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Rozo y Gálvez

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Festival MAS

Festival MAS

Literatura Literatura pólvora y regalos, con catequésis edulcoradas y libros de Dickens, que brillan más en esta época, porque los pobres también merecen los misterios de la fe. En esas estaba yo cuando tocaron la puerta. Eran los vecinos de arriba, con empanadas y gaseosa. Dijeron que por qué no bajaba a la novena, que saliera a compartir. Dije que sí con la mirada fija en las empanadas, con resignación de anciano prematuro y descreído, queriendo llenar de comida la boca y de la vecina las manos. Pero no podía llegar así, como si nada. Si por algo me conocían en este conjunto era por mi fe raquítica y mi hambre enlombrizada. Necesitaba mostrar mi lado más devoto. Busqué en el clóset el librito mal fotocopiado de la Madre María Ignacia —nuestra Hildegard von Bingen, o mejor, Hildegarda de Bogotá— autora del novenario y arquitecta de nuestra bicentenaria tradición católica. Mientras bajaba practiqué los villancicos que pude recordar: el antón tiruliru, el tutaina nosecuanticos. Repasé la oración a San José y los milagros de la tan mentada Margarita del Santísimo Sacramento. No podrían objetar, porque lo había dicho San Juan: toda oveja descarriada vuelve al redil. Llegué cantando con arrobo para no ser el gordo oportunista: Pastores venid, pastores llegad, adorad al Niño, que ha nacido ya. Saludé a los que pude: Cómo le va, vecino. Quedó lindísimo el pesebre, vecina. Sí señora, ya compré la natilla y el traguito. Sí señor, con gusto leo los gozos. Y entre tanto saludo la encontré: la vecina del primer piso, muy contrita y apretadita ella, cantando y emitiendo dos aplausos —el de sus palmas curtidas por el límpido y el de sus nalgas rebotando y royendo la licra tecnicolor—, Vamos, vamos, pastorcitos, vamos, vamos a Belén y sus pecados se lavaban con sus aplausos, pero ni ella, tan pía, cantaba o aplaudía como lo hacía yo. Solo me faltaban el sambenito y el cíngulo para ser el nazareno más indigno. Qué dirían mis amistades: yo, otrora pagano y descreído, ahora tan católico, tan apostólico y romano, tan queriendo destruir mi soledad cosmológica en un diálogo con Dios —y con la Madre María Ignacia (y con la vecina del primer piso)—. Por fin llegó la hora del refrigerio. Los que repartieron se excusaron por «la bobadita» —protocolos clasemedieros— y repartieron las

empanadas. Como no eran panes ni peces, fueron insuficientes. Entonces el vecino panadero fue por un ponqué diminuto, endurecido, inodoro, casi insípido, que partieron en diez pedazos, acompañados de medio vasito de gaseosa. Recibí mi pedazo de ponqué como quien recibe una cachetada. La otra cachetada —hay que ser buen cristiano— vino cuando la vecina del primer piso pasó frente a mí y se rió. —La próxima vez baje más temprano, vecino, para que le den empanada, así también charlamos un rato. Pero mejor que no coma tanto, porque lo veo más gordo. Hasta lueguito. No alcancé a responder; tenía los cachetes inflados de ponqué y gaseosa. Tantas ganas de tener la boca llena de comida y las manos llenas de vecina me hicieron traicionar a los gentiles de Diágoras de Melos, el Barón de Holbach y Liszinski, y todo para ver cómo se acababa la empanada y se alejaba la vecina. Para colmo, mientras me limpiaba las comisuras, el acólito cerró la novena con el villancico más pesaroso del mundo:

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Mamá, hoy me siento muy triste, mamá, el Niño no me quiere

—Ni la vecina del primer piso—.

JC RG j.c.rozo

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