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Matinée del domingo, por Carlos Diviesti

Por Carlos Diviesti

La vita davanti a sé, con el retorno a la pantalla de la eterna Sophia Loren

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La vida útil

En las páginas de Dossier ya di cuenta del encuentro que tuve hace casi treinta años con Sophia Loren (número 46, setiembre-octubre 2014). Es extraño esto de mezclar la vida de uno mismo con el comentario de una película, pero se me hace imposible hablar de La vita davanti a sé (la vida ante sí) sin inmiscuir mi presencia en estas líneas. Aquella vez que tomé de la mano a Sophia, mientras bajaba los tres escalones que la separaban de una tarima al piso, esa tarde de mayo de 1992 en la que le dieron el título de Visitante Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, dejé de pensar en lo inalcanzable que son las estrellas. Ahí están las estrellas que respiran el mismo aire que uno respira, que viven por un instante en la misma vida que uno vive, que refulgen en el brillo de tantos ojos. El cielo no queda tan lejos. Por eso, desde ese momento, cada vez que veo en alguna pantalla a Sophia Loren, no puedo ocultar que el corazón se me desboca y pienso en esa mano que se aferró a la mía apenas un momento, para siempre. Hay una escena en La vita davanti a sé en la que Momo toma de la mano a Madame Rosa, es un momento que no se puede contar porque es intransferible, y me basta esa escena, esa imagen, para guardarme esta película hasta que me vaya de aquí.

Las grandes películas quizás sean las pequeñas, esas que están llenas de defectos (o técnicos, o en la historia que cuentan, o porque sus actores no resultan adecuados para sus personajes) y que, sin embargo, dejan una huella imborrable entre quienes las vimos. Esas películas, más que pasar a la historia del cine, son parte de nuestra historia personal. Quizás esta esté poblada por películas como La vita davanti a sé, que a priori parecieran no ser gran cosa porque no aportan nuevas aristas a los temas que tratan o porque no están a la altura de sus ambiciones, pero dejan un poso en el alma, un gusto dulce en los labios, una neblina en los ojos que a lo mejor barre el parpadeo o alguna lágrima.

La vita davanti a sé es la remake de una película francesa, La vie devant soi, conocida también por su título internacional, Madame Rosa, que dirigió Moshe Mizrahi en 1977 con Simone Signoret en el personaje que ahora interpreta Sophia Loren, y que ganó el Oscar como mejor película en idioma extranjero en 1978. Las películas están basadas en la novela La vie devant soi, de Émile Arjan (seudónimo utilizado por Romain Gary), publicada por primera vez en 1975. La anécdota cuenta que Madame Rosa, una vieja prostituta de origen judío que pasara por Auschwitz y que le da asilo a los hijos de las prostitutas del barrio (que los dejan para que ella los cuide o porque directamente los abandonan), justo en el declive de su salud recibe el encargo de cuidar a Momo, un niño de unos doce años, musulmán y problemático a su pesar.

Ambas películas cumplen fielmente con esa premisa básica, pero los temas de agenda entre una y otra son distintos, o son otros. El mundo no es el mismo que en 1977, por lo que la historia de esa superviviente de Auschwitz está en pie de igualdad ante la tragedia de los desplazados africanos, el flagelo de la droga, las familias ensambladas, las elecciones sexuales. Hoy quizás no hubiese funcionado la metáfora de Arjan/Gary escrita en las páginas del libro, esa de que Madame Rosa vive en un séptimo piso de Bellville y tiene un refugio en el ático del edificio (el séptimo cielo y el cielo final, la felicidad y la última morada del alma), por lo que el guion de Edoardo Ponti y Ugo Chiti la modifica por algunas otras circunstancias más pedestres, o quizás menos simbólicas desde la filosofía religiosa, o posiblemente más oscuras desde lo espiritual. En la versión actual, Madame Rosa tiene su refugio en el sótano de ese edificio de la Puglia, en el taco de la bota italiana, al que se puede acceder a través de un pasillo accidentado y oscuro; el interior del refugio, poco iluminado, tiene destellos de la luz ocre del recuerdo. Esto, y que el narco para el que Momo trabaja le invite a comer pescado crudo como posible ceremonia de iniciación, y los pies descalzos de Madame Rosa en un recreo con árboles jóvenes, permiten inferir un alcance mucho más hondo sobre las razones místicas de esta historia, al tiempo que configuran una nueva mirada sobre el neorrealismo.

A simple vista pareciera que Edoardo

Ponti (el hijo menor de Sophia, quien acompañara a su madre aquella tarde en la que el Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires le entregara el título de Visitante Ilustre) abarca demasiados temas y no profundiza en ninguno. Es un error creer que es así. El ojo de Edoardo Ponti reposa en los detalles de los planos largos, como ese en el que Madame Rosa y Momo observan de lejos la razzia policial a un grupo de indocumentados y ven cómo una madre intenta retener a su hija, a quien se la quiere llevar la Policía. No hay acercamiento a la situación, acercamiento que podría generar catarsis en el público, como ocurriera en la reciente Capernaum, de Nadine Labaki. Lo más cerca que el espectador está de compadecerse por la situación radica en la voz de Madame Rosa cuando le vuelve la cara a Momo para que no siga mirando, porque no hay nada que ver ahí. O en esos planos aéreos que registran las terrazas de Bari, que más que mostrar pobreza, hacinamiento o desolación, muestran un único organismo poblado por células diferentes. Posiblemente a La vita davanti a sé le falten algunos de esos grandes textos a los que nos acostumbró el Hollywood de los últimos cuarenta años, esos discursos que funcionan como statements sobre los males del mundo. Tiene, sí, una escena en la que Madame Rosa y Lola, una prostituta transgénero, bailan un samba brasilero, en la que no se pueden explicar los destellos de alegría. Porque si esta película la tiene a Sophia Loren sosteniendo una mirada destinada a convencer a un ¿viejo cliente? remiso a dejarse convencer, dar discursos no tiene ningún sentido (¿ven?, en esta escena, esa que juegan Madame Rosa y Hamil, el tendero musulmán, en ella casi le exige que emplee a Momo para sacarlo de la calle, hay tantas capas que no intentar desentrañarlas es un despropósito, una falta de compromiso por parte del espectador con la película que eligió ver).

Quizás también sea virtud de Edoardo Ponti mostrarnos a Momo tanto o más que a Madame Rosa. Momo, aunque es un niño, tiene guardado el sufrimiento en los ojos, como si fuera un adulto que reflexiona sobre la infancia perdida. A Momo aún se le personifica una leona en sueños que viene a lamerle la cara para protegerlo; a Madame Rosa aún le hace bien añorar las mimosas amarillas de su infancia en Viareggio, pero no le alcanza para recuperar la sensación de plenitud que las mimosas alguna vez le dieron. El talento natural de Ibrahima Gueye (Momo) deviene decisión de Edoardo Ponti: antes que con Ibrahima Gueye, tal vez con el actor que mayor intimidad haya tenido Sophia Loren en la pantalla haya sido con Marcello Mastroianni. Y es con estas decisiones, difíciles de tomar muchas veces, que una película pequeña se vuelve grande y trae a la actualidad ese cine que ya no podría hacerse.

Sophia Loren como Madame Rosa quizás no haga el trabajo más extraordinario de su carrera, aunque sí tal vez el más importante. Y qué es lo que importa al final de cuentas, ¿lo extraordinario que luego se vuelve canónico o aquello que nunca perderá su importancia? En pocas palabras, podríamos decir que el de La vita davanti a sé es el trabajo más importante de Sophia Loren porque en él demuestra que la vida nunca deja de ser joven, incluso hasta cuando se la lleva la muerte. Cuando rodó esta película Sophia Loren tenía 85 años, esa edad a la que algunos elegidos llegan dignamente y otros, como ella, llegan sabios. La sabiduría de Sophia Loren radica en los tiempos que se toma para expresar sus palabras, en la profundidad con la que mira a sus interlocutores, en la fragilidad de sus manos arrugadas. Sophia Loren es el epítome de la mujer en el cine, de la mujer que pasó de pie (y hasta descalza) las tragedias más grandes que sufrió la humanidad durante el siglo XX, de la mujer que usó su belleza como vehículo para exponer su inteligencia, de la mujer que crió dos hijos y tuvo un marido y que, sin embargo, no dejó de seducir a todos los hombres del mundo sin traicionar ni traicionarse. Lo que se nota en la Madame Rosa de Sophia Loren es que ella aprendió a ser una mujer, una mujer importante para sí misma, una mujer que no podrá ser olvidada. Hay quienes auguran que este papel le dará otro Oscar, y bien merecido que lo tiene. Pero para qué preocuparse por esas minucias. Verla en esta película por un lado nos hace tener presente que el final siempre será inexorable para todos, y por el otro nos permite inferir que, aun a esa edad en la que el otoño deviene más rápido en invierno, la piel del verano todavía tiene el color del sol cuando comienza el día.

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