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Dos poemas de Arturo Cantú
Toda la soledad
Toda la soledad que hay en tus ojos de pantera dormida
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tus labios de cascada infinita cerca de mí finos y suaves como el agua
la plena redondez que hay en la angustia de tus senos ocultos en tus pezones
frágiles erectos
lo que me niegas hoy
lo que no me dirías aunque muriera aquí clavado de rodillas
las aves voluptuosas de tus manos
tus muslos
órbitas desencadenadas como sombras de pronto prisioneras
Todo el rencor que hay en tus ojos de vórtice nevado por las lágrimas
el congelado frío que reservas a mis dulces axilas
tu voz opaca y resonante como estertor agónico y orgiástico
tus manos de paloma equidistantes
tu alambicado corazón dispuesto
el oculto ignorado de tus dientes
tu amor
todo tu amor de avispa incandescente t
u agreste seriedad pálida y niña de cirio que aún no arde
lo que no me conoces
lo que ignoras del fuego de mi pelo
la sobriedad de ti cuando tú quieres y el quebranto de cabra montés
que te atosiga
tu corazón de sangre sin orillas
el resonante júbilo sin ecos de tu risa
tus alegres maneras de muchacho cansado de la vida
la sombra de tu cuerpo sorprendido como una prostituta enamorada
tus ingles de navajas flexibles y estiletes de sombra perforados
tu región de cristales inviolables
la doncellez de piedra bajo el agua que te circunda a nado
tu voz de címbalos marchitos y de ceniza en fuego
tu serpiente de sol sin horizontes
la acritud de tus sílabas desnudas
la franca rebeldía de tus senos que se desatan como fieras liberadas
Tus ojos de reptil bajo la lluvia
la alegría en derrota de tu risa
el derruido templo en que dejabas tu doncellez de eunuco entelerida
tus proféticas cejas de sibila
toda la madurez de tus caricias en tu entera intención de no jurar palabras
y a veces
la espesa miel ardiendo entre tus labios para que nadie finja que te odia.
Los ríos circuncisos
El hombre llora a veces, canta, agita su penacho de nervios hasta que caen las plumas, esos frágiles puentes luminosos de palabras, lágrimas y risas. Se agita, sí, como un salto instantáneo de agua turbia, coruscante culebra, látigo despiadado de sí mismo, hacha de luz que muerde el propio cuerpo de su tiempo.
Dioses hay que lo miran ciegamente, esferas solo de cristal de viento.
¿Y qué? Si agrias arañas engendradas por su humeante cabeza y maléficas sombras apenas escuchadas, qué, si la barahúnda de las torres desplomadas de susto y los platillos orquestales de la fiesta y el ácido punzón de las mentiras y las soeces caravanas tránsfugas; ¿qué pues que llore, gima, grite? llagas sin fin lo estrujan en la noche y pus destilan, cómo no retorcerse, mientras pálidos, graves, tristes dioses de nostálgico ver, y acaso solo uno, más triste y solo y pálido, contemplan sus criaturas.
Dioses de sombras que arrebata el viento, ¡qué tragedia de espasmos infructuosos!
Gracias a Ti que te contemplas solo reflejado en el agua de ti mismo, los felices mortales se destrozan, se abrazan, languidecen;
por tu pálida frente los ávidos se encuentran son dichosos y lloran; de Ti la fuente, el mar, los pájaros, el denodado sol de junio y las parejas cómplices.
Cuán duro, Dios, de tu inviolado trono sin descender jamás cual lluvia de oro a fecundar las jóvenes matrices, sin alegrar tus ojos de marfil transparente con núbiles caricias largamente esperadas, sin tocar otro cuerpo, o sin sentirlo, con tus aguas de plata, sal o cielo, ¡tan ajeno al contacto de otros labios! Pobre de Ti, Dios mío, que te pudres de ausencia entre tus ríos circuncisos y no puedes tocar mis trémulos cabellos, ni saber de los ojos que te miran.
(¡Oh maravilla retorcerse aquí, en la tierra, llorar la sal del mar y desgarrarse el alma!) Ojos más providentes y más tristes izaron desde el polvo nuestros huesos.