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A medio siglo del despertar por Cris Villarreal Navarro

Fue hace cincuenta años, en junio de 1966, cuando concluí mis estudios de bachillerato en la especialidad de Derecho en la Escuela Preparatoria Núm. 1 de la entonces Universidad de Nuevo León. Esta preparatoria tenía como sede el emblemático edificio del Colegio Civil y entre sus vetustos muros, al igual que simultáneamente en otras escuelas preuniversitarias de la ciudad, se gestó el perfil de toda una generación contestataria en la que me precio de estar incluida.

La configuración del entorno ideológico en que se fue creando la conciencia crítica de mi generación fue muy sutil e inadvertida y en mi caso inició en septiembre de 1964. Tras pasar el examen de admisión, inicié las clases del primer año de bachillerato en el grupo 14, ubicado en el segundo piso del ala sur de este amado edificio. Por esos días, unos compañeros de clase me invitaron a formar parte de la Planilla “Oro”, que buscaba ganar la Mesa directiva de nuestra escuela. Me ofrecieron la posición de secretaria de acción femenil y acepté.

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De pronto me vi envuelta en un torbellino de actividades de proselitismo: hacía distintivos, medallones, brazaletes de papel maché color oro y repartía propaganda. En esa campaña también me inicié como oradora cuando tenía que hablar en los grupos de nuestro programa de trabajo, tarea que abordé balbuceando y con gran dosis de nerviosismo. En esa misma semana en que ganamos la Mesa directiva se celebró la fiesta de mis quince años y recuerdo haber invitado a todos los miembros y simpatizantes de la planilla al evento en el Club Monterrey, por la Colonia “Chepe Vera”.

Había pasado los siete años anteriores en colegios de niñas; primero en el Mexicano: de monjas del Verbo Encarnado y luego ahí enfrente de la Plaza del Colegio Civil, en el castillo del Colegio “Excélsior”, con salesianas. Debido a esto, mi familia se asombró de la inusual cantidad de amistades del sexo masculino que asistió. Para ellos, esta tal vez fue la primera de las muchas sorpresas que vendrían en los años subsecuentes.

En ese mismo mes, Miguel Ángel Capó Arteaga me invitó a formar parte de un círculo de estudios al que asistía una vez por semana en las casas de distintos compañeros. Entré a estudiar el Manifiesto Comunista, Trabajo asalariado y capital, El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, Historia de un proletariado sin cabeza, entre otros textos filosóficos y políticos, y sin darme cuenta empecé a asimilar las herramientas teóricas que me conducirían a interpretar el mundo sobre nuevas bases lúcidas y justicieras.

Fuimos la primera generación que creció con la televisión en casa y en esos días, aunados a la formación ideológica que recibía en el círculo, un sinnúmero de eventos mundiales y diversas fuentes de información me confirmaban la honestidad de la nueva visión de las cosas que adquiría. En esos días vi con los compañeros en el Cine “Juárez” La Batalla de Argel; me enteré por el periódico de la invasión yanqui a la República Dominicana; escuché en el local de la sociedad de alumnos en “el palomar”, los discos de 33 revoluciones con la Primera y la Segunda Declaraciones de la Habana en la voz de Fidel Castro. Supimos del asalto al Cuartel de Madera en Chihuahua. Para leer revistas y otros materiales impresos de los países en donde se construía el socialismo, solíamos visitar el Instituto Mexicano Soviético de Relaciones Culturales que se encontraba por la calle de Escobedo, y que estaba a cargo del dirigente obrero Tomás Cueva. Veíamos en los noticieros las marchas por los derechos civiles en los Estados Unidos. También nos abastecíamos de publicaciones subversivas en la librería del camarada Leoncio, del Partido Comunista, por la calle Cuauhtémoc. Nos emocionaba el compromiso del Che que luchaba en algún lugar de la sierra latinoamericana. Lo mismo nos sublevaba que en Sudáfrica Nelson Mandela hubiera sido condenado a cadena perpetua por su lucha contra el Apartheid.

Al mismo tiempo, las lecturas literarias complementaban el discernimiento de la teoría revolucionaria. El único camino, autobiografía de Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, regalo de mi inolvidable maestro y mentor Horacio Salazar Ortiz, que me conmovió sobremanera. La literatura soviética: La madre, de Gorki, Así se forjó el acero, de Ostrovski, La joven guardia, de Fadeiev, y muchas novelas más abonaron la nueva moral socialista en los jóvenes que estuvimos expuestos a las mismas experiencias. Todo coincidía, y también conducía a la toma de partido por ese generoso, iluminado porvenir que culminaría en la creación del hombre nuevo. Fue así que tras la etapa del círculo de estudios, fui invitada a ser militante espartaquista.

El Movimiento Espartaquista Revolucionario (MER) era una organización con fundamentación marxista-leninista y el dirigente e ideólogo principal era Severo Iglesias, en ese entonces estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras. El objetivo de esta organización socialista era la construcción del partido de la clase obrera en contraposición al existente Partido Comunista, que según los principios del MER nunca había fungido como el verdadero partido vanguardia del proletariado mexicano.

El MER era una organización muy seria y no cualquiera era invitado a sus filas. Además de en nuestro estado, tenía presencia en Tamaulipas y en Coahuila. También tenía células en varias escuelas de la universidad, en la normal básica, el sector ferrocarrilero, el Seguro Social y en el sur del estado a nivel campesino. El MER se guiaba por el principio del centralismo democrático y la disciplina era muy rigurosa. Desde su ingreso, a los militantes se les hacía sentir que sumarse a la organización implicaba una entrega total. La vida personal pasaba a un segundo plano. Tenía una orientación clandestina por lo que se insistía mucho en la discreción sobre las reuniones y las tareas. Por ese celo obsesivo, que solía despertar burlas entre miembros de la Juventud Comunista, nunca supe de alguna infiltración en nuestras filas.

En los años 64 y 66 mi vida cambió radicalmente. Las tareas de agitar, propagandear y organizar eran mis nuevos mandamientos y los tomaba muy en serio. De pronto me vi reclutando compañeras para formar mi propio círculo de estudios con el objetivo de evaluar prospectos de militantes para la organización. El MER había rentado un local en los altos del edificio del entonces Cine “Rex”, por la calle de Zaragoza, y ahí citaba a las compañeras potenciales militantes, que eran unas cuatro o cinco. Por ahí pasaba el compañero Benavides, secretario de organización, a monitorear las diversas reuniones programadas.

Para muchas de las familias regiomontanas, la nuestra fue la primera generación que fue a la universidad. Nuestros padres no tenían la menor idea de lo que significaba adquirir esa visión tan amplia y comprometedora que la universidad ofrecía. Eso fue una fuente inagotable de conflictos en nuestros hogares, sobre todo para las mujeres. En la contradicción de ese sentimiento de absoluto compromiso con la organización y los valores tradicionales imperantes, tuve muchos enfrentamientos con la familia.

Recuerdo que en una ocasión se presentó la necesidad de asistir a un congreso estudiantil a la ciudad de México. El camarada Sócrates Rizzo, con otra compañera de la célula de Economía, fueron a mi casa a pedir permiso para asistir. La organización correría con los gastos. Como era de esperarse no me lo dieron. ¿Qué iba a andar haciendo una muchacha viajando sola sin chaperón con puros muchachos? En la mística del compromiso revolucionario, sin medir las consecuencias, me puse una doble muda de ropa y fui a reunirme con los compañeros al local de los Transportes “Frontera”, por prolongación Cuauhtémoc; entonces no había central de autobuses. Ya casi abordaba el autobús cuando los muchachos me preguntaron si mis padres habían cambiado de opinión. Les dije que no. Ahí mismo me regresaron a la casa. Tenía 16 años y la organización no se iba a exponer a problemas judiciales por posibles acusaciones de secuestro de una menor.

La idea de que la organización regía nuestras vidas se puso más claramente de manifiesto cuando siendo aún estudiante de la preparatoria un día al salir de clases me estaba esperando el secretario de acción política de la organización. Gilberto Guajardo me acompañó a tomar el camión y en el camino me dijo que en la organización se había discutido que había una inusual afluencia de camaradas a la Plaza del Colegio Civil y a esta preparatoria. El motivo eran las muchachas que había reclutado para el círculo de estudios que dirigía yo misma. Para evitar esos devaneos de los camaradas, el Comité Central había decidido que se me planteara hacerme novia de Gabriel Capó Arteaga que era el presidente de la mesa directiva de la Prepa. Yo me quedé un poco estupefacta por la inesperada petición un tanto talibana, pero luego entendí que era una decisión que involucraba la buena marcha de la organización y estuve de acuerdo. Gabriel –que no era mal parecido– era hijo del doctor Gabriel Capó Valle, refugiado de la Guerra Civil Española y hermano de Miguel, el compañero que me había reclutado para la organización. A los pocos días el noviazgo se formalizó y así fue que me hice de mi primer novio.

Milité bajo una rígida estructura partidista durante tres años. Ya cursaba el segundo año en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, cuando a finales del 67, se produjo una escisión en la dirección de nuestra organización. Una parte importante de nuestros compañeros optaron por la ruta de la lucha armada, otro sector bajo la dirección de Severo Iglesias seguimos en la vía democrática.

Eventualmente, la organización se disolvió a consecuencia de la fuerte orientación política de muchos de sus militantes hacia la lucha armada. Los activistas espartaquistas al interior de la universidad, sin dirección formal y al margen del organigrama original, continuamos operando intensamente, participando en todos los movimientos que se presentaron hasta que nos graduamos a principios de los setenta.

Durante esos años de activismo en el campus, la arena en donde se libraban los enfrentamientos más fuertes contra la Juventud Comunista era en las luchas por ganar el mayor número de mesas directivas de las escuelas. El objetivo de ambas organizaciones era obtener más representantes en el Consejo Universitario. Era así que en las siete preparatorias existentes y en todas las facultades donde nuestros grupos tenían presencia: Filosofía, Ciencias Biológicas, Economía, Físico-Matemáticas, Ingeniería Civil, Ingeniería Mecánica, Economía, Leyes, Medicina, el reto anual era un esperado acontecimiento para ver cómo sería la nueva correlación de fuerzas en el Consejo. En escuelas como Leyes en donde la derecha siempre estuvo muy bien respaldada, la JC y el MER siempre hacíamos alianzas. En ese tiempo no había universidades privadas y en la Facultad de Derecho los hijos de los gobernadores, y de los burgueses, estudiaban a un lado de los hijos de los trabajadores. Durante los cinco años que estudié en esa escuela sólo una vez ganamos la mesa directiva. Esto porque la votación a nuestro favor fue tan arrolladora que a la derecha le resultó imposible instrumentar el fraude electoral que año tras año hacía.

Las campañas electorales y el planteamiento de demandas por otras reivindicaciones democráticas en todas las escuelas, constituían cursos intensivos en donde todos nuestros representantes de las dos vertientes visitaban grupo por grupo para explicar al estudiantado nuestra plataforma política. La decidida respuesta masiva de nuestra universidad en apoyo al movimiento estudiantil en la ciudad de México en 1968 y la subsecuente lucha por la autonomía de nuestra universidad fueron producto de esa minuciosa tarea de concientización cuando se recorrían los grupos.

En general, los votos de los dos grupos en el Consejo eran en la misma dirección. Estratégicamente nuestros objetivos eran los mismos: la transformación estructural de la sociedad mexicana, y teníamos muy claro que había que empezar por la democratización de los órganos de dirección de la universidad, por la creación de una universidad crítica, militante, bajo un modelo de autogestión. Teníamos muy clara la necesidad de una reforma universitaria que trajera primero la autonomía a nuestra universidad y un programa piloto de enseñanza ligado a las necesidades y demandas del país. Luchábamos hombro a hombro por las mismas demandas: pase automático, contra el aumento de cuotas del transporte público; brigadeábamos juntos, boteábamos para sostener nuestros movimientos; unidos estábamos en los plantones frente a rectoría y hablábamos en los mítines con la misma pasión; pero al mismo tiempo éramos dogmáticos y sectarios como el que más y en algunos casos, cuando se trataba de dañarnos entre nosotros mismos no se desaprovechaba la oportunidad.

Por ejemplo, cuando un compañero espartaquista era presidente de la sociedad de alumnos de la Prepa Uno, se presentó un incidente por el que fue denunciado al Consejo Universitario. Camaradas nuestros del comité central universitario hablaron con los dirigentes de la Juventud Comunista: Raúl Ramos Zavala, Eduardo González Ramírez, Enrique Sergio de la Garza Gutiérrez y Jesús Ibarra, para explicarles las circunstancias en que se había dado la acusación, para pedirles sus votos de apoyo cuando se ventilara el caso de su expulsión en el Consejo. La JC, en el mejor espíritu sectario, votó en contra y nuestro compañero fue expulsado de la universidad. Siguió sus estudios en la Universidad Michoacana en donde no duró mucho porque la Casa del Estudiante, donde vivía, fue atacada por la policía con el saldo de un estudiante muerto, así que fue a terminar sus estudios de Economía a la UNAM.

Dentro de la militancia del MER resaltaban las mujeres. Había una célula en el Seguro Social, otra en la Escuela Normal Básica. Había presencia femenina en preparatorias, Ciencias Químicas y en Ciencias Biológicas y entre las obreras de “Medalla de Oro”, Confecciones y Maquilas y empleadas de Teléfonos de México. Recientemente leí una disertación sobre el movimiento armado en Monterrey que escribió un estudiante de doctorado de la Universidad de San Luis Potosí. En ella señala que la participación de la mujer no fue muy destacada en la lucha armada que se dio en nuestra ciudad. De inmediato se me vinieron a la cabeza seis nombres que demuestran lo contrario, aunque en el libro Guerrilleras de María de la Luz Aguilar aparecen los nombres de muchas más. Entre las más destacadas se cuentan: Elisa Irina Sáenz Garza, de las Fuerzas de Liberación Nacional, detenida y desaparecida por el Ejército Mexicano en Ocosingo, Chiapas, en 1974; Esthela Ramos Zavala, desaparecida con su esposo desde 1972; Nora Rivera de Glockner, ejecutada en 1976 junto a su esposo en la ciudad de México; Rosa Albina Garavito, miembro del Comando “Carlos Lamarca” quien fue herida gravemente en el ataque a los Condominios “Constitución” de Monterrey, en enero de 1972; Isidora López Correa, miembro de la Liga “23 de septiembre”, quien sufrió prisión política en el Penal del Topo Chico, y Edna Ovalle, miembro de la Liga de Comunistas Armados, quien pasó por las filas del MER y vivió exiliada en Cuba tras el secuestro del avión Boeing 727 en Monterrey, en noviembre de 1972, hasta que fue amnistiada.

Los compañeros del original Movimiento Espartaquista Revolucionario que optaron por la lucha armada y que posteriormente serían conocidos como los Macías, iniciaron su foco guerrillero rural en el sur del estado. En esa región sostuvieron enfrentamientos con el ejército y a la postre se dirigieron a la sierra de Durango. Tras la ineficacia de su primera experiencia militar optaron por la guerrilla urbana. Realizaron varias expropiaciones exitosas en Monterrey, en Nuevo Laredo y una frustrada en Ciudad Victoria. Por el secuestro frustrado de Eugenio Garza Sada unos fueron masacrados, otros fueron capturados y sufrieron prisión política, entre ellos algunos que no participaron en ese particular operativo. A mediados de 1972 participaron en las conversaciones para fusionarse con otras organizaciones armadas y crear la Liga “23 de Septiembre”.

En cuanto a las facciones que permanecimos en el campus para promover las luchas estudiantiles que obtuvieron la autonomía de nuestra universidad, entre otros logros, tendríamos que hacernos una dura autocrítica. Deberíamos hacer un acto de contrición por no haber logrado superar nuestras intrascendentes diferencias y así haber dejado construida una estructura sólida que hubiera garantizado la sistemática formación de cuadros permanentes en la universidad. Haber instituido una profusa plataforma teórica de círculos de estudio, como una herramienta de conciencia crítica para que la universidad nunca hubiera quedado tan desprotegida y divorciada de los intereses de las mayorías como se encuentra en la actualidad.

Simultáneamente, por toda la distorsión creada por los medios masivos al servicio de la oligarquía, se presenta como un imperativo ético contar nuestra historia. Como es el caso de una de las “Trece Rosas”, víctima del franquismo que la noche antes de su fusilamiento escribiera a su madre: “Que mi nombre no se borre de la memoria”; a nosotros, los sobrevivientes de esas luchas, nos toca cumplir con esa tarea, la de garantizar que los nombres de nuestros compañeros abatidos no se borren de la historia.

En esa misma dirección Arturo Martínez Nateras coordina hoy la compilación de diversos ensayos que narran e integran la Historia de la Izquierda en México en el Siglo XX; Rosa Albina Garavito escribió su experiencia en su libro: Sueño a prueba de balas; María de la Luz Aguilar aglutinó el papel de las mujeres mexicanas en la lucha armada en Guerrilleras; Hugo Esteve Díaz realizó una extensa investigación en su Crónica del movimiento armado socialista en México (1960-1990): Amargo lugar sin nombre; el Taller Editorial “Casa del Mago” ha publicado: La Guerrilla olvidada, jóvenes de los setenta y otras importantes publicaciones sobre el movimiento armado. También están los Cuadernos para dignificar la historia de La Casa de Todos y Todas, que cuentan la trayectoria de las Fuerzas de Liberación Nacional, que nacieron aquí en Monterrey.

Esperemos que al igual que en el Renacimiento, que fue una restauración de la grandeza clásica perdida, todo este sedimento de lecturas se convierta en el abono para que una nueva generación de combatientes aprenda de nuestra experiencia y que un nuevo movimiento estudiantil emerja de las entrañas de esta nuestra querida universidad pública para tomar la estafeta por la instauración de la ineludible universidad científica, humanista, crítica, democrática y popular. §

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