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Gustavo Wojciechowski, un artista renacentista

CON GUSTAVO WOJCIECHOWSKI

Un artista renacentista

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¿Cómo definir a este hombre cuyo apellido, de difícil pronunciación, tiene trece letras? Sus amigos le decían Macachín, apodo que finalmente quedó en Maca, tal como hoy se le conoce. Es diseñador gráfico, docente de diseño por más de veinte años en la Universidad ORT, artista visual, poeta, performer, editor, director de la editorial Yaugurú y activista

cultural. En su estudio de la Ciudad Vieja, Maca repasó con Dossier su vida, sus influencias,

su obra y reflexionó sobre el arte.

Por Nelson Díaz

Se infiere que tu apellido es de origen polaco. Por el lado paterno, de origen polaco. Mi padre es de 1925 y mi abuela ucraniana murió cuando no existía Ucrania. O sea, esos lugares son zonas limítrofes que pasaban de Polonia a Rusia, Alemania o Ucrania. Esas nacionalidades siempre estuvieron en conflicto. Por el lado materno, italianos: Quaradaghini, Badetto. En 1926, 27, a mi padre lo traen a América. Primero llegó mi abuelo, que decide traer a su esposa y a sus hijos. Tuvieron cinco hijos. Todos murieron antes que mis abuelos, dos de ellos en Polonia. Una cosa que es de una perversión total. Porque todo ser humano está predestinado a enterrar a sus padres. Eso es lo natural, lo otro es antinatural. Y cinco veces es un castigo machazo.

Tus padres, entonces, se conocen en Montevideo.

Sí, se conocen acá. Mis abuelos se establecen en Colonia del Sacramento, ahí trabajan, construyen su casa y su familia. Mi padrino –mecánico tornero‒ y mi padre ‒de oficio tapicero‒ vienen a trabajar a Montevideo.

¿Sos hijo único?

Sí, hijo único. ¿Cómo nace tu vocación por la escritura, por el diseño, por las artes?

Recuerdo que desde niño dibujaba. Tenía un montón de revistas de aventuras, chistes e historietas. Desde cowboys a Batman, Superman, Tarzán, Lorenzo y Pepita, La pequeña Lulú, Archie… Con mi padre sacábamos una, la leíamos y después la cambiábamos. En ese momento vivíamos en el Cerrito de la Victoria y existía todavía el canje de revistas.

O sea que el dibujante es anterior al poeta.

En ese sentido, sí. Hace un par de años me encontré con un compañero de liceo y después que cada uno de los dos tuviera que rastrear en el disco duro de su memoria, me dijo “Vos te pasabas toda la clase en el fondo dibujando. No le dabas pelota a nadie”. Cosa que yo no sabía que era tan así. En esa adolescencia del liceo, en ese momento efervescente desde el punto de vista político, social y artístico –estamos hablando de fines de los sesenta y comienzo de los setenta– yo me pasaba escuchando música. En la radio era Carlos Martins, Eduardo Nogareda, Ruben Castillo, que tenían el concepto de que la música no es un género musical, sino una diversidad musical. Hoy los programas de música están guetisados: o pasás rocanrol o pasás cumbia, rap o música clásica. Estos fulanos te pasaban de todo. Desde Vivaldi, Zitarrosa, Caetano Veloso a Jethro Tull.

Lo que hacía El Bocha Benavides en Tacuarembó.

Exactamente. Entonces yo miraba las carátulas de los discos y quería hacer eso. Estaba fascinado con la carátula de Revolver, de los Beatles, la de El Sindikato de Palleiro, o la de Musicación 4½. Yo quería diseñar sin saber que eso era diseñar. En ese entonces en cada esquina había un partido de fútbol y en cada esquina había una bandita de rocanrol, que con suerte tocaban dos o tres veces en cumpleaños de quince. Convengamos que los bailes eran con orquesta. Yo también formé parte de un grupúsculo, no como músico, sino que hacía los textos de las canciones. Estaba fascinado con la música, pero como no podía ser músico, solo me quedaba escribir. Hacía el intento de crear textos de canciones.

Eran años fermentales en el plano social y convulsionados en el político.

Totalmente. Fui a un liceo neurálgico, que es el 17, en Fernández Crespo y Hocquart, al lado del Miranda, frente al Palacio Legislativo y próximo a las facultades de Química y Medicina, la Sagrada Familia y el Femenino. Un lugar donde pasaban cosas permanentemente. Y nos había llegado una mezcla de esa especie de surrealismo Beatles, con hipismos, Che Guevara, flower power y mayo francés. El día del golpe de Estado yo estaba con dos amigos, sentados en el cordón de la vereda, frente al Palacio Legislativo. Mis dos amigos en ese momento eran Carlos Viana –que desarrollaría una carrera en teatro y carnaval, más que conocida– y el otro era Edgardo Novick. Ese cruce extraño, ¿no? Y decíamos: “Mirá, dentro de cincuenta, sesenta años, van a decir tres jóvenes fueron asesinados mirando cómo los militares tomaban el Palacio Legislativo”. Por suerte no pasó, pero se daba esa cosa a los dieciséis, diecisiete años, cuando las balas pasaban cerca. Me pasó una bala muy cerca. Me enamoraba cada cinco minutos, pasaba escuchando música y dibujando. Todo junto. Enojado y maravillado al mismo tiempo.

El arte, las artes en tu caso, en ese contexto pasan a ser un acto de resistencia individual.

Cuando terminé el liceo, pedí pase para Bellas Artes, pero se había clausurado. En Artes Aplicadas no había cupo, por lo tanto, me anoté en Ciencias Económicas para estar con amigos. Pero ya tenía en claro que

lo que me interesaba tenía ver con el mundo de las artes. Finalmente retomé los estudios para tratar de ser profesor de dibujo, pensando que esa podía ser una posibilidad de sustento económico. Abandoné al mes o a los dos meses. Me llenaron las pelotas totalmente en una especie de represión permanente para entrar a clase. Si no era por el pelo, era por otra cosa. Sentí una persecución clarísima, la cual no resistí. En medio de todo eso, comencé a conocer amigos músicos y poetas, con los cuales teníamos intereses comunes y empezamos a hacer circuitos. Mientras tanto, trabajaba en cualquier cosa: una fábrica de pinceles, vender piedras de talco a laboratorios, estar en la feria, trabajar en una zapatería, en una herrería, hasta en una imprenta. Y ahí, en la imprenta, estaba en un lugar un poco más cercano a lo que quería hacer. Era la imprenta CBA de Antonio Dabezies [director de la mítica revista El Dedo]. El primer vínculo con Antonio fue cuando me invitó a participar de una posible revista con dibujos y poemas. A lo primero me ganó la desconfianza. ¿Quién es este tipo? ¿No será tira? Siempre estaba esa desconfianza cuando te presentaban a alguien. Una de las cosas más perfectas desde el punto estratégico de la dictadura fue esa inyección de infundir el miedo. El miedo como herramienta fundamental de dominación.

Luego hacés Artes Aplicadas en la Pedro Figari y conocés a una barra de amigos, parte del embrión de lo que vendría.

Con esos amigos me empecé a vincular a la Asociación Cristiana de Jóvenes (ACJ). Se formó un grupo de teatro con Carlos Viana y alguna gente más y, paralelamente, ahí hice mi primera exposición, para la que mandé imprimir un afiche que era un dibujo. Cuando vi salir por la máquina una hoja tras otra me dije: “Eso es lo que me gusta hacer a mí”. Había actividades de juveniles en la ACJ y por lo tanto no había que pedir permiso. Para los viernes se armó una actividad que se llamó “Canto para que estés”, donde actuaron un montón de músicos que no se sabía si podían actuar o no. Fue el caso de Dino, Darnauchans, Washington Carrasco y grupos que se estaban formando como Los que Iban Cantando, Contraviento, Carlos Benavides, Fosatti y Santiago Chalar. Todo el embrión de lo que es el canto popular a partir de 1978. Podían actuar porque era una actividad interna de la ACJ. Ahí empecé a recitar textos con algunos músicos e hice acuerdos para hacer textos de canciones y carátulas de discos. El primer disco fue de Contravientos, luego el de Cantaliso y así sucesivamente a Fernando Cabrera, a Mauricio Ubal, a compañeros generacionales con los cuales sigo interactuando. Y a poetas: Agamenón Castrillón, Héctor Bardanca…

Con Agamenón y Héctor formaron Ediciones de Uno en 1982.

Sí, pero en 1980 con Agamenón ya habíamos sacados nuestros primeros libros y habíamos recorrido medio Montevideo en recitales de canto popular con Julio Julián, Abel García y otros músicos. O solos. O armando recitales de poesía en cooperativas de viviendas, parroquias, clubes sociales y deportivos, o lugares que podían ser locales sindicales pero no lo eran. Todo lo que era en el ámbito periférico y que no tenía nada que ver con el Centro. La performance poética siempre fue muy importante para mí. Primero fue la lectura de los textos en público antes que la edición. Y esto viene de los beatniks. Me acuerdo de un hecho que intentó ser una ofensa y terminó siendo un halago. El grupo Cantaliso iba a tocar cuatro jueves en el teatro Circular e invitó a dos poetas a participar en sus espectáculos. A Agamenón Castrillón y a mí. Desde el teatro Circular le dijeron que no. Adujeron que éramos poetas de estadios. ¡Fantástico! Te podés imaginar que para mí era un orgullo. Me había transformado en Mayakovski y Ginsberg [risas]. Ese era el espíritu contestatario que dio origen a Ediciones de Uno. Poetas desclasados que estaban por fuera del circuito intelectual, con una intención de búsqueda de público, subidos al canto popular y formando parte de eso. No veníamos del IPA ni de Humanidades, ni de nada. Éramos bastante reítos y la intelectualidad nos miraba bastante mal.

Eran unos outsiders.

Claro, nosotros llegamos a la edición después de haber hecho miles de recitales en cientos de lugares. Y la presentación de nuestros libros ‒el mío se llamaba Ciudad de las bocas torcidas y el de Agamenón era Vidrio para cronomapas de las realidades nuda‒ fue en la Asociación Cristiana de Jóvenes, después en Mesa 1, en Covisunca, y se terminaron los libros. En la presentación de nuestro libro cantó solidariamente Rubén Olivera. De repente, en un fin de semana, con Agamenón, hacíamos tres o cuatro recitales en lugares distintos. En esos dos primeros libros ya se nota un espíritu cooperativo que es el origen de Ediciones de Uno. En primer lugar, porque el cooperativismo nos iba a acercar; y lo segundo es que éramos ocho o nueve poetas que estábamos sacando nuestros primeros o segundos libros. El objetivo era que el colectivo apoyara y ayudara a la edición de un libro y luego ese poeta ayudara a la edición de otro libro. Y así sucesivamente. Los libros estaban respaldados por un colectivo.

Ediciones de Uno había tenido una revista.

Sí, pero antes salieron los dos primeros libros y luego la revista, aunque tenga un origen anterior de gestación y discusión. Es más, en la revista iba a haber una sección de poesía que se iba a llamar Ediciones de Uno. Finalmente, no salió como sección porque se transformó en otra cosa.

Y luego aparece el facsímil La Oreja Cortada.

Eso vino más tarde. Estuve los cinco primeros años en Ediciones de Uno, que es de 1982, y La Oreja Cortada es del 87. Es parte de un fenómeno de ruptura con los grupos de rocanrol nuevos, llámense Los Traidores, Los Estómagos y demás; esa oleada postdictadura y también de un montón de revistas emergentes como G.A.S., Suicidio Colectivo y otras más. La Oreja Cortada formó parte de ellos, pero con una diferencia: esos grupos, esas revistas, intentaban de alguna manera entrar en un circuito cultural a las patadas, como debe ser, pero estaban intentando acceder a ese circuito. Y

nosotros ya estábamos en ese circuito y de alguna manera queríamos salir de él.

¿Por qué querían salirse del circuito cultural?

Porque estaba Héctor Bardanca, que ya había publicado su primer libro; Daniel Bello, que había editado La muerte en bicicleta; Gabriel Vieira tenía publicado Uruguaiensis y Urumaquia; Omar Bouhid, que ya había estrenado alguna obra de teatro; Pepino López Mazz que ya había escrito muchísimo en el semanario Jaque; Uruguay Cortazo que había hecho un montón de trabajos vinculados a la crítica literaria y yo que también ya tenía cuatro libros publicados. Entonces hay un encuentro entre la gente de G.A.S., Suicidio Colectivo y La Oreja Cortada, en ese pasaje de entrar y salir, pero no era lo mismo.

¿Ustedes estaban a favor del parricidio de la Generación del 45, como estuvo la generación de los ochenta, exceptuando a algunos poetas como Humberto Megget? A ver… Nunca sentí ser parricida de la Generación del 45 porque consideré que ya había un parricidio. Ya conocía a la revista Los Huevos del Plata y también conocía la Generación del 69, por lo tanto, eso, el parricidio, ya lo habían hecho ellos. En todo caso, de ser parricida, lo sería con la Generación del 60 y no con la del 45. La del 45 ya era una cosa viejísima. No tenía ninguna cuenta con ellos, en todo caso era con los continuadores de la Generación del 45. Yo era fanático de las Musicaciones, de Los Huevos del Plata, donde empieza a publicar Clemente Padín y Mario Levrero. Además, me interesaban mucho los libros de Cristina Carneiro, sobre todo Zafarrancho solo, y cierto imaginario Beatles, surrealismo, Bob Dylan y Revolución, de Íbero Gutiérrez. Me identificaba con la Generación del 69 que es la de la acción. Era la crisis, la crítica, la acción. Con la del 45 no tenía ninguna cuenta pendiente. Además, se la considera una generación monolítica, cuando no fue así. O sea, hay algunas figuras emblemáticas. Creo que Benedetti es una figura emblemática en sí; pero Amanda Berenguer, nada que ver. Después tenés a Idea Vilariño e Ida Vitale que pueden llegar a tener que ver, pero que van por otro lado. Y en poesía había cosas raras, como Megget o José Parrilla. O tenés narradores que pueden tener ese espíritu ciudadano, gris, monocorde, y estaba Armonía Somers, que es tremenda, que no tiene nada que ver con ese espíritu. Lo que era la poesía visible uruguaya no me interesaba en lo mínimo. Me interesaba la Generación del 69, los beatniks –Ginsberg, Kerouac, Gregory Corso o Ferlinghetti–, los malditos franceses: Lautréamont, Rimbaud, Baudelaire y poesía argentina. Me comí los grupos de Boedo y de Florida, Oliverio Girondo, González Tuñón y un poeta bastante olvidado que es Nicolás Olivari. Esos poetas desclasados, que están en la zona marginal. Ese es mi espíritu de iniciación. Yo no veía rabia en la poesía uruguaya, no veía esa polenta de romper estructuras. Y sí lo percibía en los que nombré. Veía en la poesía y narrativa uruguaya esa cosa contenida, perfecta, limpia, tranquila y sin ninguna estridencia. Cuando empecé a escribir, para mí los tres poetas vivos uruguayos eran Buscaglia, Macunaíma y Leo Antúnez. Para empezar porque ninguno usaba corbata. Parece un chiste, pero todos los demás aparecían en la fotito con corbata. Y a mis diecisiete años si aparecían con corbata ya estaban fuera de mi alcance.

¿Seguís pensando lo mismo de las generaciones de escritores contemporáneos?

Creo que hay un tono bastante moderado que tiene que ver con el espíritu uruguayo que es bastante encorsetado. Le cuesta mucho algunas cosas, como gritar o, por ejemplo, el humor. En la literatura uruguaya hay poco humor o se lo dejamos para los humoristas. Sanitariamente lo dejamos por fuera. Te nombró a Juceca u Horacio Buscaglia, nadie toma a ninguno de ellos como escritores.

Pero tu editorial Yaugurú publicó Mojos, del Corto Horacio Buscaglia en una colección de rescate de poesía.

Eso es un signo específico de decir “Esto es poesía”, junto con otros clásicos de la colección Rescate. Porque se cree, o se toma, al humor como un subgénero. Ocurre lo mismo con el texto de canción. Que venga alguien a decirme si Fernando Cabrera, Darnauchans o Mauricio Ubal no son tremendos poetas, están haciendo un género literario específico que es el texto de canciones. Pero eso es poesía pura.

¿Cuál fue el espíritu primigenio que te llevó a crear Yaugurú en 2004?

Ya había tenido una experiencia editorial con Ediciones de Uno, luego con las editoriales Yoea y Aymara donde trabajé como lector, y ocurría que me venía trabajo de diseño, carátulas de libro, pero, a la vez, los escritores o editores me pedían cierta opinión literaria. Entonces empecé a ser editor sin ser editor. Ahí me dije

Méritos & Merecimientos

Gustavo Wojciechowski (Maca) nació en Montevideo en 1956. Es diseñador gráfico, ilustrador, artista visual, poeta y editor. Ha publicado una novela, un libro de pastiches y juegos literarios, una caja con poesía visual y tipográfica, un par de discos compactos y una veintena de libros de poesía, entre los que se destacan Tipografía, Poemas&Polacos, De entonces acá, Ni siquiera, Esto es un libro de poemas, Si pudiera y Lengua a raz (y sus satélites naturales), su más reciente publicación. Fundó e integró el grupo de trabajo y sello editorial Ediciones de Uno (que integró desde 1982 hasta 1987). En 2004 fundó su propio sello editorial, Yaugurú, que ya tiene más de trescientos títulos. Ha realizado varias exposiciones de poesía visual y tipográfica, tanto en Uruguay como en el extranjero. Ha participado en festivales de poesía en Uruguay, Argentina, México, Puerto Rico, El Salvador, Guatemala y Chile.

“Ya que lo estoy haciendo, hagámoslo”. El primer libro que publiqué en Yaugurú fue Yo a este lo ablando hablando, de Santiago Tavella, donde precisamente hice eso: un trabajo de diseñador y editor. Era algo que tenía en la cabeza. Asociar cosas que me estaban interesando y no había un circuito, o estaban desperdigadas o nadie les daba bola y a mí me interesaban. Me pasa que me interesan las cosas que están en el límite, en el borde, en la periferia o que no están en el circuito más visible. Mi idea era publicar dos o tres libros por año. Con el tiempo me di cuenta de que me interesaban más cosas de las que me interesaban. Y quería que los libros fueran especiales, en el entendido que para hacer libros tradicionales ya había gente haciéndolos. Aunque no sabía definir qué era lo especial, supe que eso especial me lo iba a dictar cada título. Luego vendrían otros títulos y valiéndome de amigotes con los que ya había trabajado, y buena parte de ellos ya te los nombré, me empiezan a llegar manuscritos de diversa índole para editar. Una de las cosas importantes que definí es que las colecciones no pasaran por la igualización. Otra cosa: mi discurso de identidad, ¿tiene que pasar por la igualización? ¿Es tan débil mi discurso de identidad que tengo que hacer todos los libros iguales? En definitiva, todos los libros son distintos. La idea entonces fue alterar los formatos, alterar la materialidad del libro desde los papeles, las tintas, y hay una fuerte inclinación al trabajo manual, en el que los libros pueden tener un alfiler de gancho, una cinta o grafismos hechos a mano.

Esa materialidad es una de las características que identifican a Yaugurú. Y en tus diseños se nota que hay una lectura del texto. Es cierto, pero muchas veces me dicen “Tus libros son lindos”. No me interesa que los libros que edito sean lindos, me interesa que sean pertinentes. O sea, poder captar el espíritu de ese libro. Eso me lleva a una materialidad específica. Se logrará belleza, pero el objetivo no es la belleza, sino representar lo más fielmente posible lo que pasa en ese libro. Lo mismo ocurre con las carátulas de los discos. Antes de diseñar la tapa escucho las canciones. En las primeras carátulas de discos que hice iba hasta el estudio de grabación para observar todo el proceso. Ocurrió con el disco de Contraviento, por ejemplo, que iba a ver cómo grababan. Me dirás, ¿y eso qué tiene que ver con el diseño? Pero cuanto más sepa es mejor. Por ejemplo, Canciones propias, de Fernando Cabrera. Me dice de qué viene el disco e intuyo cómo van a ser los arreglos y me pasa dos o tres grabaciones premasterizadas. Ahí descubrí que él trabaja lo fragmentado, nunca es una línea recta, siempre la quiebra. Me mostró un dibujo de Fermín Hontou [Ombú] y me dijo que le gustaría que estuviera en la tapa. El dibujo es lindísimo, Fermín es un amigo, un compañero. Diseñé una tipografía para el disco que tenga esa cosa quebrada. Y empiezo a definir cosas. El exterior es muy blanco, solo un rojo en la tipografía. Cuando abrís el pack hay una tonalidad más grisácea, tenue, y se empieza a oscurecer porque hay fotos de Fernando en el estudio de grabación. Cuando sacamos el librillo ya tenemos un pleno bordó. O sea, vamos de la claridad a la oscuridad, que es un poco lo que pasa con esas canciones y esos arreglos: parecen simples, pero si uno se detiene comprende la riqueza, la complejidad.

¿Cuántos afiches, carátulas de libros y discos has diseñado?

Cuando en 2019 se armó la exposición retrospectiva Tapas (1979-2019) en el Museo Nacional de Artes Visuales, conté aproximadamente cuántas carátulas había diseñado de libros, revistas y discos, ya sea vinilos, casetes o compactos, y eran unas setecientas. En la exposición se exhibieron cuatrocientas, ya que eran cuarenta años de trabajos. Y bueno… el cuatro siempre me anda dando vueltas, nací un 16 (4 x 4), del mes 4, del 56, año obviamente múltiplo de 4. ¿Cuál es el valor del diseño en estos tiempos?

Hoy ya es una palabra, diseño, que está incorporada a nuestro vocabulario, aunque mucha gente todavía no sepa con exactitud de qué estamos hablando. Cuando empecé a diseñar ni sabía que eso era diseño, simplemente yo creía que dibujaba. De alguna manera los centros de estudio y las nuevas tecnologías han popularizado el término y a veces se confunde diseño con programas de diseño, el conocimiento con la herramienta, es como si dijéramos garlopa por carpintería. D

Nelson Díaz. Periodista cultural en medios nacionales y extranjeros. Escritor, ha publicado poesía, narrativa y biografía.

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