando cada vez más el volumen hasta que se quebró. En un momento menos esquizofrénico (o bueno, eso creí) me aseguró que la mujer que tanto amé en el pasado estallaría con euforia al verme. Luego sacó de su bolsa un cigarro, lo prendió temblorosa y también sacó una tarjetita con una dirección. Me pidió que no llegara con las manos vacías y que fuera muy bien vestido. No dijo más detalles. —Claro, gracias, tengo que irme—dije con apuro. —No te vayas, es importante. ¿Te gustan más las arañas o las manzan…? —y sin haber terminado la frase, ya estaba carcajeándose. Fingí reírme junto con ella para disfrazar el terror que sentí y me fui. En la distancia ella conservaba una sonrisa burlesca y hasta demoníaca. No supe si confiar en la tarjeta que me dio, parecía un pase de algún evento y estaba claro que esa persona no era de fiar. Aun así, me aventuré. El punto al que me llevó estaba en las afueras de la ciudad y al acercarme parecía una reunión de negocios importante o la inauguración de una agencia exitosa. Algo así. Me bajé de la Cherokee y llegué a la entrada, mis pies se postraron sobre una alfombra roja. Enseñé el pase y un guardia me encaminó hacia un pasillo. El aroma de las plantas era abundante y exquisito. Esa fragancia me puso a temblar, aunque no pude distinguir si esta sensación era buena o mala. Cuando llegué al final del camino, alcé mi cabeza y abrí la puerta con la que topé. Me detuve a preguntar por Melinda a otro de los guardias para que me guiara y oí que se secretearon. —Ahí duerme la viuda negra. —sé que escuché bien. En eso me distrajo la silueta de una mujer de cabello negro paseando por la sala y fui tras ella. Se parecía mucho a mis recuerdos de Melinda, mi corazón me lo dijo. El recinto estaba cubierto de humo y además de parecer un campo floral, había velas por todo el lugar. Como un ritual atávico, pero a la vez muy moderno por la decoración y la música. Eran dos o tres las personas que reconocí. Entre ellas, familiares ya decrépitos. Al entrar me miraban como si fuera un personaje importante de alguna historia famosa. Pero esa cantidad de ojos que sentía encima no producían ego, sino todo lo contrario. Claro que se me hizo rara esa expresión para referirse a Melinda, por si acaso llegaste a preguntártelo. Solo que en el momento no le tomé importancia porque era más grande mi urgencia por encontrarla. Cuando al fin llegué


al cuarto al que me condujo la figura, pude apreciar su para perder la cabeza. Era la evidencia de que lo que promirada de cerca una vez más. Solo que no como lo había voqué en ella era duradero en realidad y la dejé viviendo soñado. Esa mujer con la que ansiaba reencontrarme, con eso. reposaba en un sillón cubierto de cristales, como una Pregunté la causa de su fallecer y los expertos aún no jaula, con un hermoso conjunto de encaje negro, su cuerdeterminan cómo, pero se quitó la vida. Los rumores dipo cubierto de billetes y joyas. En ese cuarto la luz era cen que logró escapar de un psiquiátrico donde trataban escasa pero las melodías no. Estaban tocando dos violas, su desconocida enfermedad; los médicos sostienen que un piano y un cello. empezó con el intento de cortarse la garganta y luego Mentiría si dijera que no tuve sentimientos al verla. Hubo alguna de sus extremidades hasta desangrarse. Otros en mí una mezcla de ternura con una gran cantidad de dicen que se tiró de un monumento altísimo, aunque lástima. Nunca imaginé el camino fácil que tomaría desotra versión cuenta que uno de los escritos que dejó bajo pués de separarnos. Era una mujer que valía más que los su almohada confesaban el deseo de comerse a ella misbilletes o el oro, y estando aquí parado descubrí que dema, por lo mucho que se aborrecía. Idea proveniente de dicó su vida a ganársela bailando. Algunos nos conocieuna vieja canción que era su favorita “Eaten” de ron como pareja y los Bloodbath. que son testigos saben Hay un terremoto en que jamás la amé por su mis dedos sin exagerar físico o por sus talentos. Aquel sillón que describí donde la vi cuando describo que ahí No hay nada más bello soñaba mi difunta. Quise no era más que una lujosa cama que la música y ella para despedirme en su oído, mis oídos sonaba mejor pero estaba el cristal de para quienes inician el eterno sueño que cualquier otra musu ataúd entre nosotros. jer. Por más que alcé la voz de la muerte. Trataba de evadir la solo pude hacer que ese execrable escena travidrio se bañara con mi yendo a mi cabeza rellanto. Se interponía encuerdos del 2012. Su aspecto en tiempo real era dematre ella y yo, lo que era casi nada. O, mejor dicho, esa siado decepcionante para mí. Pero tampoco juzgues, no pequeña distancia entre la vida y la muerte, el eterno es lo que parece. retorno a lo Nietzsche, los círculos de Alighieri o no sé en La que solía ser mi canción favorita se había vuelto un qué creas. Pero conocí mejor que nadie a esa mujer de silencio puro. Había fuego en sus ojos, aunque ese fuego pies a cabeza. Sé que volverá por mí y que entre dinero, ya no hacía arder a nadie, sino que esas llamas daban humo y rosas finge que duerme. paso a un incendio dentro de su cuerpo por cada uno de Sin más que agregar me reservo lo que cambió en mí sus pecados. El vestido de carne que nos disfraza estaba después de ese día. Lo único que me atrevo a decir es muy pegado a su esqueleto y podías contar sus huesos. que desde entonces su risita y un aroma a cenizas me También tenía uno que otro moretón en su cara cubierto persigue a donde quiera que voy. de maquillaje. Aquel sillón que describí donde la vi no era más que una lujosa cama para quienes inician el eterno sueño de la muerte. Los tanatopractores debieron haber tenido que hacer un magnífico trabajo para tan complejo cadáver. La piel de su pecho era como una tela que se empieza a descoser, como si algo se la hubiera comido desde adenMariana Orozco (Ensenada, Baja California). Vengo desde 1995 a contar historias de una que otra aventura tro. Lo único que pude rescatar y que no había cambiado que vive en mi cabeza. Maestra de Lengua y Literatura, en ella era el rojo de sus labios. Además, vi un dibujo pinbellydancer, rapera y baterista. tado en sus costillas. No podía distinguirse a simple vista, pero reconocí el boceto. Ese tatuaje que nos prometimos un invierno. Melinda lo había cumplido y con esto tuve

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inora escupe mezcal en la cara de su cliente, una mujer de casi cuarenta años que busca el amor de su vida, y luego la frota con un manojo de ramas de pirul para terminar con la chinga, así le llama su mamá, la señora Wazowski, a las limpias energéticas. Una de las veladoras negras en la mesa, a lado de la fotografía de la quinceañera de Dinora, explota y las otras tres echan chispas. Vade retro, vade retro, dice la señora Wazowski, ojos cerrados, en la sala de la casa donde la cabecita de Elegguá descansa a lado de juguetes, dulces y un pino de Navidad. La mujer se lleva un vaticinio: “ya no estarás sola, en tu próximo viaje encontrarás la compañía de tu vida; tienes que traerle cada lunes un dulcito y un juguetito a Elegguá, tocas tres veces el piso y le pides”, ella atraviesa la cocina donde el hermano de Dinora alimenta a Regina, la hija de Dinora, y sale por el patio, esquiva la lavadora, el tendedero con pañales de tela colgados, abre la puerta de metal y se acomoda la bufanda. Hay una fila de al menos diez personas, hombres y mujeres, que cargan bolsas negras, algunos llevan palomas o gallinas, otros dulces. La señora Wazowski le recomienda a su hija que platique más, que le eche más historia al cliente antes de la chinga, hay que engendrar el misterio para Año Nuevo y escupir mejor. Dinora ya lee las cartas y los caracoles, pero su mamá es la que habla directamente con la Madrina, que no atiende en una casa como ella: con tele y fotos familiares en la sala y el hermano cocinando, sino en un cuarto con cortina de cuentas, tapetes, hierbas colgando, orishas en las paredes revestidas de madera. Dinora, todavía con los pómulos hinchados y morados, se despide de su mamá en la sala y agarra un dulce del altar. Sale con la bebé envuelta en frazadas en la carriola. Hace un año allí hicieron un ritual cuando el papá de Dimas, esposo de Dinora, empeoró del hígado y fue atendido en urgencias. Las velas negras también reventaron. La Madrina aseguró que al señor lo estaban trabajando porque le habían puesto algo en la comida. Dimas regresó al hospital con una anforita de Tonayán y un Gatorade. Si la santería lo amparaba o si la muerte llegaba, que lo agarrara tomando, como lo hacía el papá incluso en horas de clase cuando era maestro. Dimas no sabe si fue algo mágico, demente o alcohólico lo que intervino, pero su papá tuvo un momento de paz, sin dolor, con la lucidez para explicarle a su hijo lo que tenía que hacer para cobrar el seguro de vida. El aroma a pan recién horneado cuando pasa por la panadería de los jotos le apacigua el espíritu. Podría otorgar el perdón a Dimas, piensa mientras camina de

regreso a su casa con Regina en la carriola. La luz rosada del sol se derrama sobre las nubes y un crujido de metales del camión de ruta se detiene en la esquina. Le duele entrecerrar los ojos. Mejor que se refunda en el bote. Da vuelta en una calle, una vecina la ve y desvía la mirada, pero Dinora la saluda de lejos. No tiene caso agachar la cabeza y decir que se cayó de la cama o se golpeó con un mueble, cuando toda la cuadra escuchó y vio la zangoloteada y madriza que le puso su marido la semana pasada, no, no, no, yo monto el toro y Elegguá abre caminos, piensa Dinora. De no haber sido por el señor de los elotes que le habló a la policía, tal vez ella no hubiera sobrevivido o estaría internada en un hospital. Pero tenía que esconder el cheque o Dimas se lo habría mamado en una peda, como ya había amenazado que lo haría para Navidad, o habría comprado algo inútil como cuando compraron el puesto de hamburguesas que solo usaron un fin de semana o cuando el hermano menor de Dimas compró al contado una motocicleta tipo chopper Italika y la embarró contra un poste o cuando se compraron un Xbox, juegos, papitas, pizzas, caguamas y no salieron durante días o cuando compraron yerba, ácidos y tachas para vender en la facultad donde Dimas cursaba, otra vez, sexto semestre o cuando quisieron remodelar la casa que les dejó el papá de Dimas y poner un jacuzzi en un cuarto y dejaron un pozo, una pared tirada y cientos de latas de cerveza que se acabaron ella, su esposo, sus amigos y los albañiles. Tenía que guardar algo para Regina, piensa. Un bebé no se alimenta ni se viste de magia. En la entrada está el carro de su suegra estacionado, Dinora corre, intenta abrir la puerta de su casa, pero tiene el pasador por dentro. “Abre la puerta, culera”, grita y golpea. Nadie sale ni contesta. Vuelve a golpear y gritar. Pinche vieja, piensa, saca el celular y le habla a la policía. Deja la carriola junto al árbol de ramas pelonas y las macetas con helechos, ruda, salvia, albahaca, romero y lavanda, acomoda las frazadas de Regina, “no tengas miedo”, le dice, y la niña la mira con sus ojos grandes y verdes como los de su papá. Dinora busca en el suelo una piedrita, se dirige al auto y comienza a sacar el aire de una llanta presionando el pivote. Para la tercera llanta, sale la mamá de Dimas con una bolsa colgando del hombro. “A ver, pinche bruja”, grita y le jala las greñas. Dinora le responde con un puñetazo en la cara. “¡Pinche bruja, amarraste a mi hijo, culera!”, vuelve a gritar y sujeta la bolsa que se desliza por su brazo. Dos niños en bicis se acercan, algunos vecinos corren las cortinas y se asoman, el arbotante se enciende mientras el

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cielo vacía sus colores. pasó con su suegra y, quizás por pura maldad, repetirá lo Dinora, con la mandíbula trabada, lanza otro golpe cuanque pasó con Dimas, sin consejo de ningún abogado ni do se acerca su suegra. Los niños de la bici se van cuando de su mamá, como lo vivió un día antes de Navidad. escuchan la sirena de la patrulla. Las mujeres estiran la Dinora vuelve a sonreír al ver por el retrovisor a su suebolsa y se lanzan puñetazos hasta quedar tranzadas por gra esposada en la caja de la camioneta, con la cabeza los cabellos, pintadas de rojo y azul. Regina empieza a gacha, como un animal listo para ser sacrificado, como llorar. las gallinas y palomas que ofrendan los clientes para que Dos oficiales las separan. “Esta bruja quiere meterse a mi la señora Wazowski les haga una chinga. casa y le sacó el aire a las llantas de mi carro”, grita la Regina balbucea. Si ese intento de lenguaje pudiera forsuegra palpando la bolsa. “No sea mentirosa, vieja culemar una oración, de seguro pediría por su padre, piensa ra, esta es mi casa”, responde Dinora. “Me quiere robar”. Dinora y recuerda lo que le dijo su mamá, la señora “Es mi dinero, culera”. “Pinche bruja”. “Ratera”. Los griWazowski, cuando estaba embarazada y Dimas la dejó tos se ahogan como en un resumidero. por otra mujer: “voy a hacer que ese hombre regrese Dinora pide que la dejen ir por su bebé y les explica que vivo o muerto”. Entonces entiende que el cheque, ahora la suegra se metió a la casa para robar un cheque por en un sobre, se disolverá en fianzas como los dulces deochenta mil pesos a nombre de Dimas Meléndez García, vorados por Elegguá y la sangre absorbida por la tierra su esposo, el güero que la semana pasada se llevaron al donde juega el santo niño. bote los mismos oficiales. “¡No es tu dinero, pinche bruja, es lo que nos dejó mi esposo, y tú lo mataste!”, grita la mamá de Dimas que va rumbo a Dinora hasta que un policía la detiene; le pide calma y que abra la bolsa. Ella reniega. El señor de los elotes pasa en su triciclo haciendo sonar la corneta, los niños de las bicis lo detienen cerca de la patrulla. La suegra mira a la gente que sale a comprar elotes en vaso o enteros, luego saca el cheque y se lo entrega a un “¡No es tu dinero, pinche bruja, es lo oficial. El otro escolta a Dinora, que ya carga y arrulla a la bebé, “no tenque nos dejó mi esposo, y tú lo gas miedo”, le dice. mataste!”, grita la mamá de Dimas “Nos va a tener que acompañar, señora”, dice el oficial con el cheque va rumbo a Dinora hasta que un que en la mano. “Si es que aquí la señora afectada quiere levantar policía la detiene cargos”, interviene el otro policía. Dinora acaricia los cachetes suaves de Regina, mira de nuevo los ojos como los de Dimas, grandes, verdes, pero sin veneno, piensa. Dinora sonríe cuando un policía le coloca las esposas a la mamá de Dimas, y ve que tiene un par de uñas de acrílico rotas y el resto de color rojo con brillitos que simulan copos de nieve. Sabe lo que sigue después de que las Nazul Aramayo (Torreón, Coahuila). Reportero en el suban a la patrulla, ella delante con Regina y la suegra en periódico Vanguardia (Saltillo) y autor de los libros Cantinas que merecen ser amadas y personas que no, la caja con un policía: las llevarán a los separos de la CoLa Monalilia y sus estrellas colombianas y Eros lón, Dinora tendrá que explicar lo que pasó, encerrarán a díler. Ganador del XXIX Concurso Literario Nacional “Magdalena Mondragón”. @erosdiler la suegra, luego Dinora irá al Centro de Empoderamiento de la Mujer donde volverá a contar el altercado, al día siguiente tendrá que regresar, sola, para ver a un médico y a una psicóloga a quien le platicará, otra vez, lo que

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a Fina, el antro after party a la orilla de la playa, está a reventar a las dos de la mañana: Meseros y cocineros de los restaurantes del puerto, empleados de los cines, los invitados a las bodas del fin de semana, los surfos ya bien pachecos y medio pedos, las mamas buchonas, las fresas y las arrimadas. Las nadie y las poquito. Hace su entrada, como todos los fines de semana, Doña Alda. Nunca he sabido de dónde viene a las dos de la mañana, pero siempre llega puntual, sola y el celular apretado en la mano. —Doña Alda, ya le íbamos a poner falta esta noche. Se le extraña tanto como un eclipse; ¿Cuándo fue el último? Yo aún no nacía. —Ay, cabrón, si para mí es como venir a misa. —¿Lo de siempre? —Claro, dame una paloma, pero dámela como a mí me gusta. —Don Julio, claro. El Mao, mezcla house pasado de moda, muy al estilo del siglo pasado. Alda entra al baño. —Mija ¿Me trajiste lo que te pedi? —Sí, claro, de la blanquita que le gusta, para que se ponga un buen talcazo y sea la primera de la fila. —Ay corazón de mi vida, por eso te quiero tanto. Este es el único amor que vale. —Ya se la sabe —¿Traes pastillitas buena onda? Dame una. Tengo ganas de bailar. —Esta la regalo yo. Por tratarse de una buena clienta y porque sí... —Hermosa. Doña Alda se ha colocado delante del dj, baila como si el espíritu de una veinteañera la poseyera. Las veinteañeras no dan tantos problemas como su maldito espíritu. —Jessica, la que está bailando, esa ¿es tu mamá? —Chingada madre, ya se entachó. —Neta —Llévame a mi casa; Miguel —Qué loca se pone tu Jefa —Ya valió madre *Fragmento de la novela Jet Set Tropical (Editorial Moho)

Constanza Rojas (Mazatlán, Sinaloa). Autora de los libros Jamaica 69, Las monas bichis, Malaleche y Jet Set Tropical (Moho). Ha escrito para las revistas Moho, Generación, La Mosca en la Pared, Clarimonda, Picnic y Nexos.

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lovía por la tarde, tenía que pasar por mi hijo a la casa de su madre, me educaron en una familia disfuncional y me sembraron la semilla de la avería desde pequeño, por eso, en el primer instante, a la primer oportunidad, me alejé de toda aspiración de hogar unido, de familia nuclear como los gringos, de hojuelas de maíz por las mañanas, café y tostadas, de cine digital en la pantalla LED, de barbacoas en el jardín, de sexo marital, de limonadas, ensaladas, verduras y el peso vigilado, mi propio peso, el adiós al alcohol y la vida nocturna y el advenimiento de la rutina, la vil rutina, el veneno de las parejas. Quebré, yo necesitaba sentarme 24/7 en un banquillo a escribir insolencias frente al monitor, y lo logré, pero sigo extrañando a mi hijo. Era domingo y como todos los domingos, me disponía a salir con mi hijo, correr por el parque, visitar todas las jugueterías posibles, comer helado, ver una película en el cine, ir a los juegos mecánicos; pero recordé el partido, e intuí también, ¿qué putas puede interesarle un partido de futbol a un niño de tres años? Once jugadores que corren detrás de una pelota para tratar de meterla en un arco, como diría Borges, algo absurdo, pueril, una calamidad estúpida que apasiona a la gente, algo completamente ridículo. Aún así, decidí llevarlo a ver el partido, sacrificar su día de adrenalina, azúcar y regalos para ver a esos hombrecillos sudar la gota gorda, con una Copa como trofeo incrustado en la mente, con la fe sorda, la esperanza del hombre contemporáneo. Alexandrei salió con un disfraz de Woody, el vaquero de Toy Story, que al parecer, no se había querido quitar en días, lo cual me causó mucha ternura, en casa era yo quien le cumplía todos esos gustos, no sé cómo sea en la residencia de mis suegros, de seguro lo amedrentarán como a un adulto, pelearan frente a él o lo pondrán en mi contra. No me importa, porque cuando lo veo a él, cuando lo miro a los ojos, veo amor puro, ¿les importa la cursilería? Pues cuando yo hablo acerca de mi hijo no me importa ser almidonado, como no le importó al macuco de Cortazar cuando describió al bebé Rocamadour. Cuando yo veo a mi hijo veo lazos, amistad, una amistad que ni el lado oscuro de George Lucas podrá deshacer. Fuimos a la juguetería, le compré ese carromato de Mr. Bean que me había estado pidiendo y un helado de esferas verdades, VERDES, “las dos”, como él decía, cuando la chica del mostrador le pedía elegir otro color, y así, con el Woody comiendo helado y jugando al Mr. Bean, me dirigí al Pub más cercano, el Wellman's Pub & Rooftop, un sport bar muy chulo en Ingersoll Ave, aquí, en Des Moines, Iowa. Se estaba dando el silbatazo inicial, ___________________________ 26 — Clarimonda - Nueva Época

pedí un hot dog descomunal para mí, y patatas fritas para Alexandrei, quien ya traveseaba en la espaciosa mesa sin hacerle caso omiso al televisor. Me sentí bien, al parecer y con un poco de tolerancia a las locuciones del pequeño, podría disfrutar a mis anchas del partido. Argentina quiso sorprender a los 17 segundos con un disparo lejano de Éver Banega que pasó cerquita del arco de Claudio Bravo, pero que no causó peligro alguno para el arquero del Barcelona. Las opciones fueron más claras para los argentinos, con tiro de Messi en cobro de falta, un remate de Nicolás Otamendi que pasó cerca. Sin embargo, la falla significativa vino de las zancas de Gonzalo Higuaín, “Pipita” se enfiló al área sin marca ante una mala salida de Chile, se enfrentó a Bravo y bombeó apenitas, pero se fue desviado. Al minuto 28 expulsó por doble amarilla al chileno Marcelo Díaz, en una segunda tarjeta enérgica por obstruir a Messi. Con un hombre menos, Chile ajustó y se vio mejor, y no predominado que Argentina. Marcos Rojos fue desterrado con roja directa por una barrida por detrás sobre Vidal, misma que fue al balón sin tocar al chileno, así se iban al desahogo con un paralelismo borgiano de jugadores expulsados. En el medio tiempo, Alexandrei seguía retozando con el pequeño automóvil de Rowan Atkinson, y comía patatas fritas aderezadas con nieve de pistache, todo bien, me hice un par de fotos con él para el Instagram y pedí más cerveza; realmente lo estaba pasando bien, hasta que me vino el dilema: yo no le iba a ningún equipo con seguridad, Messi me parecía una buena persona y a Vidal lo descartaba por feo y borrachín, por sus autos deportivos y por su novia tan guay, pensé en las cosas que me gustaban de ambas naciones, que no son pocas, en el caso de Argentina la lista podría ser perpetua: Charly García, Fito Páez, El Flaco Luis Alberto Espineta, Illya Kuryaki and the Valderramas, Celeste Cid, Rey Azúcar de Los Fabulosos Cadillacs, Carlos Gardel, Ástor Piazzola, Claudio Segovia, la milonga, el triunfo y el malambo, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Oscar Palavecino, Litto Nebbia, Indio Solari, Sandro, María Elena Walsh, Les Luthiers y obviamente, pero OBVIAMENTE: Ricardo Darín y Armando Bo, ¡oh sí, Armando Bo!, además de Fernando Noy, Rodrigo Fresan y papá Rodolfo Fogwill, Flema, Dos Minutos, Nazareno Cruz y el Lobo, Nueve reinas, La guerra gaucha, Aílín salas (que no es argentina, pero como si lo fuera), Nahuel Pérez Biscayart, Guillermo Vadalá, la cerveza Quilmes y las empanadas. En cambio, con Chile mis gustos son más refinados, van desde:


Camila Vallejo ¡oh sí!, Pedro Piedra, Javiera Mena, ¡oh de Chile he mamado toda la vida, soy en estas dos naciosí!, Los Tres, Los Prisioneros, ¡indiscutible!, Sebastián Silnes, me hice a partir de su cultura, su música, sus mujeva, Roberto Bolaño (pésele a quien le pese), Víctor Jara, res, su política, su cine, su todo. No quiero ser hincha a Violeta Parra, Los Ángeles Negros, La sonora de Tommy nadie, y no quiero volver a estar en esta situación, canRey, Claudio Arrau, Rosita Renard, mi padre Pablo de tando los goles de ambos equipos, llorando al final con Rokha, Nicanor Parra y axiomáticamente Gonzalo Rojas y Messi, y festejando por el pobrecillo niño que fue Vidal su poema Carbón, José Donoso, Jorge Edwards, Luis Sealgún día. No quiero que Vida, me vuelas a poner en una púlveda, Pablo Larrain, los mapuches y casi todas sus situación como ésta, pues primero, haces que traslade a mujeres, corrijo, todas sus mujeres son hermosas. mi hijo de tres años a un bar sólo para poder ver el fuEn la segunda parte, fue Chile quien disfrutó más el bacho, después, enfrentas a mis dos amores perpetuos, ¡la lón y sorteó una que otra ocasión de peligro, pero sin vidorria apesta! y lo sabes bien, óyeme, que a ti te estoy mucho daño, su primer intento sensato se dio al minuto hablando, no quiero volver a pasar por algo similar. 50 con un disparo de Vargas que se fue para Marte. ArMessi llora tumbado en un banquillo, y nunca en mi vida gentina siguió con las mejores opciones de gol, pero ninlo vi más desencajado, lloraba La Pulga y algo en mi integuna con desprendida rior se desmoronaba, mi congruencia, todas las hijo no sabía qué estaba tentativas se fueron al pasando, yo sollozaba y tablado, el de Gonzalo No quiero ser hincha a nadie, y no me llevaba a la boca un Higuaín o Sergio Agüepedazo de salchicha, un quiero volver a estar en esta ro, quien ingresaría en trago amargo de cervelugar del “Pipita”. Lo za. Alexandre comenzó a situación, cantando los goles de recuerdo porque Alegimotear también, nos xandrei no dejaba de abrazamos, veíamos a ambos equipos, llorando al final... repetir su mote, Pi-pi-ta. Messi, gemíamos, claCon mábamos, el mesero vio un Messi totalmente lo nuestro como una fiscalizado por emperadores romanos disfrazados de chimuestra de cariño, nos regaló un pastelillo de chocolate lenos incautos, El Martino sacó a Di María para darle que decía: “a un papá ejemplar”, y yo pensaba en Messi, unos minutitos a Kranevitter, y tratar de controlar así, el la verdadera persona ejemplar en este mundo, yo traje a mediocampo. Del lado de La Roja, Juan Antonio Pizzi saun bar a un niño de escasa edad para ver un partido de có a un ya zombie Fuenzalida, para que un tal Edson fútbol, tú perdiste una final, el verdadero ser humano Puch, (nuevo jugador de Necaxa), tuviera unos instantes con todas sus virtudes y defectos, con tus triunfos y dede fama. rrotas, las que llevas tatuadas en tu corazón, en tu brazo; Sergio Romero contuvo en sus manos un remate de mi hijo, Messi y yo alzamos la vista hacia arriba, el dedo Eduardo Vargas dentro del área. Claudio Bravo voló para índice, hacia Dios, hacia la abuela, ¡vieja, esta también va evitar que un cabezazo de Sergio Agüero se colara en el por ti! Recordé entonces aquellas palabras de Zidane: marco chileno. Ya para la segunda parte de los suple“No quiero ser una estrella, prefiero ser un ejemplo para mentarios, el juego fue de ida y vuelta pero sin ideas. En los niños.” ¡Fuck You Zidane!, ¡Salve Messi! Comimos el la serie de penales, la narrativa no empezó como quisiepastel. ran ambas selecciones, Arturo Vidal falló como un niñato, Lionel Messi, ¡increíble!, como un aficionado, lo demás es historia, crónicas para que los comentaristas de deportes hagan política sucia, es pitanza para los roedoMixar López (Zihuatanejo, Guerrero). Narrador, res, tema de villamelones, grasa para la gordura del anticronista y periodista musical. Colaborador en revistas como Marvin, Cáñamo, Yaconic, Noisey (Vice), Nexos, futbol. Chicago Tribune, LA Times. Vive en Des Moines, Iowa. Estaba tan confundido al final, ambas naciones son refeAutor del libro Prosopopeya: La voz del encierro. rente primordial de mi persona, de lo que soy, pues de México sólo me gusta Velarde y mi hijo. De Argentina y

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J

amás pensó en la importancia de la belleza del rostro, hasta que sintió un ardor en su cara que creyó la iba a matar. El infierno comenzó en el ojo izquierdo, pasó por la nariz y parte de las mejillas sin encontrar alguna salida, solo la idea de la muerte. Ya no veía de un ojo, el otro apenas era testigo de cómo ella caía al piso con el hervor del miedo y el ácido en su cara. Ni siquiera pensaba en el porqué, solo en morir. Todo fue en segundos. El rostro de Diana sucumbía ante la presencia del líquido. Nada podía hacer, apenas y gritar, después de escuchar al hombre con el que vivió seis meses, tras arrojarle lo que la pondría en desgracia: —Si no vas a estar conmigo, no estarás con nadie. No había hacia donde correr. Temió que le echara más acido y como pudo se levantó. Sacó las llaves de su bolsa para abrir el portón y fue inútil. Los trozos de metal se derritieron como su esperanza de llevar una vida normal o —al menos tolerable—. El químico robaba su belleza y de paso parte de la vista. Intentó cubrir su rostro, pero temía que sus manos se lastimaran. El ácido construía una nueva piel que espantaría a muchos, hasta a sí misma y todo por estar en el lugar y momento equivocado, aceptar ver a su antiguo amor con la ingenua esperanza de reconciliarse o al menos, esa era la coartada de su victimario. Con discreción, él volteaba hacia los lados, verificaba el progreso de su obra hasta que huyó dando unos pasos largos. Corrió lo más lejos que pudo, alcanzó a ver de reojo que una mujer se acercaba. —¡Ay me duele! ¡Me arde! ¡Me quiero morir! ¡Ay! — gritó la mujer. Quien se acercaba era la vecina de la mujer, ella corrió a ayudarle y la pasó a su casa. Siguió su instinto. Lo primero que hizo fue abrir la manguera a toda presión y le aventó mucha agua. La cara le ardió horrible, sintió como si le hubieran lanzado fuego en su rostro, la envolvió en una sábana y la llevó al hospital. La pesadilla continuó. La atendieron de emergencia y comenzaron los lavados quirúrgicos. Ahí se dio cuenta de que estaba terriblemente mal, de que la herida iba más allá de los ardores del rostro. Atentado a su alma. La televisión anunció la noticia sin rodeos. Mujer fue atacada por un hombre con ácido en la Ciudad de México a la altura de la colonia Roma. El autor del crimen desapareció y las autoridades no han dado con él. El motivo se desconoce, ¿Por qué alguien le lanzaría acido a una mujer? Nadie tiene derecho a intervenir de forma violenta en tu vida. Nada justifica la violencia de género. ¡Ni una más! Dijo la conductora de noticias, a modo de protesta tras informar de la injusticia cometida a la mujer. El ácido se llevó lo que apenas ella consideraba parte de su esencia, la cara con la que enfrentaba al mundo, pero también el rostro con el que la identificaba la gente, ese que aquel supuesto amor le incendió trampa y lo hizo huir inmediatamente. Tras el ataque, el lavado quirúrgico y cierto reposo, logró mirarse al espejo. No creía lo que veía. En ese momento deseó aferrarse a la muerte. No aceptó lo que vio. Bastó mirarse unos minutos para empezar a reconocerse, aunque no le gustara y recordara cómo le habían deformado el rostro, al grado de sentir que nunca volvería a ser la misma. Tenía la sensación

de ser un monstruo con dudas: ¿por qué a mí? ¿por qué no acabó conmigo? ¿por qué me dejo así? Se preguntó varias veces, mientras se miraba y lloraba sin poder detenerse. Su cara tenía otra textura, rugosa. Al mirar su piel, daba la sensación de formar arrugas y algunas manchas por adelantado. Su nariz parecía inclinarse más hacia un lado, apenas podía percibir los olores y solo podía ver con un ojo. El otro estaba prácticamente cerrado, a punto de perder el parpado, aunque en el resto de su cara aún le colgaban delgados trozos de piel. Como parte del proceso para la reconstrucción de su cara, la engraparon, cosieron y le colocaron injertos de piel. A pesar de eso, su rostro deforme parecía un rompecabezas que a simple vista podía asustar a cualquiera. Diana apenas y comprendía lo que pasaba. Sentía una mezcla de miedo, coraje, desconcierto y tristeza. Ni siquiera buscaba venganza, solo recuperar esos bríos de libertad que apenas comenzaba a experimentar, tras dejar al autor intelectual de su desgracia, luego del hallazgo de infidelidad y una cuarta oportunidad que apenas llegó para poner fin a su relación. Él la había engañado con una compañera de trabajo. Diana quería darle una sorpresa y los sorprendió uniendo sus carnes mientras estaban de pie en la bodega del supermercado. En el momento no dijo nada, hasta después que volvieron a estallar las tensiones, él la golpeó con rotunda fuerza y la insultó. Según él no tenía derecho a reclamarle. No era la primera vez. Ella lo corrió, aventó su ropa afuera de la casa y le dijo que se fuera muy muy lejos a donde no supiera de él, aunque por dentro Diana sufría porque con él experimentó una entrega completa de su parte. Así ocurrió varias veces. A pesar de que intentaba hacerse la razonable, antes del atentado, no se daba cuenta que eso fue un eterno retorno hasta que ella quisiera y que el lanzamiento de ácido marcaría el rumbo de su existencia, y le diría que jamás sería la misma hasta que se topó con la presencia de su agresor sin saberlo. Una tarde de jueves, Diana atendía una entrevista que se transmitía por televisión. Él observo cada uno de sus movimientos, como su obra iba modificándose con varias intervenciones quirúrgicas, los gestos de ella finalmente habían cambiado. Él ponía mucha atención a lo que ella le decía a la conductora del programa: —Queremos que este delito tenga castigo, que todas las personas que piensen que van a lastimar con una sustancia química tan dañina va a tener un castigo. Esto no solo lo hago por mí, sino por todas las mujeres que estamos sumidas en la misma circunstancia: en busca de justicia. Luego de escuchar el mensaje, el hombre apagó la televisión y siguió su vida. Se prometió a sí mismo no volver a buscar a Diana. Había cerrado el círculo con ella. Para él el lanzamiento de ácido, fue una manera de despedirse. Alicia González (Tijuana, Baja California). Docente y titiritera del conocimiento. Ha publicado en Sin Embargo.mx, escritorasmexicanas.mx, Erizo Media y el suplemento cultural Identidad, del periódico El Mexicano.

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Love is in the air In the rising of the sun Love is in the air When the day is nearly done… John Paul Young

F

ui a Los Ángeles a convencer a mi exmujer de regresar conmigo y empezar de nuevo. Extrañaba tanto a mis hijos que, estaba dispuesto a trabajar en la pisca de uva y, en la medida de lo posible, dejar de beber. Pero el viaje fue en vano. Ni ella ni mis hijos querían saber de mí. Además, me confesó que estaba enamorada de otro hombre. No tenía a dónde ir. Y en México nadie me esperaba de regreso. Entonces me acordé de mi comadre Nora. Vivía en Texas y desde el bautizo de Lorenita, su hija, no había vuelto a verla. Habían pasado ya más de cinco años. Nora tampoco pasaba por buenos tiempos, mi compadre, Efraín, murió en un tiroteo a manos de la policía texana. La llamé por teléfono. Le expliqué mi situación. Esa misma noche compré un vuelo para San Antonio. Detestaba viajar en avión. No por miedo, sino porque pasaban las semanas, y por corto que fuera el viaje, no lograba recuperarme de mareos y dolores de cabeza. Además, estaba maldito, los pasajeros más cercanos casi siempre eran insoportables. Anhelé que los asientos fueran vacíos. O de ser posible, al costado de una mujer hermosa, el sueño de todo hombre que viaja solo. Para mi suerte, se cumplió lo segundo. La chica con la que compartí los asientos contiguos en las tres horas de vuelo era un monumento encantador. Sus facciones eran suaves. Los ojos rasgados, exóticos, inundados de una intrépida lujuria. Su boca era tan pequeña como una alcancía. Tenía la cintura estrecha y los pechos pequeños, picudos, duros. Parecía inquieta, temerosa. Cuando el avión despegó, la geisha inclinó el cuerpo hacía atrás, se aferró con fuerza al sillón, cerró los ojos y apretó la boca. Luego, de manera inconsciente, puso su mano sobre mi pierna y me apretó. Para intentar calmarla, puse mi mano sobre la suya y la acaricié con ternura. Una vez en el aire, y después de un profundo suspiro, volteó a verme, agradeciéndome con una sonrisa que respondí guiñándole un ojo. Minutos después le pregunté por su nombre, me contestó Kazumi, y lamentó no hablar inglés. Sonreí como idiota y no dije más. Era un mal día para estar trepado arriba de un avión. No paraba de llover. Había turbulencia y era de noche. Intenté dormir, pero fue imposible. El viento arreciaba y el

avión se movía como un papalote. Kazumi, asustada, volvió a cogerme la mano. No me soltó durante otro recorrido. Cuando el peligro pasó, sin soltarme la mano, se quedó dormida. Respiraba titubeante. Gemía débilmente. Parecíamos marido y mujer. Dormida, comenzó a temblar. Me acerqué a ella y le susurré palabras tranquilizadoras. Sentí inexplicablemente compasión sobre ese cuerpo diminuto. De pronto tuve la sensación de que el avión se caía y no sería capaz de sobrevivir a su muerte. No podía soportarlo. Todas las chicas bonitas merecen que uno se ocupe de ellas. Estaba dispuesto a salvarla en medio del océano. Naufragaríamos a alguna isla desierta hasta el fin de nuestros días. Le pediría que me enseñara karate y los misterios de un samurái. Fantaseé comer sushi sobre su vientre liso. ¿Qué podría ser sino el amor el que había llegado de ese modo? Recordé aquella canción melosa y aburrida de John Paul Young, love is in the air y, sin querer, me puse a tararearla. Al despertar, con sus ojos rasgados, color obsidiana, me veía con extrañeza y simpatía, como si yo fuera un animalito en extinción. Me quité el cinturón de seguridad y rodeé mis brazos sobre su espalda. Olía a cítricos. Con la nariz olisqueé su cuello y sus pequeños hombros. El corazón se me salía por la boca. Éramos dos sordomudos cortejando. No hubo ni siquiera el intento de decir palabra alguna. Los pasajeros dormían. Habitaba el quejido profundo, nefasto y constante que produce el motor de un avión. No tenía la menor duda: había encontrado a la mujer ideal. No habría tiempo de enfadarme cuando a mitad de la conversación cambiara de tema, un problema habitual entre las mujeres. A diferencia de los hombres, ellas tienen la capacidad de pensar mil cosas a la vez, un banco de información. Siendo joven tuve la fortuna de andar con chicas hermosas, el problema era que, muchas de ellas, no dejaban de hablar incluso en la intimidad, nunca entendieron que el silencio también es una virtud. A estas alturas de la vida, una mujer silenciosa era la mujer perfecta. Y esa mujer era Kazumi, que seguramente gemía en japonés. Además: ¿de qué podíamos hablar si ni siquiera podíamos? Nos tomaría años entender una lengua en común. Y eso me alegraba. Para el amor no se necesitan palabras cursis ni de ningún tipo. No era necesario saber a qué nos dedicábamos, cuántos años teníamos, de dónde veníamos, cuáles eran nuestros sueños y miedos en la vida. No había momento para la mentira y la exageración.

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Nuestros cuerpos hablaban el lenguaje del amor. Caminaba ligeramente trastornado hacia la salida del A veces, Kazumi ponía su frágil rostro sobre mi pecho, aeropuerto, cuando de pronto volví a ver a Kazumi: comientras que yo le acariciaba su cabello, negro y lacio. rría a la dirección en la que yo me encontraba. Seguro Las erecciones son inevitables por las mañanas y cuando recapacitó, no estaba dispuesta a perderme así de fácil. el amor llega de forma inesperada. En mi celular intenté Pero pasó de largo, como si yo fuera un fantasma. Atrás traducir del español al japonés, “te amo, Kazu, vamos a de mí había un joven atlético, de piel rosada y blanca, coger al baño”, pero allá, en aquel cielo oscuro y turbio, ojos azules y el cabello rubio, que también corría hacia cerquita de Dios, el internet servía para un carajo. ella. Ambos se fundieron en un abrazo largo y eterno. Maldije a todos los dragones que ella adoraba. Caminé hasta la calle. El clima era agradable. Nora, mi Sin embargo, entre más turbulencia había, más unidos comadre, estaba espectacular. Los años y sus chichis reestábamos. Pobre criatura, era como echar un cachorro cién operadas le asentaban de maravilla. Tenía el rostro untado de sangre y arrojarlo al Amazonas. Y no se puede bronceado y un aspecto saludable. Vestía una blusa escodejar un cachorro en un río repleto de pirañas. tada que le descubría el nacimiento de los senos. Llevaba Para su fortuna, yo estaba dispuesto a dar mi vida por el cabello recogido hacia un lado como el día del bautizo. ella. Era un enviado de Buda para protegerla. ¡Que vinieA través de un abrazo sincero, pude vislumbrar sus nalra la lluvia, el viento, los truenos, la turbulencia y el peor gas, firmes como sandias. Olía a hierbas silvestres. La de los peligros! nariz tiene memoria. Nora sabe que para que una mujer Ya no tenía deseos de llegar a ningún lado. no pase desapercibida debe permanecer siempre fiel a Al llegar, seguro estaba que Kazumi se llevaría muy bien su aroma. Caminando detrás de ella, en el estacionacon Nora y mi ahijada, Lorenita. Pasearíamos los cuatro miento, comprobé una cosa: estaba mil veces más buena juntos. Nos iríamos de compras a los outlets de San Marque la pinche japonesa. cos y de Río Grande Valley. Después, ella y yo, volaríamos a Tokio, a Osaka, a Hiroshima, a donde ella me dijera. La imaginé en kimono, descalza, sus pies pequeños y perfectos. RePobre criatura, era como echar un cordé un fragmento leído en alguna parte: cachorro untado de sangre y “el gordito sobresalía, el arrojarlo al Amazonas. Y no se segundo casi tan largo como el primero, y de puede dejar un cachorro en un río ahí en adelante debe bajar en un ángulo perrepleto de pirañas. fecto, sin altas ni bajas, hasta el quinto, que siempre deber ser el menor”. Volví a tener otra erección. Son los pies con los que había soñado. Y es que el hombre anda por el mundo, de pies en pies, hasta que encuentra a esa mujer. La encontré, pero el tiempo era Salvador Munguía (Morelia, Michoacán). Es abogado, nuestro enemigo. Y el destino es avaro y miserable cuanlocutor de radio y narrador. Es parte de la antología do se trata de premios y conquistas. Una voz monótona y Lados B, narrativa de alto riesgo (NitroPress, 2015). Recibió el Premio Nacional de Cuento de Humor Negro aburrida anunció que nuestro destino estaba cerca. Ate“José Ceballos Maldonado”, por el relato “Tos de rrizar significaba el fin. Tísico” (SECUM, 2016). Conforme el avión iba descendiendo, mis lágrimas también. Antes de salir de la aeronave, acercó sus labios para ofrecerme un beso en la boca, rápido y fugaz. Como nuestro amor.

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ye, ¿podrías apagar tu música? —¿Qué? —Que si podrías apagar tu música, por favor. —¿Por qué? —Porque es una medida de seguridad en los aviones, dicen que los apagues durante el despegue. —¿Y tú qué? ¿Eres azafata y viajas de incógnito? —No, fíjate que yo tengo dos razones muy simples. La primera es que no me quiero morir por tu necedad de no obedecer las instrucciones y la segunda es que, si muero, no quiero irme de este mundo oyendo tu rancherita del cuadrante. —¿Mi qué? No son rancheras, es… —Me vale madres. Apaga tu puta música, mamón. Agitada, Eloísa se acomoda en el asiento y respira profundo. Cuando trata de encontrar la verdadera razón de su mal humor, descubre que no son los chicanos que gritan que quieren tequila desde el asiento 32 porque claramente confundieron el avión con la cantina, tampoco son las patadas de la señora del asiento de atrás, ni los codazos del gordo inmenso que viaja junto a ella; no es el hedor que se forma a partir del barniz de uñas, las papitas sabor a queso y los pies sin zapatos de los otros pasajeros. Es todo lo demás: la llamada, su marido, el viaje, su padre, su hermano. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo encontrar el origen de un estambre tan enredado que preferiría cortar a trozos? ¿Cómo no confundirlo con el hilo de ese yoyo que prefirió tirar a la basura cuando era niña? Probablemente, piensa, el momento en el que dejó de percibir los extremos del estambre fue justamente cuando recibió la llamada. —¿Señora Eloísa Fernández? —Sí. ¿Quién habla? —Su servidor y amigo, el comandante Z32 de la región noroeste- musitó una voz ronca. —Si me va a decir que tiene a mi hijo secuestrado, ahórreme la llamada- dijo, como quien no tiene nada que perder. -Soy más estéril que una mula y, aunque quisiera tener una docena de hijos para que estas llamadas me preocuparan, déjeme le digo que ya le falló. Si es para avisarme que tiene a mi marido, lo felicito por haber logrado sacarlo del putero o la cantina y con mucho gusto le digo que se lo quede, pero le advierto que es muy huevón e igual de tragón. —No, señora Eloísa, le hablo por su padre. —¿Mi qué? De ese señor no sé nada, así que si el secuestrado es él, ni se le ocurra pedirme un quinto. La voz al otro lado de la línea guardó un breve silencio. —Su padre ha muerto. Un extraño escalofrío le recorrió el cuerpo. No pudo decir si se trataba de dolor, de alegría, o del choque de ambos. Calló un momento al concentrarse en una infinidad de recuerdos cuyo almacenaje ignoraba por completo. —¿Señora?

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—¿Quién habla? —El comandante Z32 de la región noroeste, su… Eloísa lo interrumpió. —Sí, sí, servidor y amigo, ya oí. Quiero un nombre. —Mi nombre es ése, señora. —Pues no quiero hablar con un pinche número. Pásame a alguien que sí sea alguien y tenga nombre. La larga pausa terminó cuando el conjunto de voces de hombre que se escuchaban en el fondo se transformó en una sola que ella reconoció al instante. —¿Elo? Por su mejilla rodó una lágrima solitaria aun cuando seguía frunciendo el ceño. —Hola, Teo. ¿O no debo decir tu nombre? El hombre al otro lado de la línea no se preocupó por contener la risa. —No, no importa. Estas conversaciones no las oye nadie, no creo que estén espiando tu teléfono. Ni a quién le importe oír cómo te puteas al Jairo, y mi apá nunca habló a tu casa. Ambos estallaron a reír. Las voces de su infancia volvían a los oídos de Eloísa subidas en columpios que eran empujados hasta que lloraba de terror, en subibajas que la dejaban caer, en pasamanos aceitados y en carcajadas chiquitas. —Cómo serás cabrón. Hay cosas que no cambian. Entonces, ¿se murió? Teo suspiró para controlar la agitación de la risa y regresó a su tono solemne. —No, lo mataron. Lo emboscaron. Son unos maricones, lo mataron como perro. —Él, tan angelito. —Ya, Elo. Ya perdónalo. Aunque sea porque está muerto. Eloísa no quiso dar pie a esa conversación. El perdón a su padre, el perdón a todos; aquello que siempre entendió como su propia inmolación, su cooperación obligada. —¿Por qué mandas a tu pinche chofer a que me hable? Habla peor que policía de tránsito. —Pensé que seguías enojada. En una mentira más obvia que piadosa, dijo lacónica: —Mi enojo se acaba de morir. Que lo mataron como perro, dicen. —Ay, carnalita. Sí es cierto que hay cosas que no cambian. Te hablo porque necesito pedirte un favor. —Ajá. —El cadáver de mi apá está en el SEMEFO, pero no sabemos dónde. Hay uno en Los Mochis y uno en Culiacán, necesito que vayas a reconocerlo y a reclamarlo. Con eso de que nunca le entraste al negocio, tú ni has de tener expediente. —¿Y si me quieren usar de chivo? —Ni les interesa, ni les conviene. No quieren mezclar temas, y tú como maestra sindicalizada perteneces a otros enjuagues, y además eres poblana. El pedo no es contigo, era con mi apá y si acaso, conmigo.

—¿Qué hacía tu apá en Sinaloa?


—Nuestro. Quería la plaza, el muy cabrón. Se le hizo fácil y se lanzó a ver si sacaba algo. Tienes que ir ya. Si lo sacan de ahí ya nos chingamos, porque entonces lo habrán reconocido. Yo ya estoy acá en Guasave, en cuanto me digas dónde está, unos compas y yo nos chingamos el cuerpo y le damos sepultura. Ya hasta tiene su capillita preparada en el rancho. Cuando Eloísa colgó el teléfono, se sentó junto a él. Respiró profundo y se tragó el nudo que le obstruía la garganta. Su padre, santa sepultura. Se sacó de la blusa el crucifijo que le colgaba del cuello y lo apretó con fuerza. —Que se pudra- murmuró entre dientes mientras el nudo deglutido se convertía en una profunda náusea. De la despensa de la cocina tomó una botella de tequila y le dio un trago que se convirtió en arcada. El recuerdo de su boda regresó tan vívido que volvió, como aquel día, a encerrarse en el baño. Su padre tocaba la puerta y le decía bajito que no se enojara, que Jairo era un buen muchacho y que la trataría como reina, que pedirla a cambio de la plaza de Reinosa y una feria para mantenerla era un acto de amor, como de príncipe de película. Él, según decía, le enviaría dinero hasta que se establecieran, Jairo ya no quería estar en el negocio porque quería ser un hombre de bien y trabajar duro, formar una familia junto a su esposa, su Eloísa. Hasta en el recuerdo las aspiraciones de su marido le parecieron un chiste de mal gusto. El llanto se hizo cada vez más cercano al recordar el consejo de su padre la primera vez que ella fue a dar al hospital: —No te pongas brava cuando se le pasan las copitas, mija. Es buen muchacho, pero a veces se impacienta. Tú también tienes tu carácter difícil, pero eres más lista. No caigas en el juego de andarte enojando por otras muchachas. Si él está contigo es porque te quiere a ti, las otras no significan nada. El primer connato de gemido se vio interrumpido por el sonar del teléfono. —¿Elo? —Si no voy a reconocerlo, ¿quién iría? —Yo. La decisión que hasta hacía un instante era evidente, cambió de la más radical de las maneras. —Si me agarran- seguía diciendo Teo- habrá sido en nombre de mi apá. Eloísa suspiró y dejó que su cabeza cayera rendida sobre el muro detrás de ella. —Mándame el boleto, pues. ¿Nada más hay que ir a reconocerlo y avisarte? —Sí. Tú no digas nada. Todavía no se han dado cuenta de quién es el muertito porque está todo desfigurado. Se lo cargaron en Guamuchil, pero no sé a dónde fue a dar. Saliendo del SEMEFO de Culiacán me avisas, si no está, voy yo a sacarlo de Los Mochis. Está en uno de los dos. —Y si está tan desfigurado, ¿cómo lo voy a reconocer? —Ay, Elo. No te hagas pendeja. Es tu papá. Mañana mando a

alguien a que te deje una feria. Que ni la vea el Jairo, porque se la apaña. Te compras un boleto de avión a Culiacán y vas al Oxxo por un celular baratito y una recarga de 30 pesos. No le des a nadie el número. Yo te busco y me lo das a mí. —Nada más lo hago por ti. Espero que lo sepas- dijo, resignada. —Gracias, carnalita, pero también era tu papá. Aunque tiene los ojos abiertos, es una palmada en el hombro lo que la despierta del trance mientras una voz de mujer que le pide enderezar su respaldo la regresa a ubicarse en el asiento. El aterrizaje es para ella más turbulento que para el resto de los pasajeros no sólo porque vuelve a tocar tierra, sino porque recuerda que debe entrar a ese sórdido y sanguinario mundo del que no ha sabido nada durante años y ahora, por si fuera poco, tiene que ir a la Procuraduría a comprobar a qué huelen los oficialmente muertos. Con una pequeña valija en la mano izquierda y su bolso bien sostenido en la derecha, observa desde el taxi la desértica carretera que conduce a Culiacán, ansiosa por saber si es él, por comprobar que efectivamente esté desfigurado. Al llegar a la Procuraduría y preguntar dónde puede buscar a un familiar fallecido, un grupo de Federales se acerca a ella para hostigarla con un sinfín de preguntas. —No sé si es o no mi papá. A eso viene uno aquí, ¿no? ¿Por qué creo que es él? Porque me dijeron que había habido un enfrentamiento en Guamúchil, y mi papá andaba por acá. Había venido a ver a unas personas y debía regresar hace unos días, pero no llegó. Mi mamá está preocupada. —¿A qué se dedica su papá?- cuestiona el Federal, acercándose cada vez más a ella. —Es agricultor. Y no es por nada, oficial, pero es mi derecho buscar a mis muertos. —Uy. Ora hasta abogada salió la señora. Pues pásele. ¿Quiere ver muertos? Allá usted. Yo nada más le digo dos cosas: No se vale quejarse de que no le avisé que va a ver cosas horribles y no se lo puede llevar. —No me quiero llevar a nadie. Nada más quiero llevarle noticias a mi mamá. Al caminar por un eterno pasillo que parece congelarse a cada paso, recuerda a su madre. Siempre ha estado convencida de que su enfermedad fue culpa de su padre. Si dicen que la risa alivia el cáncer, seguro la tristeza lo provoca, suele afirmar cuando le preguntan de qué murió. Aunque no la asesinó, piensa mientras el Federal abre la puerta, la dejó morir así, como si nada, y pudrirse en vida hasta que cupo en un féretro del tamaño de un niño. De pie frente a la sábana que cubre al cuerpo que yace de cara a ella, un mareo nauseabundo le invade el cuerpo. La habitación parece girar a su alrededor, el olor a formol que esconde sin éxito la peste de la sangre seca la transporta a una pollería con el piso clorado. El Federal se sonríe sin pretender la menor

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discreción al tiempo que el forense sostiene los hombros de la pálida mujer. La mirada de Eloísa empieza a recorrer el cuerpo empezando por los pies. A pesar del rigor mortis, el cadáver completamente desnudo se desparrama hasta cubrir la plancha de acero casi en su totalidad. La mano que cuelga del filo la hace recordar el día de su boda, justo el instante en que su padre la entregó. Aquel día le secó las lágrimas antes de entrar a la iglesia y no logró más que dejar impregnado el olor a tabaco en su mejilla. Su padre, el de las manos gruesas y ríspidas, el que la condujo casi a la fuerza hasta el altar al tiempo que le repetía al oído su agradecimiento y su profundo orgullo porque “ella sí entendía lo que era la familia”. Su mano, sus manos. Esas manos que utilizó para darle palmaditas en la espalda cada vez que Jairo la mandó al hospital, pero nunca para mandarlo a él. Eloísa se hace las mismas preguntas de siempre: ¿Por qué jamás le levantó una mano a él? La plaza ya era suya, ¿por qué ella debía aguantar los golpes para que él no faltara a su palabra de honor? ¿Y Teo? ¿Dónde había estado todo ese tiempo? ¿Por qué habían podido hacerle ver su suerte a tantos pero nunca a Jairo?

Al terminar su minucioso análisis de la deformidad, toma la mano del muerto. —¿Puedo? —Si usted quiere. La mano helada le hace pensar que está tocando la plancha de metal. El rígido metal, como el del sartén con el que Jairo la golpeó hasta cansarse porque ella pidió ollas nuevas; gélido y duro, como la mano que pasó su padre por su frente cuando ella apenas recuperaba la conciencia. -Mijita, no puedes ser tan ambiciosa. Lo que tiene Jairo es lo que puede dar… no te le pongas tan exigente. Furiosa, azota la mano inerte contra la plancha. Ya afuera, se sienta en las jardineras frente a la Procuraduría a esperar la llamada de Teófilo mientras un sinfín de ideas e imágenes le revolotean con violencia en la mente: Su padre cubierto de flores, su padre en el cielo acompañando a su madre y enterrado eternamente junto a ella. Su padre, el que regaló a su hija, el que la vendió a cambio de una plaza, el que la hizo una prostituta de por vida. La complicidad de todos, el silencio de una familia que le puso precio. Su padre y su hermano, que siendo tan hombres no la defendieron nunca, que no sólo la vieron tirar su vida al caño, sino que se lo pidieron; ellos, que vivieron todas las comodidades del sacrificio de la Elo; ellos, que le mandaban flores al hospital pero nunca un peso para mantenerse, ni para mantener al haragán de su marido. El celular interrumpe las vehementes alas de la memoria. Es la llamada, la inminente transformación de la víctima en verdugo. —¿Fuiste? —Sí. No es. Seguro está en Los Mochis. Lánzate para allá. Me dijeron que se habían llevado la mayoría de los cuerpos a la procu de allá. —Ya. Gracias, carnalita. Hoy en la noche me lanzo por él. Ahora sí lo vamos a enterrar como se merece. Eloísa besa el crucifijo que le cuelga del cuello. —Sí, que lo entierren como se merece. Reza por él, carnalito, que yo rezaré por ti.

La plaza ya era suya, ¿por qué ella debía aguantar los golpes para que él no faltara a su palabra de honor?

Cuando el Forense comienza a retirar la sábana, Eloísa cierra los ojos. Toma aire y aprieta los dientes con extraordinaria fuerza, como cuando se encerraba en el baño para sumergir la cabeza en una cubeta de agua helada hasta que dejaba de sentir la cara. Al abrirlos, contempla el cuerpo casi amorfo que hacía unos minutos se escondía bajo metros de tela blanca. La voz del Forense le ayuda a quitar los ojos del cadáver. —Fue una balacera muy violenta. Hubo muchos muertos, pero según la edad, éste podría ser su padre. —Ah, pues con éste tengo. No me los vaya a enseñar todos. Sus ojos vuelven al muerto para descubrir que tiene las piernas evidentemente rotas, probablemente lo acribillaron en el piso. A partir de los muslos, es una verdadera carnicería: los incontables hoyos de las balas parecen pequeños lunares, huecos de oscuridad por donde le extrajeron la vida, piensa. Moretones y derrames llenan de color el torso. No logra callar la idea de la extraordinaria similitud con una acuarela de horror mal pintada, como cuando los niños ponen demasiada agua y se mezclan los tonos hasta rebasar las líneas, le dice al Forense. Teo tenía razón, su rostro está completamente desfigurado. Una de sus mejillas ha desaparecido hasta dejar al descubierto un horrendo maxilar sin dientes, los ojos cerrados e hinchados lo hacen parecer un animal ahogado y el resto de la cara simplemente ha desaparecido para dejar al descubierto pedacitos de hueso.

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Ana Fuente (CDMX). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. En 2018 publicó el libro “Chicharrón de oso y algunos cuentos del fracaso. En 2019 obtuvo el Premio Dolores Castro de narrativa por “La ley Campoamor”. Desde hace 10 años radica en Ensenada, BC.



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i mejor amigo se llamaba Membruno. Bueno, en realidad no era el mejor: era el único amigo que tenía. Los dos entramos a la mita del ciclo escolar de segundo de secundaria, porque nos habían corrido de otro colegio. A él por sus calificaciones malas, a mí por verle los calzones a la maestra. Nos encontramos en una escuela distinta: nuevos uniformes, nuevas compañeras y nuevas masturbaciones. Todo un reto llegar al Centro Escolar Licenciado Miguel Alemán, de Cholula, o CELMA como lo conocían todos por sus siglas. Para mí, decirle CELMA a mi escuela era bastante cursi, sin embargo, para mis compañeros era un nombre que les llenaba el pecho de orgullo. Yo fui el primero en grafitear las paredes de los baños, el número uno para los chingadazos, el primero en probar cuadritos de LSD a la salida de la secu, el único valiente en meterse aire comprimido por la nariz y no quedarme en el viaje. El que les ponía apodos a los profesores. Pero Membruno destacó pronto, más rápido que cualquiera, más rápido que yo. Se metió en mis terrenos y comenzó a poner apodos: el lobo, el sapito, el cacotas y una interminable lista de nombres sin justificación, pero que hacía que nos muriéramos de risa en los descansos. Nos burlábamos de todos. Membruno y yo éramos los primeros. El CELMA tenía una tradición espantosa: celebrar todas las fechas cívicas con una ceremonia y honores a la bandera, la cual terminaba con una porra al héroe patrio en turno. La banda de música y la escolta de alumnos que llevaba el lábaro patrio para cantar el himno nacional, era un lugar común cada mes. Después de eso venía, el prefecto de disciplina pedía al micrófono una porra para México. Entonces comenzaba el desmadre porque Membruno y yo organizábamos los gritos para que se escucharan por toda la escuela: “¡A la bio, a la bao, a la bim bom ba: México, México ra, ra, ra!” Y después de gritar el último ra, Membruno continuaba la frase gritando: “¡…ra, ra ráscame los huevos que tengo comezón, ya no me los rasques, ya se me quitó, échate a la cama y bájate el calzón, ábrete de patas, que ahí te va el pelón!”. Las mujeres comenzaron a entrar en mi vida. Con el paso del tiempo me daría cuenta que las de preparatoria serían mi perdición. Lo que más me divertía era sentarme en la banqueta y buscar el contorno de los calzones que se marcaba por encima de sus uniformes. Muy pronto me convertí en un experto descubridor de chones, a ojo de buen cubero sabía cuál de mis compañeras traía tanga o cuál usaba los calzones tan grandes como máscaras de luchador. Mis dotes como catador de taparrabos hicieron que pronto acudieran a mí más de diez niñas para pedirme consejos sobre cuál era la mejor marca de ropa interior. Así, buscando el calzón perfecto, el que también levanta y se

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para, fue como me encontré con Gema, la más guapa del 2º B de la secundaria, y que adornaba sus nalgas bien formadas con calzones cacheteros de algodón. Gema era de las pocas personas a las que Membruno no le había puesto un sobrenombre. Yo hablaba con ella desde que llegábamos a la escuela a las 7 de la mañana porque nos sentábamos juntos en Biología, Química y Español. Después del descanso se transformaba: ni por error me dirigía la palabra pero yo la veía entrar al salón transpirando, amaba ese sudor que resbalaba por sus axilas después de jugar a la corretiza. Gema ya sabía que me gustaba. Yo era feliz de ya no hablarle después de las 11:40, porque en lugar de observar su lengua repetir los números atómicos del Selenio, Paladio y Estroncio, prefería perderme en otra parte de su cuerpo. Siempre en la búsqueda del modelo de calzón que traía puesto: bikini, cachetero, boy-shorts, panti de corte alto… Por mucho tiempo Gema fue la reina de mis chaquetas. En mis sueños húmedos ella llegaba por detrás, me cubría los ojos con sus manos, se reía; después, me tocaba la entrepierna, abría el cierre de mi pantalón para liberarme y en ese punto mi sueño se quedaba en pausa. Membruno también se enamoró de ella… Bueno, en realidad ni se enamoró porque sólo era un pinche caliente. Membruno, el único, el primero en el desmadre, también le simpatizaba a Gema. Mi mejor amigo me había dicho –en mi carota con ojos de perro enamorado– que la acompañaba todas las tardes al salir del CELMA, que le había ofrecido un cuadrito pero que Gema se había negado, y que ella estaba muy preocupada por su salud porque hasta le había dado consejos para dejar eso atrás: eres un niño muy inteligente como para estar metido en esas cosas y bla bla bla no sé qué más –me decía Membruno– mientras escupía a cada rato después de terminar un par de oraciones. No le puse atención porque había unos pajaritos sobre los cables de luz y sacaban chispas azul cobalto y verde esmeralda. Les clavé la vista. Membruno se había perdido en el viaje de colores y lo único que Gema pudo apreciar fue su risa de idiota cuando los pájaros se achicharraban porque los cables de luz estaban pelados. Aun así, Gema estaba enamorada de Membruno. Eso decía él. De eso me convenció. Gema tendría que decidir entre uno de los dos, sólo había oportunidad para escoger a uno de nosotros. El momento decisivo era en la fiesta de Halloween. La secundaria se llenaría de Gokús, vaqueros, astronautas y piratas, sin olvidar a los Jedis, supermanes y guasones que harían que Heath Ledger suplicara que no lo hicieran regresar de su tumba de tan bonito que se pintarían la boca con maquillaje barato. Los malos delineados harían de los guasones un ejército de zombies más que de enemigos del hombre murciélago. Esa fiesta era lo que todos esperábamos para ponernos románticos. La oportunidad para apantallar a media escuela con tu disfraz y por la pareja con la que llegaras.


Por supuesto yo quería invitar a Gema y pasar una de las mejores tardes de la secundaria: ella entraría de mi brazo disfrazada de la Mujer Maravilla, calzón azul y pechera roja, lazo de oro del lado derecho. Yo iría con mi disfraz de taza de baño. Había puesto mucho empeño para que pareciera de lo más real: eran dos cajas, una de huevo forrada con papel blanco que simularía el depósito de agua y una más pequeña con un hoyo en medio cubierto con celofán azul para que pareciera el vital líquido. Vital líquido, así le decían los señores que salían en la televisión dando las noticias que mi abuelito veía mientras dormitaba en el sillón. También le había instalado bocinas a mi disfraz para que se escuchara el sonido del glup glup glup splash cuando le jalaban a la palanca. Gema entraría del brazo de una taza de baño, pasaríamos a la historia como una de las parejas más felices de la escuela. Gema y yo seríamos como la Bella y la Bestia, claro que si alguien se atrevía a llamarla Bestia delante de mí, se quedaría sin dientes. Pero mis sueños fueron unos y los planes de Gema fueron otros. Ella me dijo que Membruno la había invitado primero. Hablé con él para tratar de persuadirlo de que no fuera con ella, pero fue inútil. Me contó que tenían una cita formal donde seguramente habría desde los clásicos arrumacos en lo oscurito hasta... hasta… no me dijo hasta dónde porque él tampoco sabía hasta dónde iban a llegar, y porque además nunca había estado con una mujer a solas. Membruno no sabía besar. Cuando escuchaba la palabra “penetración” se imaginaba que tenía que meterle la lengua a alguien hasta el fondo de la boca, dar dos vueltas en la garganta y regresar al exterior con el chicle de la susodicha en señal del acto consumado.

Me armé de valor para hablar cara a cara con Gema, por un momento me olvidé del contorno de sus calzones. El coraje y el miedo hicieron que no tuviera el valor para verla a la cara y entonces le llamé por teléfono. No podía creer que hubiera aceptado la invitación de Membruno. ¡Cómo crees que voy a ir con él! En realidad, voy con mi novio que estudia en la prepa, pero mi papá no lo quiere. Y como conoce muy bien a Membruno, entonces me dio permiso. Ya sabes cómo es Membruno, todo lo toma a juego y no creo que se moleste cuando le diga la verdad. A ti te tengo mucha confianza, me agradas. ¡Es más, tengo algo que confesarte!, si Membruno no hubiera aceptado, tú eras el segundo en la lista. Membruno, el primero, el número uno. Yo siempre fui un niño muy simpático y no le era indiferente a Gema. Ella veía en mí a un amigo, ¡pero qué digo amigo! Veía en mí a un hermano. La tristeza no me permitió seguir hablando. Colgué. Le jalé la palanca a mi disfraz: glup glup glup ¡splash!

Membruno no sabía besar. Cuando escuchaba la palabra “penetración” se imaginaba que tenía que meterle la lengua a alguien hasta el fondo de la boca.

Me sugirió que fuera a mi casa a seguir jugando con mi PSP, y que le abriera paso a los adultos porque yo era un chamaco y él ya era un hombre… como en la canción ‘Botas de charro’ de Vicente Fernández: “y un día me gritaste, me gustan los hombres, me aburren los niños”, aunque su mamá le había contado a todas las vecinas que todavía imprimía su sello personal en los calzones: la rajita de canela, el muy cochino. Membruno iría disfrazado de Thor, ya tenía lista la capa roja y el martillo, que más bien era un cono hecho con periódico, forrado de papel aluminio y dos pelotas de esponja con cinta canela.

Todo el mundo se reunía afuera del CELMA para entrar al baile de Halloween. Los vi llegar. Gema venía con mi único amigo, vestida de Mujer Maravilla. Membruno traía el falso martillo y su cuerpo estaba lo más alejado del dios nórdico del trueno: los brazos flaquitos, flaquitos apenas lo hacían parecer un vendedor de gas. En la puerta ya los esperaba el novio de Gema, el de la prepa. Cuando pasaron junto a mí, Membruno me lanzó una mirada de victoria, pero el hijo de Odín no sabía que su derrotada estaba escrita en su destino. Dejé escapar una ligera sonrisa y me quedé ahí parado, jalando una y otra vez la palanca de mi disfraz. Adentro, el eco de todas las porras del mundo se escuchaba con dedicatoria especial para Membruno: “¡A la bio, a la bao, a la bim bom ba: Membruno, Membruno ra, ra, ra...!”

Óscar Alarcón (Puebla, Puebla 1979). Es autor del libro de cuentos Polimastia; de los libros de entrevistas Veintiuno. Charlas con 20 escritores y Veintitrés y Uno. Charlas con 23 escritoras. Es director de la revista electrónica www.neotraba.com

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odría haber sido adicta a la heroína o al crac. Inyectarse con fervor la autoestima que nunca tuvo y, por segundos, enlazarla a sus venas con deseos de eterna felicidad y juventud. Podría haberse dedicado a bailar en alguno de esos caños inmundos que penden en los bares impropios donde asoman criaturas patéticas de historias más lánguidas que las luces que empalidecen los cuerpos desnudos con el correr de los polvos y de las horas. Podría haberse metido a monja y sublimar en oraciones y plegarias a santos y dioses que no escuchan y cargar en sus espaldas los castigos de un pecado que no eligió cometer. Podría haber terminado interrogada y mirando con lágrimas en los ojos una cámara de seguridad por robar desodorantes en algún supermercado perdido en la ruta que no conduce a ningún lugar. Podría haber tenido que huir de pueblo en pueblo por cortarle, como en la publicidad de un shampoo –”de la raíz a la punta”- la verga a un hombre y colgarla del poste de una plaza. Podría haber llenado la ciudad de pancartas con su rostro anodino de niño rico, con su cara de hombre viejo, con su porte de bastardo adinerado, su sombra de remilgado y prolijo, su espíritu desaliñado, su facha de modelo publicitario, su pinta de pulcro, su aspecto bizarro, plasmando su sensación de extraño y la portación genealógica de familiar cercano. Podría haber rayado las paredes con bronca, asestando un trazo por cada roce no consentido. Y graffitear, para el escándalo de los feligreses de las iglesias cada vez más vacías, la puerta de alguna Catedral: porque los obispos no tienen útero y las monjas no cogen y porque los únicos deseos que arden ahí adentro, los dejan los fieles encendidos en una vela pidiendo trabajo, salud, comida, o con temor un milagro a Santa Rita, “la que te da y después te lo quita”. Podría haber bicurioseado un tiempo y después pelearse con todas las categorías conceptuales de género existentes. Podría haber repetido que “mujer no se nace nada” y luego mandar a Simone de Beauvoir al carajo y después volver a abrazarla entre sus referentes y olvidarse, otra vez, de su defensa de la pedofilia. Podría haberse vuelto loca. Dejar que la declaren demente y reconocer que el poco resto psíquico que le quedaba, se le olvidó la última vez que se ausentó y pasó a ese limbo en el que los muebles, el techo y todo, gravitan alrededor, sin poder sentir más que el movimiento de otro, que no es ni será ella. Podría haber sedado el dolor y llenarse de trabajo, de tareas, de actividades hasta llegar a sentarse a un diván y escuchar que la palabra “workaholic” aparezca con presuntuosidad para reemplazar lo que, originalmente, la hizo llegar a la sesión.

Podría haberse ahogado en alcohol cada noche y convertirse abiertamente en fan de Bukowski -para ser borracha, pero bohemia y con estilo- y olvidar con olor a whisky barato que la sucesión de días y noches se llaman vida y que la noche se hizo para dormir y no para olvidar. Podría llenarse de Platón, de mantras y Prozac para disipar de su mente las pesadillas y limpiar los chacras y airear el alma e insuflar el ying y exudar el yang, para no reventar de furia encolerizada y desquitarse con cualquier cosa mínima, como el llamado telefónico molesto de un vendedor de seguros. Podría abrirse una red social y llenarla de fotos en las que exhiba su humanidad toda, a la espera ansiosa de los likes de la clase de gente que en realidad aborrece, porque le recuerda lo deseable de su estructura y lo poco que habita su cuerpo, aunque a la foto de su culo le agregue una frase feminista de Emma Goldman. Podría formar un grupo secreto, aprender artes marciales y salir a hacer justicia por mano propia cada vez que las instituciones estatales inclinen la balanza, casi como presas de un tic, para el mismo lado. Podría resignarse y aceptar como dado ese cuerpo que, si es gordo será humillado y ridiculizado, si es flaco será criticado, si es “normal” será ninguneado y siempre será visto en virtud de medidas que otros establecieron para ella. Podría intentar con dietas, ejercicios, cremas, costumbres poco saludables, anorexia inducida y ayunos voluntarios no tan voluntarios. Podría despertarse cada mañana con alguien distinto, sin recordar a veces cómo llegó a ese lugar, con esa persona que no recuerda ni tiene pensado recordar. Podría portar un arma, un gas pimienta si es más tímida, nada si es torpe y entonces portar, pero el miedo. Podría desafiar todos los presagios y las cifras y las estadísticas alarmantes y salir cualquier noche, vestida sugerente, y emborracharse y tomar un taxi sola, engañándose con la idea de que nada nunca podrá volver a pasarle. Podría viajar a países diferentes, conocer otras culturas y preguntarse si las mujeres de cada puerto tienen los mismos temores y las mismas precauciones ridículas. Podría intentar entender por qué tanto tiempo no entendió u optar por lo más fácil y barrer los recuerdos difíciles de tragarse con saliva, bajo la alfombra de lo cotidiano. Podría tener que apelar a una percha o tomarse una pastilla que alguien, desconocida conocida de una conocida, le recomendó para enmendar un error que no es persona, aunque la ley intente decirlo. Podría también tener muchos hijos y sentirse feliz con ellos e intentar darles lo que nunca tuvo y quiso tener. Podría reemplazar la fertilidad que todos le demandan, cultivando plantas y

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germinando semillas en todos los rincones de la casa y comportamiento desviado de un outsider buscando límiadoptar gatos y mirar películas y leer novelas que tal vez tes infranqueables para saltárselos y encontrarles lugar alguna vez escriba. Podría romper las ventanas y los vien donde no les da el sol, pero su historia siempre se esdrios de la comisaría donde, cuando la molieron a palos, cribirá en condicional. Porque las pibas nacen crudas y a le preguntaron qué había hecho. Podría. veces son selladas a fuego fuerte –cuando todavía siguen Podría también acaso tener una vida más “normal”. Pocrudas del lado de adentro- y a veces se sirven frías en la dría haber acudido a un colegio bueno, subvencionado y mesa de la morgue y se encajonan para que ya nadie religioso, de esos que se llenan de pequebuces con aspipueda recordarlas. Así que podría. Podrían. ¿Podrán? raciones para sus retoños de ascenso en la escala social. Podría no haber aprendido nada y no tener idea de lo que le está ocurriendo cuando tenga su primera menstruación. Podría ponerse su primer tampón con ayuda de una amiga leyendo el instructivo desde afuera del baño y consultando en Yahoo preguntas si puede quedar embarazada solamente por frotarse o por meterse en una pileta de natación. A lo mejor, podría tenerla clara, y contar con educación sexual y rodearse de amigos y amigas inteligentes que la influyan positivamente. Podría crecer en un buen ambiente, conseguir Porque como en una receta de cocina, las un buen trabajo, desarrollar una capibas que escriben su historia, nacen crudas. rrera. O tener trabajos de mierda y sentirse feliz de todos modos, estiY es la crudeza con la que se encuentran rando el dinero con optimismo. Podría ser consciente y elegir la materdesde que abren los ojos al mundo la que nidad o desestimarla y sentirse realidefine la cantidad exacta de golpes y zada con cosas que usualmente descartan quienes eligen albergar niños cicatrices que puedan su cuerpo. en su vientre. Podría igual equivocarse y encontrarse despierta tantas madrugadas hasta perder la cuenta, preguntándose si puede responderse qué significa “amor”. Podría creer conocerlo y fingir orgasmos para no hacer sentir mal al otro o gozarlos en voz alta y compartirlos con todo el vecindario. Podría despertarse cada día con la misma persona al lado y preguntarse si la conoce. Y tal vez, cierto día podría despertarse con una revelaMartina Kaniuka (Buenos Aires, Argentina). Es ción y abrigar la certeza de que merece ser amada si no socióloga, gestora cultural y redactora en Revista Sudestada. Eva Sueña es su primer libro. es por una otredad, por sí misma. Podría. Actualmente, se encuentra terminando su Podría. Podrían. Así, en condicional. Porque como en una primera novela y otros dos ensayos históricos. receta de cocina, las pibas que escriben su historia, nacen crudas. Y es la crudeza con la que se encuentran desde que abren los ojos al mundo la que define la cantidad exacta de golpes y cicatrices que puedan su cuerpo. Y podrían satisfacer a sus padres y familiares y amigos y novios y novias y amantes con una biografía ejemplar y escribir el final en el mismo lugar, cuestionadas por no haber hecho lo suficiente para estar vivas. Y podrían tener notas académicas altas o prontuarios de muerte y el

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ohn Medina sintió que podía tocar al hombre que miraba a través de la mira telescópica de su rifle Marlin 925. Escuchó un ruido. Volteó a ver su carro, una Bronco con los logotipos U.S. Border Patrol pegados en las puertas. Nada. Volvió a concentrarse en la figura del indocumentado. Supuso que provenía de Puerto Palomas, uno de los cruces habituales de Ciudad Juárez. A pesar de todo admiró el arrojó del inmigrante para dormir el sueño americano. John contempló al individuo. Su barba dispareja. El sombrero de paja roído como una mala broma para cubrirlo del sol. Un paliacate rojo en el cuello. Dos galones de agua, de seguro calientes, en cada mano. Acostado en la tierra árida, John sonrió. Imaginó que el indocumentado pensaba que el desierto frente a él era su único enemigo. Totalmente equivocado. El agente migratorio acarició el gatillo suavemente con el dedo índice. La detonación, magnificada entre los riscos, le impidió oír como las llantas del carro sucumbían al freno mal puesto. John primero sintió la llanta trasera que aplastaba su espalda. Luego la delantera que terminaba por quebrarle la columna. Su grito retumbó entre las paredes de piedra. El auto continuó cinco metros hasta chocar contra un montículo de rocas con un sonido seco. Una nube espesa de polvo se levantó. El alarido puso en alerta a una lagartija que volteó a ambos lados mientras sacaba su lengua bífida. Emprendió la carrera dejando marcas de su cola y sus pequeñas patas en la tierra, que un viento suave borró después. John sintió que todo se cristalizaba de repente, antes de perder el conocimiento. El haz solar salió poco a poco de su funda. Los destellos atravesaron sin compasión las biznagas con flores secas en su parte superior. Las nubes, se colorearon intensamente de naranja y amarillo, efecto que duró unos segundos antes de que amaneciera totalmente en el desierto de Texas. John abrió los ojos. Intentó incorporarse, pero sólo le respondieron las manos y los brazos. Las piernas eran dos extremidades inertes ajenas a las órdenes del cerebro. Apoyó el codo izquierdo. Hizo un esfuerzo y rodó hasta quedar boca arriba. El malestar se centró en la parte media de su cuerpo. Buscó a tientas el celular en uno de los bolsillos del pantalón. No lo localizó. Recordó que lo había dejado sobre el asiento del copiloto del auto después de ver el fondo de pantalla donde aparecía su hija Charlotte. En la imagen, la pequeña de cinco años sostenía un muñeco de peluche de Pluto, que más que abrazarlo parecía asfixiarlo. Sintió la sobrecarga de dolor que subía lentamente por todo su cuerpo hasta hacer explosión en su cerebro. El grito fue de un animal herido.

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Entrecerró los parpados e intentó pensar en algo placentero. John se limpió las lágrimas con la manga del uniforme. Soltó un suspiro. Pensó en que pronto serían las vacaciones de verano y en la promesa que le hizo a su esposa e hija de ir los tres a Disneylandia. Lo tenía todo planeado. Ciento veinte dólares por persona y otros treinta más para no hacer fila en las atracciones. Según sus cálculos, los gastos andarían alrededor de dos mil quinientos dólares, incluyendo gasolina y comidas. Unas verdaderas vacaciones en donde no pasarían estrechez, sólo lujos. Imaginaba pagando la comida más cara en el hotel. Lo que quieran comer la reina y la princesa Charlotte, junto con su corcel Pluto. Y luego apretaría dulcemente la nariz de su hija y ella sonreiría. Mira Charlotte, dicen que los que construyeron el hotel y todo Disneylandia ocultaron muchos Mickey Mouse entre la decoración para que los clientes los busquen, ¿me ayudas a contarlos?, mira ahí está uno, ahí otro, cuatro, veinte, treinta grados centígrados. Observó el reloj: 5:48 de la mañana. Todavía era temprano, pero la temperatura no tardaría en subir hasta alcanzar los cincuenta grados centígrados. Entendió que, para medio día, sin nada de protección, moriría. O tal vez antes, si tenía una hemorragia interna. Jaló todo el aire que pudieron sus pulmones. Después, la oscuridad entró de lleno en su cerebro. Soñó con Charlotte que se acercaba con Pluto jalándolo de una correa. El animal movía sus largas orejas con felicidad y daba pequeños brincos. Daddy, Daddy. Charlotte corrió hasta su encuentro. La nariz negra de Pluto se pegó en el suelo como si intentara reconocer un aroma familiar. Un insecto voló cerca de él. Empezó a ladrar. Tal vez deberías dejar que Pluto corra, Charlotte. La pequeña asintió y soltó el cuero. El perro, contento, se alejó a toda velocidad. John se arrepintió de inmediato cuando recordó que no podría ayudar a su hija a recuperarlo. No con las piernas desmadejadas que tenía. Como si no fueran de él. Charlotte comenzó a llorar. No, no, tranquilízate, de seguro fue a su casa, yo te prometí que te llevaría a Disneylandia, ahí vamos a recobrar a Pluto. Volvió a despertar cuando el dolor se intensificó. Miró el reloj de nuevo. 6:23. La sed se agolpó en la garganta como un animal arisco en su guarida que se negaba a salir. El viento, durante la madrugada fresco, lentamente comenzaba a variar la temperatura. Observó la Bronco. Radio portátil, tres galones de agua, desayuno preparado. Todo un tesoro lo esperaba ahí. Se apoyó en sus codos. Comenzó a arrastrarse. La distancia ya no la medía en pasos, eran surcos que dejaba en la arena caliente


como si estuviera arando su vida. De pronto escuchó un Toca el estribo de la camioneta. Afortunadamente la ruido y se detuvo. Separó todos los sonidos del desierto puerta está abierta. Ese espacio, que antes lo daba de un como le habían enseñado. Volvió a oír. Ahora no tenía salto, ahora es un abismo. No, no voy a morir aquí. La dudas: era el cascabel de una serpiente. voz se escucha ronca. Si Pluto es un perro, ¿qué es TribiAguzó el oído y contó. Eran intervalos de cinco segundos. lín? Tiene miedo que le haga esa pregunta Charlotte Eso significaba que era una víbora adulta, con el veneno cuando crezca un poco más. Lo mejor que se le ocurre es listo para ser inyectado a través de sus colmillos curvos. decirle que le va a comprar muchos peluches de Pluto, John era un intruso en su territorio desértico. Volvió a así, que no piense en Tribilín. sonar. No distinguía exactamente dónde estaba. Sentía Le viene un súbito dolor de cabeza. Pero quisiera que le que la estridencia de los anillos del animal iba y venía de punzaran las piernas que ya no siente. Sabe que están todas partes y de ninguna. Decidió continuar. Avanzó abajo porque las alcanza a ver, pero están lejanas. Si funotros diez centímetros. Calculaba que la camioneta estacionaran podría subir al auto e ir hasta el indocumentado ba a menos de tres metros. Otro esfuerzo. No quería motirado a un kilómetro de ahí. Revisarle el pecho reventarir ahora que era padre de Charlotte y todos lo veían con do por el tiro que le acaba de dar. Quitarle todo el dinero envidia cuando la sosteque trajera. Como lo ha nía entre sus brazos en hecho otras veces con el supermercado. ReSi funcionaran podría subir al auto otros hombres igual a él. cuerda como la observa Y así juntar los dosciene ir hasta el indocumentado tirado a a través de las vitrinas tos dólares que le faltan de los refrigeradores. para completar el viaje. un kilómetro de ahí. Revisarle el Ella, risueña, blanca y Luego iría hasta la caraojos azules. Él, parco, vana afuera de la ciudad pecho reventado por el tiro que le moreno y ojos como con su esposa. Apaga acaba de dar. pozos impenetrables. ese puto cigarro, limpia Ahora sabe que su sana Charlotte y haz la magre no es tan fuerte. leta que nos vamos a Charlotte, Pluto y él, el trío perfecto. Porque su esposa Disneylandia. Sí, voy a cumplir la promesa, he guardado estaba cada vez más lejana, como si le hubiera hecho un dinero durante cinco meses, no preguntes cómo, sólo favor haberlo convertido en padre. El viaje pensaba que haz lo que te digo. Así le voy a decir a esa cabrona. los salvaría como familia, después de todo nada malo La radio hace un crujido y emerge una voz metálica. John puede pasar en Disneylandia. ¿No dicen que es el lugar Medina, John Medina, roger that?, escucha el agente más feliz sobre la tierra? acostado a un lado de la Bronco. La esfera cristalina brilla Siente un sobresalto al escuchar el sonido de las caracointensamente bajo el sol. El dolor empieza a desvanecerlas demasiado cercana. Mira hacia abajo. La serpiente se. Un profundo cansancio entra por sus ojos. Distingue descarga el veneno de sus colmillos en su pantorrilla. Ve la canica. John intenta recuperarla. Asirla con todas las al reptil de reojo. Jura que le sonríe como la serpiente fuerzas que le quedan, pero su brazo derecho se detiene que engañó a Eva y Adán. Esa historia que le contaba su a medio camino. madre antes de acostarse. Busca en su pantalón algo que pueda servirle para defenderse. Encuentra solo unas monedas y una canica. Grande. Transparente. Llena de colores en su interior. La que le regaló su padre antes de morir. La que le dijo que siempre le traería buena suerte. Se la arroja a la víbora. El golpe descontrola al animal. SuelCarlos René Padilla (Agua Prieta, Sonora). Narrador y periodista, autor de los libros Amorcito Corazón, Un día ta la pierna de John. El sonido de los cascabeles desapade estos, Fabiola, No toda la sangre es roja, Los rece despacio con el viento caliente del desierto. No crímenes de Juan Justino y Rodrigo Cobra, entre otros. siente la mordida, pero sabe que el veneno ya circula por Yo soy el Araña fue galardonada con el Premio Nacional de Novela Negra “Una vuelta de Tuerca” 2016. su sangre.

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edro mantuvo las llaves del viejo pick up con el puño apretado, las llevó tras su espalda e insistió en conducir. El cuerpo de Pedro era compacto como un Volkswagen con la cara lisa como un bebé. Su abuelo se acomodó las gafas y le pidió las llaves. Pedro tomó todo el aire que su pecho preadolescente pudo contener y de una sola exhalación le preguntó. “¿Yopuedomanejarelpickupderegresoabuelo?”. El viejo sólo entendió la mitad de la pregunta, pero le era familiar, pues su nieto se la había hecho en otras ocasiones: —¿A-bu-e-lo, pu-e-do, ma-ne-jar? —No hables como niño chiqueado, los chiqueados no manejan. —¿Afabufu-efelofo pufu-efedofo mafanefejafar? —¡Hablé bien niño, si no puede hablar, no puede manejar! —¿Abuelo me dejas manejar una cuadra? El viejo abuelo padecía una enfermedad que volvía sus huesos rígidos y le causaba dolor. Por eso no intentó quitarle a Pedro las llaves del Chevrolet 74, pero su nieto sabía que no debía conservarlas sin autorización. Fue el abuelo quién le enseño que los viejos se respetan, sólo por eso, por ser viejos. Entonces, había un montón de cosas que Pedro respetaba: los Cristos en las paredes y los santos en las veladoras; y a todos esos objetos viejos que los señores viejos atesoran en sus salas y dormitorios, como las figurillas de porcelana o aquella caja secreta de la abuela, esa donde escondía cartas de un antiguo pretendiente, ahí revueltas entre las que el abuelo le escribió cuando eran novios. Cuando Pedro apenas era un bebé sus padres se fueron al cielo. Habló con ellos muchas veces; y en el caso de que sus papás lo escucharan desde arriba, sabrían que el mayor anhelo de su hijo era tener piernas largas para que su abuelo le prestará el pick up. Pedro tenía prisa por crecer. Pero el tiempo además de ser una cosa que se lee en los relojes y en las arrugas de los ancianos, era la razón y causa de los huesos gastados y adoloridos del abuelo, gastados como los restos de una barra de jabón resquebrajada que cumplió con su misión de limpieza. El abuelo pulcro como un gato, siempre bien rasurado, no salía a la calle sin que lo rociara la abuela con su perfume Paco Rabanne. Iban al mercado o las tortillas y el abuelo les cerraba el ojo a las señoritas cajeras, les contaba chistes y ellas le regalaban una sonrisa liviana como las bolsas de plástico donde metían las compras. Desde pequeño, Pedro se dio cuenta que las maquinitas tragamonedas del supermercado confundían a los niños, porque ningún vehículo se conducía girando para todos

lados el volante. Desde pequeño tomó el volante, jugando a conducir, queriendo conducir y fue por esa razón que su abuelo lo llevó en muchas ocasiones a manejar a las afueras de la ciudad a un camino de terracería poco transitado, donde podían equivocarse cuanto quisieran. Sentado en las piernas del viejo manipulaba el volante, el abuelo el freno y el acelerador. Dejaron de conducir en ese lugar cuando le pasaron las llantas por encima a un perro flaco y enfermo. Pedro lloró muchas noches y el abuelo le sobó la cabeza cada vez, le dijo que sus papás en el cielo lo habrían adoptado como mascota. Le explicó que la muerte llega a todos, tal y como también llegó la vida a cada ser viviente y que lo único que ellos podían hacer en adelante era ser más precavidos y seguir conduciendo, porque uno tiene que hacer lo que le guste hacer. La adolescencia se empezó a manifestar en Pedro: un bigote ralo, cambio de voz, pero las piernas no habían crecido lo suficiente para alcanzar los pedales del pick up. En una ocasión Pedro se puso unos viejos zapatos con plataforma de la abuela, y así ganar algo de estatura. El abuelo, entre risas, le preguntó si también le pidió el bolso a la abuela y un labial, para que hiciera juego con sus zapatos. Pedro estiró los labios y mostró los dientes, era una risa nerviosa, una risa chueca, una risa chueca y fea. El abuelo se interesó en el juego y le entregó las llaves del pick up siguiéndole el paso con la vista para no perderse ni una sola de las veces que los zapatones le doblaron los pies. Pedro encendió el Chevrolet 74 y manejó despacio, el abuelo le dijo que acelerara un poco, que el pick up no era el carrusel de la feria y que incluso el carrusel giraba con más velocidad. Pedro se distrajo y la plataforma del zapato se atoró entre los pedales, el pick up se aceleró. Intentó frenar mientras gritaba “estoy atorado abuelo, estoy atorado”, el abuelo tomó el volante y lo llevó hasta una montaña de arena de una casa en construcción. El pick up quedó con el cofre metido en la arena. Pedro se dedicó a palear arena toda la tarde. No paró de sudar. Se alegró de que su castigo sólo fuera regresar la tierra esparcida a su forma original. Miró al cielo para agradecer a sus padres y su mascota canina por cuidar de ellos, en especial del abuelo. Tras el accidente Pedro dejo de insistir, pero al darse cuenta de que ya había crecido un par de centímetros, corrió a decirle a su viejo. El abuelo, le prometió que en su cumpleaños le daría una copia de las llaves del Chevrolet 74, para que hiciera los encargos de la tienda. A

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partir de ahí, Pedro comió religiosamente las verduras Movía los espejos, sintonizaba su estación favorita en la que la abuela le dio en cada comida y colación. Pedro se radio y escuchaba un par de canciones. Luego lo encencolgó del pasamanos como un murciélago, para que sus día y daba unos acelerones. El abuelo se quedaba ahí por piernas se estirarán, pero no aguantó estar volteado de un par de minutos acelerando y desacelerando. Al bajar cabeza. También les pidió a sus amigos de la escuela que le daba unas pequeñas palmadas al cofre mientras la lo jalaran de piernas y brazos, pero sólo consiguió caídas abuela y Pedro lo observaban desde la ventana. y burlas. Tras sus fallidos intentos volteó al cielo todos La abuela sorprendió al abuelo comiendo un trozo de los días y les insistió a sus papás con el asunto de la estacarne. Se disgustó con él pues tenía prohibido comerla. tura. Ella no quiso discutir más con el viejo, por lo que le pidió Pedro continuó creciendo en proporción a la disminución a Pedro que lo llevará a la cita médica. El abuelo se arrede la estatura del abuelo. También ganó peso y musculo. gló y perfumó, creyendo que sí lucia más sano le dejarían Por otro lado, el abuelo empezó a tener más citas clínicas de dar medicamentos. Pedro aspiró el olor a Paco Rabande lo habitual. La abuela le confesó al médico que su esne que tan bien le sentaba a su abuelo que ahora era poso ya había chocado un par de veces, que chocó porchiquito y encorvado como un Volkswagen, pero uno que sus manos adolorirecién lavado aspirado y das no le ayudaron a perfumado. manejar. El doctor le Pedro sabía que el abueprohibió conducir, pero lo estaba triste, que exPedro sabía que el abuelo estaba el abuelo quería condutrañaba conducir el pick cir su Chevrolet 74 de toda su vida, su triste, que extrañaba conducir el pick up siempre y para siempre. Chevrolet 74. Rumbo a Una tarde, a pocas seup de toda su vida, su Chevrolet 74. la cita con el doctor, Pemanas del cumpleaños dro cambió la ruta y se de Pedro, el abuelo lo dirigió a aquel camino invitó a salir a comprar donde su abuelo lo enpan, para que la abuela señó a manejar por pripudiera tomar su café con leche sin azúcar, porque ya mera vez, donde podían equivocarse cuanto quisieran. El tenía suficiente azúcar el pan. Pedro se levantó de un abuelo reconoció el lugar y se le humedecieron los ojos. brinco del sillón y recibió las llaves de mano del abuelo. Recordó cuando era él quien daba lecciones a Pedro. El Pedro lo abrazó, su momento de conducir había llegado, abuelo tomó el volante, sintió cosquillas en el estómago, caminaron juntos y sus pasos fueron tan iguales como su las manos adoloridas le crujieron, pero eso no fue un estatura. problema ante el deseo de volver a conducir y sobre toDespués de cada visita a la clínica el abuelo llegaba con do la emoción de tener a un nieto que hacía por su viejo, pastillas de diferentes colores y tamaños. Le cambiaron lo que antes el abuelo hacía por su nieto. las gafas por unas más gruesas, que él decía que estaban hechas con vidrios antibalas. La abuela le negó ciertos alimentos como la carne, lácteos y la sal. El abuelo comía poco del plato de arroz blanco con calabazas, para luego ir a escondidas por un vaso de leche con galletas. La mesa se llenó de frascos, cajas de medicamento y reZulma Rodríguez (Mexicali, Baja California). Ha cetas del doctor. El abuelo dedicó más tiempo al televicolaborado en revistas digitales como Plástico, El Septentrión y Cinosargo. Está incluida en las sor que antes. Por las tardes se sentaba a acariciar a un antologías Baja Noir, confesiones escritas (Artificios) y gato que se acercaba en busca de comida. Siguió contanVacunas contra la poesía (SCBC). do chistes, pero los decía sin gracia, Pedro sólo se reía para hacerlo sentir mejor. El abuelo, no salía de casa, no se bañaba, ni rasuraba y por primera vez su piel despidió un olor a sucio. Algunas mañanas el abuelo se subió a su Chevrolet 74.

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L

a última vez que vi a Pamela, tenía rastros de haber recibido una golpiza recientemente. Después de más de un año de no verla y su repentina aparición, no quise abrir la conversación con eso. Me intrigaba más que me hubiera contactado para contarme algo que parecía sumamente importante. Nos saludamos con un tendido abrazo. Había cosas que no habían cambiado nada en ella; el aroma de su perfume, las grandes arracadas en sus oídos, su pelo teñido y sus ganas por siempre demostrar afecto aún en medio de la incertidumbre. Conocí a Pamela una noche que decidí llevar a mi amigo Rogelio a recorrer la Zona Norte de la ciudad. Estaba de visita por cuestiones de trabajo y quería despabilarse un poco. Yo tuve cierta reticencia, pues no solía acercarme a esa zona cuando cargaba en mi cartera mis credenciales de periodista. Sin embargo, me animé para cumplir su deseo de conocer esa parte de la que tanto se ha escrito en periódicos, crónicas y una que otra novela. Rogelio estaba entusiasmado de estar en Tijuana con un amigo al que conocía de años. Finalmente iba a poder disfrutar de la vida nocturna acompañado. Antes de que yo decidiera venir a vivir a esta ciudad, él no tenía conocidos por acá y cada que llegaba de visita se limitaba a ir a Las Pulgas, solo porque la cheve es barata y no faltaba que alguna morra o señora lo invitara a bailar. Las luces de neón y una música cumbianchera nos recibieron a la entrada de La Gloria Bar. Lo llevé ahí porque mi entonces novia también me había llevado como primer punto de partida cuando recién llegado me dio un recorrido por la zona. Uno tiende a veces a repetir ciertos patrones por la comodidad que encontramos en ello. Era jueves y no había mucho movimiento en el lugar, además que era temprano. La idea era comenzar ahí y después pasar a otros tugurios y cantinas. En medio de tanta charla, risas y cervezas con Rogelio, las horas nos fueron cayendo encima y también el gusto de reventarnos como solíamos hacerlo cada vez que nos encontrábamos. A un costado de nuestra mesa, dos chicas teiboleras también charlaban sin importarles lo que sucedía a su alrededor. No tenían clientes y eso llamó de inmediato la atención de Rogelio. Me pidió que nos acercáramos para sentarnos con ellas porque una, menudita de piel blanca y pelo teñido de negro, le había agradado. No me opuse, qué más daba, era la noche de mi amigo y había que hacer de su estancia en Tijuana algo agradable. La otra chica resultó ser Pamela, pero se presentó como Ana. Llevaba puesto un vestido negro entallado, unas grandes arracadas y exceso de maquillaje. Apariencia que distaba mucho de la personalidad tímida y cohibida que mostró desde un principio. Sus ojos radiantes captaron mi atención por completo. No se lo dije a mi amigo, pero pensé que por primera vez en la noche había tenido una sugerencia acertada. “¿Bailas?” Le pregunté a la chica. Me dijo que sí y nos fuimos a la pista. Noté el aroma de su perfume cuando nos acercamos para bailar.

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—¿Cuál es tu nombre? —Ana. —No, ¿cuál es tu verdadero nombre? —¡Es Ana! —No me estás entendiendo. —¿Eres policía o qué? Jajaja. —Algo así; digamos que solo me interesa conocer gente. Ana sonrió y luego de una breve pausa me confesó que se llamaba Pamela y que era originaria de Pachuca, Hidalgo. Pero no me soltó más y seguimos bailando. En la mesa, mi amigo Rogelio seguía invitando las cervezas, parecía estarlo pasando bien. Yo seguía con interés de conocer más de Pamela, había algo en ella que había despertado mi curiosidad y quería saberlo. Pero esa noche no sucedió. Nos fuimos del lugar cuando se nos vaciaron los bolsillos. El sábado siguiente regresé al bar, esta vez solo, quería encontrar de nuevo a Pamela. Me senté en la barra y pedí la promoción de dos cervezas Tecate rojas. Ese era el lugar estratégico para observar panorámicamente el lugar e identificar por ahí a mi objetivo. Estaba en medio de una discusión con mi ex novia por WhatsApp, cuando sentí una mano en el hombro. “¡Hola guapo! ¿Me invitas una cerveza?”, me dijo la mujer que se me había acercado. “No, estoy buscando a una chica, se llama Ana, ¿la conoces?”, le contesté. Con un poco de desgano la mujer me dijo que sí y que en un momento le llamaría porque estaba con un cliente. Una hora después, Pamela se acercó a la barra y con sus ojos radiantes y una sonrisa pintada en la cara me dio un abrazo. “¡Regresaste! Qué osadía la tuya, eh, parece que no te quedaste satisfecho”, me dijo al reconocerme y se sentó a mi lado pidiendo una cerveza al bartender. Esa noche no bailamos, estuvimos varias horas en la barra platicando diversas cosas de la vida. Hasta ese momento, no sabía si estaba en verdad interesado en la curiosidad que Pamela me generaba o si realmente era yo el que necesitaba solo de alguien para paliar los problemas de mi relación. Lo supe hasta que le comencé a hablar de mí. Por ese entonces me interesé en realizar un trabajo de investigación sobre la trata de mujeres, me había topado con un reporte que mencionaba que el 83% de las mujeres que se dedican a la prostitución en la Zona Norte son víctimas de este delito, por eso pensé también que ella podría ser una buena fuente de información; pero también tenía problemas en casa y ambas cosas se conjugaron a la perfección. Le prometí que la próxima semana regresaría igual para encontrarnos y me pasó su número de teléfono para que le avisara antes de llegar, así ella me diría cuando estuviera dispuesta para recibirme. El siguiente encuentro también fue en la barra, pero esa ocasión me pidió que nos fuéramos a una mesa para que no me estuvieran cobrando todo lo que ella bebía. Se había ganado mi confianza e interesado en la plática. Ahora era ella quien me quería contar su situación. Pamela llegó a Tijuana cuando tenía 19 años, ahora tenía 25. La trajo uno de sus tíos con la promesa de que cruzarían hacia


Estados Unidos, pero una vez que llegaron, la entregó a un padrote que comenzó a prostituirla con clientes más prominentes. Así duró seis años, tiempo en el que tuvo tres hijos, hasta que un día el padrote no apareció más y logró salir de ese infierno. Ella supo después que a su padrote lo habían asesinado y por un momento se sintió en libertad. Sin embargo, el rechazo que ello le había generado con su familia —siempre la culparon de su situación- y la idea de que era lo único que sabía hacer, la llevaron de nuevo a buscar trabajo en lo mismo y así llegó a La Gloria. ¡Vaya ironía! Pero cuando Pamela llegó a ese lugar puso sus condiciones; nada de prostituirse y solamente ser dama de compañía para clientes borrachos. Los encuentros con Pamela fueron cada vez más constantes. Yo sentía que, por primera vez en varios años, había alguien que me escuchaba y ella igual, incluso me contaba de sus planes y lo que quería hacer con su vida. Tenía pensado juntar dinero suficiente para poder largarse de la ciudad junto con sus tres hijos. Pero no faltaba quien le llegaba con promesas de que la sacarían de ahí con la falsa idea del amor y todo terminaba siendo un fracaso. Me contó que recientemente se había embarcado con un señor que le había ofrecido casa, viajes y toda una vida de placer y satisfacciones fuera de ese lugar. Pero que el sueño se quebró la primera noche que estuvo con él; le recriminó que siguiera en contacto con sus amigos hombres y la terminó golpeando. Incluso mandó romper los cristales de las ventanas de la casa donde ella vivía y eso la aterrorizó. A mitad de semana, mi ex novia me contó que se había dado cuenta que había una persona que constantemente se paseaba por la calle mirando hacia la casa. Este sujeto ya llevaba varios días rondando y eso me puso en alerta. Le dije que no se preocupara, que seguro era algún mirón, pero que estaría al tanto de ello. Lo relacioné con lo que me había contado Pamela y cada noche hacía guardias desde el balcón para tratar de confirmar que alguien rondaba la casa. El día que miré al tipo pensé que realmente estaba en peligro. No solo yo, sino Pamela y mi ex novia también. Le escribí a Pamela para decirle que tenía que contarle algo, pero nunca me contestó los mensajes. El fin de semana fui a buscarla al bar y no la encontré; el bartender me dijo que tenía días que no había ido y temí lo peor. No sabía si contarle la situación a mi ex pareja con la idea de que teníamos que mudarnos o si dejar que las cosas fluyeran pensando que quien rondaba la casa no tenía nada que ver con ello. Nunca le dije nada, dejé de ir al bar, cambié de número de celular y dejé que pasara el tiempo. Más de un año después, revisando mi celular, vi que tenía una solicitud reciente de mensaje en Messenger. Ana era el destinatario. Se me revolvió el estómago cuando supe que era Pamela. «¿Por qué nunca regresaste? Te llamé y dejé varios mensajes. Necesito verte. Tengo algo importante que contarte. Nos vemos el jueves a las 12 de la noche en el Karla’s Place. P.» Era lo que decía el mensaje. Dudé de que no posiblemente no fuera ella, sino alguien usurpando su identidad, pero su firma al final también me daba

certezas. En sus mensajes siempre solía poner una P al final y así yo la había tenido guardada como contacto. Antes de internarme por completo al Karla’s Place, ubicado también en la Zona Norte, eché un vistazo en su interior para cerciorarme de que Pamela estaba ahí. Cuando la identifiqué al fondo, después de la pista de baile, caminé hacia ella. Ya que me acerqué nos saludamos con un tendido abrazo y noté lo de la golpiza en su rostro. Pamela me contó que después de todo el conflicto en el que se había metido hace más de un año, intentó en varias ocasiones alejarse de aquel señor que había mandado romper los cristales de las ventanas de su casa. No dejaba de hostigarla constantemente y la reprimía con amenazas de hacerle algo a ella o a sus hijos. Regresó al bar y cuando la veía ahí la sacaba del mismo y la llevaba a su casa para propinarle tremendas palizas. Días antes de nuestro encuentro, Pamela se cansó de ello y se defendió, asesinó a esta persona. Sabía que tenía que actuar rápido y se dio a la tarea de buscarme porque también pensaba que, si algo le llegaba a pasar, se tenía que saber todo lo que ella había visto. “Eres la única persona en quien confío”, me dijo. Pamela me entregó un sobre con un papel adentro que tenía apuntado un número de teléfono y me pidió que en dos semanas exactas marcara sin hacer preguntas. No hubo tiempo siquiera de contarle qué había pasado todo este tiempo con mi vida. Yo me había separado de mi pareja y había conseguido un mejor trabajo. Antes de despedirnos me dio un abrazo tendido y me agradeció por todo. Las dos semanas llegaron junto con una enorme intranquilidad. Fue hasta la tarde que me decidí a marcar el número que me había dado y la voz del otro lado me pidió vernos en un restaurante de la Plaza Río. Me sorprendió ver que la persona que me esperaba era el bartender de La Gloria Bar. Tenía para mí un folder con fotos, grabaciones y diversa información que involucraba a personas prominentes en la trata de blancas. —Pamela no quería entregarte esto en persona, temía que algo le pasara y no pudiera llegar a tus manos... Quería también estar ella primero en un lugar seguro junto con sus hijos, por eso me lo dejó a mí, así que contrató un coyote y se cruzó pa’l otro lado. Ella está bien. Semanas después salió mi reportaje y se llevó la portada en el semanario en el que había comenzado a trabajar. Mientras revisaba el impreso, repasando parte de la historia que había escrito sobre Pamela, esbocé una sonrisa pensando que finalmente había logrado su objetivo. Me congracié por ella y por sus hijos, aun sabiendo que había encubierto un delito. Así es la vida, pensé, a veces se pagan unas por otras.

Manuel Noctis. Escritor y periodista. Direcpunk de la revista Clarimonda, autor del libro de crónica De grande quiero ser periodista (Atemporia Editorial, 2014), además de editor de Erizo Media y reportero en Glocal Media.

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ILUSTRADORAS E ILUSTRADORES DE CUENTOS En orden de aparición

Pepe Paranoias. Originario de Guadalajara, Jalisco. Es ilustrador, egresado de la licenciatura en Artes Plásticas con orientación a la Pintura por la Universidad de Arte, Arquitectura y Diseño (CUAAD) de la Universidad de Guadalajara. Asukomez (Cecilia Gómez García). Originaria de Tijuana, Baja California. Es ilustradora y diseñadora gráfica, estudió en la UABC Valle de Las Palmas. Actualmente se encarga del diseño en el Museo “El Trompo” y en Glocal Media.

Diana J. Valencia, originaria de Tijuana, Baja California. Realizó su servicio en el Museo El Trompo, donde tuvo la oportunidad de ampliar sus conocimientos. No he tenido la dicha de trabajar en una empresa o algún local establecido, sin embargo, ha sido solicitada para realizar trabajos específicos que requieren de una mano y mente hábil. Lady Orlando. Originaria de Morelia, Michoacán. Realizó la Licenciatura en Artes Visuales en la Escuela Popular de Bellas Artes de la UMSNH. Fue seleccionada por la compañía Moleskine para exponer en la London Book Fair en Londres, Inglaterra. Además, colabora a nivel mundial con Moly_X: An International Moleskine Sketchbook Exchange. Carolina Castañeda. Originaria de Tijuana, Baja California, licenciada en Artes Plásticas por la UABC. Se ha dedicado por más de 20 años a la producción artística, así como a la docencia en artes plásticas. En 2018 publicó la novela gráfica La breve pero significativa lucha de la niña ajolote con la editorial Edelvives. El pasado 2020 ilustró el libro Celulinda y el lobo feroz de la autora argentina Gabriela Alfie. Mapau (Paulina Delgadillo). Originaria de Tijuana. Se graduó en la carrera de Diseño Gráfico en el Cetys Universidad y actualmente es una diseñadora de producción en Ustonish. En su tiempo libre, se dedica a dibujar varios tipos de ilustraciones y practica dibujos donde hay un reto que cumplir como estudiar anatomía y paisajes. Nobrilium (Brianna E. Rentería Escamilla). Originaria de Tijuana, Baja California. Estudió la Licenciatura en Diseño Gráfico en la UABC. Tras su egreso en 2019, se ha dedicado a experimentar en el campo laboral en agencias de diseño y en pequeñas empresas. Actualmente trabaja como diseñadora gráfica en el departamento de Marketing para la empresa tijuanense Minibuu.

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Franco Franco. Nació en Tepic, Nayarit. Estudió la licenciatura en Mercadotecnia en la Universidad Autónoma De Nayarit. Desde hace seis años radica en Tijuana. Su formación como pintor o dibujante ha sido mayormente autodidacta. Actualmente trabaja como cortonista e ilustrador en Glocal Media. Pacheko Uaricha. Originario de Uruapan, Michoacán. Estudió en la Universidad Don Vasco y es ilustrador y tatuador, tiene su propio estudio llamado Papito Calavera. Como músico fue parte de la banda uruapense Uaricha. Wendx (Wendy Torres), nacida y radicada en Tijuana, Baja California. Diseñadora gráfica de profesión, ilustradora y maquillista por pasión. Se gradué en 2015 de la UABC, desde entonces ha trabajado en agencias de publicidad y de forma freelance. Ha participado en exhibiciones colectivas en ICBC Rosarito, Museo Interactivo El Trompo, FusiónArte e ilustró un libro infantil digital titulado Hola Tijuana. Grace (Graciela Palafox Sosa). Nació en Tecate, Baja California. A lo largo de su estancia en este mundo la ilustración ha formado parte de muchos sucesos importantes y etapas como un medio de expresión sin igual, también la considera como un medio de escape a lo cotidiano, al alcance de cualquier persona. Ilustrabina (Sabrina Minerva Arredondo Quiroz). Nació en Tijuana, Baja California. Estudió Diseño Gráfico en la UABC Valle de las Palmas y actualmente trabaja como diseñadora de medios sociales para la agencia llamada Vualaá. Participó en la exposición BazArte, en un local de Tijuana llamado La Boheme, en mayo del año 2019. Yasbeck Cárdenas. Originaria de Tijuana, Baja California. Estudió la carrera de Diseño Gráfico porque desde chica siempre tuvo una inclinación a la expresión artística mediante la ilustración de manera muy abstracta. Se inclina por los diseños visuales con temas abstractos o que representan el lado más oscuro de la naturaleza. Manuel Cabrera. Es originario de Tijuana del merito floriwood, estudiante de Artes Plásticas en UABC. Colaboró con ilustración para la cervecería Labranza, además para los fanzines MOTA Comix e INFAME Zine. Es pintor y dibujante de la frontera y su imaginario.



Ilustración: Urbano Mata


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