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Enganchados a las pantallas digitales, por Cris Villarreal Navarro
George Orwell, (1984)
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Si la teletransportación en el tiempo y el espacio hubiera sido ya descubierta y pudiéramos invitar a Orwell, Huxley y Bradbury a la sala de nuestra casa para hablar de los nuevos desarrollos tecnológicos, seguramente se sentirían aturdidos. Asistirían perplejos a la prolija precisión con que sus vaticinios distópicos esbozados en 1984 (1949) Un Mundo Feliz (1932), y Farenheit 451 (1953) se han hecho realidad con gran exactitud en las primeras dos décadas del siglo XXI.
Orwell vería cómo la sobrevigilancia feroz que el Hermano Mayor desplegaba sobre los ciudadanos de su estado totalitario se ha vuelto realidad en el uso común de las cámaras adheridas a las laptops que pueden grabar inadvertidamente la vida privada de sus usuarios, en los dispositivos GPS en nuestros teléfonos, tabletas y autos que constantemente monitorean nuestros movimientos y en el mercadeo ilegal de bases de datos en donde se comercia con información que va desde nuestro historial médico hasta posibles antecedentes delictivos.
El control mental a que él hizo alusión en su obra también se pone de manifiesto en las herramientas de programación con que empresas como Google, Chrome, Microsoft, Facebook y Apple husmean en nuestras vidas, en nuestra navegación en la Red, para así torpedearnos con la publicidad personalizada que más apele a nuestras inclinaciones consumistas. Datos obtenidos producto de esa vigilancia sobre la sociedad son vendidos a agencias gubernamentales.
Un ejemplo de manipulación de la opinión pública son las empresas de “bots” que utiliza el PRIgobierno. Con la creación de cuentas falsas de Twitter atacan a quienes critican a personajes políticos del gobierno mexicano que los financian o para apuntalar agendas que quieren sacar adelante.
Otra variante de estas operaciones es el recientemente descubierto espionaje cibernético con que el gobierno ilegítimo de Enrique Peña Nieto monitorea a periodistas y sectores ciudadanos específicos.
El sistemático lavado de cerebro colectivo que conduce a los individuos a amar y a defender el sistema que los oprime es otra realidad que Orwell detectaría enseguida. Vería cómo los miembros de esta sociedad, atrapados en la prisión eterna de las deudas de las tarjetas de crédito, están convencidos de lo felices que son y que no existe ningún motivo para elaborar algún planteamiento opuesto a la ideología imperante del partido del “Gran Hermano”.
Los lemas preponderantes del partido gobernante, en 1984, se reciclan en nuestro tiempo: “la ignorancia es la fuerza”, “la libertad es la esclavitud” o “la guerra es la paz”, son enunciados contradictorios con los cuales “la policía del pensamiento” de nuestro tiempo continúa retroalimentando y perpetuando el estado de cosas que priva en nuestros días. Estado de cosas en que un buen número de ciudadanos mantienen una existencia mecánica, una subsistencia aislada, al margen de cualquier valor humano en la que deambulan como zombies sin estar al tanto de ello.
Por otro lado, Huxley asistiría a una variante de la hipnopedia que en Un mundo feliz programaba las conductas de los diversos segmentos de la sociedad de acuerdo a su función predeterminada a cumplir en la misma. Programación que en todos los niveles estaba dirigida a inocular los individuos con la percepción de que eran completamente felices en la ejecución de sus tareas cotidianas.
El condicionamiento adoctrinador a que eran sometidas las diversas clases sociales en Un mundo feliz se ha vuelto realidad con la repetición insaciable de mensajes subliminales que la televisión, los medios masivos de comunicación y las redes sociales infunden en la subconsciencia del individuo. Aleccionamiento personalizado que induce al espectador a creer en ciertos paradigmas, asumirlos como dogmas personales y a descalificar cualquier modelo de vida diferente al impuesto por la élite del sistema.
Estos dispositivos electrónicos a los que accedemos diariamente cumplen con su cometido de priorizar la publicidad comercial y divulgar la propaganda subrepticia que trabaja en el interior del individuo la percepción de que el mundo es un sitio maravilloso y que los problemas ingentes hay que dejárselos a Dios. Esas consistentes tareas controladoras desarrolladas conforme a un plan maestro han moldeado la mentalidad pasiva del hombre contemporáneo de una manera definitoria.
A la vez, cada visita que un individuo hace a su cuenta, cada “like”, cada comentario, cada compra en línea o cada fragmento de información que inocentemente exponga, serán vinculados a registros masivos de datos que irán configurando con mayor precisión el perfil del usuario. Recopilación de inclinaciones personales que ulteriormente serán utilizadas con objetivos mercantiles.
La programación subyacente a cargo del Internet ha modificado a tal grado los hábitos de los individuos de nuestro tiempo que cuando el asiduo visitante de las redes sociales pierde la señal del mismo, se presenta una aguda crisis de ansiedad. No estar conectado a la Red trae consigo un estado de profunda congoja e incertidumbre, es como cortar el cordón umbilical con su fuente de abastecimiento mental.
Por ejemplo, el “Feisadicto” llega su casa cansado pero, alterando sus patrones de alimentación, antes de dirigirse a la cocina a prepararse su cena se va primero al sitio en donde está su computadora para ver si en el tramo de tiempo entre su centro de trabajo y su casa se perdió de algo importante.
A Huxley le sorprendería ver cómo al país más poderoso del orbe, a través de sus herramientas mediáticas, le ha funcionado su venta propagandística de una imagen demócrata al mundo. Le asombraría ver que ese perfil de paladín de la libertad con el derecho inherente a imponer militarmente sus “instituciones democráticas” a cuanta nación independiente convenga a sus intereses, siga vigente; que ese modelo de dominación siga operando sin mayores cuestionamientos masivos cuando las suyas propias enfrentan una extrema crisis de credibilidad después del reciente presunto “hackeo” a sus elecciones presidenciales.
Vería confirmada la fácil manipulación de la sociedad por la casta dominante cuando fenómenos contestatarios espontáneos como las saludables posturas políticas del precandidato demócrata a la presidencia Bernie Sanders en el 2016 serían divulgadas limitadamente por los medios masivos. Sus ingentes demandas sobre salud y educación pública gratuitas que obtuvieron un eco ciudadano contundente, sin mayor seguimiento serían dejadas en el olvido. La indiferencia programada en la población sería recuperada en cuanto el sistema reacomodara sus mecanismos de distracción y retomara los métodos de sumisión amorosa hacia el “Gran Hermano”.
El substituto del soma, droga legal que creaba una sensación de feliz bienestar emocional entre los miembros de esa utópica sociedad que describe Huxley, lo encontraría en nuestros días en el uso regulado de ansiolíticos como el Alprazolam, el Valium, el Loracepam y el Cloracepam. Fármacos con efectos tranquilizantes que reducen los episodios de ansiedad provocados por los estragos que la desequilibrada sociedad actual infringe al individuo y que le provocan un transitorio estado de artificial felicidad.
Huxley también encontraría que aparte del consumo crónico de bebidas alcohólicas y demás drogas psicotrópicas, otro mecanismo de escape y potente distractor del acoso del sistema opresor sería el abuso de la utilización de las redes sociales. La nueva adicción que enfrentan el hombre y la mujer de nuestros días es la extrema fascinación con este vehículo digital interactivo.
Huxley vería azorado cómo el hombre y la mujer de nuestros días, sin el menor reparo ante la posibilidad de miradas indiscretas, han desarrollado una fijación narcisista por dar a conocer una imagen perfecta de sí mismos en las redes sociales. Hay una necesidad obsesiva de mostrar a los demás que se es feliz. Facebook, blogs, Instagram, Twitter, con sus plataformas de envío de fotos y mensajes: Facebook messenger, Telegram, line, Snapchat y Whatsapp, integran todo un abanico de mecanismos sutiles de control. A través de estos la cultura corporativa penetra la aislada vulnerabilidad del ser contemporáneo y atrapa en sus garras a un gran sector social sin grandes recursos mentales para defenderse.
Por el mismo camino, Bradbury vería cómo los libros han sido desplazados a un rincón olvidado por el trance hipnótico que lleva aparejado el uso de los libros digitales. Obras electrónicas cuyo acceso instantáneo al hacer la descarga en un Kindle de Amazon o el Nook de Barnes & Noble es sencillo y muchas veces más barato. Leer un tratado científico o una obra literaria para muchos resulta aburrido y pierde atractivo si se le compara con leer en una pantalla el volumen deseado o ver gratuitamente en You Tube la película basada en el texto literario en que se está interesado.
Como en la obra de Bradbury donde los libros estaban prohibidos y para evitar su lectura eran condenados a la hoguera con todo y las casas sospechosas de albergarlos, en nuestra sociedad los libros impresos corren el peligro de desaparecer ante la embestida de los nuevas tecnologías digitales.
Nicholas Carr, autor de Lo superficial. Lo que el Internet está haciendo a nuestro cerebro, señala que descubrimientos en las neurociencias hechos por los pioneros Michael Merzenich y Eric Kandel han revelado que nuestro cerebro para cambiar la adquisición de conocimientos del libro impreso a la pantalla digital ha tenido que redirigir sus hábitos neuronales para responder a las nuevas experiencias
con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación interactiva. Carr dice que una prolongada exposición al Internet puede inducir una reestructuración de nuestra capacidad para realizar funciones tales como leer un libro o meditar. Advierte que si el cerebro se adapta completamente a la naturaleza frenética y fragmentaria del Internet, puede llegar a perder su habilidad de absorber conocimientos profundos e incluso la misma esencia sensible que nos define como seres humanos.
Mientras un individuo de la generación anterior llegaría a su casa a descansar, a disfrutar de su vida privada, ver algún programa de tv, disfrutar una película en algún servicio de paga, leer algún libro de su interés, o simplemente a conversar con la familia; en nuestros días la laptop, el teléfono “inteligente” o la tableta Ipad, que cada miembro de la familia tiene en sus respectivos cuartos, han reemplazado la interacción humana en una forma casi absoluta.
Ahora pareciera que la capacidad para aprehender recursos intelectuales como el intercambio de opiniones, la retroalimentación de eventos esclarecedores, la lectura que eventualmente crearía un sedimento generador de pensamiento independiente, de tolerancia a lo diverso o de una conciencia crítica hubieran desaparecido para ser sustituidos por un consumo cotidiano de banalidades disgregadas en diversas plataformas electrónicas de acceso instantáneo.
A este paso, pareciera que los autores de las novelas de ciencia ficción mencionadas hubieran sido viajeros en el tiempo y habiendo vivido en nuestros días hubieran regresado al siglo anterior para escribir sobre lo que aquí atestiguaron. Sólo así se entiende que su narrativa se haya visto proyectada a nuestra actualidad donde la capacidad humana para la concentración, para el análisis de problemas sociales y la reflexión comunitaria sobre alternativas para resolverlos, parece estar desapareciendo.
La recepción dispersa e indiscriminada de una vertiginosa e inconexa temática procedente de incontables fuentes, muchas de ellas iletradas, es la nueva modalidad de adquisición del conocimiento. Cápsulas anodinas de información obscura sin contenidos éticos atiborran la mentalidad del hombre contemporáneo y moldean su conducta de acuerdo a los intereses del sistema económico que rige nuestros destinos.
Publicaciones virales compartidas que van desde un abuso policiaco hasta las gracias de un niñito encantador, originan una aséptica mirada de reprobación o de placer en el usuario convertidas en unos minutos en un conformismo aterrador que lo reconcilian con el mundo. Contenidos constructivos y edificantes como el amor a los demás, salvo en las contadas páginas analíticas que hay en la Red, están generalmente proscritos.
En “1984”, Orwell profetizó un sistema de vida en donde el ciudadano común estaría perpetuamente vigilado, ya lo estamos. En Un mundo feliz, Aldous Huxley predijo que los nuevos dictadores habrían de usar métodos más sutiles para la sumisión voluntaria de los dominados; ya ha ocurrido. Bradbury pronosticó una sociedad en donde el conocimiento de la humanidad acumulada en volúmenes de libros sería destruido; en nuestros días el rampante desprecio por la cultura y la educación del hombre es una realidad impuesta por el neoliberalismo.
Frente a todas estas profecías apocalípticas cumplidas, no venderse, no colaborar en el fortalecimiento de la estructura que nos rige, ir contra la corriente es estresante y el precio a pagar es el ostracismo social. Es una larga jornada la que hay que bregar para llegar a construir en cada uno de nosotros una intocable libertad interior frente al poder establecido. Esa libertad inviolable sólo puede ser alcanzada con una formación intelectual sólida que la sostenga y defienda. Esa blindada mentalidad independiente sólo se dará cuando el individuo logre apartarse de todos esos mecanismos que explotan y esclavizan su mente.
La vocación de servicio, el activismo por mejorar la condición humana, la solidaridad con los desvalidos, la orientación social, la preocupación por el bien común, quedan desvanecidos en la avalancha de instantáneas viñetas de contenidos histriónicos insulsos. Todo lo que reivindique la individualidad, el egocentrismo, el interés personal, el primero yo y después yo, es diseminado sistemáticamente con profusión como valor sublime a perseguir.
Asumir una identidad subversiva contra el orden establecido por la élite, lleva siempre aparejados una elevada voluntad de resistencia y un leal compromiso por mejorar la condición humana. La imperiosa transformación social nunca se dará por individuos sentados enfrente de un tablero y una pantalla. Por más textos iluminadores que escriban, oprimir teclas no tiene un gran efecto social.
Lejos del conformismo de los cuartos encerrados y con el teclado de la laptop, el iPhone, o el iPad al servicio de mejores causas, el rescate del modelo de vida y de país que todos soñamos se tiene que dar desde abajo. La transformación social se ha de dar cara a cara en el trabajo colectivo de la fábrica, en la escuela, en el sindicato, en los vecindarios organizados, en las cooperativas, en las marchas en las calles.
Deslindados de la élite aciaga, la clase intelectual tendrá que bajar de su torre de marfil y emprender esa clase de compromiso minimalista con los sometidos que no saben que lo están. Sólo el trabajo de hormiga en la actividad política nos salvará del aislamiento a que nos han conducido las así llamadas redes sociales. Enarbolando la bandera del amor por los demás, los diversos segmentos sociales insumisos, unidos construiremos el mañana en que seremos libres.
Notas
Orwell, George. 1984. Barcelona: Editorial Austral, 2010. Huxley, Aldous. Brave New World. New York: Harper &
Row, 1932. Bradbury, Ray. Farenheit 451. Barcelona: Editorial Minotauro, 2007.
Carr, Nicholas. The Shallows: What the Internet is doing to our brains/ How the Internet is changing the way we think, read and remember. New York: W. W. Norton/ Atlantic Books, 2010.