26 minute read

Entrevista con Carlos María Domínguez

CON CARLOS MARÍA DOMÍNGUEZ

“Un narrador trabaja esencialmente con el tiempo”

Advertisement

La reedición de su novela La breve muerte de Waldemar Hansen, al tiempo que se aproxima la edición de Dura, fuerte y alocada. La historia del Teatro El Galpón (1949-2020), es una buena excusa para entrevistarnos con Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955), uno de los mejores escritores contemporáneos

rioplatenses, quien conversó con Dossier sobre su obra –que abarca novelas, cuentos, biografías, crónicas y

teatro– y el proceso creativo al momento de escribir.

Por Nelson Díaz

En 1989 Carlos María Domínguez decidió radicarse en Montevideo. Suele decir sonriendo que es “un uruguayo que nació en Buenos Aires”. Periodista de raza, fue director de la revista Crisis, jefe de redacción del semanario Brecha, editor de las páginas literarias del semanario Búsqueda y colaborador, entre otros medios, de El País Cultural. El narrador de ficciones y el periodista alentaron la trama de su obra de escritor.

¿Qué hizo que te radicaras en Montevideo?

El tiempo demorado de los uruguayos, la modestia de sus calles, sus historias, la melancolía orillera y las ganas de perderme al otro lado del río porque andaba muy peleado con Argentina. En 1989, en plena hiperinflación, había un pan barato que si lo comprabas, la panadera te lo vendía con desprecio; la primera bicicleta que le compré a mi hijo se la partieron por la mitad unos niños cuando fue a dar su primera vuelta a la manzana. ¿Así que la vida tenía que ser esa porquería? Yo andaba sin trabajo y me ofrecieron integrarme a la redacción de Brecha, de la que ya era corresponsal. Mi mujer, uruguaya, dudaba en volver. Finalmente cargamos los libros, los muebles, las plantas en un camioncito y cruzamos por Fray Bentos. Acababa de asumir Menem, ese día indultó a las juntas militares y puede que yo estuviera sugestionado con la novela que escribía entonces, La mujer hablada, ambientada en la atmósfera de la República de Weimar. Pero encontraba confirmaciones. Ya había publicado Pozo de Vargas, sobre las guerras civiles del siglo XIX, y escrito Bicicletas negras, sobre los duros años de la dictadura. Mis indignaciones argentinas me dictaban lo que tenía que escribir, así que cuando crucé el puente fue la libertad, sobre todo la libertad de imaginar lo que quisiera. Lo que entonces ignoraba fue que mis antepasados Jordán, por parte de mi madre, habían escapado del rosismo y peleado en el sitio de Montevideo. Ya ves, los argentinos siempre llegamos embarcados en una fuga.

Hay un artículo tuyo, titulado ‘El arte de perder’, recogido en el libro Cuando el río suena, que reunió los diálogos de Rodrigo y Laura, publicados en las contratapas del semanario entre 2000 y 2007, donde analizabas la idiosincrasia del uruguayo. Y al leerlo pienso que la descripción más certera de nosotros la hizo un argentino.

El extranjero mira con naturalidad lo que al otro se le esconde. Me parece que hay una educación en la derrota y hasta cierta nobleza que se manifiesta de distintos modos en la vida de este país apretado entre dos gigantes. Sabe aguantar el mostrador, templar las penas y celebrar si pierde con entereza. Las conversaciones entre Rodrigo y Laura me permitieron recorrer muchos de esos contrastes con Argentina y apelar al humor para decir las cosas más gruesas. A la mayoría de los porteños les gusta Uruguay y creen que lo entienden, pero entienden poco y nada. En los últimos tiempos, con esta locura de la pandemia, ven a Uruguay desde los ojos de su desesperación y lo usan para autoflagelarse. Usar las diferencias para castigarse es otra manera de desconocer la historia del otro y de seguir obsesionado con sus propias virtudes y miserias.

En La breve muerte de Waldemar Hansen reaparece Carlos Brauer, protagonista de La casa de papel. También regresa en El idioma de la fragilidad. Como escritor, ¿tenías la necesidad de una rentrée de Brauer?

En la historia de Waldemar Hansen hay varias claves que aluden al misterioso narrador de La costa ciega, que es un poco anterior. Después de La casa de papel comencé a escuchar la voz del bibliófilo, un lector que después de enterrar sus libros en las arenas de Rocha pasó a contar sus propias historias, como una suerte de salto a otra vida. Sin darse a conocer, en La costa ciega narró las dolorosas secuelas que dejó la dictadura alrededor de los desaparecidos, en La breve muerte de Waldemar Hansen contó el drama de un amigo que confundió la cruz de un cementerio rural con una obra de arte. Hay un colapso, que no es inocente, porque los orígenes del arte fueron prácticos, después sagrados, y su progresivo abandono, hasta los extremos de la banalidad y la estafa que proliferan en el arte contemporáneo, ha generado un mar de confusiones entre el deseo, la fe, la estética, la ética, y todo eso fue a estrellarse contra el mundo de la piedra en Minas de Corrales, que es de donde nuestro fatal amigo sacó la cruz. Entonces Brauer ya había regresado a Montevideo y al tiempo narró El idioma de la fragilidad.

Ahí jugás con las relaciones entre realidad y ficción en muchos planos, precisamente alrededor de Arturo Despouey, el fundador de la crítica cinematográfica uruguaya. Poco antes de morir Hugo Rocha me dio el manuscrito de una novela inédita de Arturo Despouey. En tercera persona, contaba su infancia y juventud, sus problemas familiares y, sobre todo, su viaje a Londres en plena Segunda Guerra Mundial. Despouey fue un tipo de grandes contradicciones y él lo sabía. Por tartamudo, se hizo locutor radial y conferencista; por tener una cara extraña y sufrir de impotencia sexual se convirtió en un dandy; por amar el cine lo abandonó para vivir “su propia película” como corresponsal de guerra en el ejército norteamericano. Aparte de eso, fue dueño de una extraordinaria agudeza crítica y de un destino lleno de paradojas. Brauer cuenta

Foto: Oscar Bonilla.

La aventura de escribir

Autor de más de una veintena de libros, y varios premios y reconocimientos, la siguiente lista abarca su producción y el año de publicación de la primera edición, sin especificar fecha de reediciones.

Publicó las novelas Pozo de Vargas (Emecé, Buenos Aires, 1985), Bicicletas Negras (Arca, 1991), La mujer hablada (Cal y canto, 1995), Tres muescas en mi carabina (Alfaguara, 2002), La casa de papel (Banda Oriental, 2002), La costa ciega (Mondadori, 2009), El idioma de la fragilidad (Tusquets, 2017) y La breve muerte de Waldemar Hansen (Seix Barral, 2020); y los libros de relatos La confesión de Johnny (Banda Oriental, 1998) y Mares baldíos (Random House, 2014).

También es autor de las biografías Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti, junto con María Esther Gilio (Planeta, Buenos Aires, 1993), El bastardo. La vida de Roberto de las Carreras y su madre Clara (Cal y Canto, 1997), Tola Invernizzi. La rebelión de la ternura (Trilce, 2001).

Entre sus libros de crónicas se encuentran: Delitos de amores crueles. Las mujeres uruguayas y la justicia (Alfaguara, 2001), Una joya por cada rata. Memorias de un asaltante de bancos (Cal y Canto, 2001), Escritos en el agua (Banda Oriental, 2002), Historias del polvo y el camino (Ed. de la Gente, Buenos Aires, 2002), El norte profundo. Un viaje por Tacuarembó, Artigas, Rivera y Cerro Largo (Banda Oriental, 2004) y Las puertas de la tierra (Banda Oriental, 2007).

Publicó el libro de entrevistas El compás de oro (Ed. de la Gente, Buenos Aires, 1999), Cuando el río suena (Mondadori, 2012), que reúne las contratapas publicadas en Brecha entre 2000 y 2007) y los volúmenes 24 ilusiones por segundo. La historia de Cinemateca Uruguaya (2013), y el reciente Dura, fuerte y alocada. La historia del Teatro El Galpón (1949-2020). También incursionó en teatro con las obras La incapaz y Polski.

Foto: Celeste Carnevale. la lectura de ese manuscrito, lo que dice, lo que le sucede mientras lo lee, lo que piensa de lo que lee, y la novela va tejiendo planos de realidad y ficción que abren varios tiempos simultáneos. Fue divertido y también desafiante hacerlo, acompañado, claro, por mucho jazz. Uruguay no tiene una memoria de su participación en la Segunda Guerra, como no se trate del hundimiento del Graf Spee. Bueno, su mayor crítico cinematográfico, padre y guía de Homero Alsina Thevenet y Hugo Alfaro, entre muchos otros, tuvo su aventura bélica y la cuenta en este libro leído por Carlos Brauer.

¿Cómo surgió la idea de La casa de papel, unos de tus libros emblemáticos, traducido a más de veinte idiomas?

Con los derechos de autor que cobré por El bastardo, construí una cabaña en un bosque de La Paloma. Tenía levantada la estructura de los palos, el quincho y un entrepiso, pero me faltaba dinero para levantar las paredes. Una noche, conversando con mi hijo Facundo frente al fogón, me puse a divagar con la idea de usar mis libros como ladrillos; él me preguntó “si un día necesitás uno de esos libros, ¿destruirías la pared?”. Solo por amor, me dije. El resto tuvo que ver con mi historia de lector, con el trato doméstico y cotidiano de los libros, con algunos bibliófilos que conocí y con la fantasía de un hombre que destruye su propia obra para comenzar otra. Si pienso en todos los países en que se publicó me digo que, sin saberlo, debí hablar de algo común a todos los lectores. Otra prueba de que lo más personal coincide, a menudo, con lo más impersonal.

El disparador es el accidente de tránsito que sufre Bluma Lennon mientras va leyendo los Poemas, de Emily Dickinson. A partir de ese hecho, el narrador enumera situaciones en las que los libros cambiaron la vida de sus propietarios…

Los libros cambian la vida de las personas. Les ponen pajaritos en la cabeza, ilusiones, ideas y emociones ajenas que se vuelven propias. Lo sabían los inquisidores, los tutores de niñas, los curas, los dictadores de todas las épocas y no por otra cosa cada tanto los envían a la hoguera, como los amigos de Alfonso Quijano quemaron los libros de caballería que lo convirtieron en El Quijote. Pero las personas también cambian el destino de los libros: los usan de mensajeros, de caja fuerte, de prensadores, de cuñas, de confesionario. El lector tiene con los libros una intimidad asombrosa. Es un objeto maternal, guarda la palabra y todos sus silencios.

Y el narrador se obsesiona por devolver un ejemplar de La línea de sombra, de Joseph Conrad, a Carlos Brauer, un bibliófilo que llevó su pasión hasta los límites de un fetichismo impensable.

Brauer es un hombre trastornado por su ambición de conocimiento y su deseo. La exploración de sus confines lo conduce a una sofisticación que orilla la locura y a la necesidad de buscar una nueva vida. El narrador le sigue los pasos y redimensiona su relación con los libros, porque todos los lectores tenemos un trato más o menos fetichista con ellos. No me propuse hacer un homenaje a Conrad ni a los libros, pero la historia tiene una deuda con ambos, y por eso se la dediqué al gran Joseph.

Pasemos a La mujer hablada. Está narrada desde tres

perspectivas: el diario de Bela Geron, una alemana que llega al Río de la Plata en busca de su marido –tripulante del Graf Spee–, el relato de un pintor en Buenos Aires y de un librero montevideano.

Inicié esa historia en Buenos Aires, impresionado por el fascismo que veía asomar en la Argentina de Menem, y la terminé de escribir en Montevideo. El cambio de país me obligó a zanjar en la novela la fractura que se produjo en mi vida. Eso se resolvió con la incorporación de Berlín a la trama de los personajes. Finalmente adoptó la forma de un mosaico con el ascenso de Hitler en Alemania, el refugio de los nazis durante el peronismo, la batalla naval de Punta del Este y la pretensión de convertir a Uruguay en una colonia del Tercer Reich. Un plan delirante que fue rápidamente desbaratado por las autoridades uruguayas. Ese es el contexto del destino de Bela Geron, una mujer rota, hablada por los hombres que la desearon, pero capaz de inventarse a sí misma con un maquillaje efímero y encantador.

Tres muescas en mi carabina es la historia de la isla Juncal y de uno de sus primeros colonos y literalmente su creador, Enrique Lafranconi. Una de sus hijas, Julia, se convierte en la figura principal del contrabando en el delta del Río de la Plata. La realidad tiene un rol motivador en tu ficción.

Lo tiene. En este caso, fui de la literatura a la realidad, en viaje de ida y vuelta. Tuve la primera noticia de la isla Juncal y de Julia Lafranconi a través de un homenaje que le hizo el escritor argentino Haroldo Conti (desaparecido en la dictadura) en su libro La balada del álamo Carolina. Conti fue amigo de doña Julia y la visitaba con cierta frecuencia. Muchos años después, de este lado del río, el azar me colocó delante de la historia real que inspiró aquel retrato literario. Me empeñé en investigarla; a tal punto, que una tarde un sepulturero colocó la calavera de Julia en mis manos. Conversé con pescadores, contrabandistas, cazadores furtivos, un pirata, con mucha gente que la conocía o había trabajado con ella, y hallé datos que Haroldo no había contado; entre ellos, que la isla había nacido de la imaginación de Enrique, el padre de Julia, cuando se instaló ahí con una esclava liberta. Entonces tenía doscientos metros a la redonda. Hoy tiene más de quinientas cincuenta hectáreas. Con ese y otros datos prodigiosos de la realidad, inicié mi regreso a la ficción en las páginas de la novela.

La isla representa un mundo primitivo, con sus pasiones, traiciones y aventuras. La novela está estructurada en dos tiempos: la fundación por parte de Enrique; y la vida de Julia y sus hermanos.

Tiene la estructura de la doble descarga del Paraná y del Uruguay en el Río de la Plata, con el flujo y reflujo de sus aguas, sus ciclos de reproducción, muerte, putrefacción, reproducción, el afloramiento de tierras sumergidas, igual que secretos escondidos bajo el agua. La alternancia de los dos tiempos revela los misterios de la isla y de esa familia con la morosidad implacable del delta, un mundo donde el hombre compite por la sobrevivencia con otras criaturas y las fuerzas de la naturaleza. Es la historia de una conquista que también revela la fragilidad de la ambición humana. El tiempo siempre nos derrota, pero está claro que no renunciaremos porque ese empeño nos distingue entre todas las especies.

Sos un escritor nómade, en el sentido de que salís a toparte con la realidad. Me da la impresión de que necesitás ese contacto que, imagino, proviene de tu oficio como periodista.

Me da una profunda envidia la imaginación de la realidad. Salgo a descubrir mundos ajenos y encuentro historias insospechadas que convocan, como un eco, mis propias experiencias, percepciones y emociones que finalmente me permiten acercarme a la trama que tengo delante. Hablo de mí cuando hablo del otro. Ese es el juego. El periodismo siempre fue un incentivo para la escritura de mis ficciones. Influyó en mi literatura, y la literatura en el tipo de periodismo que hice, un periodismo más atento a la actualidad que a la noticia. Un periodista sabe cuándo empieza y termina una noticia, pero no cuándo empieza y

termina la realidad que la produjo. Aprender a mirar esa complejidad es el aporte que la literatura puede dar al ejercicio del periodismo. Ambos géneros se estimulan. Mi padre creía en la imaginación como consuelo frente a las frustraciones de la realidad, y yo en que la realidad tiene el tamaño de la imaginación. Él murió hace muchos años, pero esa discusión sigue viva en mi cabeza y creo que sostuvo mi vida de escritor. gustó mi crónica de su carnaval, en Río Branco acompañé a un viejo contrabandista, de los de bandolera y comparsa de caballos con barricas de caña, al homenaje que le hicieron en una escuela. Volví con más de cincuenta horas de grabación, cargado de historias, con la idea de que iba a escribir un libro sin complacencia, acaso irritante para algunos, tal vez arbitrario, expresivo pero sin énfasis telúricos, de las riquezas y pobrezas del norte uruguayo.

Ese vínculo de escritor nómade te llevó a escribir El norte profundo. ¿Cómo fue la experiencia de viajar por Artigas, Rivera, Tacuarembó y Cerro Largo y ahondar en una realidad poco conocida para la mayoría de los montevideanos?

Con Raviolo y Abella, en la editorial Banda Oriental, planeamos esa aventura por la región más apartada del centralismo montevideano, mítica en muchos aspectos, a caballo de dos países, dos lenguas, afirmada en otra manera de encarnar Uruguay. Puse mi viejo fusca y Banda Oriental me pagó la nafta y los viáticos. Durante dos meses recorrí los pueblos del norte acompañado por las voces de Billie Holiday, Sarah Vaughan, Peggy Lee y el saxo de John Coltrane en la casetera; hablé con campesinos, cañeros y maestros, con los obreros de la amatista en Artigas y los del oro en Minas de Corrales, con los contrabandistas de Cerro Largo, con mucha gente que cruzaba en el camino. En Artigas me declararon persona non grata porque no les

En Delitos de amores crueles abordás catorce historias de mujeres uruguayas entre 1865 y 1911. No es difícil suponer que el volumen te demandó horas de investigación y de consultas en archivos judiciales.

Descubrí ese archivo judicial cuando estaba buscando el expediente del juicio que declaró la locura de Clara García de Zúñiga, mientras escribía El bastardo. Entonces encontré esa cantera kafkiana de los conflictos en Uruguay, encarnados en historias personales y familiares. Frecuentando el archivo, mi mujer comenzó a indagar los motivos que llevaban a las mujeres a los tribunales de Justicia, a fines del siglo XIX y principios del XX. Continué esa investigación y hallé una cantidad de historias magníficas, ocurridas en distintos departamentos, que podían dialogar con los aportes de José Pedro Barrán en su Historia de la sensibilidad en el Uruguay, sus descripciones del Uruguay bárbaro y del proceso de disciplinamiento. Los casos judiciales protagonizados por esas mujeres permiten ver has-

ta qué punto los controles morales las alentaban a buscar formas de sobrevivencia o de cumplir sus deseos y se convirtieron en víctimas o en victimarias.

En el libro escribís que el drama y la comedia no son géneros literarios: son géneros de la condición humana.

Creo en eso. Hay destinos que se construyen como comedia o tragedia, muy laboriosamente a lo largo de los años. Después nos sorprenden los desenlaces, pero cuando se alcanza una perspectiva se ve con claridad la esforzada construcción del drama que llega a los diarios.

En otro pasaje decís que la Justicia puede ser un magnífico teatro.

Claro, la escena judicial recoge un drama personal y en los discursos de la ley, de los acusados, de las víctimas y testigos, se despliegan las mentiras, los argumentos, las emociones, las denuncias, los prejuicios. La verdad está escondida en las palabras y hay que demostrarla. Un magnífico teatro.

Te referiste a Clara García de Zúñiga, la madre de Roberto de las Carreras. ¿Cómo nació la idea de abordar uno de los personajes más peculiares del 900 uruguayo?

Cuando llegué a Montevideo, Roberto de la Carreras estaba en la memoria de la ciudad como un loco lindo. Los críticos literarios lo relegaban a la letra chica y nadie lo tomaba en serio. Investigué su vida, alentado por Alberto Oreggioni, editor de Cal y Canto, y comencé a creer en él, también en su madre. Ángel Rama había escrito en un prólogo que el archivo de los García de Zúñiga aguardaba a un escritor de aliento faulkneriano. Viajé a Gualeguaychú a investigar ese archivo familiar y encontré mucho material que modificaba la ubicación de Roberto y de Clara García de Zúñiga en la cultura del 900 uruguayo. Sus contradicciones, sus desprecios, sus escándalos, encarnaban los conflictos centrales de la moral victoriana. La represión alentó muchos gestos transgresivos en las jóvenes generaciones de entonces, las de Roberto y de Clara fueron auténticas transgresiones y las pagaron con sus vidas. Quienes declararon la locura de Clara y la despojaron de su fortuna fueron fundadores de la psiquiatría uruguaya, abogados, jueces y políticos notorios; entre todos tejieron una red de complicidad muy venal. Es un libro que me marcó. Lo escribí con pasión, muy acompañado por Oreggioni, saldando muchas cuentas personales también, como el monólogo de La incapaz, sobre el juicio que condenó a Clarita y regresó hace poco al teatro El Circular. Cada vez que la veo regresar a los escenarios a denunciar lo que los montevideanos hicieron con ella me parece haber oficiado de médium. Es una actriz, pero también es ella, y es justo que vuelva.

Hablemos de Construcción de la noche, la biografía de Onetti que hiciste junto con María Esther Gilio.

Es una historia de virtudes y pecados. A poco de llegar de Buenos Aires empezamos a trabajar en esa biografía que acompañaba los reportajes de María Esther sobre Onetti. Sumamos muchos testimonios al relato biográfico, que estaba a mi cargo, y nos entendimos de maravillas, como lo hicimos siempre desde que nos conocimos durante la dictadura argentina. Ella tenía el conocimiento directo, personal, y yo la distancia necesaria para poder abordarlo sin otros compromisos. Lo admiraba desde mi adolescencia y, como tantos, quedé impactado por su obra literaria. Escribir la biografía me permitió rastrear la estrecha relación de sus ficciones con sus experiencias personales y, al mismo tiempo, hacer un retrato de la vida cultural del 45. Cometimos la temeridad de mostrársela y publicarla mientras vivía en Madrid. No le gustó, no podía gustarle lo que contaba Idea Vilariño, ni su primera mujer, María Amalia, o su tercera mujer, Elizabeth Pekelharing, y tantas otras amigas y amantes. Yo no pude esconder la intimidad porque era el centro de la literatura de Onetti. Entonces se peleó con María Esther, aunque luego tuvo algunos acercamientos y perdones. Mario Benedetti se encargó de desaconsejar la publicación en España y me detestaron algunos críticos que desde hacía años enlazaban a Onetti con estudios biográficos como si tironearan de una vaca sagrada. Es comprensible: sintieron que un porteño recién llegado les había robado la vaca. El precio fue que Dolly y los críticos nos dejaron afuera de todos los simposios, congresos y homenajes que le rindieron a Onetti durante los últimos 27 años, como si la biografía no existiera, pero los lectores la agradecen y –por lo menos en Argentina y Uruguay– lleva varias reediciones.

Dijiste que la literatura de Onetti te marcó en tu adolescencia. ¿Qué influencia tiene, o tuvo, en tu obra?

El valor de la honestidad en la ficción, el empeño de la frase, el rechazo de la literatosis, la voluntad de que la obra se defienda sola, por su propio peso, algunas elisiones y complicidades del lenguaje, ciertas cadencias del fraseo, entre otras cosas. Después me fui apartando en busca de mi propio camino, pero Onetti es una figura central de las letras rioplatenses y muchos escritores tenemos una deuda con él. Lógicamente, detrás de Onetti, venía Faulkner y Conrad. La mejor manera de librarse de una influencia es leer lo que leyó el monstruo que tenemos delante.

Otra biografía sobre un emblemático personaje uruguayo es Tola Invernizzi. La rebelión de la ternura.

Tola es un mito de fraternidad que dio este país y sigue vigente, cuando otros mitos tienden a derrumbarse. Conversé con él cuando escribía el libro sobre Onetti y después de su muerte me sentí llamado a conocer su vida sin imaginar hasta qué punto iba a sorprenderme. Quizá lo intuía, pero desbordó mis conjeturas y me enseñó tantas cosas que no acabo de agradecérselas. Tola es un milagro de humanidad y belleza, de una inteligencia y una sensibilidad capaz de forzar las puertas entre la realidad y la fantasía. No fue, precisamente, un santo, pero tenía la temeridad de un ángel.

Otro trasgresor, como Roberto de las Carreras, como Clara, como Onetti.

Entiendo que estas tres biografías no son fruto de una elección inocente, aunque no lo haya advertido mientras las escribía. Las tres recorren buena parte de la historia de

Uruguay, a través de personas que encarnaron sus conflictos con talento, desesperación y coraje.

Publicaste 24 ilusiones por segundo. La historia de Cinemateca Uruguaya y ahora Dura, fuerte y alocada. La historia del Teatro El Galpón (1949-2020). Cine y teatro. Hay un trabajo ciclópeo de investigación, documentarse, chequear fuentes y testimonios, y darle estructura literaria. ¿Cómo es ese proceso, que dista mucho de escribir ficción?

No tanto. Mientras estudio y reviso archivos y documentos hago de cuenta que soy un detective en busca de los datos que me permitan dar con el asesino. La pesquisa tiene sus emociones. Nunca es fácil, y mucho menos en este país que no cuida con el celo que debiera el patrimonio documental, padece negligencias y excesos burocráticos. A menudo hay que recurrir a gauchadas personales, a tipos que se convierten en cómplices solidarios y compensan con su generosidad personal las trabas y dificultades. A veces hay viajes, aventuras que correr a la intemperie. A medida que voy conociendo la realidad me sumerjo en una alucinación. Me enamoro de unas anécdotas en las que me parece ver secuencias insólitas y asombrosas, y cuando comienzo a escribir, inevitablemente, la realidad se acerca a la ficción. Hay que hacer cortes, seleccionar, jerarquizar lo importante sobre lo aleatorio, darle una forma al monstruoso caos de la vida, y la forma siempre nace de mi experiencia personal con la investigación.

El mundo de los cineclubs, de donde surgió Cinemateca, como el de los escritores alrededor del café Metro y el de los heroicos esfuerzos por hacer posible un teatro independiente forman un fresco prodigioso de la vitalidad y la pasión por la cultura que encarnó en Uruguay a lo largo de tres décadas; digamos, entre los años cuarenta y principios de los setenta. Estoy hablando de una segunda generación fundadora, después de la del 900, y hasta hoy no hubo otras de similar potencia. Forman una trama abigarrada, una suerte de rive gauche que algún día merecerá un libro que la aborde y recupere en su conjunto. La historia de El Galpón es parte sustancial de esa trama y me alegro de haber recorrido sus 71 años de historia porque me permitió completar un viaje intenso por la cultura montevideana. Digo todo esto a conciencia de que las generaciones posteriores a la dictadura prefirieron ignorar esa historia y todavía la rechazan en aras de una gestualidad que quiere ser moderna. Y a conciencia digo que cometen un grueso error.

En tanto la gran mayoría de tu obra fue escrita en Uruguay, ¿te sentís un autor uruguayo?

Claro, aunque me doy cuenta de que los uruguayos no van a celebrar mis logros como propios, si es que encuentran algo celebrable, y los argentinos los van a encontrar demasiado uruguayos. La pertenencia es el sello de la tribu, y ya lo cantó Georges Brassens: “A la gente le sienta mal que tenga un camino personal”. Me cambié de país a mitad de la vida y parece que lo enredé todo. La extranjería es mi condena, por pecado de fuga. No digo que no la merezca, pero si vamos a la obra, hasta que el Río de la Plata se asuma como una unidad literaria, rompe los ojos que su motivo es mayormente uruguayo. Y me alegra que lo sea, porque es fruto de una relación de amor y entendimiento con este país. propia. ¿Cómo es ese proceso? ¿Cuándo te das cuenta de que lograste alcanzar, si es que alguna vez se logra, una forma de narrar propia?

El estilo es como una catedral gótica, se consuma sin terminar de hacerse. Nunca temí las influencias. Dejé que todas vinieran a mí, los largos fraseos de Faulkner y las precisas metáforas borgianas, la economía de Stevenson, las provocadoras fintas de Chesterton, la bíblica contundencia de Babel, entre tantas otras formas de tomar la palabra. En algún momento todo eso se amalgama en una voz personal que también es una mirada, a veces llega a ser una visión, y con esa voz contamos el mundo que podemos. Pero el estilo nunca es espontáneo, como lo puede ser el talento. Es una construcción, reclama un esfuerzo sostenido, como la voluntad de hablar bien que elogiaban aquellos griegos de la Ilíada, con carácter, precisión, agudeza, generosidad y tantas otras cosas que nunca terminamos de aprender desde el día en que hacemos el tremendo esfuerzo de imitar el sonido que repite, incansable, nuestra madre.

¿Cómo es el proceso a la hora de la creación? ¿El disparador es una palabra, una imagen, un concepto?

A veces una percepción, una idea, queda dando vueltas y se dibuja lentamente. La espero, la asedio, me obsesiono. Pero no se entrega. Tengo que soportar la frustración y convivir con ella hasta que encuentro el camino. Otras veces la historia arranca con fuerza y fluye de un modo asombroso. Y a veces avanzo a lo Buster Keaton, porque escribir también es saber perderse. Es más, cuando me pierdo en el plan de la obra es cuando la aventura del texto se vuelve más intensa. Todos podemos tener buenas ideas, pero importa más el modo de caminar por ellas. Tener la convicción, las fuerzas y sostener el interés y la tensión en cada frase de las muchas que vamos a necesitar. Corrijo muchas veces lo que escribo porque es en la corrección donde irrumpe lo imprevisible, lo inesperado, lo que ignoraba que necesitaba o podía decir. Cuando el relato es lo bastante sólido para sostenerse por sí mismo en su unidad y resistir la intemperie como una roca, me detengo, porque está realizado.

¿En qué parte del proceso sabés si el tema elegido será un relato o una novela?

El tiempo implícito del relato señala la duración. O, dicho de otro modo, el caudal imaginativo que me despierta. A veces prima la historia sobre los personajes, a veces es un mundo que se despliega en toda su complejidad, o se trata de una atmósfera, o una paradoja. Un narrador trabaja esencialmente con el tiempo porque sabe que el tiempo es sentido, y el sentido de las cosas cambia a lo largo del tiempo. Si voy a contar la experiencia en que se produce ese cambio es posible que escriba un cuento, pero si voy a narrar el derrotero de esa experiencia sé que voy a necesitar un relato de mayor aliento. D

Hiciste referencia a la búsqueda de una voz narrativa Nelson Díaz. Periodista cultural en medios nacionales y extranjeros. Escritor, ha publicado poesía, narrativa y biografía.

This article is from: