Revista
Pléyade
NÚMERO 8 | JULIO-DICIEMBRE 2011 | ISSN: 0718-655X
DOSSIER
“Poder y soberanía: Lecturas teológico-políticas”
Ely Orrego
Teología Política: El nuevo paradigma de la soberanía y el poder
ARTÍCULOS John P. McCormick
Del Catolicismo Romano al Leviatán: Sobre las disyunciones teológico-políticas en el pensamiento weimariano de Schmitt
Nathan Van Camp
Hannah Arendt and Political Theology: A Displaced Encounter
Daniel Nichanian
Carl Schmitt, Saint Paul and Paradoxical Truth
Tomas Borovinsky
Escatología, política y administración a partir de la obra de Alexandre Kojève: El problema del “fin de la historia”
Emmanuel Taub
Universalidad y mesianismo: Para una teología política desde el pensamiento de Hermann Cohen
Rodrigo Karmy
El ángel de la modernidad. La figura del Ángel en el pensamiento contemporáneo
Manfred Svensson
Hobbes, Spinoza y Locke sobre la herejía
Emanuele Coccia
El mito de la biografía, o sobre la imposibilidad de toda teología política
Fabián Ludueña
Poder Pneumático. Una reconsideración del problema teológico-político
Alfonso Galindo
Por una política sin teología política
Entrevistas Miguel Vatter Samuel Weber
Pensar la política desde la Teología Política (Entrevistado por Ely Orrego) Theology, Economy and Critique (Interviewed by Diego Rossello)
Reseñas Pablo Pavez
Qué hacer con el vivir… (Qué significa volver a vivir). Lecturas y pre-textos a propósito de “Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben”. Rodrigo Karmy (ed.), Ediciones Escaparate. 2011.
James Martel
Miguel Vatter, ed. “Crediting God: Sovereignty and Religion in the Age of Global Capitalism.” Fordham University Press. 2011.
Revista Pléyade (ISSN: 0718-655X) es una revista científica de carácter internacional dedicada a las humanidades y ciencias sociales, publicada semestralmente por el Centro de Análisis e Investigación Política (CAIP) de Chile. Director responsable:
José Parada Flores E-mail: jparada@caip.cl
Editora:
Ely Orrego Torres E-mail: eorrego@caip.cl
Asistentes Editoriales:
Gonzalo Olguín Felipe Torres
Corrección de Estilo:
Javiera Herrera
Traducción:
Anna Cordes
Comité editorial Gonzalo Bustamante Isaac Caro Rossana Castiglioni Mireya Dávila Nicolás Del Valle Carlos Durán Andreas Feldmann Joaquín Fermandois Arturo Fontaine Oscar Godoy John Griffiths Patricio Imbert Vanessa Lemm Juan Pablo Luna Aldo Mascareño Patricio Morales Luis Oro Eduardo Ortiz Ernesto Ottone Pablo Oyarzún Fabián Pressacco Pablo Salvat Diego Sazo Willy Thayer Miguel Vatter
Universidad Adolfo Ibáñez Universidad Alberto Hurtado Universidad Diego Portales Universidad Alberto Hurtado Centro de Análisis e Investigación Política Universidad Arcis Pontificia Universidad Católica de Chile Pontificia Universidad Católica de Chile Centro de Estudios Públicos Pontificia Universidad Católica de Chile Pontificia Universidad Católica de Chile Centro de Análisis e Investigación Política Universidad Diego Portales Pontificia Universidad Católica de Chile Universidad Adolfo Ibáñez Centro de Análisis e Investigación Política Centro de Análisis e Investigación Política Instituto de Estudios Avanzados Universidad Diego Portales Universidad de Chile Universidad Alberto Hurtado Universidad Alberto Hurtado Centro de Análisis e Investigación Política Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación Universidad Diego Portales
Comité Asesor Internacional Daniel Chernilo Luis Lobo-Guerrero Cristina Lafont Fabián Ludueña Alexandre Ratner
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011/
REVISTA PLÉYADE NÚMERO 8
Presentación CAIP
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Dossier Poder y soberanía: Lecturas teológico-políticas” Ely Orrego Teología Política: El nuevo paradigma de la soberanía y el poder 1 Political Theology: The New Paradigm of Sovereignty and Power
Artículos John McCormick Del Catolicismo Romano al Leviatán: Sobre las disyunciones teológico-políticas en el pensamiento weimariano de Schmitt From Roman Catholicism to Leviathan: On Political-theological Disjuntures in Schmitt’s Weimar Thought Nathan Van Camp Hannah Arendt and Political Theology: A Displaced Encounter Daniel Nichanian Carl Schmitt, Saint Paul and Paradoxical Truth
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Tomas Borovinsky 63 Escatología, política y administración a partir de la obra de Alexandre Kojève: El problema del “fin de la historia” Eschatology, Politics and Administration in the Alexandre Kojève’s Work: The Problem of “The End of History” VII
REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011/
Emmanuel Taub Universalidad y mesianismo: Para una teología política desde el pensamiento de Hermann Cohen Universality and Messianism: Political Theology from the Thought of Hermann Cohen
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Rodrigo Karmy El ángel de la modernidad. La figura del Ángel en el pensamiento contemporáneo The Angel of Modernity. The Figure of Angel in Contemporary Thought
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Manfred Svensson Hobbes, Spinoza y Locke sobre la herejía Hobbes, Spinoza and Locke About the Heresy
125
Emanuele Coccia El mito de la biografía, o sobre la imposibilidad de toda teología política The Myth of Biography, or On the Impossibility of Political Theology
137
Fabián Ludueña Romandini Poder Pneumático. Una reconsideración del problema teológico-político Pneumatic Power. A Reconsideration of the Political-Theological Problem
153
Alfonso Galindo Hervás Por una política sin teología política For a Politics without Political Theology
171
Entrevistas Miguel Vatter Pensar la política desde la Teología Política (Entrevistado por Ely Orrego) Thinking about Politics from the Political Theology (Interviewed by Ely Orrego) Samuel Weber Theology, Economy and Critique (Interviewed by Diego Rossello)
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011/
Reseñas Pablo Pavez Qué hacer con el vivir… (Qué significa volver a vivir). Lecturas y pre-textos a propósito de “Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben”. Rodrigo Karmy (ed.), Ediciones Escaparate. 2011.
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James Martel Miguel Vatter, ed. “Crediting God: Sovereignty and Religion in the Age of Global Capitalism.” Fordham University Press. 2011.
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Instrucciones a los autores
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Convocatoria Revista Pléyade nº 9
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Convocatoria Revista Pléyade nº 10
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011/
REVISTA PLÉYADE Revista Pléyade (ISSN: 0718-655X) es una revista científica de carácter internacional dedicada a las humanidades y ciencias sociales, publicada por el Centro de Análisis e Investigación Política (CAIP) de Chile. Su periodicidad es bianual (junio-diciembre) en formato papel y digital. Desde su fundación en 2008, la publicación incentiva la discusión académica de los fenómenos políticos, considerando temas como la filosofía política, los estudios latinoamericanos, la economía política, las relaciones internacionales, entre otros. Pléyade recibe colaboraciones bajo la modalidad de artículo, ensayo, reseña y entrevista, escrito en español o inglés. Los temas deben ser apropiados para una discusión a nivel académico de los fenómenos políticos, desde la perspectiva politológica. La Revista Pléyade, con la intención de diversificar y promover sus publicaciones, se encuentra indizada en los siguientes catálogos electrónicos: Dialnet (Universidad de La Rioja, España) Latindex (Universidad Autónoma de México) e-Revistas (España) CAIP En enero de 2007 se funda el Centro de Análisis e Investigación Política (CAIP) como un espacio para el desarrollo de actividades académicas y de extensión enfocado a la investigación, análisis y reflexión de los fenómenos políticos. La labor de dichas actividades es ejecutada por una base de jóvenes investigadores mediante un programa de investigación riguroso y sistemático, que cuenta con la asesoría y respaldo de destacados académicos y expertos en las ciencias sociales y humanidades. Este Centro de Investigación no representa intereses partidistas de ningún sector político y no posee filiación institucional. Esta peculiar característica nos proporciona una flexibilidad respecto al debate en torno a las ideas. Sin embargo, esto no significa que las perspectivas y formas de pensar de los investigadores CAIP tengan una esencia uniforme. Por el contrario, esta diversidad de visiones permite que se cultive el pensamiento crítico necesario para el cuestionamiento y discusión de lo político. En suma, en CAIP se busca hacer una contribución relevante al debate público, desde una óptica científica y multidisciplinaria. Todo ello con la finalidad de crear una plataforma que reúna tanto reflexiones de experimentados académicos así como de nuevos investigadores. A su vez, intenta transformarse en una vitrina para novedosas interpretaciones y conjeturas sobre lo político. Si desea recibir mayor información de las actividades del Centro de Análisis e Investigación Política escríbanos a nuestro e-mail: contacto@caip.cl
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 1-6
Teología Política: El nuevo paradigma de la soberanía y poder Ely Orrego*
Centro de Análisis e Investigación Política
I. En general, cuando nos referimos a los conceptos de teología y política en su conjunto, pareciera existir una relación insostenible. La existencia de tensiones propias entre la esfera de lo divino y lo terrenal, nos remiten a una historia que procede de tiempos inmemorables. A pesar de ello, ha sido recientemente cuando esta discusión ha adquirido interés y desarrollo por parte de los intelectuales. En particular, podríamos indicar que es con la teoría de la secularización entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando esta relación se intensifica.1 Si nos preguntamos por qué volver la mirada a esta problemática, podríamos responder en base a lo expuesto por Carl Schmitt en 1922: que “todos los conceptos políticos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”2. Su afirmación es alarmante, puesto que derriba la existencia de un pensamiento autónomo y que omitía la existencia de la teología en la esfera de lo público. La religión, era reconocible en tanto se desempeñase y enseñase en la esfera privada. El hacer pública su labor, significaba retornar a lo que se llamó “religión política” y “religión civil”3, lo cual sería peligroso para la libertad de pensamiento y de creencia. Sin embargo, la propuesta de Schmitt se vincularía con un nuevo modo de pensar la relación entre soberanía y poder, en tanto sus derivas * Ely Orrego es licenciada en Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Investigadora titular del Centro de Análisis e Investigación Política. Entre sus temas de interés e investigación se encuentran la filosofía política (en especial, la teoría política contemporánea, la biopolítica y teología política), derechos humanos y el estudio de la violencia a través de la historia política y social . E-Mail: eorrego@caip.cl 1 No sería oportuno indicar que surge con ello, puesto que la relación entre ambas esferas siempre ha existido. Sino que consideramos este punto como el inicio de un nuevo pensar en la relación entre teología y política. 2 Carl Schmitt, Teología política: Cuatro ensayos sobre la soberanía (Buenos Aires: Struhart, 2005), 57. 3 Sobre ello, puede revisarse la sección titulada “Religión civil” en Jean Jacques Rousseau, El contrato social (Madrid: EDAF, 1981) y el texto de Erik Peterson, El monoteísmo como problema político (Madrid: Trotta, 1999)
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TEOLOGÍA POLÍTICA
conceptuales eran teológicas. La existencia de una autoridad soberana, de la constitución política de un pueblo, e incluso, de situaciones adversas como el “estado de excepción”, nos remitirían a una raíz teológica. Su proposición también considera el pensar esta relación desde una mirada de la dominación de quienes ejercen el poder. Por ello, la relevancia en su pensamiento que tiene el soberano y cómo éste lleva a cabo el poder de forma legítima, ha generado una interpretación negativa de lo que significaría la teología política. Asimismo, representaría una visión que sería una continuidad de la crítica derivada de las mentes ilustradas, en donde se cuestionaba el rol del soberano como absoluto, así como el origen divino de éste. A pesar de lo anterior –y de que la mayoría de los escritos sobre teología política schmittiana han trabajado esta relación–, desde hace un par de años se está pensando una nueva forma de teología política. Si bien el pensamiento schmittiano no se ha dejado de lado, se ha abierto la posibilidad a nuevas direcciones sobre el asunto. Uno de ellos, podríamos indicar que es la deriva mesiánica4, en donde se presenta una apertura hacia una relación liberadora y redentora de teología política, el cual se ha asociado a un pensamiento de izquierda. Otra deriva, podríamos indicar que son los nuevos temas que se están trabajando en torno a la “ortodoxia radical”5, donde no sólo se remite una lectura de temas políticos, sino que también vinculados a la economía, sexualidad, filosofía, entre otros. Sin embargo, una corriente de pensamiento discutida en la actualidad, pero ausente en este dossier, es la que remite a la teología latinoamericana y su comprensión de la política y el poder soberano. Aunque su crítica ha estado presente principalmente en la forma de la teología de la liberación, desde sus inicios en la década de los 60’, el momento sociopolítico que estamos viviendo podría ser interesante para retomar dicha crítica social. Y es que los nuevos movimientos sociales nos han volcado a pensar la forma de la autoridad y de la soberanía, desde nuevas perspectivas. Significa que la visión del poder sería reformulada por quienes viven la dominación – de la cual la teología política se apropia en sentido schmittiano y desde el soberano–, para que por medio de instrumentos teológicos, surja la esperanza.6 O al menos, así es como los movimientos sociales buscan un acontecimiento que sea redentor. Con respecto a lo anterior, Metz dice que “toda teología escatológica tiene que convertirse en una teología política como teología (socio-) crítica”7. Me remito a este autor, para destacar dos ideas relacionadas con 4 Al respecto, podemos considerar los textos y re-lecturas de Walter Benjamin, Giorgio Agamben, Alain Badiou, entre otros. 5 Entre otros, el principal de ellos es John Milbank. Véase John Milbank, Catherine Pickstock y Grahan Ward (eds.) Radical Orthodoxy (New York: Routledge, 1999). 6 Jürgen Moltmann, Teología de la esperanza (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1989). 7 Johan Baptist Metz citado en Jürgen Moltmann, Teología política, ética política (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1987), 15.
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ELY ORREGO
los movimientos sociales presentes: la crisis del neoliberalismo y la crisis de la religión. La primera, vinculada con el despertar de la ciudadanía, y junto a ello con la crítica que ésta hace del funcionamiento del poder político. No sólo una crítica a la autoridad y sus mecanismos, los cuales son una respuesta a la serie de manifestaciones populares realizadas en el último tiempo, sino que también a la crisis financiera y del progreso. Ésta última podemos contextualizarla en lo vislumbrado por Walter Benjamin en su crítica a la idea de progreso, en las tesis sobre la historia8. En ellas, presenta a la teoría de la socialdemocracia y su práctica como que “estaba determinada por un concepto del progreso que no se atenía a la realidad, sino que poseía una pretensión dogmática”9. Con ello, su crítica se refiere a una concepción irrealista de lo que significan sus pretensiones, basadas en principios de una doctrina propia, su propia religión. Es esta religión expresada en el actual neoliberalismo, la que critican los movimientos insurgentes. Por otro lado, la crisis de la religión podría vincularse a la ausencia de la Iglesia como actor clave para nuestra realidad sociopolítica. Si en el pasado la Iglesia emitía juicios basados en una crítica social; hoy, de forma contraria, se presenta como guía espiritual de unos pocos, encargándose de la esfera privada y a su vez, olvidando su rol crítico en la sociedad. Así como perdiendo su sentido propiamente teológico-político.
II. ¿Por qué hacer un dossier sobre teología política? Junto con responder al ejercicio del pensar la teología política como una forma de dominación, se presenta la opción de nuevas dinámicas discursivas y críticas. El presente dossier podría dividirse en tres partes: En primer lugar, se consideran interpretaciones de autores contextualizados en la perspectiva de la teología política; en segundo, re-lecturas de temas particulares derivados del pensamiento teológico-político y, en la última parte, propuestas que se vinculan con nuevas formas de comprender la teología política. Estos últimos, se presentan como propuestas no sólo para la discusión presente, sino que a posteriori, debido a la reconstrucción del concepto de teología política. En la primera parte, abre este dossier una traducción de John P. McCormick, quien ha estado trabajando el pensamiento de Carl Schmitt. En el presente texto, que ha sido traducido del inglés al español, el autor discute Catolicismo y forma política, uno de los textos de Schmitt menos 8 Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia (Santiago: Lom Ediciones, 2009). 9 Ibid., 48.
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TEOLOGÍA POLÍTICA
conocidos, pero más profundamente teológico-políticos. Le sigue, Nathan Van Camp quien en su texto discute por qué Hannah Arendt no se sumerge en las discusiones teológico-políticas, las cuales estaban presentes tanto en su época como en los pensadores que escriben durante el período de la República de Weimar. A continuación, Daniel Nichanian siguiendo las nociones schmittianas de soberanía, discute el concepto de “verdad”. Para ello, hace una lectura de San Pablo para analizar dicha formulación . Tomas Borovinsky y Emmanuel Taub proponen una lectura desde dos autores que están trabajándose recientemente en el pensamiento teológicopolítico. Mientras Borovinsky trabaja la discusión sobre el fin de la historia en Alexandre Kojève; Taub aborda los conceptos de universalidad y mesianismo desde Hermann Cohen. La segunda parte contiene los textos de Rodrigo Karmy y Manfred Svensson, los cuales se remiten a discusiones temáticas. Rodrigo Karmy, por su parte, hace un estudio del ángel desde Corbin y Benjamin. Se piensa al ángel como el dispositivo que daría lugar a la teología política moderna, así como su deriva gubernamental. En cambio, Svensson discute la noción de herejía, la cual ayuda a comprender el desarrollo histórico de la tradición filosófico política. En la tercera parte del dossier, se presentan una serie de artículos que no sólo consideran la teología política como un asunto discursivo o conceptual, sino que del mismo, hacen una crítica. Lo que sería interesante, es que no sólo retoman su conceptualización, sino que también la reformulan. De esta forma, esta sección podría ser una primera propuesta para lo que hoy entendemos y podríamos entender como teología política. Comienza esta sección, el texto de Emanuele Coccia, en el cual se argumenta que la teología política se fundamenta en el estudio de las biografías, pero el cual no se desarrolla desde el mito, como él propone. Para ello, considera que el mito no sólo representa un asunto filológico y retórico, sino que también uno cultural y teológico. El siguiente texto es el de Fabián Ludueña, quien propone avanzar la tesis de una teología política, pero desde el papel del Espíritu Santo. A diferencia de lo que tradicionalmente se ha hecho, desde el Padre (idea de soberanía) o desde el Hijo (idea mesiánica), deriva una nueva reformulación que tendrá sus consecuencias teóricas y políticas en la nueva definición de teología política. Para concluir, Alfonso Galindo presenta una visión de la política, con una crítica a las ideas teológico-políticas que pueden vincularse con una violencia conceptual. Para ello, y después de su análisis, concluye que es a partir del tercer liberalismo, el que recoge tanto la idea de teología política como mesianismo impolítico, el que evitará los peligros a los cuales se enfrentan ambos por sí mismos. A los artículos presentados, le siguen dos entrevistas. La primera, correspondiente a Miguel Vatter, respondería a la necesidad de introducir el tema de la teología política. En ella, Vatter discute su conceptualización, 4
ELY ORREGO
así como profundiza en uno de los autores (Leo Strauss) de quien hoy se está hablando en términos teológico-políticos. La segunda entrevista, realizada a Samuel Weber, discute y reformula el asunto teológico político desde la economía, argumentando que la crisis económica actual, responde a preocupaciones religiosas, no sólo financieras.
III. Los orígenes del presente dossier se remontan a octubre del 2010. A partir de entonces, el trabajo del mismo ha desencadenado en una serie de acontecimientos favorables y desfavorables. Por ello, es que no puedo terminar esta introducción sin antes agradecer al equipo de la revista Pléyade en ese entonces: a José Parada y Diego Sazo, quienes aceptaron gustosos mi propuesta de dossier y alentaron la salida de esta edición. A Gonzalo Olguín, quien estuvo trabajando en el formateo y revisión de los artículos; Javiera Herrera, quien se encargó de la redacción; y a Anna Cordes y Wölfang Schröder, quienes se encargaron de las traducciones, así como de su revisión respectivamente. Asimismo, debo agradecer a cada una de las personas que hizo posible este dossier en cuanto a su formulación: A Fabián Ludueña y Emmanuel Taub, quienes desde un inicio se animaron a colaborar con este trabajo y con quienes sostuve las primeras conversaciones para que este dossier se concretara; además de invitar respectivamente a Emanuele Coccia y Tomas Borovinsky a participar. A Rodrigo Karmy, quien dispuso de su tiempo para conversar sobre el asunto, así como a proponer personas para que escribieran sobre este tema y la factibilidad de emitir las ediciones impresas. A Diego Rossello, quien gentilmente revisó la traducción del texto de John McCormick, así como colaboró con la entrevista a Sam Weber. A James Martel y Pablo Pavez, que colaboraron realizando reseñas sobre libros que tratan el tema teológico-político. A Manfred Svensson, quien no dedicándose al tema de teología política de forma directa, quiso entregar una interpretación del asunto. A John P. McCormick, quien aceptó que realizásemos una traducción de su texto. Y a Miguel Vatter, quien sin su ayuda académica, además de haber implantado mi interés en la teología política, este dossier quizás ni siquiera podría haberse pensado.
Referencias Bibliográficas
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TEOLOGÍA POLÍTICA
Benjamin, Walter. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago: Lom Ediciones, 2009
Milbank. John, Catherine Pickstock y Grahan Ward (eds.). Radical Orthodoxy. New York: Routledge, 1999.
Moltmann, Jürgen. Teología política, ética política (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1987 Moltmann, Jürgen. Teología de la esperanza. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1989 Peterson, Erik. El monoteísmo como problema político. Madrid: Trotta, 1999. Rousseau, Jean Jacques. El contrato social. Madrid: EDAF, 1981. Schmitt, Carl. Teología política: Cuatro ensayos sobre la soberanía. Buenos Aires: Struhart, 2005. Vatter, Miguel (ed.), “Introduction: Crediting God with Sovereignty”. En Crediting God: Sovereignty & Religion in the Age of Global Capitalism, ed. Miguel Vatter. New York: Fordham University Press, 2011.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 7-18
Del Catolicismo Romano al Leviatán: Sobre las disyunciones teológico-políticas en el pensamiento weimariano de Schmitt John P. McCormick University of Chicago RESUMEN En el presente ensayo se utiliza el texto Catolicismo y forma política, frecuentemente pasado por alto, para realzar cambios generalmente descuidados en el pensamiento de Schmitt que se desarrollan desde principios hasta finales de los años 20’ y luego a mediados de los años 30’. En particular, este ensayo señala alteraciones significativas en las actitudes de Schmitt hacia la Iglesia Católica, el concepto de “humanidad”, el liberalismo, los judíos y el estado Leviatán de Thomas Hobbes. Palabras clave: Schmitt, Hobbes, catolicismo, liberalismo, Rusia, Nazismo, AntiSemitismo.
From Roman Catholicism to Leviathan: on political-theological disjunctures in Schmitt’s Weimar thought This essay uses Carl Schmitt’s often overlooked Roman Catholicism and political form to highlight generally neglected changes in Schmitt’s thinking as it develops from the * El presente artículo fue publicado originalmente bajo el título “From Roman Catholicism to mechanized oppression: on political-theological disjunctures in Schmitt’s Weimar thought”, en Critical Review of Internacional Social and Political Philosophy 13 no. 2-3 (2010): 391-398. Agradecemos al autor y a Taylor & Francis Ltd. por otorgarnos el permiso editorial para publicar una versión española en este dossier. Traducido del inglés al español por Ely Orrego Torres, licenciada en Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile e investigadora titular del Centro de Análisis e Investigación Política. ** John P. McCormick es profesor del departamento de Ciencia Política de la University of Chicago. Sus áreas de investigación incluyen el pensamiento política de la Florencia Renacentista (específicamente, Giucciardini y Maquiavelo), la teoría política y social del siglo XIX y XX, la filosofía y sociología del derecho, las dimensiones normativas de la integración europea y la teoría democrática contemporánea. Es el autor de Carl Schmitt’s Critique of Liberalism: Against Politics as Technology (Cambridge: Cambridge, 1997), Weber, Habermas and Transformations of the European State: Constitutional, Social and Supranational Democracy (Cambridge: Cambridge, 2006) y Machiavellian Democracy (Cambridge: Cambridge, 2011). E-Mail: jpmccorm@uchicago.edu 7
DEL CATOLICISMO ROMANO AL LEVIATÁN early to the late 1920s and then to the mid‐1930s. In particular, the essay notes significant alterations in Schmitt’s attitudes to the Roman Catholic Church, the concept of ‘humanity’, liberalism, the Jews and Thomas Hobbes’s Leviathan state. Keywords: Schmitt, Hobbes, Catholicism, Liberalism, Russia, Nazism, Anti-Semitism.
El texto Catolicismo y forma política, frecuentemente “pasado por alto” dentro de la obra de Carl Schmitt, es crucial para un apropiado entendimiento del contenido moral y motivaciones políticas de sus escritos durante el período temprano de la República de Weimar. También, presenta de manera dramática al público contemporáneo los altos riesgos políticos planteados por las controversias intelectuales sobre la autoridad moral. Si la moralidad no pudo ser planteada racionalmente como la Ilustración hubiera esperado ¿es el recurrir a la teología la única justificación intelectual disponible? Si es así, ¿qué presagia para las interacciones transculturales pacíficas entre la gente de todo el mundo? ¿Es el conflicto violento entre civilizaciones el inevitable destino de la humanidad? Publicado en 1923, un año después del influyente trabajo de Teología Política, este ensayo especifica el tipo de “decisión” que Schmitt definió como la esencia de la autoridad soberana, y desarrolla el significado del “estado de excepción” postulado en su trabajo anterior. Catolicismo y forma política, incluso más que en su trabajo previo, es el escrito más abiertamente teológico de Schmitt. En él explica su comprensión de la misión política de la Iglesia Católica en el mundo contemporáneo, su profunda aversión al ateísmo y materialismo de la Rusia Soviética, y su visión ecuménica del legado moral y destino de Europa; una visión expresamente inclusiva de los judíos europeos. Por estas razones, el ensayo propone que solo interpretaciones sobredeterminadas pueden adscribir a las primeras obras de Schmitt. Por un lado, el nihilismo que caracteriza a sus escritos después de su quiebre con el Catolicismo en 1926, representado por El concepto de lo político; o bien, por otro lado, el anti-semitismo que se entrelazó con su pensamiento una vez que aceptó las ideas del Nacionalsocialismo en 1933 y que persistió a lo largo de sus escritos de post-guerra. Así, a pesar de sus considerables virtudes, las obras de William Scheuerman1 y Raphael Gross2 se inclinan a sobredimensionar, respectivamente, el lugar del nihilismo y anti-semitismo de la obra temprana de Schmitt. 1 William E. Scheuerman, Carl Schmitt: The End of Law (Lanham, MD: Rowman & Littlefield, 1999) 2 Raphael Gross, Carl Schmitt and the Jews: The “Jewish Question, the Holocaust and German Legal Theory (Madison: University of Wisconsin Press, 2007).
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JOHN P. MCCORMICK
Tanto en Teología política como en Catolicismo y forma política, Schmitt sugiere que una creencia peligrosa y acrítica en la bondad natural de la humanidad motiva un programa peculiarmente moderno predispuesto a derribar toda forma de autoridad. De acuerdo a este punto de vista, escribe Schmitt, una vez que los individuos viven en libertad absoluta y sin limitaciones, todos los problemas serán técnicos o económicos más que políticos o morales3. Esta creencia encuentra su lugar definitivo en la Rusia soviética, la cual Schmitt ve como una amalgama horrorosa de Cristianismo Oriental irracional, anarquismo radical y la forma más inferior de materialismo socialista. La Revolución Rusa significa, para Schmitt, nada menos que una rebelión en contra de la noción teísta de que la bondad debe ser garantizada, fomentada, o al menos parcialmente impuesta sobre el hombre desde el exterior, esto es, trascendentalmente por Dios. Los anarquistas ateos creen sin reservas que la bondad reside inmanentemente en el hombre por sí solo, y que la maldad puede localizarse exclusivamente en el “pensamiento teológico y sus derivaciones, entre las cuales se cuentan las nociones de autoridad, Estado y Poder público”4. No toleran ninguna restricción externa, política o de otro tipo, sobre la voluntad humana; la noción misma de “forma” es anatema para ellos. Como enfatiza Schmitt en Catolicismo y forma política, los anarquistas y socialistas rusos se rebelan contra “la Idea”5 como tal. Pero para Schmitt, la distinción entre el bien y el mal se desvanece sin estándares morales, estándares que no se producen ni perduran sin la autoridad. La sublevación contra la autoridad moral inevitablemente despojará de significado a la vida humana. Y la rebelión contra el orden, contra la forma per se, solamente puede conducir a los más grandes abusos del orden6. En Teología Política, Schmitt simpatiza con las respuestas al anarquismo y el socialismo lanzadas por los contrarevolucionarios católicos, tales como Maistre, Bonald, y especialmente Juan Donoso Cortés, quienes promulgaron la creencia de que el hombre es malo por naturaleza –pura y simplemente–
3 [N. del T.: Un análisis profundo de este tema y su relación con la Iglesia Católica, puede encontrarse en John P. McCormick, Carl Schmitt’s Critique of Liberalism. Against Politics as Technology (Cambridge: Cambridge University Press, 1997) en el capítulo “Liberalism as Technology’s Infiltration of Politics”, 121-292]. 4 Carl Schmitt, Teología Política, trad. José Luis Villacañas (Madrid: Editorial Trotta, 2009), 51. [Carl Schmitt, Political Theology: Four Chapters on the Concept of Sovereignty (1922), trad. G. Schwab (Chicago: University of Chicago Press, 2006), 56-57]. 5 Carl Schmitt, Catolicismo y forma política, trad. Carlos Ruiz Miguel (Madrid: Editorial Tecnos, 2000), 49. [Carl Schmitt, Roman Catholicism and Political Form (1923), trad. G. L. Ulmen (Westport, CT: Greenwood Press, 1996), 39]. 6 Schmitt, Teología Política, 56-57; Ibid., Catolicismo y forma política, 33, 34. [Schmitt, Political Theology: Four Chapters on the Concept of Sovereignty, 66; Ibid., Roman Catholicism and Political Form, 27].
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DEL CATOLICISMO ROMANO AL LEVIATÁN
y que cualquier autoridad, como tal, es buena7. De acuerdo con Schmitt, Donoso Cortés se opuso al anarquismo anti-teológico de Bakunin, Kropotkin y Proudhon distorsionando y exagerando el dogma cristiano del pecado original en una doctrina de la “absoluta malicia”, “corrupción” e “indignidad natural” de la humanidad8. Pero esto es una herejía. Como reconoce Schmitt, la ortodoxia católica insiste en que el hombre no es pecador por naturaleza, sino más bien es capaz de hacer lo bueno cuando es guiado por la conciencia, la gracia, la razón así como por la autoridad. En Teología Política no queda claro qué tan lejos quiso llegar Schmitt con las polémicas de Donoso Cortés, a quien considera que “raya muchas veces en la locura”9. De hecho, uno no puede culpar incluso a astutos comentaristas como Stephen Holmes10 por reducir los puntos de vista de Schmitt a aquellos de los contrarrevolucionarios que se discuten en ese trabajo. La mayoría de los intérpretes asumen que el argumento de Schmitt a favor de una decisión soberana implica un apoyo a la autoridad que rige independientemente de cualquier contenido moral; una decisión que valida el simple hecho de que los seres humanos viven necesitados de un gobierno absoluto. Sin embargo, Catolicismo y forma política, demuestra que la posición teológica de Schmitt cerca de 1922-23 es más ortodoxa que la de los contrarrevolucionarios, y que sus políticas no son necesariamente tan ideológicas como la suya. Schmitt celebra a la Iglesia Romana como representación de, y vínculo temporal con, un “Dios hecho Hombre en la realidad histórica”11. Para Schmitt, la encarnación significa que los seres humanos, en contra de las opiniones de los anarquistas orientales y materialistas, nunca pueden estar reducidos a sus meros atributos físicos. Tampoco la “humanidad” existe bastándose a sí misma como una materia inerte ni como un objeto manipulable técnica o económicamente12. En la cosmovisión católica, los seres humanos –que son más que meros hechos biológicos moralmente neutrales– son capaces de buscar la perfección moral, incluso si necesitan dirección intelectual para hacerlo. La capacidad de bondad separa la visión católica de la naturaleza humana de la de los contrarevolucionarios, y su insistencia en la necesidad de dirección moral la coloca en un conflicto moral con cada tipo de anarquismo. Como explica Schmitt en Catolicismo y forma política, esas capacidades/insuficiencias humanas unidas, constituyen el centro de la genuina racionalidad legal, la 7 Schmitt, Teología Política, 51. [Schmitt, Political Theology: Four Chapters on the Concept of Sovereignty, 55]. 8 Ibid., 52. [Ibid., 57]. 9 Ibid. [Ibid.]. 10 Stephen T. Holmes, “Carl Schmitt: The Debility of Liberalism”, in Holmes, The Anatomy of Antiliberalism (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1993), 37-60. 11 Schmitt, Catolicismo y forma política, 23. [Schmitt, Roman Catholicism and Political Form, 19]. 12 Ibid., 44, 49. [Ibid., 34-35, 39].
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cual está preocupada principalmente de la “dirección normativa de la vida humana social”13. En su introducción, G.L. Ulmen elabora cuidadosamente la comprensión de Schmitt sobre la Ley Canónica, especialmente la forma en la cual ésta hereda, y además universaliza, la racionalidad y sustancialidad jurídica del Derecho Romano. Para Schmitt, sólo la sustantiva orientación jurídica del Catolicismo, –a diferencia del punto de vista puramente formal del positivismo legal o la orientación completamente amoral del materialismo– permite a la humanidad confrontar los candentes dilemas morales del siglo veinte. En una época caracterizada por la producción industrial del todo y cualquier cosa, de mercancías ilimitadas a la muerte en masa, la racionalidad católica presenta a los seres humanos una forma de pensar capaz de distinguir, moralmente, entre camisas de seda y gases venenosos14. Si Schmitt falló en apoyar a gran escala el programa reaccionario de Donoso Cortés en Teología Política, indudablemente parece compartir la crítica al liberalismo del español. Donoso Cortés consideró el liberalismo como incapaz de tomar parte en la “sangrienta y decisiva batalla” entre teísmo y ateísmo; la burguesía liberal, como la clase discutidora, elude tales decisiones, prefiriendo desplegar “su actividad política en discursos, en la prensa y en el parlamento”15. Sin embargo, en ese trabajo Schmitt considera la idea de que Donoso Cortés habla en términos extremadamente polémicos, sólo como una respuesta retórica a la profunda indecisión del liberalismo16. Ya que el liberalismo no identificará al anarquismo ateo como un enemigo, Donoso Cortés recurre al lenguaje apocalíptico, llamándolo “diabólico” y a sus representantes Proudhon y Bakunin como “demonios” y subordinados de Satán17. En Catolicismo y forma política, el propio intento de Schmitt de inducir a liberales europeos y progresistas no-católicos a decidir en favor de una autoridad moral y en contra del anarquismo es más explícito. Schmitt demuestra que está dispuesto a ser más conciliador con el liberalismo que su alter ego español, y que entendió el conflicto con el espíritu anárquico de la modernidad como algo más que una elección sin complicaciones entre la creencia y el ateísmo. Schmitt reconoce que los liberales europeos y los socialistas occidentales comparten la complicidad de promover la racionalidad técnica y económica radicalizada por la Rusia Soviética; y comienza el trabajo con un claro reconocimiento de su hostilidad general a la profesión del catolicismo 13 Ibid., 15. Cf. 32, 36-37. [Ibid., 12. Cf. 26, 29-30]. 14 Ibid., 18. [Ibid., 14-15]. 15 Schmitt, Teología Política, 53. [Schmitt, Political Theology: Four Chapters on the Concept of Sovereignty, 59]. 16 Ibid., 56. [Ibid., 63]. 17 Ibid., 56-57. [Ibid., 63-64].
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de su sustancial racionalidad –lo que él llama su “pasión anticatólica”18. Pero, como Catolicismo y forma política recoge el momento retórico-analítico, Schmitt insiste en que los liberales europeos y socialistas son, no obstante y en última instancia, amigos del catolicismo y enemigos de la Rusia soviética. Hay, después de todo, razones, ya discutidas, para acuerdos entre católicos y progresistas occidentales: si los seres humanos son remotamente capaces de hacer el bien, se les debe conceder al menos un mínimo de libertad de la autoridad política para buscar el bien a través de la conciencia y la razón. Por otra parte, los liberales y socialistas europeos están inclinados a luchar por concepciones universales y sustanciales de la humanidad. Sin embargo, luego de la Primera Guerra Mundial y la revolución bolchevique, Schmitt sugiere que necesitarán del catolicismo para instruirles cómo y sobre qué fundamentos pelear esas batallas de forma correcta19 –de la misma manera en que, al parecer, la humanidad siempre ha requerido la guía moral de la Iglesia. En este sentido, Catolicismo y forma política invita a los liberales, incluso a los anticlericales de la tradición de Lacordaire, Montalembert y Tocqueville, a aliarse con la Iglesia en contra de la combinación entre anarquismo ateo, nacionalismo eslavo y socialismo materialista que tiene sus raíces en la Rusia revolucionaria20. Especialmente los liberales, afirma Schmitt, necesitan de los católicos para guiarles con respecto a la fatal e inevitable naturaleza de la “excepción”: la excepción no sólo es la brecha lógica que se da entre la regla general y el hecho concreto; una brecha recalcada por Schmitt para mostrar las deficiencias del positivismo jurídico en Teología política. Es incluso más alarmante, como Catolicismo y forma política lo pone de manifiesto, la “excepción” también constituye la época histórica presente en la cual la autoridad y el orden decididamente no liberal –que de una manera sin precedentes renuncia a toda autoridad y orden– se ha apoderado del control del vasto imperio en la frontera de Europa oriental, y ha expresado abiertamente su voluntad de dominio mundial21. Schmitt utiliza tres figuras aparentemente distintas, personificaciones de la ortodoxia, el comunismo y el anarquismo, respectivamente, para ilustrar la particular aversión rusa a la autoridad que había tomado el poder en la Unión Soviética: Dostoievski, Lenin y Bakunin. Schmitt postula que la fábula del Gran Inquisidor demuestra la irracionalidad fundamentalista de la religiosidad de Dostoievski: Dostoievski es incapaz de percibir a cualquier persona que ocupe un cargo o ejerza un liderazgo intelectual como otra cosa que no sea una persona intrínsecamente perversa22. Lenin, a juicio de 18 19 20 21 22
Schmitt, Catolicismo y forma política, 3. [Schmitt, Roman Catholicism and Political Form, 3]. Ibid., 30-31. [Ibid., 24-25]. Ibid., 3-5, 16, 27. [Ibid., 3-4, 13, 22]. Ibid., 48. [Ibid., 38]. Ibid., 40. [Ibid., 32].
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Schmitt, es tanto un fanático nacionalista eslavo, un primordialista étnico, como un futurista radical al intentar electrificar la tierra23. Sin embargo, Schmitt señala a Bakunin –ese “ingenuo guerrero” que declaró la guerra a la metafísica, religión, política y al derecho–, como el exponente más peligroso del nuevo ethos ruso24. Schmitt afirma que la figura de Bakunin es la que mejor ilustra que el espíritu de la Rusia soviética se mueve en una oposición diferente a la de quienes supuestamente son sus fundadores ideológicos: Marx y Engels. Según Schmitt, estos últimos fueron fundamentalmente europeos e intelectuales que mantuvieron una profunda fe en la autoridad moral. Marx y Engels detestaban los gustos de Bakunin y éste, a su vez, despreciaba a Marx y Engels. Schmitt es categórico: los socialistas occidentales como Marx tienen más cosas en común con los católicos romanos que con los adherentes al nuevo régimen, quienes lo señalan como padre intelectual. Marx podría haber sido un ateo y materialista declarado, pero su intelectualismo, compromiso con la educación y capacidad para hacer distinciones morales provocó la ira de radicales orientales como Bakunin. Con un filosemitismo que se invertiría perversamente luego de su adhesión al nacionalsocialismo una década después, en Catolicismo y forma política, Schmitt enfatiza precisamente en términos positivos la característica de Marx que exasperaba a Bakunin: él era un “judío alemán”, un europeo empedernido. Schmitt acentúa este punto con una referencia directa al lugar de nacimiento de Marx en la Alemania occidental: Tréveris25. Ante cualquier otra diferencia que podría dividirles, los liberales franceses, socialistas judíos alemanes y católicos romanos creen en la dignidad de los derechos humanos y defienden la autoridad cuasi-teológica de las ideas26. El anarquismo y socialismo radicalmente materialistas, recuerda Schmitt a su audiencia, que se hacen cada vez mas fuertes en el Oriente, amenazan la existencia misma de los valores que más aprecian todos esos moralistas occidentales. Schmitt sostiene que el antagonismo entre Marx y Engels y Bakunin “abre el escenario…donde se aprecia de qué lado está el Catolicismo como magnitud política”27. Debido a esta aversión entre Occidente y Oriente, entre moralidad y anarquía, los europeos católicos y progresistas, en conjunto, pueden hacer su elección política, su decisión moral. A pesar de las dificultades tanto pasadas como presentes del catolicismo con el liberalismo o socialismo occidental, todos ellos deben unir fuerzas en contra de los soviéticos. Schmitt concluye Catolicismo y forma política con la advertencia de que el catolicismo está “en el lado de la Idea y de la civilización europeo23 24 25 26 27
Ibid., 16. [Ibid., 13]. Ibid., 46-48. [Ibid., 36-38]. Ibid., 46-48. [Ibid., 36-38]. Ibid., 33. [Ibid., 27] Ibid., 48. [Ibid., 38].
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occidental” y en contra “del socialismo ateo del ruso anarquista”28. El catolicismo se mantiene como un recordatorio de que Europa es la cuna de la Idea, de los valores, así como de las formas institucionales que la encarnan y de la autoridad que la sustenta. Del Imperio Romano pasando por la cristiandad medieval hasta el liberalismo y socialismo occidentales, Europa es el campeón consumado del contenido sustancial moral de la humanidad. La Rusia soviética representa una amenaza de urgencia y gravedad sin precedentes para la humanidad y su mayor representante, Europa. En el momento en que Schmitt desarrolla su famosa tesis sobre la distinción entre “amigo/enemigo” en 1927 y publica la versión definitiva de ésta en El concepto de lo político (1932), el liberalismo asume una posición mucho más problemática en su pensamiento. Además, la autoridad moral del Catolicismo Romano desaparece por completo; de hecho, Schmitt formula una definición de la política explícita y radicalmente separada tanto de la moral como de la teología29. En sus escritos a mediados de la República de Weimar, así como en los tardíos, Schmitt describe al liberalismo como la ideología detrás de la cual las naciones burguesas capitalistas ocultan su hegemonía sobre el hemisferio occidental. El liberalismo internacional usa nociones de moralidad universal, pacifismo, paz perpetua y derechos humanos para mutilar a las naciones, como Alemania, que simplemente intenta decidir honestamente, es decir, sin un subterfugio ideológico, respecto a amigos y enemigos. La idea de “humanidad”, la cual Schmitt identifica en Catolicismo y forma política como el concepto moral compartido por católicos romanos, liberales europeos y socialistas occidentales, simplemente se convierte en un arma ideológica ejercida por los aliados para expropiar y humillar a Alemania: “La humanidad resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas” y una excusa para el comportamiento, ejemplificado en el Tratado de Versalles, que se corresponde con “la más extremada inhumanidad”30. El declarado realismo con nihilismo de la nueva perspectiva de Schmitt llegaría a ser tan serio que Leo Strauss, en su célebre comentario a El concepto de lo politico, cita las propias palabras de Schmitt de su libro Teología política para recordarle que “la idea política es la decisión moralmente exigente”31. ¿Qué explica estos cambios en el pensamiento de Schmitt? Dos cambios en las circunstancias parecer haber afectado profundamente sus ideas entre 28 Ibid., 49. [Ibid., 39]. 29 Carl Schmitt, El concepto de lo político, trad. Rafael Agapito (Madrid: Alianza Editorial, 1991), 56, 67. [Carl Schmitt, The Concept of the Political. Expanded Edition (1932), trad. G. Schwab (Chicago: University of Chicago Press, 2007), 26, 37]. 30 Ibid., 83. [Ibid., 54]. 31 Énfasis añadido por el autor. [N. del. T.: En la versión española, estos comentarios se encuentran en el libro de Heinrich Meier, Leo Strauss y el problema teológico-político (Buenos Aires: Katz, 2006), 157. En inglés, véase: Schmitt, The Concept of the Political, 115].
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la publicación de Catolicismo y forma política y la composición de El concepto de lo político. Personalmente, Schmitt había roto amargamente con la Iglesia Católica, después de un vergonzoso divorcio y luego, haberse vuelto a casar. En términos generales, los drásticos efectos económicos, sociales y políticos de las condiciones de rendición impuestas a Alemania por los aliados en el Tratado de Versalles en 1919, habían empezado a notarse amargamente. Estas dos situaciones acontecidas casi simultáneamente removieron lo explícitamente católico, el fundamento moral de los esfuerzos intelectuales de Schmitt, y transformaron al liberalismo occidental en un enemigo de la misma magnitud que el anarquismo-socialismo oriental. Curiosamente, Schmitt no adopta aún una actitud más hostil hacia los judíos en esta época. De hecho, El concepto de lo político está dedicado a un amigo judío de la juventud que murió sirviendo a Alemania en la Primera Guerra Mundial; algunos de los pasajes más respetuosos de su trabajo están reservados para izquierdistas de descendencia judía, Marx y Lukács; y en un importante apéndice del trabajo32, Spinoza –nada menos que un anatema33 para muchos anti-semitas, más que Marx o Freud– es puesto justo al lado del ídolo intelectual de Schmitt, Hobbes, como uno de los principales representantes de la “época heroica del racionalismo occidental”34. Esta tendencia hacia los judíos europeos cambiaría después de que Schmitt respaldara, se uniera y sirviera activamente al régimen nacionalsocialista en 1933. Son dos puntos los que apoyan a quienes insisten en que las instancias de anti-semitismo expresadas por Schmitt en ese momento eran meramente intentos retóricos para avenirse mejor con el Tercer Reich: En primer lugar, nunca expresó tales sentimientos en su período pre-nazi; y segundo, el anti-semitismo de Schmitt parece emerger sólo cuando estuvo bajo sospecha como quien llega tarde y no es un auténtico nazi, y luego se intensifica una vez que es abiertamente denunciado por la SS en su publicación Das schwarze Korps. En cambio, las principales objeciones a la tesis del “oportunismo” pueden resumirse de la siguiente manera: Schmitt insistió en su deplorable denuncia de judíos y del judaísmo en su trabajo de la post-guerra35; y su época nazi y antisemita está demasiado ferviente y profundamente enlazada con la sustancia de sus argumentos como para ser considerados meramente un elemento superficial. 32 [N. del T.: Se refiere al capítulo titulado “La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones”, en Schmitt, El concepto de lo político, 107-122. En inglés, véase Schmitt, The Concept of the Political, 80-96]. 33 [N. del T.: El autor se refiere al concepto “bête noire”, el cual puede ser traducido también como “pesadilla”, “maldición”.]. 34 Schmitt, El concepto de lo político, 49, 91, 98, 110. [Schmitt, The Concept of the Political, 19, 63, 70, 83]. 35 Carl Schmitt, Glossarium: Aufzeichnungen der Jahre 1947–51 (Munich: Duncker & Humblot, 1991), 18.
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El libro de Schmitt de 1938 El Leviatán en la teoría del Estado de Thomas Hobbes, otrora una interpretación asombrosa del uso del simbolismo en Hobbes, es un ejemplo de ello. Cuando explica la caída del estado soberano hobbesiano, al que considera la cúspide de la teoría y la practica política, Schmitt asigna al “filósofo judío”, Spinoza, el rol principal en un drama de pasión esotérica36. Schmitt propone el estado absoluto de Hobbes como un “dios mortal” que fue traicionado por Spinoza en nombre del “propio pueblo judío” con consecuencias enormemente perjudiciales para los cristianos37. El estado Leviatán del Dios-hecho-hombre, el cual vino a traer paz y seguridad a la humanidad, fue socavado por el “judío liberal” Spinoza. Este último usó la subjetiva libertad de conciencia permitida por Hobbes para transformar las fuerzas sociales particularistas en contra de la unidad del estado, a fin de beneficiar los intereses de la asimilación de los judíos38. Como Miguel Vatter señala brillantemente39, de acuerdo a este relato, Spinoza y los judíos efectivamente crucifican a la divinidad encarnada, el estado Leviatán, en la cruz de la conciencia privada, desencadenando el caos y desorden en el mundo cristiano en la forma de la Ilustración, la era de las revoluciones, las guerras mundiales, e incluso en los niveles más profundos del texto: el estado nazi mecánicamente opresivo y abusivo en sí mismo40. Este no es un uso ornamental de anti-semitismo por parte de Schmitt, sino más bien una apropiación a gran escala de la misma en el proyecto filosófico-político a mediados de los años treinta y posteriores41. Una década y media antes, en Catolicismo y forma política, Carl Schmitt luchaba con el destino de la autoridad moral en una época donde percibía que la racionalidad de la Ilustración había perdido su fuerza persuasiva, y que los irracionales movimientos de masas en contra de Occidente estaban preparados para amenazar la existencia misma de la civilización europea. Aunque su diagnóstico y fórmulas de 1923 eran preferibles, en todos los sentidos de la dignidad humana a los de 1938, sin duda no eran en nada compatibles con la cosmovisión liberal. No obstante, están lejos de ser irrelevantes para nuestra época: después de todo, la relación de la racionalidad de la Ilustración con sus críticos, de formas de autoridad seculares y teológicas, y de las culturas políticas occidentales y no 36 Carl Schmitt, El Leviatán en la teoría del estado de Thomas Hobbes (Granada: Editorial Comares, 2003, 52. [Carl Schmitt, The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes: Meaning and Failure of a Symbol (1938), trad. G. Schwab (Chicago: University of Chicago Press, 2008), 55]. 37 Schmitt, El Leviatán en la teoría del estado de Thomas Hobbes, 55. [Schmitt, The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes, 60]. 38 Ibid., 52. [Ibid., 57]. 39 Miguel Vatter, “Strauss and Schmitt as Readers of Hobbes and Spinoza: On the Relation between Political Theology and Liberalism,” New Centennial Review 4, no. 3 (2004): 190-192. 40 Schmitt, El Leviatán en la teoría del estado de Thomas Hobbes, 57. [Schmitt, The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes, 62]. 41 Schmitt, Glossarium, 255.
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occidentales, o incluso contrarias a Occidente, se han vuelto profundamente problemáticas, una vez más. Inmediatamente después de la caída del comunismo en 1989, entre los observadores bien informados se podía oír en tono de broma: “En Europa oriental, Carl con C está reemplazando a Karl con K”. Una broma perspicaz y ligeramente divertida antes de que comenzara la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia. Desde Ruanda, el 11 de septiembre de 2001 y la Guerra de Irak, dicha declaración se ha convertido en una especie de profecía cruel y mortal ya a nivel mundial, y no necesariamente europea. Después de todo, tales horribles acontecimientos se desarrollaron justo cuando Carl Schmitt, quien consagró la distinción entre amigo/enemigo como la esencia de la política, estaba disfrutando de un renacimiento global y de una recepción anglo-americana bastante animada. De hecho, sus escritos de la fatídica República de Weimar de entre guerras parecieron, un tanto misteriosamente, predecir tales acontecimientos. Éstos no se pueden ignorar. Referencias Bibliográficas Gross, Raphael. Carl Schmitt and the Jews: The “Jewish Question, the Holocaust and German Legal Theory. Madison: University of Wisconsin Press, 2007. Holmes, Stephen T. “Carl Schmitt: The Debility of Liberalism”. In The Anatomy of Antiliberalism, Stephen Holmes. Cambridge, MA: Harvard University Press, 1993. McCormick, John P. Carl Schmitt’s Critique of Liberalism. Against Politics as Technology. Cambridge: Cambridge University Press, 1997. McCormick, John P. “From Roman Catholicism to mechanized oppression: on political-theological disjunctures in Schmitt’s Weimar thought”. Critical Review of Internacional Social and Political Philosophy 13 no. 2-3 (2010): 391-398. Meier, Heinrich. Leo Strauss y el problema teológico-político. Buenos Aires: Katz, 2006. Scheuerman, William E. Carl Schmitt: The End of Law. Lanham, MD: Rowman & Littlefield. 1999. Schmitt, Carl. Catolicismo y forma política. Trad. Carlos Ruiz Miguel. Madrid: Editorial Tecnos, 2000. Schmitt, Carl. El concepto de lo político. Trad. Rafael Agapito. Madrid: Alianza Editorial, 1991. Schmitt, Carl. El Leviatán en la teoría del estado de Thomas Hobbes. Granada: Editorial Comares, 2003. 17
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Schmitt, Carl. Glossarium: Aufzeichnungen der Jahre 1947–51. Munich: Duncker & Humblot, 1991. Schmitt, Carl. Political Theology: Four Chapters on the Concept of Sovereignty (1922). Trad. G. Schwab. Chicago: University of Chicago Press, 2006. Schmitt, Carl. Roman Catholicism and Political Form (1923). Trans. G. L. Ulmen. Westport, CT: Greenwood Press, 1996. Schmitt, Carl. Teología Política. Trad. José Luis Villacañas. Madrid: Editorial Trotta, 2009. Schmitt, Carl. The Concept of the Political. Expanded Edition (1932). Trad. G. Schwab. Chicago: University of Chicago Press, 2007. Schmitt, Carl. The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes: Meaning and Failure of a Symbol (1938). Trad. G. Schwab. Chicago: University of Chicago Press, 2008. Vatter, Miguel. “Strauss and Schmitt as Readers of Hobbes and Spinoza: On the Relation between Political Theology and Liberalism”. New Centennial Review 4, no. 3 (2004): 161-214.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 19-35
Hannah Arendt and Political Theology: A Displaced Encounter* Nathan Van Camp** University of Antwerp ABSTRACT Despite the recent revival of interest in Weimar political theology to rethink the relationship between religion and politics, one name is hardly ever mentioned in these debates: Hannah Arendt. Arendt’s apparent silence on this issue is peculiar because not only did she intellectually mature in the Weimar context and did she personally know many of the protagonists of the Weimar political theology debate, but also and especially because Carl Schmitt’s famous thesis that all political concepts are in reality secularized theological concepts is obviously diametrically opposed to Arendt’s idea of a self-contained politics. This paper argues that the reason why Arendt did not intervene directly in this debate is that she was mainly concerned with deconstructing the more encompassing claim that politics requires a force external to it, the origins of which she traces back to Plato’s attempt to transform political action into a mode of fabrication. It will be shown that the main target of Arendt’s political thought is therefore not political theology, but what we could tentatively call “political technology.” Keywords: Hannah Arendt, Weimar Political Theology, Secularism, Martin Heidegger,
Technology.
* Paper received on September 7th, 2011 and accepted on December 27th, 2011. An earlier version of this essay was presented at the annual meeting of the American Political Science Association in Seattle. The author wishes to thank the discussant of the political theology panel, Mark Redhead (California State University at Fullerton), for his useful comments on the original manuscript. ** Nathan Van Camp is currently a research fellow at the Research Foundation - Flanders (FWO) and is affiliated to the Institute of Jewish Studies and the Department of Philosophy, both at the University of Antwerp (Belgium). His main research interests include continental philosophy of technology, critical theory, political theory and Jewish thought. He has published extensively on the work of Bernard Stiegler and bioethical issues. Currently he is preparing a study on the reception of Heidegger’s philosophy of technology in the work of some of his former Jewish students including Hannah Arendt, Herbert Marcuse, Günther Anders and Hans Jonas. E-Mail: nathan.vancamp@ua.ac.be
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I. Introduction Recent years have seen a rather unexpected revival of interest in the relationship between religion and politics. The confidence liberal democracy gained after the collapse of communism soon suffered a serious blow following the resurgence of various religious movements reclaiming their rightful place in the public sphere or even openly declaring their hostility to the secular political order. So, while the beginning of the 90s witnessed a sudden upsurge of optimism about a future era of global stability, prosperity and democratization, even leading some to herald “the end of history,”1 the outburst of religious violence in the Balkans, the Middle East, India and many other places in the world and, especially, the events of 9/11 and its aftermath made it clear that the defeat of the socialist alternative did not lead to the abandonment of eschatological hopes altogether. The sudden return of the religious on the political scene urged scholars to seriously reconsider the Enlightenment view that the forces unleashed by modernity would eventually totally deprive religion of its power to capture the political imagination. More specifically, the question was raised whether it had not been an illusion to believe that one could have a political order that is not authorized by some transcendent absolute. Perhaps, then, theocracy merely represents liberal democracy’s repressed double that appears on the surface as a kind of deus ex machina at times when it becomes manifest that democratic rule is actually founded on a set of aporetic concepts. A large part of this debate has been framed in terms of what is called “political theology.” But although, as Heinrich Meier’s argues, “political theology is as old as faith in revelation, and will continue to exist (…) as long as faith in God who demands obedience continues to exist,”2 there is nevertheless clearly a focus on how this concept gained currency in the writings of Weimar intellectuals such as Franz Rosenzweig, Ernst Kantorowicz, Ernst Bloch, Walter Benjamin, Leo Strauss and Karl Barth. The revival of interest in Weimar political theology can be partly explained by the fact that certain analogies can be made between the socio-political and intellectual climates surrounding the Weimar Republic and our own era. Some radical thinkers, such as the Italian philosopher Giorgio Agamben, see clear signs that liberal democratic regimes are increasingly organizing 1 Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man (New York: The Free Press, 1992). Interestingly, Fukuyama’s recent waning optimism about a global victory of political liberalism and the free market system is not so much inspired by the return of the religious, but by the prospect of a sweeping biotechnological revolution. Fukuyama’s belief that only a strengthening of state powers could safeguard society from the perils of comprehensive genetic engineering nevertheless shows just how far he has drifted away from the position he originally defended in The End of History. See: Francis Fukuyama, Our Posthuman Future. Consequences of the Biotechnology Revolution (London: Profile Books, 2002). 2 Heinrich Meier, “What is Political Theology?” Interpretation 30 (2002): 79.
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what he calls a “permanent state of exception” as to wage war on their internal and external enemies outside the boundaries of positive law.3 Such an approach allows him, for example, to draw an analogy between the enactment of the US Patriot Act and the Nazi regime’s suspension of the fundamental rights guaranteed by the Weimar constitution or, even more radical, between detention camps such as Guantanamo Bay and Abu Ghraib and the Nazi extermination camps. While this may sound too dramatic or even completely outrageous, one should nonetheless bear in mind that, today, democratically elected regimes are, often under the banner of “peace and security,” involved in armed conflicts all around the globe and that there are currently more stateless and displaced people than during World War II. The relative ease with which the Nazi party could dismantle the legal framework of the liberal Weimar Republic and establish a totalitarian regime should in any case remind us of the inherent fragility of the liberal democratic system and the political and civil rights it is supposed to safeguard. It is, however, no exaggeration to assert that it is particularly the current popularity of the writings of the German theorist of law and one time Nazi supporter Carl Schmitt which has fueled the current revival of interest in Weimar political theology. Arguing that all politics is merely the continuation of theology by other means, Schmitt famously contended that “all significant concepts of the modern theory of the state are secularized theological concepts.”4 Although Schmitt denied that the juridico-political discourse can be described in directly theological terms, he was convinced that the liberals’ denial of any connection between these two discourses made them ill-equipped to counter the threat of factional violence or even civil war that impended over the profoundly divided Weimar Republic. Schmitt was especially worried that the liberals’ ignorance of the possibility of the arrival of some exceptionally threatening event kept them from developing a consistent theory of emergency powers that could protect the legal order in times of extreme peril. More specifically, Schmitt pointed out two fundamental defects in the liberal theory of the state.5 Firstly, certain of its essential principles, such as the separation of powers and the system of checks and balances, impede the state from clearly deciding who has the power to proclaim a state of exception and take the necessary measures to restore law and order. Secondly, since the exception is that which cannot 3 See especially: Giorgio Agamben, The State of Exception, trans. Kevin Attell (Chicago: The university of Chicago Press, 2005). 4 Carl Schmitt, Political Theology. Four Chapters on the Concept of Sovereignty, trans. G Schwab (Chicago: The University of Chicago Press, 2005), 36. 5 Both critiques are captured in the following quote: “The essence of liberalism is negotiation, a cautious half measure, in the hope that the definitive dispute, the decisive bloody battle, can be transformed into a parliamentary battle and permit the decision to be suspended forever in an everlasting discussion.” (Schmitt, Political Theology, 63)
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be subsumed under a preexisting legal norm, it is impossible to appeal to codified law to determine in advance what must done to suppress extremely dangerous threats to the legal order. The first line of Schmitt’s Political Theology, “[s]overeign is he who decides on the exception,”6 should be read as containing a remedy for both these defects of the liberal state. By reintroducing a concept of sovereignty that explicitly assumes the existence of a human sovereign ruler who can proclaim the state of exception and, if necessary, suspend the law, Schmitt claimed to have found a viable alternative for liberalism’s bureaucratic rule-bound formalism. It is here that the paradigm of political theology shows its pertinence to political theory. Since “the exception in jurisprudence is analogous to the miracle in theology,”7 for Schmitt, it can only be met by an equally powerful sovereign decision, which, “looked at normatively, emanates from nothingness”8 and hence resembles divine creation ex nihilo. It is striking to note, however, that one name is hardly ever mentioned in reconstructions of the Weimar political theology debate. Although probably the most important political thinker to have emerged out of the intellectual environment of Weimar Germany, Hannah Arendt is usually not considered relevant to this issue. Admittedly, Arendt was considerably younger than most of the protagonists mentioned earlier. Still, given her unremitting defense of the autonomy of the political, it seems downright implausible that she would not have been interested in a thesis such as Schmitt’s which implies that modern politics is merely theology dressed up in secular clothes. Moreover, Arendt was personally acquainted with some of the debate’s main figures such as Walter Benjamin and Leo Strauss, which makes it even more unlikely that she would not have been familiar with at least the main positions in this debate. It remains nevertheless telling that recent tentative attempts to explore the relationship between Arendt and thinkers such as Strauss and Schmitt are compelled to frame their stories in terms of an “unspoken” or “hidden” dialogue.9 Peter Eli Gordon has therefore correctly observed that such comparisons are bound to remain speculative as long as one does not first consider a more obvious question: “Why does Arendt’s conception of political life not conform to the terms of political theological debate?”10 We will argue here that the reason why Arendt didn’t confront these theologico-political alternatives 6 Schmitt, Political Theology, 5. 7 Schmitt, Political Theology, 36. 8 Schmitt, Political Theology, 31-32. 9 See for example: Samuel Moyn, “Hannah Arendt on the secular,” New German Critique 35 (2008): 72; Ronald Beiner “Hannah Arendt and Leo Strauss: the uncommenced dialogue,” Political Theory 18 (1990), 239; Andreas Kalyvas, Democracy and the Politics of the Extraordinary. Max Weber, Carl Schmitt, and Hannah Arendt (Cambridge: Cambridge University Press, 2008), 194. 10 Peter Eli Gordon, “The concept of the apolitical: German Jewish thought and Weimar political theology,” Social Research 74 (2007): 856.
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head-on because she was mainly concerned with deconstructing the more encompassing claim that politics requires a force external to it, the origins of which she traces back to Plato’s attempt to transform political action into a mode of fabrication. It will be therefore be made plausible that the main target of Arendt’s critique of Western political thought is not political theology, but what we could tentatively call “political technology.”
II. The Problem of the Absolute Gordon suggests that the beginnings of an answer to the question why Arendt didn’t directly address the claim of political theology “can only be found by revisiting some of the political-theological alternatives that appeared on the scene during Arendt’s formative years in Weimar Germany.”11 However, reading the opening lines of ‘Religion and Politics,’12 a short essay Arendt wrote in the early 50s, makes one think otherwise. Here we see clearly that for Arendt is was not the Weimar debate but the then much discussed theory that communism is a secular or political religion that “brought ‘religion’ back into the realm of public-political affairs” and “put the almost forgotten problem of the relationship between religion and politics once more on the agenda of political science.”13 It therefore seems more reasonable to assume that the beginnings of an answer to Gordon’s question is contained in this essay. As a response to the question as to whether the struggle between the West and communism is basically religious in nature, Arendt argues that those who consider communism a “political religion” or a “secular religion” have failed to grasp both the essence of totalitarianism and the political meaning of secularism. Arendt thinks that Erik Vögelin’s historical approach to this issue as elaborated in his The New Science of Politics14 overlooked the novelty of communist regime’s appeal to the “Law of History” as the extrapolitical source of its authority. In ‘Ideology and Terror,’ the concluding chapter to her magnum opus The Origins of Totalitarianism,15 Arendt argued that the Law of History which this regime pretends to strictly obey is not the secular version of revealed divine law because, firstly, the law of History is not considered permanent or eternal but unfolds historically and, secondly, because the law of History is applied directly to men without first 11 Gordon, “The Concept of the Apolitical,” 856. 12 Hannah Arendt, “Religion and Politics,” in: Essays on Understanding, 1930-1954: Formation, Exile, and Totalitarianism, ed. J. Kohn (New York: Schocken Books, 2005), 368-390. 13 Arendt, “Religion and Politics,” 368. 14 Eric Vöegelin, The New Science of Politics (Chicago & London: The University of Chicago Press, 1952), especially 107-132. 15 Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism (New York: Schocken Books, 2004), 593-616.
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being translated into positive laws. To call communism a political religion merely because it also invokes a source of authority that is not man-made is therefore, in Arendt words, “an entirely undeserved compliment.”16 Such a misunderstanding could only arise because we are accustomed to think that a political order necessarily requires religious sanctification in some form or another. But, Arendt suggests, “the long alliance between religion and authority does not necessarily mean that the concept of authority is itself of a religious nature.”17 Hence, what the rise of totalitarianism brought to light regarding this issue is not that it is simply impossible to imagine a political order that doesn’t find its ultimate source of authority in religion, as Vögelin argues, but rather that it seems even more difficult for a secular politics to discard the more basic requirement of an extra-political absolute, a requirement that religion also meets. Arendt’s definition of secularism in the political sense is quite straightforward. It means “no more than that religious creeds and institutions have no publicly binding authority and that, conversely, political life has no religious sanction.”18 Historically, the alliance between church and state was only forged after the downfall of the Roman Empire when the church assumed Rome’s political heritage. The church left political power to the worldly sovereign ruler, but gave itself the authority that was previously the perquisite of the Roman Senate. It was the great achievement of the French Revolution to break this alliance between church and state and to open up the possibility of a genuine secular politics. The French revolutionaries, however, fell back on a religious vocabulary at the very moment when they thought they could separate religion and politics once and for all. Robespierre’s cult of the Supreme Being and the more than obvious connection between the notion of the General Will and that of God’s Will are only the most unequivocal examples of the fact that the question of a divine absolute is not so easily disposed of. With reference to Rousseau, Arendt points out in On Revolution that even the French revolutionaries thus eventually came to realize once more that “the trouble was that to put the law above man and thus to establish the validity of man-made laws, il faudrait des dieux, ‘one actually would need gods.’”19 But again, far from accepting that such failed attempts to found a purely secular political order attest to the inescapability of political theology, Arendt maintains that what was bound to appear in revolutions was not the problem of a religious absolute but the question of the absolute as such. If she thought that the political catastrophes of the modern age represented the final stage of a long-standing marriage between politics and the idea of the absolute, a 16 17 18 19
Arendt, “Religion and Politics,” 371. Arendt, “Religion and Politics,” 372. Arendt, “Religion and Politics,” 372. Hannah Arendt, On Revolution (London: Penguin, 1973), 184.
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marriage which for several centuries was sanctified by the Christian church, then the key question is rather how and why the idea that the political realm requires external foundations was originally forged. III. Political Technology In her essay ‘What is Authority?’20 Arendt argues that if the word and concept of authority are Roman in origin, it was Plato who in The Republic first introduced the idea that the political realm should be ruled by a force external to it. Plato’s decision to write a political treatise on the ideal form of government was largely motivated by his experience of Socrates’ trial and execution. For Plato this event showed that persuasion, the common Greek way of handling public affairs, was an unreliable method to incite citizens to act according to the good. Plato suggested that the compelling force of self-evident truths offers a much more effective principle for guiding men. True statements are beyond dispute and opinion and can therefore be invoked to enforce obedience without endless discussions and without the need to resort to external means of violence. According to Plato only the philosopher is capable of perceiving the truth, so it was clear to him that only philosophers are eligible to rule the polis. Plato’s philosopherking is not a tyrant though. A tyrant rules in accordance with his own will, while the philosopher-king remains bound by a force that transcends him and the realm of human affairs altogether. In other words, the compelling power does not lie in the person of the philosopher-king, but in the ideas of reason which the latter is able to perceive. This is the lesson contained in Plato’s famous allegory of the cave. The philosopher is the one who is able to escape from the dark cave and finally perceive the clear sky and contemplate the ideas as the essences of all beings. He only becomes the philosopher-king when he returns to the cave and uses his knowledge of the ideas to rule his fellows who are still bound to their shady existence inside the cave. It is in this sense that Arendt can conclude that “the essential characteristic of specifically authoritarian forms of government –that the source of their authority, which legitimates the exercise of power, must be beyond the sphere of power and, like the law of nature or the commands of God, must not be man-made– goes back to this applicability of the ideas in Plato’s political philosophy.”21 It is almost impossible to imagine a more plain denial of the timelessness of political theology. Not only does Arendt argue that authoritarian rule, of which the alliance between church and state was merely one historical 20 Hannah Arendt, “What is authority ?” in: Between Past and Future, intro. J. Kohn (London: Penguin, 2006), 106-115. 21 Arendt, “What is Authority?,” 110.
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manifestation, was first introduced to the tradition of Western political thought in Plato’s The Republic, she also points out that the idea that politics cannot function without some form of religious sanctification can be traced back to Plato’s invention of a system of rewards and punishment in the afterlife as a deterrent to impose transcendent standards on the multitude.22 The belief in some form of continuation of “life” after death is of course as old as man himself, but it was Plato’s brilliance to give this idea an explicitly political function. Since he realized that only the few would be capable of grasping the truth of the ideas, he invented the doctrine of hell and described it as a place where those would be punished who do not voluntary submit themselves to the authority of the ideas. It is therefore no surprise, Arendt argues, that it was Plato who coined the word “theology” and made it “part and parcel of ‘political science’.”23 In The Human Condition Arendt acutely remarks that “the greater part of political philosophy since Plato could easily be interpreted as various attempts to find theoretical foundations and practical ways for an escape from politics altogether.”24 The frailty of human affairs, which according to Arendt finds its clearest expression in the inherent unpredictability and irreversibility of political action, has always perplexed the Western philosophical tradition. Because political action, the sharing of words and deeds, always goes on between a plurality of actors, its main outcome is irreducibly uncertain. The one who acts is “never merely a ‘doer’ but always and at the same time a sufferer,”25 Arendt is never tired of repeating, by which she means that the one who initiates an action is never sure in advance that he or she will accomplish what he or she had in mind. It is this contingency that permeates the public realm which has always baffled the tradition of political philosophy and which incited Plato to look for a more solid ground for political action in the first place. We have seen that Plato attempted to escape this predicament by submitting political action to the authority of the ideas of reason. What is even more important, though, is that in ‘What is Authority?’ Arendt also points out that Plato was heavily inspired by the figure of the craftsman when he suggested that the use of ideas as standards or yardsticks for behavior provides a way to put politics on more solid grounds. When producing an object the craftsman is also guided by an inner idea or blueprint of the artifact he wants to create. Moreover, in contrast to the actor who is imbedded in a context of plurality and who is therefore never sure about the outcome of his actions, the craftsman controls the production process from the beginning until the 22 See: Arendt, “Religion and Politics,” 380-383 and Arendt, “What is authority?,” 108-111 and 129-135. 23 Arendt, “What is Authority?,” 131. 24 Hannah Arendt, The Human Condition (Chicago: The University of Chicago Press, 1998), 222. 25 Arendt, The Human Condition, 190.
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end. Therefore, Arendt writes, in Plato “[t]he ideas become the unwavering, ‘absolute’ standards for political and moral behavior and judgment in the same sense that the ‘idea’ of a bed in general is the standard for making and judging the fitness of all particular manufactured beds.”26 Two years later, in The Human Condition, Arendt’s critique of Plato’s suppression of political action will be extended to a critique of the entire tradition of Western political thought. In The Human Condition Arendt distinguishes between the vita contemplativa and the vita activa, in which she in turn distinguishes the three fundamental human activities: labor, work, and action. Whereas in the ancient Greek city state action was considered to be the highest human faculty, the philosophical and Christian traditions’ higher estimate of contemplation degraded the vita activa to a secondary position and blurred the distinctions within the vita activa. The modern reversal of the contemplative life and the active life didn’t, however, rehabilitate political action to the primary status it formerly enjoyed, but merely made work the highest activity of man. This set-up makes one suppose that contemplation and work derive from completely different or even incongruent experiences, which might explain why Arendt in ‘What is Authority?’ still cautiously suggests that Plato was merely helped by the analogy of the craftsman in his attempt to bring action under the authority of the ideas. In The Human Condition, however, Arendt goes one step further and endorses the view that contemplation as such derives from the production experience: It is not wonder that overcomes and throws man into motionlessness, but it is through the conscious cessation of activity, the activity of making, that the contemplative state is reached. (…) [T]he very fact that the philosopher’s speechless wonder seemed to be an experience reserved for the few, while the craftsmen’s contemplative glance was known by many, weighed heavily in favor of a contemplation primarily derived from the experiences of homo faber.27
Dana Villa has convincingly shown that Arendt’s insight that contemplation is merely an epiphenomenon of the production experience is much indebted to her former teacher Martin Heidegger.28 From the early 20s on, Heidegger argued that for the metaphysical tradition as a whole “the primordial sense of being is being-produced.”29 Heidegger’s project of the destruction of 26 Arendt, “What is Authority?,” 110. 27 Arendt, The Human Condition, 303-304. 28 Dana Villa, Arendt and Heidegger. The Fate of the Political (Princeton: Princeton University Press, 1996). 29 Martin Heidegger, “Phenomenological Interpretations in Connection with Aristotle,” in: Supplements: From the Earliest Essays to Being and Time and Beyond, ed. J. van Buren (Albany: SUNY Press, 2002), 144.
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metaphysics could consequently be understood as an attempt to retrieve this productionist origin of metaphysics from oblivion and show how deep it has penetrated our understanding of being. Heidegger explored this productionist metaphysics in many different directions which, moreover, are not always consistent with each other. Two major directions could be pointed out though, which for convenience could be said to roughly correspond to what is called Heidegger’s early thought and the late Heidegger, his thinking after the so-called Kehre or “Turning.”30 Early Heidegger argued that a renewed phenomenological reflection on our everyday dealings with technical instruments allows us to reconsider the basic assumptions of modern philosophy, especially its subject-object dualism and its orientation toward epistemological problems. Later Heidegger argued that the West’s forgetting of this origin of its fundamental ontological concepts paved the way for a reified understanding of being which would eventually culminate in the present full-fledged technological understanding of being in which all entities become raw material for the subject’s will to power. In other words, later Heidegger no longer considered Dasein’s tendency to project the production experience on its understanding of being as such to be a structural feature of everyday being-in-the-world, but unmasked it as a historically instituted event that obscured the original experience of being as presencing in favor of a reified experience of being as a permanently present ground. A careful reading of The Human Condition would reveal that Arendt’s phenomenology of human activities and her historical account of the fate of the vita activa in the modern age are to a large extent indebted to Heidegger’s critique of productionist metaphysics, but with this essential difference that whereas Heidegger thinks it has led to a forgetting of being as presencing in favor of an inauthentic understanding of being as a permanently present ground, Arendt argues that the predominance of the activity of fabrication has obscured the understanding of political action to the point of oblivion. Therefore, what Arendt’s critique of what she calls “the traditional substitution of making for acting”31 reveals is that all significant concepts yielded by the tradition of political philosophy are, pace Schmitt, not secularized theological concepts, but decontextualized technological concepts: How persistent and successful the transformation of action into a mode of making has been is easily attested by the whole terminology of political theory and political thought, which indeed makes it almost impossible to 30 For a detailed discussion of this issue, see: Michael E. Zimmerman, Heidegger’s Confrontation with Modernity. Technology, Politics, Art (Bloomington: Indiana University Press, 1990), especially 150-190. 31 See especially: Arendt, The Human Condition, 220-230.
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NATHAN VAN CAMP discuss these matters without using the category of means and ends and thinking in terms of instrumentality.32
A few examples of key political concepts which Arendt traces back to their productionist origin will make this claim more tangible. The concept of rule, the idea that it is inevitable that in a political community some are entitled to command and the others destined to obey, goes back to Plato’s belief that to achieve something it is necessary that the one who takes the initiative remains the sole master of the process he or she has set in motion. This he could only achieve by untying the two interconnected modes of action, archein (to begin) and prattein (to achieve). While according to ancient Greek understanding the one who begins an enterprise is utterly dependent upon others for it to be achieved, Plato turned these into two entire different activities. Knowing what to do became the perquisite of the ruler, while the ruled were merely supposed to execute orders. This division lies not only at the basis of what in the philosophical tradition will become the fundamental difference between theory and practice, but also of the different forms of government that are distinguished in political thought: monarchy (rule by one), oligarchy (rule by the few), democracy (rule by the many). It is clear for Arendt that the production process serves as the model for this division between knowing and doing. The production process inherently comprises two stages: first, conceiving the model or eidos of the artifact to be produced, and then gathering the required tools and materials and setting to work. It is, moreover, obvious that this division also inspired Plato to draft a blueprint of an “ideal� state in The Republic, which would remain thereupon the model of all later political utopias. Another important political concept whose origin Arendt traces back to the production experience is that of violence. The fact, so obvious to homo faber, that one cannot create an artifact without first violating or negating a part of existing reality has always inspired political thought. That it is almost impossible for us to see politics not as a coercive means to realize a higher end just shows how deep the notion of violence has penetrated the tradition of political thought. The central assumption of liberal democracy that politics is merely an instrument to achieve stability, security, and economic prosperity or to protect the rights of the individual is only the most recent manifestation of the prevalence of the means-end scheme in politics. Arendt points out that in Marx, on the other hand, violence became the content of political action as such. Puzzled by the observation that in a context of plurality an individual actor almost never achieves what he intends, while the total sum of actions comprising history nevertheless seems to lead to a meaningful end, Marx suggested that this was due to the fact that the realm of history was only the superstructure of the realm of production in which 32 Arendt, The Human Condition, 229.
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man is master of his products. Once the proletariat has seized the means of production man will finally be able to “make” history the same way as he makes tangible objects. Finally, the Western tradition’s attempt to escape from politics by transforming action into a mode of fabrication also lead to the introduction of the notion of sovereignty in political thought. The pre-Platonic Greek belief that the realm of plurality is the realm of freedom always struck the philosophical tradition as absurd. The fact that the actor is never able to predict the outcome of his/her actions always made it desperately look for an alternative conception of freedom, one that would allow man to retain his self-sufficiency and mastership. The model was once more found in the craftsman who works in absolute isolation from others and who therefore at all times remains in control of the production process. The omnipotent God who in the story of Genesis created the universe out of nothing and Plato’s demiurge who in the Timaeus fashioned the world by taking the eternal Ideas as a model are merely the most obvious examples of sovereign figures who were depicted by analogy to the craftsman.
IV. The Miracle of Action Only after one has digested Arendt’s critique of what we could tentatively call “political technology” does it become comprehensible why she did not engage directly in the political theology debate despite the fact that the thesis that politics is necessarily founded on religious premises obviously ruins the prospects of a self-contained politics. If the idea that politics necessarily requires external foundations, whether it be the ideas of reason or divine law, originated in Plato’s attempt to transform action into a mode of fabrication, then political technology seems to be the main obstacle to such an autonomous politics the exposure of which would at the same time free politics from the shackles of theology. The hold which the tradition of political technology has on our political imagination also makes it comprehensible why Arendt’s defense of a self-contained politics has perplexed her admirers and adversaries alike. Since political action has always been understood as a form of poiēsis it has indeed become virtually impossible to think about politics without using concepts that find their ultimate origin in the production experience. It seems that we simply no longer dispose of a vocabulary that could give such a self-contained politics any meaningful content. However, some commentators have pointed out that Arendt also uses religious language to describe precisely the essence of such an autonomous
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politics. It is indeed “legendary,” Samuel Moyn remarks, that “in The Human Condition she refers to the possibility of new beginnings involved in political action as miraculous.”33 It seems, moreover, rather ironic that Arendt invokes precisely a concept that Carl Schmitt has referred to as the best evidence for the persistence of political theology. For Schmitt, we recall, the sovereign decision cannot be traced back to anything external or prior to itself, like a norm or a rule, and therefore seems to “emanate from nothingness.”34 On the contrary, in Schmitt’s view the sovereign decision doesn’t operate under preestablished norms or laws because it constitutes their ultimate origin. It doesn’t require an extensive analysis to notice some striking similarities between Schmitt’s notion of the groundless sovereign decision and Arendt’s free political act that, as she has it, “break[s] through the commonly accepted and reach[es] into the extraordinary, where whatever is true in common and everyday life no longer applies because everything that exists is unique and sui generis.”35 It should be no surprise then that some critics have not refrained from accusing Arendt of defending a theory of decisionism that comes dangerously close to the one espoused by the Nazi jurist.36 Andreas Kalyvas, for example, argues that it is precisely through the metaphor of the miracle that a silent agreement is reached between Arendt and Schmitt concerning the myth of the closure of any political theology: “While Arendt used the term ‘miracle’ to portray the indeterminate, spontaneous dimension of the faculty of new beginnings, Schmitt deployed the same term to characterize the radical, disruptive effects of the sovereign constituent decision.”37 Such an interpretation does, however, not withstand a more attentive reading of both Schmitt’s and Arendt’s writings. As Schmitt states very clearly in Political Theology, it is not the sovereign decision which is miraculous, but the exception: “The exception in jurisprudence is analogous to the miracle in theology.”38 Our reading of Arendt therefore sheds a different light on this matter. If Schmitt argues that the sovereign is the one who can redeem the legal order from the extreme perils brought about by the exception, and subsequently describes this situation as a quasi-divine event in which an omnipotent Lawgiver counters a miraculous intervention in the existing order of the world, then in Arendtian terms this amounts to 33 Moyn, “Hannah Arendt on the Secular,” 95; emphasis added. 34 Schmitt, Political Theology, 32. 35 Arendt, The Human Condition, 205. 36 See for example: Martin Jay, “The Political Existentialism of Hannah Arendt,” in: Permanent Exiles: Essays on the Intellectual Migration from Germany to America (New York: Columbia University Press, 1985), 237-256 and Richard Wolin, Heidegger’s Children: Hannah Arendt, Karl Löwith, Hans Jonas, and Herbert Marcuse (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2001), especially 62-69. 37 Kalyvas, Democracy and the Politics of the Extraordinary, 209. See also: Andreas Kalyvas, “From the Act to the Decision. Hannah Arendt and the Question of Decisionism,” Political Theory 32 (3) (2004): 320-346. 38 Schmitt, Political Theology, 36.
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nothing less than yet another attempt to suppress the unpredictability and irreversibility intrinsic to political praxis by submitting it to the dominance of poiēsis. It is indeed striking that Schmitt defines the exception in almost exactly the same terms as Arendt defines the “miracle” of action. Both the exception and political action are supposed to bring about consequences which cannot be anticipated in advance and whose boundlessness pose a threat to the existing legal order. It is, moreover, difficult not to think of Schmitt’s invocation of a quasi-divine sovereign ruler when reading Arendt’s contention that “[t]he belief in a ‘strong man’ who, isolated against others, owes his strength to his being alone is either sheer superstition, based on the delusion that we can ‘make’ something in the realm of human affairs (…) or it is conscious despair of all action (…).”39 Bonnie Honig, on the other hand, has understood perfectly well that Arendt endows political action with miraculous qualities insofar it could create entirely new political realities when performed in the context of “exceptional circumstances like police states, martial law, deep alienation, or in the midst of political transitions or realities.”40 Honig seeks to show that Schmitt’s use of the miracle metaphor to describe the aporetic figure of the exception as a situation in which the law is legally suspended by the sovereign is also open to other interpretations that could re-inscribe it in a political theology that stands firmly in the democratic tradition. Arguing that in Franz Rosenzweig’s theology the exceptional event revealed in the miracle functions rather like a indeterminate sign that invites popular receptivity and interpretation than as a clear and present danger that summons the sovereign to make a firm decision, Honig suggests that it is plausible that Arendt found inspiration for her notion of pluralistic action, the power of the people to act in concert, in the same Jewish tradition as Rosenzweig did.41 However, aside from the fact that we are quite certain that Arendt didn’t have access to the same rabbinical sources from which Rosenzweig drew his inspiration and that it is hence more convincing to assume that she was influenced by Heidegger’s dialectic of the authentic and the inauthentic in her attempt to conceptualize political action as an immanent rupture and present it as an alternative to the traditional understanding of the sovereign decision as a transcendent rupture,42 it is also not very likely that Arendt was directly influenced by Rosenzweig in her rehabilitation of political action. As Peter Eli Gordon has argued, the 39 Arendt, The Human Condition, 188. 40 Bonnie Honig, “The Miracle of Metaphor. Rethinking the State of Exception with Rosenzweig and Schmitt,” Diacritics 37 (2-3) (2007): 82. 41 Honig, “The Miracle of Metaphor,” 82-83. 42 Consider for example Heidegger’s contention in Being and Time that“[a]uthentic existence is not something which floats above falling everydayness; existentially, it is only a modified way in which such everydayness is seized upon.” Martin Heidegger, Being and Time, trans. John Macquarrie and Edward Robinson (New York: Harper & Row), 224.
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spirit of utopia, which Rosenzweig was seeking in Jewish sources, was in his writings “not a utopia of politics, but a utopia without politics.”43 In his reconstruction of Rosenzweig’s The Star Of Redemption Gordon convincingly shows that Rosenzweig held a dim view of politics, describing it as piteous spectacle of violence and ruin from which the Jewish people did good to withdraw itself. Gordon subsequently argues that since “Arendt’s most salutary insight was that political theology only holds us in its grip if we bring to politics an expectation of metaphysical or ‘eternal’ peace of a sort that worldly politics seems forever unable to satisfy,” she “consciously and consistently rejected the political-theological legacy of her German-Jewish contemporaries.”44 Furthermore, where in The Human Condition and Between Past and Future Arendt situates the introduction of the concept of sovereignty in the post-tragic Greek polis when Aristotle and especially Plato transformed spontaneous pluralistic action into a mode of making after the model of the artisanal production process, starting from On Revolution she extended this analysis as to include the theological notion of the omnipotent divine will. However, this doesn’t mean that she “relocated the birth of sovereignty”45 from Athens to Jerusalem or Rome, as Kalyvas argues, but rather that she became aware that, as she argued in On Violence, “this ancient vocabulary was strangely confirmed and fortified by the addition of the Hebrew-Christian tradition.”46 Honig convincingly shows that the Hebrew tradition contains resources to “rethink emergency politics in the state of exception in more democratic terms.”47 But Arendt’s fierce criticism of the introduction of the Judeo-Christian notion of the divine will in political theory and practice as a conceptual tool to explain the sovereign event inherent to the foundation of new political bodies strongly suggest that she nevertheless refrained from following such an alternative theologico-political course. When the men of the 18th century revolutions found themselves confronted with the problem of legitimizing the foundation of an entirely new political order, they found inspiration in the image of a God who created the universe ex nihilo. This image of a sovereign divine legislator who remained outside and prior to his creation, “Hebrew in origin,”48 was transposed to the sovereign people who in a “state of nature,” and thus prior to historical time, took the free decision to create a new political community. The onto-theological imprint of this analogy should be more than clear. Faced with the enigmatic question of how a people, who don’t yet exist as a people, can fashion themselves as a new political community, the image of a divine demiurgic intellect merely 43 44 45 46 47 48
Gordon, “The Concept of the Apolitical,” 867. Gordon, “The Concept of the Apolitical,” 874. Kalyvas, Democracy and the Politics of the Extraordinary, 214. Hannah Arendt, On Violence (New York/London : Harcourt Brace Jovanovich, 1969), 39. Honig, “The Miracle of Metaphor,” 79. Arendt, On Revolution, 189.
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offered a ready-made model that “can explain, give a logical account of, the existentially inexplicable.”49 For Arendt, however, this doesn’t simply imply that the divine Creator was invoked as a deus ex machina to solve theoretical perplexities, but that this theological discourse strengthened and partook in the Greek production paradigm. However, this nevertheless leaves us with the main issue in question here: why, then, did Arendt still use a theological term to characterize the new beginnings involved in political action? If we recall Arendt’s harsh verdict on the tradition of Western political thought that it brought us to a situation in which “it is almost impossible to discuss these matters without using the category of means and ends and thinking in terms of instrumentality,”50 this should not come as too great a surprise though. For those who are accustomed to think the creation of the new in the public realm as the work of a sovereign ruler who redesigns society through force, Arendt’s idea of political praxis as a way to inaugurate a new beginning through words and deeds indeed sounds hopelessly utopian. Regarding Schmitt’s use of the word “miracle” to designate the advent of an exceptional event and Arendt’s decision to use this same word to characterize the new beginnings involved in political action, we can therefore merely say that there is probably much irony in Arendt’s remark that only “from the viewpoint of homo faber, it is like a miracle, like the revelation of a divinity, that meaning should have a place in this world.”51
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 37-62
Carl Schmitt, Saint Paul and Paradoxical Truth* Daniel Nichanian** University of Chicago ABSTRACT Carl Schmitt’s decisionism has long been faulted for its indifference to the decision’s content. Some have portrayed the decision as an act taken for the sake of order rather than of anything inherent to what is decided; others have charged that Schmitt abandoned any external standpoint from which to privilege one political statement over another. This paper argues that these interpretations have missed the important role played by truth in Schmitt’s framework. It does so by tracking the affinities between Schmitt’s decisionism and Saint Paul’s notion of paradoxical truth. In Paul’s paradigm, something is true by virtue of its distance from all proof and codification, so that its validity stems solely from its proclamation. Reading Schmitt’s Weimar writings as drawing on such a notion of truth recasts the decision as that which guarantees as true what cannot be proven or codified. For the decision to fulfill its political function, Schmitt needs what is decided to possess a paradoxical character, and he needs it to be taken seriously as a truth by those who decide and acclaim it. Keywords: Schmitt, Paul, Decisionism, Truth
In a series of lectures about Saint Paul he delivered at the end of his life, the Jewish theologian Jacob Taubes told the tale of his meeting with Carl Schmitt in Plettenberg, during which the two men confronted their readings of Paul’s Epistle to the Romans. Taubes claims that Schmitt found their discussion so important as to urge him to publicize his thoughts. What did Schmitt find so urgent about Paul in those late years during which he was revisiting his Weimar writings, and what does Taubes’s interpretation of Schmitt help us see in the latter’s thought? Schmitt has been criticized for being indifferent towards the decision’s content, so that what is decided lacks any status and function as truth. These attacks are particularly relevant to The Concept of the Political, in which Schmitt replaced his earlier juridical framework, which provided a transcendental * Paper received on October 28th, 2011 and accepted on December 27th, 2011. ** Daniel Nichanian is a graduate student in the University of Chicago’s political science department. Research interests include contemporary democratic theory, critical theory, practices of governance, and critiques of depoliticization. E-Mail: dnichanian@uchicago.edu
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guarantee to the rightness of the decision, with an existential understanding of the political. But without the grounding supplied by the transcendental, what can substantiate the sovereign’s claim? Given that Schmitt’s objective is the maintenance of authority, is he not bound to collapse the decision into an act taken for the sake of order rather than of anything inherent to what is decided? An answer can be provided by reading the Weimar writings as appealing to a Pauline notion of truth, whose complex structure can be fruitfully extracted from its religious context. Paul’s is a paradoxical truth that lacks all proof and codification, so that its validity stems solely from its public profession. Read into The Concept of the Political, this notion recasts the decision as that which guarantees as true what cannot be proven or codified. Consequently, the decision is more than an empty shell for the affirmation of order or the maintenance of authority. For the decision to fulfill its political function, Schmitt needs what is decided to possess a paradoxical character, and he needs it to be taken seriously as a truth by those who decide and acclaim it. I. The indifferent decision 1. Shedding transcendence In Political Theology, Schmitt takes aim at legal positivists like Hens Kelsen who represent the societal order as resting on a unitary “system of norms.”1 Their portrayal of the law as a “rationalistic technical refinement”2 oriented towards calculability makes the legal order appear self-sufficient. This has two consequences. First, it denies the need for personal authority to add anything that could not be derived from the norm a priori; the state is reduced “a system of ascriptions to a last point of ascription and to a last basic norm”3 while judges are “demot[ed] to the status of mere vending machines that mechanically dispense the law.”4 Second, it dispenses with the category of the exception. Every aspect of social life is codified by legal norms, just as every aspect of the natural world is determined by scientific laws, a subsumption that affirms “the validity without exception of every kind of law.”5The legal order is capable of addressing all situations; 1 Carl Schmitt, Political Theology (Chicago: University of Chicago Press, 2006), 18. 2 Ibid., 28. 3 Ibid., 19. 4 John McCormick, Carl Schmitt’s Critique of Liberalism (Cambridge: Cambridge University Press, 1999), 207. 5 Schmitt, Political Theology, 40.
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everything is immanent to and contained by the totality of the system of norms. Against the positivist view, Schmitt wants to restore a proper understanding of the juridical. By itself, the “system of norms” cannot address any concrete situation; it always needs a person to decide how the norm should be applied as events come along – a decision that is unavoidably independent from the predicates of the legal order. Each particular case is in some sense exceptional in that it does not allow itself to be fully subsumed under the empty formalism of law. As such, judges, far from being mere vending machines, face “the necessity of judging a concrete fact concretely even though what is given as a standard for the judgment is only a legal principle in its general universality.”6 And yet, it is important not to lose sight of the fact that a judge’s decision is not arbitrary. Jurisprudence combines attention to each situation’s concrete particularity with an appeal to the transcendence of an idea. This complexio oppositorum is what makes jurisprudence a form capable of “realiz[ing]” a legal idea by “translat[ing it] into reality.”7 While this describes the normal situation, Political Theology is also concerned with the state of exception. When an emergency situation arises about which the law has nothing to say, the sovereign must step in with a decision that suspends all norms. While positivists would decry this as the destruction of order, Schmitt insists that since the ultimate decision aims to preserve the juridical order then “the exception is distinguishable from a juristic chaos, from any kind of anarchy.” It “dissolves” the legal order into legality on the one hand and jurisprudence on the other.8 The decision might emanate from nothingness when “looked at normatively,”9 but it is part of the formal structure of jurisprudence that appeals to the transcendence of the legal idea. He thus talks of the “rightness that emanated from the commands of the personal sovereign.”10 How can a legal idea be deemed to provide “rightness” to the juridical order and to the decision? Schmitt provides an answer to this question a year after publishing Political Theology. In Roman Catholicism and Political Form, Schmitt details the power of representation, through which a concrete personality can give an idea material existence.“Representation means making present something real or ‘actual’ but something that is only given material presence precisely through the representation process.”11 Representation is different from creation, in that it makes visible something that is already real. It is also different from reproduction, in that it does 6 7 8 9 10 11
Ibid., 31. Ibid., 28. Ibid., 12 and 14. Ibid., 32. Ibid., 48. McCormick, Carl Schmitt’s Critique of Liberalism, 161.
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not repeat material reality; Schmitt is dismayed that economic-technical thinking has given up on this distinction and purports to ‘represent’ through quantifying people’s preferences and interests. By contrast, the power of representation imbues its yielder with the dignity of an idea, which “substantiates its claim to...authority.”12 Schmitt writes that, “So long as even the ghost of an idea exists, so also does the notion that something preceded the given reality of material things –that there is something transcendent– and this always means an authority from above.”13 The paradigm of this power is the Catholic Church, which “represents in every moment the historical connection to the incarnation and crucifixion of Christ.”14 But Catholicism is only an example of representational power, and “jurisprudence can easily assume a posture similar to Catholicism.” What “the person of Christ” is to the Church, “the idea of justice” is to jurisprudence.15 This framework can thus easily be applied to Political Theology: The sovereign reveals himself as representing the idea of justice in his decisions –even in his ultimate decision of suspending the normal order, because this is also a juridical move. This connection to transcendence is what imbues the sovereign’s commands with rightness and legitimates his claim to authority. But Schmitt’s paradigm has shifted by the time he publishes The Concept of the Political in 1927. While the sovereign’s decisive role has not changed (he recognizes a threat), in transitioning from deciding on the exception to deciding on the friend-enemy distinction, he no longer aims to represent the idea of justice and preserve the juridical order. Rather, what he seeks to protect is the already concrete life of a people. “It is sufficient for [the enemy’s] nature that he is, in a specially intense way, existentially something different and alien… The friend and enemy are to be understood in their concrete and existential sense.”16 The sovereign decision is no longer dignified by the idea; it no longer claims any transcendent guarantee as to the truth of what it affirms. After all, “only the actual participants can correctly recognize, understand and judge… whether the adversary intends to negate his opponent’s way of life and therefore must be repulsed or fought in order to preserve one’s own form of existence.”17 The decision’s content is strictly existential, which cuts off the sovereign from what in Political Theology had been the source of his authority. While Schmitt had been developing a theory of plebiscitary democracy meant to justify the sovereign’s rule without an appeal to the divine, difficult 12 13 14 15 16 17
Carl Schmitt, Roman Catholicism and Political Form (London: Greenwood Press, 1996), 30. Ibid., 27. Ibid., 19. Ibid., 29-30. Carl Schmitt, The Concept of the Political (Chicago: University of Chicago Press, 1996), 27. Ibid.
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questions remain since an existential decision appears to entail what Schmitt had denounced so vehemently just five years earlier: the reproduction of an exclusively material reality. Does the decision not suffer the fate of economic-technical thinking, whose purported rationalism is in fact so irrational as to be willing to serve “one or another demand, always with the same earnestness and precision, be it for a silk blouse or poison gas?”18 Once it is deprived of its transcendent connection, how can authority be differentiated from those “naked techniques of holding power” that Roman Catholicism’s neutral state is reduced to using, having abandoned any claim to the “rationality of [its] purpose,”19 to the “rightness” of its content, and to the truth of what it affirms? In short, Schmitt’s effort to shed transcendence opened him to the charge that the decision is wholly indifferent to what it affirms. This charge has been pursued along two distinct tracks. 2. Occasionalist decisionism Schmitt’s Weimar writings read like a desperate effort to combat the neutralizing effects of liberalism, which he feared were succeeding in convincing those in power that they need to bow to the normative order. His decisionist model is a transparent attempt to restore personalist authority and restore the sovereign’s power, which leads to the suspicion that the decision is an act taken solely for the sake of authority rather than for the sake of the truth of what is affirmed or the value of what is decided. This is all the more so the case once Schmitt abandons the claim that the decision’s content is supplied by the realization of a transcendentally derived idea. In “Carl Schmitt in the Age of Post-Politics,” Slavoj Žižek argues that the decision “is not a decision for some concrete order but primarily the decision for the formal principle of order as such…The principle of order, the Dass-Sein of order, has priority over its concrete content.”20 According to Žižek, the problem with Schmitt is not the absence of an objective standard from which to assess the decision’s content; rather, it is the sovereign’s indifference towards the truth of what is affirmed. “What really matters is the act as such, independently of its content.”21 Žižek blames Schmitt for collapsing truth unto “positive Being,”22 which is to say that only what is codifiable and ascertainable through independently valid yardsticks can be said to be true. Since the decision is that which cannot be codified, its 18 Schmitt, Roman Catholicism and Political Form, 15. 19 Ibid. 20 Slavoj Žižek, “Carl Schmitt in the Age of Post-Politics,” in The Challenge of Carl Schmitt, ed. Chantal Mouffe (London: Verso, 1999), 18. 21 Ibid., 20. 22 Ibid., 35.
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decisive character does not stem from its content’s truth, which is why Žižek describes the decision as a “purely formal, abyssal act.”23 Rather, it stems from its success at ordering. The sovereign is then an opportunist, and the decision can accommodate whatever content serves authority. This is why Richard Wolin accuses Schmitt of “degenerating into an advocate of charismatic despotism;” and why he (citing Karl Löwith) characterizes Schmitt as promoting “occasionalism.”24 If the decision’s aim is indeed only the “formal principle of order as such,” it is irrelevant that its content be taken seriously as truth. For the decision to fulfill its ordering function, whether it is cynical or sincere makes no difference; and all that is asked of the people is that they order themselves accordingly, no matter their beliefs. The corollary to this argument is that the decision can only affirm what already exists. If Schmitt indeed rejects the proposition that the truth of the decision’s content determines its decisive character, then the content has no constitutive function. If the decision is to “break through the crust of a mechanism,” it can only be through the violence of its abyssal irruption, not through the novel truth of what is affirmed. The sovereign is reduced to arbitrarily deciding on preexisting categories. The consequence of Žižek’s charge that the decision is indifferent to its truth is the collapse of the gap between what exists and what is affirmed. Sarah Pourciau describes this as the worry that the “concept of the political in its original existential sense [is tied] definitely to that which indisputably exists” and “offers up for affirmation nothing beyond an irrefutable reality.”25 The decision only serves to affirm the political character of a preexisting community that until then had held together through different criteria –for instance nationality or religion. Hence, Chantal Mouffe argues that, The unity of the state must, for him, be a concrete unity, already given and therefore stable. This is also true of the way he envisages the identity of the people: it also must exist as a given. Because of that, his distinction between ‘us’ and ‘them’ is not really politically constructed; it is merely a recognition of already-existing borders… The unity is presented as a factum whose obviousness could ignore the political conditions of its production.26
23 Ibid., 20. 24 Richard Wolin, “Carl Schmitt, Political Existentialism and the Total State,” Theory and Society 19.4 (August 1990), 399 and 407; Sarah Pourciau, “Bodily Negation,” MLN 120.5 (December 2005), 1069. 25 Pourciau, “Bodily Negation,” 1069. 26 Chantal Mouffe, “Carl Schmitt and the Challenge of Liberal Democracy,” in The Challenge of Carl Schmitt, ed. Chantal Mouffe (London: Verso, 1999), 49-50.
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For Mouffe, the decision is not tasked with substantive work; the act of ordering strengthens authority, but its indifference towards content leads what is affirmed to play no constitutive role.
3. The renunciation of objective truth Leo Strauss’s commentary on The Concept of the Political is regarded as the paradigmatic attack on Schmitt’s indifference towards the decision’s content, but the criticism he voices diverges from the one we just outlined. Strauss’s lament is not that belief in the decision’s truth is irrelevant. (Quite the contrary, Strauss contends that Schmitt does valorize the decision insofar as it can provide moral content.) Rather, the problem stems from Schmitt’s renunciation of objective truth: Since the sovereign can be neither a philosopher nor a prophet, Schmitt cannot distinguish truth from its simulacrum. The decision can accommodate any content. First, then, Strauss grants that Schmitt retains an important role for the decision’s content. He reads Schmitt to be seeing “in the threatened status of the political a threat to the seriousness of human life. The affirmation of the political is ultimately nothing more than the affirmation of the moral.”27 The recognition of the friend-enemy distinction is simultaneously the recognition of one’s value-system and the intense attachment there to. What matters to Schmitt, Strauss contends, is that one affirms something seriously; namely, that one be so convinced of possessing the right answer to the fundamental question as to be willing to sacrifice one’s life for that ideal. Hence, “if [man] seriously asks the question of what is right, the quarrel will be ignited, the life-and-death quarrel: the political –the grouping of humanity into friends and enemies– owes its legitimation to the seriousness of the question of what is right.”28 And yet, Strauss faults Schmitt for having renounced the possibility of objective truth. Not only does Schmitt accept the pronouncement that rationality (and consequently philosophy) cannot make value judgments and thus cannot determine the decision’s content, but he also forecloses the alternative path to absolute truth: the prophet, who proclaims the right end. Here, Schmitt’s evolution between Political Theology and Concept of the Political proves decisive. In the former work, the decision “emanates rightness” because the sovereign possesses representative power. But Strauss is disappointed to find that the very possibility of an objective standpoint has disappeared in Concept of the Political. Political 27 Leo Strauss, “Comments on Carl Schmitt’s Concept of the Political,” in The Concept of the Political, by Carl Schmitt, (Chicago: University Of Chicago Press, 1996), 101. 28 Ibid., 103.
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statements can only be made from the perspective of actual participants, making truth inexorably subjective. Strauss describes this situation as a regrettable aporia: “The threatened status of the political makes necessary an evaluative statement on the political; yet, at the same time, insight into the essence of the political arouses doubt about all evaluative statements on the political.”29 The validity of any uttered claim is limited to that singular perspective. Thus, no external standpoint exists from which one can judge a decision’s content. In a damning conclusion, Strauss contends that Schmitt’s “critique of liberalism occurs in the horizon of liberalism.”30 Just like those liberals he so decries, he has deprived himself of any ability to differentiate between different groups’ claim to the right life: Let us now make thoroughly clear what the affirmation of the political in disregard of the moral, the primacy of the political over the moral, would signify…. The affirmation of the political as such is the affirmation of fighting as such, wholly irrespective of what is being fought for. In other words: he who affirms the political as such comports himself neutrally toward all groupings into friend and enemies… He who affirms the political as such respects and tolerates all ‘serious’ convictions, that is, all decisions oriented to the real possibility of war.31
The decision is a box in which anything goes. Schmitt might need the decision’s content to be held as true, but he cannot distinguish truth from its simulacrum. It would come as no surprise to Schmitt to hear that The Concept of the Political lacks an external standard from which to determine what the decision’s content should be; after all, this is an explicit part of his argument. Yet, Strauss’s pronouncement that Schmitt has to with hold judgment on “all decisions oriented to the real possibility of war” leaves the latter in quite a bind, since he does want to retain the ability to judge against certain friend-and-enemy distinctions from a strictly political standpoint. What is to become, in particular, of Schmitt’s vivid attack in The Concept of the Political on those who wage war in the name of humanity? When a state fights its political enemy in the name of humanity, it is… a war where in a particular state seeks to usurp a universal concept against its military opponent… Whoever invokes humanity wants to cheat. [This] has certain incalculable effects, such as denying the enemy the quality of being human and declaring him to be an outlaw of humanity, and 29 Ibid., 104. 30 Ibid., 107. 31 Ibid., 105.
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Since Schmitt admits that war can be fought in the name of humanity, what can ground his apparent condemnation of that concept’s political use? The same problem emerges out of “The Age of Neutralizations and Depoliticizations,” an essay Schmitt he wrote in 1928 and published in the 1932 edition of The Concept of the Political. After developing an ominous diagnosis regarding “our situation” and the threat represented by “the antireligion of technicity [that] has been put into practice on Russian soil,”33 Schmitt concludes his essay with this warning: It is wrong to solve a political problem with the antithesis of organic and mechanistic, life and death. A life which has only death as its antithesis is no longer life but powerlessness and helplessness. Whoever knows no other enemy than death and recognizes in his enemy nothing more than an empty mechanism is nearer to death than life.34
Schmitt here amends The Concept of the Political: Recognizing enemies and drawing antitheses intense enough to orient oneself towards war is not enough. Certain ways of distinguishing friend and enemy (i.e. certain decisional contents) are counter-productive because they induce “powerlessness” and are “wrong.” Yet, how can Schmitt retain a standpoint from which to make such judgments? If “only the actual participants can correctly recognize, understand and judge,” can there be an externally assessable “wrong” way to solve an existential problem? II. The decision’s truth Schmitt’s renunciation of religious and moral standpoints on which to ground evaluative statements puts him in a difficult position in The Concept of the Political. It opens him to the distinct charges that what is affirmed is arbitrary and irrelevant to the decision’s function; and that no external standpoint exists from which to judge the adequacy of employing a particular content politically. Once he has left representation behind, can Schmitt push back against his critics? The rest of this paper will argue the content of a decision is in fact substantively valuable because it guarantees as true what cannot be known 32 Schmitt, The Concept of the Political, 54-5. 33 Carl Schmitt, “The Age of Neutralizations and Depoliticizations,” in The Concept of the Political (Chicago: University of Chicago, 2007), 80-1. 34 Ibid., 95.
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through proofs or signs. This is Paul’s proposal in the Epistles to the Romans. For him, the proclamation of such a truth is capable of suspending the direct authority of Jewish and Roman law and overcoming its deadening effects. Reading Schmitt to be drawing on the Pauline paradigm of a paradoxical truth whose sole guarantee is its own proclamation into offers an answer to the critics outlined above. The decision that something is already true is paradoxically the sole standpoint from which it is true. This explains why the decision’s uncodifiability does not mean that its content is irrelevant to its decisive character;35 why the decision can constitute something that is not merely given;36 and why it cannot accommodate any content if it is to fulfill its function. While the connection between Paul and Schmitt has not yet been the object of an extensive literature, there have been prominent efforts to explore its ramifications. The most famous is undoubtedly The Political Theology of St. Paul, a series of lectures Jacob Taubes gave in Germany in 1987. When Taubes visited Plettenberg to meet Schmitt, the two discussed their interpretations of Paul’s Epistle to the Romans, and Taubes claims Schmitt himself urged him to present his views on the matter to the public.37 While Alain Badiou’s Saint Paul: The Foundation of Universalism has contributed to a renewed interest in Paul in philosophical circles, Badiou does not mention 35 Interestingly, such an account is what Mouffe argues Schmitt not only lacks but needs. She writes that if political unity “is to be a real political articulation not merely the acknowledgement of empirical differences, such an identity of the people must be seen as the result of the political process of hegemonic articulation.” (Mouffe, The Challenge of Carl Schmitt, 50-51) As we have shown, Žižek voices a similar charge in his own contribution to that book, but he frames his criticism in terms of Schmitt’s view of truth. He charges that Schmitt did not realize something could be true even if it cannot be codified, and that he did not realize that the act of asserting something as true can have meaningful effects even if what is affirmed cannot be expressed “in the terms of the order of positive Being.” In short, both argue that the sole proclaimation of an uncodifiable statement as true can have actualizing power, but they contend Schmitt lacked the tools for such a theory. 36 Such a case has certainly been made elsewhere, using different arguments than in this paper. A rich argument is offered by Sarah Pourciau, for instance, who argues that the acknowledgment of the enemy is an act of “radical self-constitution.” (Pourciau, “Bodily Negation,” 1071) The recognition of a concrete confrontation through a “rooted perspective” functions as a constitutive negation which produces “existential meaning.” She writes, “What must be protected first gives birth to what is” (1071) which comes to say that Schmitt retains a distinction between existence and affirmation: “The sovereign self only transcends the liberal paradigm of form-giving agency when it manages to join a plurality of concrete, bodily selves in a relationship of non-arbitrary belonging.” (1081) She calls this “the political worthy of affirmation (the political with content).” (1079) However, Pourciau concludes her paper by arguing for Schmitt’s ultimate failure: While “friendship necessarily implies a plurality of possible friends with whom the friend under investigation could be ‘friendly’,” (1081) she notes Schmitt leaves no such possibility to the people, reducing “the members of a political unity [to] passive, bodily recipients of the decision that gives them form” and making it ultimately irrelevant whether they subscribe to the decision’s meaning (1083). 37 More recently, Tracy Strong drew on Taubes to delve into Schmitt’s relationship to Paul in his “The Sacred Quality of the Political.” Tracy Strong, “The Sacred Quality of the Political: Reflections on Hobbes, Schmitt and Saint Paul.” Politisches Denken Jahrbuch (2010).
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Schmitt.38 Yet, his effort to provide an immanent interpretation of Paul’s notion of truth is an early suggestion that this notion can be extracted from its theological context, at least to the extent of informing the existential framework of The Concept of the Political. 1. Announcing a paradoxical truth “Love is the fulfilling of the law:” Paul’s puzzling statement in Romans 13:10 lays at the core of both Taubes and Badiou’s exegesis. How is law deficient, what love is Paul referring to, and how does the latter address the former? In his epistles, Paul launches an assault against the notion of law – whether it is embodied by the Roman imperator or in Jewish Law. Law codifies what it demands that man not do, so that it is nothing but the other side of the coin of transgression. “I had not known sin, but by the law… sin, taking occasion by the commandment, wrought in me all manner of concupiscence. For without the law sin was dead” (Romans 7:7-8).39 This is what Paul calls flesh – that world in which man is entangled in the Law and its transgression. Paul’s dichotomy –flesh versus spirit– breaks with the traditional dichotomy between sin and Law. Both of these categories are collapsed into flesh. They are both opposed to spirit, which frees us from flesh – from sin and from Law. “Now we are delivered from the law” (Romans 7:6). In a crucial move, Paul associates this new dichotomy to the opposition between life and death. This does not designate the body’s biological condition but man’s disposition: “For to be carnally minded is death; but to be spiritually minded is life and peace” (Romans 8:7). The result is Paul’s striking claim that the Law deadens man: For I was alive without the law once: but when the commandment came, sin revived, and I died. And the commandment, which was ordained to life, I found to be unto death… Was then that which is good made death unto me? God forbid. But sin, that it might appear sin, working death in me by that which is good. (Romans 7:9-10 and 7:13).
Why does Paul associating Law with death? Since thought of transgressions is inherent to knowledge of laws, they introduce the possibility of a fissure between man’s (good) actions and his (transgressive) thoughts.40 Law makes 38 Alain Badiou, Saint Paul: The Foundation of Universalism (Stanford: Stanford University Press, 2003). However, Žižek draws on Badiou’s interpretation of Paul in his “Carl Schmitt in the Age of Post-Politics” and The Ticklish Subject to highlight what he believes Schmitt was ultimately unable to grasp, namely the Pauline idea that truth can exist independently of any codification. 39 All passages from the Bible are cited from the King James Version. 40 Taubes, The Political Theology of Saint Paul, 112 and Žižek, The Ticklish Subject, 149-150.
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me feel that I am dead to the world because I experience myself negating the universality of the Law. The constant experience of my sinning in my thoughts –“sin which dwelleth in me”– corresponds to the attitude of death: I find then a law that, when I would do good, evil is present with me. I delight in the law of God after the inward man. But I see another law in my members, warring against the law of my mind, and bringing me into captivity to the law of sin which is in my members. Who shall deliver me from the body of this death?” (Romans 7:20-24).
Moving from flesh to spirit – from death to life – requires leaving behind the Law: living in spirit means “dying to the law” (Romans 7:4). What is the spirit that returns man to life? It is grace, the call to profess one’s faith. Let us be clear: Paul’s replacement of Law (and its corollary, good works) by grace (and its corollary, faith) is not the Protestant move to interiorize belief. Faith demands to be professed. “The word is nigh thee, even in thy mouth, and in thy heart: that is, the word of faith, which we preach... For with the heart man believeth unto righteousness; and with the mouth confession is made unto salvation” (Romans 10:8-10:10). Being touched by grace means one is so compelled as to devote oneself to announcing the truth. In summarizing Paul’s project, Taubes says, “It is laws that you obey; and [Paul] says: no, you obey faith.”41 Obedience no longer requires passive good works but professions of faith. While Paul insists this does not terminate the Law but merely “fulfills” it, the Law has been effectively displaced from the position it had hitherto occupied since it cannot by itself suffice to assure one can “serve the law of God” (Romans 7:25). It needs something beyond itself to fulfill itself. If what is professed is that which suspends the Law, then it must be uncodifiable. The proclaimed truth cannot be subsumed under logical predicates, and it cannot ground itself by reference to its source. Messianic truth requires a “faith that is paradoxical, that is contradicted by the evidence” a striking proposal that Taubes captures by writing of the “messianic concentration on the paradoxical.” This, Taubes marvels, is “a total and monstrous inversion of the values of Roman and Jewish thought.”42 Badiou presents Pauline truth along similar lines when he contrasts it to Jewish discourse, in which the prophet “abides in the requisition of signs,” and to Greek discourse, whose wisdom is the “appropriating of the fixed order of the world and the matching of the logos to being.”43 41 Taubes, The Political Theology of Saint Paul, 14. 42 Ibid., 10. 43 Badiou, Saint Paul, 41-2.
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It is easy to see why Paul is not a wise philosopher. The Messiah’s truth cannot be accounted for logically, and the resurrection defies all scientific norms and rules. Yet, understanding how Paul breaks from Jewish thought demands more attention. How is Paul not a prophet? After all, the Jewish sign is like Pauline truth in that it is exceptional. God interrupted routine history to covenant with a people; a miracle exceeds the cosmic order. But Paul’s exception bears one crucial additional requirement: It can have no guarantee, and it is uncodifiable. This contrasts with the Jewish sign, which is compatible with codification, proof and witnessing: Revelation can be known. As Benny Levy remarks, in Jewish Law a statement [parole] “is true when it is confirmed in the mouth of two witnesses.”44 But Paul is no prophet. Whereas Moses comes down bearing tablets dictated by God, Paul makes no claim to such legitimation. By Jewish standards, he cannot claim to know anything.45 Paul was not one of the original apostles, and it has often been remarked that his writings contain few stories of Jesus’s life and teachings. Paul’s essential lack of any proof of the truth he proclaims might appear to be a handicap, but by talking of a “messianic concentration on the paradoxical” suggests it is precisely this distance that allows him to fashion a notion of truth capable of suspending the law. Something is powerfully true by virtue of its unknowability; something is true by virtue of its paradoxical character. The sole legitimation of Paul’s truth, then, is being touched by grace, i.e. being compelled to declare a truth about which he had no evidence. The sole evidence he proposes for his truth is that he professes it. Of course, such a peculiar proposal is only worthwhile because the truth that is announced is not easy to proclaim. Its unbridgeable gap with the order of knowledge 44 Benny Levy, Le Meurtre du pasteur, (Paris: Bernet Grasset, 2002), 101, my translation. This test even applies to the Sinai: “Maimonides says the two witnesses on the Sinai are each one (600 000) and Moses. One and One: Two, the Word [parole] is verified.” 45 The difference between Paul’s account of his conversion and the account provided in the Acts, which are believed to have been written by Luke, is crucial. The Acts provide a lengthy account, some of which is as follows: “As he journeyed, he came near Damascus: and suddenly there shined round about him a light from heaven. And he fell to the earth, and heard a voice saying unto him... I am Jesus whom thou persecutest... The men which journeyed with him stood speechless, hearing a voice, but seeing no man.” (Acts 9:3-7) Luke emphasizes the gloriously theophanic nature of Paul’s experience and insists his companions also heard a voice; they serve as a second witness that legitimate Paul’s account. For Luke, truth retains a Jewish structure and Paul’s conversion echoes Exodus, in which God legitimates Moses’s truth by making himself heard by all: “The people may hear me speaking to thee, and may believe thee for ever.” (Exodus 19:9) Luke conceives of the apostle as needing the same legitimation Moses received. But in his own account in 1 Corinthians and Galatians, Paul is uninterested in echoing Moses. While he does evoke a teophanic revelation, the account is extremely succinct and provides no specifics as to what his vision was. Very importantly, no companions are mentioned (hence there is no proof). Furthermore, this is not what he finds relevant. He writes he will “refrain” from “glorying” in visions “lest any man should think of me above that which he seeth me to be, or that he heareth from me.” (2 Corinthians 12:6).
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testifies to how difficult it is to profess it. After all, believing this man is the Messiah “is demanded at such a high price to the human soul that all works are nothing by comparison.”46 2. The decision’s paradoxical structure At the end of his lectures on Paul, Taubes reflects that “we are always dealing with the same problem, whether we pursue it by way of Carl Schmitt or by way of Nietzsche. The question is whether you think the exception is possible.”47 Indeed, Schmitt saw it an urgent mission to dispel the positivistic theories that deny the exception, affirm laws’ direct authority, and believe the enemy can be “decided by a previously determined general norm.”48 Two challenges immediately arise to any effort to read Pauline truth in Schmitt. The first stems from Political Theology’s juridical structure, which comprises a transcendental guarantee. Can Schmitt’s notion of the exception then be compatible with Pauline truth, or does it belong on the side of the Jewish miracle, which demands signs and witnesses? The second concerns The Concept of the Political. The content of Paul’s announcement might suggest that only something divine can break with the deadening automatism of the Law,49 so can it be compatible with the existential framework of that work? What happens when the content of the paradoxical proclamation is not a transcendent event but a this-worldly one? Together, these challenges narrow the initial question –is decisionism relying on a Pauline notion of truth?– into the following: Can the decision as it is presented in Political Theology and The Concept of the Political be read as the affirmation of a truth that is uncodifiable and immanent, a truth about this world that has no yardstick but its own proclamation? Can the
46 Taubes, The Political Theology of Saint Paul, 10. 47 Ibid., 85. 48 Schmitt, Concept of the Political, 27. 49 Note that Badiou’s work on Paul is to a large extent devoted to disputing this idea that the truth Paul proclaims is of a transcendent nature. He argues that what he calls the Christ-Event is immanent because Christ’s death “names a renunciation of transcendence” and “functions as a condition of immanence” (Badiou, Saint Paul, 69-70): “Certainly the construction of the evental site requires that the son who was sent to us, terminating the abyss of transcendence, be immanent to the path of the flesh.” (74) He interprets the statement that the Son’s death has reconciled us to God as an “immanentization of the spirit” and vividly concludes that “in no way does this entail that Christ is the incarnation of a God… Paul’s thought dissolves incarnation in resurrection.” (74) Badiou’s larger point is that an event can happen in this world. He intends to “extract a formal, wholly secularized conception of grace from the mythological core” and to “tear the lexicon of grace and encounter away from its religious confinement” (Ibid., 66). As such, he concludes his work by proclaiming that “only what is an immanent exception is universal” (Ibid., 111).
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decision be said to paradoxically begin a truth about something that is already happening? While the decision in Political Theology concretizes a transcendent idea, its juridical form is valuable as a complexio oppositorum because it also allows to take into account what in every situation is concretely exceptional. For instance, the ultimate decision identifies the need to suspend the normal order to palliate a real emergency. The sovereign does not invent a threat; he “decides whether there is an extreme emergency,”50 i.e. whether an unforeseen situation has factually arisen in the world for which no plan has been made. As Schmitt writes in the preface to the second edition, “the decisionist implements the good law of the correctly recognized political situation by means of a personal decision.”51 On the other hand, the sovereign and only him can say that there is an extreme emergency. This is, of course, how Political Theology famously begins: “Sovereign is he who decides on the exception…Sovereignty resides in deciding this controversy… He has the monopoly over the last decision.”52 To say that an extreme case exists independently of the sovereign’s decision is at best meaningless, at worst dangerously disruptive of the public order; for the extreme case to exist unproblematically independently of a decision that it does would deny the sovereign’s “pivotal authority” and open the door to domestically warring factions. As such, by deciding that a situation is exceptional, the sovereign in an important sense makes it such. Whereas liberalism wants to reduce the decision into “a declaratory but by no means constitutive act of ascertaining,” the sovereign cannot be “a mere proclaiming herald” and the decision is necessarily “constitutive.”53 A paradoxical structure arises: The sovereign is called to decide whether a situation is already extreme, but only through his decision can the situation be validly said to be extreme. The juridical form mitigates this circularity. The authority of the idea allows the decision’s otherwise paradoxical nature to be judged as “right;” ad the sovereign’s representative power provides a guarantee to his intervention. But the basic structure of the Pauline paradox is present as one of the two components of the complexio oppositorum, in that the decision paradoxically affirms a truth that only its naming can ground. As such, Paul’s argument that announcing the good news breaks the deadening of repetition can serve to provide an explanation for Schmitt’s difficult contention that the decision is enlivening:
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Schmitt, Political Theology, 7. Ibid., 3. Ibid., 7-9. Ibid., 23, 25 and 31.
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CARL SCHMITT, SAINT PAUL AND PARADOXICAL TRUTH A philosophy of concrete life must not withdraw from the exception and the extreme case… The exception is more interesting than the rule. The rule proves nothing; the exception proves everything: it confirms not only the rule but also its existence... In the exception the power of real life breaks through the crust of a mechanism that has become torpid by repetition.54
This passage can be fruitfully read through the Pauline paradigm that the announcement of a truth whose sole yardstick is its announcement displaces man from death to life. What allows “the power of real life” to “break through [what is] torpid by repetition” is that a statement is said seriously as a truth despite its irreducibility to all codes capable of providing a guarantee.55 In The Concept of the Political, Schmitt once again employs a notion of paradoxical truth, and here the paradox is no longer mitigated by the juridical form. In this work, Schmitt retains the idea that the ultimate decision in fact consists in two decisions. First, whether an emergency situation exists; second, what must be done to address it, which in this work comes to mean against which enemy must the group orient itself. “This people must, even if only in the most extreme case – and whether this point has been reached has to be decided by it – determine by itself the distinction of friend and enemy.”56 Schmitt makes it clear the emergency and identified enemy are real. The existential threat predates its decision, which is why Schmitt speaks of recognition. The political consists in “distinguish[ing] correctly the real friend and the real enemy,” in those “moments in which the enemy is, in concrete clarity, recognized as the enemy.”57 Yet, while emphasizing the concrete situation’s factuality, Schmitt heightens reality’s puzzling dependence on its naming. The clause “whether this point has been reached has to be decided by it” is just one example. Furthermore, the enemy “can neither be decided by a previously determined general norm nor by the judgment of a… neutral third party.”58 The decision on the enemy acknowledges a concrete situation that is real but that is also irreducible to the order of knowledge that would allow its truth to take effect independently of its recognition. A threat really does 54 Schmitt, Political Theology, 15. 55 This account can complement – without displacing – the more obvious explanation that “the power of real life” is provided by the sovereign’s ability to re-present the “living idea” (Roman Catholicism and Political Form, 17). Read thus, life in Political Theology would stem both from the transcendentally vital and the concretely abnormal. As we shall see, this could explain why Schmitt still talks of decisions restoring life years after Political Theology, namely in the 1926 preface of Crisis of Parliamentary Democracy and in the 1928 “Age of Depoliticizations and Neutralizations,” between which Concept of the Political is sandwiched. 56 Schmitt, The Concept of the Political, 49. 57 Ibid., 37 and 67, emphasis added. 58 Ibid., 27.
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exist, but that reality needs to be recognized to take effect as a truth. After all, to say that it has validity outside of its recognition by the participants of a situation would make the enemy’s reality accessible to “the judgment of a… neutral third party” after all. If no group orients itself towards war, if no group is strong enough to assume the power to decide, then “the political entity is nonexistent.”59 “Spectacle terrible et ridicule.” Not only does the group condemn itself to annihilating defeat –since it really is threatened– but it has already caused its own effective disappearance by foreclosing its own political existence and the existence of enemies. After all, a group that forfeits its sovereignty by failing to distinguish its enemy is not capable of having enemies. “An enemy exists only when, at least potentially, one fighting collectivity of people confronts a similar collectivity.”60 No recognition, no (potentially) fighting collectivity; and, in an inescapably paradoxical sense, no fighting collectivity, no enemy. Put as simply as possible, the enemy is real; but it can only be decided. Something has prior factuality but it cannot be predicated or derived from anything but its decision, which proclaims the truth of what it alone can recognize. Schmitt thus echoes the position of the apostle: The decision on the true enemy begins a procedure once it proclaims a very-much existing threat. 3. The constitution of political unity and the domestic enemy The presence of paradoxical truth in Schmitt’s decisionism can provide an answer to a key problem: Why, if recognition is constitutive, does the decision’s truth matter? What would be different if a people cynically designated a fake enemy to gain a sense of its ‘we’ and hence order itself? Paul’s argument for moving from law/flesh to faith/spirit is premised on the unbridgeable differences between the effects of public faithfulness to a demanding pronouncement and the effects of mere compliance with authority. Recognizing the uncodifiable is only the first step: It begins the procedure by which a community is formed. This same structure is found in Schmitt, whose decision launches a procedure by which political unity is constituted and the domestic enemy is identified, crucial functions that are fulfilled precisely because the paradoxical content of the decision compels some as truth. Pauline truth is universal. It does not care about someone’s relationship with the law and someone’s standing vis-à-vis a system of norms, but it is 59 Ibid., 39. 60 Ibid., 38.
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addressed to all. Paul transforms the question of who can profess faith (which the other apostles were still holding unto by insisting on circumcision as a precondition for conversion) into one sole question: who will? Furthermore, professing a paradoxical truth is no one-time occurrence that one can forget as soon as one has made one’s declaration. Those who live their faith find themselves overcoming whatever divisive logic had hither to characterize them to reconfigure themselves as the entity of those who are touched by grace, i.e. those called to declare the paradoxical messianic truth. Yet, applying this theoretical structure to Schmitt poses difficulties. Pauline announcement is meant to be valuable insofar as it exceeds all communitarian divisions, and this indifference to borders means it cannot institute an hermetic identity closed to those outside it. Furthermore, since grace points past the authority of the law, Paul’s writings are imbued with the revolutionary potential of delegitimizing all human authority. In Taubes’s words, Paul founds “the people of God as a purely horizontal community, in a sense a community ‘free of rule.’”61 Needless to say, the Schmittian decision operates differently. For one, the recognition of an existential threat cannot be said to apply to everyone across divisions, nor across space and time; it can only be a decision as to whether the participants of a concrete situation are in danger at a given moment. Moreover, the decision does not delegitimize authority but affirms it. Yet, these undoubtedly crucial differences have more to do with divergent views on how authority operates than to divergent views on truth. While they both thought the exception was possible, they drew drastically different conclusions for authority. In Taubes’s view, the imperator cannot subscribe to the Pauline paradigm because authority is legitimated by law. Yet, for Schmitt sovereign authority consists precisely in the power to decide on something that cannot be subsumed by laws and norms; authority itself points past the law. Political Theology thus both employs and twists the Pauline paradigm. While the exception is that which “defies general codification”, the sovereign and the judges want to either restore or concretize legal ideas. We are back to Romans 13:10: That which fulfills the law is also what shows its gaps; the law’s fulfillment underscores its insufficiency. And yet, by defining authority as he does Schmitt drastically transforms the consequences of Romans 13:10 since the “living logos” that points past the law is no longer necessarily a revolutionary voice (as Taubes describes the apostle); it can be the voice of authority. Paul might have meant to delegitimize political rule when he wrote that man is “delivered from the law,” but Schmitt has redefined authority in such a way that the sovereign finds himself strengthened by the Pauline framework. 61 Taubes, The Political Theology of Saint Paul, 141.
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While the sovereign decision only concerns members of the decisively authoritative group, whereas the apostle speaks to everyone, at least within that group it has a universal reach. For instance, since distinguishing the enemy is never a private act but necessarily the recognition that the entire group faces a threat, the decision applies to everyone within the (admittedly shrunk) space. But that does not mean all who could be compelled by it will be. Thus, just as a community of Christians formed itself around Paul’s announcement, so does a political unity constitute itself those who recognize themselves in the sovereign decision. Let’s be careful: The point certainly is not that the decision invents a group ex nihilo. In Concept of the Political, the decision is only relevant to those within the decisive group, i.e. the group with enough power to orient itself toward war. It is an already existing group that recognizes an enemy and constitutes its unity. So the question becomes whether a group’s decision merely asserts what already exists (as Mouffe contends) or whether it constitutes that group as something irreducibly new. It would seem the answer has to be the latter, as is perhaps clearest in Constitutional Theory: “The idea of representation rests upon the fact that a people existing as a political unity has a higher and more intense way of being together than the natural being of a group of people who just happen to live together.”62 Here, representation no longer designates the medieval power of representation but a notion of “re-presentation that must be technologically reproduced within a unitary presidential regime that manufactures a nation ready for confrontation with other similarly constructed nations.”63 What does it mean for a group to have its political existence “manufactured?” In the preface to the second edition of The Crisis of Parliamentary Democracy (published one year before The Concept of the Political), Schmitt gestures towards a theory of plebiscitary democracy. The state’s members demonstrate political homogeneity by publically acclaiming the decisions of the sovereign, who is legitimated through the charismatic nature of his proclamations: The will of the people can be expressed just as well and perhaps better through acclamation, through something taken for granted and obvious and unchallenged presence, than through the statistical apparatus that has been constructed with such meticulousness in the last fifty years… Compared to a democracy that is direct, not only in the technical sense but also in a vital sense, parliament appears an artificial machinery… while dictatorial and Caesaristic methods not only
62 As cited in Pourciau, “Bodily Negation,” 1083. 63 McCormick, Carl Schmitt’s Critique of Liberalism, 204.
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CARL SCHMITT, SAINT PAUL AND PARADOXICAL TRUTH can produce the acclamation of the people but can also be a direct expression of democratic substance.64
While in earlier writings Schmitt appeals to a transcendentally-derived unity of form, here a people is only as One as it wills itself. Once a group orients itself towards the extreme case, each member must demonstrate intensity. The responsibility to make a decision rests on those who govern, but the responsibility to perpetuate its effects rests on those who are governed, who must demonstrate their attachment to its truth. It is up to the people to demonstrate that “a politically united people is prepared to fight for its existence,”65 which is to say that a political unity constitutes itself around those who are compelled to acclaim the decision because of the sole fact of its pronouncement.66 Again, this framework would be unsatisfactory if the decision was so obvious as to compel everyone, for instance if it could point to a proof outside itself or looked to be translated normatively; in Taubes’s terms, if it was not “demanded at such a high price to the human soul.” Thus, it is because of the paradoxical character of truth that Schmitt is able to think the constitutive effects of the decision. Out of those who hear the sovereign’s pronouncement, most but not all will be compelled to acclaim it, forming a political entity that is irreducible to the preexisting group. “Not all who descend from Israel are Israel.”67 The obvious corollary is that some members of the preexisting group will not be compelled by the sovereign’s truth and will thus be superfluous in the newly-constituted political unity: they are the domestic enemies. That is to say that the procedure launched by the sovereign’s decision results in two distinct enemies. The first is the group recognized as the enemy by the decision; the second is the group of those who do not recognize the first group as the enemy. The existence of this domestic enemy is a structurally integral to Schmitt’s framework precisely because the decision’s content rests not on empirical criteria but only on the actualizing effects of its own acclamation. 64 Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy, 16. Note Schmitt’s continued use of the opposition between the vital and machinery. While the juridical form is left behind, real life still breaks through thanks to the acclamation of a truth whose guarantee is its proclamation. 65 Schmitt, The Concept of the Political, 49. 66 This parallel between Paul’s legitimating proclamation and Schmitt’s acclamation is echoed 44 years later in Political Theology II. Schmitt refers to “Max Weber’s sociology of ‘charismatic legitimation’ (because acclamation is characteristically associated with the charismatic leader). Ultimately, charismatic legitimacy is just an offspring of secularized Protestant theology… as a deformation of an originally theological notion. For the charismatic legitimation of the Apostle Paul in the New Testament remains the theological source for all that Max Weber has said in sociology about charisma: Apostle Paul – the triskaidekatos, the thirteenth over and above the twelve.” [Carl Schmitt, Political Theology II (Cambridge: Polity, 2008), 66-7]. 67 Taubes, The Political Theology of Saint Paul, 47.
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The contrast between Taubes and Schmitt crystallized precisely on the status of the uncompelled. For Taubes, the division between those who are compelled and those who are not cannot lead to violence, since the good news continues to interpellate those who reject it and since truth can traverse even the most communitarian of customs – even circumcision, which other apostles regarded as incompatible with their preachings. But Schmitt takes a predictably different attitude: “Democracy requires… first homogeneity” and “second – if the need arises – elimination or eradication of heterogeneity.”68 What is striking is that Schmitt claimed to find justification for this attitude toward the uncompelled in Paul himself. Indeed, during their meeting, Schmitt and Taubes addressed this disagreement by debating a Pauline verse that is concerned with the Jews: “As touching the gospel, they are enemies for your sake: but as touching the election, they are beloved for the fathers’ sake” (Romans 11:28). According to Taubes, Schmitt dismissed the reading that those who do not follow Paul remain beloved and argued that in this verse “enemy is not a private concept; enemy is hostis, not inimicus.” Hence, “we are not dealing with private feuds, but with salvation” and the “love your enemies” preaching does not apply.69 Taubes rejects this interpretation. Paul did not mean that the covenant was broken or that God “repudiated his people,”70 since Paul also wrote that “salvation is come unto the Gentiles, for to provoke [Israel] to jealousy” (Romans 11:2 and 11:11). Thus, the enmity evoked in this verse is not a public, hence political, one. Setting aside the interpretive question of what Paul meant, what is clear is that Schmitt understood the Jews as posing an obstacle to the constitutive process that the announcement of the good news is meant to launch. For him, unlike Taubes, the proclamation of a paradoxical truth reveals enemies whose very existence belies the sovereign’s ability to constitute unity by rallying around his will. This analysis resolves the following difficulty: In what sense is the politically constituted friend-group different from the preexisting group to whom the sovereign addressed his decision? In what sense is there a gap between existence and affirmation? The inner enemy provides an answer. The decision’s unfolding identifies those within the preexisting group who are not compelled by its truth (perhaps they do not acclaim it in the plebiscitary moment, or perhaps they avoid fighting on its behalf) and “eliminates and eradicates” them. This makes for a stronger category of Freund than Schmitt is often interpreted as having since the friend group emerges out of the framework of the preexisting group but is radically alien to it. The decision’s effects have purged the latter of heterogeneous 68 Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy. 9. 69 Taubes, The Political Theology of Saint Paul, 51. �������������� Ibid., 50.
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elements, transforming it into a political entity –cohesive under the sovereign authority, united around a truth. III. A decisional grammar We have shown the sovereign’s existential decision not only can but also needs to be taken seriously as truth. Yet, this does not dispel Strauss’s criticism that any decision has to be praised as long as it successfully orients towards war. It merely opens a further question: Does the decision’s demanding function exert structural conditions on its content? The decision must initiate the enlivening effects of a group’s political constitution by the fact –and only by the fact– of its affirmation, but can anything be affirmed to have such effects or can Schmitt hope to specify criteria without which a truth cannot serve as the content of a proper decision? Our challenge, in particular, is to address what Strauss’s criticism had revealed to be apparent gaps in Schmitt’s argument. What grounds his condemnation of the political use of humanity? How can he judge that it is “wrong to solve a political problem with the antithesis of life and death?” To the distinction between types of truth corresponds two types of antitheses. The first is grounded in the order of knowledge; the antithesis can be known because it is a logical opposite. One such antithesis is that of law and its transgression. First, law provides the codes with which the latter can be objectively recognized. Second, it is a logical necessity that the legal system takes action against transgression, since it would lose validity if it remained indifferent towards criminals who put its universality in question. In The Concept of the Political, Schmitt provides two examples of this type of antithesis: the “ideological humanitarian conception of humanity,” the “economic-technical system of production and traffic.” These discourses transform “the self-understood will to repel the enemy in a given battle situation… into a rationally constructed social ideal or program, a tendency or an economic calculation.”71 For instance, “the ideological structure of the Peace of Versailles corresponds precisely to this polarity of ethical pathos and economic calculation” because its goal is to “establish a foundation for a juridic and moral value judgment.”72 Enmity understood thus is the result of concepts’ a priori definition, of laws’ necessary unfolding. It is derived logically. Schmitt expresses particular ire towards the concept of humanity as it is understood by liberals, who employ it as an “all-encompassing” concept.73 Its pretention to universality rests on its claim to describe a “system of relations,” which is to say that its normative truth predates any 71 Schmitt, The Concept of the Political, 72. 72 Ibid., 73. 73 Ibid., 55.
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concrete experience. Its very validity is undermined if something inhuman is present in the world. What contradicts the concept of humanity has to disappear not because it poses a threat, but because it “appears as a logical contradiction in terms.”74 The second type of antithesis cannot be logically derived. Yes, “religious, moral and other antitheses [some of which are the type of opposition presented above] “can intensify to political ones”, but for an antithesis to take on the political function of orienting towards war requires an existential recognition that is never contained in the underlying concepts. When they are not “focused on a specific conflict”, these antitheses become “empty and ghost like abstractions” so that the friend-and-enemy distinction “cannot be derived from these specific antitheses of human endeavors.”75 It always requires naming a threat, something that cannot be derived logically. Put otherwise, the simultaneous existence of such antithetical elements is not a contradiction in term, so there is no a priori predetermination of enmity. For instance, the existence of France does not logically require the negation of every other state; quite the contrary, “the political world is a pluriverse, not a universe. In this every theory of the state is pluralistic.”76 Thus, for two states to become enemies requires the determination of a threat by the actual participants. A non-statist example is “the thousand-year struggle between Christianity and Moslems,” which Schmitt does not frame in term of an absolute commandment to rid the world of non-believers but in the existential terms of self-defense: “Never… did it occur to a Christian to surrender rather than defend Europe out of love toward the Saracens or Turks.”77 While everybody ought to be a Christian, those who are not are not illogical. It is not knowledge they contradict, but faith. Similarly, Schmitt cites German barons: “Exterminate them [the French], the Last Judgment will not ask you for your reasons.”78 No law can legitimate the recognition of a political enemy; that orientation must be decided. On the other hand, the first type of antithesis we drew required no decision: the presence of an abnormality was normatively assessed, the presence of the immoral was derived from the law. The initial problem can thus be reframed as such: Why is a logically derived enmity politically inadequate if it does manage to orient a group towards war? After all, while “there exists no rational purpose, no norm no matter how true … which could justify men in killing each other for this reason,”79 if the orientation towards war has taken place, that means rational norms 74 75 76 77 78 79
Pourciau, “Bodily Negation,” 1077-8. Schmitt, Concept of the Political, 30. Ibid., 53. Ibid., 31. Ibid., 67. Ibid., 49.
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have effectively been supplemented by the existential intensity that defines the political. The absence of public acknowledgment that a decision has been rendered (whether it is hypocritical or sincerely unaware) means that the enmity has asked nothing of those who follow it. When the enemy is defined in terms of logical necessity, recognizing him does not demand the taxing public profession of a paradoxical truth that Paul demands in Epistle to the Romans and that Schmitt demands in The Concept of the Political and The Crisis of Parliamentary Democracy. Take the ideological discourse of humanitarianism. It needs no public recognition, for what is the point of publicly professing that which seems rationally obvious? Thus, those who recognize the enemy do not constitute for themselves a higher existence as a political unity, and the political does not enliven the group. Let us return to the conclusion of “The Age of Neutralizations and Depoliticizations.” Having urged Europeans to realize Russia does not just embody technicity but a “spirit,” Schmitt adds: It is wrong to solve a political problem with the antithesis of organic and mechanistic, life and death. A life which has only death as its antithesis is no longer life but powerlessness and helplessness. Whoever knows no other enemy than death and recognizes in his enemy nothing more than an empty mechanism is nearer to death than life…. A group which sees on the one side only spirit and life and on the other only death and mechanism signifies nothing more than a renunciation of the struggle.80
This passage earlier encapsulated Schmitt’s dilemma: how can a group that knows its enemy be said to have renounced the struggle? We can now provide an answer. What from the external standpoint can be judged politically inadequate is not what the group embodies nor whether it should go to war but rather how the group conceives antithesis and what type of discourse legitimates its orientation towards war. A discourse that derives the enemy logically portrays him as dead to the world. For Law, sin is death –it should not exist. For humanity, the inhuman is death– it is abnormal, logically unthinkable. For the economy, extra-economic means are mere eruptions of “violence and crime”81 – they cannot even be acknowledged as means to something. But Schmitt contends that discourses that oppose themselves to death are in fact dead themselves. As we saw earlier, this is exactly Paul’s move in his Epistle to the Romans, which presents the law to be just as dead as sin since it is bound to constantly experience things that negate it (most notably the thought 80 Schmitt, “The Age of Depoliticizations and Neutralizations,” 94-5. 81 Ibid., 77.
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of transgression). Schmitt similarly contends that “a life which has only death as its antithesis is no longer life but powerlessness and helplessness.” Evading the acknowledgment of a decision by disguising it as a rational is more than hypocritical, it is also deadening. The discourse of humanity is driven “to the most extreme inhumanity”82 not only because it is vicious, but because it itself is “nearer to death than life.” By contrast, a discourse that is true to the paradoxical character of the decision on the enemy provokes very different effects. This enemy is not an enemy a priori, but because it poses an existential threat. This enemy is not an enemy because it is dead, but because it is very much alive (in fact, threateningly alive). A group that acknowledges such a decision can enjoy the enlivening effects of taking seriously a truth that has no logical guarantee.
IV. Conclusion The function the decision must fulfill does exert demands as to what can be affirmed. Certain contents are unable to meet the conditions of an enlivening decision. For instance, liberalism’s humanitarian rhetoric cannot launch the type of truth-procedure needed to constitute a vital political community. Certainly, this does not answer the meat of Strauss’s criticism since Schmitt retains neither a rational standard nor a transcendental guarantee from which to determine the decision’s content. Yet, he does not collapse the decision into a box in which anything can be made to fit. At the very least, then, what Strauss presents as Schmitt’s dreadful failure to overcome the “systematics of liberal thought” should be reframed. Rather than betray his imprisonment in the horizon of liberalism, Schmitt’s renunciation of objective truth presents affinities with Paul. In attacking the lack of moral content in Schmitt’s decision, Strauss is not just battling the modernist renunciation of truth but also Paul’s challenge to the Hellenist and Jewish model. Strauss is no Paul enthusiast and he would gladly retort that the Pauline break is the first step towards modernity. Yet, recasting the foil of his polemic against Schmitt does have the important consequence of saving Schmitt from himself. From the perspective of The Concept of the Political’s aims, reliance on a liberal framework would be far more damning than an appeal to a Pauline structure of truth, still fruitful even when voided of transcendence. As such, the contrast between Schmitt and Strauss is not that between a historicizing political thinker on the one 82 Ibid., 54.
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hand and a political philosopher on the other, as Strauss would have us believe. Rather, the two are litigating anew the long-since forgotten battle between Jerusalem and Athens on the one hand and Paul on the other. References Badiou, Alain. Saint Paul: The Foundation of Universalism. Stanford: Stanford University Press, 2003. Levy, Benny. Le Meurtre du pasteur. Paris: Bernet Grasset, 2002. McCormick, John. Carl Schmitt’s Critique of Liberalism. Cambridge: Cambridge University Press, 1999. Mouffe, Chantal. “Carl Schmitt and the Challenge of Liberal Democracy.” In The Challenge of Carl Schmitt, edited by Chantal Mouffe, 38-53. London: Verso, 1999. Pourciau, Sylvie. “Bodily Negation: Carl Schmitt on the Meaning of Meaning.” MLN, 120.5 (December 2005), 1066-1090. Schmitt, Carl. “The Age of Neutralizations and Depoliticizations.” In The Concept of the Political, 80-96. Chicago: University of Chicago, 2007. Schmitt, Carl. The Concept of the Political. Chicago: University Of Chicago Press, 1996. Schmitt, Carl. Crisis of Parliamentary Democracy. Cambridge: MIT Press, 1988. Schmitt, Carl. Political Theology.Chicago: University Of Chicago Press, 2006. Schmitt, Carl. Political Theology II. Cambridge: Polity, 2008. Schmitt, Carl. Roman Catholicism and Political Form. London: Greenwood Press, 1996. Strauss, Leo. “Comments on Carl Schmitt’s Concept of the Political.” The Concept of the Political, by Carl Schmitt, 81-108. Chicago: University Of Chicago Press, 1996. Strong, Tracy. “The Sacred Quality of the Political: Reflections on Hobbes, Schmitt and Saint Paul.” Politisches Denken Jahrbuch (2010). Taubes, Jacob. The Political Theology of Saint Paul. Stanford: Stanford University Press, 2003. Wolin, Richard. “Carl Schmitt, Political Existentialism and the Total State.” Theory and Society, 19.4 (August 1990), 389-416. Žižek, Slavoj. “Carl Schmitt in the Age of Post-Politics.” The Challenge of Carl Schmitt, edited by Chantal Mouffe, 18-37. London: Verso, 1999. Žižek, Slavoj. The Ticklish Subject. London: Verso, 2000.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 63-83
Escatología, política y administración a partir de la obra de Alexandre Kojève: el problema del “fin de la historia”* Tomas Borovinsky**
Universidad de Buenos Aires RESUMEN El presente trabajo de investigación se propone indagar las matrices teológicas que subyacen a los debates en torno al fin de la historia –y al fin de la política–, ahondando también en los fundamentos teológicos del triunfo de la economía y la administración por sobre la política en la escena contemporánea. Considerando esto, la obra de Alexandre Kojève es más que relevante para revisitar la relación fundamental entre teología y política que marca, quizás sombríamente, el pensamiento moderno. En este sentido, el texto tiene en consideración las marcas escatológicas en un trabajo herético como es el de Alexandre Kojève (un pensador al que autores como Giorgio Agamben tanto deben). Porque si, como señala el autor, la historia ha llegado a su fin –noción que Francis Fukuyama popularizará más tarde– entonces lo único que queda por hacer es administrar económicamente lo existente. Palabras clave: Escatología, Kojève, administración, Taubes
Eschatology, politics and administration in the framework of Alexandre Kojève’s work: the problem of “the end of history” The aim of this article is to explore the theological matrices underlying the debates about the end of history –and the end of politics– also looking in depth at the theological fundamentals of the triumph of economics and administration over politics in the contemporary scene. Regarding this, Alexandre Kojève’s work has been more than relevant in order to revisit that fundamental relation between theology and politics, which influences, even if only in the shasdows, modern thought. In this sense, this article takes into account the eschatological imprints in such * Artículo recibido el 28 de octubre de 2011 y aceptado el 22 de diciembre de 2011. ** Tomas Borovinsky es doctorando en Filosofía (Université Paris VIII) y en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires). Docente de Filosofía y de Teoría Política en la Universidad de Buenos Aires y editor asistente de la Revista de Estudios sobre Genocidio (Universidad de Tres de Febrero). Investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani (Facultad de Ciencias Sociales de la UBA) y del Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTreF). Es becario del CONICET y su última publicación es Posteridades del hegelianismo: continuadores, heterodoxos y disidentes de una filosofía política de la historia (Buenos Aires: Teseo, 2011) junto a Fabián Ludueña Romandini y Emmanuel Taub como compiladores. E-Mail: tomas.borovinsky@gmail.com
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ESCATOLOGÍA, POLÍTICA Y ADMINISTRACIÓN an heretic work as the one from Alexandre Kojève (an author to whom Giorgio Agamben owes more than he is willing to accept). Because if, as the former points out, history has reached its end –a notion that Francis Fukuyama later popularized– then the only thing left to do is the economical administration of the existing. Keywords: Eschatology, Kojève, Administration, Taubes.
I. Premisa de trabajo El presente artículo busca tomar como eje la relación entre teología política, temporalidad y gobierno a partir de la obra de Alexandre Kojève. Para este fin, tendremos en consideración las consecuencias políticas que implica la centralidad del concepto de escatología en la obra de este pensador rusofrancés (es decir, pondremos el énfasis en la cuestión de la relación entre temporalidad y teología política), así como también las tensiones que implican sus concepciones teóricas en relación con algunos otros pensadores fundamentales de su tiempo. En este sentido, buscamos tomar como eje de trabajo la pregunta por “el problema de la historia”1, el tiempo y la política. Lo que, por otra parte, implica considerar las consecuencias políticas de la finitud de la historia, el tiempo y el hombre, forzándonos, en esta consideración, a tomar seriamente a la escatología como problema político. En otras palabras, buscamos contribuir a una indagación teórica sobre los fundamentos teológico-políticos de determinadas discusiones del siglo XX, considerando pertinente el estudio de la obra de Alexandre Kojève como exponente de aquellos debates escatológicos en torno al denominado fin de la historia –y fin de la política–, e intentando contribuir, también, a una mayor comprensión sobre los fundamentos teológicos del supuesto triunfo de la economía y la administración por sobre la política en la escena contemporánea. Porque si, como indica Alexandre Kojève, la historia ha llegado a su fin –idea que después popularizará Francis Fukuyama– entonces lo único que queda por hacer es administrar económicamente lo existente. En este sentido, los recientes estudios en proceso del pensador italiano Giorgio Agamben han sido más que sugestivos para revisitar aquella fundamental relación entre teología y política que atraviesa al pensamiento moderno. Será estudiando autores como Leo Strauss, Alexandre Kojève, Karl Löwith, Carl Schmitt y Jacob Taubes (entre muchos otros) que la denominada teología política saldrá a la luz. De ahí que cada toma de “partido” en relación al tan mentado –como posiblemente incomprendido– fin de la historia y de la política implique una cierta relación con la teología y la política (pensemos en la escatología 1
Jacob Taubes, Escatología occidental (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2010), 21.
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que Jacques Derrida señaló en torno al affaire Fukuyama2). Se trata de una relación que marca a fuego los principales conceptos de nuestra teoría política occidental, teoría que encuentra nublada esta ligazón al punto de que sea necesario realizar infinitas excavaciones histórico-conceptuales para que resurja lo que quizás en otro tiempo era evidente. Dado que el judaísmo es teología política y que “esa es su cruz”, lo cierto es que también “la politicidad originaria del movimiento cristiano era perfectamente percibida tanto por los romanos como por los judíos y, para todos en el mundo antiguo, estaba claro que el Reino implicaba una cuestión de poder y soberanía”3. A fin de cuentas, como señala Taubes, “todos los conceptos cristianos que conozco son o llegarán a ser en algún momento explosivos de tan políticos”4. Porque si bien es verdad que los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado y la política son conceptos teológicos secularizados, según indica la divisa schmittiana5, también es cierto que, como nos dice Jan Assmann, “los conceptos decisivos de la teología son conceptos políticos teologizados”6, afirmación que no anula a la primera, sino que más bien la compone y la completa. Esto porque creemos junto a Jacob Taubes que “como no hay teología sin implicaciones políticas, tampoco hay teoría política sin presupuestos teológicos”7.
II. La escatología como problema (teológico) político El estudio de la escatología como problema político resulta fundamental para comprender el presente. Porque el olvido o el ocultamiento de la problemática de la escatología implica oscurecer la génesis de la concepción judeo-cristiana y, por tanto, occidental de la historia, así como también la dependencia que hay entre el mundo cristiano y el judío (la dependencia es unidireccional del cristianismo al judaísmo), donde lo curioso es que el propio concepto de historia utilizado por Occidente parece ser en parte judío (por lo menos en lo referido al tiempo lineal, si bien podemos encontrar también otro tiempo judío, o podemos complejizar la linealidad del tiempo judío en la rememoración). 2 Jacques Derrida, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional (Madrid: Trotta, 1995), 28. 3 Fabián Ludueña Romandini, “La Historia como Escatología: una arqueología del Anticristo y del Katéchon desde Pablo de Tarso hasta Carl Schmitt”, Revista Confines 26 (2010): 35. 4 Jacob Taubes, La teología política de Pablo (Madrid: Trotta, 2007), 86. 5 Carl Schmitt, Teología Política (Buenos Aires: Editorial Struhart, 2005), 57. 6 Jan Assmann, Potere e salvezza. Teologia politica del´antico Egitto, in Israele e in Europa (Torino: Einaudi, 2002), 20. 7 Jacob Taubes, Del culto a la cultura (Buenos Aires: Katz, 2007), 267.
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Como ha enseñado Karl Löwith, esta forma –la nuestra, encarnada por ejemplo en Hegel– de leer la historia universal occidental como filosofía de la historia es una representación “específicamente bíblica”8, al mismo tiempo que es una justificación teórica del arribo de la burguesía al poder en el siglo XIX, donde la historia se dirigiría “hacia un fin último, y es conducida por la providencia de una voluntad divina”.9 Una “voluntad racional divina” que puede seguir secularizándose como guía histórico-espiritual y adquirir las máscaras del comunismo marxista –rastreo que también realizó Löwith–, o bien hacer uso del tan mentado “mito del progreso capitalista”, cada vez más secularizado pero innegablemente de origen teológico. Porque a fin de cuentas, como señala Jacob Taubes: “desde la perspectiva de la historia, el origen se vuelve comienzo, al que siguen un medio y un final. La historia misma es el medio entre creación y redención”.10 Por el contrario, el mundo antiguo encerraba concepciones ciertamente diferentes a las de nuestro mundo moderno, signado por la impronta judeocristiana (más o menos secularizada). Si decimos que la figura que representa la concepción occidental del tiempo y la historia es la línea, donde hay un inicio y un final, la figura que podría representar a ciertos antiguos sería el círculo. El mito antiguo constituye la narración del origen, la repetición de lo idéntico donde encontramos que, como señala nuevamente Jacob Taubes: En el eterno retorno de lo idéntico el adónde coincide con el de dónde. El origen como la fusión del de dónde y el adónde es el medio del mundo místico. El poder abarcativo del origen es la naturaleza, pues proscribe todo acontecer hacia el cielo del florecer y el marchitarse. Los dioses de la naturaleza son los baales y el más sagrado de los dioses baales es Dionisos.11
En ese sentido es que debemos recordar lo señalado por Humphrey Kitto cuando decía que “sobre todo, los griegos se negaban en forma terminante a distinguir entre la Naturaleza y la naturaleza humana. Así pues, las fuerzas que rigen el universo físico deben regir también el universo moral”.12 Es por ello que podemos hablar de un politeísmo griego que funciona como una “religión natural”, donde además, el “instinto griego a favor de la armonía y la lógica se advierte en la creación del sistema olímpico presidido por Zeus”.13 La concepción que heredó Occidente –y que triunfó por sobre la visión griega– es aquella signada en cierto modo por el mesianismo y la apocalíptica 8 9 10 11 12 13
Karl Löwith, Historia del mundo y salvación (Buenos Aires: Katz, 2007), 74. Ibídem. Taubes, Escatología occidental, 32. Ibid., 31. Humphrey Davy Finley Kitto, Los griegos (Buenos Aires: Eudeba, 2007), 226. Ibid., 229.
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judía (en parte, luego cristiana). Esta concepción es la que persistirá de forma más o menos secularizada en las filosofías de la historia hegelomarxistas; en las visiones progresistas de la historia –incluidas las liberales y algunas conservadoras–; en las teorías revolucionarias, y, también, como contraposición, en las contra-revolucionarias. La concepción judeocristiana de la historia lineal es aquella que atraviesa a Occidente, siendo aún nuestra concepción de la historia y del tiempo. De ahí que algunos pretendan frenarla o “andar con cuidado” (conservadores o “contra-revolucionarios”) y otros quieran acelerarla (progresistas o revolucionarios de distinto tipo). De ahí, también, que otros sentencien que la historia misma ha finalizado, quedándonos solamente en mayor o menor medida la administración económica de lo existente (explícitamente, Alexandre Kojève en su momento; últimamente, Francis Fukuyama en el mismo sentido, y , también, en mayor o menor medida, gran parte del pensamiento gubernamental y político mainstream-liberal). Solo podemos comprender este hecho si consideramos que, así como “el curso de la historia se desarrolla en el tiempo”, también es cierto que “la esencia del tiempo está comprendida en su unidireccionalidad”14. De ahí que todo pensamiento verdaderamente político deba medirse con la concepción vigente del tiempo y de la historia: tanto para pensarse en esa unidireccionalidad, como para repensar el tiempo (otra temporalidad) y construir quizás otra política. Como sostiene Giorgio Agamben: “Cada concepción de la historia va siempre acompañada por una determinada experiencia del tiempo que está implícita en ella, que la condiciona y que precisamente se trata de esclarecer”, porque además “cada cultura es ante todo una determinada experiencia del tiempo”15. De ahí la recuperación del concepto de cronotopo que realiza Jan Assmann del pensamiento de Mijail Bajtín. Sobre esto, Assmann afirma que de “todas las formaciones y construcciones de sentido, la construcción cultural del tiempo es la más básica y extensa. Ella constituye el verdadero marco de la historia, cuya forma y cuyo curso sólo se entiende desde este punto de vista”.16 También señala Assmann la importancia del aporte de Agustín de Hipona en su concepción entre tiempo lineal y tiempo cíclico, porque para este: La muerte de Jesús en la cruz era el acontecimiento único e irreversible que, para todos los que creen en él, da al tiempo la forma de una línea. Mientras los paganos yerran en círculo, los cristianos caminan hacia la meta de la Redención.17 14 Taubes, Escatología occidental, 21. 15 Giorgio Agamben, Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2004), 131. 16 Jan Assmann, Egipto. Historia de un sentido (Madrid: Abada, 2005), 22. 17 Ibid., 24. También véase en Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios (Madrid: Biblioteca Homo Legens, 2006), 478.
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Como señala Jan Assmann, “un pueblo vive en el tiempo lineal de la historia sacra o en el tiempo cíclico de la historia profana” porque “en esta concepción agustiniana del tiempo cíclico y el tiempo lineal es esencial la exclusividad de la división”18. Ese es nuestro punto de partida para estudiar esta problemática tan relevante para la comprensión del presente. Partimos de la compleja proximidad y distancia que nos acerca y nos aleja de los fundamentos de Occidente en lo relativo a la política y a la temporalidad histórica (Atenas y Jerusalén). Es por ello que, para desentrañar esa tensión que nos condiciona a la hora de reconsiderar los fundamentos de Occidente, nos vemos obligados a recordar algunas de las polémicas observaciones que disparara Nietzsche poco antes del comienzo de un siglo signado por las guerras civiles mundiales como fue el siglo XX. Los estudios de Friedrich Nietzsche sobre la ruptura entre el mundo antiguo clásico y judeo-cristiano son capitales para comprender la importancia de la cuestión de la escatología. En este sentido, Nietzsche encontrará lo que podríamos denominar el origen de la ruptura entre los antiguos y los modernos en aquella transvaloración que por medio de Constantino clavó la espina cristiana en el corazón de Occidente al reposicionar la relación entre cristianismo e Imperio, comenzando a culminar la persecución de los cristianos y a devenir oficial aquella religión. Es esta transvaloración la que tomará como “modelo” Nietzsche al considerar una futura y nueva transvaloración de los valores. En esta primera transvaloración se da una destrucción de los valores antiguos por medio de la inyección de la moral cristiana de origen judío. Porque, si bien es cierto que la antigüedad constituye en muchos sentidos un mundo radicalmente heterogéneo y diverso, donde el propio Nietzsche encuentra en Sócrates al primero de los cristianos, es necesario remarcar –siguiendo a Nietzsche– la diferencia, en cierto sentido, irreconciliable que encontramos entre los valores clásicos y los (judeo) cristianos. Habrá, para Nietzsche, una diferencia radical entre los valores clásicos y los modernos que gravitará en todo lo relativo a la política y la moral. Porque si para los antiguos lo bueno estaba caracterizado por lo veraz, lo elevado, lo orgulloso, lo bello y el coraje, es después de la transvalorización judeo-cristiana que se invertirán los valores y lo bueno pasará a ser lo bajo y lo humilde, lo feo y lo caritativo. Como señala el autor, para diferenciar al mundo clásico del moderno, signado este último por lo judeo-cristiano: “¿No ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese <redentor>, de ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de su sublime ansia de venganza?” Porque, después de todo, ¿no constituye aquel el 18 Ibídem.
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“auténtico instrumento de su venganza, a fin de que <el mundo entero>, es decir todos los adversarios de Israel, pudieran morder sin recelos principalmente ese cebo?”19. En ese sentido, subyace al “éxito” práctico de la moral judeo-cristiana, el triunfo de los valores esclavos por sobre los nobles, como a continuación señala Nietzsche: Atengámonos a los hechos: el pueblo –o “los esclavos” o “la plebe”, o “el rebaño”, o como usted quiera llamarlo– ha vencido, y si esto ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo alguno tuvo misión más grande en la historia universal. “Los señores” están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido.20
Es por eso que no debemos olvidar qué significa, políticamente hablando, el final de los tiempos bajo la forma judía y cristiana (al menos en lo referido al triunfo de los plebeyos). Desde el punto de vista de los amos, aquella escatología o Apocalipsis –esa justicia y ese juicio– será la venganza de los esclavos por sobre los amos. Porque, aunque a veces hablemos de lo judeo-cristiano, esto no significa que identifiquemos absolutamente esas dos tradiciones. De hecho, mucho comparten, para el autor de Der Antichrist: “El cristiano es solo un judío de confesión más libre”21. Por todo lo señalado es que consideramos de suma importancia la investigación de la “escatología como problema político”, al estudiar la relación entre historia, tiempo y política en perspectiva teológico-política, lo que implica por sobre todo re-pensar el problema de la justicia. Y es justamente debido al papel que creemos tiene Alexandre Kojève como exponente del Estado universal y homogéneo, del fin de la historia y de una escatología secularizada, que pretendemos remarcar su importancia. III. Estado universal, administración y gobierno en Alexandre Kojève El Estado universal y homogéneo de Alexandre Kojève sería el que comenzaría a advenir con fuerza en el momento en que la historia ha llegado a su meta, cuando ya nada nuevo puede ser dicho, cuando –si consideramos que la primera frase fue pronunciada en Grecia hace dos mil quinientos años– la última palabra ha sido ya disparada en Jena. Señala Kojève, 19 Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral (Madrid: Alianza, 1998), 48. 20 Ibid., 49. 21 Friedrich Nietzsche, El Anticristo (Madrid: Alianza, 2003), 87. Además agregará en la página 85 que “El judaísmo entero, un entrenamiento y una técnica judíos seculares completamente serios, alcanzan su última maestría en el cristianismo en cuanto arte de mentir santamente. El cristiano esa última ratio de la mentira, es el judío duplicado – incluso triplicado”.
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releyendo a Hegel, que el hombre existe como ser humano solo en la medida en que es reconocido. Porque, en la lectura de Kojève, el reconocimiento del hombre entre hombres cristaliza en el Estado y en la Ley. Afirma Alexandre Kojève, en su Esquisse d´une phénoménologie du droit, que el hombre “existe como ser humano sólo en la medida en que es reconocido: el reconocimiento de un hombre por otro es su ser mismo”22. El reconocimiento del hombre entre hombres cristaliza en el Estado y en la Ley. Para Kojève, la dialéctica entre amo y esclavo es superada en el ciudadano burgués. Ahí radica la importancia de la lucha por el reconocimiento, deseo antropógeno, es la lucha por la búsqueda de la dignidad del hombre. Desde la lógica de Kojève, el comienzo del final de la historia comenzó con la llegada de Napoleón a Jena, lo que implica el inicio de la expansión de aquel código napoleónico que encarna el reconocimiento escrito y estatizado del hombre como hombre, remarcando a su vez las implicancias religiosas de aquello que el propio Kojève denominó “la realización del Reino de los Cielos cristiano”23. Aunque es cierto que aquí quizás se dé una tensión interna al pensamiento de Kojève, si pensamos que esta expansión –si bien es irreversible– parece no terminar de finalizar. Una expansión de la ciudadanía burguesa que pretende ir de la mano de la expansión del comercio y –últimamente, para usar una palabra más contemporánea– de la globalización. Una expansión que hace que el hombre deje de luchar por su propio reconocimiento como hombre conllevando a que el hombre pase a ocuparse de tareas administrativas: producción, circulación y consumo. Cuando el hombre deja de negar su propia naturaleza natural buscando el reconocimiento como hombre, el hombre –a los ojos de Kojève– se animaliza. Desde esta perspectiva ya no hay tiempo para la lucha, tampoco para la filosofía. Ni la una ni la otra tienen sentido en la poshistoria. Así, hallaremos en Kojève a un real heredero inmanente, herético y ateo del cristianismo, que pregonará un fin de la historia coronado en el denominado Estado universal y homogéneo, que será tan resistido por autores como Leo Strauss (que verá en el Estado universal el ocaso de la filosofía). De este modo, Kojève atraviesa la filosofía y la teoría política contemporánea, haciendo que todo pensamiento verdaderamente político deba medirse con una escatología secularizada que plantea que ya nada nuevo puede ser dicho en un mundo meramente administrado. La concepción de la historia que atraviesa el pensamiento de Alexandre Kojève lleva la impronta hegeliana signada por la escatología judeo-cristiana. Sabiendo que, como apunta Jacob Taubes, “Kant es el Antiguo Testamento del idealismo alemán, Hegel es el Nuevo”24, la dialéctica entre amo y esclavo constituye el motor de la historia en la actualización 22 Alexandre Kojève, Esquisse d´une phénoménologie du droit (Paris : Gallimard, 2007), 240. 23 Alexandre Kojève, Introduction à la lecture de Hegel (Paris : Gallimard, 2005), 221. 24 Taubes, Escatología occidental, 191.
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que realiza Alexandre Kojève de Hegel en el siglo XX mediante su curso –dictado entre 1933 y 1939– y luego publicado bajo el titulo de Introduction à la lecture de Hegel en 1947. Porque, si bien es cierto que la “moral de esclavos” es de origen judío, lo cierto es que “Hegel busca hacer derivar en forma estricta su propio sistema del Nuevo Testamento, en particular de las sentencias de Jesús en el sermón de la montaña y del Evangelio de Juan”25. Es tal la importancia de esta dialéctica que, como señala Shadia Drury: “La dialéctica amo-esclavo es también la pista para la historia porque explica al hombre que se separa de los animales y lo hace un ser histórico, o una creatura con historia”26. La dialéctica amo-esclavo es vital para comprender el proceso antropógeno que hace al hombre, que a su vez nos servirá para visualizar de qué forma puede llegar a darse, una animalización del hombre o más bien una reanimalización –después del escatológico fin de la historia– cuyo producto es diferente al animal previo al proceso antropógeno. Como afirma Giorgio Agamben: El hombre existe históricamente tan sólo en esta tensión; puede ser humano sólo en la medida en que trascienda y transforme al animal antropóforo que lo sostiene; sólo porque, a través de la acción negadora es capaz de dominar y, eventualmente, destruir su misma animalidad.27
El hombre es un animal que ingiere deseos como el animal deglute cosas. Sentenció Alexandre Kojève en una frase cara a Jacques Lacan: “La historia humana es la historia de los Deseos deseados”.28 Esto implica, por sobre todas las cosas, que este deseo generador de la autoconciencia de la realidad humana es posible solo debido al deseo de “reconocimiento”. Un reconocimiento que funciona como la meta que motoriza la historia de un hombre en busca de su inevitable y propia autosupresión, después del fin de la historia, cuando la economía y la administración pretenden vencer a la política y al conflicto, cuando la paz busca ser alcanzada por medio de la diplomacia y las guerras entendidas como intervenciones policiales. Pero el Estado universal y homogéneo tiene una historia conceptual –aparte de la historia dialéctica que desemboca en el reconocimiento– anterior a Napoleón que a su vez señala los orígenes teológico-políticos de este. Esta historia del Estado universal parte en Alejandro Magno, pasa por el apóstol Pablo y de ahí llega Napoleón-Hegel. Porque es en la diferencia entre lo que los antiguos y lo que los modernos entienden por lo universal, que comprenderemos la diferencia que existe entre lo que entendían Alejandro 25 Ibídem. 26 Shadia Drury, Alexandre Kojève. The Roots of Postmodern Politics (New York: St. Martin´s Press, 1994), 18. 27 Giorgio Agamben, Lo abierto (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006), 28. 28 Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, 13.
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Magno y Napoleón; y, a su vez, comprenderemos el concepto de Estado universal y homogéneo de Kojève. Es en ese sentido que para comprender el concepto de universalidad debemos recuperar, en primera instancia, ciertos aspectos del pensamiento griego antiguo. Porque frente al “mundo cristiano” debemos recordar que, como señala François Jullien: “Lo universal procede de otra fuente, una fuente que, entre los griegos, es interna al discurso, al logos, esto es, a lo que funda lo <lógico>” porque “lo universal se entiende desde el principio en el plano operativo del conocimiento”29. Pero fue recién cuando Alejandro tuvo éxito allí donde Alcibíades fracasó, que se intentó “sobrepasar el marco rígido y estrecho de la Ciudad antigua”30 – pensemos en lo señalado por Leo Strauss sobre la relación entre la filosofía y la Ciudad–, y se forjó una noción política y verdadera de lo universal aunque no homogénea aún. Alejandro es fundamental para entender la época helenística que da inicio a la tradición occidental. Porque, como sostiene Hans Jonas: “De la situación creada por esta conquista surgió una unidad cultural mayor de la que había existido nunca antes” dándose “una unidad que iba a durar casi mil años y que sería destruida a su vez por las conquistas del Islam. El nuevo hecho histórico que Alejandro persiguió e hizo posible fue la unión de Oriente y Occidente”.31 Porque en esta fusión entre Oriente y Occidente, si bien bajo el predominio de la “voz griega”, se impone la fuerza oriental que funcionará quizás por esto mismo como un fantasma permanente de Occidente. Aquella voz oriental aún sobrevive: Alejandro exportará a aquella unidad cultural el preciado logos griego, receptáculo de la universalidad occidental: “El helenismo triunfó en todo Oriente y constituyó la cultura general cuyos cánones de pensamiento y expresión adoptaba todo aquel que deseaba participar de la vida intelectual de la época”. Como señala Jonas, “sólo se escuchaba la voz griega: cualquier declaración pública se emitía en ese idioma”32. En este mismo sentido, señala Alexandre Kojève: lo que caracteriza la política de Alejandro distinguiéndola de todos sus predecesores y contemporáneos griegos, es el hecho de haber estado determinada por la idea del imperio, es decir, de un Estado universal, al menos en el sentido de que tal Estado no tenía límites (geográficos, étnicos o de otro tipo) dados a priori, ni “capital” preestablecida, ni siquiera un punto geográfica y étnicamente fijo, destinado a dominar políticamente.33 29 François Jullien, De lo universal, de lo uniforme, de lo común y del diálogo entre culturas (Madrid: Siruela, 2010), 61. 30 Alexandre Kojève, Tyranny and Wisdom, en On Tyranny, Leo Strauss (Chicago: University of Chicago Press, 2000), 170. 31 Hans Jonas, La religión gnóstica. El mensaje del Dios Extraño y los comienzos del cristianismo (Madrid: Siruela, 2000), 37. 32 Ibid., 52. 33 Kojève, Tyranny and Wisdom, 170.
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Por eso mismo, “el imperio proyectado por Alejandro no es la expresión política de un pueblo o de una casta. Es la expresión política de una civilización”34, en la que Alejandro como discípulo de Aristóteles supo entender que todos los hombres pueden convertirse en ciudadanos de un mismo Estado porque hay una esencia y esta “‘esencia’ única y común a todos los hombres es en último término el ‘logos’ (lengua-ciencia), es decir, lo que hoy llamamos la civilización”35. Pero esta universalidad visibilizada por Alejandro Magno no es homogénea, porque, si bien se suprimían las razas, no se suprimía la distinción entre amos y esclavos. Ahora bien, los modernos entenderán por lo universal algo realmente distinto dado que, después de Pablo, lo universal será también homogéneo. Es recién con Pablo que nos acercaremos a una posible homogeneidad cuando, a través de “distintas operaciones de apertura, Pablo se propone neutralizar las diferencias para dejar uniformemente liso –igual– el plano en el que erigir la fe: no queda más que una única pertenencia que disuelve todas las demás, la del hombre a Dios”. Y agrega a continuación Jullien, en un mismo sentido al señalado por Kojève: “Toda separación queda por ello abolida: entre razas, sexos o condiciones”36. Porque Pablo triunfa sobre la civilización greco-romana en el marco de la contraofensiva de Oriente contra Occidente. Una contraofensiva renovada, aunque no como efecto de un despegue de la vieja cultura oriental, porque “el antiguo Oriente había muerto”37. Es una contraofensiva efervescente de la civilización persa-aramea contra la greco-romana, es el bumerang del logos griego cocido en la fuente escatológica judeo-cristiana. Se da una fusión de tradiciones porque. como señala Kojève: Los orígenes remotos de la idea política se encuentran en la concepción religiosa universalista que se registra ya en Akhenatón y que culmina en san Pablo. Es la idea de la igualdad fundamental de todos los que creen en un solo Dios.38
Ahora bien, si es cierto que “la oposición pagana del Universal y del Particular deviene consciente en el Cristianismo”39, también lo es que en el “mundo cristiano: hay unidad del Universal y del Particular; pero la síntesis es todavía insuficiente”40. Para eso deberemos esperar a Napoleón. Porque si bien somos tributarios de Pablo, lo cierto es que “sólo a partir del momento en que la filosofía moderna pudo secularizar (= racionalizar, transformar en 34 35 36 37 38 39 40
Ibid., 171. Ibid., 170. Jullien, De lo universal, de lo uniforme, de lo común y del diálogo entre culturas, 85. Jonas, La religión gnóstica. El mensaje del Dios Extraño y los comienzos del cristianismo, 58. Kojève, Tyranny and Wisdom, 172. Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, 117. Ibid., 116.
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discurso coherente) la idea religiosa cristiana de la homogeneidad humana, esta idea pudo tener un alcance político real”41. Cuando lo universal busca imponerse y la historia se cierra sobre sí misma, lo único que parece quedar por hacer es administrar económicamente lo viviente, y viajar. Porque como indica el autor de Il Regno e la Gloria: “El turista es la extrema reencarnación del peregrino en tierra cristiana, es la figura planetaria de la irreducible extranjería al mundo”, donde “el peregrino y el turista son, el efecto colateral de una misma economía (en su versión teológica y secularizada)”42. En este mismo sentido, Giorgio Agamben afirma que los derechos humanos, el genoma y la economía global “son tres caras solidarias de un mismo proceso por el cual la humanidad poshistórica parece asumir su fisiología como último e impolítico mandato”43. Tres caras solidarias que no hacen más que constituir las dimensiones visibles de la administración de lo existente después del fin de la historia, después de que la lucha por el reconocimiento toca su final. Un espacio que no solo introyectó la historia disolviéndola, sino que además espera que la última parcela de tierra sea “tomada” para que el final definitivo advenga, bajo las formas de la última cifra: la donación final. Pensemos aquí en la reformulación de Kojève sobre la toma de la tierra expuesta por Carl Schmitt en su obra Der Nomos der Erde im Völkerrecht des Jus Publicum Europaeum. A partir de su lectura del texto mencionado, Kojève señala, sobre la cuestión de la donación, que los griegos desconocían que un pilar del nomos moderno es el dar. Siendo que esta “raíz de la ley sociopolítica y económica del moderno mundo occidental se les escapó a los griegos, quizás por ser un pequeño pueblo de paganos y no una gran potencia cristiana”44. De ahí, la fundamental divergencia entre Francis Fukuyama y Alexandre Kojève: mientras que el primero ve en el fin de la historia la coronación del mero liberalismo económico, el pensador ruso advierte –en una de sus posibles lecturas– una síntesis entre socialismo y liberalismo, una cierta indistinción entre socialismo y liberalismo, o más bien una reversión de un cierto marxismo recuperado: un fordismo internacional que dona a quien no tiene. Un “colonialismo donante” en el que la metrópoli, en lugar de quitarle a la colonia, le dona parte de su ganancia para así posibilitar una mayor igualdad por conveniencia. En ese sentido, Kojève podrá decir que Marx es Dios y que Ford es su profeta. Porque Ford, que según Kojève 41 Kojève, Tyranny and Wisdom, 173. 42 Giorgio Agamben, Il Regno e la Gloria. Per una genealogia teologica dell´economia e del governo (Vicenza: Neri Pozza, 2007), 158. 43 Agamben, Lo abierto. El hombre y el animal, 141. 44 Alexandre Kojève, ”Perspectiva europea del colonialismo”, Revista La Torre del Virrey 1, (2006): 78.
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era marxista, “entendió” que la lucha de clases existía y debía, por tanto, “reconocer” esta lucha aumentando los salarios. La lectura kojèviana del fin de la historia viene a destituir el katechon de la lectura de Carl Schmitt, que es: “la fuerza que retarda la katargesis y el develamiento del misterio de la anomia”45. El katechon schmittiano se erige como un dique que pretende detener el final, como un dique que busca detener el fin del hombre frente al final. Por eso, para Carl Schmitt, el katechon será la única política posible en la tierra. Con el fin de la historia de Kojève, adviene también el fin del hombre, porque la negación que realizaba el hombre contra la naturaleza llega a su fin. La negación que hacía al hombre hombre –y a la historia humana historia–, diferenciándolo del animal, dejó de existir allanando el camino para que la animalidad del hombre resurgiera. Siguiendo la característica american way of life, el hombre poshistórico vive en un “eterno presente”46 de la humanidad entera. Es en este contexto que Kojève vislumbra una autosupresión del Hombre debido a la conclusión del telos histórico, cuando el Hombre vive en la abundancia y la seguridad del mundo burgués. En esta interpretación del fin del la historia de Kojève, el Hombre como tal está herido. Según Kojève, no hay retorno al Edén de la historia, a la era del heroísmo propio del tiempo político. Según Kojève, vivimos la agonía de la política, asistimos a su aparentemente interminable estertor. La política en el mundo, desde la perspectiva de Ernst Jünger, –si lo leemos desde Carl Schmitt– está cada vez más neutralizada: “En puntos en que las ideologías son distintas, como ocurre con la economía, los resultados que producen son, sin embargo, unas formas cada vez más parecidas”47. La distancia entre izquierda y derecha se desdibuja en la poshistoria, siendo en este sentido el siglo XX interpretado por Kojève como una guerra económica entre dos tipos distintos de hegelianos: los de derecha (Estados Unidos) y los de izquierda (soviéticos). Una mera guerra de competencia económica en la que, ya en los cincuenta, Kojève daba por ganador al bando americano, en un Estado final que se avecina, ahí donde “la política no ha perseguido de hecho otra meta que el Estado universal”.48 En este sentido, debe entenderse como de origen kojeviano aquello que sostiene Giorgio Agamben al decir que hoy “no existen más clases sociales, sino una única pequeña burguesía planetaria, en la que las viejas clases sociales se han disuelto” y que ha heredado el mundo. Esta es la forma en la que la humanidad ha sobrevivido al nihilismo”49. Porque así como Kojève percibirá una cierta indistinción 45 Fabián Ludueña Romandini, “El Mesías ante la ley: Imperium y sacerdotium en la teología política de Campanella”, Eadem Utraque Europa 2, no. 2, (2007): 64. 46 Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, 437. 47 Ernst Jünger, “El Estado mundial”, en La Paz (Barcelona: Tusquets, 1996), 181. 48 Kojève, Tyranny and Wisdom, 173. 49 Giorgio Agamben, La comunidad que viene (Valencia: Pre-Textos, 2006), 53.
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entre socialismo y liberalismo desde el punto de vista metafísico, Martin Heidegger afirmará que: Esa Europa, siempre a punto de apuñalarse a sí misma en su irremediable ceguera, se encuentra hoy en día entre la gran tenaza que forman Rusia por un lado y Estados Unidos por otro. Desde el punto de vista metafísico, Rusia y Estados Unidos son lo mismo; en ambas encontramos la desolada furia de la desenfrenada técnica y de la excesiva organización del hombre normal.50
Porque desde el punto de vista de cierto pensamiento alemán –con el que Kojève comulga “desde el otro lado”–, se percibe a Alemania como una singularidad rodeada de universalismos materialistas (Estados Unidos, la Unión Soviética) y del universalismo de los derechos del hombre y el ciudadano (Francia51). Como señala en un curioso mismo sentido Hans Morgenthau, al margen de “lo que separa a la Casa Blanca del Kremlin y a los liberales de los conservadores todos comparten la creencia de que, aunque de momento no, sí en última instancia la política será reemplazada por la ciencia”.52 Pero es desde la estimulante óptica de estos autores que se nos presenta como relevante preguntarnos por la pertinencia presente de este tipo de diferenciaciones políticas, así como se nos convierte en una obligación mirar el siglo XX con las gafas de estos pensadores fundamentales. En este sentido, lo señalado por Heidegger y por Kojève es clave para comprender a qué nivel Estados Unidos (la derecha) y la Unión Soviética (la izquierda) compartían una misma visión del progreso económico, productivista y materialista. Abriendo esta indistinción a otra más polémica, abierta por Giorgio Agamben, entre la democracia y el totalitarismo, asistimos a la “decadencia de la democracia moderna y su convergencia con los Estados totalitarios en las sociedades posdemocráticas y ‘espectaculares’”53 porque: Los totalitarismos de nuestro siglo constituyen realmente la otra cara de la idea hegelo-kojeviana de un fin de la historia: el hombre ya ha alcanzado su télos histórico y 50 Martin Heidegger, Introducción a la metafísica (Barcelona: Gedisa, 2003), 42. 51 Sobre el papel de la influencia de las invasiones napoleónicas en el surgimiento del nacionalismo alemán como reacción, véase: Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (Madrid: Taurus, 2001), 221. Y también véase George Mosse, La nacionalización de las masas (Buenos Aires: Siglo XXI, 2007). 52 Hans Morgenthau, Política de las naciones. La lucha por el poder y la paz (Buenos Aires: GEL, 1990), 6. 53 Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida (Valencia: Pre-Textos, 1998), 20. Hay que tener en consideración contra todas las caricaturizaciones a las que Agamben ha sido objeto que el autor remarca las “enormes diferencias” entre democracia y totalitarismo al tiempo que señala la importancia de marcar la “intima solidaridad” en el plano “históricofilosófico”.
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TOMAS BOROVINSKY no queda más que la despolitización de las sociedades humanas a través del despliegue incondicionado del reino de la oikonomía, o bien la asunción de la propia vida biológica como tarea política suprema.54
Pero este herético pensador ruso que es Kojève –embadurnado de una apocalíptica secularizada– dejó algunas pistas a la humanidad del hombre, en una herética nota de la segunda edición de su famoso libro sobre Hegel, donde parece sugerir algunos usos de la negatividad en la poshistoria55. Ahí indica que hay un posible retorno –o persistencia– de la humanidad en aquel animal poshistórico, al considerar sus impresiones sobre el Japón. Si creemos en lo que dice Kojève, el Japón es una sociedad única en su género. Según este filósofo/sabio devenido alto funcionario francés, el snobismo japonés proveniente de la nobleza nipona engendra un nivel de formalismo vaciado de contenido que en este periodo poshistórico posibilita que los habitantes del archipiélago nieguen su propia animalidad desde actividades rituales como el teatro del Nô, la ceremonia del Té y el arte de los arreglos florales56. Los japoneses vendrían a obrar contra su propia naturaleza dada, negando formalmente lo natural que hay en ellos. Pero a diferencia de la negación característica de la historia política occidental, esta negación no sería histórica ni política. No buscaría reconocimiento a partir de la lucha política. Además, el común de los japoneses tiene la capacidad de acudir a un suicidio “gratuito”, snob, que opera a la manera de una pura formalidad negadora de la naturaleza57 sobre el homo-sapiens: soporte natural de un posible retorno del hombre (mas no de la historia). Porque como indica Kojève “ningún animal puede ser snob”58. Por ello, según la punzante e irónica mirada de Kojève –tan esclarecedora como absurda–, podremos asistir a una snob japonización del mundo desprovista de todo espíritu del tiempo. En este sentido, asistiríamos a un retorno de la humanidad del hombre, más allá de la historia política del hombre que buscaba ser reconocido como tal. El futuro se debatirá a los ojos de Kojève entre la japonización de Occidente y la americanización de Japón,
54 Giorgio Agamben, La potencia del pensamiento (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2007), 418. 55 Podríamos considerar la obra de Georges Bataille, teórico de la “negatividad sin empleo” como una respuesta a la de su maestro Kojève. Para una lectura de la relación entre ambos pensadores véase en Tomas Borovinsky “Hegel, la negatividad y el fin de la historia: entre Alexandre Kojève y Georges Bataille”, en Posteridades del hegelianismo: continuadores, heterodoxos y disidentes de una filosofía política de la historia, Tomas Borovinsky, Fabián Ludueña Romandini y Emmanuel Taub (ed.) (Buenos Aires: Teseo, 2011). 56 Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, 437. 57 Pero eso sí, esta negación nada tiene que ver con aquella característica de la historia políticalaboral humana. Esta negación implica otro tipo de humanidad no histórica. 58 Ibid., 437.
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después de un escatológico fin de la historia de origen judeo-cristiano en un mundo administrado. IV. A modo de conclusión La importancia del estudio de la escatología como problema político radica, entre muchas razones, en que es esta escatología de origen judeocristiana la que signa en forma más o menos secularizada la matriz de gran parte del pensamiento político occidental moderno. Porque después de todo, como ya señalamos, liberalismo y comunismo comparten también la meta de la supresión de la política mediante la realización de la sociedad perfecta e igualitaria. Ese es uno de los rasgos fundamentales de la modernidad en oposición a la antigüedad –que consideraba que todo es corruptible–, considerando que, a su vez, ese germen es la mismísima matriz escatológica judeo-cristiana. Al recapitular muy brevemente la tensión entre los antiguos y los modernos pretendemos remarcar la polémica entre unos y otros considerando la teología política y la escatología como punto de quiebre. En este sentido, para un autor como Leo Strauss, así como la filosofía moderna es cristianismo secularizado, también es cierto que la escatología implica serios problemas para el porvenir de la filosofía. Porque si el final de la historia es alcanzable en la sociedad perfecta, entonces el de la filosofía también lo es. Estos argumentos sirven aún más para demostrar hasta qué punto la modernidad sería –desde la lectura de Strauss, por ejemplo– cristianismo secularizado, un cristianismo secularizado que pretende olvidar sus fundamentos. Leo Strauss se erigirá como un filósofo que busca salvar a la filosofía frente al Estado universal y homogéneo que pregona Alexandre Kojève. Strauss rescatará la figura del filósofo judeo-islámico frente al cristiano sistemático y homogeneizador. Por otra parte, la postura del filósofo judío pareciera –a los ojos de Strauss– estar al lado del camino, postura que posibilita que el filósofo judío no devenga funcionario sistemático como el cristiano. En este sentido, Strauss señala en su Persecution and the Art of Writing que: Aquí estamos tocando el punto de que desde el punto de vista de la sociología de la filosofía, la más importante diferencia entre el cristianismo por un lado y el Islam y el judaísmo por el otro. Para el cristiano la doctrina sagrada es revelada por la teología; y ra el judío y el musulmán, la doctrina sagrada es al menos, la interpretación legal de la Ley Divina.59
59 Leo Strauss, Persecution and the Art of Writing (Chicago: The Chicago University Press, 1992), 18.
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Por eso es que el filósofo cristiano (moderno) es sistemático, porque “el reconocimiento oficial de la filosofía en el mundo cristiano hacía a la filosofía sujeto de supervisión eclesiástica”[cita], que en la modernidad se traduce como un científico y/o como un funcionario-funcional, mientras que la “precaria posición de la filosofía en el mundo islámico-judío garantizaba su carácter privado y lo mantenía libre de supervisión”60. Es por esta razón que Strauss reconocerá en la filosofía moderna una filosofía cristiana secularizada61. Esto será lo que, a nuestro entender, lo hará tomar partido por Atenas y reivindicar permanentemente su judaísmo. De hecho podríamos decir que, desde cierto punto de vista, Strauss seguirá siendo judío para poder ser filósofo62. Porque si quisiera ser filósofo renunciando a su judaísmo –desde su punto de vista– esto implicaría también en parte ser un pensador cristiano secularizado, es decir, un moderno heredero de Hegel, lo que implicaría dejar de ser filósofo o asumir directamente las posturas de su amigo ruso-francés. Kojève, por su parte, rescatará el mundo heredado del cristianismo secularizado y se erigirá como un ateo inmanentista al estilo de aquellos que Eric Voegelin señalara como gnósticos cuando dice que “la idea de una realización radicalmente inmanente se desarrolló con lentitud, mediante un largo proceso que puede llamarse ‘del humanismo al iluminismo’”63. Strauss defenderá la filosofía frente al final en defensa de lo humano y del hombre, en defensa de la filosofía contra la tiranía homogeneizadora de la técnica materialista. Kojève, al aceptar contra Strauss que la sabiduría puede ser alcanzada al final de la historia en la sociedad perfecta, asumirá su condición de sabio y, con ello, su nuevo papel en el mundo. Si la sociedad perfecta puede ser alcanzada, nada mejor que trabajar en la administración de la misma (recordemos que Kojève dedicó su vida posterior a la guerra a la formación de la unidad europea deviniendo una eminencia gris de la administración europea). Kojève era un pensador tal, que su vida y obra puede ser representada por una sentencia suya difundida por uno de sus discípulos: “La vida humana es una comedia que debemos jugar seriamente”64. 60 Ibid., 21. 61 Strauss, On Tyranny, 207. 62 Leo Strauss, “Why we remain jews: Can Jewish Faith and History Still Speak to Us?”, en Jewish Philosophy and the Crisis of Modernity: Essays and Lectures in Modern Jewish Thought (New York: State University of New York Press, 1996), 311. 63 Eric Voegelin, La nueva ciencia de la política. Una introducción, (Buenos Aires: Katz, 2006), 147. Más allá del fundamental estudio de Voegelin lo que recuperamos del autor son sus descripciones del inmanentismo materialista más allá de su supuesto origen gnóstico. La veracidad del enlace entre gnosticismo y modernidad excede este artículo. 64 Raymond Aron, Mémoires (Paris: Julliard, 1983), 99. Es curioso que así como Aron dirá explícitamente que Kojève era el hombre más inteligente que él había conocido, Allan Bloom señalará que Kojève recurrirá en momentos de crisis políticas a Aron como a ningún otro: “Este gran hegeliano, el vocero del fin de la historia que había descifrado los jeroglíficos de la historia,
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Kojève aceptará el final de la historia encarnado en el Estado universal y homogéneo en formación, siendo un digno representante del cristianismo secularizado del que habla Strauss. Kojève renunciará a la academia –luego de formar a una generación entera de intelectuales franceses: Jacques Lacan, Georges Bataille, Raymond Aron, Maurice Merleau-Ponty, André Bretón, Raymond Queneau, Robert Marjolin, etc.– para tomar su lugar en la burocracia europea. Devendrá eminencia gris de la posguerra y será una pieza clave de la formación del nuevo orden europeo. Afirmará haber alcanzado la sabiduría –una cierta divinidad– y asumirá su nueva tarea: “administrar autómatas”. Pero, desde nuestra perspectiva, no podemos dejar de pensar en las consecuencias humanas, filosóficas y también teológico-políticas de semejante transformación. Porque hay aquí una disociación entre fin y cumplimiento en la obra de Kojève65. Agamben, en este sentido, va a señalar los problemas que implica en la obra del pensador ruso-francés un cumplimiento del telos del Estado histórico como tal ahí donde parece no haber un final definitivo de la historia. Sostiene Agamben en esta línea: “Pensar un acabamiento de la historia en que permanezca la forma vacía de la soberanía es tan imposible como pensar la extinción del Estado sin la consumación de las figuras históricas”66. Desde nuestra perspectiva, el final de la historia en Kojève es un final que no termina de finalizar. En el decir de Karl Löwith, “el tiempo se ha cumplido pero aún no se ha completado”67. Cumplimiento y fin se disocian. Pero, por sobre todo, esta disociación implica, desde el punto de vista del gobierno, un gobierno eterno, un gobienro penitenciario. Como señala Agamben: “Desde la perspectiva de la teología cristiana, la idea de un gobierno eterno (que es el paradigma de la política moderna) es propiamente infernal”68. Si la historia está cerrada, entonces la distinción schmittiana entre amigo y enemigo no tiene más sentido. Lo peligroso de esta disolución radica en que entonces la nueva distinción es entre quienes aceptan el final y quienes no lo aceptan. A los ojos de Kojève, estos últimos que no aceptan el final son enfermos que deben ser encerrados, descontentos o, directamente, “criminales”. Esto coincide con muchas apreciaciones de Carl Schmitt, con muchos de los temores de Schmitt en relación con el triunfo del liberalismo-humanitario y su capacidad de disolver las relaciones de enemistad en mera competencia, se encontraba inusitadamente agitado aquel día porque la Cuarta República estaba pasando por una de sus tantas crisis. Por fin me anunció: `Tengo que ver a Aron´”. Allan Bloom, Gigates y Enanos. Interpretaciones sobre la historia sociopolítica de Occidente (Barcelona: Gedisa, 1991), 249. Raymond Aron, Le Spectateur engagé (Paris: Éditions de Fallois, 2004), 90. 65 Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la carta a los romanos (Madrid: Trotta, 2006), 102 66 Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, 82. 67 Löwith. Historia del mundo y salvación, 228. Aquí el autor se refiere a la situación de los cristianos, pero creemos justamente por ello que aplica perfectamente a la “situación kojeviana”. 68 Agamben, Il Regno e la Gloria. Per una genealogia teologica dell´economia e del governo, 181.
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habilitando la criminalización de la política y la guerra y abriendo el camino a las guerras civiles. Porque, como dijimos anteriormente, el fin de la historia que no termina de concluir de Kojève implica una potenciación de la gestión económica de lo existente. Este mundo kojeviano, que es el nuestro, se erige como un mundo penitenciario que no conoce expiación, un mundo que niega la redención. Si el mundo en el que vivimos es una verdadera catástrofe –señalamiento de Agamben con el que Kojève no comulgaría– entonces solo un verdadero quiebre puede detener esta máquina económico-administrativa que al parecer ha cerrado la historia. Lo que tiene de catastrófico este paradigma de gobierno es que se erige como un gobienro administrativo que justifica los sacrificios del presente en nombre de una “racionalidad divina” que opera mediante ruinas y tempestades, poniendo en el lugar de la redención y la felicidad el estar “contento” propio de la sociedad de entretenimiento especular. En este sentido, es fundamental recuperar en perspectiva teológicopolítica una tensión que, como señala Jacob Taubes, se ha tendido a ocultar en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Lo cierto es que, así como Taubes reconoce en Carl Schmitt un gesto que estaría ligado al pacto que establece el cristianismo y la Iglesia histórica con las potencias terrestres, que incluso después darán a luz, con el tiempo, a los Estados modernos, debemos hacer “por lo tanto, lo correcto si nos mantenemos conscientes de las bases cristianas en las que se apoya nuestra sociedad burguesa”69. De ahí la importancia de recuperar algunos de los planteos de Taubes cuando afirma que “Israel es el lugar histórico de la apocalíptica revolucionaria”70. En ese sentido, cobra importancia considerar hasta qué punto algo así como el verdadero final de la historia, que implicaría la venida de la verdadera justicia en la tierra, aún se encuentra lejos de ser real, lo que pone de manifiesto la importancia de la recuperación de la escatología como problema político más allá de los planteos de Kojève. El señalamiento de Taubes indica que comparte la lógica escatológica de Kojève –no olvidemos que lo consideraba uno de los pensadores más importantes de su tiempo– aceptando que hay un final, pero afirmando un “todavía no”. Porque recordemos que “es sólo gracias a la experiencia del final de la historia como la historia se convierte en una <calle de una sola dirección> tal como manifiesta ser, al menos a nuestros ojos, la historia de Occidente”71. El problema de la escatología implica también, y por sobre todo, el problema de la justicia. 69 Taubes, Del culto a la cultura, 98. 70 Taubes, Escatología occidental, 36. 71 Taubes, La teología política de Pablo, 85.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 85-102
Universalidad y mesianismo: para una teología política desde el pensamiento de Hermann Cohen* Emmanuel Taub**
Universidad Nacional de Tres de Febrero RESUMEN El trabajo que aquí se presenta intentará reconstruir, desde el pensamiento de Hermann Cohen, su perspectiva sobre la universalidad y el mesianismo. Es así que, partiendo de la correlación entre Dios y el hombre, se desarrollará el vínculo con el sentido del prójimo, la universalidad de la ley y el sentido mesiánico de la consagración del reino de Dios. La importancia del pensamiento de Cohen radica en la capacidad que tiene para articular las categorías judías con la filosofía. De esta manera, por un lado, se intentará construir, a través de este ideal mesiánico, una teología política judía que contribuya al debate contemporáneo y, por el otro, se establecerán aquellos conceptos claves que han quedado como herencia en el pensamiento judío moderno, específicamente, en las obras de Franz Rosenzweig y Emmanuel Levinas. Palabras claves: Mesianismo, universalidad, prójimo, soberanía divina.
Universality and Messianism: political theology from the thought of Hermann Cohen The work presented here will attempt to reconstruct, from the thought of Hermann Cohen, his perspective on the universality and the messianic ideal. Based on the correlation between God and man the article will develop a sense of connection with others, the universality of the law and a sense of consecration messianic kingdom of God. The importance of messianic thought lies on its ability to articulate the catego* Artículo recibido el 28 de octubre de 2011 y aceptado el 22 de diciembre de 2011. **Magíster en Diversidad Cultural por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y becario del CONICET. Es investigador del Centro de Estudios sobre Genocidio (UNTREF), Editor asistente de la Revista de Estudios sobre Genocidio y miembro del Equipo Internacional de Colaboradores de la Revista Iberoamérica Global de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Desde 2011 dirige la colección “Estudios y Reflexiones” de Ediciones Lilmod en donde se han publicado libros de Moshé Idel, Gershom Scholem y Paul Mendes-Flohr entre otros. Han sido publicados sus trabajos sobre historia de las ideas y filosofía política: Otredad, orientalismo e identidad (Buenos Aires: Editorial Teseo, 2008) y La modernidad atravesada. Teología política y mesianismo (Buenos Aires: Miño y Dávila Editores, 2008). E-Mail: etaub@untref.edu.ar
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UNIVERSALIDAD Y MESIANISMO ries of Jewish philosophy. On one hand, through the development of the thought of Cohen a Jewish political theology will be constructed, which contributes to the contemporary debate on this issue. On the other hand, the analysis of messianic will allow us to establish those key concepts that have been left as a legacy in modern Jewish thought, specifically in the works of Franz Rosenzweig and Emmanuel Levinas. Keywords: Messianism, Universality, Neighbor, Divine Sovereignty.
El sentido de la universalidad que el pueblo judío debe exteriorizar hacia fuera de la correlación con Dios está contenido en su propia conformación, como el pueblo que debe amar al extranjero, a la viuda, al huérfano y al pobre; pero también en la universalidad dada por el devenir mesiánico que constituye, finalmente, su sentido de lo “por venir”. En primer lugar, podemos observar que la figura paradigmática de la universalidad está dada a través de la lectura bíblica en la figura del “extranjero”. Es así que en Éxodo 22:20 se dice: “No hostigues ni oprimas al extranjero pues extranjeros han sido ustedes en Egipto”. Y a continuación, en Éxodo 23:9 se recuerda que “ustedes ya conocen el espíritu de un extranjero, pues fueron extranjeros en Egipto.” Es recurrente en la lectura bíblica encontrar el recuerdo de la esclavitud en Egipto. Así aparece, por ejemplo, en Deuteronomio 10:18-19: “Él hace justicia para el huérfano y la viuda, ama al extranjero proporcionándole pan y vestimenta. Amen al extranjero, pues extranjeros fueron ustedes en Egipto”. Y, finalmente, en el Deuteronomio 24:19 se sintetizan todos los elementos presentados hasta aquí: “Cuando recojas la cosecha de tu campo, si olvidas alguna gavilla en el campo, no vuelvas a recogerla. Será para el extranjero, para el huérfano y para la viuda. Y así te bendecirá IHVH tu Dios en todos lo que hagas con tus manos.” Es en la obligación del trato hacia el extranjero donde se entiende e interpreta el sentido universal e inclusivo que en el texto bíblico caracteriza la constitución del pueblo de Israel, movimiento que incluye a las figuras de la viuda, del huérfano y del pobre. Todos ellos no sólo son representados como iguales, sino como aquellos que determinan por su marginalidad, su pertenencia y su miseria, la identidad del pueblo judío: allí se resguarda el universalismo que luego será extendido al resto del mundo a través del profetismo. Desde aquí, en segundo lugar, es posible desarrollar la idea de que en la figura del extranjero es donde Dios hace referencia a la humanidad venidera, a la humanidad no-judía. Hermann Cohen establece, de esta manera, la conexión entre el particularismo judío como “Pueblo elegido” y el universalismo judío como “unidad mesiánica de toda la humanidad”, a través de la idea de “Dios como aquel que ama al extranjero”. Este extranjero 86
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es, ante todo, el no-judío que, sin embargo, está contenido en la Biblia: es hijo de Adán, “padre de todos los seres humanos” e hijo de Noé.1 Según Cohen, entre Dios y el hombre existe una “correlación”, una relación de reciprocidad directa entre el espíritu del pueblo y el espíritu de Dios. Esta correlación se consolida y se basa en el espíritu que une a Dios con el hombre, a la razón teórica con la moral. El amor es, según esta concepción, la expresión más íntima de la correlación, mientras el conocimiento es el que esclarece de manera más exacta su intimidad; el espíritu de conocimiento en el lazo que une a Dios con el ser humano: “La correlación de Dios con el ser humano, tal como la establece la creación y la revelación, exclusivamente adquiere su cabal significado cuando acepta las exigencias morales.”2 La moralidad consiste en esta correlación entre Dios y el ser humano. Pero dicha correlación no puede consumarse si antes no se ha consumado la correlación entre un hombre y otro hombre: “La correlación entre Dios y el ser humano es, en primer lugar, la correlación del ser humano, en cuanto prójimo, con Dios.”3 Esta es, según el filósofo judeo-alemán, la correlación que convalida el sentido de la religión. Es por el problema del prójimo que la religión entra en los campos de la razón como razón en la moralidad, de manera que no es posible escindir ética y religión; ambas parten del concepto del prójimo. La conciencia nacional apela primero al israelita que, sin embargo, encierra en sí mismo un doble sentido que proviene desde su origen; es tanto hijo de Adán como de Abraham. Es por ello que la antinomia entre israelita y extranjero quedaría saldada para el filósofo a través de la idea de “forastero residente”. Este forastero que viaja y se relaciona con el pueblo es el que ha tomado el sentido de “huésped”. Pero, aún falta otro elemento para completar esta relación con el prójimo: la compasión. Dentro del sistema filosófico coheniano, la compasión constituye un papel preponderante. Ella tiene que ser despojada de los sentimientos reactivos y reconocida como actividad plena y entera. La voluntad moral, “la voluntad pura”, está determinada por este factor del afecto. La compasión es, para Cohen, la “llave para descubrir al prójimo” y, al mismo tiempo, un movimiento reflejo que tiene que crearlo: él me regresa a mí mismo. Como Cohen explica en uno de sus más importantes ensayos sobre judaísmo, El ideal social en Platón y los Profetas (Das soziale Ideal bei Platon und den Propheten), son los profetas quienes equipararon al pobre y al justo y esta equiparación es decisiva para el desarrollo del mesianismo: Y el mismo Mesías se vuelve, por eso, portador del estandarte de la pobreza. Él toma para sí toda la culpa 1 Hermann Cohen, El prójimo (Barcelona: Anthropos Editorial, 2004), 8. 2 Hermann Cohen, La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo (Barcelona: Anthropos Editorial, 2004), 71. 3 Ibid., 88.
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UNIVERSALIDAD Y MESIANISMO de los hombres porque toma para sí todo el sufrimiento de los hombres. Cabalga en su asno por el mundo, sin el encanto de la fuerza de los héroes y de la belleza de los dioses, como el símbolo del sufrimiento humano. Desprecia todo interés por el encanto estético del mundo, sólo representa la miseria del hombre en su miseria social.4
A través de la pobreza se reconoce al prójimo; por ello la pobreza es el mayor pecado de la humanidad, el “sufrimiento universal”. Y es desde la pobreza que el sentimiento de compasión sale al encuentro del pobre, del prójimo. Para Cohen, a través de la pobreza se reconoce al prójimo.5 Frente al extranjero, siempre se hace presente el recuerdo del pasado como extranjería y servidumbre en Egipto. Y este recuerdo, como escribe Cohen, “conmemora la liberación de la esclavitud de Egipto, esclavitud que no es deplorada, menos aún maldecida, sino, al contrario, es celebrada con gratitud por ser la cuna del pueblo judío.”6 Los hijos de Israel fueron extranjeros al ser esclavos de Egipto: el hijo del Israel sometido a otro pueblo, que es extranjero en otro pueblo, aún no es pueblo sino tan solo hombres que pertenecen a la herencia de Dios. El recuerdo del pasado como siervo es el recuerdo de la vida dispersa en la individualidad del sin-pueblo. Para Cohen, la esencia de Dios es la moralidad y esto es lo que conforma la naturaleza divina. Esta idea hay que distinguirla de lo que podemos considerar la naturaleza física o material, ya que ella es la creación de Dios. Es por ello que, según Cohen y en oposición a Baruch Spinoza, Dios no puede ser pensado como naturaleza porque es esa distinción la que está implícita en el concepto de “unidad divina”. A juicio de Cohen, “el significado mismo de toda la creación es ser un vehículo para la moral.”7 La naturaleza y la moralidad no son una. Sin embargo, ambas tienen su origen y se encuentran garantizadas por la unidad de Dios. Ambas, a pesar de su diferencia, interactúan y están conectadas a un mismo punto, el hombre. Así, explica Cohen, “cuando yo vivo en conformidad con los conceptos morales, no soy un animal, no soy la mera criatura de la naturaleza, sino miembro del universo moral.” Y es solamente la idea de Dios la “que me da la confianza de que la moral se convierta en realidad en la tierra. Y porque no puedo vivir sin esta confianza, no puedo vivir sin Dios.”8 4 Hermann Cohen, “El ideal social en Platón y los Profetas”, en Mesianismo y razón. Escritos judíos (Buenos Aires: Ediciones Lilmod, 2010), 289. 5 Es importante señalar la herencia que este planteo tienen en el pensamiento de Emmanuel Levinas. Véase en especial: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad y De otro modo que ser o más allá de la esencia. 6 Cohen, La religión de la razón, 333. 7 Hermann Cohen, “Innere Beziehungen der Kantischen Philosophie zum Judentum”, en Hermann Cohens Jüdische Schriften (Berlín: C. A. Schwetschke & Sohn, 1924, T. I), 295. 8 Hermann Cohen, “Religiöse Postulate”, Hermann Cohens Jüdische Schriften, 5.
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Al postulado sobre la unidad de Dios, fundado en base al precepto de Dios único y su relación con la moralidad, hay que considerarlo como origen del monoteísmo y como aquello que el monoteísmo da por herencia a la humanidad, o sea, la idea de una moral fundamentada en el sentido de Dios único. También es la base del sentido mesiánico aferrado al tiempo histórico de aquello por lo que se espera. Es por ello que, además, Cohen interpreta el mandamiento del amor y la exigencia de justicia emparentados en esta esperanza mesiánica como un “socialismo mesiánico”. La base del sentido mesiánico, aferrado al tiempo histórico de aquello por lo que se espera, es la posibilidad de pensar en una “humanidad confederada” como ideal mesiánico. De esa forma, Cohen lee el mesiánico texto kantiano Sobre la paz perpetua (Zum ewigen Frieden) y escribe que “aquel que cree en la paz perpetua cree en el Mesías, pero no en el Mesías que ya ha venido, sino en aquel que debe venir y que vendrá”9. Para Cohen, una humanidad confederada representa el futuro mesiánico del hombre. Y quienes profesan el monoteísmo mesiánico creen en la humanidad mesiánica. El Dios mesiánico es el redentor de la humanidad y, a través de la humanidad, el redentor del hombre. El concepto de “futuro mesiánico”, explica Cohen, es el arquetipo del monoteísmo y representa la base del judaísmo. Kant es uno de los pilares filosóficos de Cohen, pero, sin embargo, el filósofo judío no puede ser leído sin relacionarlo con el pensamiento de Maimónides. Tanto es así que le dedica un ensayo al estudio de la ética del gran filósofo medieval: La ética de Maimónides (Charakteristik der Ethik Maimunis). Y leyendo a Maimónides, Cohen profundiza su teoría de la ética desde el pensamiento judío. Si Dios es Dios de la ética, quien consagra este vínculo, entonces la relación con los seres humanos debe ser inherente a Él. El hecho de “saber de Dios”, conocerlo, no debe entenderse como conocimiento de su esencia, sino de su significado como parámetro de eticidad. “Saber de Dios es amar a Dios, y amar a Dios es conocimiento de Dios”, esos son los fundamentos básicos y más importantes, según Cohen, que promovió Maimónides.10 Es a través de la teoría del conocimiento y del amor a Dios que Maimónides construye su concepto de “estar cerca de Dios”, hitkarbut (acercamiento). Cohen interpreta, de esta manera, el mundo-por-venir como el “evento presente” de “estar cerca de Dios”, persiguiendo los atributos de verdadera amabilidad y justicia, o sea, a través de la imitación ética del fundamento ético del ser de Dios. A través del hitkarbut, del acercamiento a Dios, el hombre se puede elevar desde el mundo de los vivos al conocimiento de Dios. Es así que, según Cohen, la idea mesiánica implica el conocimiento universal de Dios: 9 Cohen, “Innere Beziehungen der Kantischen Philosophie zum Judentum”, 302. 10 Hermann Cohen, “Charakteristik der Ethik Maimunis”, en Hermann Cohens Jüdische Schriften (Berlín: C. A. Schwetschke & Sohn, 1924, T. III), 261.
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UNIVERSALIDAD Y MESIANISMO La idea mesiánica es el espíritu que realimenta al judaísmo y a su resistencia histórica […] el conocimiento profético de Dios significa amar a Dios –como se refleja a través del amor al otro, al compañero. […] el último y el sentido más articulado de la teoría de Maimónides de los atributos, que Dios es […] el Dios de la ética, esto es el Dios de la humanidad. Dios como el paradigma y el ideal para la imitación del hombre y para el ser del hombre: únicamente como ideal ético del hombre Dios se relaciona con el mundo y con la humanidad […] La ética de Maimónides significa el conocimiento mesiánico de Dios.11
Cohen plantea el universalismo mesiánico del pueblo judío como la unidad mesiánica de toda la humanidad, habilitando, de esta manera, la posibilidad de vida mesiánica para el tiempo histórico. El extranjero al que Dios ama, el otro, el vecino, hace al sentido propio que el judaísmo incluye en su exclusividad: una inclusividad exclusiva. Y a través de la lectura que Cohen recupera de Maimónides, el mesianismo es contenido en el pueblo como monoteísmo, como el “conocimiento de Dios” que reza en la oración más importante del judaísmo, el Shemá: shemá Israel Adonai eloheinu, Adonai Ejad (“Escucha Israel el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno”). Y, por otro lado, el monoteísmo se expresa también en el hitkarbut, el “estar cerca de Dios”, como un sentido de vida consagrado a la ética, amor al otro que se exterioriza en la imitación de Dios como fundamento ético. En un temprano texto de 1881, El shabat en su significación históricocultural (Der Sabbath in seiner culturgeschichtlichen Bedeutung), Cohen traza la significación del shabat desde las mitologías saturninas y el día dedicado a la deidad hasta su universalización y sentido profético. Dentro de este recorrido, intenta señalar de qué forma, a través de la exégesis bíblica, el shabat es “en sus orígenes un día de descanso para los esclavos, para los mercenarios, para las clases trabajadoras”12, conteniendo el sentido mesiánico más acabado en las prácticas religiosas del judaísmo. El sentido mesiánico del shabat, donde se universaliza la igualdad del hombre a través de la plegaria y la consagración a Dios, incluye al esclavo y al extranjero. Cohen expresa que el shabat: Originariamente nombre genérico para todas las instituciones que beneficiaban a los pobres, pudo ser rápidamente con- vertido en ideal moral del pueblo entero. Los Profetas, que en su vida y en sus vicisitudes políticas, en sus pensamientos íntimos y públicos manifiestan una admirable inseparabilidad entre las conciencias política y moral, ellos no retroceden ante 11 Ibid., 288-9. 12 Hermann Cohen, “El shabat en su significación histórico-cultural“, en Mesianismo y razón, 47.
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EMMANUEL TAUB ninguna estrechez de nacionalidad en su lucha por la realización de la igualdad de los hombres y la unión de los pueblos. Son ellos quienes con la misma voz con la que pregonan la reconciliación de los pueblos y anuncian la época del Mesías, claman por la santificación del shabat.13
Es la posibilidad de convivencia mesiánica en el tiempo histórico desde el sentido místico y ritual de una vivencia en el shabat, al mismo tiempo que su secularización, la que da sentido al descanso semanal. Su vivencia mística al consagrarnos al shabat permite vivir la shejiná, divina presencia, apropiándose de un puro-presente mesiánico que se asemeja a un “shabat eterno”. Al igual que su lectura mesiánica, el shabat simboliza la posibilidad de alcanzar la igualación y la paz. Es por ello que “al mismo tiempo esta emancipación del shabat de sus limitaciones confesionales volvería a establecer su significado religioso-cultural y lo liberaría hacia una productividad superior.”14 Posteriormente, Cohen hablará de esto en relación con las figuras de la paz y las celebraciones judías. El shabat es símbolo de la alegría –dice– y del devenir mesiánico ya que señala un momento en que los hombres se igualan en su libertad y es por ello que el shabat es signo de paz. El autor intenta dejar de lado lo que podríamos considerar el sentido espiritual del shabat para arraigarlo en su sentido político-cultural. Esta igualación de los hombres a través del shabat se conecta directamente con su contexto sociopolítico y con una humanidad que percibía en decadencia a causa, principalmente, del antisemitismo creciente. Es por ello que Cohen busca sensibilizar los espíritus “para el núcleo moral de esta cuestión a través de su conexión con una venerable institución litúrgica”, ya que, en igual sintonía con los escritos de Maimónides sobre la ley divina, dice que en “todas las cuestiones centrales de la historia universal el camino hacia el cerebro debe atravesar el corazón.”15 Maimónides explica en su Guía de perplejos (Moré nebukim) que la institución del shabat contiene dos explicaciones diferentes que producen dos consecuencias diferentes. Se vincula, por un lado, la glorificación del shabat, en el que en seis días hizo Dios el mundo y descansó y, por ello, el hombre trabajará seis días y guardará el sábado a “IHVH tu Dios” (Éxodo 20:9-11), con el recuerdo de la salida de Egipto y la liberación de la esclavitud, por el otro: Si se nos ha intimado por la ley del Sábado, ordenándonos su observancia, es una consecuencia de esta otra causa: que fuimos esclavos en Egipto, donde no trabajábamos a nuestro 13 Ibid., 50. 14 Ibid., 58. 15 Ibid., 53.
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UNIVERSALIDAD Y MESIANISMO albedrío y beneplácito, ni éramos libres de descansar, y se nos ha impuesto la inactividad y el reposo para unir ambas cosas: primera, la creencia en una teoría verdadera, cual es la novación del mundo, que de inmediato y por la más elemental reflexión nos induce a la existencia de Dios, y segunda, recordarnos su benignidad otorgándonos el descanso de las cargas de Egipto (Éxodo 6:6-7).16
Cohen repiensa la situación teológico-política del shabat en tanto relación de Dios con el mundo y del hombre con Dios, pero, como fiel heredero de Maimónides y de su tiempo, observa de qué manera el “trastorno social” se iba convirtiendo en el “problema principal de la política moderna”. Por ello, la inclusión del todo a través del sentido universal del shabat, en la secularización de su sentido espiritual y apostado en su sentido más político, se convertirá en una verdadera política social mesiánica, en lo que podríamos llamar un shabat mesiánico. Porque, más allá del sentido político-cultural, el shabat contiene este sentido mesiánico acabado y consagrado de las prácticas religiosas del judaísmo desde los inicios de su existencia: el shabat trasciende los tiempos y al pueblo de Israel, desde la Antigüedad a nuestros días y a los días que vendrán. Como indica Maria Daraki, la ceremonia del shabat “se opone frontalmente al trabajo forzado”, es el “enclave de tiempo sagrado en el tiempo profano.”17 Este ideal mesiánico se extiende a través de toda la liturgia judía porque el mismo debía elevarse a la conciencia de todo el pueblo. Es por eso que la esperanza mesiánica se encuentra presente en las bendiciones que se realizan en shabat, al igual que en otras festividades judías. Es así que la esperanza de redención desde el exilio y el cautiverio, buscando restablecer a la nación judía con toda la gloria de su antigua herencia, es central para las bendiciones judías.18 Así lo señala Julius Greenstone, en su trabajo sobre el mesianismo judío: La esperanza en la redención final es tanto el fondo como el punto central del libro de oraciones […] La venganza y la humildad, la desesperación y la esperanza, el desprecio por el mundo y el deseo por sus bienes, todo encuentra su lugar en la liturgia judía, y todo se funde en un todo, lo impregna, todo anhelo de abrazar la restauración de la tierra de la herencia de Israel, para el establecimiento del gobierno de Dios sobre la tierra. 16 Maimónides, Guía de perplejos (Madrid: Editorial Trotta, 2005), 327. 17 María Daraki, Las tres negaciones de Yahvé. Religión y política en el antiguo Israel (Madrid: Abada Editores, 2007), 166. 18 Julius H Greenstone, The Messiah Ideal in Jewish History (Philadelphia: Jewish Publication Society, 1906), 284.
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EMMANUEL TAUB La liturgia, más que la literatura, indica la intensidad en la conciencia judía de la esperanza mesiánica.19
El sentido mesiánico del shabat universaliza la no-laboriosidad del hombre, pero también la del esclavo y el extranjero. Es la posibilidad de convivencia mesiánica en el tiempo histórico desde el sentido místico y ritual de la vivencia-en-el-shabat, al mismo tiempo que su secularización, la que da sentido al descanso semanal. Su vivencia mística en la consagración del shabat permite vivir la shejiná, divina presencia, y apropiarse del puropresente mesiánico que se asemeja a un “shabat eterno”. Es justamente uno de los lectores modernos de Cohen quien desarrolla el concepto de shejiná explicando que debe restaurarse su sentido original, por lo que no sólo se modifica el sentido ético que modernamente se aplicó al concepto, sino que también se acerca el mismo a un sentido escatológico. Según explica Steven Schwarzschild, la shejiná debe comprenderse “como algo poético, el nombre metafórico que el judaísmo clásico le dio a la idea de la relación funcional entre el Dios trascendente, por un lado, y por el otro lado, a la humanidad en general y al pueblo de Israel en particular.”20 Lo que busca enfatizar Schwarzschild es la relación divina-humana que el concepto atañe. Por ello, explica que Cohen retoma la lectura rabínica y el judaísmo filosófico-racional –o sea, la línea de Maimónides– por lo que desde el mandato bíblico de “hacerlos a ustedes sagrados”, los transforma en un pueblo de sacerdotes y maestros a través del “espíritu de santidad”: Ello denota lo que Dios y la humanidad tienen en común, el puente sobre el cual los dos se comunican por medio del conocimiento y la acción, lo que más concretamente es referido como la shejiná, es en realidad la designación de los mandamientos que la humanidad deberá cumplir en la persecución de nuestras tareas morales.21
Cohen expresa que “el sábado, nombre genérico de todas aquellas instituciones sociales que favorecían a los pobres, pudo ser convertido en ideal ético para todo el pueblo” y que fueron los profetas quienes “al mismo tiempo que proponen la reconciliación de los pueblos y anuncian la época del Mesías, claman por la santificación del sábado.”22 El autor plantea esto, 19 Ibid., 301-2. 20 Steven Schwarzschild, The Pursuit of the Ideal. Jewish Writings of Steven Schwarzschild (New York: SUNY Press, 1990), 235. 21 Ibid., 244. Es muy importante la relación del shabat con Iom Kipur, el Día del Perdón (o de la Reconciliación), otro de los fundamentos del judaísmo: es el día de los días, al que se llama shabat shabatón, sábado de sábados. El día del regreso, del retorno al camino de Dios –t’shuva: “día en el que deberán ayunar. Ésta es una ley eterna. (…) Ésta será para ustedes una ley para todos los tiempos: proveer expiación a los hijos de Israel una vez al año por todas sus faltas” (Levítico 16:31 y 34). 22 Cohen, La religión de la razón, 102-3.
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es “el espíritu de la santidad […] en cuanto fin del hombre, es el Mesías, que libera a los hombres y a los pueblos de toda discordia, apacigua la discordia en el hombre mismo y obra finalmente la reconciliación del hombre con Dios.”23 En este tiempo secularizado, podríamos decir, se abre la posibilidad espiritual de una experiencia mesiánica del tiempo a través de la experiencia del shabat. Allí, a través de la rememoración de la creación, se celebra el inicio del mundo del hombre al mismo tiempo que el descanso de Dios luego del acto de creación, una forma de tiempo edénico donde el ideal de esperanza futura estaba dado. Por otro lado, el ideal mesiánico en su vertiente política ha dado origen, a través de su secularización, a la posibilidad de existencia de un tiempo para las naciones del mundo en el que todas ellas puedan coexistir en armonía y paz. Es así que en algún punto este planteo da origen, podríamos decir, a la política misma como forma de convenir las relaciones entre los Estados, ya que Cohen aún pensaba en la posibilidad de convivencia armónica entre ellos como utopía futura, a diferencia de, por ejemplo, Franz Rosenzweig. El retorno del idealismo alemán en el siglo XIX, a través de la escuela neokantiana, y en especial de la figura de Cohen, trajo nuevamente consigo al Estado y a la ética al centro de la escena filosófica: “la ética se funda sobre la ciencia del derecho, buscando justificar sus supuestos y categorías principales”. Sin embargo, Cohen señala: “La ciencia del derecho sólo puede ser entendida como una teoría del Estado, porque este último es la persona jurídica que produce el sistema legal.”24 Como ha analizado Arrese Igor, este elemento es fundamental en el pensamiento coheniano, ya que no solo identifica desde su filosofía neokantiana el papel preponderante del Estado junto a la ética, sino que nos permite comprender, extrapolándolo a sus escritos judíos, la posibilidad de pensar en un mesianismo que incluya la paz entre los Estados y un sistema supraestatal en armonía con una ética judía.25 El Estado, para Cohen, puede ser pensado en tres niveles: como “modelo”, como “guía” y como “meta de la autoconciencia”. Estos modelos son, como amplía Arrese Igor, “la expresión acabada de la voluntad pura y la realización histórica de la autoconciencia”26 , por lo que, solamente en el Estado, se pone de manifiesto la consistencia de la persona moral ante los hombres. Para Cohen, el Estado media en la relación entre el individuo y la universidad moral. Pero el Estado 23 Ibid., 354. 24 Héctor Oscar Arrese Igor, “La idea del Estado como persona jurídica y de la autonomía como legislación en Hermann Cohen”, Revista Telemática de Filosofía del Derecho 12 (2009): 135. 25 Como así también nos permite tener una mirada mucha más amplia sobre textos paradigmáticos del filósofo judeo-alemán como Germanidad y Judaísmo (Deutschum und Judentum): éste se encuentra incluido en la selección de escritos judíos publicados en Mesianismo y razón: 201-260. 26 Ibídem.
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también funciona como guía, donde el horizonte se extiende en el Estado ideal como persona jurídica. Es por ello que, mientras Cohen considera a los Estados históricos como “meros Estados de poder (Machstaaten) regidos por las clases dominantes”, el verdadero Estado solo podrá construirse aproximándose a la realización de este ideal. Como escribe Arrese Igor sobre este tema: Este trabajo interminable es la tarea misma de la autoconciencia. Si el Estado es un ideal, entonces su dimensión constitutiva es su tendencia al futuro. Esto implica que es independiente del pasado, de las tradiciones y las cosmovisiones culturales y religiosas heredadas, así como de las relaciones de poder estatuidas como resultado de la historia política de cada comunidad.27
Este es justamente el tercer sentido del Estado para Cohen, un “concepto-meta”, hacia donde se dirige “la finalidad última de todos los esfuerzos del ser humano por la moralización de las relaciones sociales”, buscando alcanzar la “realización histórica de la voluntad común de la autoconciencia”, o sea, “que la historia humana misma está motivada por el esfuerzo constante en la tarea de concretizar este ideal moral.”28 Allí surge su concepción sobre un mesianismo no-escatológico como sinónimo de mesianismo secularizado en el tiempo moderno: Cohen plantea un mesianismo ético no-escatológico en el que el tiempo mesiánico se alcance en este mundo a través de la paz entre los pueblos, como humanidad. Como lo describe Pierfrancesco Fiorato, uno de los más lúcidos lectores de Cohen, hay un vínculo directo entre su concepción ética del Estado, de la moral y su noción histórica del ideal mesiánico, que será: “Garante” no solo de la final “realización de la estancia divina en la tierra”, sino de la fe en tal realización, la idea mesiánica deviene –como principio ético– el “concepto guía” de la historia universal. La disolución progresiva del elemento “político-nacional” (se ve, en este sentido, la estocada final contra el movimiento que quiere “vender nuestra misión religiosa en la historia universal por una miseria y una oportunidad de orden político”) en lo que su opus postumum llamará “el idealismo práctico de la mesiología” arribando así, por lo tanto, el pleno reconocimiento de la centralidad de la
27 Héctor Oscar Arrese Igor, “El exilio como metáfora hermenéutica. Una relectura de la teoría del Estado como ideal moral en la ética de Hermann Cohen”, en Políticas del Exilio. Orígenes y vigencia de un concepto, ed. Marcelo G. Burello, Fabián Ludueña Romandini y Emmanuel Taub (Buenos Aires: EDUNTREF, 2011), 91. 28 Arrese Igor, “La idea del Estado como persona jurídica”, 136.
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Hermann Cohen escribe desde el Estado, el alemán, al que siente como suyo y reconoce en la figura estatal la meta del ideal moral y de la realización mesiánica. Mientras que esta idea es la que justamente intentará desestructurar Rosenzweig: no solo desde su crítica a Hegel y su reconfiguración de una “filosofía geométrica”, sino también como habitante del Estado, pero a partir de una matriz exílica propia del pueblo judío, lo que además, marca profundamente la distinción entre sus raíces filosóficas y teológicas medievales: Cohen lee a Maimónides mientras que Rosenzweig hace lo propio con Yehuda Halevi. “¿Cómo pudo surgir en semejantes condiciones políticas tan limitadas, tan tristes y tan humillantes, cómo pudo surgir, finalmente, en semejante ambiente de duelo y luto nacional, una idea tan alegre, una idea inspirada por el más audaz valor humano y geopolítico?”30 Con esta pregunta, Cohen introduce el vínculo entre su filosofía y el ideal mesiánico, articulando, de esta manera, el ideal moral y el monoteísmo como fundamentos del pueblo judío, especialmente a través del profetismo y del mesianismo como movimiento político y religioso que se ocupará de extender lo esencial del judaísmo a todas las naciones del mundo. Porque “aquellas condiciones políticas limitadas, tristes y humillantes” son la división de los reinos, la caída, el exilio y el cautiverio. Según Cohen, en la idea futura de un “más allá” se configura una visión particular del tiempo: un tiempo construido por los profetas que trasciende la idea de un futuro histórico, pero también la de un futuro personal. En esta construcción, aquello en lo que puede detenerse es en “la conexión imaginaria con el pasado”, un pasado en el que las “almas de los ancestros” pueden presentarse continuamente como una demanda hacia los hombres.31 Pero, justamente esta idea, según Cohen, no tiene espacio ni tiempo, sino que son los profetas quienes deben levantar un propio mundo conceptual, en el que el monoteísmo será el adobe que lo ponga de pie: “El monoteísmo es el que debe darle una forma positiva. Así se origina la analogía religiosa al concepto moral de la infinitud, tal como lo exigen los conceptos de Dios y de hombre.”32 De esta forma, poco a poco, los profetas abandonan el “mito” porque el mito aspira al infinito para el tiempo, pero no para el espacio, que “sigue siendo la tierra creada por Dios”. Así, el mesianismo como valor fundamental del pueblo de Dios se constituye como el devenir del tiempo sobre el espacio: sólo puede ser futuro. Es por ello que, para Cohen, el ideal 29 Pierfrancesco Fiorato, “Introduzione”, en Hermann Cohen, La fede d’Israel è la speranza. Interventi sulle questioni ebraiche (1880-1916) (Firenze: Editrice La Giuntina, 2000), 13. 30 Cohen, La religión de la razón, 189. 31 Ibid., 191. 32 Ibid., 192.
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mesiánico se debe distinguir de la idea de una “edad de oro” constituida desde las profundidades del mito del “paraíso perdido”. Justamente, ese es el mito que se abandona a través del mesianismo. Sin embargo, Cohen que lo considera un “presentimiento del mesianismo”, no lo descarta, sino que lo incorpora como un pasado que se transforma en futuro: mientras que el mesianismo en la concepción coheniana es un futuro puro ideal que se opone a la realidad, “la inaudita novedad inédita de un futuro”: La idea del Mesías, su significado como idea, se atestigua cuando se supera la persona del Mesías y la imagen personal se disuelve en la idea pura de tiempo, en el concepto de edad. El tiempo se vuelve futuro, y sólo futuro. Pasado y presente se sumergen en este tiempo futuro. Este regreso al tiempo es la idealización más pura. Toda existencia desaparece ante la tesis que es esta idea. La existencia de los hombres se disuelve en el Ser del futuro. Así es como surge para la vida de los hombres y de los pueblos la idea de historia.33
Para Cohen, desde esta noción de futuro, el “Día de IHVH” profético se convierte en el “final de los tiempos”, donde se produce una doble transformación: el concepto de hombre se convierte en el de “humanidad”, mientras que el de Dios lo hace en el de “Señor de la tierra.” Podríamos decir que esta es la forma en que el ideal de universalidad e inclusión para aquellos que rodeaban al pueblo –la viuda, el esclavo, el huérfano, el pobre y hasta el “forastero residente”– del antiguo Israel, se ha transformado, a través del ideal mesiánico, en el universalismo para la humanidad toda. Por otro lado, esta concepción de futuro que hace a la historia y a la humanidad en la historia, debe erigirse en el molde del monoteísmo como ideal mentor. Pero el monoteísmo, dirá Cohen, no tiene que ser entendido como un Dios para cada pueblo, sino como “un solo Dios para todos los pueblos, igual que hay una sola matemática válida para todos los pueblos.”34 Pero esta necesidad de una recreación continua del monoteísmo más allá de los límites de la Biblia le corresponde al pueblo que había engendrado la Biblia: justamente el pueblo y no el Estado. Si el Estado judío –y aquí el fundamento del “socialismo mesiánico” de Cohen– es fundamental como guía en la historia allí donde el hombre puede constituirse, no puede ser así para el pueblo judío. La concepción de Cohen sobre el Estado judío es tan solo una excepción histórica porque, desde su propia identidad mesiánica, alcanzarlo es imposible; es un ideal trascendental. Retomando la historia de la monarquía bíblica que tiene su apogeo con David y su destrucción posterior, Cohen explica que el monoteísmo como 33 Ibid., 193. 34 Ibid., 197.
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fuerza espiritual continuó a pesar de un Estado que ya no podía asegurar su cohesión. Y eso fue posible porque su origen está sostenido por la idea y la fe en el Dios único, idea que se encuentra tanto antes de la fundación del Estado, como después de su desaparición. Para Cohen, no se puede escindir el ideal mesiánico de la santidad de Dios, ya que entre ellos se encuentra la mediación de la correlación con el hombre y la consagración del monoteísmo: Dios único y santo es unidad de la moralidad y, por ello, unidad de los hombres en el monoteísmo, del cual el mesianismo, que al mismo tiempo tiene como meta la unidad de los hombres, es consecuencia lógica. La idea del mesías se conecta con el hombre y, desde el hombre, con Dios, transformando la santidad del hombre en un concepto ideal. Allí estarán dadas las dos tareas del mesías: la moralidad ideal y la unidad de la humanidad se unen, por consiguiente, en la idea del Mesías, quien no puede ser inmanente en Dios, porque más bien tiene que serlo en el hombre. Y “un hombre no es Dios”. Dios y el hombre no constituyen una identidad, sino una correlación. La idea de Dios se agota en su unicidad. Pero el Mesías realiza la idealidad del hombre en la moralidad ideal de la humanidad unida, despojada de todo conflicto entre las naciones.35
Si la Religión de la razón desde las fuentes del judaísmo fue la gran obra de síntesis en donde Hermann Cohen logró la comunión de la filosofía neokantiana con el pensamiento judío, podemos encontrar en un texto supuestamente escrito entre 1890 y 1892, un particular ensayo jamás publicado: La idea de Mesías (Die Messiasidee). Este texto temprano de Cohen marcará en silencio la lógica y la relectura del judaísmo, así como también, la relación con la humanidad que aparecerán en el resto de sus escritos judíos. Cohen elabora un texto que se asemeja mucho más a los estudios históricos que a los filosóficos, pero que realmente se extiende como una estrategia donde la filosofía de la historia hace a su propio pensamiento. Así como la ley es para los hombres, las ideas del mesías y de un tiempo mesiánico tienen una significación histórica en la que se encuentran arraigadas y que, por lo mismo, es determinante para entender la historia misma, desde la formación de estas ideas en la historia del judaísmo, en la que existen tres etapas de elaboración histórica: “la época anterior a la decadencia del reino, la época del exilio y el retorno, y por último la elaboración talmúdica de la religión judía desde la época de los macabeos”. Estas etapas construirán una filosofía propia de la “esperanza mesiánica”, la esperanza por el futuro de la humanidad, como culminación, “como la piedra de toque de la religiosidad, y que la convicción religiosa significa 35 Ibídem.
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religiosidad mesiánica. Lo que en última instancia está en juego en la cuestión social es el derecho del hombre a acceder a la auténtica cultura moral y espiritual de la humanidad.”36 Es fundamental para nuestro trabajo el vínculo que existe entre la antigüedad del pueblo judío, su politicidad y el universalismo constitutivo que, como hemos remarcado, traspasa el ámbito que lo circunda a través del ideal mesiánico para convertirse en una política mesiánica hacia la humanidad. Una humanidad que, según Cohen, es inventada como totalidad hermanada a través el pensamiento profético y el ideal mesiánico. Como desarrollamos anteriormente, una de las claves del mesianismo para Cohen es su propia concepción del tiempo futuro, en donde el eje del hombre bajo el ideal mesiánico se transforma: es allí donde la esperanza individual del hombre se convierte en fe. La individualidad que concebía a un sí mismo como salvación presente o eterna bajo la “emergencia” como idea de futuro transforma la esperanza en fe: Una comunidad cuya existencia no puede asimilarse al presente y la realidad, una comunidad que es más que el yo, que la familia, los amigos, ante todo más que los correligionarios de la propia fe, más que la misma patria: esa comunidad es la humanidad. La fe en la humanidad es la fe de Israel, por eso la fe de Israel es la esperanza. Este apogeo de la profecía de Israel, la esperanza en el futuro de la humanidad, es el contenido de la idea de Mesías.37
Esto es lo que hace que la idea mesiánica busque, en su sentido universalista, salir de los límites del Estado que no podrá contenerla; por ello es posible el tiempo histórico. Sin embargo, como escribe Cohen, el mesianismo es un ideal y por ello el Estado es el único capaz de asegurar, en este mundo, la vida mancomunada entre los hombres, por lo menos hasta que la utopía mesiánica se vuelva realidad. A través del ideal mesiánico podemos ver, entonces, el tránsito que va desde la idea política hasta su transformación moral y su aplicación ética. La misma que hace transitar desde la historia del pueblo de Israel hasta la culminación profética de una humanidad hermanada. Este pasaje está dado por la pérdida del Estado, ya que solamente así el pueblo judío estará listo para recibir el consuelo mesiánico de una nación restablecida. Por ello Moisés en sus últimos días, antes de morir, profetiza la dispersión del pueblo, cuestión que también es necesario pensar como anticipación profética de la tragedia del exilio, la caída de los reinos y una forma propia del pueblo judío –exílica o circuncisa, podríamos decir– por la que el ideal mesiánico aparecerá como horizonte ideal de futuro y de perfeccionamiento 36 Hermann Cohen, “La idea de Mesías”, Mesianismo y razón, 77. 37 Ibid., 62.
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(Deuteronomio 31:16-18 y 32:1-43). Porque aquí ya no se trata de un mito, sino de un ideal activo que arranca al pueblo del espacio histórico entendido como motor de progreso, pero que obliga a existir en la historia por la responsabilidad que no sólo es propia, sino de aquella humanidad ahora aparecida. Por otro lado, es importante recordar que Moisés como profeta y maestro ni entra a la tierra prometida con su pueblo ni puede hacerlo: “Ahora contemplarás la tierra desde lejos, pero no entrarás a la tierra que Yo entrego a los hijos de Israel” (Deuteronomio 32:52). Son las cuestiones particulares, podríamos decir, de su gestión profética en su vínculo con Dios las que no le permiten entrar con el pueblo, de manera que sólo podrá ver la tierra desde las alturas del monte. En esta decisión se vuelve a distinguir entre lo político y lo espiritual, ya que la pura-politicidad, que durante el desierto hizo que Moisés enfrentara la palabra de Dios, produjo la consecuencia de su imposibilidad. Es así que el restablecimiento de la nación por el mesías tiene el propósito de renovar la glorificación del hombre de Dios, para glorificar a Dios y a su ley. Para ello, el pueblo deberá atravesar una etapa de duelo y arrepentimiento, transcurriendo de esa manera la historia desde la destrucción del reino en la espera por el reino de Dios: ese es el sentido del pasaje, de la existencia histórica del pueblo. Sin la destrucción del reino no habrá espera por el nuevo reino. Ese es el sentido que Cohen le da a la historia humana a diferencia de la historia natural, ya que la primera consiste en el desarrollo de seres morales. Como señalamos, cuando el hombre deja el interés propio de lado frente a una finalidad, la consumación de la humanidad de los pueblos como consagración mesiánica, se convierte en un hombre moral y así: Una cáscara de nuez que contiene una idea moral contiene la totalidad del reino de los cielos. El reino de David no representa una finalidad moral, sino que en todo caso es un medio para conseguir esa finalidad. Un vástago de esa casa real puede ser en el mejor de los casos un personaje legendario de significación histórica. Pero la idea de Mesías le ofrece al hombre el consuelo, la confianza y la garantía de que no sólo el pueblo elegido, sino todos los pueblos en forma unánime un día coexistirán en armonía igual que la naturaleza.38
Esta es la imagen con la que Cohen intenta adaptar el tiempo al concepto de moralidad, la manera que tiene de dotar de sentido a una moralidad venidera bajo la luz de la eternidad. Y allí es donde el ideal mesiánico cumple su rol estelar en el pensamiento del filósofo judeo-alemán: por ello 38 Ibid., 71.
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es posible releer todo su pensamiento, desde los estudios neokantianos, sus postulados sobre el número infinitesimal y sus textos sobre el pensamiento judío, bajo la luz de la estela mesiánica. Allí logra constituir una unidad entre el ideal moral, Dios y la humanidad, desprendiéndose del mito, de la individualidad y de las ataduras del tiempo presente. La realidad de este tiempo venidero tiene un contenido propio, y este contenido es el siguiente: no es necesario que los hombres estén siempre entregados a la lucha por la existencia. El hecho de que las cosas sean hoy como eran ayer no significa necesariamente que deban ser así mañana. Tampoco tenemos por qué ver el futuro como repetición del pasado o como hundido en un ocaso mitológico. Más bien, el futuro es un postulado de fe religiosa y es por cierto su flor más maravillosa. Por esta fe en el futuro se distinguen los creyentes. La idea de Mesías es la esperanza en el futuro de la humanidad.39
Finalmente, podemos trazar una esquematización del ideal mesiánico a través del cual Hermann Cohen nos permite constituir el pasaje desde el universalismo del antiguo Israel al universalismo profético consagrado a la humanidad como totalidad de las naciones del mundo. Si como señala Cohen, la época del mesías es el resultado de la vida de los pueblos entendida como “final de los días” o como “el futuro de la humanidad”, entonces la idea de fin no se encuentra “ni cerca ni lejos”, sino que será la historia mundial convertida y entendida como historia o como “la idea del orden moral.”40 Desde esta concepción coheniana, podemos decir que si concebimos el tiempo histórico como una línea recta, el tiempo de la moralidad aparecerá como una continuación de cortes sobre esta linealidad temporal, mientras que el tiempo mesiánico, que ya no será tan sólo aquello que no está ni cerca ni lejos, se encuentra continuamente viniendo, o llegando: como ideal trascendental, faro que pareciera aproximarse pero, sin embargo, siempre se halla en el horizonte (siendo el mismísimo horizonte). Una de las transformaciones fundamentales de este pasaje entre en la línea del tiempo es el conocimiento de Dios, hitkarbut, la cercanía con Él: mientras en el tiempo histórico el hombre se dirige a Dios, el orden moral es el conocimiento de Dios por parte de todos los pueblos, por lo que Dios entra en el tiempo histórico, pero ya no sólo en el instante, sino en su plenitud. Es por ello que según Cohen, “el conocimiento de Dios marca la diferencia entre el ayer y el hoy” y es, en la lectura de varios pasajes del Talmud, la virtud y
39 Ibídem. 40 Ibid., 72.
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la pura moralidad aquello que caracteriza la “sustancia de la religiosidad mesiánica.”41 El tiempo mesiánico está siempre llegando, desde el futuro, con la paradójica figura de venir pero no llegar ya que realmente es hacia donde se dirige el mundo. El problema de la historia del hombre como tiempo histórico es que aún no está preparada para concebir el tiempo de la moralidad como tiempo mesiánico y la transforma en el lugar privilegiado de la teología política. La esperanza mesiánica es lo que ha hecho posible, según Cohen, que el pueblo judío se vuelva un judaísmo histórico haciendo del problema político una esperanza, por una humanidad común en el monoteísmo y el conocimiento de Dios. El mesianismo es lo que hace del judaísmo una parte de la historia y, de la historia, un fundamento del pueblo judío. Referencias bibliográficas Arrese Igor, Héctor Oscar.“La idea del Estado como persona jurídica y de la autonomía como legislación en Hermann Cohen”. Revista Telemática de Filosofía del Derecho 12 (2009): 135-155. Arrese Igor, Héctor Oscar. “El exilio como metáfora hermenéutica. Una relectura de la teoría del Estado como ideal moral en la ética de Hermann Cohen”. En Políticas del Exilio. Orígenes y vigencia de un concepto, editado por Marcelo G. Burello, Fabián Ludueña Romandini y Emmanuel Taub, 85-93. Buenos Aires: EDUNTREF, 2011. Cohen, Hermann. Hermann Cohens Jüdische Schriften. Berlín: C. A. Schwetschke & Sohn, Tomo I y Tomo III, 1924. Cohen, Hermann. El prójimo. Barcelona: Anthropos Editorial, 2004. Cohen, Hermann. La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo. Barcelona: Anthropos Editorial, 2004. Cohen, Hermann. Mesianismo y razón. Escritos judíos, edición de Marcelo G. Burello y Emmanuel Taub. Buenos Aires: Ediciones Lilmod, 2010. Daraki, Maria. Las tres negaciones de Yahvé. Religión y política en el antiguo Israel. Madrid: Abada Editores, 2007. Fiorato, Pierfrancesco.“Introduzione”. En La fede d’Israel è la speranza. Interventi sulle questioni ebraiche, Hermann Cohen (1880-1916), 7-46. Firenze: Editrice La Giuntina, 2000. Greenstone, Julius H. The Messiah Ideal in Jewish History. Philadelphia: Jewish Publication Society, 1906. Maimónides. Guía de perplejos. Madrid: Editorial Trotta, 2005. 41 Ibid., 75.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 103-123
El ángel de la modernidad
La figura del Ángel en el pensamiento contemporáneo*
Rodrigo Karmy Bolton** Universidad de Chile RESUMEN El presente ensayo intenta comparar dos aproximaciones del pensamiento contemporáneo a la figura del ángel, a saber, aquella de Henry Corbin y la de Walter Benjamin. Si bien ambos proyectos intentan trazar una crítica radical de la modernidad retomando la figura del ángel, pervive una diferencia central entre ambos: para Corbin se trata de articular una fenomenología de la conciencia angélica que reestablezca el equilibrio al interior de la propia estructura monoteísta, para Benjamin, en cambio, el ángel constituye la operación alegórica por antonomasia que abre la puerta para el ingreso del mesías, esto es, para la desactivación de toda posible angelología. Palabras clave: Símbolo, alegoría, ángel, teología política, modernidad.
The Angel of Modernity
The Figure of Angel in Contemporary Thought This essay compares two perspectives about the angel in contemporary thought, this is, one from Henry Corbin´s works and the other from Walter Benjamin´s. Both philosophical projects try to develop a radical critique of modernity using the angel´s figure, but there is also an important difference between them: for Corbin it is very important to develop a phenomenology of the angelical consciousness that reestablishes the balance in the whole structure of monotheism; for Benjamin on the other hand, the angel is the allegorical function of antonomasia that may open the door for the messiah, which is, for the deconstruction of any possible angelology. Keywords: Symbol, allegory, angel, political theology , modernity. * Artículo recibido el 18 de noviembre de 2011 y aprobado el 22 de diciembre de 2011. El presente ensayo surgió de una conferencia pronunciada en el Seminario Permanente de Walter Benjamin organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile la tarde del 9 de noviembre del año 2010. Agradezco las revisiones que hizo Pablo Arias a dicha ponencia que permitieron transformarla en un texto para su publicación, así como también, a los audaces comentarios de Zeto Bórquez acerca de la cuestión. ** Doctor en Filosofía, Universidad de Chile. Profesor e Investigador del Centro de Estudios Árabes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Sus líneas de trabajo incluyen angelología y gubernamentalidad en el cristianismo y el islam, siguiendo los trabajos de Michel Foucault y Giorgio Agamben, entre otros. Recientemente ha publicado Políticas de la interrupción.Ensayos sobre Giorgio Agamben (Santiago de Chile: Editorial Escaparate, 2011), la cual es una compilación de textos sobre el filósofo italiano. Colaborador y miembro fundador de Revista Hoja de Ruta (www.hojaderuta.org). E-Mail: rkarmy@gmail.com 103
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El presente ensayo trata de una tensión entre dos fuerzas contrapuestas: el ángel y el mesías. Una tensión que arremete en la historia a partir de los primeros concilios celebrados por el naciente cristianismo imperial. Se trata de un enfrentamiento entre la cristo-angelología y la cristología encarnada cuya resolución habría adoptado el modo de una formación de compromiso, según la cual, el mesías habría sufrido un proceso de angelologización en el que su función salvífica habría derivado en una función propiamente gubernamental1. Así, el mesías se habría vuelto la máscara del ángel y este último, el modus operandi del mesías. Con ello, se habría consumado la deriva ateológica del cristianismo cuya cristología albergará la función y la fuerza de una angelología. En este sentido, existe una aporía insuperable entre ángel y mesías, donde el primero terminará sobredeterminando al segundo, no sin rebeliones internas, a través de las cuales la historia del cristianismo encontrará sus promesas y sus traiciones; tanto su salvación como su condena2. La tensión ángel-mesías que apuntala al cristianismo en la forma de un gobierno del mundo parece estar en el centro de dos proyectos filosóficos contemporáneos que plantearon el problema del ángel, de un modo tan específico como decisivo. “Específico”, porque el ángel comportará una función propia en cada uno y “decisivo” porque el ángel constituirá la figura a través de la cual será posible apuntalar una crítica de la modernidad. Me refiero a los trabajos del fenomenólogo francés Henry Corbin con la conceptualización del ángel de la Faz y a los desarrollos del pensador alemán Walter Benjamin con sus consideraciones acerca del ángel de la Historia. Como se verá, el uso de la figura del ángel como dispositivo crítico diferirá sustantivamente en ambos proyectos. Porque si, para Corbin, el ángel de la Faz constituye el operador simbólico que permitirá elevar al hombre a la dimensión salvífica de una meta-historia, para Benjamin, el ángel de la Historia constituirá una alegoría que será capaz de detectar la dimensión catastrófica del progreso histórico y las posibilidades inmanentes de la redención. En otros términos, la tensión entre el ángel y el mesías se resolverá, por un lado, con la necesaria restitución de una angelología “esotérica” en el proyecto fenomenológico corbiniano y, por otro, en la irrupción de una violencia mesiánica capaz de desactivar a toda angelología, tal como ocurrirá en el proyecto benjaminiano. A partir de aquí, propondremos comparar las consideraciones de Corbin y Benjamin acerca del ángel, pues, a mi juicio, ha sido la apelación 1 Giorgio Agamben, Angeli. Hebraismo, cristianeismo, islam (Vicenza: Neri Pozza, 2009), 17. 2 Emanuele Coccia, “Introduzione”, en Angeli. Hebraismo, cristianesimo, islam (Vicenza: Neri Pozza, 2009), 435-513.
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a dicha figura la que les habría permitido elaborar, aunque de un modo completamente diferente, una crítica general de la modernidad. Ello implica que el ángel redunda en una grilla de inteligibilidad a través de la cual podemos contemplar nuestro presente: Lo que nuestra investigación ha mostrado –escribe Agamben–es que el verdadero problema, el arcano central de la política, no es la soberanía, sino el gobierno, no es Dios, sino el ángel, no es el rey, sino el ministro, no es la ley, sino la policía –o bien la máquina gubernamental que ellos forman y mantienen en movimiento–.3
El ángel sería el dispositivo que habría dado lugar a la teología política moderna y, consecuentemente, a su incondicionada deriva gubernamental. Punto de articulación entre lo divino y lo humano, entre la teología y la antropología, el ángel funcionaría en la forma de un doblez teológico y político, religioso y jurídico a la vez. Solo allí puede tener lugar algo así como una teología política, solo allí puede concebirse un mundo ordenado a ojos de un gobierno. Solo allí, el ángel se mostrará como el verdadero “agente de la secularización” cuya fuerza se perpetuaría en la forma moderna de las filosofías de la historia4. Y si la modernidad es la época del “hombre” no es solo porque, en palabras de Ludwig Feuerbach: “El secreto de la teología es la antropología (...)”5 sino también, porque la raíz de toda antropología no es más que la teología. Si la antropología sigue siendo el dominio del ángel, entonces solo una crítica radical a su figura podrá deshilvanar los avatares de nuestro presente. Esta sería, al menos, la vocación de los trabajos de Corbin y Benjamin que, sin embargo, funcionaría de modo inverso: si el primero restituye el ángel de la Faz, para elevar el ángel hacia su dimensión esotérica sustrayéndolo de su deriva exotérica de carácter gubernamental, el segundo abre al ángel de la Historia para hacer ingresar la figura del mesías como una desactivación de cualquier forma de angelología. Y si bien ambas operaciones se proyectan en contra de la “máquina gubernamental” de los modernos, éstas difieren en, al menos, tres ámbitos estrechamente concatenados, a saber, la concepción del conocimiento, la de la historia y la de la salvación. Respecto de este último, se elevará la antigua fórmula de la gnoseología platónica “salvar a los fenómenos” que encontrará, en los proyectos filosóficos de Corbin y de Benjamin, respuestas radicalmente diferentes.
3 Giorgio Agamben, El reino y la gloria. Una genealogía teológica de la economía y del gobierno (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008), 480. 4 Coccia, Angeli. 5 Ludwig Feuerbach, La Filosofía del Futuro (Buenos Aires: Caiden, 1969), 25.
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I. El Ángel de la Faz En un pequeño pero profundo texto titulado La necesidad de la angelología, el filósofo Henry Corbin escribía: “Lo que nos ha sorprendido desde el principio ha sido constatar que es en el corazón de las tres grandes religiones que se designan como monoteístas donde se plantea la cuestión de la angelología, es decir, de su necesidad.”6 Y más adelante complementa: “ Sin la angelología el monoteísmo está en peligro de recaer en la peor idolatría metafísica de la que creía haber liberado al mundo.”7 La tesis de Corbin es que el monoteísmo constituye una matriz teológica internamente tensionada por dos polos antitéticos. Por un lado, el agnosticismo que recluye a Dios en una inefabilidad carente de toda comunicación con el mundo y, por otro, el antropomorfismo que otorga innumerables atributos a Dios hasta volverlo humano. Ambas alternativas tienden a la idolatría: la primera, porque impide la conexión del hombre con la trascendencia de Dios, la segunda, porque este disuelve su presencia en la inmanencia del mundo. Según Corbin, el cristianismo post-niceno –pero también el islam sunní– que hubo desechado la tesis cristo-angelológica por considerarla “monofisita” en favor del dogma de la Encarnación, se habría convertido él mismo en un monofisismo “al revés” puesto que, Iglesia mediante, parecería haber sucumbido a la deriva secularizante de la modernidad cuyo efecto histórico habría sido la experiencia totalitaria: “Al fenómeno de la Iglesia –dice Corbin– le sucede simplemente el Estado totalitario”8. Así, la tesis de Corbin es que la única forma en que el monoteísmo no derive “en la peor idolatría metafísica” que le amenaza internamente, es que la angelología tenga un lugar necesario en el frágil equilibrio de la estructura monoteísta. De hecho, esta última será “necesaria” precisamente por ser capaz de establecer una comunicación entre divinidad y humanidad que proveerá de un doble efecto: por un lado, mantiene la diferencia ontológica entre divinidad y humanidad y, por otro, no deja de comunicar a ambos entre sí. A esta luz, la necesidad de la angelología residiría en mantener el equilibrio ínsito al monoteísmo toda vez que el ángel vendría a resguardar la comunicatio idiomatum que desciende desde la divinidad a la humanidad y asciende desde la humanidad a la divinidad. De esta manera, Corbin puede plantear que solo la angelología establece el equilibrio entre divinidad y humanidad resolviendo el problema entre teología y filosofía, entre ley y saber, entre símbolo e historia que, según Corbin, en el mundo 6 Henry Corbin, “Postludio: el ángel de la Faz”, en Henry Corbin, La paradoja del monoteísmo (Buenos Aires: Losada, 2003), 223. 7 Ibid., 224. 8 Henry Corbin, “De la teología apofática como antídoto al nihilismo”, en Corbin, La paradoja del monoteísmo, 239.
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árabe e islámico, una vez habría sido desatado por la vertiente secular del averroísmo9. Si, tal como testimonia la deriva moderna, dicho equilibrio se rompe, entonces la angelología da paso a la antropología que, en su ateísmo, no hará más que tender a la homogeneización del hombre en la maquinaria del Estado totalitario: “El paso de lo teológico a lo sociológico se realiza cuando lo social toma el lugar del theos.”10. Y la cristología encarnada del Concilio de Nicea habría marcado la progresiva expulsión del ángel al punto de ser progresivamente sustituido por el hombre. Para Corbin, el proceso señalado por Feuerbach, según el cual la “esencia” de la teología no sería otra cosa que la antropología, sería el que habría conducido a la humanidad a su barbarie, puesto que el cristianismo habría terminado por configurarse al modo de una teología catafática o positiva expresada en la Iglesia como institución y en la Encarnación como su dogma. La consecuencia más decisiva de dicho proceso habría sido la de abandonar al ángel de la Faz y, con ello, el avasallar completamente la singularidad del hombre. A esta luz, la pregunta corbiniana fundamental será: ¿cómo pensar al hombre en su singularidad, esto es, en su proceso de individuación, sin pasar por el paradigma exotérico de la Encarnación? Frente a esta pregunta, Corbin recurre al concepto de persona para designar a una unidad dual, una dualitud compuesta, según Corbin, por el yo mundano (óntico) y el yo trascendental (ontológico) expresado, éste último, en la forma del ángel de la Faz: “Ahora bien, esta conjunción no se corresponde en absoluto con una unión hipostática de dos naturalezas (a la manera de la cristología de los concilios), sino como una unión teofánica (…) Los dos juntos, no el uno sin el otro ni confundidos el uno con el otro, componen la totalidad”11. La persona constituye, entonces, una unión teofánica y no una unión hipostática. Si esta última se habría desarrollado a partir del Concilio de Nicea en la forma de un “monofisismo al revés” para desembocar en la concepción unidimensional del hombre moderno, la unión teofánica, en cambio, indicará la estructura dual de la persona en la que el ángel de la Faz se presentará como el principio de individuación del sujeto humano, esto es, el operador que abre al hombre a la ipseidad trascendental como su propia condición de posibilidad: “Como tal, la realidad de este acontecimiento es esencialmente individual para y con cada alma; lo que ve realmente el alma sólo ella lo ve cada vez.”12 Así, el ángel de la Faz es el principio de la individuación del hombre, esto es, aquel que permite acceder a esta unidad esencialmente dual de la persona. 9 Henry Corbin, La imaginación creadora en el sufismo de Ibn ´Arabi (Barcelona: Destino, 1993), 25. 10 Henry Corbin, “De la teología apofática como antídoto al nihilismo”, en Corbin, La paradoja del monoteísmo, 240. 11 Ibid., 144. 12 Henry Corbin, Tiempo cíclico y gnosis ismailí (Madrid: Biblioteca Nueva, 2003), 93.
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Los “dos juntos”, el yo óntico y el yo trascendental, lo humano y lo divino, indican la existencia de una dualidad sin confusión que solo la presencia del ángel de la Faz parece poder garantizar. Así, frente a la “socialización” a la cual habría sido conducido el hombre moderno por la deriva secularizante de la Encarnación, Corbin intenta restituir una angelología para afirmar la singularidad de la persona: rechazo de la Encarnación y sustitución por el Christos angelos de la cristología pre-nicena. Ahora bien, es aquí donde surge el primer problema, a saber, ¿cómo es que el hombre podrá acceder a ese ángel precisamente? ¿Qué estatuto tendría tal conocimiento que parece conducir al hombre a esa ipseidad originaria? ¿Cómo, finalmente, podemos encontrar esa unión teofánica y constituirnos en personas, más allá de la alienación promovida por el mundo histórico? Justamente, ese conocimiento se proyecta como una gnosis que Corbin rastreará en la teosofía del islam shiíta. La gnosis no se presentará, pues, como un conocimiento cualquiera, sino como un conocimiento salvífico (ontológico) que será tal solo porque permitirá al hombre acceder al ángel de la Faz y reconstituir así la unidad teofánica de la persona. A esta luz, es menester recordar que, en la medida que constituye una bisagra que resguarda el equilibrio entre el ser y los entes, entre el Creador y las criaturas, el ángel se presentará siempre como una individualidad que, en sí misma, parece coincidir estrictamente con su especie13. Así, el ángel carece de nombre propio puesto que, en la perspectiva corbiniana, se presentará única y exclusivamente como la relación de donación que, como tal, permite pasar de la revelabilidad absoluta del Dios absconditum a la revelación del mensaje de un Dios revelatus. Cercenar al ángel significará, pues, o bien sucumbir al agnosticismo, o bien al antropomorfismo, dos caras de la misma “idolatría metafísica” que, desde el principio, el monoteísmo habría tenido como misión resguardar. Por ello, la faz del ángel de la Faz no puede sino ser la faz de Dios. El misterio de la revelación es, precisamente, algo que se conserva como misterio, es decir, como un ocultamiento radical que, por serlo, ningún fenómeno revelado podrá descifrar del todo. Por esta razón, Corbin acude a la pervivencia de dos hermenéuticas diferentes, a través de las cuales, el mundo musulmán accedería al texto sagrado. Una literal, orientada a la dimensión exotérica del mundo (zahir) que habría sido utilizada en su momento por los teólogos sunníes (el tafsir o comentario) y otra metafórica, orientada a la dimensión esotérica del alma (batin) que habría sido utilizada por los gnósticos musulmanes (el ta´wil o elevación espiritual). En la primera, se habría enfatizado siempre la dimensión alegórica que, según Corbin, podría definirse como una: “operación racional que no implica el paso a otro plano del ser ni a otro nivel de conciencia; es la figuración en un mismo nivel de conciencia”14. 13 Henry Corbin, El hombre de luz en el sufismo iranio (Madrid: Siruela, 2000), 111. 14 Corbin, La imaginación creadora, 26.
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Como tal, la alegoría se haría cargo única y exclusivamente de los “datos literales” del texto, impidiendo con ello el acceso del hombre al ángel de la Faz. En la segunda, en cambio, se habría subrayado la dimensión simbólica que: Propone un plano de conciencia que no es el de la evidencia racional; es la “cifra” de un misterio, el único medio de expresar lo que no puede ser aprehendido de otra forma; nunca es “explicado” de una vez por todas, sino que debe ser continuamente descifrado, lo mismo que una partitura musical nunca es descifrada para siempre, sino que sugiere una ejecución siempre nueva.15
Así, a diferencia de la alegoría, el símbolo eleva la evidencia racional al campo del misterio que, como tal, nunca se revela sino en aquello a lo que él mismo no deja de sustraerse. Por ello, se podría decir que, en la perspectiva de Corbin, la verdad de la alegoría solo se encuentra en la unicidad del símbolo: “La palabra esoterismo, de la que tanto se abusa, se refiere a la ineluctable necesidad de expresar distintos aspectos de la reintegración del ser humano mediante símbolos”.16 Será en este punto donde, según Corbin, la dimensión simbólica abrirá al hombre más allá de la literalidad del mundo, al lugar del misterio que no solo no podrá ser “explicado” racionalmente, sino que además posibilitará una interpretación que será “siempre nueva”. Para Corbin, la clave es el ta ´wil como hermenéutica esotérica toda vez que a través suyo será posible rescatar la dimensión del símbolo que, como hemos visto, restituirá la unidad teofánica del hombre para con el ángel. Así, el ta ´wil se presentará como la hermenéutica capaz de conducir al hombre al conocimiento de su ángel, puesto que transformará los datos literales propios del mundo en símbolos. El conocimiento del ángel no solo diferirá de todo conocimiento mundano, sino que además se presentará como su condición de posibilidad: “ se trata de imágenes primordiales que preceden y regulan toda percepción sensible, no de imágenes construidas a posteriori sobre un dato empírico.”17 De esta forma, recurriendo a la nomenclatura jungiana, Corbin sitúa a estas “imágenes arquetipo” que no dejan de operar como un trascendental (que no es más que el ángel de la Faz). Si, por un lado, el hombre accede a un conocimiento óntico dado por el dato empírico y puramente fenoménico, por el otro, es la presencia de la imagen arquetipo la que funciona como el conocimiento trascendental que precede ontológicamente a todo conocimiento fenoménico. Dicho de otra forma, toda manifestación fenoménica remitirá a su manifestabilidad trascendental exactamente como 15 Ibídem. 16 Corbin, El hombre de luz en el sufismo iranio, 63. 17 Ibid., 22.
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en las religiones abrahámicas toda revelación remite a su revelabilidad fundamental, sin la cual la primera resultará completamente vacía. Que el símbolo eleve al hombre a su dimensión teofánica significa que este es sustraído de la historia (es decir, de todo el campo fenoménico del mundo) para acceder al régimen de la “metahistoria” que, en una célebre entrevista llevada a cabo por Phillippe Nemo, el fenomenólogo francés define de la siguiente manera: “Y es que, para el historiador, los hechos son pasados, los acontecimientos se convierten en pasado […] En cambio, el fenomenólogo hermeneuta debe estar siempre allí (da-sein), porque nunca hay nada para él pasado o superado.”18 Ante todo, no podrá pasar desapercibida la estrecha vinculación del pensamiento corbiniano con el proyecto filosófico de Martin Heidegger. No solo habría existido una cercanía biográfica en la cual se registran varias visitas de Corbin al filósofo alemán durante los años 1934 a 1936, sino que su propia apuesta filosófica se habría iniciado ya con la primera traducción al francés del libro de Heidegger ¿Qué es metafísica?. Más aún, Corbin adoptará para sus propias investigaciones la cuestión heideggeriana de la hermenéutica y el modo en que esta se juega a partir de la mentada diferencia ontológica, problematizados por el filósofo alemán en su célebre Ser y Tiempo. A partir de ahí, Corbin verá una estrecha vinculación entre el problema del verstehen heideggeriano y el ta ´wil de la mística musulmana: “Se trata de comprender su sentido, pero de comprender su sentido verdadero. Hay tres aspectos: está el acto de comprender, está el fenómeno del sentido, está el poner al descubierto la verdad de ese sentido.”19 Así, si se trata de comprender el “sentido verdadero”, será lógico que el historiador que se oriente a dilucidar los “hechos” como pertenecientes a un simple pasado, no sea capaz de descubrir el “sentido verdadero” y elevar su reflexión hacia ese pasado que no solo no ha sido superado sino que no puede ser superado de ninguna manera, puesto que él mismo, se eleva como la dimensión trascendental de todo fenómeno propiamente histórico. Solo a través de dicha compresión será posible atender a la vieja fórmula platónica de “salvar los fenómenos” toda vez que estos entran a la dimensión de lo meta-histórico en el que encuentran su “sentido “verdadero”. Por ello, no se trata solo de comprender, sino de comprender dicho sentido que no será más que la cifra de un misterio que tendrá la forma pura de una donación: precisamente, el ángel de la Faz. Así, “ser-ahí” (da sein) significará, para Corbin, abrir el hombre a su ángel en función de restituir la unidad teofánica de su “persona”. Sin embargo, dicho gesto implicará una cierta inflexión con Heidegger precisamente en un punto fundamental, a saber, que para Corbin el ser-ahí no obedecerá a la estructura del ser-para-la-muerte, referido a la relación 18 Henry Corbin, El imam oculto (Buenos Aires: Losada, 2005), 177. 19 Ibid., 168-9.
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del hombre para con el mundo, sino mas bien, a la de un ser para-más-alláde-la-muerte20 en la medida que sería allí donde el hombre se encontraría con su ángel: Analizar el ser-para-la-muerte como anticipación de la posibilidad para el ser humano de forman un todo acabado, ¿implica o no una filosofía de la vida y de la muerte? Creo que para los filósofos “orientales” que he evocado, la idea de un acabamiento así considerado revela por el contrario la aceptación del inacabamiento de un ser condenado a caer hacia atrás de sí mismo. Por eso he preferido hablar de una hermenéutica de la existencia humana que se inmoviliza prematuramente sobre un acabado que es en realidad siempre inacabable sin un impulsohacia-adelante (vorlaufen) que es un impulso más-allá.21
En términos simples, se podría decir que, en la perspectiva corbiniana, la dimensión anticipativa del da-sein no constituirá el testimonio de la finitud, sino más bien, el impulso hacia el más allá, hacia una cierta “vida esencial” que no será más que la de su ángel. Así, para Corbin el límite de la fenomenología heideggeriana residiría en su exclusiva orientación mundana (el “acabamiento” como estructura del ser-ahí), frente a lo cual habría que reconducirla hacia la trascendencia del ángel. Con ello, la tarea del filósofo y la de la filosofía en general, se orientaría en función de ese “inacabamiento”, dejando de lado la verdad del mundo para arrimarse a las múltiples interpretaciones resguardando, así, el misterio de la “verdad esencial” o “sentido verdadero” (haqiqat, que se puede traducir como Realidad o Verdad espiritual según la nomenclatura shií duodecimana). El señalamiento de esta verdad permite a Corbin contrastar entre el historiador y el fenomenólogo puesto que si el primero parece ver sobre el pasado mundano simplemente “hechos”, el segundo ingresaría a la dimensión de un pasado que, desde un punto de vista temporal, nunca ha pasado porque constituirá el campo de una “historia más original” que, por serlo, jamás coincidirá con la historia de los “hechos” del mundo. A esta “historia más original”, Corbin la denomina con términos equivalentes: “metahistoria”, “hierohistoria” o “historialidad”: Se trata de lo hierohistoria, a los hechos una “historia
que he designado luego con el término de historia sacra, que no apunta en absoluto exteriores de una “historia sagrada”, de de la salvación”, sino a algo mas original,
20 Ibid., 187. 21 Ibid., 193. Cursivas del autor.
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Así, la metahistoria constituirá una verdad “esencial” o esotérica que no solo pervive más allá de los “hechos” históricos del mundo, sino que se presentará como su condición trascendental puesto que la “metahistoria” es aquella abertura originaria a través de la cual algo así como la experiencia de un tiempo cronológico puede tener lugar. Es imprescindible notar que el tiempo cronológico es aquel que se agota en la deriva del transcurso mundano. Las cosas que pertenecen a dicho tiempo, en la medida que son cosas del mundo, no pueden sino tender a su permanente destrucción. En cambio, la experiencia de lo que Corbin, en otro lugar, denomina el “tiempo psíquico” (que es el tiempo del alma y que no corresponde sino a la dimensión de la metahistoria) es aquel tiempo paradójicamente eterno que, sin embargo, se presenta como la condición trascendental del tiempo cronológico, frente a lo cual se erige la dimensión simbólica que, en un movimiento de apocatástasis, logra restituir al hombre a su pleroma, a su Oriente, a su unidad teofánica esencialmente personal. La concepción corbiniana del ángel de la Faz atraviesa los tres campos señalados en nuestra introducción, a saber, el conocimiento que se resuelve en un conocimiento trascendental, la historia que se expresa en una crítica a todo historicismo a partir de la referencia a una meta-historia a la que selo el filósofo hermeneuta puede acceder y la salvación que remite, esencialmente, a la restitución de la unidad teofánica de la persona. Dicha restitución condensa las dos dimensiones anteriores puesto que de lo que se trata es de la gnosis, esto es, de un conocimiento orientado a la salvación espiritual de la cripta del mundo a la cual ha sido arrojada en un tiempo mítico cuyo despliegue será posibilitado a partir del ángel que transforma los datos literales y mundanos propios de la alegoría en símbolos que no coinciden con ningún acontecimiento histórico en particular. “Salvar a los fenómenos” significará, pues, reconducirlos a la dimensión trascendental de su ángel; restituirlos al origen propiamente divino del símbolo. II. El Ángel de la Historia En la novena de sus Tesis sobre el concepto de Historia, Walter Benjamin escribe lo siguiente: Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él está representado un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que mira atónitamente. Sus 22 Ibid., 178.
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RODRIGO KARMY ojos están desmesuradamente abiertos, abierta su boca, las alas tendidas. El ángel de la historia ha de tener ese aspecto. Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. En lo que a nosotros nos aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se la arroja a sus pies. Bien quisiera demorarse. Pero una tempestad sopla desde el Paraíso, que se ha enredado en sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso.23
En la economía de esta tesis, el ángel de la Historia comporta una función esencialmente alegórica, según la cual se presenta como una imagen arrancada del pasado que indica la sobrevida de las formas en la ruina de su propio presente: los dioses antiguos se han vuelto maléficos, así como las totalidades no han hecho más que convertirse en fragmentos. Tal como Benjamin había desarrollado en su Trauerspiel, en la alegoría se rompe la inmutabilidad del símbolo, arrojándolo “ruinas sobre ruinas” sobre la catástrofe de la historia. La clave aquí es que solo porque la alegoría es capaz de mostrar la caducidad de las formas del mundo, llevará consigo “el cuidado por salvarlas en lo eterno”24. Se articula, así, una concepción singular del conocimiento que, en la medida que está apuntalado por el proceso de alegorización, se resuelve en un conocimiento plenamente histórico. En efecto, es en la célebre introducción donde Benjamin recurre a la gnoseología neoplatónica para situar el estatuto de su investigación acerca del barroco alemán: esta no se comprenderá como parte de una “historia de la literatura” que no haría más que agregar datos o categorizar formas específicas, sino mas bien, su investigación se presenta en la forma de una idea que, dice Benjamin: “constituye el extremo de una forma o género que, en cuanto tal, no tiene cabida en la historia de la literatura.”25 Frente a la mirada historicista que apela a la “historia de la literatura” como una forma plena y articulada sobre sí misma, la idea, en cambio, será capaz de dar cognoscibilidad al momento en que una forma en particular es suspendida quedando vigente pero carente de cualquier significado. Así, la forma se exhibe como una unidad tensionada por sus propios extremos (su pasado y su presente).
23 Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso (Santiago de Chile: Lom, 1996), 53-4. Cursivas del autor. 24 Walter Benjamin, Trauerspiel (Madrid: Taurus, 1990), 220. 25 Ibid., 21.
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Por ello –dice Benjamin– las ideas cobran vida solo cuando los “extremos se agrupan a su alrededor”26, puesto que solo allí la tensión entre caducidad y eternidad o, si se quiere, entre el pasado de una forma y su ruinoso presente se condensan en un solo instante. Solo porque las ideas se mueven como verdaderas “madres fáusticas” es que Benjamin podrá decir que la verdad nunca coincide con un objeto puesto que esta, lejos de toda objetualidad, se resolverá, única y exclusivamente en la exposición de las ideas. Con ello, la verdad no tendrá nada que ver con el acceso a una “esencia” situada espacialmente más allá de los fenómenos, sino más bien, con la pura medialidad de su exposición. En otras palabras, para Benjamin no existe una diferencia entre exposición y verdad, puesto que el tratado (las quaestio medieval que, precisamente, provienen de la tradición averroísta) no será ni más ni menos, que el dispositivo que hará de la verdad la exposición misma de las ideas, su danza incondicional. En virtud de ello, el objeto de la crítica filosófica consistirá, según Benjamin, en: “convertir en contenidos de verdad, de carácter filosófico, los contenidos factuales, de carácter histórico ”27 puesto que solo a través de dicha transformación será posible hacer justicia a la premisa platónica de “salvar a los fenómenos”. Como sabemos, hacia el final de la enigmática introducción, Benjamin caracteriza a las ideas en la forma de una mónada, concepto que será central en el desarrollo de las Tesis de 1940: La idea es una mónada. El ser que ingresa en ella con la pre y posthistoria dispensa, oculta en la suya propia, la figura abreviada y oscurecida del resto del mundo de las ideas, de igual modo en que el Discurso de la metafísica de Leibniz (1686) en cada una de las mónadas se dan también las demás indistintamente (...) la idea es una mónada lo cual quiere decir, en pocas palabras: cada idea contiene la imagen del mundo. Y su exposición impone como tarea nada menos que dibujar esta imagen abreviada del mundo.28
Que la idea sea una mónada significa, pues, que el ser que “ingresa en ella” conserva en sí mismo la tensión entre su pasado y su presente abreviado en una sola imagen. Una mónada será, entonces, una “imagen del mundo” cuya tarea filosófica posibilitará “dibujar” al propio movimiento de la historia. Como ha visto Pierre Missac, quizás se podría decir que Benjamin se propone abordar al pensamiento a partir del paradigma cinematográfico que, como tal, parece conducir a la elaboración de una medialidad “pura”29. 26 27 28 29
Ibid., 17. Ibid., 176. Ibid., 31. Pierre Missac, Walter Benjamin de un siglo al otro (Barcelona: Gedisa, 1997).
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Aquí es donde cobra sentido la distinción, que invierte completamente la otrora distinción nietzscheana, entre el origen (Ursprung) y la génesis (Entstehung) de la gnoseología benjaminiana: “El origen, aun siendo una categoría plenamente histórica, no tiene nada que ver con la génesis. Por “origen” no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser y del pasar.”30 Lejos de toda referencia a un archein, en Benjamin el origen indica la medialidad pura capaz de contraer en una sola imagen al pasado y al presente. Así, el término “origen” no solo no tendrá la forma de una presencia (con lo cual difiere de todo origen mítico), sino que además, se dará siempre al modo de un movimiento en una continua generación que, como tal, se sitúa en la interfaz de lo ya-sido (la pre-historia) y de lo por venir (la post-historia)31. Siguiendo la singular lectura de la gnoseología neoplatónica desarrollada en el Trauerspiel, en sus Tesis Benjamin vinculará dicho conocimiento con aquel propio del materialista histórico: Cuando el pensar se detiene súbitamente –dice en la Tesis XVII- en una constelación saturada de tensiones, entonces, le propina a esta misma un shock, por el cual se cristaliza como mónada. El materialista histórico aborda un objeto histórico única y solamente cuando éste se le presenta como mónada. En esta estructura reconoce el signo de una interrupción mesiánica del acontecer o, dicho de otra suerte, de una chance revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido.32
El pensamiento, en Benjamin, no apelará a la estructura de un conocimiento trascendental, sino más bien, a la singular experiencia del shock. Tal como Benjamin escribe en esta tesis, la naturaleza del pensar no consistirá en un movimiento continuo que aprehende objetos, sino en el de una interrupción que abre a una experiencia: “La renuncia al curso ininterrumpido de la intención es su primer signo distintivo.”33 A esta luz, el pensamiento tendrá lugar solo como una suspensión de la suspensión, esto es, cuando a la “constelación saturada de tensiones” el pensamiento le propine una nueva suspensión que la transforme en una mónada, en una imagen abreviada del mundo. Solo en la mónada que, como tal, llevará consigo la tensión entre pasado y presente, el “materialista histórico” podrá reconocer las posibilidades inmanentes de la redención. Pero, precisamente porque dicha redención se deja entrever en la mónada, es que la lucha revolucionaria no será, en ningún caso, una lucha por el futuro, 30 Benjamin, Trauerspiel, 28. 31 Roberto Esposito, El origen de la política. ¿Hannah Arendt o Simone Weil? (Barcelona: Paidós, 1999). 32 Benjamin, Sobre el concepto de Historia, 63. Cursiva del autor. 33 Benjamin, Trauerspiel, 10.
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sino más bien, una lucha por el pasado: “Sólo tiene el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquél historiador que esté traspasado por la idea de que tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo cuando éste venza. Y éste enemigo no ha cesado de vencer.”34 Como sabemos, el pasado que está en juego en la lucha revolucionaria no será, según lo aborda la “socialdemocracia”, un pasado historiográficamente datable (contenido factual), sino un pasado históricamente redimible (contenido de verdad). Hasta qué punto el Trauerspiel no puede ser caracterizado como una simple investigación “literaria” y en qué medida éste constituye una “Idea” a través de la cual el “materialista histórico” advierte las señas de la redención, es testimoniado por el modo en que este plantea el problema de la decisión soberana, representada por la figura del príncipe. Como se ve en las mismas citas que Benjamin usa, la crítica se dirige al jurista Carl Schmitt y a su célebre Teología Política. Porque si en Schmitt el soberano se define, precisamente, por la capacidad de decidir sobre la excepción, en Benjamin, la soberanía no será más que el campo de lo indecidible. Tal como aparece caracterizado en el Trauerspiel, el soberano será muy diferente de la articulación teológico-política de los “dos cuerpos del rey” que apuntala a la moderna teoría de la soberanía. Antes bien, en la consideración benjaminiana, el soberano aparece con sus dos cuerpos dislocados: su cuerpo físico le revela en la melancolía de ser una criatura más entre las demás criaturas pertenecientes al orden del mundo y su cuerpo político se abstrae en la forma pura del cargo que nunca terminará por coincidir con la bajeza natural con la cual se desenvuelve la finitud de dicha criatura. Con ello, se abre un inexorable abismo entre el cuerpo caduco del soberano y el cuerpo eterno del cargo que debería ejercer (su dignitas regia): Pues si en el momento en que el soberano despliega el poder con la máxima embriaguez, reconocemos en él tanto la manifestación de la historia como instancia capaz de detener sus vicisitudes, entonces sólo cabe decir lo siguiente en favor de este César sumido en la embriaguez del poder: víctima de la desaprobación de la ilimitada dignidad jerárquica con que Dios le inviste, cae en el estado correspondiente a su pobre esencia humana.35
Así, frente a la teología política que articula a la criatura con el esplendor de la soberanía, el Trauerspiel alegoriza al soberano mostrando cómo el supremo poder de decisión coincide enteramente con su ruina. Porque lo que para Schmitt constituía la restauración del orden jurídicopolítico, para Benjamin no es más que el índice de una sola catástrofe. 34 Benjamin, La Dialéctica en suspenso, 51. 35 Benjamin, Trauerspiel, 56.
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Solo porque la decisión del príncipe se vuelve indecidible y su poder se revela como un impoder, Benjamin podrá insistir en la dimensión inmanente de la posibilidad de redención: “Dicha posibilidad reside en lo profundo de esta misma fatalidad, más que en el cumplimiento de un plan divino de salvación.”36 Así, la redención no habrá que buscarla en un “plan divino de salvación”, cuya versión secularizada corresponderá a la búsqueda de determinadas “leyes” de la historia, tal como lo habría hecho la mentada “socialdemocracia”, sino más bien, en la profundización misma de dicha “fatalidad”. Este problema encontrará su resonancia en la octava de sus Tesis sobre el concepto de Historia, cuando Benjamin insista en que, desde el punto de vista de los oprimidos: “El estado de excepción en que vivimos es la regla”37. Con ello, el criterio schmittiano de Teología Política que aún era capaz de distinguir entre el caso normal y el de la excepción se disloca completamente: la ruina del soberano tendrá lugar tanto si decide como si no decide, si declara la excepción como si no lo hace. Así, en un movimiento de suspensión de la suspensión, Benjamin se volcará sobre el “verdadero estado de excepción” (der wirklich Ausnahmesustand) que será capaz de revocar a toda formación soberana. Ahora bien, el concepto de historia que Benjamin está forjando contrasta dos formas de abordar el tiempo. Por un lado, el tiempo “homogéneo y vacío”, que Benjamin asocia a la concepción progresista de la historia, la cual constituye una simple acumulación de “hechos” que se desenvuelven en una infinita línea de tiempo. Por otro lado, subyace el tiempo-ahora, que ya no mira hacia el futuro, sino hacia el pasado irredento que solo se dejará ver por aquel “materialista histórico” capaz de hacerse cargo de su reclamación: “La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino aquél pletórico tiempo-ahora.”38 El tiempoahora designará la estructura misma del tiempo mesiánico que, desde el interior de la propia deriva histórica, interrumpirá su continuum en la forma del “verdadero estado de excepción” indicado en la octava de sus Tesis. Es sabido que fue Jacob Taubes el primero en sugerir que las Tesis sobre el concepto de historia llevarían consigo una cita del apóstol Pablo39. Según Taubes, que no dejó de subrayar lo singular de la experiencia mesiánica paulina, la cual podría definirse como el “cumplimiento de la ley”, Benjamin habría escrito el mentado Fragmento teológico-político a la luz de la epístola a los Romanos 8, 19-23. La sugerencia de Taubes, que en sí misma desplaza la tesis de Gershom Scholem acerca del supuesto “judaísmo místico” benjaminiano, ha sido retomada por Giorgio Agamben quien, en su comentario a la carta a los Romanos publicado bajo el título El tiempo 36 37 38 39
Ibid., 66. Benjamin, Tesis sobre el concepto de historia, 53. Ibid., 61. Jacob Taubes, La teología Política de San Pablo (Madrid: Trotta, 2006).
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que resta, ha sugerido que si bien la referencia al apóstol Pablo por parte de Taubes es correcta, esta no constituiría una cita propiamente tal, puesto que en él la creación ya habría sido sometida “sin quererlo a la caducidad y a la destrucción, y por ello gime y sufre a la espera de su redención, en Benjamin, en una inversión genial, la naturaleza es mesiánica precisamente por su eterna y total caducidad, y el ritmo de esta caducidad mesiánica es la felicidad.”40 Este pequeño comentario de Agamben sobre la “genial inversión” operada por Benjamin respecto del apóstol Pablo es central. En ella se muestra el punto en que la vía benjaminiana parece conjurar a toda angelología allí donde lo que salva es precisamente la caducidad que Corbin pretendía conjurar. En efecto, para el filósofo francés, el mundo constituye siempre el plano de la finitud, de la caducidad, de la exterioridad, con lo cual, la redención solo puede tener lugar en el más allá del ángel de la Faz, lejos de la caducidad propia del mundo. En este sentido, podemos llamar gnosis a la escisión radical entre la creación y la redención41, puesto que la primera se presenta como ontológicamente “mala” y la segunda como ontológicamente “buena”. Esta última, efecto de un movimiento de apocatástasis en que el alma retorna a su paraíso originario, muestra cómo es que la gnosis corbiniana trabaja como un verdadero retorno del mito y en ningún caso como su posible desactivación42. Muy diferente será la apuesta benjaminiana, según la cual, la caducidad de las criaturas se presenta como el índice de su redención o, lo que es igual, el mesianismo será la experiencia que no escinde la creación de la redención puesto que ambas no constituyen más que la inmanencia del ritmo de la “felicidad”: “Pues mesiánica –dice Benjamin en el “Fragmento teológicopolítico”– es la naturaleza en virtud de su eterna y total caducidad.”43 Así, la caducidad de la naturaleza sería mesiánica en tanto esta revelaría la “debilidad” radical de una violencia que se apresta a interrumpir al mito. Una violencia diferente a aquella “mítica” que no haría más que dejar intacto el régimen de la soberanía. Por esta razón, la función propiamente alegórica del ángel de la Historia muestra que, frente a la tempestad del progreso, ya no es posible volver a ningún paraíso (por eso la impotencia del ángel que no puede plegar sus alas para dejar de contemplar esa catástrofe que apila ruina sobre ruina) mostrando que, más allá de la circularidad mítica de la gnosis, solo en la caducidad de la débil fuerza mesiánica se anida el fin de la tempestad.
40 Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la carta a los romanos (Madrid: Trotta, 2006),138. 41 Giorgio Agamben, “Estudio Preliminar”, en Filosofía de la imaginación. Averroes y el averroísmo, Emanuele Coccia (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008). 42 Taubes, “El mito dogmático de la gnosis”, en Del culto a la cultura, 103-117. 43 Benjamin, “Fragmento teológico-político”, en La Dialéctica en suspenso, 182.
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III. Redención Si pudiéramos situar a la figura del ángel en un eje vertical y a las experiencias ver las diferencias que existen entre los proyectos filosóficos de Henry Corbin y de Walter Benjamin: 1. Conocimiento En Corbin, el hombre podrá acceder al ángel de la Faz única y exclusivamente a partir de la hermenéutica del ta ´wil que transforma los datos literales en símbolos. Frente a la alegoría y su carácter fragmentario, caduco y mundano, Corbin opone al símbolo en su carácter unitario, eterno y espiritual. Así, en Corbin, conocer no significa conocer las cosas del mundo, sino la dimensión trascendental del ángel a través de la cual todo fenómeno puede tener lugar. Por eso, el conocimiento trascendental de la gnosis corbiniana no es nunca un conocimiento histórico, sino siempre uno acerca de lo meta-histórico. En Benjamin, el conocimiento está articulado en función del concepto de idea o mónada que, como sabemos, constituye una “imagen del mundo” que lleva consigo la tensión entre el pasado (pre-historia) y lo por venir (post-historia). Por ello, el conocimiento no funciona, en Benjamin, a partir de un proceso de acumulación del saber ni de hermenéutica simbólica, sino a partir de una experiencia del shock capaz de “cristalizarse” en una mónada (es decir, se trata de transformar los contenidos de factuales en contenidos de verdad). Allí es donde la alegoría del ángel de la Historia cobra sentido, en tanto muestra cómo es que la experiencia del shock solo puede tener lugar en el mundo histórico. 2. Historia Si bien en ambos autores hay una crítica radical a la filosofía de la historia, esta se despliega de modos absolutamente diferentes. En Corbin, la historia es siempre la prisión del alma. Por eso, la redención humana debiera encontrarse por fuera de la historia, en aquello que Corbin denomina metahistoria o hiero-historia, en la medida que solo en ella pervive la verdad espiritual a diferencia de la realidad fenoménica. Así, si esta última se agota en su propio transcurso lineal del tiempo, la meta-historia constituye el lugar de la eternidad en que se despliega el tiempo psíquico. Este último siempre interrumpe al tiempo cronológico, pero en la medida en que dicho tiempo 119
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pertenece al campo trascendental del ángel y, en sí mismo, no constituye una dimensión de la historia. En Benjamin, la historia es el campo de una lucha. Una lucha de la cual se puede salir victorioso si el “materialista histórico” logra apropiarse de la “verdadera imagen del pretérito que pasa fugazmente”. Así, la historia no está nunca decidida y puede, perfectamente, no tener la forma de una prisión, puesto que esta es solo una manera de comprender lo histórico propia de la concepción “progresista” de los vencedores. Pero, en cuanto campo de lucha, el tiempo cronológico (que es aquel sobre el cual funciona el símbolo como restitución de la unidad y continuidad) está atravesado por el tiempo mesiánico. Sin embargo, a diferencia de Corbin, dicho tiempo se proyecta como una categoría plenamente histórica porque interrumpe al continuum de la historia, desde su propio interior. 3. Redención En Corbin, la redención es, ante todo, salvación del alma. Un alma que, como hemos visto, se presenta como prisionera del mundo y que, sin embargo, se articula a partir del trabajo hermenéutico del ta ´wil. En la medida que, según Corbin, la salvación es siempre liberación del alma respecto de la cripta del mundo, esta no coincide nunca con ningún acontecimiento histórico. En este sentido, la salvación tiene un sentido esencialmente esotérico y, como tal, se identifica con el viaje interior del alma hacia el ángel de la Faz. Solo esa conexión permitiría al hombre restituir su unidad teofánica y convertirse así en una persona. Pero, justamente, para Corbin, la redención consiste en volver a un pasado meta-histórico que, en un movimiento de apocatástasis, se presenta como origen y final del viaje de la experiencia humana. En Benjamin, la redención se articula en y contra la historia. “En” porque nace desde la alegorización del propio tiempo histórico proveída por el ángel de la Historia y “contra” porque será la figura del mesías, y no la del ángel, la que en una operación del todo deconstructiva, interrumpirá el continuum de la historia. Ello implica que el mesías no se proyecta en función de revelar un “sentido verdadero” como en Corbin, sino mas bien, como la revocación misma de dicha posibilidad. Por eso, la redención benjaminiana no consiste en el retorno a un pasado mítico, sino en la articulación de una constelación entre el pasado y el presente, en la cual ambos se reconocen en una sola tensión histórica. Así, para Benjamin el pasado irredento no es nunca un pasado meta-histórico, depositario de dicho “sentido verdadero”, sino que más bien conduce a un nuevo concepto de lo histórico donde el pasado no constituye un pasado mítico, sino un pasado trunco e irredento que asoma su nariz en el presente solo cuando este ha podido aferrar para sí la fugacidad de la imagen.
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IV. Más allá del ángel ¿Por qué la figura del ángel ha podido retornar a nuestro tiempo? Y sobre todo ¿cómo es que ha retornado? A pesar de su escasez, la venida del ángel a la reflexión filosófica contemporánea está lejos de ser una casualidad. De hecho, si seguimos de cerca lo que hemos visto con Corbin y Benjamin, podemos ver que, no obstante sus polares diferencias, para ambos la experiencia de la modernidad estará decisivamente marcada por el terror. Para Corbin, en tanto la modernidad no sería más que una deriva de la Encarnación secularizante y, para Benjamin, en cuanto que esta habría perpetuado la función del mito en la forma contemporánea de la “socialdemocracia”. Sin embargo, si la modernidad es la época de la invención del hombre es porque esta se mantiene en el horizonte de la angelología. Ello, porque solo la función angélica hace posible la secularización, el paso de la Ley trascendente a la norma inmanente. Así, la articulación de la “máquina gubernamental” solo encuentra sentido allí donde la angelología sigue operando. Pero, si bien la recuperación de la figura del ángel es común tanto a Corbin como a Benjamin, sus estrategias son disímiles: para Corbin, se trata de restituir la pertenencia originaria del hombre para con Dios, con lo cual, sitúa a la figura del ángel de manera inversa a aquella en la que se desenvuelve la teología política. Si esta última hace funcionar al ángel desde una deriva exotérica (toda vez que se centra en el ordenamiento del mundo), en Corbin, este ángel adquiere una economía “esotérica” proyectando en función de la salvación del alma. Sin embargo, ¿basta con invertir los términos en cuestión? ¿Es suficiente para desactivar el terror de la teología política moderna con “interiorizar” la función angélica en la dimensión trascendental del símbolo? Mas bien, al contrario, suscribiría que, en dicha operación, Corbin se mueve bajo una lógica inmunitaria, según la cual la única manera de combatir al ángel es con otro ángel. Solo por ello, el ángel de la Faz mantiene la función estrictamente katechóntica de la angelología “exotérica” propia de la Encarnación. Porque así como ésta última perpetúa el horizonte angélico introyectando al ángel en la forma de una cristología encarnada, la operación inversa como la que intenta Corbin, consistente en desprender al ángel de la forma “persona” para volcarse por una cristo-angelología, redunda, sin embargo, en el mismo efecto, esto es, en la mantención del gobierno angélico. Así, la inversión corbiniana, que sitúa a la teología apofática como un “antídoto frente al nihilismo” de la teología catafática de la Encarnación, dejaría intacto el poder angélico puesto que consuma la función del ministerium en la plenitud “espectacular” del mysterium. En otras palabras, el proyecto filosófico corbiniano constituye un proyecto restaurador que, a través de la inclusión del ángel de la Faz y su 121
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teología apofática, habría consumado al poder angélico resolviéndolo en la función aclamativa y litúrgica propia del mysterium: jerarquías, aclamación, nombres divinos son todos los lugares que confirman que la apuesta de Corbin no hace más que perpetuar la “máquina gubernamental” que, sin embargo, se había propuesto criticar. Porque la estrategia corbiniana ha operado reivindicando su contrarios: frente a la deriva catafática de la teología, se opone la teología apofática como “antídoto”; frente a la cristología encarnada oponemos una cristo-angelología de corte preniceno; frente al proceso de la secularización que todo lo resuelve en la objetividad, oponemos una sacralización que conduce al hombre hacia una subjetividad. Por esta razón, la angelología corbiniana, al acentuar la dimensión mistérica del ángel, en ningún caso perpetúa la dimensión katechóntica “interiorizándola” en la forma símbolo. Con ello, Corbin parece extraviar el problema, al proponer la restitución de un “sentido verdadero”. Muy diferente es el proyecto de Benjamin. Porque al asumir la figura del ángel de la Historia como una precisa operación deconstructiva, aceita el dispositivo crítico-revolucionario no para la sustitución de una función angelológica por otra, sino para la cesación completa de su actividad44. Eso significa “salvar”. Por eso, para Benjamin, la alegoría del ángel no es más que el índice de la interrupción mesiánica que des-activa a toda angelología. Como el propio Benjamin señala, el ángel expresa una impotencia, la imposibilidad de plegar sus alas y detener así el curso de la historia. A esta luz, el ángel de la Historia indica que la redención está en la misma impotencia, en esa débil fuerza mesiánica que, sin embargo, es capaz de hacer saltar al continuum de la historia. Tal como indicaba Agamben, para Benjamin resulta esencial invertir el problema de la caducidad: en esta yace la “felicidad” porque solo en ella titilan las posibilidades de una nueva época histórica. La caducidad es precisamente el impoder que hace imposible al soberano decidir y al ángel, por tanto, funcionar. El ángel de la historia es, en este sentido, no un otro ángel (como ocurre en el personalismo corbiniano), sino lo otro del ángel, el punto en que este cesa simplemente de operar. En virtud de ello, la tensión entre la función simbólica y alegórica del ángel es decisiva: si en Corbin, el ángel de la Faz se presenta en función de la restitución ad integrum de la persona a partir de los símbolos, en Benjamin, la impotencia completa del ángel de la Historia constituye la alegoría a través de la cual contemplamos nuestro progreso como una catástrofe que, apilando ruinas sobre ruinas, no nos ha legado más que una cosa: la esperanza.
44 Gershom Scholem, Walter Benjamin y su ángel (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1998), 74.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 125-136
Hobbes, Spinoza y Locke sobre la herejía* Manfred Svensson** Universidad de los Andes RESUMEN Tanto la edición latina del Leviatán de Hobbes como la Carta sobre la tolerancia de Locke incluyen poco estudiados apéndices sobre la noción de herejía. El presente artículo busca explicar la conexión de dichos apéndices con el resto de la obra de estos autores, en concreto, mostrando el papel fundamental del minimalismo doctrinal para el pensamiento político de la modernidad temprana. Palabras clave: Herejía, minimalismo doctrinal, Hobbes, Spinoza, Locke
Hobbes, Spinoza and Locke About the Heresy Both the Latin edition of Hobbes’ Leviathan and Locke’s Letter Concerning Toleration include appendices about the notion of heresy. The object of the present article is to explain the connection between the mentioned appendices and the rest of the work of these authors. In this way, attention is drawn to the fundamental role played by doctrinal minimalism in early modern political thought. Keywords: Heresy, Doctrinal minimalism, Hobbes, Spinoza, Locke
I. Introducción La aparente inactualidad del concepto de herejía no debiera engañarnos: el concepto es fundamental para el desarrollo histórico del cristianismo, para el surgimiento del pensamiento político moderno y para la relación entre * Artículo recibido el 7 de noviembre de 2011 y aceptado el 22 de diciembre de 2011. El presente trabajo es parte de una investigación financiada por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, FONDECYT, proyecto N° 11090189 “La distinción entre cosas indiferentes (adiaphora) y necesarias: un paradigma de la modernidad temprana en la obra de Melanchthon y Locke”. ** Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes. Autor de los libros Theorie und Praxis bei Augustin (Freiburg: Alber, 2009) y Resistencia y gracia cara: el pensamiento de Dietrich Bonhoeffer (Barcelona: Clie, 2011), artículos en revistas como The Thomist, The Heythrop Journal, Ideas y Valores. E-Mail: msvensson@uandes.cl 125
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ambos. La primera de estas afirmaciones apenas requiere ser probada: baste con recordar que el mismísimo canon neotestamentario es fruto del proceso de delimitación respecto de las herejías. Por lo demás, no parece osado afirmar que la literatura antiherética es más fundamental que la literatura antipagana en la conformación del temprano pensamiento cristiano. Pero precisamente esta distinción entre el pagano y el hereje introduce parte del problema posterior, como puede verse de modo muy claro en cualquier escrito medieval sobre la coerción en casos de disidencia religiosa: la tolerancia se extiende ahí claramente a paganos y judíos, pero muy rara vez a herejes. El convencional argumento que se extiende desde el siglo V al XVII para apoyar tal distinción es que, si bien no podía ser lícita la coerción aplicada a paganos o judíos que no adhieren al cristianismo, la voluntariedad de la creencia no impide que se aplique al hereje, pues a éste solo se le está obligando a ser fiel a aquello a lo que una vez ya adhirió1. Así, no es de extrañar que en la modernidad temprana fuera precisamente ésta la figura bajo la que se conducía gran parte de la disputa sobre la relación entre poder político y religión. Y en la cultura de los siglos posteriores la noción conserva dicha relevancia. Resulta, en efecto, no poco significativo que la popular obra de Stefan Zweig sobre Castellio, titulada originalmente Castellio contra Calvino o la conciencia contra el poder (Castellio gegen Calvin oder ein Gewissen gegen die Gewalt), originalmente haya sido traducida al inglés como El derecho a la herejía2. Y es notorio el ingente esfuerzo de Castellio, en medio de su tratado contra Calvino, no solo por impedir la coerción de los herejes, sino también por averiguar bien quiénes debían caer bajo tal categoría. Pero según un convencional relato, ésta sería solo la situación del siglo XVI, pues en el XVII tenemos ya el nacimiento de una filosofía política autónoma, independiente de la teología, que por tanto naturalmente podrá prescindir de categorías como la de herejía. Con todo, tal visión del naciente pensamiento político moderno se encuentra hoy justificadamente en dudas. Baste con pensar en obras como la de Martinich sobre Hobbes, Marshall o Dunn sobre Locke y Hunter sobre Spinoza3 –por nombrar solo un pequeño puñado representativo– para ver el vigor con que hoy se ha tomado conciencia del papel central que la teología tiene en la obra de estos autores. Pero ciertamente sería una pobre lectura la que dijera que la teología “todavía” tiene influencia en ellos, como si solo 1 Véase Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 11, a. 3. 2 Stefan Zweig, The right to Heresy. Castellio against Calvin, trad. de Paul Eden y Paul Cedar (Nueva York:Viking Press, 1936). 3 Alouysius Martinich, The Two Gods of Leviathan: Thomas Hobbes on Religion and Politics (Cambridge: Cambridge University Press, 2003); Graeme Hunter, Radical Protestantism in Spinoza’s Thought (Farnham: Ashgate, 2005); John Dunn, The Political Thought of John Locke: an Historical Account of the Argument of the ‘Two Treatises of Government’ (Cambridge: Cambridge University Press, 1983); John Marshall, John Locke: Resistance, Religion and Responsibility (Cambridge: Cambridge University Press, 1994).
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se tratara de la pervivencia de algo anterior, pero sin darle transformación significativa alguna. Lo que tenemos es más bien una nueva teología como elemento constitutivo de la nueva filosofía política, y es eso lo que en el presente artículo buscamos ilustrar a partir de la noción de herejía. Esto lo realizaremos, en un primer paso, dirigiendo la mirada a Spinoza y Hobbes, luego, de un modo algo más detenido, a Locke, para cerrar finalmente con algunas consideraciones de carácter más sistemático. II. Hobbes y Spinoza La edición inglesa del Leviatán, publicada en 1651, no contiene nada significativo sobre la noción de herejía. Pero la obra misma recibió por supuesto la acusación no solo de ateísmo, sino también de su eventual condición herética. Los pasajes que dieron origen a tales críticas fueron cuidadosamente quitados por Hobbes de la edición latina de 1668, edición en la que además responde, en un apéndice, a las críticas en cuestión. Pero la edición latina va acompañada de dos apéndices más, uno sobre el credo niceno y otro sobre la noción de herejía. Como cabe imaginar, éstos han sido objeto de escasísimo estudio. Las razones por las que no se ha estudiado tales textos abundan: el acceso a los mismos se encuentra bloqueado no solo por la generalizada ceguera respecto de los contenidos teológicos del naciente liberalismo político moderno, sino en este caso también por el sencillo hecho de que estos apéndices no suelen ser publicados. Las ediciones inglesas, salvo la de Edwin Curley, no suelen incluir las variantes de la obra latina y las ediciones en castellano se basan en las inglesas. Pero incluso si llegamos a interesarnos por el texto, éste pone un obstáculo a la identificación de la posición de Hobbes, obstáculo consistente en la redacción en forma de diálogo, un diálogo en el que los participantes no tienen nombres sino que son designados simplemente como A y B. Identificar la posición de Hobbes como la de uno de estos parece una tarea osada y nos limitaremos aquí a identificar ciertos tópicos que salen a la luz a lo largo de la discusión entre ambos interlocutores. En primer lugar, Hobbes está consciente del significado primigenio del término “corriente” o “secta” (en un sentido no peyorativo), de modo que el judaísmo tiene las haireseis de fariseos y saduceos y, también, hay diversas “herejías” entre los filósofos4. Ante esta explicación de B, A pregunta cómo es que también en la iglesia primitiva llegó a haber herejías, esto es, corrientes distintas, siendo que se poseía una común regla de fe5. 4 Thomas Hobbes, Leviathan. With selected variants from the Latin edition of 1668 ed. Edwin Curley (Indianapolis: Hackett, 1994). Las referencias que siguen a continuación son a la división en párrafos que Curley hace del apéndice. App. II, 12. 5 Hobbes, Leviathan, App. II, 17.
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Ante esto, B remite a la aparición de filósofos entre los cristianos, los cuales naturalmente, por su habilidad retórica, accederían a puestos de autoridad eclesiástica y desde ahí difundirían una visión del cristianismo sintetizado con diversas enseñanzas filosóficas6. Esta crítica al recurso del cristianismo antiguo a la filosofía, como veremos, es significativa en los tres autores que aquí consideramos: el origen de la herejía es inequívocamente puesto en una mezcla del cristianismo con la filosofía, mezcla que haría perder su simpleza original al cristianismo. Hoy es más común oír tal crítica como algo formulado desde círculos conservadores que sospechen de una “síntesis” –si hubo tal cosa– entre cristianismo y filosofía antigua, por lo que resulta crucial tomar conciencia de que en el comienzo del periodo moderno la objeción proviene de una perspectiva distinta y que desempeña un papel considerable en el surgimiento del liberalismo. El móvil de esta crítica no es difícil de comprender: la presunta simpleza originaria es relevante por el sencillo hecho de que no genera conflictos ni divisiones, por lo que el soberano tendrá un vívido interés en su recuperación. En efecto, tal fe, reducida en lo doctrinal a inéditos mínimos, no se encuentra solo en este apéndice, sino también en el capítulo 43 del Leviatán, donde Hobbes intenta una reducción del cristianismo a una única proposición que debe ser creída como necesaria para la salvación: que Jesús es el Cristo7. En el apéndice sobre la herejía, en cambio, parece seguir un camino algo más generoso, quizás porque trata la fórmula más amplia del credo niceno. Sin duda, estamos frente a una sugerencia curiosa, pues dicha reducción puede ser considerada un caso paradigmático de una fórmula teológica en que se ha recurrido a términos filosóficos. En el apéndice anterior, sobre el credo niceno, Hobbes parece intentar demostrar que el credo no supone filosofía alguna. Pero esto bien puede ser irónico, con Hobbes defendiendo una posición para que así salga a la luz cuán absurda es. En cualquier caso, al final del apéndice sobre la herejía se vuelve a reducir la discusión a la proposición “Jesús es el Cristo”8. Ahora bien, fuere cual fuere la adhesión de Hobbes al credo niceno, lo más significativo es que incluso si el credo fuera una base doctrinal aceptable para él, Hobbes afirma que el castigo a los herejes debe tener lugar solo cuando violan las ipsissima verba del credo. Esta limitación de la herejía a los que rechazan los términos de la fórmula doctrinal ortodoxa está planteada contra quienes afirmarían que se puede ser hereje por implicación, esto es, por sostener creencias que si bien no se oponen a la letra del credo, implican algo opuesto al mismo. Como veremos, esto se relaciona con la viva discusión del periodo sobre si acaso es lícito arribar a posiciones doctrinales sobre la 6 Hobbes, Leviathan, App. II,18. 7 Hobbes, Leviathan III, 43, 19. La misma tesis es defendida en otros lugares del libro III: 34, 13; 36, 20; 42, 13 y 29. 8 Hobbes, Leviathan, App. II, 66.
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base de cosas concluidas desde el texto bíblico o si acaso hay que limitarse a lo afirmado expresamente por éste. Hobbes apela a la aequitas como criterio jurídico a favor de esta segunda tesis, preguntando “si acaso sería ecuánime perseguir la vida de un hombre a causa de su limitado ingenio a la hora de sacar consecuencias”9. Así, como tendremos ocasión de ver, Hobbes está planteando en relación al credo lo mismo que Locke planteará respecto a las palabras mismas de la Escritura, con lo que tenemos aquí un significativo punto de continuidad entre ambos. Si dirigimos la mirada a Spinoza, lo que encontramos no es muy distinto. En su caso, con todo, el elemento teológico es incluso más difícil de quitar de enfrente, pues está instalado en el título de la obra y esparcido de modo variado a través del Tratado teológico-político. Pero si bien Spinoza ha sido considerado un hereje y sobre todo una fuente de herejías, el énfasis de dicha discusión ha caído en materias como el papel que desempeña su obra en el nacimiento de la crítica bíblica moderna o en el debilitamiento de la fe en los milagros y no en su discusión de la noción misma de herejía. Esto no ha de extrañar, pues es poco lo que Spinoza dice al respecto, además de que no elabora un apéndice explícitamente dedicado a ello como Hobbes. Pero la situación es muy similar, en cuanto también Spinoza afirma la existencia de una “religión católica o universal de todo el género humano”10, con el objetivo de quitar de en medio los aspectos controversiales que se habrían mezclado con dicha fe compuesta originalmente solo de siete creencias fundamentales. Estos siete dogmas a los que Spinoza reduce la “fe católica” incluyen fundamentalmente la existencia de Dios y algunos atributos suyos, pero sólo aquellos que serían imitables. Esto es, quedan excluidos atributos como la inmutabilidad o la omnisciencia, pero subsisten otros como la justicia o la bondad. Son éstos los atributos de Dios que debemos conocer11. Así, respecto de quién sea Dios considerado en sí mismo, se puede errar de punta a cabo sin que esto deba ser considerado como algo grave12. Y precisamente eso es lo que permite la configuración de la nueva noción de herejía: como herética, queda entonces entendida no cualquier modificación de la religión, sino aquella que introduce la teoría o lo especulativo13. En medio de esto existe, ciertamente, una significativa diferencia con Hobbes en el alcance de la pretensión de catolicidad. Pues también este elemento se encuentra presente en el apéndice hobbesiano, con los términos “católico” y “herético” siendo designados por B como correlativos14. Pero, según se apura a aclarar tras la pregunta de A, esto significa en el esquema 9 10 11 12 13 14
Hobbes, Leviathan, App. II, 52. Spinoza, TTP XII. Spinoza, TTP XIII. Spinoza, TTP XIII. Spinoza, TTP XII. Hobbes, Leviathan, App. II, 20.
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hobbesiano que hay tantas iglesias católicas como estados nacionales. En Spinoza, en cambio, estamos ante algo con mayores pretensiones de universalidad. Pero al margen de este punto, los paralelos entre ambos son significativos. Como es bien sabido, Spinoza menciona la separación entre fe y filosofía como el objetivo principal de su obra15. A la luz de lo aquí expuesto, bien se puede describir su obra primordialmente como un tratado antiherético: separar a la filosofía de la fe destruirá precisamente a la herejía, permitiendo que la fe vuelva a su simpleza originaria. III. Locke Tras haber visto someramente a Hobbes y a Spinoza, nos detendremos algo más en Locke, cuya situación es distinta. Porque si bien su obra se vio involucrada en algunas controversias por su eventual carácter antitrinitario, Locke no tuvo en general la fama de heresiarca que acompañó a Hobbes y Spinoza. Por el contrario, el título de su obra, La razonabilidad del cristianismo, le ha granjeado más bien la fama de cristiano moderadamente ortodoxo16. Pero tal como en otros puntos, sus paralelos con Hobbes y Spinoza son considerables. En efecto, así como Edwin Curley ha descrito el Leviatán como el Tractatus Theologico-Politicus de Hobbes, podríamos hacer lo mismo con una obra de Locke, la Carta sobre la tolerancia. En ella nos detendremos aquí. El primer párrafo de la Epistola incluye, entre muchos otros puntos dignos de discusión, una referencia a quienes consideran principal nota de la verdadera iglesia no la tolerancia, sino “la ortodoxia de su fe (pues todos son ortodoxos para sí mismos)”17. Esta frase podría desde luego ser tomada como un indicio de que aquí se busca defender una noción de tolerancia que prescinda de toda noción de verdad. Tal fenómeno, después de todo, ha hecho una significativa carrera posterior. Sin embargo, eso no parece constituir una línea argumental significativa en la Epistola de tolerantia. En cambio, el minimalismo doctrinal que fundamenta el tipo de descripción de la herejía que hemos visto en Hobbes y Spinoza sí es un aspecto decisivo de la misma, el cual, como esperamos mostrar, permite explicar de modo más adecuado en qué consiste exactamente la crítica de la “ortodoxia” que encontramos en las primeras líneas del texto. 15 Spinoza, TTP XIV. 16 Hoy tal imagen sigue siendo perpetuada, entre otros, por Jeremy Waldron, God, Locke, and Equality: Christian Foundations in John Locke’s Political Thought (Cambridge: Cambridge University Press, 2002). Para una visión crítica de tal lectura puede verse Robert Faulkner, “Preface to Liberalism: Locke’s First Treatise and the Bible,” The Review of Politics 67, 3 (2005): 451-472. 17 John Locke, Epistola de Tolerantia/A Letter on Toleration, ed. Raymond Klibansky (Oxford: Clarendon Press, 1968), 58.
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Tal minimalismo doctrinal se encuentra presente, de partida, en las primeras páginas de la obra, íntegramente dedicadas a mostrar el carácter práctico, no doctrinal, de la comprensión lockeana del cristianismo. Esto salta tanto más a la vista si se contrasta con el anterior –y no publicado– Ensayo sobre la tolerancia, el cual comienza de modo inmediato con la delimitación del alcance del poder estatal, y sólo luego introduce las cuestiones teológicas. En este sentido, podría decirse que lo que la imaginación popular (de los académicos) tiene por piedra angular del liberalismo es lo que el Locke maduro prefirió no publicar sin una previa introducción teológica. Pues en la Epistola tal demarcación de la legítima esfera de acción estatal la encontramos tras varias páginas de exhortación y explicación de la naturaleza del cristianismo. Y a esto hay que añadir el decisivo hecho de que la carta termina con un apéndice sobre las nociones de cisma y herejía. Este paralelo con el Leviatán no suele ser notado y representa un llamativo desliz de parte de un autor como Locke, tan esforzado por no aparecer vinculado a Hobbes. Pero, con el apéndice del Leviatán, el de la Epistola de tolerantia comparte el destino de no ser leído ni mucho menos comentado por la tradición posterior. Dejaremos aquí de lado la noción de cisma, para centrarnos en la de herejía. El propósito de Locke en dicho apartado es dejar establecido que no cualquier diferencia en las creencias lleva a la herejía, sino que ciertas modificaciones constituyen más bien un cambio de religión; y quien pertenece a otra religión naturalmente no puede ser acusado de hereje. Esto, naturalmente, no es algo que esté en disputa (aunque puede ser fácilmente olvidado en climas de agitación). Pero es algo que exige que determinemos quiénes pertenecen efectivamente a una misma religión, pues solo éstos cumplen con el requisito básico para poder ser herejes. La pertenencia a una misma religión depende, para Locke, de que se tenga la misma regla de fe. Así, no solo turcos y cristianos constituyen religiones distintas, sino también católicos y luteranos18. ¿Quién es entonces un hereje? Quien realiza una separación en la comunión “en base a doctrinas no contenidas en la regla misma”19. Locke aclara luego que entre quienes tienen las Sagradas Escrituras por regla (esto es, entre los protestantes), la herejía es entonces cualquier separación (excluyendo a otros o restándose uno mismo) en base a lo no contenido en las Escrituras. Pero sus palabras exactas son aquí importantes, pues limita la regla de fe a lo contenido “en las palabras expresas de las Santas Escrituras”20. Algo más atrás, en la misma Epistola, Locke preguntaba si acaso “no es más adecuado para la iglesia de Cristo el poner como condición para la comunión en ella aquellas cosas, y solo aquellas cosas, que el Espíritu Santo ha declarado como cosas necesarias para 18 Locke, Epistola de Tolerantia, 150. 19 Ibídem. 20 Ibídem.
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la salvación de modo claro en palabras expresas de las Santas Escrituras”21. La condición impuesta es no solo la de limitar las condiciones de comunión a lo necesario para la salvación, sino de limitarlo a lo que expresamente es mencionado como tal en las Escrituras. Para muchos esto puede sonar a una convencional posición protestante. Pero no lo es, y atender a dicho punto es importante para estar en guardia contra la amplia historiografía que asigna a la Reforma protestante un papel significativo en la genealogía de la modernidad. En efecto, con la posición que hemos esbozado, Locke no está adoptando una postura convencional dentro del protestantismo ortodoxo, sino que está participando de discusiones en las que adopta de modo inequívoco la posición contraria. Para ver esto con algún detalle, dirigiremos la mirada a dos significativos representantes de corrientes opuestas durante el periodo. Por una parte, a Francisco Turretini, uno de los más destacados defensores de la escolástica ortodoxa dentro del calvinismo, cuya obra, contemporánea de la de Locke (Institutio Theologiae Elencticae 1679-1685), éste llegó a conocer a más tardar en 1695. Por otra parte, a Philip van Limborch, el más significativo teólogo arminiano del periodo, además de ser el hombre al que Locke dedica la Epistola de tolerantia. Es, de hecho, por una carta a van Limborch que sabemos de la lectura lockeana de Turrettini22. En su obra, como en la de la mayoría de sus contemporáneos ortodoxos, vemos que la presentación de la doctrina de la autoridad bíblica va acompañada de una detenida discusión sobre la legitimidad de apelar no solo a lo explícitamente contenido en las Escrituras, sino también a lo derivado de ellas por “consecuencias legítimas y necesarias”. Según afirma Turrettini, la Biblia dice contener todo no kata lexin, sino kata dianoian o implícitamente23. En defensa de su posición, Turretini llega a citar a su favor al que tal vez deba ser considerado su principal adversario, el cardenal Belarmino24. Haremos bien en recordar que tal posición está lejos de exceder la norma protestante, siendo por el contrario la misma que adoptaron documentos oficiales como la Confesión de Fe de Westminster, la cual afirma que las cosas necesarias para la gloria de Dios y la salvación del hombre se encuentren “o expresamente señaladas en las Escrituras, o bien pueden ser deducidas de ellas por una consecuencia necesaria”25. Si dirigimos, en cambio, la mirada a Philip van Limborch, lo encontraremos abriendo y cerrando su Theologia Christiana con una discusión sobre doctrinas necesarias y no necesarias y poniendo entre los 21 Locke, Epistola de Tolerantia, 74. Mi cursiva. 22 John Locke, The Correspondence of John Locke 8 vols., ed. de Beer, E. S. (Oxford: Oxford University Press, 1976-1989). Vol. V, 370. Carta 1901. 23 Francis Turrettini, Institutio Theologiae Elencticae (Edimburgo: John Lowe, 1847). I, 12, 3 y prólogo. 24 Turrettini, Institutio Theologiae Elencticae I, 12, 8. 25 WCF I, 6. Mi cursiva.
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requisitos para su delimitación el mismo tipo de expresa coincidencia verbal que hemos visto en Locke26: el rechazo de la constitución de artículos de fe mediante derivación a partir de las Escrituras27. En efecto, van Limborch señala que no solo debe encontrarse algo de modo expreso en la Biblia para que deba ser creído, sino que debe ir acompañado del requerimiento expreso de la necesidad de creerlo (addita necessitatis nota)28. Esto hace surgir significativas dudas respecto de la naturaleza de este proyecto. No es inusual encontrar en la literatura secundaria una caracterización según la cual la teología de los escolásticos reformados constituye por su método un alejamiento de la teología bíblica de los reformadores, la cual se encontraría recuperada en círculos humanistas como los de los arminianos. Pero si se atiende al tipo de condiciones que acabamos de ver en van Limborch, da la impresión de que una aproximación como la de Turrettini es más consciente del tipo de ejercicio de mediación que implica llegar de textos (en gran medida narrativos) como los bíblicos a formulaciones doctrinales, y que es la posición de Limborch (y por extensión la de Locke) la que, a pesar de su declarado biblicismo, ignora o pretende ignorar esta situación. Sea como fuere, se trata de posiciones, fuera de toda duda, significativas para las respectivas concepciones sobre la herejía. En primer lugar, en este ambiente de extendido minimalismo doctrinal, hay una creciente tendencia a identificar la herejía no con la negación de algún artículo de fe cualquiera, sino con la negación de aquellos artículos que tras el proceso de “depuración” siguen siendo considerados fundamentales. Pero en van Limborch esta distinción entre lo necesario y lo indiferente adquiere una importancia tal que, según afirma, “es más tolerable estar contaminado por un error fatal que usar una verdad no necesaria como pretexto para un cisma”29. Así, obtenemos dos tipos distintos de herejía, uno consistente en la negación de lo fundamental y, otro, en la adición de algo por sobre lo fundamental, y es claramente el segundo tipo el identificado como peor. Pero ni siquiera esto es suficiente, porque a este minimalismo doctrinal se le une un énfasis práctico tal, que solo es hereje quien niega un artículo fundamental de modo tal que tenga un efecto sobre su piedad30. Posiciones análogas a ésta se encuentran por doquier en otros autores del periodo, como cuando Spinoza escribe que se puede errar de modo total (toto coelo) respecto de quién sea Dios en sí mismo sin que esto constituya un problema
26 2. 27 28 29 30
Philip van Limborch, Theologia Christiana (Amsterdam: Rudoplh & Gerhard, 1715). Praefatio, van Limborch, Theologia Christiana VII, XXI, 13. van Limborch, Theologia Christiana VII, XXI, 9 y 10. van Limborch, Theologia Christiana VII, 22, 12. van Limborch, Theologia Christiana VII, 22, 16.
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grave, siempre que sí conservemos el conocimiento correcto de los atributos imitables de Dios, como su bondad y su justicia31. Pero aquí nos interesa sobre todo el modo en que estos argumentos se encuentran presentes en la Epistola de Locke, cuyo apéndice, como hemos visto, rechaza que determinadas doctrinas sean establecidas como fundamentales por vía de analogía de la fe o a modo de deducciones necesarias de otras doctrinas32. La adhesión a la posición de van Limborch es, en efecto, íntegra. Y el tipo de oposición a la ortodoxia protestante que eso implica no es una oposición cualquiera, sino una tal, que bien podemos decir que es precisamente la “ortodoxia”, entendida como cualquier sistema robusto de creencias que ha “sobreedificado” respecto del mínimo fundamental, lo que queda rotulado como herético. Como hemos visto, esta posición, enunciada positivamente en las primeras páginas de la Epistola, en la descripción del carácter práctico del cristianismo y, luego, negativamente en el apéndice sobre la herejía, es el marco que rodea a todos los contenidos que Locke presenta en este cardinal texto del pensamiento político moderno. IV. Reflexiones finales Más que entregar un conjunto consolidado de conclusiones, quisiera acabar planteando algunas reflexiones generales que surgen a partir de lo expuesto. Apenas resulta necesario mencionar que las tesis de los autores revisados sobre la naturaleza de la herejía confirman la relevancia de sus convicciones teológicas para comprenderlos. Pero el sentido específico en que esto resulta relevante sí requiere ser precisado. Cabe resumir la revolución efectuada en el concepto de herejía del siguiente modo: podría decirse que la posición prevaleciente hasta su arribo había vinculado a la herejía al sentido etimológico de hairesis entendida como elección; hereje era quien quitaba una parte, quien restaba algo de lo que debía confesar o quien elegía uno de los puntos como el punto al que todo debía ser reducido. Aquí, en cambio, nos encontramos con la herejía caracterizada no como un proceso de sustracción, sino primordialmente como un proceso de adición. Lo que eso revela, a su vez, es la centralidad del minimalismo doctrinal para el proyecto de Hobbes, Spinoza y Locke. En efecto, parece claro que los textos estudiados tienden a la conformación de lo que podríamos llamar una “nueva ortodoxia”. Pues es muy llamativo que, al evaluar la naturaleza de las herejías, ninguno de nuestros autores recurra a algún tipo de relativismo histórico para explicarla. No hay tampoco un solo esfuerzo por escribir algo así como una historia de las herejías con simpatía hacia ellas, como hubo 31 Spinoza TTP, XIII. 32 Locke, Epistola de Tolerantia, 152.
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un siglo antes en la Chronica de Sebastian Franck y como luego lo habría en la Historia imparcial de la iglesia y las herejías de Gottfried Arnold. Ninguno de los autores considerados intenta afirmar que la etiqueta de herejía sea simplemente el modo en que la religión predominante acostumbrará calificar a los grupos disidentes. Muy por el contrario, buscan una noción de herejía definida por ciertos contenidos, por la “sobreedificación” respecto de la doctrina mínima esencial. A nadie sorprenderá, que a la luz de dicha nueva ortodoxia, los filósofos políticos modernos tuvieran por herejes a la mayoría de los “creadores de símbolos, sistemas y confesiones”33. No obstante, sí puede parecer sorprendente, y requiere de alguna explicación, el hecho de que consideraran –particularmente Locke– necesario manifestarlo en un tratado sobre la tolerancia. Después de todo, en otros puntos de la Epistola Locke da cuenta de un constante y deliberado esfuerzo por abstenerse de este tipo de juicios, señalando que “no hay juez ni en Constantinopla ni en ninguna otra parte de la tierra, por cuya sentencia pueda dirimirse este pleito”34. E incluso si hubiese juez capaz de determinar quién es un hereje, a la luz de los principios de la Epistola, esto tendría que haberse vuelto un tópico sin relevancia política: Locke, desde luego, no sugeriría ninguna medida contra tal hereje. ¿Por qué intenta entonces identificar quién cae bajo dicha categoría? La explicación más natural parece ser que Locke simplemente pensó que a la larga tendría un efecto positivo para la tolerancia el producir la estigmatización de los maximalistas doctrinales. En efecto, uno no califica de heréticas a posiciones que considera indiferentes. Por el contrario, se trata de posiciones que Locke considera dignas de descalificación pública, aunque, a su vez, le parezca que deben ser toleradas. En rigor, cabe preguntarse si no estamos ante el único caso de estricta tolerancia en la Epistola del mismo nombre: respecto de un cristianismo doctrinalmente minimalista, lo que Locke anhela no es tolerancia, sino más bien aceptación y difusión; el catolicismo y el ateísmo, por el contrario, quedan por debajo de la frontera de la tolerancia. Solo el “nuevo hereje” –típicamente un calvinista ortodoxo– constituye un mal tolerable. En este sentido, conviene preguntarse si es adecuado el modo en que se suele subrayar como característica del liberalismo la separación entre las convicciones y la vida pública. Ciertamente, tal separación existe, pero una reducción suficientemente grande de las convicciones parece hacer menos necesaria la privatización de las mismas. Si, en las elocuentes palabras de Spinoza, “a la fe católica o universal no pertenece ninguna doctrina respecto de la cual pueda darse una controversia entre hombres buenos”35, 33 Locke, Epistola de Tolerantia, 154. 34 Locke, Epistola de Tolerantia, 82. 35 Spinoza, TTP, XIV.
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cabe preguntarse por qué, en caso de que efectivamente se lograran reducir las creencias hasta llegar a tal fe mínima universal, sería necesario separar la política de la religión. Muy por el contrario, a la luz de lo visto, los pensadores fundacionales de la filosofía política moderna parecen más bien ser continuadores bastante significativos del ideal de homogeneidad religiosa de la sociedad, pero proponiendo para esto una ortodoxia más “generosa” o “minimalista” (según se quiera describir el fenómeno de modo elogioso o crítico). Referencias Bibliográficas Dunn, John. The Political Thought of John Locke: an Historical Account of the Argument of the “Two Treatises of Government”. Cambridge: Cambridge University Press, 1983. Hobbes, Thomas. Leviathan. With selected variants from the Latin edition of 1668 ed. Edwin Curley. Indianapolis: Hackett, 1994. Hunter, Graeme. Radical Protestantism in Spinoza’s Thought. Farnham: Ashgate, 2005. Locke, John. The Correspondence of John Locke 8 vols., ed. de Beer, E. S. Oxford: Oxford University Press, 1976-1989. Marshall, John. John Locke: Resistance, Religion and Responsibility. Cambridge: Cambridge University Press, 1994. Martinich, Alouysius. The Two Gods of Leviathan: Thomas Hobbes on Religion and Politics. Cambridge: Cambridge University Press, 2003. Spinoza, Baruch. Opera-Werke 2 vols. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1979. Turrettini, Francis. Institutio Theologiae Elencticae. Edimburgo: John Lowe, 1847. van Limborch, Philip. Theologia Christiana. Amsterdam: Rudoplh & Gerhard, 1715.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 137-152
El mito de la biografía, o sobre la imposibilidad de toda teología política* Emanuele Coccia**
École des Hautes Études en Sciences Sociales de Paris RESUMEN El artículo parte analizando una carta que Sigmund Freud escribe a Arnold Zweig, en la cual afirma que toda biografía es una forma de mentira e hipocresía. En su intento por reconstruir la historia de la investigación erudita y filológica sobre el género biográfico, el autor del presente texto muestra que la filología siempre ha descuidado una fuente fundamental para conocer la historia de la biografía: los evangelios. Después de brindar pruebas retóricas, filológicas, históricas y teológicas de la necesidad de esta opción retórica de la teología cristiana, el autor considera el problema de que en los cimientos de la civilización occidental no se encuentra un poema mitológico sobre las gestas de los dioses ni una obra épica ni códigos propiamente jurídicos, sino cuatro breves escritos biográficos. Al final, muestra cuáles son las consecuencias destructivas de este hecho para toda forma de teología política. Palabras clave: Biografía, teología, política, evangelios, cristianismo, derecho.
The Myth of Biography, or On the Impossibility of PoliticalTheology The text moves from the analysis of a letter of Sigmund Freud to Arnold Zweig. In this letter, Freud says that every biography is a form of lie and hypocrisy. In order to reconstruct the history of the erudite and philological investigation about the biographical genre, the author shows that philology did neglect a fundamental source for the history of biography: the gospels. After having collected rhetorical, philological, historical and theological proofs of the necessity of this rhetorical option of Christian Theology, the author discusses the problem of the consequences of the fact that at the very origin of Western Civilization there is not a mythological poem nor an * Artículo recibido el 1 de noviembre de 2011 y aprobado el 22 de diciembre de 2011. El autor agradece a Fabián Ludueña Romandini por su ayuda generosa en la traducción del texto. ** Emanuele Coccia es maître de conférences en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de Paris. Antes de llegar a París ha estudiado en Macerata, Francfort y Berlín y ha enseñado filosofía en Friburgo en Brisgovia. Entre sus publicaciones se encuentran: Filosofia de la imaginación (Adriana Hidalgo, 2008), Angeli. Ebraismo Cristianesimo Islam (con Giorgio Agamben) [Neripozza, 2009] y La vida sensible (Marea, 2011). E-Mail: emanuele.coccia@philosophie.unifreiburg.de 137
EL MITO DE LA BIOGRAFÍA epic work, nor a juridical code, but four short biographical writings. The conclusion discusses the destructive consequences of this fact on the idea of political theology. Keywords: Biography, Theology, Politics, Gospels, Christianity, Law.
I. En una carta enviada el 25 de abril del año 1936, Arnold Zweig le propone a su amigo Sigmund Freud transformarse en su futuro biógrafo. “Tengo la intención, desde hace algún tiempo, de redactar su biografía” le escribió ingenuamente 1. La respuesta de Freud, luego devenida célebre, es de una violencia que no sorprende. “Quien se hace biógrafo”, escribe Freud rechazando con firmeza la propuesta de Zweig, se obliga a la mentira, al secreto, a la hipocresía, a la idealización y también a la disimulación de su misma incomprensión, porque la verdad biográfica no se puede lograr, y aun si uno la alcanzara, no la podría utilizar. La verdad [biográfica] no es practicable y los hombres no la merecen. Por lo demás, nuestro príncipe Hamlet, ¿no tenía quizás razón cuando preguntaba si alguien podría escapar al látigo si fuera tratado según el mérito?2
En los últimos ciento cincuenta años, a partir del célebre escrito de Nietzsche sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral [Über Wahrheit und Lüge im außermoralischen Sinn, 1872], la cultura europea ha expresado más de una vez un profundo escepticismo respecto de la posibilidad que tiene un sujeto de enunciar una verdad sobre su propia vida3. Sin embargo, sería difícil encontrar, aun en la obra de Freud, una formulación más precisa, más amarga y quizás más radical de esta sospecha: en estas líneas incluso el sentido de la práctica psicoanalítica parecería estar puesto en duda. De hecho, la imposibilidad de una verdad biográfica es declinada en todas sus dimensiones: epistemológica, práctica y moral. 1 Arnold Zweig, Brief an Sigmund Freud, 25.4.1936, in Sigmund Freud –Arnold Zweig, Briefwechsel (Frankfurt: Fischer, 1984), 135: «Ich trage mich die ganze Zeit schon mit dem Gedanken, Ihre Biographie zu schreiben –wenn Sie einverstanden sind». 2 Sigmund Freud, Brief an Arnold Zweig, 31.5.1936, Ibid. 137: «Wer Biograph wird, verpflichtet sich zur Lüge, zur Verheimlichung, Heuchelei, Schönfärberei, und selbst zur Verhehlung seines Unverständnisses, denn die biographische Wahrheit ist nicht zu haben, und wenn man sie hätte, wäre sie nicht zu gebrauchen. Die Wahrheit ist nicht gangbar, die Menschen verdienen sie nicht, und übrigens[,] hat unser Prinz Hamlet nicht recht, wenn er fragt, ob jemand dem Auspeitschen entgehen könnte, wenn er nach Verdienst behandelt würde? Sie, der so viel Schöneres und Wichtigeres zu tun hat, der Könige einsetzen kann und die gewalttätige Torheit der Menschen von einer hohen Warte her überschauen. Nein ich liebe Sie viel zu sehr, um solches zu gestatten». 3 Sobre este debate, hasta las discusiones metodológicas sobre la micro-historia cf. ahora el esplendido libro de Sabina Loriga, Le petit x. De la biographie à l’histoire (Paris: Le Seuil, 2010). 138
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En primer lugar, según Freud, decir algo sobre la propia vida es, ipso facto, pronunciar una mentira. Cada vida individual no tolera el hecho de ser desvelada y se mantiene en una esfera de secreto absoluto: la verdad biográfica es entonces epistemológicamente inalcanzable. Freud refuerza la imposibilidad epistemológica de la verdad biográfica con su imposibilidad moral: aun si fuera posible alcanzarla, nadie podría traducir este saber en acción. Aun si hubiera un conocimiento verdadero sobre la propia existencia y la de los otros, sería mucho más cercano a un saber de tipo matemático que a un saber práctico. El segundo corolario no es menos radical que el primero, pues la afirmación de la imposibilidad de toda cualificación biográfica de un saber conduce a la negación de toda forma de ética o de política, las cuales, como testimonia una antigua tradición platónica, no son sino una consecuencia del oráculo de Delfos4: rehusar la biografía significa deslegitimar todo saber que no sea matemático. La vida en sí misma parecería estar entonces excluida de toda forma de parrhesía; al contrario, aun si se pudiese enunciar una verdad, ella nunca podría pertenecer a la vida. Sin embargo, la furia destructora de sus líneas no se detiene aquí. Freud agrega que incluso en el caso de que una verdad biográfica cualquiera acabase por ejercer influencias sobre una vida, no se trataría de efectos benéficos o virtuosos sino de una especie de maldición. Saber algo sobre sí mismo es siempre recibir “un golpe de látigo” y, de ningún modo, alcanzar una beatitud. El conocimiento de sí mismo, entonces, no se correspondería con ninguna perfección moral. El uso de la verdad no es solamente declarado imposible; es moralmente indigno. La fuerza y el alcance de lo que se podría llamar “teorema de la imposibilidad de la verdad biográfica” enunciado por Freud son difícilmente subestimables. En efecto, sería ingenuo, y en parte inexacto, divisar en él una simple confirmación de las tesis desarrolladas y practicadas en el edificio del psicoanálisis: la violencia destructora de estas líneas no tienen nada que ver con las intenciones, en el fundo sumamente filantrópicas, de cualquiera forma de terapia. Por supuesto, el psicoanálisis parece ser una consecuencia directa de la imposibilidad de una verdad biográfica inmediata. Pero ella es también la tentativa de explicar y de superar la fisiología de esta imposibilidad. Por supuesto, esto presupone que lo que hace posible el desarrollo de toda la vida espiritual es la voluntad de mentira, porque permite estructurar el mundo interior y moldearlo de manera no isomórfica respecto de lo exterior. Sin embargo,, la práctica psicoanalítica no solamente tiene que creer en la posibilidad de lograr algún tipo de verdad biográfica (sobre sí mismo y sobre los otros), sino que ella, sobre todo, no 4 Cf. Pierre Courcelle, Connais-toi toi-même de Socrate à Saint Bernard (Paris: Etudes Augustiniennes), 1974-1975; Hermann Tränkle, “Gnothi seauton. Zu Ursprung und Deutungsgeschichte des delphischen Spruchs”, Würzburger Jahrbücher für die Altertumswissenschaft 11 (1985), 19–31. 139
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puede rehusar el valor práctico, moral y más bien terapéutico de la verdad. La terapia psicoanalítica, entonces, no es solamente la tentativa de hacer de la verdad biográfica algo alcanzable y practicable, sino también la creencia en el poder salvífico y beatífico de la verdad. Sería igualmente ingenuo catalogar al teorema como la enésima denuncia del carácter ficcional del relato autobiográfico o de divisar en él una forma de deconstrucción ante litteram: al contrario, en él se muestra toda la falta de radicalidad del proyecto deconstruccionista. Si está claro que lo que está en juego no puede ser una simple verdad antropológica – porque en este caso el teorema sería, de hecho, contradictorio en sí mismo o expresaría la banal e insípida oposición entre la conciencia de la especie y la imposibilidad de conocer lo individual– es igualmente evidente que negar la posibilidad de practicar una verdad biográfica significa negar la posibilidad también de un uso ficcional de esta verdad. Pues, en realidad, quien rechaza la posibilidad de alcanzar una verdad sobre la vida de los hombres rechaza, al mismo tiempo, toda posibilidad de literatura. Si, como dijo Proust, escribir una novela significa “sentir apretujarse en sí mismo una muchedumbre de verdades sobre las pasiones, los caracteres, las costumbres”5 este teorema implicará la destrucción de la literatura en su generalidad. Si no hay una verdad biográfica tampoco puede haber una verdad novelesca: ¿cómo sería posible pensar en desarrollar caracteres, historias, si la verdad sobre los caracteres y el destino de los hombres no fuera practicable? En su radicalidad, estas líneas permiten sopesar toda la centralidad del papel que la verdad biográfica (y entonces la biografía en todas sus formas) juega en el sistema de los saberes en Occidente. Negar su posibilidad, acabamos de verlo, significa estar obligado a delinear una nueva antropología (porque el Homo sapiens no podría ya más utilizar el saber y la verdad para sí mismo y para los otros), a destruir toda forma de política, pero también de moral y de terapia y, al final, destruir toda forma de arte mimética: los principios y las formas culturales europeas en su totalidad estarían condenadas a la ruina. Si negar la verdad de un relato biográfico conduce al suicidio del espíritu objetivo, a diferencia de lo que los filólogos y los historiadores de la literatura se obstinan en pensar, la biografía ya no podrá ser considerada como uno de los muchos géneros literarios practicados en Occidente, nacido más o menos azarosamente en un juego literario: ella parecería ser, más bien, el centro escondido de todo conocimiento práctico, político y literario de nuestra cultura. Por lo menos dentro de los límites de la cultura europea, el Homo sapiens es sapiens solamente porque es un animal “capaz 5 Marcel Poust, Le temps retrouvé. À la recherche du temps perdu (Paris: Gallimard, 1989) t. IV, 477: «je sentais se presser en moi une foule de vérités relatives aux passions, aux caractères, aux moeurs». 140
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de biografía”. ¿Por qué, entonces, estamos acostumbrados a darle algún puesto en las literaturas modernas? y ¿por qué la consideramos solamente como uno de los géneros literarios? Finalmente, ¿cuál es el verdadero lugar de la biografía en el sistema del saber en Occidente? Contestar estas preguntas no puede ser fácil: si toda biografía es una mentira, está claro que sobre la biografía no pueden sino circular fábulas. Y de hecho, el saber que se ha acumulado sobre el género biográfico en Occidente parecería ser el fruto de una extraña y curiosa mentira, aun de una mentira muy especial a la que estamos acostumbrados a llamar mito. II. Es sabido que los estudios sobre la historia de la biografía en Occidente se han desarrollado a partir de la escuela de Wilhelm Dilthey. Este nombre no es casual: intentando demostrar que todo conocimiento tiene que ser un Nacherleben, un vivir en un segundo tiempo lo que el otro (o los otros) han vivido, Dilthey fue, en la Modernidad, quizás el filósofo más comprometido con la tentativa de hacer de la biografía la máxima forma de escritura filosófica. Fue él mismo, sin embargo, hacia el final de su vida, el primero en admitir el fracaso de su proyecto, al negar la posibilidad de una biografía científica y al despedirse de la idea de una philosophische Lebensgeschichte6. El escepticismo final del filósofo no tocó a sus alumnos, que prosiguieron el proyecto del maestro. De Georg Misch (quien escribió una célebre y monumental historia de la autobiografía7) a Hermann Usener8 (el renombrado filólogo de Bonn, cuñado de Dilthey y maestro de Aby Warburg), de Ivo Bruns9, el más grande editor de los comentarios aristotélicos, a Fritz Leo. Fue sobre todo este último, con su clásica monografía Die griechisch-römische Biographie nach ihrer literarischen Form publicada en 190110 quien brindó la reflexión más profunda acerca de la génesis, la forma y la historia de la biografía en la Antigüedad11. Después de 6 Sobre la cuestión de la biografía en Dilthey cf. ahora el importante libro de Francesca D’Alberto, Biografia e filosofia : la scrittura della vita in Wilhelm Dilthey (Milano: Franco Angeli, 2005). 7 Georg Misch, Geschichte der Autobiographie IV Bde (Leipzig: Teubner 1907 – Frankfurt am Main: Schulte-Bulmke, 1969). 8 Sobre Usener, cf. G. Arrighetti (ed.), Aspetti di Hermann Usener, filologo della religiones (Pisa: Giardini, 1982). 9 Ivo Bruns, Das literarische Porträt der Griechen (Berlin: W. Hertz, 1896); Ibid., Die Persönlichkeit in der Geschichtsschreibung der Alten. Untersuchungen zur Technik der antiken Historiographie (Berlin: W. Hertz,1898). 10 Friedrich Leo, Die griechisch-römische Biographie nach ihrer litterarischen Form (Leipzig: Teubner, 1901). 11 Una de las tesis de Leo, la del desarrollo histórico de una doble forma de biografía, la que describe las personalidades políticas o filosóficas que adopta un modus narrandi cronológico, 141
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esas investigaciones, los eruditos –sobre todo Arnaldo Momigliano12– han corregido los datos históricos falsos y propuesto un nuevo ordenamiento de estos últimos, pero no se han apartado de los principios propuestos por la escuela de Dilthey y tampoco han podido conseguir la profundidad de su análisis. Leo afirma que la biografía debe su nacimiento al nuevo “interés para la individualidad humana como objeto digno de observación, de estudio, de representación”13. Él fue, sobre todo, el primero en notar la influencia de las reflexiones morales de Aristóteles y de su escuela en la manera de concebir la vida individual. Según Aristóteles, “el êthos se genera del ethos, la moralidad [Sittlichkeit] de la costumbre y la acción moral”14. “En un sentido aristotélico”, entonces, el bios no puede ser representado por medio de la enumeración de las cualidades, pero uno tiene que presentar las acciones del hombre, para que pueda surgir de ellas su carácter y esencia. […] La tarea del escritor no era solamente la de narrar una vida, sino también la de dar una imagen de la personalidad en la narración de la vida.15
Según Leo, es esta atención a la personalidad, mucho más que a los acontecimientos, lo que define la novedad de la narración biográfica plutarquea y lo que la separa de un simple relato de la historia. Y debido a eso, por el hecho de que “la narración de las praxeis sirve en el bios solamente y otra (difundida sobre todo en la tradición peripatética y de la gramática alejandrina) que se concentra sobre las personalidades literarias, con una caracterización sistemática de los rasgos psicológicos individuales ha sido varias veces criticada. Cf. por ejemplo Arnaldo Momigliano, “Marcel Mauss e il problema della persona nella biografia greca”, en Ottavo contributo alla storia degli studi classici e del mondo antico (Roma: Edizione di storia e letteratura, 1987), 179-90, 182. Sin embargo ningún otro filólogo (y tampoco Momigliano en su célebre monografía) ha alcanzado una comprensión tan sutil, rica y refinada del espíritu de la antigua biografía, más allá de sus confines retóricos. A pesar de todos los logros posteriores de la ciencia filológica, la obra maestra de F. Leo sigue estando todavía insuperada. 12 Arnaldo Momigliano, The Development of Greek Biography. Four Lectures (Cambridge, Mass.: Cambridge University Press, 1971); Ibid., “L’idea di biografia nel pensiero greco”, in Quaderni urbinati di cultura classica, 27 (1978): 7-27; Id., Storia e biografia nel pensiero antico, (Roma-Bari: Laterza, 1983); A. Momigliano, “Ancient Biography and the Study of Religion in the Roman Empire“, in Ottavo contributo, 239-259; Albrecht Dihle, Studien zur griechischen Biographie, (Göttingen: Vandenhoeck u. Ruprecht, 1970); Ibid., Die Entstehung der historischen Biographie (Heidelberg: Winter, 1987); Michael Erler – Stefan Schorn, Die griechische Biographie in hellenistischer Zeit (Berlin: De Gruyter, 2007); Widu Wolfgang Ehlers, ed., La Biographie antique. Entretiens sur l’antiquité classique (Vandoeuvres-Genève: Fondation Hard, 1998), 44; Italo Gallo, La biografia greca: profilo storico e breve antologia di testi (Salerno: Rubbettino, 2005). 13 Leo, Die griechisch-römische Biographie, 316. 14 Ibid., 188. El modelo plutarqueo es, según Leo, la expresión máxima de la influencia aristotélica. Cf. p. 190: «Die Biographie, deren Methode und Wesen man so aus der aristotelischen Ethik reconstruiren könnte, liegt rein in der plutarchischen Form der Biographie vor. Physis und paideia sind in die Einleitung verwiesen; von der Zeit an, wo di hexis des über diese berichtet, um so allmählich sein Bild erscheinen und sich in der Erzählung von seinen Thaten abrunden zu lassen. Die Folgerung ist gegeben, dass wir in Plutarchs bioi den direkten Abkömmling der alten peripatetischen Biographie besitzen». 15 Ibid., 189. 142
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[…] en la medida en que es útil para la ilustración del êthos”16, el estilo de la crónica desarrollada año por año es sustituida por una narración más libre, en la tentativa de obtener la forma de vida de un individuo [eidos tou biou]. Al introducir las vidas ejemplares de Alejandro y de César, Plutarco advierte y ruega “a los lectores, que si no referimos todas las hazañas [me panta mede kath’hekaston], ni tampoco nos detenemos con demasiada prolijidad en cada una de las más celebradas, sino que cortamos y suprimimos una gran parte, no por esto nos censuren y reprendan”. “No escribimos historias, sino vidas [oute gar historias gràphomen alla bious]” y añade, ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces el hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para pintar un carácter que batallas en las que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y se producen sitios de ciudades. Por tanto, así como los pintores se sirven para el retrato de las semejanzas del rostro y de aquellas facciones en las que más se manifiesta la índole y el carácter, cuidándose poco de todo lo demás, de la misma manera debe a nosotros concedérsenos el que atendamos más a los indicios del ánimo, y que por medio de ellos dibujemos la vida de cada uno [eidopoien ton ekaston bion], dejando a otros los hechos de gran boato y los combates17.
En otra obra maestra de la biografía antigua, también Suetonio admite la necesidad de abandonar el orden estrictamente cronológico [per tempora] del relato para concentrarse sobre la species, la forma, y dibujar con más precisión las costumbres y el rostro del individuo18. En cierto sentido, la biografía nace de esta obsesión y de esta urgencia de comprender una vida no como catálogo infinito de erga y de praxeis sino como una forma de vida, como tropos biou o biou diagogé. III. 16 Ibid., 147. 17 Cf. también la introducción a la biografía de Nicias: “Por lo tanto, los hechos de Nicias, referidos por Tucídides y Filisto, ya que no es posible pasarlos del todo en silencio, especialmente los que dan a conocer la conducta y disposición de este hombre ilustre, escondidas entre sus muchas y grandes adversidades, los tocaré ligeramente y en sólo lo preciso; pero los que, por lo común, no son conocidos, a causa de haber sido separadamente notados por diferentes autores, o bien por haberse de tomar de presentallas y decretos antiguos, éstos los recogeré con esmero, no para tejer una historia inútil, sino tal que presente bien la índole y las costumbres”. 18 Svetonius, August. 9: “Proposita vitae eius velut suma parte singillatim neque per tempora sed per species exequar qua distinctius demonstrari cognoscique possit»; Caesar 44: «talia agentem atque meditantem mors praevenit. De qua prius quam dicam ea quae ad formam et habitum et cultum et mores nec minus quam ad civilia et bellica eius studia pertineant, non alienum erit summatim exponere”. 143
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Esta reconstrucción tan erudita y tan limpia de la historia de la biografía tiene un solo defecto: que reposa sobre un fárrago de mentiras. Es falsa porque es incompleta, los filólogos han curiosa o trágicamente olvidado algo. No se trata de un elemento marginal o secundario: los textos en cuestión, perfectamente contemporáneos de Plutarco19 son, cuantitativamente y cualitativamente, hasta ahora las biografías más leídas y más imitadas en Occidente y, por mucho entonces, las más importantes. Y si la reconstrucción de los filólogos es mentirosa, se trata de una mentira muy tendenciosa: esta fuente misteriosamente descuidada no es un oscuro texto que acaba de ser arrancado de las cavernas del pasado. Se trata, por el contrario, de textos que todos en Occidente, durante siglos, han conocido y leído desde la más tierna edad. Y si en su valor literario estas obras no pueden ser mínimamente comparadas a las obras maestras de Plutarco y Suetonio, se trata sin embargo de los textos hasta ahora más copiados y más editados en la historia codicológica y bibliográfica del Occidente. Su éxito en cuanto a difusión, traducción, comentario, estudio e imitación20 fue extraordinario, ampliamente mayor que cualquier otro caso en el mundo antiguo, medieval y moderno (y desde un punto de vista meramente cuantitativo sigue siendo así también en nuestra época). Se trata además de los primeros textos en la historia del Occidente en ser traducidos a todas las lenguas habladas en el mundo antiguo y medieval. En cierto sentido, se trata, si se quiere, del primer caso de literatura globalizada de masas. Y son textos que ocupan un puesto tan particular como importante en la cultura occidental. Se trata de los evangelios. “Quien se hace biógrafo”, decía Freud, “se obliga a la mentira, al secreto, a la hipocresía, a la idealización y también a la disimulación de su misma incomprensión”. El teorema de Freud encuentra una inesperada confirmación en la tentativa de reconstrucción filológica del desarrollo del género biográfico en el mundo antiguo. En efecto, la reconstrucción que la filología clásica desde hace más de un siglo entrega como “la verdad biográfica del Occidente” no es solamente falsa y mentirosa sino también hipócrita y víctima de la idealización que, desde el Renacimiento, se hizo de los presuntos orígenes griegos de “nuestra” civilización. En el gesto de escribir la biografía de sí mismo o, más precisamente, en la tentativa de 19 Para una primera orientación sobre las distintas propuestas de datación, cf. la obra de Udo Schnelle, Einleitung in das Neue Testament (Göttingen, Vandenhoeck u. Ruprecht, 2011). 20 Se trata también de una de las formas literarias de la antigüedad que puede jactarse de ser la más imitada: por cierto es el texto biográfico más practicado en la Antigüedad: en período entre 50 y 400 d. C. hay cerca de 50 obras « evangélicas » de formatos distintos, capaces también de enfocarse solamente sobre la niñez o, como en Suetonio, de despedirse del orden cronológico e intentar extraer la especie, la forma de vida. Cf. Hubert Cancik, “Die Gattung Evangelium. Das Evangelium des Markus im Rahmen der antiken Historiographie“, en Markus-Philologie. Historische, literargeschichtliche und stilistische Untersuchungen zum zweiten Evangelium (Tübingen: Mohr, 1984), 85-113. 144
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trazar la historia de su propia relación con la biografía, Occidente parecería querer disimular su propia incomprensión: los datos que hemos citado sobre los evangelios están desde hace siglos a disposición de todo erudito, hasta llegar a las investigaciones más recientes dentro de los estudios bíblicos21 que han recordado una vez más, de una manera incontrovertible, el carácter biográfico de los relatos evangélicos. Y a pesar de esto, el mundo occidental siempre olvidó que, en los cimientos de su civilización, no se halla un poema mitológico cualquiera sobre las gestas de los dioses ni una obra épica (la Odisea de Homero como pensaba Vico) ni tampoco se hallan códigos propiamente jurídicos. Hay, por el contrario, cuatro breves biografías, cuatro relatos biográficos de una misma persona, un individuo bastante humilde, que parecería haber vivido tan solo una treintena de años, que ha sido reconocido como el Dios encarnado y que no ha dejado ninguna traza escrita fuera de estas cuatro biografías. La civilización europea ha estado y sigue obsesionada desde hace 2000 años con la biografía y con el mito de la biografía. Nuestra cultura –se podría decir sin ninguna exageración– es la civilización que nació de cuatro biografías míticas, la civilización que hizo de la biografía un mito o, mejor dicho, la forma suprema del mito, el discurso sagrado par excellence. IV. Hay muchísimas evidencias, de orden retórico, literario, cultural y sobre todo teológico, sobre la naturaleza biográfica de los textos evangélicos que no solamente son sino que tampoco pueden ser sino biografías. Desde un punto de vista puramente formal tienen, en efecto, todos los elementos retóricos que caracterizan a la biografía antigua: la proximidad pero también la distancia con el género historiográfico22. Como en Plutarco –que, como hemos visto, lo nota en el principio de la vida de Alejandro– existe también en los evangelios el esfuerzo de extraer y reproducir una forma de vida sin limitarse a redactar una crónica de los acontecimientos. Para los evangelios entonces vale lo que Wilamowitz había observado a propósito de Plutarco: que la idea del bios, en el mundo antiguo, “no era un Lebenslauf, un curriculum 21 Charles H. Talbert, What is a Gospel? The Genre of the Canonical Gospels (Philadelphia: Fortress Press, 1977); Ibídem., Biographies of Philosophers and Rulers as Instruments of Religious Propaganda in Mediterranean Antiquity, in ANRW II, 16.2, 1978, 1619-1651; Detlev Dormeyer, Evangelium als literarische und theologische Gattung (Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgessellschaft, 1989); y sobre todo la obra maestra de Richard A. Burridge, What Are The Gospels? A Comparison with Graeco-Roman Biography (Grand Rapids, Michican: William B. Eerdmans Publishing Company, 2004). 22 Se puede pensar en las palabras de Cornelius Nepote : Pelopidas 16,1,16 : vereor … ne non vitam eius enarrem sed historiam videar scribere. 145
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vitae, ni tampoco lo que a alguien le ocurre, sino cómo alguien vive”23. En los evangelios existen los apophtegmata, las formas gnómicas, que permiten acercarlos al género literario de las chriae, los ejemplos [paradeigmata] que los emparienta con las obras morales o parenéticas, pero también se hallan elementos encomiásticos que son propios de la tradición de la laudatio (piénsese en el Agricola de Tácito). En ellos se pueden encontrar también, como en el género de l’exitus illustrium virorum, una atención particular dirigida a la muerte, y a su fenomenología. Se registra también una relación esencial con las anécdotas, todo lo cual era, por ejemplo, muy típico en el bios de los filósofos y de los sabios24. Sobre todo, ellos han sido compuestos exactamente en la misma época en la que ha tenido lugar la más grande revolución de la biografía antigua: si se toman en cuenta los evangelios apócrifos, se puede decir que el género evangélico contiene obras perfectamente contemporáneas a Plutarco y a Suetonio. Como se puede ver, hay muchos elementos y es solamente el prejuicio de la separación del mundo greco-latino respecto del universo cristiano lo que ha producido este extraño olvido que siempre ha permitido a los historiadores pasar de Plutarco a las hagiografías olvidando el origen de todo ello25. La cuestión, sin embargo, no es meramente filológica y retórica (ni podría serlo), sino también cultural y teológica. En el contexto del judaísmo del Segundo Templo, el género biográfico vivió un renacimiento efímero exactamente al mismo tiempo en que los evangelios fueron escritos, y feneció probablemente a causa de la competencia con esta nueva religión gemela. Un ejemplo de esta atención por la biografía se puede encontrar en Filón de Alejandría que no solamente escribió biografías, sino que intentó demostrar que la biografía es uno de los estilos retóricos de la Torah. En su De praemiis et poenis, por ejemplo, Filón escribe que los oráculos del profeta Moisés son de tres géneros [ideai]: uno pertenece a la creación, el otro es histórico, y 23 Ulrich von Wilamowitz, Plutarch als Biograph, in Reden un Vorträgen. 2. Band (Berlin: Weidmann, 1926), 264 : «Der Bios eines Menschen ist durchaus nicht sein Lebenslauf, nicht was er erlebt, sondern wie er lebt ». Dicho esto, sería interesante escribir un día sobre la sola, extraña y absurda forma de biografía que las Academias consideran científica, la sola forma en la que la verdad biográfica es alcanzable y realizable según las instituciones modernas. 24 Cf. Richard A. Burridge, What Are The Gospels? 25 Hay otro elemento, más interesante todavía: se trata de uno de los raros casos de biografía múltiple para un mismo personaje (normalmente la biografía en la Antigüedad era siempre múltiple pero en el sentido de que eran múltiples los personajes). Desde siempre, este elemento ha sido problemático (piénsese en Agustín) y los teólogos han intentado comprender las relaciones recíprocas y las causas de las diferencias y de las proximidades de los tres evangelios El problema no es solamente teológico sino también filológico. Cf. los importantes estudios de Helmut Merkel, Die Widersprüche zwischen den Evangelien: Ihre polemische und apologetische Behandlung in der Alten Kirche bis zu Augustin (Tübingen: Mohr Siebeck, 1971) y Die Pluralität der Evangelien als theologisches und exegetisches Problem in der alten Kirche (Bern: Peter Lang 1978). 146
EMANUELE COCCIA el tercero es la legislación [nomothetikê]. […] Y el género histórico consiste en el relato de las vidas virtuosas y de las vidas viciosas [anagraphê bion esti spoudaiôn kai ponêrôn], con las puniciones y los premios que han sancionado las unas y las otras en todas las generaciones26.
Y en su vida De vita Mosis, una de las obras biográficas más interesantes de la Antigüedad (también descuidada por los filólogos clásicos), Filón alaba a Moisés por su capacidad de hacer hablar a la ley lenguajes distintos, un idioma propiamente jurídico del mandato y de la interdicción y uno más narrativo que se expresa en la parte histórica de la Torah, que comprende “la creación del mundo, y las biografías [to genealogikon]”27. Filón es el autor de otras dos biografías, el De Josepho [Bios politikou hoper esti peri Iôsêph] y el De Abrahamo [Bios sophou tou kata didaskailan teleiôthentos hê nomôn agraphôn (to prôton) ho esti peri Abraam]. En este último texto, Filón desarrolla una teoría de la biografía, explicando que el género biográfico en la Torah permite examinar “los arquetipos de la ley”, o sea “quienes, entre los hombres, tenían una vida irreprochable y perfecta”. La ley no hace otra cosa que trasmitir las virtudes de los hombres irreprochables para iluminar y “estimular a los lectores a conducir la misma vida”. Ellas han sido incluidas “para demostrar que los mandatos divinos no están en desacuerdo con la naturaleza” y para mostrar que no es difícil obedecer a la ley, dado que han habido hombres que han sido capaces de encarnar la ley antes de que la ley fuese algo escrito.28 Según Filón, la Torah, la ley, es el relato biográfico de “estos hombres” que, él añade, “son las leyes vivientes, en efecto, las leyes dotadas de razón [hoi gar empsuchoi kai logikoi nomoi]”29. En este sentido, continúa Filón, “las leyes establecidas, no son sino que los comentarios de la vida de los antiguos, la arqueología de sus obras y de las palabras que han usado [hypomnêmata einai biou tôn palaion, archaiologountas erga kai logous hois echrêsanto]”30. Las leyes son comentarios [hypomnêmata] de la vida de hombres antiguos: si toda norma tiene que existir como vida antes de transformarse en letra y mandato, la ley en sí misma tiene que ser una biografía. Si toda ley en la tradición judía es un midrash, una deuterôsis, en este caso (exactamente como en la lógica que está en juego en los evangelios) es una deuterôsis, 26 Filón de Alejandría, De praemiis et poenis, § 1-2 (Paris: Édition du Cerf, 1961), 42. 27 Filón de Alejandría, De vita Mosis (Paris: Édition du Cerf, 1967), 211-213. 28 Filón de Alejandría, De abrahamo § 3-6, (Paris: Édition du Cerf, 1966), 23-5. 29 Ibid., 25. Cf. también Filón de Alejandría, De decalogo (Paris: Les éditions du Cerf, 1965), 38; donde Filón habla de «los hombres sabios, quienes han fundado nuestro pueblo y que las Santas Escrituras designan como leyes no escritas». Se trata, como es sabido, de un tema de origen platónico (Pol. 292 sq.). Cf. además De migratione abrahamo, § 130, (Paris: Les éditions du Cerf, 1965), 176: “las palabras del Dios son las acciones del sabio” [tous tou theou logous praxeis einai tou sophou] 30 Ibid. 147
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un midrash de una vida individual31. Haciendo de la biografía uno de los estilos de la ley, Filón anticipa la dualidad que marcará todo el Talmud y la experiencia jurídica judía, la de la cohabitación entre Halakhah y Haggadah, entre mandato y anécdota32. El cristianismo resolverá esta oposición: abolirá la dualidad de ley y vida o de mandato y anécdota, porque el Mesías que viene para cumplir la ley en sí mismo, y para hacer de su vida la Torah, no deja tras de sí otra cosa que su vida misma33. Hay entonces una especie de necesidad teológica de que el evangelio sea una biografía: un Dios que dice de sí mismo “yo soy la vida, la verdad y el camino” (Juan 14, 6) tiene que manifestarse en forma biográfica. Si el camino es su vida, entonces la verdad no puede ser otra cosa que el relato de esta vida. El cristianismo opera una verdadera y propia revolución “mediática” enunciada con la máxima precisión por la Epístola a los Hebreos: Dios no se manifiesta más “por medio de los profetas”, sino que habla “por su Hijo, mediante el cual creó los mundos y al cual ha hecho heredero de todas las cosas” (1, 1-2). La “palabra de Dios” que es el mandato supremo, la Ley par excellence mediante la cual se ha producido el mundo, no es una voz humana sino que es una vida singular. El acto de recoger esta palabra [condere legem] que ha sido una vida individual con un carácter específico, una serie de hazañas peculiares, una serie de costumbres adquiridas en el tiempo, y todo lo que caracteriza el curso de una vida, no puede darse sino bajo la forma de una biografía. Cristo concilia en su cuerpo mismo ley y vida. Y a esta conciliación de ontología y jurisprudencia corresponde la conciliación retórica de los dos estilos de la ley que ahora se reducen a una serie de anécdotas, de aggadoth sobre la vida de la ley. La ley se ha hecho biografía, un conjunto de anécdotas sobre un hombre que, por los demás, pasa su tiempo contando anécdotas, mashalot. Todo evangelio –es decir cada uno de los relatos biográficos más importantes de Occidente– es entonces la rigurosa tentativa de demostrar que la ley ya existió como vida y que se puede escribir solamente como biografía de este hombre. Y la demostración es conducida en un nivel teológico y también retórico: la ley puede decirse pero tiene que contar una vida. La “opción biográfica” no ha sido y no podía ser una elección arbitraria de los evangelistas: la nueva ley del mesianismo cristiano, el nuevo pacto [kaine diathêkê] tenía que ser un pacto biográfico. Sin embargo, las consecuencias de esta opción, y el nuevo rostro de una ley que según los cristianos funda toda otra norma, toda otra forma de derecho terrestre, no son pocas. En primer lugar, la ley tiene ahora un nombre (el de evangelion, buena noticia, 31 Guy Stroumsa, La fin du sacrifice (Paris: Odile Jacob, 2005) 32 Chaim Nachman Bialik, “Halacha und Aggada”, Der Jude 4 (1919-20): 61-72 33 Para un profundísimo análisis de las consecuencias metafísicas de esta identificación cf. Fabián Ludueña Romandini, La comunidad de los espectros. I Antropotecnia (Buenos Aires: Miño y Davila 2010). 148
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anuncio) que bien podría figurar como el titular de un periódico: el código jurídico del Occidente cristiano greco-latino –y el primer código jurídico de nuestra civilización– parece coincidir con una extraña forma de periodismo superior, que impone la tarea de narrar la vida de un hombre. Enunciar la ley suprema ha significado en Europa, durante siglos, narrar anécdotas sobre Dios, con cierto respeto quizás, pero sin mudar de estilo. Y por el contrario, narrar anécdotas, rumores sobre alguien, significa hacer algo de lo más cercano al derecho, aunque se trate de un derecho confundido con la mitología. La teología –el “habla sobre Dios”– es en primer lugar la ciencia de las anécdotas sobre la divinidad. Y si el discurso sobre Dios es su biografía, toda biografía no podrá sino ser en cierta medida también mitografía y, quizás, por ello mismo, ya mentirosa. Si no podemos dejar de hablar todo el tiempo de la vida de otros hombres, de expandir gossips, rumores, es también porque estamos acostumbrados a hablar de Dios, del más alto y más noble de los objetos de habla –id quod maius cogitari nequit– bajo la forma de un rumor biográfico. En este sentido, el derecho occidental ha sido mucho más estrambótico de lo que uno se imagina. Su oráculo, a diferencia del de Delfos, cuenta todo el tiempo habladurías.
V. “Quien se hace biógrafo se obliga a la mentira, al secreto, a la hipocresía, a la idealización y también a la disimulación de su misma incomprensión, porque la verdad biográfica no se puede lograr, y aun si uno la alcanzara, no la podría utilizar”. Negar el valor de verdad de un relato biográfico no significa solamente poner en duda la posibilidad del psicoanálisis, de la política, de la literatura. Significa denunciar como mentira, idealización y disimulación la que ha sido, por siglos, la forma suprema de la ley y del derecho. Y significa, sobre todo, realizar una crítica mucho más sutil de la que han hecho la izquierda hegeliana y después Nietzsche respecto de los textos fundadores del cristianismo o, para decirlo mejor, de la primera y suprema forma de teología. No se tratará de denunciar en Dios una proyección alienante de cualidades “humanas, demasiado humanas”, y ni siquiera de proclamar la muerte de Dios. Se trata de bloquear el mecanismo retórico y teológico fundamental del mesianismo cristiano, la primera forma de revelación del Dios, su biografía sagrada. Siempre se ha presentado a la encarnación –que es la causa y la cifra de la “reducción biográfica” de la teología cristiana– como una elección de amor, de donación total e integral, de vaciamiento y kenosis del Dios en favor de los hombres. Sin embargo, hay cierta perversidad en la decisión de 149
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un dios de hacerse hombre. No solamente, en el sentido más banal y muchas veces repetido, de que toda inclinación y amor por lo que está por debajo de uno es una forma de perversión. Obligarse a devenir hombre significa obligarse a morir, además de a nacer. Y morir significa, de hecho, excluir del conocimiento directo de su persona a todos los hombres que no le son contemporáneos. Significa, además, no solamente condenar a los antiguos a la ignorancia, sino sobre todo a los modernos, los que nacerán más tarde, a poder saber algo de la existencia, de la vida, de la encarnación solamente por medio de una biografía. La encarnación es lo que ha obligado a Europa a hablar de Dios exclusivamente mediante un estilo biográfico: la venida de Cristo –y el mesianismo– lleva a los miembros de la humanidad a “obligarse a hacerse biógrafos de Dios”. Es decir, ella ha obligado a Europa y al Mundo entero “a la mentira, al secreto, a la hipocresía”, cada vez que se intentó dictar ley. Encarnándose, Dios ha obligado a la humanidad a contar mentiras sobre sí misma, ha constreñido a los hombres a ser hipócritas sobre lo que hay de más alto e importante, ha destinado a la Tierra a un eterno carnaval de la disimulación. Hay una sutil maldad en la elección divina de encarnarse: porque gracias a esta decisión el derecho de Occidente se transformó en un fárrago de rumores y la política de los hombres, en una comedia de equívocos. Pues “todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”34. Y la teología, en Occidente, siempre ha sido la forma suprema de la biografía. Referencias Bibliográficas Arrighetti, Graziano, ed. Aspetti di Hermann Usener, filologo della religione. Pisa: Giardini, 1982. Bialik, Chaim Nahman. “Halacha und Aggada”. Der Jude 4 (1919-1920): 6172. Burridge, Richard A. What Are The Gospels? A Comparison with Graeco-Roman Biography. Grand Rapids, Michigan: William B. Eerdmans Publishing Company, 2004. Bruns, Ivo. Das literarische Porträt der Griechen. Berlin: W. Hertz, 1896. Bruns, Ivo. Die Persönlichkeit in der Geschichtsschreibung der Alten. Untersuchungen zur Technik der antiken Historiographie. Berlin: W. Hertz, 1898.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 153-170
Poder Pneumático. Una reconsideración del problema teológico-político* Fabián Ludueña Romandini** Universidad de Buenos Aires RESUMEN Los estudios sobre la teología política han concentrado sus esfuerzos en defender la importancia de la figura de Dios a la hora de la definición de conceptos políticos tradicionales como la soberanía, el estado de derecho o el estado de excepción. Al mismo tiempo, han postulado la existencia de una teología económica, basada en la persona mesiánica del Hijo, como arqueología del moderno paradigma del poder como gobierno. Sin embargo, el objetivo del presente artículo es avanzar la tesis según la cual el alcance de la teología política solo puede ser comprendido en su totalidad si se toma en cuenta el papel desarrollado, en el dogma trinitario, por el Espíritu Santo. A partir de un análisis de algunas fuentes relevantes de la antigüedad y del medioevo, se postula que el Espíritu Santo es el fundamento de la teoría cristiana del poder y el antecedente ineluctable de las modernas concepciones sociológicas acerca del poder simbólico. Palabras clave: Espíritu Santo, poder espiritual, pneumatología cristiana, cristianismo, sociología del poder
Pneumatic Power. A reconsideration of the theological-political problem The theological-political studies have, for the most part, concentrated their efforts on defending the importance of the figure of God when the time has come to define some traditional political concepts like sovereignty, rule of law or state of exception At the same time, it has been postulated the existence of an economic theology, based on the messianic person of the Son, as an archaeology of the modern paradigm *Artículo recibido el 1 de noviembre de 2011 y aprobado el 22 de diciembre de 2011 ** Investigador del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) de la República Argentina. Investigador del Instituto “Gino Germani” de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y profesor de filosofía política en el posgrado de la misma institución. Profesor asociado de filosofía en la Universidad UADE. Es autor de los libros Homo Oeconomicus. Marsilio Ficino, la teología y los misterios paganos (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2006), La comunidad de los espectros I. Antropotecnia (Buenos Aires: Miño y Dávila, 2010) y Más allá del principio antrópico: hacia una filosofía del Outside (en prensa, 2012). Ha sido el editor científico en castellano de obras de Alexius Meinong, Jacob Taubes y Werner Hamacher. E-Mail: fluduena@uade.edu.ar 153
PODER PNEUMÁTICO of power as government. However, the goal of this article is to set forth the thesis according to which the scope of the political theology can only be fully understood if the role of the Holy Spirit within the Trinitarian Dogma, is taken into account. Starting from an analysis of some relevant ancient and medieval sources, the Holy Spirit is postulated as the key element in the Christian theory of power and as an ineluctable antecedent of modern sociological conceptions about symbolic power. Keywords: Holy Spirit, spiritual power, Christian pneumatology, Christianity, sociology of power.
I. En la mayoría de los estudios que invocan para sí mismos el rótulo distintivo de lo “teológico-político” –que, como terminus technicus constituye, por lo menos, una tautología– se puede constatar que su utilización está dirigida a la explicación, en la mayoría de los casos recurriendo también al no menos problemático dispositivo de la secularización, de conceptos políticos tradicionales de primer orden: la soberanía, el estado de derecho, el estado de excepción, la decisión legislativa, entre otros. En efecto, el célebre estudio de Carl Schmitt de 1922 constituye ya un punto de partida que –más allá de todos los intentos de refutación o de polémica frente a su tesis que se han sucedido desde que fue publicada– sigue siendo la communis opinio predominante entre los investigadores.1 Es decir, aun los opositores más acérrimos de Schmitt están de acuerdo en que la soberanía o el Estado constituyen los problemas esenciales que hay que explicar a partir del conjunto de nociones que se encierran en el campo de lo teológico-político.2 Desde esta perspectiva, los autores que se han dedicado a defender o a refutar la existencia de una teología política –antigua, medieval o moderna– han centrado sus elucubraciones en el problema de Dios, de Cristo y de la teodicea. Esto es particularmente evidente incluso en los filósofos que, recientemente, han intentado ir, explícitamente, más allá del paradigma soberano propuesto por Schmitt para defender la hipótesis de que, junto a una “teología política” existiría también una “teología económica” que daría cuenta del origen teológico del paradigma gubernamental moderno.3 1 Carl Schmitt, Politische Theologie. Vier Kapitel zur Lehre von der Souveränität (Berlin: Duncker & Humbolt, 2009, 1922ª). 2 Esto es posible constatarlo también en la polémica entre Carl Schmitt y Erik Peterson sobre la posibilidad de considerar a la Trinidad como un auténtico problema político. Cf. Erik Peterson, “Der Monotheismus als politisches Problem” en Ibid. Theologische Traktate (Würzburg: Echter Verlag, 1994), 23-82 y Carl Schmitt, Politische Theologie II. Die Legende von der Erledigung jeder Politischen Theologie (Berlin: Duncker & Humblot, 19954, 1970ª). 3 Giorgio Agamben, Il Regno e la Gloria. Per una genealogia teologica dell’economia e del governo (Vicenza: Neri Pozza, 2007).
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En todos estos casos, sin embargo, una vez más, el objeto de estudio se centra sobre la naturaleza del accionar de Dios y de su Hijo mesiánico. En ningún caso, asombrosamente, se toma en cuenta el papel del Espíritu Santo en la constitución de la así llamada teología política incluso cuando todos los autores saben perfectamente que el dogma trinitario incluye a aquel como una de las personas constitutivas de la Trinidad en tanto que artefacto ontológico-político. Por otra parte, antes de la elaboración de la doctrina trinitaria como dogma eclesiástico, el papel del Espíritu Santo no fue nunca menor que el del Mesías o el del mismo Dios. El silencio de los estudiosos políticos sobre el Espíritu Santo constituye algo así como el punto ciego de toda explicación de la teoría política cristiana, como si su inclusión en el debate implicase traer a cuenta un elemento demasiado foráneo, algo inestable y, en última instancia, con poca dignidad teórica frente a problemas supuestamente enjundiosos como la soberanía o la economía. Los estudiosos están dispuestos a realizar todo tipo de arqueologías acerca de la soberanía creacional del Padre, de la tarea administrativa del Hijo o del curso de la historia mundial, pero, lamentablemente, dejan de lado el hecho de que sin el llamado Espíritu Santo ni la soberanía ni la economía ni ningún elemento sustancial del mundo político cristiano puede ser cabalmente comprendido. La necesidad político-ontológica de la presencia del Espíritu Santo dentro del dispositivo trinitario sigue estando en el centro de lo que permanece inexplicado en los trabajos acerca de historia de la teoría cristiana de la política sacra. No obstante, cuando los especialistas se deciden a tocar algo próximo a esta temática, lo hacen solo bajo la apariencia más respetable de problemas como, por ejemplo, el de la potestas spiritualis de la Iglesia. Pero entonces, una vez más, la atención se dirige a los conflictos jurisdiccionales e históricos entre el llamado poder temporal del Emperador y el poder espiritual del Papado.4 Es curioso, sin embargo, que nadie se pregunte, en primer lugar, acerca de si es verdaderamente legítimo el estudio de lo temporal y lo espiritual como dos formas realmente antagónicas del ejercicio del poder y, en segundo lugar, que tampoco ningún historiador tome en serio la pregunta por la esencia de ese poder llamado espiritual. En efecto, la teología cristiana solo puede ser comprendida a partir del principio cosmológico de la ordinatio ad unum, es decir, de la idea según la cual toda la naturaleza –según un principio macrocósmico– deriva de un Dios creador y soberano, primer motor y garante del movimiento de las 4 Una importantísima excepción en este punto que toma en cuenta los problemas ontológicos que subyacen a la cuestión de la plenitudo potestatis papal está constituida por el excelente trabajo de Francisco Bertelloni, “Sobre las fuentes de la Bula Unam Sanctam” (Bonifacio VIII y el De Ecclesiastica Potestate de Egidio Romano), Pensiero Politico Medievale II (2004): 89-122.
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esferas.5 Este principio tiene su correlato, al mismo tiempo, en la ordenación microcósmica de los cuerpos (animados e inanimados) y de la naturaleza sub-lunar en su conjunto. Por cierto, como todo principio cosmológico este es también un principio político, de tal suerte que es posible sostener, como lo hacía Tomás de Aquino que “el orden existente entre seres diversos se refleja recíprocamente en el orden de todos ellos con un ser único, como el orden que hay entre las partes de un ejército se refleja en la relación de todo ejército con el general.”6 De este modo, sostiene Tomás, tal como las abejas –en el microcosmos– tienen una reina, de igual modo, “en todo el universo se da un único Dios, creador y señor de todas las cosas” según el principio de que “toda multitud se deriva de uno”.7 Por la misma razón entonces, en la societas humana, “lo mejor será lo que sea dirigido por uno”.8 La misma idea enuncia Tomás cuando declara que las cosas del mundo humano deben estar “ordenadas unas en relación a las otras a semejanza del orden que se encuentra en el universo”.9 De allí entonces que todas las comunidades humanas no sean sino un reflejo, por una parte, del orden cósmico y angélico y, por otra, un 5 Tomás de Aquino, Scriptum super Sententiis, d. 15, q. 1, a. 2: “Dico ergo, quod primus modus actionis soli Deo convenit; sed secundus modus etiam aliis convenire potest: et per modum istum dicendum est, corpora caelestia causare generationem et corruptionem in inferioribus, inquantum motus eorum est causa omnium inferiorum mutationum. Sed cum omnis motus sit actus motoris et moti, oportet quod in motu relinquatur virtus motoris et virtus mobilis: unde ex ipso mobili, quod corpus est, habet virtutem movendi inferiora corpora ad dispositiones corporales. Ex parte autem motoris, qui est substantia spiritualis, quaecumque sit illa, habet virtutem movendi ad formas substantiales, secundum quas est esse specificum, quod divinum esse dicitur. Relinquitur autem virtus spiritualis substantiae in motu corporis caelestis, ad modum quo virtus motoris relinquitur in instrumento: et per hunc modum omnes formae naturales descendunt a formis quae sunt sine materia” e Ibid., Summa contra Gentiles, III, 82, 8: “Sic ergo patet quod corpora inferiora a Deo per corpora caelestia reguntur”. 6 Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, I, 42, 7. 7 La escolástica reinterpreta, de un modo teológico cristiano, el célebre pasaje de Aristóteles, Metafísica, XII, 1076a que se apoya, a su vez, en una interpretación filosófico-política de Homero, Ilíada II, 204. 8 Tomás de Aquino, De regimene principum, I, 2, 9: “Adhuc: ea, quae sunt ad naturam, optime se habent: in singulis enim operatur natura, quod optimum est. Omne autem naturale regimen ab uno est. In membrorum enim multitudine unum est quod omnia movet, scilicet cor; et in partibus animae una vis principaliter praesidet, scilicet ratio. Est etiam apibus unus rex, et in toto universo unus Deus factor omnium et rector. Et hoc rationabiliter. Omnis enim multitudo derivatur ab uno. Quare si ea quae sunt secundum artem, imitantur ea quae sunt secundum naturam, et tanto magis opus artis est melius, quanto magis assequitur similitudinem eius quod est in natura, necesse est quod in humana multitudine optimum sit quod per unum regatur”. Sobre el problema de la relación entre un principio cosmológico y otro político, cf. V. Lenoir, “Métaphysique et politique au xiiie siècle et de nos jours”, Révue Apologétique 49 (1929): 158-170. 9 Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, 81. 4: “Quia vero homo habet et intellectum et sensum et corporalem virtutem, haec in ipso ad invicem ordinantur, secundum divinae providentiae dispositionem, ad similitudinem ordinis qui in universo invenitur, nam virtus corporea subditur sensitivae et intellectivae virtuti, velut exequens earum imperium; ipsa sensitiva potentia intellectivae subditur, et eius imperio continetur”.
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fragmento complementario del conjunto constituido por la respublica generis humani, esto es, la Cristiandad dirigida por el único gobierno del Dios trino. A partir de esta armonía general, se establece entonces la necesidad de dos poderes complementarios que co-existen en la misma comunidad de los hombres: el poder espiritual y el poder temporal. Ambas formas son solo dos declinaciones distintas de una misma sustancia del poder. En efecto, toda societas humana resulta al mismo tiempo ser el terreno jurisdiccional de la aplicación de dos poderes que la dividen, articuladamente, en dos intensidades: el espiritual encarnado en el sacerdotium y el temporal representado por el regnum.10 La esfera temporal corresponde al ejercicio mismo de lo que, en el mundo antiguo, se denominaba la política y el derecho civil, mientras que el poder espiritual corresponde a una esfera superior y más difusa, cuyos contornos trataremos de definir sucesivamente. Sin embargo, los conflictos históricos derivados entre el Papa y el Emperador, así como entre los teólogos que estaban a favor de uno u otro respecto de la administración de estos poderes, no debe hacernos olvidar que, en efecto, ninguna comunidad humana puede sobrevivir, para los medievales, sin la existencia simultánea de ambos poderes (más allá de cómo se establezca su equilibrio recíproco) dado que, dichos poderes derivan, conjuntamente, de una misma surgente no-humana sino divina. Percy Schramm ha mostrado, en efecto, cómo ambos poderes se interpenetraban mutuamente hasta el punto de que la imitatio imperii por parte del poder espiritual encontraba su exacto eco en la imitatio sacerdotii por parte del poder temporal.11 Sin embargo, esto no debe hacernos perder de vista, por un lado, la preeminencia12 y la prestación específica que le corresponde al poder espiritual13 y, por otro, el hecho de que el poder 10 Esteban de Tournai, Summa in Decretum Gratiani, praefatio: “in eadem civitate sub uno rege duo populi sunt, et secundum duos populos duae vitae, duo principatus, duplex iurisdictionis ordo procedit” en: Johann Friedrich Schulte, Die Geschichte der Quellen und Literatur des canonischen Rechts von Gratian bis auf die Gegenwart. 1, Von Gratian bis auf Papst Gregor IX (Graz : Akademische Druck- und Verlagsanstalt, 1956), 251. 11 Percy Ernst Schramm, “Sacerdotium und Regnum im Austausch ihrer Vorrechte”, Studi Gregoriani, II (1947): 403-457. 12 Yves de Chartes, Epistolae, PL 162, col. 125, Epistola CVI (a Henrico Anglorum regi): “Et quia res omnes non aliter bene administrantur, nisi cum regnum et sacerdotium in unum convenerint studium, celsitudinem vestram obsecrando monemus, quatenus verbum Dei in regno vobis commisso currere permittatis, et regnum terrenum coelesti regno, quod Ecclesiae commissum est, subditum esse debere semper cogitetis. Sicut enim sensus animalis subditus debet esse rationi, ita potestas terrena subdita esse debet ecclessiastico regimini. Et quantum valet corpus nisi regatur ab anima, tantum valet terrena potestas nisi informetur et regatur ecclesiastica disciplina. Et sicut pacatum est regnum corporis, cum jam non resistit caro spiritui, sic in pace possidetur regnum mundi, cum jam resistere non molitur regno Dei”. 13 Bernardo de Claraval, De Consideratione libri quinque ad Eugenium tertium, IV, cap. 3 (PL, 182, col. 776 C): “Uterque ergo Ecclesiae et spiritualis scilicet gladius, et materialis; sed is quidem pro Ecclesia, ille vero et ab Ecclesia exserendus: ille sacerdotis, is militis manu, sed sane ad nutum sacerdotis, et jussum imperatoris”.
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temporal nunca fue pensado como independiente de todo origen divino,14 ni siquiera por quienes defendieron más acérrimamente su autonomía frente al poder eclesiástico. Por esta razón, ni aun un enemigo declarado de la iurisdictio coactiva de la Iglesia como lo fue Marsilio de Padua puede dejar de sostener que Dios es “quien otorga todo principado terreno”15 y, por ello mismo, solo una decisión propia de quien tiene el poder absoluto, esto es, el soberano Mesías, puede abdicar del ejercicio de un poder secular que podría haber ejercido pero elige no detentar para dejarlo librado al Emperador: “quiso Cristo someterse al príncipe temporal”.16 Ahora bien, lo que habitualmente se conoce bajo el nombre de potestas spiritualis no se trata meramente de una jurisdicción eclesiástica sino, primordialmente, del ejercicio de un poder cuyo origen se halla, con toda precisión, en el Espíritu Santo. Es decir que en el centro mismo de todo el poder de la Iglesia y, en consecuencia, de toda la ciencia política medieval se halla no solo Dios como soberano indiscutido, sino también un tipo de poder inmaterial, un Espíritu, que es presentado como una Persona que forma una misma sustancia con Dios pero que posibilita y expresa, no obstante, de manera inesperada, todo acto de poder ejercido por el padre, el Hijo o, incluso, la jerarquía angélica. Si bien el origen de todo poder se halla en la soberanía creacional del Padre, el ejercicio de todo poder y la naturaleza misma del poder que ejerce Dios, solo puede comprenderse a través del misterio del Espíritu Santo. En este sentido, la ciencia política medieval es una auténtica sociología sagrada que muestra cómo toda reflexión sobre el poder debe superar el supuesto de que es la propia comunidad política la que genera un poder que, no obstante, nadie detenta y todos pueden ejercer. Si acaso es posible reconstruir una ontología del poder mitopoiético que ha atravesado y probablemente atraviesa todavía la vida política del mundo occidental, es necesario volver la mirada sobre aquellos teólogos y juristas que, desde los inicios del cristianismo, no dejaban de señalar que, en el fondo, todo poder 14 En efecto, ya Agustín de Hipona constituyó la base de la doctrina según la cual todos los poderes temporales fueron instituidos por Dios, siendo estos aún válidos para los reinos existentes antes de la llegada del Mesías. Cf. Agustín de Hipona, De Civitate Dei, V, 21: “Ille igitur unus verus Deus, qui nec iudicio nec adiutorio deserit genus humanum, quando voluit et quantum voluit Romanis regnum dedit; qui dedit Assyriis, vel etiam Persis, a quibus solos duos deos coli, unum bonum, alterum malum, continent litterae istorum, ut taceam de populo Hebraeo, de quo iam dixi, quantum satis visum est, qui praeter unum Deum non coluit et quando regnavit. Qui ergo Persis dedit segetes sine cultu deae Segetiae, qui alia dona terrarum sine cultu tot deorum, quos isti rebus singulis singulos, vel etiam rebus singulis plures praeposuerunt: ipse etiam regnum dedit sine cultu eorum, per quorum cultum se isti regnasse crediderunt”. 15 Marsilio de Padua, Defensor Pacis, I, 9, 2. Sobre este autor y su enorme importancia en la teoría política medieval, cf. el reciente libro de Gerson Moreno – Riaño & Cary Nederman, A Companion to Marsilius of Padua (Leiden: Brill, 2011). 16 Marsilio de Padua, Defensor Pacis, II, 4, 9.
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político es intrínsecamente exógeno, en su origen y naturaleza, al mundo de los hombres y de sus pasiones. Ahora bien, ¿qué significa aquí espiritual? Según un antiguo testimonio, se trata nada menos que de la acción del Espíritu Santo sobre el espíritu de los hombres17 o, dicho de otro modo, de la revelación del Logos divino concerniente al misterio del reino de los cielos.18 De allí que Marsilio de Padua pueda escribir que cuando se habla en términos jurídicos de lo espiritual debemos entender no solo “la ley divina, la doctrina y la enseñanza de los preceptos y los consejos derivados de ella, sino también “la totalidad de los sacramentos y sus efectos, toda la gracia divina, las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo ordenados para nuestra vida eterna”.19 Por lo mismo, el Espíritu Santo no solo es la forma más propia del nuevo Reino que propone el mensaje mesiánico cristiano, sino que, al posibilitar la articulación interna de las Personas de la Trinidad, posibilita la existencia misma de la Iglesia.20 Con todo, de un modo aún más fundamental, el Espíritu Santo tiene por misión inspirar la Escritura Santa en cuanto tal, transformándose, de este modo, en el operador jurídicopolítico por excelencia del dispositivo teológico cristiano dado que se transforma en la surgente presupuesta de la Ley escrita tanto en la forma del Antiguo Testamento, cuanto del Evangelio.21 En este sentido, en el mitomotor cristiano, la Ley no ha sido inspirada por ningún legislador mítico ni por la decisión soberana de un pueblo, sino por un Espíritu que actúa como representante del Lenguaje divino en el mundo humano. El nuevo dominio jurídico que el cristianismo inaugura, por lo tanto, es un espacio en el cual la letra misma de la Ley ha sido instituida por un Espíritu que adquiere la paradójica función de poner por escrito los acontecimientos que antecedieron y que prosiguieron al advenimiento mismo del Mesías como lex animata. 17 Sobre la relación entre el espíritu del hombre –en la antropología cristiana– y el Espíritu Santo, cf. Christian Schütz, Einführung in die Pneumatologie (Darmstdadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1985), 201 ss. Por una cuestión de espacio, dejamos aquí de lado, la sumamente importante temática del pneuma dentro del contexto gnóstico. Sobre el gnosticismo, cf. Francisco García Bazán, El Gnosticismo: esencia, origen y trayectoria (Buenos Aires: Guadalquivir, 2009). 18 Pedro Lombardo, In Epistolam I ad Corinthios en: Ibid., Collectanea in omnes D. Pauli Apostoli Epistolas, cap. IX, (PL 191, col. 1609 B): “[Ambrosius] dicat: Vere potestatem accipiendi habemus, quia si nos seminavimus vobis spiritualia, scilicet ea quae spiritum vestrum vivificant, vel quae a Spiritu sancto data sunt, scilicet verbum Dei, et mysterium regni coelorum, est magnum si nos metamus ad sustentationem vestra carnalia, id est haec temporalia quae vitae et indigentiae carnis indulta sunt”. 19 Marsilio de Padua, Defensor Pacis, II, 2, 5. 20 Orígenes, In Exodum Homilia, 9, 3 (PG, vol. 12, col. 365 B): “Funis enim triplex non rompitur, quae est Trinitatis fides, ex qua dependet, et per quam sustinetur omnis Ecclesia”. 21 Orígenes, De principiis, III, 1 (PG, vol. 11, col. 146): “ [....] Scripturae quae a Spiritu sancto inspirata est, id est, evangelicae atque apostolicae, nec non legis ac prophetarum, sicut ipse Christus asseruit”.
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II. En los círculos homeousianos ligados al obispo Macedonio de Constantinopla, hacia el año 360, surgió la polémica –que implicaría también a los arrianos– acerca de la naturaleza y de la pertenencia del Espíritu Santo a la Trinidad22. Dicha polémica tenía un espesor eminentemente político y definiría, de manera decisiva, el modo en que la cristiandad occidental concebiría su doctrina del poder. Toda la problemática tiene su punto de partida en el hecho de que, por un lado, en las Sagradas Escrituras, el Espíritu Santo (hágion pneûma) no es jamás definido como divino y, por otro, en que existe una enorme polivalencia textual en la cual el término pneuma puede referirse a lo humano, a Dios (pneûma toû Theoû), a Cristo (pneûma Christoû) o finalmente presentarse como una expresión nominal absoluta.23 Para los pneumatómacos, el Espíritu Santo, al ser derivado del Padre, sería hermano del Mesías o bien Hijo de este último, con lo cual, no podría ser connumerado (sunarithmoúmenon) sino, al contrario, subnumerado (huparithmoúmenon). Ahora bien, en cuanto a su naturaleza específica, solo podría ser una fuerza operativa de Dios (enérgeia) o don divino no subsistente24, una criatura diferente –la más excelsa de las creaciones de Dios (poíema)– o bien un Dios de otra naturaleza.25 Del mismo modo, cuando Pablo declara “yo te conjuro en presencia de Dios, de Cristo Jesús y de los ángeles escogidos (eklektôn aggélon) [I Timoteo 5, 21]” los pneumatómacos argumentan que, dado que en el tercer lugar de la enumeración debiera haber seguido el Espíritu, esto significa que el apóstol ha querido asimilar el Espíritu Santo al conjunto de las jerarquías angélicas o bien que se trata de un mediador entre Dios y los ángeles, pero creado y de dignidad inferior26 al Dios supremo.27 22 Niceto, De Spiritus Sanctis Potentia, II (PL 52, col. 853-854): “Interrogant enim rebelles Spiritus sancti: natus est Spiritus sanctus, an innatus? Si dixeris, natus est; dicet et jam non esse unigenitum Filium Dei, eo quod sit et alter natus. Si dixeris non est natus; dicet tibi, ergo et alter erit Pater ingenitus: et jam non est unus Deus Pater, ex quo omnia. [...] Si ergo neque natus est de Patre Spiritus, neque ingenitus, superest ut creatura dicatur”. 23 Dentro de la bibliografía al respecto, cf. Michael Ramsey, Holy Spirit. A biblical study (Grand Rapids: Eerdmans, 1977) y Heinrich Schlier, Der Geist und die Kirche (Freiburg: Herder, 1980). 24 Basilio de Cesarea, De spiritu sancto, (PG 32) 24, 57. 25 Gregorio Nacianceno, Orationes, 31, 5. 26 Gregorio Nacianceno, Contra Eunomium, I, 16: “[Eunomio] argumenta que el orden observado en la transmisión de las Personas se refiere a diferencias mayores o menores en dignidad y naturaleza”. Sobre Eunomio, Greogrio Nacianceno y sus posiciones teológicas, cf. Thomas Böhm, “Gregors Zusammenfassung der eunomianischen Position im Vergleich zum Ansatz des Eunomius (CE II 1-66)” y Johannes Zachhuber, “Christological Titles - Conceptually Applied? (CE II 294-358)”, e Lenka Karfíková – Scot Douglass –Johannes Zachhuber (comp.), Gregroy of Nyssa: Contra Eunomium II. Proceedings of the 10th International Colloquium on Gregory of Nyssa (Olomouc, September 15-18, 2004) (Leiden: Brill, 2007), 205-16 y 257-78 respectivamente. 27 Dídimo el Ciego, De Trinitate, II, 481; 576; 617. Para un análisis de la polémica, cf. Manlio Simonetti, La crisi ariana nel IV secolo (Roma: Institutum Patristicum “Augustiniarum”, 1975), 480-559.
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Efectivamente, en sus diversas formas, la herejía pneumatómaca fue combatida debido a que ponía en entredicho el papel del Espíritu Santo en la conformación del poder divino. Las fuerzas que el Espíritu demostraba a lo largo del texto bíblico eran tales que no podían dejarse simplemente al arbitrio de una forma de pneumo-angelismo28 ni a la postulación de otro Dios (igual o subordinado al Dios Padre) como forma autónoma de poder. El ideal manifestado por lo que, con el correr del tiempo, constituiría la ortodoxia de los símbolos de Nicea y Constantinopla debía resolver el hecho de que no se instaurase un politeísmo en el seno de la divinidad y que, al mismo tiempo, las fuerzas desplegadas por el Espíritu Santo se conservasen como atributos de la soberanía de Dios. De hecho, en el lugar del Espíritu Santo parecía esconderse algo así como los arcana imperii de un nuevo tipo de normatividad que definiría la imperceptible entrada en escena de una inesperada tecnología de poder que cambiaría, de forma considerable, el rostro de la política occidental cristiana. En efecto, que la cuestión del Espíritu Santo involucraba, de modo decisivo, la doctrina cristiana del poder es establecido por el propio Pablo cuando dice a los corintios que su “palabra y su predicación no se apoyaban en persuasivos discursos de sabiduría sino en la demostración del Espíritu y de poder (en apodeíxei pneumátos kaì dunámeos) para que vuestra fe (pístis) se fundase, no en sabiduría de hombres (sophía anthrópon), sino en el poder de Dios (en dunámei Theoû)” [I Corintios, 2, 4]. Aquí se puede apreciar una ruptura decisiva con el mundo antiguo: la predicación de Pablo no se funda en la argumentación propia de las escuelas filosóficas, en el agónico desplegarse del lógos como búsqueda de la verdad, sino, por el contrario, en una manifestación inapelable, en la demostración espectacular de un poder superior. Dicho poder, perteneciente a la soberanía de Dios es, no obstante, misteriosamente presentado como propio del Espíritu en quien, justamente, anida la fuerza performativa de Dios. Los testimonios del esplendor de este poder son numerosos pues al dominio del Espíritu pertenece la inspiración misma de las Escrituras Santas, las visiones de los misioneros del Evangelio, el don de lenguas, las acciones milagrosas de diverso tipo, los oráculos y, finalmente, la resurrección misma de los cuerpos en el Reino por venir.29 Este diverso abanico, sin embargo, se 28 En efecto, los ángeles están también al servicio del poder espiritual del Padre pero, de hecho, las relaciones entre angelología y Espíritu santo siempre fueron complejas dado que, ambos están llamados, en la teología cristiana, a permitir llenar el hiato existente entre Dios y el mundo o, en otros términos, a posibilitar la economía misma como gobierno divino del mundo. Cf. a modo de ejemplo, Eusebio Jerónimo, Interpretatio Libri Didymi Alexandrini De Spiritu Sancto, (PL 23 col. 116 A), VII : “Verum sancti sunt angeli participatione Spiritus sancti, et inhabitatione unigeniti Filii Dei, qui sanctitas est, et communicatio Patris. Si igitur angeli non ex propia substantia sancti sunt, sed ex participatione sanctae Trinitatis, alia angelorum ostenditur a Trinitate esse substantia”. 29 Los testimonios bíblicos y exegéticos son numerosísimos. A modo de ejemplo, cf. Eusebio, Historia Ecclesiastica, III, 37; Orígenes, Contra Celsum, II, 8 y II, 48; Pseudo-Agustín, Quaestiones
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explica y comprende cuando todas estas manifestaciones son reconducidas al acto primero que sella y distingue la soberanía divina: la Creación del cosmos y de sus criaturas. De hecho, ya Ireneo de Lión explica que hay “un solo Dios, Padre, increado, invisible, creador de todo cuanto existe (Unus Deus, Pater, non factus, invisibilis, creator omnium)” y que, al mismo tiempo, “todos los seres fueron creados por el Verbo (propterea Verbo facta creavit)”. Sin embargo, “Dios es Espíritu y con el Espíritu lo dispuso todo (et Spiritus Deus sic[que] Spiritu unumquodque disposuit)”. En otros términos, el Verbo crea pero “el Espíritu pone en orden y en forma la diversidad de potencias (Spiritus autem disponit et format diversitatem virtutum)”. No es sino por el Espíritu Santo que los profetas han profetizado y “los justos han sido guiados por el camino de la justicia”, así como al final de los tiempos el Espíritu se habrá de difundir de un modo nuevo sobre el mundo, “renovando al hombre para Dios (innovans hominem Deo)”.30 Podríamos decir que, sin la intervención del Espíritu Santo, la obra creacional de Dios hubiese carecido de vida y de santidad. Por ello el Espíritu es denominado en las Escrituras como “Espíritu vivificante (pneûma zoopoioûn)” o como hagia pneúmata o como dador de la “vida eterna” (zoè aiónios). Esto implica que la sacralización de la vida cósmica, angélica y humana es llevada adelante por un Espíritu que atraviesa todo lo creado, desde lo supra-sensible hasta la última de las sustancias corpóreas. Esta fuerza pneumática –capaz de perdonar todos los pecados y que debe ser adorada junto a las otras dos Personas de la Trinidad– es también la que posibilitará, luego del Día del Juicio, la resurrección misma de los cuerpos al final de la historia.31 En este sentido, el poder del Espíritu Santo es auténticamente zoopolítico en tanto y en cuanto se ejerce sobre la vida Veteris et Novi Testamenti, CXIV, 22. Cf. asimismo Pascasio Diácono, De Spiritu Sancto Libri Duo (PL, 62 col. 11) I, 1: “llaec enim quae in symbolo post sancti Spiritus nomen sequuntur, ad clausulam symboli remota in praepositione recipiuntur, ut sanctam Ecclesiam, sanctorum communionem, remissonem peccatorum, carnis resurrectionem, vitam aeternam creadamus”. 30 Ireneo de Lión, Demonstratio Apostolicae Praedicationis, I, 5-6. Cf. Ysabel de Andía, Homo vivens. Incorruptibilité et divinisation de l’homme selon Irénée de Lyon (Paris: Études Augustiniennes, 1986); Antonio Orbe, La Teología del Espíritu Santo. Estudios Valentinianos, vol I (Roma: Analecta Gregoriana, 1966), 461; Antonio Orbe, “Supergrediens angelos (S. Ireneo, Adv. Haer., V 36, 3)” Gregorianum 54/1 (1973): 6-59. 31 Niceto, De Spiritus Sanctis Potentia (PL 52 col. 861-862), 18: “[...] si de Patre procedit Spiritus sanctus; si liberat, si sanctificat; si Dominus est, si vivificat, sicut habet Pater et Filius, [...] si judicat; si bonus est, si rectus est, haec dicit Spiritus sanctus; si prophetas constituit; si consolator est; si is qui in eum blasphemaverit, non habet remissionem neque in hoc saeculo neque in futuro, quod utique Deo proprium [...] Non utique alienus est Patris et Filii sanctitate, qui non est ab operum virtute alienus: frustra illi nomen divinitatis negatur, cujus potestas non potest abengari: frustra prohibeor eum cum Patre et Filio venerari, quem confiteri cum Patre et Filio ipsa veritate compellor. Si illi mihi cum Patre et Filio confert remissionem peccatorum, confert sanctificationem et vitam aeternam, ingratus ero nimis et impius si non ei cum Patre et Filio referam gloriam [...] Adorabo ergo Patrem, adorabo Filium, adorabo Spiritum sanctum, una eademque veneratione”.
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como zoè separada de la esfera mundana, sacralizada, para hacerla entrar en la comunidad inhumana de los ángeles y de Dios. Al mismo tiempo, este poder espiritual no se limita a conquistar para Dios el reino de la muerte, venciendo así la grandiosa rebeldía cósmica de los antiguos Vigilantes,32 sino que también su acción se ejerce sobre las costumbres de los hombres, sobre sus decisiones morales y, en última instancia, sobre su pensamiento mismo. Es decir, se trata de un poder a través del cual Dios puede penetrar en los rincones más íntimos de la vida natural y psíquica tanto en la escala microcósmica del individuo, como también en la continuidad macrocósmica (teológico-política, podría decirse) entre la ciudad divina y la humana. En cierto sentido, como bien señalan los tratadistas, al ser todas las personas de la Trinidad equivalentes, a todas ellas les cabe el título de señorío y dominio.33 Sin embargo, al Espíritu Santo suele llamárselo también Paráclito, es decir, utilizando un término jurídico que designa la función del abogado.34 Este papel señala muy bien la naturaleza política de su acción como mediador entre Dios y la creación, entre la soberanía y lo comandado, entre el bando soberano y la vida objeto de dominio. Sin su presencia, entre Dios y el mundo habría simplemente un abismo que ni la burocracia angélica podría llenar, porque para que esta actúe se presupone la necesidad de una naturaleza vivificada y santificada35 que pueda ser objeto de administración. Por ello, el accionar del Espíritu Santo es la condición de posibilidad del ejercicio de todo poder. Topológicamente, se trata de una majestad articulada de modo triple,36 que divide su poder según una dimensión soberana (Dios), una dimensión económica (Hijo) y una dimensión efectualsantificante (Espíritu) y que se apoya en una burocracia angélica de tipo
32 Me permito reenviar a Fabián Ludueña Romandini, La comunidad de los espectros I. Antropotecnia (Madrid – Buenos Aires: Miño y Dávila editores, 2010), 93-106. 33 De Doctrina Apostolorum, VI, 6: “Per dominum Iesum Christum regnantem et dominantem cum deo patre et spiritu sancto in saecula saeculorum”. 34 Niceto, De Spiritus Sanctis Potentia (PL 52 col. 860 B-C), 16: “Quis autem illam dignitatem Spiritus sancti possit tacere? Antiqui enim prophetae clamabant: Haec dicit Dominus. Hanc vocem Christus adveniens in suam revocavit personam dicens: Et ego dico vocabis. Novi autem prophetae quid clamant? sictu Agabus prohetans in Actibus apostolorum ait: Haec dicit Spiritus sanctus. Et iterum se a Deo Patre et a Christo vocatum et missum Paulus apostolus, non ab hominibus neque per hominem, sed per Jesum Christum et Deum Patrem [...] Nequis autem Spiritum sanctum quia Paraclitus dicitur contemptibile quid aestimet; Paraclitus enim advocatus sive consolator est secundum Latinam linguam; quae appellatio etiam Filio Dei communis est, sicut docet Joannes (I Joan. 2, 1). Sed nec a Patre hoc nomen Paracliti alienum est: beneficientiae enim nomen est, non naturae (II Cor, 1, 3)”. 35 Cf. Atanasio, Epistula ad Serapionem I, 23 (PG 26, 584B). 36 Pascasio Diácono, De Spiritu Sancto Libri Duo (PL, 62 col. 12), I, 3: “Catholica fides trigeminam majestatem sub unius divinitatis confessione veneratur”.
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jerárquico37 para que el poder santificador del Espíritu pueda circular tanto en la esfera intra-divina como entre el mundo humano y el divino de modo recíproco. Sin un poder espiritual, no solo no existiría ningún poder temporal sino que, además, no habría siquiera un cosmos vivo que pudiera ser gobernado. De este modo, toda teología político-económica está completamente supeditada al poder que otorga vida a la Creación y, por lo demás, permite la dirección de las conciencias de los hombres. De hecho, la primera elección de los Doce Apóstoles (mandatarios) había sido llevada adelante por el Mesías bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sin embargo, el día de Pentecostés “una impetuosa ráfaga de viento” colmó la casa donde se encontraban los Apósoles y “se les aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron de Espíritu Santo (eplésthesan pneúmatos hagíou) y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu (tò pneûma) les concedía expresarse” (Hechos de los Apóstoles 2, 4). Por lo tanto, no es exagerado decir que el acto fundacional mismo de la Iglesia cristiana es realizado por obra del Espíritu Santo puesto que “la Iglesia no existe si no es por el hecho de que los doce Apóstoles son llamados por el Espíritu Santo (die zwölf Apostel im Heiligen Geiste berufen sind)” con el fin de “dirigirse a los paganos”.38 Esto es, la ruptura de la comunidad mesiánica con el judaísmo de base para fundar una Iglesia universal se produce, de hecho, gracias a la mediación del poder espiritual.39 Por lo tanto, la Iglesia misma también debe su existencia a la acción del Espíritu Santo. No obstante, en los cimientos de toda la codificación jurídica que da fundamento a la Iglesia se halla, precisamente, el canon40 del Nuevo Testamento, es decir, un texto de naturaleza jurídica que, en su núcleo, contiene las biografías del Mesías llamado Jesús de Nazaret.41Un texto canónico, es decir, que establece autoridad y obligatoriedad jurídica pero cuya fuerza de ley proviene del Espíritu Santo que lo inspiró en cada una de sus letras. Así, el Nuevo Testamento constituye el primer código jurídico del Occidente que es postulado como habiendo sido dictado por una fuerza in-humana denominada Espíritu Santo cuya función no solo consiste en dictar el nuevo nomos del mundo divino y humano sino también 37 Emanuele Coccia, “Introduzione”, en Giorgio Agamben y Emanuele Coccia, Angeli. Ebraismo Cristianesimo Islam (Vicenza: Neri Pozza, 2009), 467-73. 38 Erik Peterson, “Die Kirche”, en Ibid., Theologische Traktate (Würzburg: Echter Verlag, 1994), 250. 39 Esta exégesis fue elaborada muy anteriormente a Erik Peterson, ya en los tiempos patrísticos. Cf. a modo de ejemplo, Cirilo De Jerusalén, Catequesis, XVII, 29. 40 Sobre el concepto jurídico de Canon, cf. Herbert Oppel, Kanon. Zur Bedeutungsgeschichte des Wortes uns seinen lateinischen Entsprechungen (regula – norma) [Leipzig: Philologus Suppl. xxx, 1937]. Y más recientemente, Bruce Metzger, The Canon of the New Testament. Its Origin, Development and Significance (Oxford: Clarendon Press, 1987), 289-93. 41 Cf. el texto de Emanuele Coccia en este mismo dossier.
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en introducir un nuevo tipo de normatividad donde, precisamente, la ley adquiere un carácter espectralizante.42 Sin embargo, si vemos la cuestión más de cerca, este primer mitomotor de la nueva política que nace en el Occidente cristiano conlleva un vertiginoso proceso de mise en abîme una vez que se lo coloca sobre la tela de fondo del dogma Trinitario, de la triple articulación de la soberanía divina. En efecto, se trata de un código jurídico que no solo se postula como inspirado por el Espíritu Santo, sino que además contiene las obras desarrolladas por ese mismo Espíritu. Desde este punto de vista, se pone en escena una mutación por medio de la cual este nuevo texto jurídico del mundo occidental ya no hablará, como en la Roma antigua, de ficciones del derecho,43 sino de las acciones milagrosas de un Espíritu (que actúa solo o por medio de un Mesías) cuya naturaleza ontológica es dogmáticamente descripta –aunque no definida– por el mismo corpus textual. Por ello, desde entonces, Occidente ha dejado de tratar solo con ficciones jurídicas para desarrollar un verdadero comercio con el mundo de lo espectral como nueva dimensión propia de la ley. En este sentido, no puede decirse que el derecho sea solo una ciencia positiva puesto que, por el contrario, es ahora una auténtica nomo-espectro-logía. Más aún, si tomamos en cuenta los desarrollos de la Patrística y concedemos que el texto evangélico articula la triple soberanía divina, entonces hay que entender al mitomotor cristiano como un dispositivo en el cual Dios, en tanto soberano, inspira por medio de su persona espiritual un texto jurídico donde se narra la biografía de su Hijo, es decir, de su persona gubernativa. Pero entonces debemos admitir conjuntamente que no solo los Evangelios tratan de una biografía divina sino, en cierta medida, de una extraña forma de auto-biografía donde Dios mismo, por la acción de su poder mediatizador espiritual, pone en la letra de la Ley la narración de su propia Encarnación en el mundo de la vida humana. En este sentido, el pacto autobiográfico que Occidente ha constituido por medio del canon evangélico provoca una radical indistinción entre vida y narración, entre logos y nomos y, en definitiva, más allá de cualquier dialéctica entre lo trascendental y lo inmanente (incluso de aquella que busca anular el primer polo a favor del segundo), un mundo autobiográficamente construido, según los términos cristianos, es un mundo “lleno de Espíritu” o, dicho en otros términos, un mundo completamente colocado bajo la esfera del sacro poder y donde es imposible concebir un afuera de lo divino aun si se hace coincidir a esta última dimensión, en un gesto último, con el mundo de la naturaleza en su conjunto. 42 Ludueña Romandini, La comunidad, 123-7. 43 Yan Thomas, “Fictio legis. L’empire de la fiction romaine et ses limites médiévales”, Droits 21 (1995): 17-63.
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Por esta misma razón, el pecado verdaderamente irremisible es el pecado contra el Espíritu (Mateo 12, 31: “todo pecado y blasfemia será perdonada a los hombres pero la blasfemia contra el Espíritu Santo [toû pneúmatos blasphemía) no será perdonada”).44 Ahora bien, ¿en qué consiste este pecado imperdonable? Muchas teorías se han deslizado al respecto y no es posible exponerlas aquí. Sin embargo, este pecado, ciertamente, cuestiona la esencia misma de la monarquía divina que actúa bajo la forma del poder espiritual. De este modo, si Cristo ha realizado milagros sobre la Tierra, esto ha sido posible porque estaba “lleno de Espíritu”, es decir, porque era asistido por el poder inmaterial que inunda a toda la divinidad.45 Del mismo modo, el poder de la Iglesia, fundado sobre la posibilidad de perdonar los pecados como atentados contra la politicidad de la monarquía divina, también se ve afectado cuando se niega el Espíritu Santo (en tanto forma de la “bondad” de la potencia paterna46), es decir, la posibilidad de remitir cualquier pecado en tanto prestación específica de la Iglesia en el mundo temporal.47 De este modo, atentar contra el Espíritu Santo, es negar la quintaesencia del poder de Dios tanto en la esfera celestial como en el terrenal. Desde esta perspectiva, resulta de fundamental importancia la definición que proporciona Basilio de Cesarea para quien por Espíritu Santo debe 44 Para un comentario general del problema, cf. Eusebio Jerónimo, Commentariorum in Evangelium Matthaei, II, 12 (PL 26 col. 81). 45 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, IIa.IIae q. 14a 1 co: “Christus enim operabatur quaedam humanitus, comedendo, bibendo et alia huiusmodi faciendo; et quaedam divinitus, scilicet Daemones eiiciendo, mortuos suscitando, et cetera huiusmodi; quae quidem agebat et per virtutem propriae divinitatis, et per operationem spiritus sancti, quo secundum humanitatem erat repletus”. 46 Richardus S. Victoris Prior, Tractatus De Spiritu Blasphemiae (PL 196, col. 1187): “Juxta id autem quod In Scripturis sanctis specialiter atribuitur potentia Patri, sapientia Filio, bonitas vero Spiritui sancto: juxta hoc, inquam, dicunt quod peccare per infirmitatem sit peccare in Patrem; peccare vero per ignorantiam, sit peccare in Filium; per solam autem peccare malitiam, sit peccare in Spiritum sanctum [...] Sed qui per solam malitiam peccantes in Spiritum sanctum delinquunt, nil ejusmodi remissionis accipiunt, et non remittitur eis in hoc saeculo, nec in futuro”. 47 Agustín de Hipona, Sermo 71. De Blasphemia in Spiritum Sanctum, 23.37: “Hic omnino, hic nos compulit non alibi intellegere fieri posse remissionem omnis peccati omnisque blasphemiae, nisi in Christi congregatione, quae non spargit. Congregatur quippe in Spiritu Sancto, qui non est contra se ipsum divisus, sicut ille immundus spiritus. Et propterea omnes congregationes, vel potius dispersiones, quae se Christi ecclesias appellant, et sunt inter se divisae, atque contrariae, et unitatis congregationi quae vera est Ecclesia eius inimicae, non quia videntur eius habere nomen, idcirco pertinent ad eius congregationem. Pertinerent autem, si Spiritus Sanctus, in quo consociatur haec congregatio, adversum se ipsum divisus esset. Hoc autem quia non est (qui enim non est cum Christo, contra ipsum est; et qui cum illo non congregat, spargit), ideo peccatum omne atque omnis blasphemia dimittetur hominibus in hac congregatione, quam in Spiritu Sancto et non adversus se ipsum diviso congregat Christus; ipsius autem Spiritus illa blasphemia, qua fit ut corde impaenitenti huic tanto Dei dono usque in finem vitae istius resistatur, non remittetur […] Unum ergo suffugium est, ne sit irremissibilis blasphemia, cor impaenitens caveatur; nec aliter paenitentia prodesse credatur, nisi ut teneatur Ecclesia ubi remissio peccatorum datur et societas Spiritus in pacis vinculo custoditur”.
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entenderse: “el nombre de todo ser incorpóreo (asomátou), puramente inmaterial (katharôs aulou) y desprovisto de partes (ameroûs)”.48 Debido a ello, si el poder espiritual coincide con un poder inmaterial, esto se debe a que “hacia él se vuelve todo lo que tiene necesidad de santificación”.49 Al mismo tiempo, es quien “toma a su cargo la vida (zoês choregón)”50 y, por esta razón, “es plenitud directa (plêres euthùs), fundado en sí mismo (en heautôi hidruménon) y presente por doquier (pantachoû ón)”.51 Es por estas propiedades que todo el poder de la jerarquía angélica es obtenido por medio del influjo santificador que el Espíritu Santo les infunde.52 En este sentido, toda la jerarquía como forma de ordenamiento del ministerio angélico y humano recibe su fuerza operativa del poder inmaterial del Espíritu sin el cual estaría privada de toda positividad y capacidad de acción. Fundados en esta distinción del Espíritu como mediador entre las personas de la Trinidad y, a su vez, entre la Trinidad y el mundo humano, los teólogos han podido llamar Amor al Espíritu Santo.53 Sin embargo, aquí, esta denominación debe entenderse como la capacidad de afectación en el sujeto y en el objeto de una fuerza agente de orden inmaterial y eminentemente política.54 Como hemos visto, una de las prestaciones más 48 Basilio de Cesarea, De spiritu sancto, (PG 32) IX, 22. 49 Ibídem. 50 Ibídem. 51 Ibídem. 52 Ambrosio, De Spiritu Sancto Libri Tres (PL 16 col. 724), I, 7: “Sed quemadmodum sanctificans apostolos Spiritus, non est humanae consors naturae; ita etiam sanctificans Angelos, Dominationes et Potestates, non habet consortium creaturae. Si qui autem putant non esse spiritalem in angelis sanctitatem, sed aliam quamdam gratiam suae proprietate naturae, hi inferiores profecto angelos hominibus judicabunt. Cum enim et ipsi fateantur quod Spiritui sancto angelos conferre non audeant, nec possint negare quod hominibus infundatur Spiritus sanctus: sanctificatio autem Spiritus donum munusque divinum sit; invenientur utique homines qui meliorem sanctificationem habent, angelis praeferendi. Sed cum angeli hominibus in adjumentum descendant, intelligendum est quod creatura quidem superior angelorum sit, quae plus recipit gratiae spiritalis; ejusdem tamen et erga nos et illos munus auctoris sit”. 53 Agustín de Hipona, De Trinitate, 17, 29: “Et tamen non frustra in hac Trinitate non dicitur Verbum Dei nisi Filius, nec Donum Dei nisi Spiritus Sanctus, nec de quo genitum est Verbum et de quo procedit principaliter Spiritus Sanctus nisi Deus Pater. Ideo autem addidi, Principaliter, quia et de Filio Spiritus Sanctus procedere reperitur. Sed hoc quoque illi Pater dedit, non iam exsistenti et nondum habenti: sed quidquid unigenito Verbo dedit, gignendo dedit. Sic ergo eum genuit, ut etiam de illo Donum commune procederet, et Spiritus Sanctus spiritus esset amborum. Non est igitur accipienda transeunter, sed diligenter intuenda inseparabilis Trinitatis ista distinctio. Hinc enim factum est ut proprie Dei Verbum etiam Dei sapientia diceretur, cum sit sapientia et Pater et Spiritus Sanctus. Si ergo proprie aliquid horum trium caritas nuncupanda est, quid aptius quam ut hoc sit Spiritus Sanctus? Ut scilicet in illa simplici summaque natura, non sit aliud substantia et aliud caritas; sed substantia ipsa sit caritas, et caritas ipsa sit substantia, sive in Patre, sive in Filio, sive in Spiritu Sancto, et tamen proprie Spiritus Sanctus caritas nuncupetur”. 54 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, Ia q. 37 a. 1 co: “Ex parte autem voluntatis, praeter diligere et amare, quae important habitudinem amantis ad rem amatam, non sunt aliqua vocabula imposita, quae importent habitudinem ipsius impressionis vel affectionis rei amatae, quae provenit in amante ex hoc quod amat, ad suum principium, aut e converso. Et ideo, propter
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específicas del cristianismo ha de buscarse, precisamente, en su teoría del poder. Sin embargo, esta teoría no puede ser comprendida solamente basándose en el argumento de la existencia de una teología política del Dios supremo. La teología es, fundamentalmente, un dispositivo que articula una teoría tripartita del poder que se centra sobre el equilibrio y el accionar de la máquina trinitaria. En dicho sistema, los estudios sobre teología política han descuidado de manera notoria la presencia y la función del Espíritu Santo que, no obstante, constituye la condición de posibilidad y la forma más pura del ejercicio del poder efectual en el mitomotor cristiano. Este olvido por parte de los estudios en teología política contrasta, ciertamente, con el destino del Espíritu en la filosofía moderna, en cuya obra cumbre, se ha hecho del Espíritu el medio por el cual la sustancia ha devenido sujeto como autoconciencia universal que supera la singular muerte de Dios.55 La sociología moderna del poder, por otra parte, ha podido hacer referencia a un poder distinto de la fuerza física o económica, una fuerza que los sociólogos no vacilan en definir como casi “mágica” y, por ello mismo, “capaz de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo, por lo tanto, el mundo”.56 Este poder de creencia, de palabra y de orden ha sido bautizado como “poder simbólico”. Sin embargo, este objeto tan buscado por la sociología moderna no es un descubrimiento reciente: en efecto, fue obsesivamente tematizado, a lo largo de los siglos, en los oscuros y ahora olvidados tratados de los teólogos cristianos que intentaron comprender la esencia y la praxis de un tipo de poder de naturaleza inasible pero omnipresente y que representa el sustento último de todo cuanto entendemos por societas.
vocabulorum inopiam, huiusmodi habitudines significamus vocabulis amoris et dilectionis; sicut si verbum nominaremus intelligentiam conceptam, vel sapientiam genitam”. 55 Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Phänomenologie des Geistes en Ibid., Werke Auf der Grundlage der Werke von 1832-1845 neu edierte Ausgabe. Redaktion Eva Moldenhauer und Karl Markus Michel, Band 3 (Frankfurt a. M.: Suhrkamp, 1979), 572 : “Tod dieser Vorstellung enthält also zugleich den Tod der Abstraktion des göttlichen Wesens, das nicht als Selbst gesetzt ist. Er ist das schmerzliche Gefühl des unglücklichen Bewußtseins, daß Gott selbst gestorben ist. Dieser harte Ausdruck ist der Ausdruck des Innersten sich einfach Wissens, die Rückkehr des Bewußtseins in die Tiefe der Nacht des Ich = Ich, die nichts außer ihr mehr unterscheidet und weiß. Dies Gefühl ist also in der Tat der Verlust der Substanz und ihres Gegenübertretens gegen das Bewußtsein; aber zugleich ist es die reine Subjektivität der Substanz oder die reine Gewißheit seiner selbst, die ihr als dem Gegenstande oder dem Unmittelbaren oder dem reinen Wesen fehlte. Dies Wissen also ist die Begeistung, wodurch die Substanz Subjekt, ihre Abstraktion und Leblosigkeit gestorben, sie also wirklich und einfaches und allgemeines Selbstbewußtsein geworden ist”. 56 Pierre Bourdieu, “Sur le pouvoir symbolique”, Annales. Économies, Sociétés, Civilisations 32 (1977): 405-411, cita en 410.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 171-183
Por una política sin teología política* Alfonso Galindo Hervás** Universidad de Murcia RESUMEN En este artículo se reconstruyen, en sus elementos esenciales, los tipos ideales “teología política” y “mesianismo impolítico”, analizando la potencialidad y limitaciones que poseen para nombrar dos comprensiones antagónicas de la política. Tras ello, se esboza brevemente una idea de política que asume lo mejor de cada uno de esos tipos y evita sus peligros. Dicha política es nombrada con la expresión “tercer liberalismo”. Palabras clave: Teología política, mesianismo impolítico, tercer liberalismo, Carl Schmitt, Giorgio Agamben.
For a Politics without Political Theology In this article the ideal types “political theology” and “messianism impolitic” are reconstructed in their essential elements, analyzing their potential and their limitations in order to appoint two conflicting understandings of politics. After that, an idea of politics that takes the best of each one of these types and avoid their dangers, is outlined. This politics is called the “third liberalism”. Keywords: Political Theology, Messianism Impolitic, Third Liberalism, Carl Schmitt, Giorgio Agamben. * Artículo recibido el 17 de noviembre de 2011 y aceptado el 22 de diciembre de 2011. ** Profesor de Filosofía Política e Historia de las Ideas Políticas en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia (España). Es miembro del Grupo de Investigación Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico, del Laboratorio de Antropología Social y Cultural de la Universidad de Almería y Secretario de Res Publica. Revista de Filosofía Política. Ha publicado los libros: La soberanía. De la teología política al comunitarismo impolítico (Murcia: Res Publica, 2003), Política y mesianismo. Giorgio Agamben (Madrid: Biblioteca Nueva, 2005) y Cincuenta mitos (Murcia: Editora regional de Murcia, 2006. Premio de Ensayo “Miguel Espinosa”). Es igualmente co-editor de seis volúmenes dedicados a las relaciones entre filosofía y cine: Cine y prospectiva social (Almería: Diputación de Almería, 2004), El cine y lo siniestro (Almería: Diputación de Almería, 2005), La experiencia voyeurista (Almería: Diputación de Almería, 2006), Pensar la imagen. La imagen persuasiva (Almería: Diputación de Almería, 2007), Cine de culto (Almería: Diputación de Almería, 2008) y Cine, sueño y realidad (Almería: Diputación de Almería, 2009). E-Mail: galindoh@um.es
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I. La teología política La expresión “teología política” acumula un largo uso y ha generado una extensa bibliografía en los ámbitos de la filosofía política y de la historia de los conceptos políticos. Su fertilidad heurística y riqueza de significados explica en parte la ambigüedad que la acompaña. Si bien estas circunstancias deben ser tenidas en cuenta, en este artículo se privilegia la funcionalidad de la expresión para nombrar una determinada comprensión de la política moderna y contemporánea, obviando entrar en el debate más erudito a propósito de los diferentes acercamientos teóricos a la misma, que solo serán mencionados con el fin de sostener el argumento principal, pero sin hacer de ellos objeto de análisis preferente. Tal vez los primeros nombres propios que habría que aludir cuando hablamos de teología política sean los de Carl Schmitt y Erik Peterson –dando por sentado, obviamente, que privilegiamos el tratamiento contemporáneo del topos “teología política” y que, en esta medida, quedamos legitimados para subestimar alusiones de más largo alcance, por ejemplo a Agustín de Hipona, Eusebio de Cesarea u Orosio, que nos conducirían muy lejos1. Pero antes de dedicar unos párrafos a los dos grandes teóricos contemporáneos de la teología política, conviene dar un paso atrás con el objetivo de adquirir perspectiva. El hecho de que sea posible un uso significativo de la expresión “teología política” y, en esta medida, la propia significatividad de la realidad constituida por ella, es prueba de una determinada óptica de análisis de las realidades histórico-políticas. Básicamente, la emergencia de la teología política remite al ámbito de disciplinas como la filosofía y la historia de los conceptos políticos, dotadas de un alto grado de abstracción en su tratamiento de los fenómenos sociales, con las virtualidades y los peligros que ello comporta. Dicha abstracción está en la base de lo que cabe considerar condición de posibilidad (y a la vez consecuencia) de la emergencia de la teología política: el denominado teorema de la secularización. Dado que aquí es imposible adentrarse en la complejidad teórica del mismo2, bastará con indicar que, entendido como transferencia de contenidos teológicos a la esfera temporal, más que en el sentido nietzscheano de liquidación de la herencia cristiana, el teorema presupone el objetivo de constituir grandes continuidades histórico-conceptuales en la tradición europea (en detrimento, obviamente, de la atención al detalle de la historia social). En 1 También a otros pensadores modernos, como Pascal, Hobbes, Rousseau… Para una referencia a la teología política de estos pensadores, puede verse Yves Charles Zarka, “Para una crítica de toda teología política”, Isegoría 39 (2008): 27-47. 2 Para ello véase Jean-Claude Monod, La querelle de la sécularisation. Théologie politique et philosophies de l’histoire de Hegel à Blumenberg (Paris: Vrin, 2002); Antonio Rivera, “La secularización después de Blumenberg”, Res Publica (2003): 11-2.
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este sentido, dicho teorema señala una afinidad entre los ámbitos teológico y político, religioso y secular, defendiendo de este modo la pervivencia en el mundo moderno, y en especial en su artefacto par excellence: el Estado, de elementos propios del medioevo religioso. Ciertamente, el teorema de la secularización pasa por defender la plausibilidad del carácter secularizado no solo del Estado, sino también de cierta comprensión de la historia e incluso de la economía y el gobierno modernos, pero la finalidad de este artículo hace que privilegiemos la posible secularización habida en la forma política estatal. Debe subrayarse que el teorema de la secularización presupone que el establecimiento (o descubrimiento) de afinidades entre realidades seculares y religiosas resulta especialmente útil a la hora de dotar de inteligibilidad dichas realidades seculares. Tal presupuesto, que Giorgio Agamben ha hecho explícito en su reciente ensayo El reino y la gloria, parece remitir a la metodología de los naturalistas renacentistas, que creían hallar paralelismos entre los fenómenos terrestres y los celestes. Llegados a este punto, y como manera de adentrarse mínimamente en el debate sobre la teología política, es forzoso dedicar unas frases a Carl Schmitt. En el contexto de crisis habido durante el periodo de la República de Weimar, el jurista Schmitt reivindicó una salida a la, a su juicio, despolitización de la sociedad que le tocó vivir, merced a una argumentación en la que hacía uso de ciertas analogías que, supuestamente, cabía defender entre los conceptos políticos y los teológicos. En concreto, sostuvo que conceptos políticos nucleares como los de soberanía, decisión y representación debían ser remitidos a precedentes conceptos teológicos. Debe subrayarse que el problema que le interesaba era el de hallar una fuente de legitimidad (de trascendencia, en suma) una vez instalados en el inmanentismo propio del mundo moderno. Dicha fuente la encontró en dos elementos: en el exceso, en la fuerza que sostenía el orden jurídico y brillaba en los estados de excepción y, también, en el rol representativo de la unidad ejercido por el soberano. Es por ello que ambos polos, decisión y representación, son los que conforman los pilares de su teología política y, en esta medida, de su apuesta por conseguir una revitalización del pensamiento de la legitimidad, a su juicio perdido en aras de la mera e inmanente legalidad moderna, incapaz de crear orden legítimo. Si la teología adecuada para subrayar los componentes voluntaristas y de omnipotencia del soberano era la calvinista, máximamente prefigurada en el Leviatán hobbesiano, la idónea para teorizar sobre su rol representativo era la teología sacramental católica. Los ensayos de los años veinte Teología política y Catolicismo y forma política dan cuenta respectivamente de dicha dualidad, por lo demás no fácilmente armonizable. Es importante subrayar que, en estos textos tempranos, Schmitt remite la posibilidad de politización –lo cual, dada su comprensión de lo político, equivale a la posibilidad de hallar fuentes de legitimidad para el orden— a 173
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la figura del Estado. Dicho de otro modo: la teología política de Schmitt es pro-estatalista. La producción de deber ser a partir de ser tiene como marco de referencia al Estado, forma política por excelencia. Ello no implica que lo político se reduzca a lo estatal. Con estas palabras se inicia la edición de 1932 de El concepto de lo político: “El concepto del Estado supone el de lo político”. Y así se expresa en el prólogo de dicha edición: “De lo que se trata fundamentalmente es de la relación y correlación de los conceptos de lo estatal y de lo político por una parte, y de los de guerra y enemigo por la otra”3. En 1935 Erik Peterson publica El monoteísmo como problema político, un importante ensayo que solo hallará respuesta explícita por parte de Schmitt treinta y cinco años después, en Teología Política II, y una vez ya desaparecido Peterson. La tesis de este sostiene la imposibilidad de trasladar analógicamente el dogma trinitario al orden político y, en esta medida, la existencia de una diferencia insalvable entre el ámbito religioso y el político, debiendo considerarse toda teología política una mera funcionalización política de lo trascendente. En Teología política II, Schmitt achacó a esta tesis una oportunista posición anti-hitleriana deudora de Burckhardt, y se defendió sosteniendo que su teología política no pretendía tanto legitimar un Estado universal cuanto explicitar la confusión de esferas constitutiva de la Modernidad. Este argumento es asumible solo si nos atenemos al importante libro de 1950, El nomos de la tierra. En él, en efecto, Schmitt renunciaba a las implicaciones estatalistas, antipoliteístas y antipluralistas implícitas en su teología política de los años veinte, anticipando un fértil pensamiento relativo a los grandes espacios globales4. Frente al cosmopolitismo liberal, renuente a reconocer la pluralidad y sostenido en la mera expansión de una técnica no enraizada en un espacio dotado de identidad, Schmitt defenderá la potencia imperial anclada en la unión de grandes espacios y espíritu. Si bien su crítica al positivismo, desarraigado, nihilista y voluntarista, lo emparentaba con Heidegger, la recurrente apuesta de este en favor del mito localista lo alejaba de él. La abstracta perspectiva de Heidegger lo conducía a igualar toda forma jurídica al reflejo de una análoga y nihilista voluntad de poder, ante la que solo cabía oponer una resistencia anarquizante. Schmitt, en cambio, defendía la necesidad de traducir jurídicamente las potencias míticas. A partir de 1950, la novedad radicaba en su apuesta por remitir el análisis de las formas de orden a la tierra entera. Frente a Heidegger, el modelo del Schmitt maduro siguió siendo el de la autoridad jurídica, visible, capaz de organizar el nomos de la tierra. Pero la fundación del orden jurídico precisaba identificar-reconocer enemigos, esto es, formas existenciales vinculadas a grandes espacios. En ello radicaba su rechazo del 3 Carl Schmitt, El concepto de lo político (Madrid: Alianza, 2002), 39. 4 Agradezco a José Luis Villacañas la advertencia acerca del giro, sobre este punto, del pensamiento de El nomos de la tierra, al que viene dedicando importantes estudios.
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cosmopolitismo liberal norteamericano, cuya pretensión era fundar un orden universal sin reconocer el polemos, la pluralidad (de ahí que disolviera la enemistad en delincuencia, la pluralidad de formas existenciales en choque estético multicultural, reivindicando superioridad moral y reduciendo la potencia imperial a mero ejercicio policial). Frente a dicho universalismo incapaz de tolerar la neutralidad y la abstención, pues se cree imbuido de la verdad absoluta, Schmitt defendió los grandes espacios continentales en los que se ha acumulado poder, tradición, historia. Su convicción, que traslucía claramente la herencia weberiana, era que el mero desarrollo técnico no puede unir a la humanidad; solo de la pluralidad de nuevos poderes surgiría el derecho, que es el único lenguaje, frente al de la moral, capaz de organizar la convivencia. Pero tales poderes emergerían cuando se diese la unión de dominio técnico, identidad espiritual y gran espacio. Esta sumaria presentación de la evolución del pensamiento de Schmitt, que aun con sus paralelismos contrasta con la de Heidegger, constituye una buena plataforma para presentar el topos teórico que, como espero mostrar, cabe considerar su opuesto simétrico y que denomino “mesianismo impolítico”. Frente a la visibilidad y la publicidad (la dimensión jurídica, en suma) defendidas por la teología política, el mesianismo impolítico se sitúa del lado de la irrepresentabilidad. Frente a su apuesta por la acción, el mesianismo impolítico remite la liberación a la pasividad, a la potencialidad. En perfecta coherencia con Heidegger y Benjamin, los autores adscribibles a esta modalidad mesiánica denuncian como esencialmente perverso todo poder y todo ordenamiento jurídico, perfilando relaciones y experiencias que cabría remitir al ámbito de la moral, abiertamente denostado por Schmitt. Para dichos autores, lo liberador cae del lado de la performatividad de una decisión que no funde derecho, que no alumbre instituciones, que se limite a desconstruir, a contemplar. En el fondo, estas distancias son remisibles al diferente grado de abstracción que adoptan en sus análisis ambas comprensiones de lo político. Mientras que la teología política es capaz de atender a las mediaciones jurídicas y políticas para aprehender sus diferencias, el mesianismo impolítico las engloba a todas en una misma categoría de ilegitimidad, impidiendo diferenciarlas. Esta perspectiva tan abstracta, posibilitada y refrendada por el uso de categorías ontológicas en el análisis de la política, es directamente debida a la influencia de Heidegger y, en concreto, a su conocida figura de la diferencia ontológica, según la cual procuraba una atención al ser en detrimento de los entes. Ello lo conducía a, por ejemplo, considerar que cualquier forma de poder, cualquier tipología de Estado o de imperio era igualmente nihilista y expresión de la voluntad de poder que cualquier otra. Desde Heidegger o, poco después, Adorno y Horkheimer, pasando por Deleuze, tal asimilación por vía de abstracción late tras la equiparación entre el nazismo y las democracias liberales occidentales que establecen, por ejemplo, Giorgio Agamben y Roberto 175
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Esposito. Una abstracción igualadora que evidencia la “fobia al Estado” que ya denunciara Foucault en El nacimiento de la biopolítica, ensayo sobre el que volveremos posteriormente. Por último, en cuanto a las fuentes cultas procedentes del ámbito de la teología de las que se nutren ambas retóricas, mientras que la teología política es claramente afín o dependiente de la sacramentalidad católica, el mesianismo impolítico lo es, más que al paganismo helénico y localista de Heidegger, a cierto cristianismo paulino que ostenta notables afinidades con (cierto) judaísmo. II. El mesianismo impolítico Con la categoría “mesianismo impolítico” designo lo que cabría considerar el opuesto simétrico de la teología política. Si bien la expresión remite a un origen confesional, judío, el concepto se muestra hoy en determinada literatura filosófica como concepto aconfesional con alcance político. El adjetivo “impolítico”, sobre el que ha reflexionado Roberto Esposito5, subraya su dimensión de cuestionamiento de los pilares que sostienen la política en su sentido moderno, a saber, los mecanismos de representación (las mediaciones racionales) y la creencia en la factibilidad de la historia, esto es, la creencia en (la potencialidad emancipadora de) la acción. Pese a su oposición a la teología política, la conciencia contemporánea de que lo mesiánico tiene que ver con lo político se debe a Carl Schmitt, que se remitió a Pablo para caracterizar (y, en su caso, legitimar) el Estado como katechon, esto es, el que retrasa la parusía y sus consecuencias paralizantes, anómicas6. Schmitt subrayó la importancia de 2 Tes 2, 7-9 para la comprensión del sentido del Estado. Para Pablo, todo poder constituido es katechon, fuerza que retarda el desvelamiento del “misterio de la anomía”, que no es sino el misterio de la ilegitimidad sustancial de todo ordenamiento en el tiempo mesiánico, que en este sentido aparece como un verdadero “estado de excepción”. Tal conciencia mesiánica subyace como presupuesto de la teología política de Schmitt, que adquiere su especificidad a partir de la negación o totalización del exceso mesiánico, del resto. Es dicha conciencia la que explica su apuesta católica por la desactivación jurídico-estatal del elemento mesiánico y lo que este supone: la anomía, el caos. Y, junto a Schmitt, es Walter Benjamin el filósofo de referencia para los autores actuales que buscan argumentos desde los que sostener una retórica cuestionadora del nomos, impolítica. La defensa, en la Tesis VIII, de 5 Roberto Esposito, Categorías de lo impolítico (Madrid: Katz, 2006); Ibid., “Impolítico”, en Roberto Esposito y Carlo Galli (eds.), Enciclopedia del pensiero politico (Roma: Laterza, 2000), 40911. 6 Carl Schmitt, El nomos de la tierra (Granada: Comares, 2002), 22-26, 54.
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un estado de excepción “efectivo” solo adquiere sentido desde la definición de la soberanía a partir de la figura del estado de excepción en la Teología política. Al sostener que la excepción ha devenido la regla, Benjamin invalida el rol que Schmitt le otorgaba, definir la situación normal, reclamando en cambio un estado de excepción efectivo (wirklich), no meramente ficticio. Y ello implica que sea, como la soberanía que le es paralela, absolutamente ajeno al derecho, revolucionario. De ahí el paulinismo de Benjamin, heredado igualmente por Jacob Taubes: para ambos, tanto como para Pablo, verdaderamente soberano es el mesías que cumple la ley suspendiéndola absolutamente7. Este paulinismo antinomista presente en las Geschichtsphilosophische Thesen debe remitirse ante todo al concepto de tiempo mesiánico, un tiempoahora pleno heterogéneo al tiempo del progreso y afín al kairológico, que permite alejar el reino mesiánico de toda teleología inmanente. Ello ha permitido al citado Taubes sostener la unidad de la filosofía de Benjamin, viendo reflejado en el temprano Fragmento teológico-político un eco del nihilismo presente en las Cartas a los Corintios y a los Romanos. La morphé de este mundo pasa, decae; y solo el mesías consuma el acontecer histórico. Se trata del hos me paulino, del nihilismo que trabaja contra el imperio, del nihilismo como política mundial8. Taubes ha mostrado que la dimensión política del mesianismo paulino radica en defender que ningún orden político es legítimo. Frente a la apoteosis del nomos, presente tanto en la mentalidad pagana como en la judía, la “Carta a los Romanos” lanza el mensaje de la superación de toda ley en Cristo, que en coherencia aparece como el que decide el estado de excepción, esto es, como soberano9. Al aceptar un mesías crucificado según la ley, Pablo debe desarrollar una teología mesiánica en forma totalmente antinómica, declarando que el mesías crucificado es el cumplimiento-fin de la Ley. La comunidad universal que se constituye en torno al acontecimiento mesiánico difiere, por lo tanto, de toda institución eclesial o estatal, debiéndose remitir su carácter político revolucionario a una interiorización de la idea mesiánica que le lleva a deslegitimar todo poder constituido. El filósofo contemporáneo que más decididamente ha recuperado el topos teórico de lo mesiánico comprendido en este sentido es Giorgio Agamben. Su reflexión, que pasa por sostener que las cartas paulinas constituyen el más antiguo y exigente tratado mesiánico de la tradición judía, profundiza en el cuestionamiento del nomos implicado en la experiencia del tiempo mesiánico. Acertadamente remite el sentido de lo mesiánico a una determinada forma y experiencia del tiempo diferente de la del tiempo cronológico homogéneo. A su juicio, es imposible una representación del 7 8 9
Elettra Stimilli, Jacob Taubes. Sovranità e tempo mesiánico (Brescia: Morcelliana, 2004), 260. Jacob Taubes, La teología política de Pablo (Madrid: Trotta, 2007), 85-9. Ibid., 39.
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tiempo, ya que este jamás puede coincidir con sus representaciones dado que estas siempre dejan fuera un tiempo anterior: el tiempo que empleamos para completar nuestra representación del tiempo, un tiempo que resta. Este es un tiempo operativo que coincide con nosotros mismos, el único tiempo real que tenemos, “la situación mesiánica por excelencia”10. Al sugerir un afuera del tiempo histórico, factible, hace viable la posibilidad de una espera que trasciende lo que puede ofrecer el tiempo previsible y calculable; dota de sentido la revolución. La dimensión práctica de la categoría de lo mesiánico tal como la reivindica Giorgio Agamben se concentra en su capacidad para mostrar la desfundamentación e ilegitimidad de todo ordenamiento jurídico-político. En la “Carta a los Romanos” (cap. 7, vs. 12) localiza una desactivación radical de la ley11. Ello significa que, bajo el efecto de la katárgesis mesiánica, la ley queda suspendida a la vez que es llevada a cumplimiento, siendo indiferenciable observancia y transgresión, aplicación y desaplicación12. En coherencia, una vida mesiánica es una vida presidida por la fórmula de 1 Cor 7, 29-32, Hos me (como no): “los que compran como no poseyentes y los que usan el mundo como no abusantes”. Una vida en la que se rechaza toda propiedad jurídico-fáctica –pero no para instalarse en la parálisis, sino para hacer uso, para mantenerse en la permanente apertura o posibilidad que define al hombre, desposeyéndolo de toda propiedad, incluso de la identidad. Es solo por tal desposesión por lo que los singulares, devenidos cualquiera, pueden reivindicar una comunitariedad inobrable, ociosa, un resto que resiste toda representación y ordenamiento y que se confunde con la humanidad misma13. En suma, la categoría de “mesianismo impolítico” es pertinente para nombrar una comprensión de lo político presente con diversas acentuaciones en determinados autores que, sirviéndose del recurso de determinada retórica ontológica y teológica, tratan de identificar una especificidad de lo político diferenciándolo de cualquier praxis social reconocible y remitiéndolo en cambio a un tipo de experiencia que se resiste a ser descrita y nombrada, o a constituirse como fuente legitimadora de programa de acción alguno, concentrando más bien su potencialidad en el recuerdo sistemático de la existencia de un afuera o resto que cortocircuitaría la pretensión totalizadora que define a toda forma jurídica. El envite encerrado en el mesianismo impolítico trasciende el mero posfundacionalismo, ya que este concepto no solo sirve para designar empresas de desconstrucción, sino también otras que, aun reconociendo la radical contingencia e inmanencia de todo fundamento de lo social, sin embargo no se reducen a teología 10 Giorgio Agamben, El tiempo que resta (Madrid: Trotta, 2006), 13, 17, 68, 72. 11 Ibid., 32s., 42. Igualmente, véase Giorgio Agamben, “El Mesías y el soberano”, en La potencia del pensamiento (Barcelona: Anagrama, 2008), 265. 12 Agamben, El tiempo que resta, 107. 13 Ibid., 39.
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negativa, sino que se abren al posibilismo de la fundación, como es el caso del pragmatismo representado, entre otros, por Richard Rorty14. III. Ni soberanos ni mesías, ni totalitarismo ni anarquía, ni teología ni mística Una vez esbozados los contornos de los dos tipos ideales, teología política y mesianismo impolítico, estamos en condiciones de ofrecer algunos argumentos críticos, esto es, relativos a sus condiciones de posibilidad, fertilidad y limitaciones en lo tocante a comprender e influir en la política contemporánea. Tal vez lo primero que haya que hacer sea explicitar una obviedad: que al reconstruir ambos tipos ideales nos situamos, velis nolis, en el ámbito de la teoría, esto es, en un ámbito abstracto y que solo por aproximación a posteriori se relaciona con la realidad. Con esto se quiere decir que ni la teología política ni el mesianismo impolítico son expresiones que nombren opciones políticas viables, efectivas, reconocibles. Propiamente se trata de reconstrucciones ideales a posteriori con las que ordenamos ciertas experiencias, ciertas tendencias, ciertas maneras, cierto aire de familia. Esta es una causa más de su escasa dimensión de factor político, que, sin embargo, no es totalmente ausente. Más bien habría que decir que el ámbito propio de constructos teóricos como estos es la historia de los conceptos políticos, desde la que pensamos lo específico de la Modernidad. En tanto que tipos ideales dependientes en diverso modo (y constitutivos ellos mismos) del teorema de la secularización, tanto la teología política como el mesianismo impolítico evidencian los riesgos de determinada metodología, a saber: la que pasa por adoptar una perspectiva en las descripciones que prescinde de atender a las diferencias que singularizan las realidades sociales. Dichas diferencias y rasgos son proporcionados por saberes como la historia social, la sociología, la politología o la economía, entre otros. Solo prescindiendo de su aportación es posible, por ejemplo, remitir genéricamente la especificidad del Estado moderno a las estrategias de representación y legitimación de la acción que definen la teología política. Más aún: filósofos como Agamben logran proporcionar descripciones de la política occidental que son capaces, precisamente, de abarcar algo así como unos objetos denominados “política occidental” o “derecho occidental”, estableciendo continuidades entre, por ejemplo, el katechon que es el imperio romano y la política nazi, o entre la teología de Ireneo y la teoría de la acción social de Habermas. Análogamente, solo desde la abstracción de tipos ideales como el de mesianismo impolítico se hace posible identificar unas 14 Sobre el posfundacionalismo puede verse Oliver Marchart, El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau (Buenos Aires: FCE, 2009).
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estrategias de cuestionamiento radical de la política tal como viene siendo entendida desde la modernidad hobbesiana, así como sugerencias acerca de una vida alternativa a la presupuesta y fomentada por una concepción del tiempo afín a la teología política. El recurso a categorías teológicas y/o religiosas no es casual en las filosofías que pretenden estas perspectivas abstractas capaces de establecer ambiciosas continuidades y abarcar enormes objetos sociales. Mientras que saberes como la biología o la química, por seleccionar dos ejemplos evidentes, vienen constituidos por categorías y argumentaciones que nombran/ constituyen realidades muy concretas y diferenciadas, identificables por ostensión, saberes como la ontología o, más aún, la teología, se sirven de conceptos de amplísima extensión merced al ejercicio de abstracción que los sostiene. Entre otros muchos, “ente”, “ser”, “bien”, “dios”, “mesías”, etc. Desde tales saberes quedan constituidos y son nombrables objetos tales como “el Da-sein”, “la comunidad humana”, “la libertad” o “la política occidental”, entre otros. Ello presupone una desatención a las diferencias que puede, por ejemplo, incapacitar para aprehender lo específico de la Modernidad. En el caso del mesianismo impolítico tal situación es doblemente evidente, pues sus alternativas a la política moderna subestiman las mediaciones que las harían viables o, cuanto menos, pensables. Ello, no obstante, parece coherente con un pensamiento que, de la mano de Benjamin, establece un abismo insuperable entre la política y la redención, la cual concibe como un contrafáctico acontecimiento sorpresivo, irrepresentable, intraducible a procedimientos que pudiesen garantizarla, totalmente inobrable y que tan solo reclama espera. A diferencia radical de la política que se deja describir como “teológico-política”, que tiende a aprehender jurídicamente el exceso performativo en que consiste la fuerza constituyente, el mesianismo impolítico renuncia a cualquier tipo de institucionalización de la decisión instituyente, lo cual solo puede lograr mediante la reducción de toda emancipación a mera desconstrucción, a sola crítica, a huida partisana. El propio Agamben ha querido alejar su pensamiento de los elementos de “espera indefinida” que a su juicio sí serían evidentes en la figura de “lo mesiánico sin mesianismo” de Jacques Derrida15. Pese a ello, la estructura performativa de la promesa desde la que Derrida piensa la experiencia de una justicia más allá del derecho no parece muy diferente de las figuras con las que Agamben indica la funcionalidad mesiánica del mero poder suspendido en sí, esto es, que no da lugar a acto alguno: la enunciación –en tanto que “pura capacidad de” pasar a hablar y devenir sujeto, pero que no llega a serlo—, el singular cualsea –en tanto que “pura capacidad de” 15 Agamben, El tiempo que resta, 102ss.
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adquirir una forma de vida determinada, pero que no llega a adquirirla—, el poder constituyente o fuerza-de-ley –en tanto que “pura capacidad de” alumbrar poderes constituidos, pero que no llega a alumbrarlos—. Todas estas figuras apuntan a un cuestionamiento radical de los dos pilares que definen genéricamente la política moderna: por un lado, la posibilidad de representar el orden, de traducir jurídicamente y así visualizar la voluntad general; por otro, la fe en la acción y en su potencial emancipador. Para el pensamiento impolítico, tras la política moderna late el nihilismo de la voluntad de poder. Por ello, la alternativa a la misma pasa, en palabras de Agamben, por la praxis de existir como una singularidad cualquiera, como pura posibilidad o inactualidad16. Al igual que en Heidegger, no hay fin alguno que alcanzar diferente del mero gesto de existir tal cual se es. IV. El tercer liberalismo Si bien el pensamiento mesiánico-impolítico resulta eficaz como testigo de las limitaciones y violencia inscritas en nuestros conceptos e instituciones, lo cual puede servir para la renovación de los mismos, el hecho de que los declare insuperables y sugiera alternativas que no vienen acompañadas de mediaciones reconocibles, hace que su crítica pueda resultar estéril para enfrentarse con la política, que demanda alternativas posibilistas y reformas que podamos vincular con nuestro pasado y nuestro presente, no tanto acontecimientos sorpresivos. Es cierto que el mesianismo impolítico puede servir para nombrar ciertas prácticas subversivas que se resisten a ser aprehendidas por los procedimientos establecidos. Pero desde su propia lógica, tanto el auspiciarlas como el mero nombrarlas o concretarlas podría interpretarse como gesto violento, ilegítimo. Cabe explorar la posibilidad de una política que se situara entre el dogmatismo proto-totalitario de la teología política (que podríamos remitir a la figura del Estado-nación) y el misticismo proto-anarquista del mesianismo impolítico. Una política que, pese a hacer justicia a la ausencia de principios inamovibles y al posfundacionalismo propio de la época post-metafísica que habitamos, no renunciara a regular el propio poder a fin de contribuir a la supervivencia y la convivencia –y ello siempre exige negar, excluir, representar. Una política desligada de la necesidad de poseer verdad alguna, ni teológica ni mística. Pero que no por ello se abandonara a la inacción y a la mera espera, pues sabría de la indigencia humana frente a la tiranía insuperable de lo real y cómo esto no soporta un escepticismo radical que afecte a la praxis. Una política que no idealizase las 16 Giorgio Agamben, La comunidad que viene (Valencia: Pre-Textos, 1996), 15, 23, 32, 42, 65s.
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expectativas, que no lo esperase todo y que, en esta medida, aún esperase algo. Una política a la altura de la finitud humana, de la contingencia. Una política que, con estos objetivos apuntados, se empeñara en una historia conceptual que identificara y desconstruyera los sedimentos teológicos de su lenguaje y de las praxis asociadas a él. Una política a la que, a fin de evitar la contaminación del concepto, pero pese a ello no dejar de vincularse a una tradición, cabría denominar “tercer liberalismo”, y que para definirla podríamos recurrir a argumentos procedentes de autores como Rorty, Blumenberg, Ackerman, Foucault17. En efecto, una sociedad “heterogénea a” y “excluyente de” autoridades soberanas, omniscientes y pretendidamente fundadas (es decir: una sociedad heterogénea a toda teología política), pero que tampoco renuncie a regular la convivencia desde la priorización de principios tales como la libertad, la igualdad, la transparencia y la competitividad, es una sociedad fiel a una cultura política liberal. En una sociedad así se evidencia que las esferas de la economía, el derecho, la política y la ciencia constituyen un entramado indesligable definidor de un ethos. Tal carácter lo convierte en fuente de una eticidad integradora a la par que imposibilita la absolutización o idealización de una sola de las esferas al margen de su reunión con las demás. A esta posibilidad pretendería nombrar, aun a riesgo de prestarse a las confusiones derivadas de los prejuicios, la categoría de tercer liberalismo. Referencias Bibliográficas Agamben, Giorgio. La comunidad que viene. Valencia: Pre-Textos, 1996. Agamben, Giorgio. El tiempo que resta. Madrid: Trotta, 2006. Agamben, Giorgio. “El Mesías y el soberano”. En La potencia del pensamento, 323-347. Barcelona: Anagrama, 2008. Esposito, Roberto. “Impolítico”. En Roberto Esposito y Carlo Galli, eds., Enciclopedia del pensiero político, 409-411. Roma: Laterza, 2000. Esposito, Roberto. Categorías de lo impolítico. Madrid: Katz, 2006. Marchart, Oliver. El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. Buenos Aires: FCE, 2009. Monod, Jean-Claude. La querelle de la sécularisation. Théologie politique et philosophies de l’histoire de Hegel à Blumenberg. Paris: Vrin, 2002. 17 En este contexto no es ocioso señalar que Giorgio Agamben ha desarrollado un análisis del liberalismo que, si bien se vincula al propuesto por Foucault en El nacimiento de la biopolítica, diverge sustancialmente de este en la medida en que incluye la gubernamentalidad liberal, que Foucault consideraba heterogénea a la soberanía teológico política, en el ámbito de la política secularizada. El ensayo de referencia es El reino y la gloria.
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Rivera, Antonio. “La secularización después de Blumenberg”, Res Publica vol. 11-12 (2003): 95-142. Schmitt, Carl. El nomos de la tierra. Granada: Comares, 2002. Schmitt, Carl. El concepto de lo político. Madrid: Alianza, 2002. Stimilli, Elettra. Jacob Taubes. Sovranità e tempo mesiánico. Brescia: Morcelliana, 2004. Taubes, Jacob. La teología política de Pablo. Madrid: Trotta, 2007. Zarka, Yves Charles. “Para una crítica de toda teología política”, en Isegoría 39 (2008): 27-47.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 185-198
Pensar la política desde la Teología Política (Entrevistado por Ely Orrego)* Miguel Vatter**
Universidad Diego Portales RESUMEN En la presente entrevista, el profesor Miguel Vatter conversa en torno al concepto de teología política, su origen y recepción teórica. Asimismo, el profesor Vatter discute elementos teológico-políticos en el pensamiento de Leo Strauss, quien es uno de los principales autores que él ha trabajado. Para finalizar, se plantea una discusión en torno a temas actuales que se vinculan a una interpretación teológico-política. Palabras clave: Teología Política, poder soberano, Carl Schmitt, Leo Strauss.
Thinking about Politics from the Political Theology (Interviewed by Ely Orrego) In this interview, Professor Miguel Vatter talks about the concept of political theology, its origin and theoretical reception. Professor Vatter also discusses political-theology elements in the thought of Leo Strauss, who is one of the main authors he worked on. At the end, it proposes a discussion of current issues that are linked to an interpretation of political-theology. Key words: Political Theology, Sovereign Power, Carl Schmitt, Leo Strauss. * Ely Orrego es licenciada en Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Investigadora titular del Centro de Análisis e Investigación Política. Entre sus temas de interés e investigación se encuentran la filosofía política (en especial, la teoría política contemporánea, la biopolítica y teología política), derechos humanos y el estudio de la violencia a través de la historia política y social . E-Mail: eorrego@caip.cl ** Miguel Vatter es Doctor en Filosofía de la New School for Social Research (EE.UU). Fue profesor de filosofía en la Ohio University (EE.UU.), profesor de ciencia política en la Northwestern University (EE.UU.) y en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Desde 2009 es profesor en la Escuela de Ciencia Política, Universidad Diego Portales. Sus áreas de investigación principales son la historia y la teoría del republicanismo, la biopolítica, y la teología política. Es autor de Between Form and Event: Machiavelli’s Theory of Political Freedom (Dordrecht: Kluwer, 2000) y La constitución de la libertad. Ensayos de teoría democrática radical (Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2012). Ha editado Crediting God: Sovereignty and Religion in the Age of Global Capitalism (New York: Fordham University Press, 2010) y Hannah Arendt. Sobrevivir al totalitarismo (Santiago: LOM 2008). Está actualmente trabajando sobre un libro dedicado a Leo Strauss y la teología política para Cambridge University Press. E-Mail: miguel.vatter@udp.cl 185
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I. Sobre la teología política Ely Orrego (EO): Muchas gracias profesor por concederme esta entrevista. En esta conversación, hablaremos sobre uno de los temas principales que usted ha estado trabajando en el último tiempo: la teología política. Mi primera pregunta es ¿cómo comprende usted este término y en qué sentido se puede relacionar con una nueva forma de comprender lo político? Miguel Vatter (MV): Antes que todo, el término teología política es un término técnico de la filosofía política, acuñado por primera vez por Carl Schmitt a comienzos del siglo XX. Pero por otro lado, hay términos que se aparentan a eso, que no son sinónimos, los cuales son importantes aclarar antes de tratar de encontrar la peculiaridad de la teología política. Porque en general, si uno lee la literatura secundaria, uno ve que este trabajo preparatorio está lejos de haberse emprendido de una manera sistemática. Entonces, tú sabes por mi libro1 que hay por lo menos cuatro o cinco términos que suenan como lo mismo, pero no lo son: la teología civil romana, que no tiene nada que ver con la teología política schmittiana; la religión civil de los modernos, que tampoco tiene nada que ver con la teología política schmittiana; la religión política, a partir de lo expresado por Voegelin en el siglo XX, que se refería a las formas en que la religión y política tomaban una expresión totalitaria, pero tampoco se refiere a lo que Schmitt tiene en mente. Y el último concepto que tiene algo que ver con teología política de una manera más cercana –pero tampoco se reduce a eso– es la idea de secularización, que obviamente Schmitt no inventa, pero que él trata de atrapar en su concepto de teología política cuando dice que todos los conceptos políticos modernos son conceptos teológicos secularizados. Es con Hegel y Marx que empieza la teoría de la secularización, y de una cierta manera, culmina con Weber. Y Schmitt trata de poner la teoría weberiana de la secularización “de cabeza” [trata de darla vuelta completamente], en un sentido que se dirige más en su dirección de la teología política. Esto es, por un lado, lo que me parece que hay que ver en estas distinciones antes de entrar en lo que es la teología política schmittiana. Además hay otra cosa que tampoco mencioné, de la cual quizás vamos a hablar más adelante, que es el problema de lo mesiánico y que también es anterior a Schmitt. La misma categoría de teología política tiene por lo menos dos sentidos, al menos como yo lo he argumentado: una que gira en torno al concepto de soberanía y una que gira en torno a la destrucción de la soberanía. Y eso de partida, es algo que todavía no está completamente aceptado. Ni 1 Se refiere a Miguel Vatter, “Introduction: Crediting God with Sovereignty”, en Crediting God: Sovereignty & Religion in the Age of Global Capitalism, ed. Miguel Vatter (New York: Fordham University Press, 2011), 1-25.
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siquiera hay conciencia de eso. La mayoría piensa que la teología política está relacionada a la soberanía, o cuando piensan una teología política no soberana, piensan directamente en lo mesiánico, como en Agamben o Badiou. Entonces, hacen el vacío de obras que justamente establecen mucho antes de Agamben y Badiou la existencia de una teología política no soberana y anti-schmittiana. EO: Dentro de lo que usted me acaba de explicar, al parecer el término de teología política se relacionaría con un concepto más técnico, que tendría que ver con la exégesis de cómo Schmitt comprende el término como “todos los conceptos políticos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”2. O incluso como lo expresa Strauss en su ¿Qué es filosofía política? donde comprende teología política como “enseñanzas políticas que se apoyan en la revelación divina”3. Entonces, teología política por un lado es un asunto de forma, pero por otro lado, parece haber una conexión interna existente entre la religión y política. ¿Su vinculación a esta responde a estas comprensiones o concibe el problema teológico-político bajo otra perspectiva? MV: Yo creo que para Schmitt la teología política nace a partir de un cuestionamiento de lo jurídico y de la forma jurídica. Y su convicción –no sólo la suya, pero también alguien como Berman en Law and Revolution4– es que el concepto de derecho que se utiliza en el sistema jurídico moderno, nace en los siglos XII-XIII con el derecho canónico. El derecho canónico es esencialmente una mezcla de una forma romana de entender el derecho, y de entender la religión como teología civil, junto con una forma judeocristiana de entender el derecho en tanto ley divina revelada a Moisés y Jesús, con la filosofía aristotélica-tomista del derecho natural. Las tradiciones romanas y judeocristianas se juntan en una amalgama importante y de ahí nace primero el derecho canónico y después es apropiado por los príncipes y los soberanos que lo usan para establecer su Estado en contra de la Iglesia. Y luego vemos que a partir del siglo XVII-XVIII, el sistema de derecho en la Ilustración, en la Revolución Francesa, y en la Revolución Americana comienza a tomar su propia vida y se destaca sea de la Iglesia, sea del Estado y se vuelve una cosa autónoma. Esta es la narrativa que está detrás del concepto schmittiano de la teología política. Ahora, cuando tú citas a Strauss, o podríamos citar incluso a Erik Peterson, ellos no ven ahí el origen de la teología política. No es un 2 Carl Schmitt, Teología política: Cuatro ensayos sobre la soberanía (Buenos Aires: Struhart, 2005), 57. 3 Leo Strauss, ¿Qué es filosofía política? (Madrid: Guadarrama, 1970), 16. 4 Harold Joseph Berman, Law and Revolution: The Formation of the Western Legal Tradition (Cambridge: Harvard University Press, 1993).
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pensamiento jurídico para ellos. Sino más bien la teología política nace de un pensamiento filosófico, lo cual es completamente diferente. Para Schmitt, la teología política nace de lo jurídico y se mantiene en lo jurídico. En cambio, para estas otras personas, la teología política nace de la teología y de la filosofía. Estamos hablando que hay tres raíces que no tienen nada en común. Y cada pensador utiliza estas tres de manera diferente. En Peterson, él ve el nacimiento de una teología política en la teología de Aristóteles. Y para alguien como Peterson, el problema de la teología política es de principio a final un problema teológico: nace de la teología de los paganos (de Aristóteles), un monoteísmo pagano. Después se relaciona a un monoteísmo judío con Filón de Alejandría, que también es teología, según él. Pero en ambos casos es una teología que tiene como finalidad establecer una forma política. No es filosófico, ni tampoco tiene que ver con lo jurídico. Y termina con un discurso sobre la Trinidad, que es también propiamente teológico, pero es lo opuesto: el Trinitarismo niega una relación afirmativa entre teología y política. Entonces, para Peterson nos movemos siempre dentro del campo de la teología. La teología política es una especie de mala teología. Si entendemos bien lo que es la teología, es imposible hacer teología política para él. Y por otro lado, desde el punto de vista straussiano tenemos una perspectiva diferente. Paradójicamente, la teología política no tiene nada que ver con lo teológico. Él trata de pensarlo como algo que no sale del derecho ni de la teología. Strauss tiene su interés teológico, pero él no se mete en ella, sino que en la filosofía, filosofía platónica esencialmente. Entonces, la cuestión es por qué la filosofía da espacio a una teología política y en qué sentido. EO: Entonces, ¿este acercamiento que usted tiene hacia la teología política es para comprenderla como una forma de entender la dominación, desde el concepto de soberanía; o lo piensa como una concepción que viene a ser redentora en sí misma? MV: Yo creo que hay tres cosas por separadas de cómo veo el tema de la teología política. En primer lugar, como una regularidad discursiva, un episteme como diría Foucault. Una manera de pensar algo, que nace con Hegel y que designa un momento de crítica al liberalismo y a una concepción liberal-republicana de la separación entre Iglesia y Estado. Además, la teología política designa una crítica a un ideal de un mundo en que no haya más religión: es un ideal socialista y comunista –pero que ya fue preparado por la Revolución francesa, por la tradición libertina que viene del averroísmo latino. Ese ideal –que después el mundo liberal en cierta manera dice que no habrá religión en lo público, pero sí en lo privado, y que luego Marx dice que no habrá religión en ningún lado, si logramos 188
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establecer la emancipación humana–, cae en crisis a partir de Hegel y Nietzsche. Después de Schmitt, casi todo el siglo XX la filosofía política se dedica a esta crisis y comienza a pensar “la necesidad de la teología” para la política. El siglo XX pone en crisis la solución spinozista al dilema teológicopolítico, que era una solución que decía que es posible pensar la política sin fundarla en una religión positiva. Esto se derrama, se rompe o llega a una crisis con Hegel –yo apuntaría a Hegel como el último de los spinozistas y el primero de los schmittianos– y da lugar a la problemática del siglo XX: lo teológico vuelve en lo político de diferentes maneras. De esta forma, la teología política se puede pensar estrictamente desde finales del siglo XIX. Para mí la teología política es una manera de entender una forma de dominación. O mejor dicho, de la dominación legítima. Yo creo que la teología política y en general, el relacionar la religión con la política tiene que ver con el proyecto de legitimar una forma de dominación. Personalmente, soy más de la línea spinozista, en el sentido de que teóricamente si no estamos hablando de la dominación política y de la legitimidad de la dominación, entonces no hay lugar para una teología política. Ahora bien, hoy en día –a partir de una historia que tiene que ver con la recepción, por un lado, de Benjamin junto con otros autores– nace una especie de teología política de izquierda, que es la que se asocia con Badiou, Agamben, Žižek, etc. Y es la idea de que la teología política es inevitable, por lo que si vamos a plantear un discurso de emancipación, tenemos que entrar en la teología política. Yo no estoy de acuerdo con eso. No creo en la eternidad de la teocracia, ni en un sentido benjaminiano ni en ningún otro sentido. Ahora una de las preguntas interesantes es: ¿por qué la izquierda recibe este legado teológico-político que siempre se le atribuyó a la derecha? Esto tiene que ver con la recepción del debate –muy menor en los comienzos de los años 20’, entre Schmitt y Benjamin– en los años 60’ en Alemania Occidental, cuando allí la izquierda extraparlamentaria se imagina estar “en guerra” con el sistema político liberal-democrático. Y para entender esa guerra o mejor dicho guerrilla, empiezan a leer de nuevo a Schmitt con su teoría del partisano, quien estaba haciendo la teología política de la guerrilla en algunas conferencias que dicta en la España de Franco (sic). Allí hay un momento de convergencia entre una izquierda extraparlamentaria y el pensamiento de Schmitt. Al mismo tiempo, coincide con la canonización de Benjamin como el intelectual marxista más radical y su forma de unificar el mesianismo con el marxismo. Pero en la Alemania de los años 60’ también está la teología política de Metz, que proviene de la recepción de Peterson, donde se habla por primera vez de la teología política como algo positivo. No como algo malo, sino que incluso Metz relaciona la teología política con el uso de la razón pública de la Iglesia y dentro de la Iglesia. Es un quilombo, porque es juntar cosas que no tienen que ver aparentemente: una teoría liberal de la razón pública con una concepción post-petersoniana 189
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del rol de la Iglesia…una teología política afirmativa, si tú quieres. Pero tampoco tiene mucha resonancia, excepto en la teología de la liberación latinoamericana. Después donde tiene más resonancia es en Italia cuando estalla a fines de los años 70’ y comienzos de los 80’ –mucho antes de que Agamben hablara de teología política y escribiera sobre Schmitt– con gente asociada al Partido Comunista italiano, donde el principal de ellos es el filósofo veneciano Massimo Cacciari. Él es quien rompe con una izquierda extra-parlamentaria y da una vuelta hacia lo teológico. De hecho escribe a principios de los años 80’ un libro sobre los ángeles5, muchos años antes de que el tema de los ángeles se pusiera de moda…Fue él y con otros donde partió la teología política en Italia. Fue una recepción fuerte de Schmitt en la izquierda, después con Roberto Esposito y Giuseppe Duso. Y Agamben entró en esto, pero no fue pionero. Pero lo brillante de Agamben es que pudo captar –de una forma en que ni Cacciari ni Esposito ni Duso hicieron en su momento– lo que estaba pasando en Alemania con Benjamin y hace la conexión con un discurso francés post-derridiano. Agamben tenía también una interpretación nueva de Heidegger detrás de él. Entonces, estas confluencias dan lugar a Homo Sacer que pudo dar libre paso a una teología política de izquierda más radical que la de Metz. Todo partió de Italia y después llegó a Francia donde Badiou comienza a leer y a tomar esta cuestión teológica, pero que ahora al parecer abandonó de nuevo. EO: Dentro de esta discusión que se da en la teología política está el de representación política. En ella, el soberano mediante la decisión está asociado a una instancia de autoridad absoluta por sobre el pueblo. En este sentido, mi pregunta es si la teología política puede proponerse en un sentido republicano, en donde se invierta la relación de poder soberano. Es decir, que la soberanía y constitución del pueblo no se base en la decisión absoluta del soberano, sino que se conforme a partir de un “poder del pueblo” como sujeto colectivo y soberano. MV: Sí, claro. Esta es una opción, pero hay que tener mucho cuidado. Porque lo que existe –desde Spinoza o incluso antes, desde Maquiavelo– es una religión civil republicana, que no es una teología política. En Maquiavelo tiene que ver con re-pensar la manera en que la república romana usaba la religión y tratar de juntar esto con la crítica y crisis del cristianismo en la época del Renacimiento y de la Reforma. Y Spinoza y Rousseau van a hacer la misma operación. Pero a Spinoza lo que le diferencia de Maquiavelo es que deja caer la república romana como fundamento de una religión civil y adopta en vez –de forma complicadísima– la república de los hebreos o de los judíos como modelo republicano de una religión civil. La cual se 5 Este texto fue traducido al inglés por Miguel Vatter bajo el título Necessary Angel (Albany: State University of New York Press, 1994).
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caracteriza como una religión civil que no da lugar a un soberano absoluto. Por eso es que el modelo de la república de los hebreos fue importante para varios experimentos de federalismo que llegan a la república inglesa, norteamericana, holandesa, etc. Pero no diría que es una teología política democrática, porque Spinoza funda lo democrático sin ninguna teología política. Hoy en día, nosotros nos preguntamos si es posible una teología política democrática que es diferente a una religión civil usada por la república. Pero de nuevo, la gente se confunde y pone todo como lo mismo, cuando son cosas diferentes. Y al respecto no hay nada, se ha escrito muy poco sobre toda esta distinción y queda mucho trabajo por hacer. Yo creo que una teología política democrática es lo que se trata de construir en el siglo XX, pero por gente que ya no es muy leída, gente como Jacques Maritain. Lo que él hace es una típica construcción de una teología política democrática, no una religión civil y tiene como resultado la ideología de la Democracia Cristiana. Después de todo, fue la ideología más importante en muchos países latinoamericanos y sigue siendo la ideología principal europea. Casi todos los partidos que están en el poder hoy en la Unión Europea son demócrata cristianos. Y ahí se ve la teología política democrática que tiene muchos autores o ideólogos como Maritain. Pero tampoco es la teología política de Badiou o Agamben que toman el modelo hebreo, que no es republicano. Ellos toman un mesianismo judío –con San Pablo, si tú quieres– y lo radicalizan en un sentido anti-republicano, hacia una forma política que va hacia el comunismo. Y la cuestión de la representación, es muy complicada. Yo creo que es más grande que la cuestión de la teología política. Si la teología política cristiana que parte de Schmitt trata de usar un concepto de representación como su concepto fuerte, la teología política de izquierda con base mesiánica –como toda política radical de izquierda– aparenta rechazar toda representación política y por ende, rechazar la idea de una Iglesia o Papa que represente a Dios. En vez, piensan de manera radical la presencia de Dios en tanto pueblo, en tanto unidad sin representantes. Pero de nuevo, me parece que sobre esto se ha escrito poco. Se ha escrito mucho sobre la representación de una teología política cristiana, pero son pocas las alternativas sobre la representación. II. Leo Strauss y lo teológico-político EO: Usted está trabajando en un libro dedicado a Leo Strauss, quien es uno de los principales referentes que trabaja temas vinculados a la teología política. ¿Cómo llega a él y por qué el interés en este autor?
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MV: En primer lugar, tengo que decir que Leo Strauss nunca fue asociado a la teología política. Fue en los años 90’ cuando aparece el primer volumen de Heinrich Meier sobre Carl Schmitt y Leo Strauss6. Ese volumen argumentaba muy tradicionalmente que Schmitt hace teología política y que Strauss es el enemigo de Schmitt, que es el opuesto, porque Strauss hace filosofía política. En ese entonces, casi nadie asociaba –que yo sepa– a Leo Strauss con la teología política. Yo escribí la primera o segunda recensión en Estados Unidos sobre el libro de Meier7, en donde argumenté que él estaba equivocado porque si uno lee bien a Strauss sí se puede encontrar una teología política. Y antes habían existido dos o tres artículos –algunos en alemán– en que se hacía ver este pasado muy conservador, reaccionario de Strauss, en la Alemania de Weimar. Pero nadie había dicho que Strauss hacía teología política. Pero sí habían visto que podía estar más cerca de Schmitt. Entonces Heinrich Meier es una reacción a eso, para tratar de salvar a Strauss de esa afiliación. Pero ni las personas que relacionaban Strauss a Schmitt, ni Meier, sacaron la tesis de que Leo Strauss hacía teología política. Yo creo –no sé, puede que haya otros– que ese texto que escribí, era uno de los primeros en avanzar tal hipótesis8. Y de hecho fue rechazado por todos los straussianos, que lo veían como una blasfemia y que no podía pensarse así. En realidad, sólo hace muy poco tiempo se ha esparcido la idea de que Strauss hace teología política. Cuando yo empecé a escribir, nadie pensaba esto. Porque todo lo que se ha escrito de Strauss sobre teología política es que Strauss no hace teología política. Entonces, ahora hay un debate muy fuerte entre los straussianos tradicionales, que defienden a Strauss de la teología política; y de gente como yo, y varios otros, que tratamos de decir que sí hay una teología política en Strauss. También hay gente que está al medio, que dice que sí fue teólogo-político al principio, pero luego conoció a Sócrates y Platón, por lo que se convirtió a la filosofía política. EO: Algunos lectores de Leo Strauss le han llamado como un autor conservador, mientras que otros como un autor liberal. Probablemente esta lectura se deba a su estilo de escribir esotérica posterior a su llegada a Estados Unidos. En este sentido, ¿cuál es su comprensión de su teología política? 6 Heinrich Meier, Carl Schmitt and Leo Strauss. The Hidden Dialogue (Chicago/London: University of Chicago Press, 1995). En español se ha publicado bajo el título Leo Strauss y el problema teológico-político (Buenos Aires: Katz, 2006). 7 Miguel Vatter, “Taking Exception to Liberalism: Heinrich Meier’s Carl Schmitt and Leo Strauss: The Hidden Dialogue” (Review Essay), Graduate Faculty Philosophy Journal 1 (1997): 323344. 8 Véase también Miguel Vatter, “Strauss and Schmitt as Readers of Hobbes and Spinoza. On the Relation between Liberalism and Political Theology”, The New Centennial Review 4 (3) (2004): 161-214.
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MV: Es muy complicada la cuestión de Leo Strauss y la teología política. Por un lado, mi tesis es que Strauss hace una forma de teología política, pero no centrada en la categoría de soberano como Schmitt. Sino que hace parte de esta familia de pensadores que piensa la teología política contra el soberano o aparte del soberano. En ese sentido, forma parte de la familia de Maritain y Voegelin, de hecho todos estaban en la Universidad de Chicago en los mismos años, de ahí nace esto. Y nace como una crítica de los tres al liberalismo. Durante la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría ellos pensaban que el liberalismo, si se mantiene “liberal” (en el sentido norteamericano del término), no podría ganar a potencias como la Unión Soviética o a la Alemania de Hitler. Los straussianos dicen que él era un pensador liberal. De partida, no es un liberalismo moderno, sino que clásico según Platón y Aristóteles. Pero ¿qué puede significar que Platón y Aristóteles sean liberales? ¿Qué significa un liberalismo clásico y antimoderno? El liberalismo para Strauss se refiere a la libertad de filosofar desde la perspectiva de los antiguos. La filosofía debería ser libre de una finalidad política. La filosofía está más allá de la política y sus requisitos. Entonces hay que preguntarse dónde cabe el problema de la teología política en este contexto: ¿Es una forma que usa la filosofía para hacerse respetable en relación a la política, como interpretan algunos straussianos? ¿O tiene la filosofía una pretensión teológico-política propia, contraria a la ciudad democrática? Para mí, esa es la gran pregunta de Strauss, pero como aún no termino mi libro, no voy a anticipar respuestas. EO: Uno de los argumentos interesantes sostenidos por Strauss es que la filosofía política debe entenderse como un prefacio a la teología política, la cual se fundamenta en los diálogos de Platón y en la Biblia. ¿Cómo confluyen ambas tradiciones, al parecer en tensión, en el pensamiento straussiano? MV: Bueno, esa es parte de la tesis que yo he propuesto en algunos artículos. Pero alguien como Meier y buena parte de los straussianos creen que estoy equivocado. En ese sentido, no es lo que se entiende tradicionalmente por el pensamiento de Strauss. Según Strauss, la categoría fundamental tanto para los diálogos de Platón como para la Biblia, es la ley divina. Es el enraizamiento de la ley en Dios lo que ambas tradiciones tienen en común. Pero cómo entiende la ley divina cada uno y qué relación tiene con la ley positiva del Estado, puede variar. En ese sentido, Strauss está diciendo una obviedad. Creo que es sólo con Marsilio de Padua que alguien se atreva a romper con la Tradición según la cual las leyes se entienden como divinas. Marsilio propone otro sentido de derecho, con base natural o podríamos decir, un derecho humano con base meramente humana. Humano, sólo humano. Y si entiendo bien, esta sería una gran revolución terminológica. 193
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Antes de Marsilio (siglo XIV), podríamos decir, la religión –entendida como la práctica de la teología o lo que Dios revela– y el derecho, eran lo mismo. Todas las verdaderas leyes tenían origen divino. Y volviendo a Strauss, ¿es que él quiere volver a esta enseñanza? ¿O quiere decir que encubrir el derecho y las leyes, y la potencia política con religión o con Dios es algo ideológico, porque los verdaderos filósofos saben que no es así? III. Teología política en un contexto actual EO: A continuación, quisiera remitirme a debates actuales que están vinculando lo teológico en lo político. Uno de ellos y de los cuales usted ha trabajado en recientes artículos9, es sobre el concepto de matrimonio y la vida eterna. ¿Cómo comprende usted este concepto y cuál es su relación con lo que ha estado trabajando en su idea teológico-política? MV: Eso es lo que he tratado de hacer desde poco tiempo, a partir de un par de artículos sobre la vida eterna y que en cierta manera fue anticipado por Agamben y Deleuze. Aunque en realidad, de los seguidores de Agamben y Deleuze no muchos han tratado esta categoría de vida eterna. Lo que se trata es pensar una posible conexión entre teología política y biopolítica. El acento es más sobre el concepto de “vida” que “eternidad”. Creo que la “vida eterna” es una de las categorías que ponen en relación estas dos áreas que teóricamente no tienen que ver una con la otra: en la biopolítica foucaultiana no hay teología política, y en la teología política (schmittiana o post-schmittiana) no se habla de biopolítica. La relación creo que está dada por el concepto de genealogía, que proviene de genos en griego: especie, raza, de dónde uno proviene, de qué especie eres como animal. Y ahí hay una conexión interesante entre teología política y biopolítica que pasa a través de una genealogía. En el siglo XX, el primer teórico que junta biopolítica y teología política en base a la vida eterna es Rosenzweig en La Estrella de la redención. Ahí argumenta que el pueblo judío –a diferencia de los cristianos– vive la “vida eterna” en el presente y su eternidad está dada por nacimiento o sangre. Esta es la idea de que la familia judía, las tribus, el pueblo, tiene una conexión entre ellos que les hace eternos. Esto refleja el viejo problema de porqué a pesar de ser una minoría tan odiada y perseguida en la historia, los judíos han sobrevivido, incluso sin tener un Estado. De ahí entonces la idea de que tienen un plus, algo que los hace “eternos” en la historia. Pero después de Rosenzweig el problema se queda ahí. Ahora, poco a poco ha retornado el problema, porque hay personas 9 Miguel Vatter, “Married Life, Gay Life as a Work of Art, and Eternal Life: Toward a Biopolitical Reading of Benjamin”, Philosophy and Rhetoric 44 (4) (2011): 309-336; Ibid., “Eternal Life and Biopower”, The New Centennial Review 10 (3) (2011): 217-250.
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interesadas en teología política y biopolítica. Esa idea de Rosenzweig aparece fuertemente en Benjamin. Pero el tema de la vida eterna en Benjamin se ha tratado poquísimo, a diferencia de la vida desnuda que se ha tratado bastante. Y Agamben ha sido el primero que ha tratado de pensar la relación entre las dos: una vida desnuda que es radicalmente mortal y una vida eterna que es radicalmente inmortal. Entonces, mi tesis es que si la biopolítica es una tanatopolítica (política de la muerte), esto se debe a que el concepto de vida en la tanatopolítica es una vida destinada a ser castigada y destinada a morir. Y para mí, ese es un concepto mítico de vida. No es un concepto filosófico ni teológico de vida. Creo que se puede argumentar que para la filosofía como para la teología, la vida es eterna, no mortal. Pero ahí uno entra en colisión con la enorme influencia de Heidegger y su tesis de la finitud del Ser (no solo de la existencia humana), y la idea del ser-hacia-lamuerte. Para mí el pensador clave detrás de esta nueva aproximación a la vida eterna no es ni Aristóteles ni Platón, –aunque en ellos se ve la eternidad de la vida, ni en los cristianos donde encontramos a Juan o Pablo– sino es en primer lugar Spinoza, un pensador de la vida eterna que es moderno. Y por último, Nietzsche. Porque para mí la vida eterna está relacionada con un eterno retorno de todo. Una concepción inmanente de la eternidad. EO: Otro de los temas que ha trabajado en relación a Benjamin es el de la relación entre sexualidad y política a la luz de lo teológico-político. MV: En este artículo10 hago una interpretación de un texto de Benjamin sobre la crisis del amor conyugal (es una lectura de la novela de Goethe Afinidades electivas), donde se encuentran algunos oscuros teologemas. Y sobre el amor homosexual, es una especie de juego donde Benjamin plantea el tema de la fidelidad a un sexo, que puede ser masculino, femenino o cualquier tipo, pero es uno. Estrictamente hablando, todo matrimonio es homosexual en cuanto es fidelidad a un mismo sexo. Pero la pregunta sería ¿cuál sería la verdadera heterosexualidad, como fidelidad a más de un sexo? Y ahí hay muchas tradiciones que pueden ser paganas, judías o posiblemente también cristianas, que tratan el asunto. Relacionado a la estructura matrimonial como relación de dos personas, hay discursos esotéricos que conectan tal estructura a un “abierto sexual” antecedente o posterior. En ese sentido, podemos pensar en todo el mundo de lo dionisíaco en Grecia o en los actos rituales iniciáticos que son contrarios al matrimonio. También en este artículo menciono en la tradición cristiana algunos trabajos a los cuales aludía un historiador norteamericano, citado también por Foucault en que aparentemente en las primeras comunidades sexuales había matrimonios 10 Vatter, “Married Life, Gay Life as a Work of Art, and Eternal Life: Toward a Biopolitical Reading of Benjamin”.
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entre hombres. Y en la tradición judía, hago alusión a Scholem y algunas cosas que dice de la tradición esotérica del sabatianismo. EO: En este artículo, su idea del amor se vincula a una redención en sentido sobrenatural, ¿cómo se da esta vinculación con Benjamin? ¿tiene alguna relación con el concepto de amor cristiano, en particular con Pablo? MV: En mi lectura sugiero que Benjamin quiere pensar un concepto de amor, más allá de la dualidad eros / tánatos, la cual funciona como horizonte de Freud. Freud dice en algunos textos que es imposible distinguir claramente si alguien esté actuando bajo la influencia de eros o tánatos al estar los dos tan mezclados. Entonces, con respecto a esta afirmación acerca de la sexualidad en Freud, para Benjamin, el concepto de vida eterna es una salida de esto. Y claro, tiene raíces paulinas, pero no sólo eso. Creo que tiene raíces más profundas: con lo que los griegos asociaban lo dionisíaco, incluso antes que Pablo. EO: Este año la situación política en nuestro país, así como en el mundo, ha estado volcada a la irrupción de los movimientos sociales, los cuales podemos entender como una expresión del kairós (momento oportuno). ¿Podríamos leer estos eventos como acontecimientos teológico-políticos? MV: La relación con el kairós, puede ser teológica, pero no necesariamente lo es. Por un lado, creo que el movimiento estudiantil chileno como todos los movimientos sociales de estos momentos, son una reacción al problema del endeudamiento, de la deuda. Y ese concepto como Nietzsche nos dice, es fuertemente teológico-político: la idea de estar endeudado significa estar castigado. Y ahora hay muchos trabajos que comienzan a hablar de una teología económica, que tiene que ver con lo teológico político, pero está centrado en la categoría económica de la deuda. Entonces vemos libros sobre la teología de la moneda, del capital, etc. Esta sería una buena forma de analizar los movimientos sociales como una reacción a la deuda y basarse en una lógica teológica. Y esta lectura se da desde los dos lados, porque la dinámica que incrementa el endeudamiento es una lógica protestante llevada al extremo; y la lógica de los indignados que rechazan este protestantismo y endeudamiento, también se puede leer como teológica. Ahora, en relación al kairós y al momento oportuno, es algo que vengo trabajando desde hace mucho tiempo. Y en este artículo que salió hace poco, en un libro sobre política y acontecimiento que edité junto con Miguel Ruiz Stull se analiza
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el concepto de kairós en la historia del pensamiento político desde Platón hasta Badiou11. EO: En este mismo sentido, ¿es acaso el kairós, entonces, un momento del pueblo o del soberano? MV: Yo creo que están las dos posibilidades. Se puede entender el acontecimiento como el concepto que va de la mano del concepto de gobierno, arte del Estado y saber manejarse en los acontecimientos. En ese sentido –como varios de los ensayos de este libro “Política y acontecimiento” muestran–, el acontecimiento es un concepto de la temporalidad en la teoría del gobierno. Pero si vamos al otro lado, con Agamben o Badiou por ejemplo, el acontecimiento está pensado de manera mesiánica y por ende relacionado a la idea de una democracia radical y de igualdad radical. Entonces cualquier esfuerzo para establecer la igualdad radical entre todos, de todos y con todos, cae bajo la idea mesiánica de lo kairótico. O en Ranciére, sería la lotería, la suerte o divinidad de la suerte. Ahí hay una conexión con la democracia. En mi propio trabajo desde varios años he tratado de pensar el acontecimiento con la idea arendtiana de un deseo de no ser gobernado, el “no-rule”, el an-arché. Entonces siempre he pensado que la fortuna, el kairós, el acontecimiento, están relacionados con una ausencia de arché, un vacío de gobierno.12 Referencias Bibliográficas Berman, Harold Joseph. Law and Revolution: The Formation of the Western Legal Tradition. Cambridge: Harvard University Press, 1993. Cacciari, Massimo. Necessary Angel. Albany: State University of New York Press, 1994. Meier, Heinrich. Carl Schmitt and Leo Strauss. The Hidden Dialogue. Chicago/ London: University of Chicago Press, 1995. Meier, Heinrich. Leo Strauss y el problema teológico-político. Buenos Aires: Katz, 2006. Schmitt, Carl. Teología política: Cuatro ensayos sobre la soberanía. Buenos Aires: Struhart, 2005. 11 Cf. Miguel Vatter, “La política del gran azar: providencia divina y legislación en Platón y en el Renacimiento“, en Política y acontecimiento, Miguel Vatter y Miguel Ruiz Stull (eds.) (Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2011), 23-58. 12 Sobre este tema y una serie de ensayos relacionados, véase Miguel Vatter, Constitución y resistencia. Ensayos de teoría democrática radical (Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2012).
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PENSAR LA POLÍTICA DESDE LA TEOLOGÍA POLÍTICA
Strauss, Leo. ¿Qué es filosofía política?. Madrid: Guadarrama, 1970. Vatter, Miguel. “Introduction: Crediting God with Sovereignty”. En Crediting God: Sovereignty & Religion in the Age of Global Capitalism, editado por Miguel Vatter, 1-25. New York: Fordham University Press, 2011. Vatter, Miguel. “Married Life, Gay Life as a Work of Art, and Eternal Life: Toward a Biopolitical Reading of Benjamin”. Philosophy and Rhetoric 44 (4) (2011): 309-336. Vatter, Miguel. “Eternal Life and Biopower”. The New Centennial Review 10 (3) (2011): 217-250. Vatter, Miguel. “La política del gran azar: providencia divina y legislación en Platón y en el Renacimiento“. En Política y acontecimiento, editado por Miguel Vatter y Miguel Ruiz Stull, 23-58. Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2011. Vatter, Miguel. “Strauss and Schmitt as Readers of Hobbes and Spinoza. On the Relation between Liberalism and Political Theology”. The New Centennial Review 4 (3) (2004): 161-214. Vatter, Miguel. “Taking Exception to Liberalism: Heinrich Meier’s Carl Schmitt and Leo Strauss: The Hidden Dialogue” (Review Essay). Graduate Faculty Philosophy Journal 1 (1997): 323-344. Vatter, Miguel. Constitución y resistencia. Ensayos de teoría democrática radical. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2012.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 199-211
Theology, Economy and Critique (Interviewed by Diego Rossello)* Samuel Weber**
Northwestern University ABSTRACT In this interview, Samuel Weber, Avalon Professor of the Humanities at Northwestern University and Paul de Man Chair at the European Graduate School, discusses his latest work on theological economy. Professor Weber draws on Walter Benjamin´s essay “Capitalism as Religion” to suggest a link between the Christian conception of guilt, and the capitalist understanding of debt. According to Weber, since debt and guilt share the need for redemption, an economic crisis not only reveals financial anxieties, but also religious ones. Professor Weber also discusses the implications of theological economy for critical theory, in the works of Karl Marx, Theodor Adorno and, specially, Jacques Derrida. Keywords: Theology, Economy, Critique, Benjamin, Derrida.
Diego Rossello (DR): The question of political theology features prominently in several of your essays and books. However, in some of your latest essays you turn to reflect upon the links between economy and theology. In your view, which are the links between political theology and theological economy that you find more thought-provoking? Samuel Weber (SW): It’s true that in recent years I have come to the conclusion that the questions posed by “political theology” benefit by being connected with what I, and many others, have called “economic theology”. Political theology, at least insofar as it has been associated with the work of Carl Schmitt, construes “modern” political theory in general, * Diego Rossello is assistant professor of political theory at the Pontificia Universidad Catolica de Chile. He is now working on the translation of Samuel Weber’s essays into Spanish. His article: “Hobbes and the Wolf-Man: Melancholy and Animality in Modern Sovereignty” is forthcoming in New Literary History. E-Mail: drossello@uc.cl ** Samuel Weber is Avalon Professor of the Humanities at Northwestern University and Paul de Man Chair at the European Graduate School (EGS). Professor Weber is a leading scholar in the areas of literary criticism, critical theory, psychoanalysis and deconstruction. His latest book, Benjamin’s Abilities, was published by Harvard University Press in 2008. A collection of his essays on theological economy will soon appear in Spanish by Diego Portales University Press. E-Mail: s-weber@northwestern.edu 199
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and the theory of the “secular” state in particular, as informed by many of the concepts of theology, and in particular, Christian (and especially Catholic) theology. For instance, the executive “decision” to suspend the constitution in the “state of exception” is, according to Schmitt, heir to the Catholic notion of the “miracle”. But Schmitt believes that the development of bourgeois “economics” with its (Max Weberian) rationality of calculation, quantification and instrumentalization, is fundamentally opposed to and different from the tradition of political theology he is concerned with. By contrast, Walter Benjamin, in his fragment, “Capitalism as Religion,” argues that Capitalism itself is the heir to and continuation of a certain religious tradition, which he identifies above all with Christianity, both Catholic and Protestant. In contrast to Max Weber, however, Benjamin argues that Protestantism (Calvinism) did not merely “promote” and further Capitalism but actually developed into Capitalism, which, he wrote, seeks to address “the same cares and concerns” that traditional religions sought to address. The notion of “economic theology” strikes me as useful in developing Benjamin’s suggestive but unelaborated insight (although all of his later work can be seen as an implicit elaboration and exploration of the connection between Capitalism and Christian Theology). The “cares and troubles” addressed by traditional religions Benjamin associated with “guilt”: Capitalism, he argued, was the first religion that did not seek to provide a solution to the problem of guilt, to de-culpabilize, but rather to universalize it. But if this is true, it means that modern politics, insofar as it is increasingly dominated by capitalism –today, by finance capitalism on a global scale– has to be understood in the context of a tradition that treats guilt in a very particular way– particular, because this tradition is not in its origins global: it claims universal validity but is itself associated with what is called the “religions of the Book,” the Biblical religions and hence with various forms of monotheism. This I think is important: it is the Logic of a Universal and self-identical theos, a Creator God, that is the origin of Guilt, and hence at the origin of Economic Theology and the political (but also cultural) tradition it informs. The problem is quite simply this: if God is One and the Same, Self-Identical, and above all, immortal –or rather beyond Life and Death– then mortality, which characterizes all living beings qua living, and finitude, which characterizes all beings qua singular, whether animate or inanimate, has to be explained in a way that does not call into question the unity, unicityand self-identity of their divine origin. In the First Book of Genesis, or Moses, this is explained through the “fall”: which is to say, through the transgressive action of Adam and Eve (but especially Eve) in eating from the Tree of the Knowledge of Good and Evil. Their transgression is the origin of Guilt, and it is their Guilt that “explains” the arrival of death, mortality, suffering and scarcity into a Creation that with previously free of all such features. Guilt, then, describes the “loss” of the original “oikos” – 200
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Eden– through the violation of its divine “nomos”. Christianity, by contrast, promises the recovery of that oikos, once again by a deliberate act of selfsacrifice: that of God in Christ and of Christ in His Crucifixion. Through this deliberate, volitional act of self-sacrifice, the Self can be “saved” or better, “redeemed” from its debt and guilt: what was lost by Adam will thus be redeemed (note the conversion of economic and theological discourse) in Christ– or if you prefer, through the Messiah (although in the latter case, the form of redemption is less “concrete,” less tied to an individual, visible figure and body). Let me translate this narrative into more structural categories: economic theology, as I have just described its mythical infrastructure, depends on a notion of identity, of the Self, as reflecting, or mirroring, the unity of the one Creator-God. This God is outside of time and space, but nevertheless has to communicate with both, since they are both of His Creation. Everything Created, as the House Father speculates about Odradek in Kafka’s tale, seems to have been created with a purpose, a meaning, and hence as finite: but the identity of the creature, if it is to truly reflect its origins, must in someway remain self-identical in and through all alterations of time and space, which is to say, despite its singularity and its finitude. Economic Theology thus seeks to provide a framework in which to resolve this “problem” –which however is not strictly a problem of theological dogma at all, but a very prosaic problem of how identity is construed and conceived. In the tradition of Economic Theology, and of the Political Theology informed by it, such identity is conceived as somehow recovering the meta-temporal, meta-spatial quality of its divine origin, and this even in “secular” societies –and perhaps especially in such cultures, since they take for granted the compatibility of this notion of identity and the Self with a world of immanence and finitude. In such a secular world –”secular” here marking, as already mentioned, the extension of the theological rather than a radical alternative to it– the speculative-specular movement of Capital is not simply, as Schmitt (and perhaps Max Weber) thought, a mere quantification of a previously qualitative tradition, but rather also its culmination: money, and monetary (financial) “value” ostensibly “materializes” a relationship that places singular beings and phenomena in relation to a process that can never be entirely reduced to phenomenally, but also never entirely separated from it (any more than “exchange-value” can be entirely separated from “usevalue” in traditional political economy, including Marx). This problematic but indissoluble conjunction is reflected in the peculiarly American –but to some extent also bourgeois– tendency to separate “economic” discourse from “political” and “cultural” –”spiritual”– matters: a separation that has contributed to the ease with which finance capital has taken control of
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political processes in the United States, and increasingly in other parts of the world. DR: You seem to suggest, with Benjamin, that the “secular” economy is not an alternative to the theological, but rather an extension of it. According to your argument then, capitalist economy would be a kind of extension of theology by other means, namely, a “secular” redescription of the “cares and troubles” addressed by traditional religions now reformulated in terms of money, credit, debt, etc. In this context, money (and the financial system) would be a kind of medium where the Self rises and falls (suffers ups and downs) in such a way that evokes (or perhaps even repeats) Christian anxiety towards salvation. Do you see a link between the “ups and downs” of the economy and the question of salvation as conceived by Christianity? SW: Your first point marks for me the real insight of Benjamin: Capitalism is not simply promoted by Protestantism, especially in its Calvinist version, as Max Weber had argued, but rather preserves some of the essential tendencies and functions of Theology –and I believe not just of “theology” or of “religion” but more particularly of Christianity– although it obviously has implications for all Biblically based religions. The key to the familial continuity, but also change –Benjamin writes of Capitalism as “heir” to Christianity– is the notion of “guilt”, which in German, and following Nietzsche’s discussion in the Second Book of his Genealogy of Morals, is also associated with “debts” (Schuld - Schulden), which Benjamin argues is universalized in Capitalism, and at the same time, and consequently, deprived of the perspective of “redemption” (Erlösung). Today, just at a moment when the question of the redeemability of public and private debt appears to be threatening the very credibility and stability of the established political, economic and juridical order –in short when the danger of “default” appears not just to threaten private debt (enterprises, banks etc.) but also the public institutions that seek to “guarantee” the functioning of that order –so-called “sovereign debt”– at a moment when Sovereignty itself is thereby called into question –the insight of Benjamin developed in the early years of the Weimar Republic seems particularly apposite, not to see prophetic. So we are discussing here not just abstract theoretical issues –which I would be the last to belittle– but at the same time eminently practical and topical ones. What seems to me most often overlooked in discussions of these issues, both theoretical and practical, is a point that Marx never ceased to return to, and that Derrida in his own way amplified: namely, that the “economy” –whether religious or secular, Christian or Capitalist– is ultimately based on the notion of “appropriation” and in particular, “private” appropriation of wealth. Here is where Max 202
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Weber’s insight into the connection between Protestantism and Capitalism is important, for Protestantism takes the “personalist” perspective of redemption and privatizes it, so to speak, as a protest against the abuses of the collective “universal” Church. But “private” implies “singular” and as already noted, living beings qua singular are inevitably finite, i.e. mortal. This augments the tension between the mortal, finite individual, who in the Biblical and Christian perspective is mortal as a punishment for his transgression act –”original sin”– and the perspective of an original structure of life as emanating from an Eternal Creator God, who is above Life and Death. “Guilt” –and subsequently “debt”– then becomes the necessary “down” –the “fall”– required for man to “arise” and return to a quasi-Edenic state. The fall is as “fortunate” as one’s debt: in the U.S. someone without a “credit history” is a non-person, at least from a financial perspective (and not only that). But Debt is not equal to Credit: Credit, as the etymology of the word says, requires “belief” –belief that one’s guilt and debts can and will be redeemed, that the sheet will ultimately be balanced and indeed show a positive “return”. All of the concepts of bourgeois economy, of double bookkeeping, are theological (and primarily Christian) concepts (despite the early ban on usury). The Christian fascination with the usurious Jew is the symptom of the uncanny proximity of Christian redemption to financial speculation: which means, to the shadow of a speculation that is never “risk-free”, never sure of its redemptive conclusion. Jewish Messianism tends to place the redemptive return in an uncertain future. The uncertain of the future, however –one could say, from the perspective of the living individual, an ultimately inevitable uncertainty– is precisely one of the dangers that “religions”, according to Benjamin, were invented to address –and to assuage. But “danger” is always, as Freud in Inhibitions, Symptom, Anxiety emphasizes, is always danger for and to a system, an organization. And the systemic organization that Christianity has helped to establish is one that construes identity, and the Self, as capable of staying the same over time. To stay the same over time, however, is to resist the effects of entropy, of a time that wears individuals down and out rather than providing the medium of their fulfillment and recovery. This I think is the secular correlative to those “ups and downs” to which you refer: time becomes a medium of mortality through guilt; through credit it becomes the medium of possible redemption. From the Christian, and even more, Capitalist perspective, the Upsand-Downs (of the Boethian Wheel of Fortune) are thus both inevitable, and also salutary, since they alone provide the possibility of the survival of this Self. This is a paradigm that is present in the Biblical religions as the notion of the purgative Apocalypse, the Last Judgment, but also in its secular opponents as the notion of Revolution, especially in its more 203
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nihilistic forms. Benjamin himself was very tempted by this nihilistic notion of Revolution, which is why I have never been very attracted to his –or any other– notion of Messianism. Hölderlin’s notion of Umkehr(inversion) or Caesura is I believe quite different. Hölderlin therefore insists –in his “Remarks on (Sophocles’) Antigone”– that a “total A turn-around (Umkehr) in these things, as with turn-arounds in general, without anything to hold on to, is not permitted to humans as cognitive beings.” The problem accordingly is to think Umkehr –turn around or about– as something other than just “overturning” what is. But when Benjamin, in “Capitalism as Religion,” insists that the specificity of Capitalism is that it includes God in the process of unredemptiveculpabilization, he describes a situation that reveals the quandary of “globalization” today: when everything becomes irremediably guilty and indebted, when Rating Agencies like States, Corporations and Individuals, all appear equally “guilty” and non-credible, this does two things: it calls the credibility of credit itself into question, but at the same time causes so much anguish and uncertainty that a widespread response is to seek a plausible “culprit” to punish. As Nietzsche says, in an untranslatable phrase, “Where there is a Tat (a deed), there must be a Täter” (a doer- but above all an evil-doer, a “culprit”). This perpetuates the view of radical contingency as itself the result of deliberate, conscious action. And therefore seems to justify mobilization against the “culprits” –the “enemies”. If death is the result of guilt, and as retribution inseparable from deliberate action, then everything that is held to threaten the perennial status of the Self must be met with force … and ultimately annihilated. It is just a question of finding the right culprit, and the “media” are ready to guide people to the desired “target”. DR: Your reading of Benjamin and Schmitt suggests a doubling of theology. On the one hand, Schmitt´s political theology reclaims the centrality of “secularized” theological notions for understanding the political. On the other, Benjamin reclaims “secularized” theological notions for understanding capitalist economy. Theology is therefore linked, at the same time, to politics and economy. Theology becomes a kind of missing link, a tertium quid, between politics and economy –a link that Marxism tried to established somewhat obsessively, perhaps subordinating politics to economy. Our exchange is therefore leading us to a kind of theologicalpolitical-economy whereby the notion of “sovereign-debt-guilt” can be redeemed neither by the classic Marxist (materialist) understanding of revolution nor by the Benjaminian (messianic) understanding of divine violence. If theology continues to be the key of our contemporary politicaleconomy, how can we unplug from it? Is the notion of Umkehr that you
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propose via Hölderlin, a kind of negative theology? Can it be conceived perhaps as “the other” of theology? SW: There are so many different aspects to your remarks, and questions, that I am not sure where to begin. Perhaps with the notion of “theology”: in “Capitalism as Religion,” Benjamin doesn’t write much about “theology” but about “religion” –or rather, “so-called religions”, leaving open the question of whether there are “others” that would not simply be “so-called”, i.e. which would be authentic without being so-called (this is a thought that he explicitly stresses at the end of an earlier essay, “Dialogue on Religiosity in the Present”, where one of the dialogue-partners argues for the necessity of distinguishing a “religion of the time” from the “historical religions”). In the “Capitalism as Religion” fragment, Benjamin characterizes Capitalism as a religion of “cult” –which he elsewhere distinguishes from “ritual”. Cult seems to have to do more with idolatry than ritual, but what distinguishes both from “theology” is the practical nature of the practice involved. Capitalism as Religion consists in the unrelenting and universalizing cult of “culpabilization” and “indebtedness”, to the point where even “God” is drawn into this eminently human practice. It is not “theological” in the sense of consisting essentially in a series of dogmas –in a “theoretical” system– but rather in the Kantian sense perhaps “practical”, as that which by its very nature exceeds theoretical comprehension and cognition (but which also can inform it). But Benjamin, like Marx (and many others!) is much clearer about what he wants to change than about how to change it –not just instrumentally, but also in what direction a true alternative can be sought. In the period during the First World War and the decade following it, references to a positive alternative do often invoke the name and certain concepts of Hölderlin: Umkehr, Nüchternheit (heilig or other) and above all, Caesura – suspensive interruption. But I think it would be a mistake to assimilate that to a “negative theology”, when in fact it tries to present an alternative to theology, negative as well as positive. As I read Benjamin –and certainly there are many different and in part conflicting tendencies to his thinking and writing– but what I value most in it, what I’ve learned most from, has to do with what I would call a Kierkegaardian emphasis on the irreplaceability and irreducibility of the Singular and Unique –which is not to be confused necessarily with the theological tradition of monotheism. Indeed, I think it can be argued –although Benjamin is much less clear on this– that monotheism betrays the Singular by identifying it with a Universal and Self-identical Being, with an exclusive Creator-God. To the extent that this serves as a model of self and of self-identity, it cannot do justice to the unique singularity of living beings, or of inanimate ones as well. 205
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Negative theology orients itself on that very Universality, however: it is a dogma that seeks through negation to transcend finitude: not this, not that, etc. I think Benjamin’s notion of “interruption” (with respect to Brecht) or Umkehr(with respect to Hölderlin, or indeed as an alternative to “Capitalism as Religion”) seeks to do justice to situations –”constellations”– that define but also delimit the possibility of change, of “turn-around” or “-about”. This defines the task and distinctive possibility of the “critic” –as which he saw himself: not in the Schlegelian sense of constituting an infinite progression but as bringing out what a given writer (such as Goethe) or age (such as the German Baroque) precisely did not want to know about its problems, yearnings and anxieties. But this is also why Benjamin paid such close attention to his own writing style, and especially to the rhythm of its syntax, his “way of meaning,” which suspends, interrupts, anticipates, repeats and surprises but is rarely linearly continuous in its utterances. Of course it helps to be able to follow his text in German, since such “nuances” –which are in reality essential– tend often to disappear or diminish in translation. I think this interruptive-suspensive rhythm is in turn quite different from the kind of divine intervention he describes in Toward A Critique of Violence, in which the Clan of Korah is wiped out without a trace, once and for all; and it is also different from the continuity of temporal disintegration that he describes in what Adornolabeled his “Political-Theological Fragment”. Benjamin was not at all immune to a Nihilistic temptation, it seems to me: he assumes and asserts its value, as did many others in the period in which he was writing. Understandable perhaps given that period, which it is easy to forget or ignore or simplify today –but which we do at our peril, given similar tendencies that are at work. But there is another question that complicates any attempt at a straightforward answer to your questions: it is the increasingly problematic status of the basic concepts on which we rely, and on which your remarks also rely, necessarily perhaps. “Politics,” “economy,” “theology”, “religion”. Take “politics”: to what extent is it dependent upon a notion of place – namely as “container”– that is increasingly tenuous today, in view of the interacting development of the technology of “communication” and travel, as well as the digitization of relations through the electronic media? And the same is true of “economy”: the oikos like the polis are both, it seems to me, not just historically dependent on that notion of place qua container that has been in the process of transformation for centuries, while at the same time producing very strong and often dangerous counter-reactions, fueled by anxiety and channeled into aggressivity. I think the historical lesson to be learned from both Marx and Benjamin, among many others, is not to succumb to the compartmentalization of reality and knowledge that is temporarily reassuring but increasingly incapable of articulating the complex overlapping and interacting of different areas: this strikes me as 206
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particularly true of “economics” and “politics,” but also, as we have been developing, of the relation of both to “religion” and religious “issues”. Marx was much less of a determinist than is usually made out, as Marcuse argued many years ago in his book, Soviet Marxism. The determinist argument dates from Eduard Bernstein and was used, then and since, as a way of disqualifying the Marxian critique of capitalism. Then as now, the charge of economic determinism often functions as a way of not confronting the very real and difficult interaction of politics and economics –political economy, economical politics– that is so painfully obvious today. Just look at the various “official” discourses on the current crisis, with respect to the “market”: the latter is elevated to a kind of supernatural judge of value, which is a way of equating the very real power of those who dominate market-relations with a kind of ontological or natural inevitability. Finance capitalism of the most speculative and rapacious kind is thus portrayed as the only game in town, with the so-called “market” as the divine arbiter. This is what we are seeing today, most crassly with the so-called “rating agencies” deciding over the fate of so-called “sovereign” nations –who are no longer “sovereign” since their “sovereign debt” depends on the agencies and the holders of capital. I think it was Marcuse who insisted, repeatedly, on Marx’ refusal to outline his notion of a post-revolutionary society. In the Grundrisse one of the very few characterizations of it –as distinct to the transitional state involving the dismantling of capitalist power relations through a proletarian revolution– involved the reduction of the work-week, i.e. of that part of human existence spent on labor. The significance of this perspective can be gauged today when one surveys the scorn that was provoked by the French Social Democrats reduction of the work-week to 35 hours: the entire Protestant Ethic bared its teeth in condemning the anti-economic laziness of the French, and indeed it has been a major aim of the French Right to roll back the work-week, which has been largely successful. Similarly, scapegoating of certain groups such as teachers, to distract from the increasingly lopsided distribution of wealth in US and other societies over the past decades, also is framed in terms of laziness, lack of work-time (not to mention the attack on “welfare” or unemployed recipients). This is not to say of course that individuals don’t take advantage of such programs, or try to, but as a systemic effort to disqualify all life that would not be “productive” in this sense it remains a negative indication of what a true alternative to traditional theological-political-economy might look like. Of course, “leisure” brings with it its own set of problems …and even demons! DR: Our exchange on the links among religion, economy and the political has now shifted primarily toward Benjamin’s understanding of capitalism 207
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as religion. Besides Benjamin, another important source of inspiration for your work has been the philosophy of Jacques Derrida. Derrida too reflected upon questions of “theological political economy” but he did so in terms that depart from, but also remain in conversation with, Benjamin. Derrida´s discussion of the mystical foundations of political authority, of the notion of messianicity, as well as his take on the “propre,” of what is proper, propriety and ownership, seem to intersect in many ways with Benjamin’s concerns. From your perspective, which are the differences between Benjamin’s and Derrida’s contributions to “theological-political-economy” that you find more thought-provoking? SW: You’re right about the importance of Derrida’s thinking and its influence on my work. You’re also right in pointing to his problematization of the “proper” –proper, own in English– as a decisive moment of his deconstruction. This goes together with a long-standing critique of “economy” as the “law of the proper” –the nomos of the oikos. This is perhaps more obvious given the French use of the word “économie”, which is used in a wider sense than just “economics” or “economy”: it really suggests more a systematization of a self-enclosed, self-serving system. A hint of that can be found in our use of the word “economize” in English: i.e. in the sense of ever greater “efficiency”. This presupposes some sort of underlying identity or goal that informs and homogenizes the space and time that have to be “economized”. Derrida’s problematizing of “the proper,” and in his later work, of “ipseity” –a term that he adopts, andadapts, from Levinas, to whose thought Derrida acknowledges an ever-growing indebtedness, even while differing from it on certain essential points. And you are also right to point to a convergence between Derrida and Benjamin, a convergence that is impossible to ignore and yet also very difficult to define precisely, given what I at least take to be their enormous differences. I should also add to this couple the work of Theodor Adorno. For although I haven’t written much on Adorno, and in many ways felt it necessary to take a certain distance from his “critical theory,” I realize as time passes how much certain aspects of Derrida seem to me to be related to Adorno’s critique of “identity philosophy” in its various guises. Like Marx himself, all three: Benjamin, Derrida and Adorno were strong critics of modern capitalism, in various ways, but also very reluctant to elaborate notions of what an alternative to it might look like. For Marx, Benjamin and Adorno, the alternative belonged to a future that it was impossible to predict, imagine or experience directly; the same is true of Derrida, but not quite in the same way. His critique of the temporal “ecstasies” of past-present-future – and indeed his insistence on distinguishing, in French, between the “future” and “what is to come”: l’avenir, was largely motivated by the need to argue for a more immediate 208
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experience of “the coming”, even if it is only as “coming”, rather than as a Present that has not yet arrived. But –and here the difficulty for me begins– every time I try to distinguish clearly between the three, and in particular between Benjamin and Derrida, I find my formulations inadequate, not sufficiently nuanced. Thus Benjamin already as a young man wrote a “Program for the Coming Philosophy,” in which the future was defined precisely as “Coming”, a present participle that suggests more than simply something that is outstanding, a notyet-present. But Benjamin also was more dependent in many ways on traditional vocabulary, shown by his use of the word “program” –a word that Derrida from the outset problematizes and avoids. All three, Adorno, Benjamin and Derrida, are clearly inscribed in the Nietzschean tradition that problematizes identity and ontology, but the manner in which they do so demonstrates some clear divergences. Perhaps the most obvious –I’m not sure if its’ the most significant– is in the Germans’ willingness to accept and use the value of “negativity” –Adorno’s attempt to construct a “Negative Dialectic,” and in a certain sense, Benjamin’s attempt to construct a version of “Negative Theology”– this contrasts sharply with the deconstructive and post-Heideggerian suspicion and problematization of the value of the negative, as structurally a mirror image of what it seeks to “negate”. This has important political consequences: for instance you need only read or reread the short fragment of Benjamin entitled (byAdorno, not by Benjamin) “Theological-Political Fragment”, which begins (my translation): “It is only with the Messiah himself that all historical happening is completed…”. Derrida’s effort to think a “Messianicity without Messianism” also amounts to a repositioning of the figure of the Messiah, of the Messiah as figure. Without being able to even begin to unpack this incredibly suggestive but also incredibly allusive and elusive fragment, it displays a certain number of traits that I don’t think are to be found in Derrida’s thought: the conception of the Messianic as a “realm” for instance –”messianische(s) Reich”– the affirmation of a notion of “immortality” (also prevalent in Benjamin’s essay on Goethe’s “Elective Affinities”; and above all, the faith in a kind of dialectic through which the “eternal and total transience” of “nature” makes way, as it were, for the “messianic”). Benjamin concludes this fragment with an affirmation of Nihilism as the “task of world politics” –and this is something that Derrida would never have done or endorsed. Indeed, he criticized one aspect of it as it is articulated in Benjamin’s “Toward a Critique of Force,” where the extermination of the clan of Korah is cited by Benjamin as an exemplary instance of “divine violence” –divine because there is no bloodletting. The tribe of Korah is simply swallowed up by the earth, buried alive, as it were. Derrida, in Force of Law, found this fascination with a purifying violence, extremely dangerous.
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THEOLOGY, ECONOMY AND CRITIQUE
And yet, when Derrida in his final interview, shortly before his death, goes on to describe his affirmation of “life” and of living, he cites Benjamin’s distinction, in the Task of the Translator, between “outliving” (überleben) and “surviving” (fortleben) as a source for his own attempt to construe the relation of life and death in terms of “surviving” (survivant). Not however simply as “survival” (survie): but as something that both affirms life and also departs from it. This departure was perhaps already in Benjamin’s mind, in a nuance or connotation of the German word, Fortleben, that Derrida perhaps did not sufficiently notice. The “fort-” of Fortlebenis also the “Fort-” of Freud’s Fort/Da: which is to say it is not just a continuation or prolongation but also a separation, a departing from. Departing from what? In a letter to Horkheimer defending his attempt to attribute a redemptive force to the critical historian –expounded in the “Theses on the Concept of History”–i.e. the historian’s power to “save” the victims of the past oppression, Benjamin accepted Horkheimer’s argument that the dead could not be resurrected in person, as it were, but he still insisted that through a change in their memory, their historical after-life could be transformed. However, as with translations, such an after-life does not modify or change the finite life of the individual (work or person). Nevertheless, and perhaps in contradiction with this notion, Benjamin seemed often fascinated by the thought of physical, material destruction as a condition of renewal and salvation (Erlösung)–a position very much shared by his contemporaries, on both left and right. Derrida, perhaps chastened by historical experience since the 30s, remained skeptical with regard to the notion of “salvation” –“salut”– and tended instead to look for other modes of transforming existing power-relations. A possible example would be his effort to mobilize the notion of “autoimmunity” as a potential motor of historical and political change. It puts the notion of “protection” and “self-protection” at the heart of a process that results in the confounding of self and other and thus opens the possibility of radical alteration. This may look like a traditional dialectical model, but I don’t think it is: nor is it the antithetical-antinomical model that Benjamin cites at the end of his book on the Origin of the German Mourning Play, where Allegory, in taking a reflexive turn and allegorizing itself, points toward a possible “ponderaciónmisteriosa” –in which the fall of the subject is itself turned into an allegory and “held fast” in “God”. Rather, as I understand it at least, Derrida’s outlook, for all of its insistence on “affirming life”, does not assert any sort of direct “salvational” strategy. And perhaps that is its most important “lesson” for political theory and indeed for politics today: to contemplate a change in power-relations that would not do away with them in a grand, redemptive solution, but which would, by identifying certain constraints, loosen their hold: for instance, as with autoimmunity, the constraint to “protect oneself,” to “immunize” oneself, to –and this was Derrida’s minimal definition of “religion”– keep oneself “intact” (indemne): 210
SAMUEL WEBER
“safe and sound”. It is the break with this more or less hidden theological goal of politics –the politics of security, if you will, or of protection– that Derrida’s thought entertains. But even in this it echoes a phrase from Kafka with which Benjamin concludes his essay on that writer, and that can serve to bring our discussion to an end, however anticlimactic and provisional: “Sancho Panza, stolid fool and hapless helper, sent his rider on ahead. Bucephalus outlived his. Whether man or horse is no longer so important, as long as the weight is taken from the back.”
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Reseña
Qué hacer con el vivir… (Qué significa volver a vivir) Lecturas y pre-textos a propósito de “Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben”. Rodrigo Karmy (ed.), Ediciones Escaparate. 2011. ISBN: 956-7827-89-3
Pablo Pavez* “La antropología es aquella interpretación del hombre que, en el fondo, ya sabe qué es el hombre y por eso no puede preguntar nunca quién es. En efecto, si hiciera esa pregunta, tendría que declararse quebrantada y superada a sí misma. Y ¿cómo esperar semejante cosa de la antropología, cuando lo único que tiene que hacer propiamente es asegurar a posteriori la autoseguridad del subjectum.”1 “La bajada, en particular cuando los humanos han errado hacia la subjetividad, es más ardua y peligrosa que la subida” Heidegger, “Letter”, 268 (hurto del epígrafe al prólogo del texto “Línea de sombra. El no sujeto de lo político. Alberto Moreiras)2. “Los que sembraban con lágrimas, cosecharán entre cantares; al ir iba llorando llevando la semilla, al volver vuelve cantando trayendo sus gavillas”3
Si algo hemos aprendido de/con toda la tradición biopolítica es la centralidad de la vida y por tanto con ella la pregunta: ¿Qué significa vivir hoy? Y quizás más importante aun: ¿Es posible vivir aún?.
* Pablo Pavez Barahona es estudiante de Filosofía en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación. Es tesista con un proyecto de manual para talleres de Filosofía con niños. Sus intereses son la teología política, los análisis biopolíticos en torno a las problemáticas de la educación y la filosofía con niños/as. E-Mail: pablopavezb@gmail.com 1 Martin Heidegger, “La época de la imagen del mundo”, en Caminos de bosque (Madrid: Alianza, 1996). Disponible digitalmente en: http://heideggeriana.com.ar/textos/epoca_de_la_ imagen.htm/ 2 Alberto Moreiras, Línea de sombra. El no sujeto de lo político (Santiago: Palinodia, 2006), 9. 3 Salmo 126:5-6. Edición Nueva Biblia Española. 213
RESEÑA
El texto que nos convoca e intentamos comentar, instala, desde una constelación de lugares (o no-lugares, o lugares vacíos4, como nos lo dirá Carlos Casanova en uno de los ensayos aquí incluidos), susurros sobre la necesidad de encontrar posibles interrupciones a lo que Giorgio Agamben llamará máquina antropológica. Máquina productora de operancia5 y subjetividad, constructora de la arcaica distinción entre hombre y animal y con ello de la lógica binaria entramada en toda la metafísica occidental. Ahora, para todo ello se me ocurren infinidad de preguntas. Por tanto, los movimientos que daremos en este texto sólo pretende instalar inquietudes, preguntas que sólo se dejan aparecer por las interpelaciones que las lecturas de los textos vinculados con la problemática biopolítica han producido. Agamben, como se sabe, ha llevado las implicancias de la problemática biopolítica a zonas no explicitadas ni exploradas por Foucault. Entre ellas, produce una lectura de la biopolítica foucaulteana desde la perspectiva de la teología política schmittiana6. De ahí que encuentra relevante los dispositivos producidos desde la problemática teológica, sobre todo y podemos recordar la íntima vinculación de Agamben con Benjamin en su relación con el problema de la ley y la pregunta agambeniana sobre “cómo pensar, cómo imaginar una libertad sin reino”7 . En este sentido esta formulación no es otra cosa que preguntar sobre la posibilidad de sobrevivir a nuestra actual situación: ¿Cuál sería esta? Parafraseando al Benjamin de las Tesis sobre la Historia: sobrevivir al lugar donde la excepción ha devenido regla8. Se trata por tanto de volver a vivir en medio de la máquina gubernamental que se articula desde la soberanía y el gobierno. Existe pues, un concepto que utiliza Rousseau en “El contrato social” que me parece muy clarificador para el uso que Agamben le otorga a la liturgia cristiana cuando analiza la noción de gloria en el texto “El reino y la gloria”9. Quizás sea necesario recordar que Agamben intenta demostrarnos el alcance de la declaración schmittiana al decir que la política es teológica, de esta manera manifiesta la lógica gestional que operaría en la economía teológica cristiana. Ahora bien, decíamos que Rousseau aportaría al análisis una noción clave para descifrar la lógica teológica de la política 4 Carlos Casanova, “Potentia Potentiae: Praxis sin fin”, en Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben, ed. Rodrigo Karmy (Santiago: Ediciones Escaparate, 2011), 64-82 5 Lógica del rendimiento, la utilidad, el funcionamiento, la praxis según la distinción agambeniana distinta de poiesis (creación). 6 Edgardo Castro, “El concepto de vida en Giorgio Agamben”, en Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben, Rodrigo Karmy (ed.) (Santiago: Ediciones Escaparate, 2011), 101 7 Casanova, “Potentia Potentiae”, 80. 8 Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia (Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2006), 53. 9 Giorgio Agamben, El reino y la gloria. Una genealogía teológica de la economía y el gobierno (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2008).
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contemporánea. Esta noción es la de “religión política”. De modo que cada Estado tendría una “religión política”: Hay, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como normas de sociabilidad, sin las cuales es imposible ser buen ciudadano y súbdito fiel.10
Los roles de buen ciudadano y buen súbdito operan en la constitución del buen vivir en la polis. No sólo esto –como característica de los estados modernos y ésta es la apuesta agambeniana frente a Foucault–, esta relación está articulada desde antaño para el primero (en la vinculación original de la metafísica entre viviente y lenguaje, viviente (zoé) y logos), afirmamos pues, que tal vínculo puede visibilizarse y reconocerse desde los antiguos mitos a través de las cosmogonías. Detrás de los mitos de creación existe el intento de cifrar la vida. Cuando Marduk, dios del panteón babilónico exclama en el poema babilónico de creación (Enuma Elis): “Amasaré sangre y crearé huesos. Estableceré un ser humano; “hombre” se llamará. En verdad, un ser humano crearé para que, cargando con el servicio de los dioses, éstos puedan reposar…”11, lo que está haciendo es fundar un tipo de subjetividad que legitimará a través de la lógica de la conquista que a su vez naturalizará con el discurso teológicomítico. De igual manera, cuando en la Biblia hebrea se dice: Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó12.
En ambos relatos opera una determinación ontológica del ser viviente. Nuestra apuesta es que siempre se ha tratado en la descentralizada manifestación de un bio-poder, de una máquina antropológica contra la cual se ha de luchar. Esto subsiste de manera mucho más clara en las liturgias liberales o republicanas, demócratas o totalitarias de los estados modernos. Subsiste en la discursividad (post)moderna por más que sea ella quien nos invite a creer en el discurso ilustrado de los estados laicos, ocultando la devoción a la religión política. Para tal devoción operan entre 10 Jean-Jacques Rousseau, Contrato social (Barcelona: Altaya, 1993), 138. 11 Hans de Witt, He visto la humillación de mi pueblo (Santiago: Amerinda, 1988), 35. 12 Génesis 1:26-27. Edición española Reina Valera.
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RESEÑA
nosotros múltiples altares, rituales que hemos naturalizado como parte del bien vivir o de la legitimidad de aquello que llamamos el orden social. En la tradición bíblica, la construcción del libro del Génesis como contra-relato al Enuma Elis, significó que los expatriados judíos del siglo 4 a.C. contrapusieran al poema de creación babilónico, un relato profano, un relato que hiciera justicia a su comunidad. Pervirtieron las canciones, los lugares, los relatos, los dioses ya no querían crear al hombre para servirse de ellos (los babilonios frente a los demás pueblos de la tierra), de su debilidad, de su pobreza, puestos a su servicio; sino que Dios haría el hombre a su imagen y semejanza, es decir, la construcción de una comunidad de iguales. Dentro de tal utopía, la identidad judía comenzó a forjarse a través de la construcción de una ley que asegurara tal comunidad. La ironía de tal dispositivo es que, según las palabras de Pablo de Tarso (siglo 1 d.C.), ninguno pudo cumplir a tal normativa, sino que más bien, los condenó a muerte. Se instalaba así la imposibilidad del cumplimiento de la ley y por tanto la imposibilidad de la comunidad. Paradójicamente la ley implica la imposibilidad de la comunidad, no hay comunidad mientras haya ley, y en este justo momento la apuesta paulina es al advenimiento y la unión mística con el Mesías; sería pues, el Mesías quien haría posible esta nueva vida. ¿Qué es para nosotros hoy este Mesías? Dice Edgardo Castro: “Vivir en el mesías, como consecuencia de la klésis es, para quienes tienen mujer, vivir como si no la tuvieran; para quienes lloran, como si no lloraran; para los que están alegres, como si no lo estuvieran… La vida mesiánica, en efecto, no es objeto de propiedad, sino sólo de uso. Se trata de una forma de desapropiación que desarticula todas las identidades jurídicas y fácticas (circunciso / incircunciso, libre/esclavo, hombre/esclavo).13 “La vocación mesiánica no es un derecho ni constituye una identidad, es una potencia genérica que usamos sin ser nunca sus titulares”.14 La llegada mesiánica implica la destrucción de la lógica del cumplimiento, de la compensación, la mercantilización del otro y de si, no hay deuda, no hay ley, no se trata ya de una sustancialidad, de una identidad a ser apropiada. Se trata de gratuidad, de inmediatez (mediada por los cuerpos), movidos por una potencia que desata experiencias intransferibles. La ley justamente modela la vida, es la paradoja de la ley que queriendo asegurar la libertad, la totaliza, la limita, la mutila. Ahora bien, tal como pregunta Rodrigo Karmy: ¿qué sería el hombre (y qué el animal), una vez que la “máquina antropológica” ha cumplido su proyecto?”.15 13 Castro, “El concepto de vida en Giorgio Agamben”, 104. 14 Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos (Madrid: Trotta, 2006), 31. 15 Rodrigo Karmy, “Potentia Passiva. Giorgio Agamben lector de Averroes”, en Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben, ed. Rodrigo Karmy (Santiago: Ediciones Escaparate,
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¿Cuáles sería los límites para decir: “efectivamente estamos volviendo a la vida”, ¿qué vida es la vida inoperante, qué vida es el zoé aionos (vida eterna)? ¿Quién puede dar la medida, quién puede afirmar diciendo cuál es su altura, su profundidad16 sin apostar por una concreción materialmente dictada del proyecto (quizás sólo nos faltó decir: hermenéutica de la facticidad) a la manera del error heideggeriano? Karmy mismo instala esa bestial pregunta al final del texto, como aquello que da qué pensar en el “Excursus sobre el Humanismo” preguntando: “¿Hay, por tanto, una reconsideración del humanismo en Agamben?”.17 En “Lo Abierto”, Agamben en el capítulo “Antropogénesis”18 concluye el puro abandono, según la rúbrica heideggeriana, como la chance de vida a la altura de la interrupción de la máquina antropológica. Esto podría llevarnos a una conclusión en negativo, puesto que la altura y profundidad son dadas respecto de la resistencia de la máquina. Serían ellas el límite. ¿Es la metafísica el límite del ser? Si fuese así, la zoé aionos sería el lugar vacío de la posibilidad de vida. ¿Qué sería de nosotros si no hubiese ley? Las comunidades joaninas en la tradición bíblica llegaron a la siguiente conclusión: “En el amor no existe temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo; en consecuencia, quien siente temor aún no está realizado en el amor”19. Esto, respecto de la ley y la posibilidad de vivir (en comunidad) en la erradicación de tal. Referencias Bibliográficas Agamben, Giorgio. “Antropogénesis”. En Lo abierto, 101-102. Valencia: Pretextos, 2005. Agamben, Giorgio. El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos. Madrid: Trotta, 2006. Agamben, Giorgio. El reino y la gloria. Una genealogía teológica de la economía y el gobierno. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2008.
Agamben, Giorgio. Estado de excepción, 4ª Edición. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2010. Benjamin, Walter. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2006.
2011), 169-170. 16 Dicen las tradiciones paulinas: “para que el Mesías se instale por la fe en lo íntimo de ustedes y queden enraizados y cimentados en el amor; con eso serán capaces de comprender, en compañía de todos los consagrados, lo que es anchura y largura, altura y profundidad y de conocer lo que supera todo conocimiento, el amor del Mesías, llenándose de la plenitud total, que es Dios.” Nueva Biblia Española, Carta a los Efesios 3:17-19. 17 Karmy, “Potentia Passiva”, 170. 18 Giorgio Agamben, “Antropogénesis”, en Lo abierto (Valencia: Pre-textos, 2005), 101-102. 19 1°Carta de Juan 4:18. Edición Nueva Biblia Española.
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RESEÑA
Casanova, Carlos. “Potentia Potentiae: Praxis sin fin”. En Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben, editado por Rodrigo Karmy, 64-82. Santiago: Ediciones Escaparate, 2011. Castro, Edgardo. “El concepto de vida en Giorgio Agamben”. En Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben, editado por Rodrigo Karmy, 83-111. Santiago: Ediciones Escaparate, 2011. Heidegger, Martin. “La época de la imagen del mundo”. En Caminos de bosque. Madrid: Alianza, 1996. Disponible digitalmente en: http:// heideggeriana.com.ar/textos/epoca_de_la_imagen.htm/ Karmy, Rodrigo. “Potentia Passiva. Giorgio Agamben lector de Averroes”. En Políticas de la interrupción. Ensayos sobre Giorgio Agamben, editado por Rodrigo Karmy. Santiago: Ediciones Escaparate, 2011. Moreiras, Alberto. Línea de sombra. El no sujeto de lo político. Santiago: Palinodia, 2006. Witt, Hans de. He visto la humillación de mi pueblo. Santiago: Amerinda, 1988.
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REVISTA PLÉYADE 8/ ISSN: 0718-655X / JULIO-DICIEMBRE 2011 / PP. 219-224
Review
Miguel Vatter (ed.), “Crediting God: Sovereignty and Religion in the Age of Global Capitalism.” Fordham University Press, 2011. ISBN: 978-0-3319-9.
James Martel*
San Francisco State University
Crediting God is a timely volume. Increasingly, many scholars are viewing the resurgence of religion with fear rather than with an attempt at understanding (much less addressing) the phenomenon in question. This may be especially true in the United States where the twin events of 9/11 and the rise of an increasingly muscular Christian right have deeply affected the US polity –and with it, US academia as well. But even in so called post-Christian regions like Western Europe, the rise of religion as a political force (and especially the rise of organized Islam) is seen as a threat, one that is often met by resort to stereotypes, generalizations and a sense of doom or paralysis (alternating with xenophobia and racism). Crediting God takes the contemporary relationship between religion and politics head on in a variety of approaches, and methods. While no book can definitively resolve this complex and troubled relationship, Crediting God gives us a rich and vital sense of how such an undertaking might be further explored. In his excellent introduction to the volume, the editor (and contributor) Miguel Vatter describes both the risks and opportunities of associating God with an absolute sovereign. On the one hand, such a connection ensures (or has worked to ensure at times) a strong basis for political order. Yet, at the * James Martel teaches political theory at San Francisco State University. He is the author of Divine Violence: Walter Benjamin and the Eschatology of Politics (New York: Routledge, 2011); Textual Conspiracies: Walter Benjamin, Idolatry and Political Theory (Michigan: University of Michigan Press, 2011); Subverting the Leviathan: Reading Thomas Hobbes as a Radical Democrat (New York: Columbia University Press, 2007) and Love is a Sweet Chain: Desire, Autonomy and Friendship in Liberal Political Theory (New York: Routledge, 2001). He is also coeditor of How Not to Be Governed: Readings and Interpretations from a Critical Anarchist Left (Lanhman, MD: Lexington, 2011). E-Mail: jmartel@sfsu.edu
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same time, basing political order on religious principles risks bringing in a tremendous aporia, an absence at the center of authority and rule (one that can be readily filled by myriad claimants who say they speak on behalf of God). This is the basic conundrum that the essays in this volume deal with. The first part of the volume offers a very useful overview of some of the main “axial” religions and the way that politics is shaped and informed by them. Fred Dallmayr begins the section by commenting on a paradox that is central to any consideration of religion and politics: in thinking about the relationship between the human and the holy city, Dallmayr sees a contradiction in terms. Dallmayr suggests that we be open to the indecision of the holy/city nexus, that we give up both on trying to control what this city will be (since we can’t) and seeking to abandon the project entirely (since we must not). In this way we are left, not unlike as with Derrida, waiting in anticipation of a polity that is “to come” even as we know it can never actually arrive (and hence leaving the situation far from resolved). The following essay by Abdou Filali-Ansary does a wonderful job rethinking the position of certain Islamic scholars that have been rather sloppily considered as ‘liberal’ or ‘modern’ Islamic thinkers (or perhaps, he invites us to reconsider the meaning of those terms). He argues that scholars such as Ali Abd-al Raziq and Maaruf Rusafi on their own terms and are not enslaved to a western and thus, ultimately anti Islamic, ideology. He claims that with these thinkers, “the sacred is still there but it has another meaning.” (p. 61). It is this other path that Islam might have taken (or could still take) that is really the payoff in reading this essay. Shmuel Trigano offers a fascinating study of the potentially radical political implications of Judaism. In what is perhaps his most important point, Trigano offers that the Jewish prohibition against idolatry –and the ban on representation that it demands– safeguards not only the aporia that is God, but also the position of the other within the immanence of the political. A space that cannot be represented is a space that is free (at least potentially) of projection, of hegemonic grasping after the other that often comes in the guise of neutral or friendly attempts at understanding and empathy. The political implications in this view harken –at least for this reviewer– to the work of Walter Benjamin (also considered in this issue by Hauke Brunkhorst and Samuel Weber) in terms of his own interest in the relationship between politics and idolatry. It may be fruitful to think further about this connection. Ranjoo Herr engages with Confucianism as another axial religion. The inclusion of an essay beyond the usual treatment of Islam, Christianity and Judaism is welcome in and of itself. Herr looks at a fourteenth century Korean Confucianist scholar, Jeong Do-Jeon whose own careful examination and extrapolation of Confucian philosophy reveals an entirely alternative
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basis for a kind of democratic polity (one that is rooted in the notion that “Heaven and the people are one and the same”) (p. 96). Souleymane Bachir Diagne finishes out this section with an examination of the clash between Christianity and Islam in the formation of the modern Senegalese state. Especially in terms of his treatment of the relationship between the Christian Léopold Senghor and the Muslim Mamadou Dia, we see another instance of a “might have been” insofar as the rift between these figures ended a collaboration that might have created a pluralistic religious basis for the polity. This “might have been” spirit, typical of the essays in this volume, rather than being nostalgic or wistful, rereads the history of contemporary religiosity, not as a forgone conclusion but rather as a product of a contingent and contested history, one that remains radically open in terms of where we might all yet end up. Part Two deals with the relationship between religion and the sustained power of global capitalism (in ways in which the former both enables and resists the latter). Georges Dreyfus argues that the failure of western liberal traditions has allowed identity politics and, through it, certain expressions of religious fundamentalism, to manifest, particularly in terms of India and the rise of the BJP. One question to pose to Dreyfus is why it is that a failure in western rationalism seems to have affected its source of origin –Western Europe– less than other parts of the world? Hauke Brunkhorst invokes both Benjamin and Habermas in his fascinating exploration of the possibility for democracy in the face of global religion and capitalism. He evokes a vision of Benjamin whereby the presence of a “weak messianic power” becomes almost completely internalized in modern society, allowing for a potential “self-radicalization of modernity” from within (p. 149). Brunkhorst seeks to align such a vision with Habermas’ theory of communicative action. He argues that Benjamin supplies Habermas with a basis for universal solidarity “because the communicative concept of truth implies universal acceptability for all potential speakers, dead or alive, born or unborn.” (p. 152). One issue is whether Benjamin is so helpful for Habermas after all. While Habermas argues that a “post-truth” democracy could not function, Benjamin himself suggests that we are already “post-truth” and have been since Adam’s expulsion from paradise. For Benjamin, there are no truths to anchor our relations and communications, only the ruins and shards of truths that are no longer available to us. William Connolly’s evocation of an “evangelical-capitalist resonance machine” is both terrifying and edifying. It takes the current predicament of a rising evangelical Christian alliance with global capitalism out of the hands of a few, human agents, and reveals it instead as a kind of non systemic system, a machine that is “more potent than the aggregation of its parts” (p. 167). Connolly calls for a counter machine that includes 221
REVIEW
pluralizing Christian evangelism. In the face of the resonance machine that he so perfectly describes and evokes, one wishes for examples of other countermeasures as well (something that Connolly provides more generally in other of his works). Part three was probably my favorite part of the volume. It deals with the question of law, politics and religion. The first essay is a superb study of Schmitt’s appropriation of Hobbes by Friedrich Balke. While noting Schmitt’s commonality with Hobbes, Balke peels them apart to some extent. He sees Hobbes as offering more genuine popular buy in to sovereignty than Schmitt allows. Perhaps more importantly, via Foucault, Balke sees Hobbes as offering a rationale for the state based on preserving the life of each person, whereas Schmitt discerns between those who deserve to live and those who might not (the latter category representing “bare life”). In this way, Schmitt supplies a dark political theology for our age whereas Hobbes himself suggests a different possibility or path for political and theological work. Miguel Vatter offers a superb reading of Leo Strauss that (in this reviewer’s view) solves a real riddle in Straussian theory. The riddle involves the question of Strauss’ relationship to classical texts and, in particular, to whether he condones or condemns the seeming compatibility between virtue and tyranny that emerges out of a text like Xenophon’s Hiero. In his reading of that text, Strauss seems to reject the turn to tyranny even as he appreciates the classical tradition to the point where many non Straussians read him as accepting (and promoting) tyranny after all. Vatter’s answer is that while Strauss does reject tyranny, his rejection is not based on principles that can be found within the classical tradition itself but rather come from Jewish law. Vatter convincingly argues that Strauss introduces Judaic notions of good and evil into his engagement with classical positions. Furthermore, in doing so, we see that for Strauss, natural law is not immutable (as it is for the Greeks) but rather fungible, offering a way to rethink our position as subjects suspended between Athens and Jerusalem. Regina Schwartz’s essay seeks to answer the Pauline view that Christ’s sacrifice produces the possibility of justice in the world for everyone. Turning to Levinas, she argues that in the Hebraic tradition, justice can only be done by individual acts. Thus, rather than offering a “miraculous solution to human pain” (p. 220) this view of justice is inherently political because it anchors justice in specific, local moments. Samuel Weber’s wonderful essay on singularity anticipates a future project that is much to be looked forward to (as does Vatter’s). The essay is a meditation on the ways in which the Christian power of salvation (or, more specifically, redemption from guilt) has been appropriated by the state and how this move might be resisted. He does so by turning, once again, to Walter Benjamin. In a beautiful and careful reading of Benjamin’s essay 222
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“Destiny and Character”, Weber shows how Benjamin sees our guilt as lying not in some original sin but precisely through the juridical categories that (re)produce that guilt. He looks to the singularity of comedy as one way to counter that guilt, a singularity that resists or even obscures the totality within which we are normally ensconced as subjects of the law. It is both to be hoped and expected that Weber’s book on singularity will expand on the political promise that comes with this potential for singularity. Part four is nominally a section that revisits Tocqueville’s commentary on religion in the United States. In fact only the first two essays really touch on Tocqueville. José Casanova and Lucien Jaume both consider the ongoing relevance and prescience of Democracy and America in terms of the book’s religious themes. Both authors are interested in how for Tocqueville, religion actually strengthened democracy whereas today we normally think of religion as a threat to democratic values. Casanova speaks of series of Protestant “disestablishments” resulting in corresponding backlashes. In our own time, that backlash may or may not result in a “new hegemonic Evangelical establishment” (p. 272). Casanova does not want to commit to any predictions. Yet it would be worthwhile considering whether the forces that Tocqueville appreciated in US Christian movements remain at play in their latest iteration. Jaume perhaps speak more to this question by citing Tocqueville’s statement that “religion reigns [in the US] far less as revealed doctrine than as common opinion.” He notes that this also implies that democracy “also becomes a form of religion” (p. 279), an idea that remain useful in our own time. Eddie Glaude does not reference Tocqueville per se but he does discuss contemporary African American Christianity in terms that are similar to Tocqueville’s (i.e. in historical and sociological ways). Glaude argues against the tendency to either ignore or despise the rise of Evangelism among African Americans. He lays part of the blame for this situation on the ongoing dominance of W.E.B Dubois (who he both appreciates and has issues with). Glaude argues that to ignore the political import of this relatively recent development is to miss out on a big part of the contemporary African Americans political movements. Glaude hints at the relevance of taking a new look at Evangelical Christianity among African Americans but it would be very helpful and, by his own argument, highly important to give more than hints. If this phenomenon suggests a political direction for African Americans –even if it is not the dominant one– it is important to identify and address what that direction might be. Thomas Dumm’s essay serves as a fitting coda to this fine volume. He describes the requirement for members of a political community to face what he (citing Eyal Peretz) calls the “white event,” something he defines as “a catastrophe that shatters all possibility of knowing and places us in as close to an unmediated relationship to our life as it is possible to be” (p. 223
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305). The US institution of slavery is the one example he offers but it seems clear that Dumm includes contemporary practices of global capitalism and exploitation as other forms of this catastrophe. He argues that literature offers a way for a society like the United States to face its own catastrophes. Specifically, he discusses Toni Morrison’s Beloved and Herman Melville’s Moby Dick as works that urge and enable us to face what cannot otherwise be contended with. Turning then to Emerson and Cavell, Dumm illuminates a familiar path in this book: turning to our own traditions as a way to rethink what is, to see what might have been and what could yet be. For Dumm, unless we face the “white event” there can be no movement towards any other iterations of our present situation. Clearly in such a massive undertaking as Crediting God there will be questions that remain unaddressed. It would have been helpful for example to think more about the question of the secular and to see if it itself is as innocent of the religious as we tend to think. Similarly, Vatter’s call to think about other traditions that coexist or lurk within the grand narratives of the relationship between religion and politics (such as the republican tradition of civil religion) might have led to other explorations of what Connolly would call counter machines. Overwhelmingly, these essays are united by a desire to see alternative narratives, counterfactuals and “what ifs” as a counterweight to a sense of an unavoidable destiny. If the future looks bleak not despite but because of an onslaught of messianism, it seems that turning to other messiahs, other forms of thinking about religion and politics, helps dispel a sense of the inevitability of a Handmaid’s Tale style theocratic police state. Reading this book gave this reviewer courage to think not just about what might have been but also about what can be; not just in some utopian future but here, and now.
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Revista Pléyade Nº 8
Instrucciones a los autores Revista Pléyade (ISSN: 0718-655X) es una revista científica de carácter internacional dedicada principalmente a la ciencia política, publicada por el Centro de Análisis e Investigación Política (CAIP) de Chile. Su periodicidad es bianual (julio-diciembre) en formato papel y digital. Desde su fundación en 2008, la publicación incentiva la discusión académica de los fenómenos políticos, considerando temas como la filosofía política, los estudios latinoamericanos, la economía política, las relaciones internacionales, entre otros. Llamado a presentar artículos: El Equipo editorial de Pléyade invita a académicos y estudiantes a enviar artículos para ser evaluados y posiblemente publicados. En cada edición, presenta un dossier temático junto a artículos de carácter libre. Pléyade acepta propuestas durante todo el año. Sin embargo, con el fin de ser incluidos en la edición nº9 del 2012, las propuestas deben ser enviadas antes del 1 de marzo de 2012. Pléyade tiene como objetivo publicar trabajos de alta calidad realizados por académicos y estudiantes pertenecientes a las ciencias sociales, para darles visibilidad y reconocimiento en el mundo académico. El Equipo editorial considerará sólo trabajos originales para ser publicados en nuestra revista. Cualquier material que contenga material que haya sido publicado previamente no será aceptado. Las propuestas de artículos serán revisados por el equipo editorial y por dos árbitros bajo referato ciego. Con el propósito de hacer la revisión bajo referato ciego, se solicita a los autores no incluir su nombre y afiliación en el manuscrito, sino que en un archivo separado. Cada propuesta debiera consistir de dos diferentes archivos: Una primera plana que contenga el título del artículo, el nombre y afiliación del autor (a), así como cualquier tipo de agradecimiento (no más de 100 palabras). El manuscrito del artículo (que contenga sólo el artículo, el abstract o resumen del trabajo y el cuerpo del artículo). Entre 5000-8000 palabras. Los artículos presentados debieran contener los siguientes parámetros:
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Estar escritos en español o inglés. Presentarse en un archivo en formato Microsoft Word (.doc) o RTF. Con referencias completas en formato Chicago Style, usando el sistema de notas al pie y bibliografía (Ver http://www. chicagomanualofstyle.org/tools_citationguide.html o al final del presente documento) Un abstract o resumen del texto en inglés y español, entre 150-200 palabras. 3 a 6 palabras clave en español e inglés que identifiquen el tema del artículo. Estar relacionado a la ciencia política, teoría política, pensamiento político, relaciones internacionales, estudios latinoamericanos, economía política o temas afines.
Llamado
a
presentar
reseñas
de
libros
El Equipo editorial de Pléyade está constantemente aceptando reseñas de libros realizadas por académicos, estudiantes de posgrado y pregrado. Pléyade acepta propuestas para su sección de reseñas de libros durante todo el año. Sin embargo, con el fin de ser incluidos en la edición nº9 del año 2012, las propuestas deben ser enviadas antes del 1 de marzo de 2012. Los libros reseñados debieran: - Presentar un interés general para los académicos y estudiantes en las áreas de ciencia política, teoría política, pensamiento político, relaciones internacionales, estudios latinoamericanos, economía política o temas afines. - Referirse a títulos recientes. - Ser escritos en español o inglés. Algunas excepciones a la regla podrían ser libros que no hayan sido escritos en español o inglés, pero que representen una contribución académica. Todos los libros reseñados debieran: - Ser escritos en español o inglés. - Tener entre 1000-2000 palabras. - Presentarse en un archivo en formato Microsoft Word (.doc) o RTF. - Con referencias completas en formato Chicago Style, usando el sistema de notas al pie y bibliografía (Ver http://www.chicagomanualofstyle.org/ tools_citationguide.html o al final del presente documento) - Incluir los detalles completos del libro (autor(es), ciudad de publicación, 228
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editorial, fecha de publicación) - Incluir una breve presentación del reseñador (no más de 100 palabras). Las propuestas deben ser enviadas directamente a: contacto@caip.cl Normas Editoriales La Revista Pléyade acepta contribuciones (artículos de carácter científico, ensayos y reseñas) en español e ingles, cumpliendo la condición de que sean trabajos inéditos hasta la fecha y que no estén postulando simultáneamente en otras revistas u organismos editoriales. Una vez recibidos los documentos, se envía una copia anónima del artículo a dos árbitros quienes evalúan y deciden —en base a los criterios establecidos por el Comité Editor de la Revista Pléyade— si los artículos están o no en condiciones de ser publicados. El Comité Editor considera los siguientes criterios como fundamentales al momento de evaluar un artículo: 1. Interés del tema; 2. Calidad teórica del artículo; 3. Calidad argumentativa; 4. Calidad de las conclusiones; 5. Calidad de las referencias bibliográficas. La respuesta del arbitraje es enviada a los autores según un plazo que varía entre 2 a 6 semanas, la resolución final de este proceso puede contemplar las siguientes alternativas: a. En el caso de ser rechazado el artículo, se comunicará al autor especificando las razones. b. En el caso que sea aprobado pero con acotaciones, él o los autores deberán corregir su artículo a la luz de los comentarios elaborados por el proceso de arbitraje. c. En el caso de ser aprobado, el artículo será publicado en alguno de los tres números siguientes. Los autores al enviar sus artículos dan cuenta de la aceptación de entrega de los derechos para la publicación de los trabajos. Además se considera que las opiniones vertidas en los trabajos son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representarán el pensamiento del Centro de Análisis e Investigación Política. Elaboración de citas y referencias bibliográgicas El Comité Editor solicita a los autores, que la norma para citar fuentes esté basada en el formato Chicago Style. Tanto las citas a pie de página como la bibliografía deben seguir estrictamente este formato, además las citas largas (aquellas que exceden las 40 palabras) se deben poner en 229
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bloque, en el texto. Al momento de elaborar las citas se recomienda a los autores que consideren las siguientes recomendaciones: Cuando por primera vez se cita un libro en el artículo, se debe poner primero el Nombre y Apellido del autor (en minúsculas), seguidos por la referencia completa: Titulo en cursiva (Ciudad de edición: Editorial, año), páginas: Hannah Arendt, La condición humana (Barcelona: Paidós, 1996), 211. 1
Las siguientes veces en que se cite el mismo texto se debe poner sólo el Apellido del autor, seguido del título abreviado de la obra, luego una coma y el número de página correspondiente. 1
Arendt, La condición, 55.
Si volvemos a citar una misma obra en la nota inmediatamente posterior, sólo se coloca la abreviatura Ibid. (en cursiva), seguido por el número de página que corresponde a la nueva cita. Hannah Arendt, La condición humana (Barcelona: Paidós, 1996), 211. 2 Ibid., 235. 1
Pero si se vuelve a citar la misma obra y la misma página en la nota inmediatamente posterior, sólo se coloca la palabra Ibidem. 1 Hannah Arendt, La condición humana (Barcelona: Paidós, 1996), 211. 2 Ibidem.
Todas las citas deben ir del siguiente modo cuando se hace referencia a más de una página: 180-220; 35ss. 1 2
Hannah Arendt, Sobre la revolución, 106-10. Jürgen Habermas. Teoría de la acción, 135ss.
Para citar artículos de revistas o de obras generales se debe poner: Nombre y Apellido (del autor), “Título del artículo” (entre comillas), Título del libro u obra general en la que se encuentra (en cursiva), Nombre y Apellido del compilador (si tiene) y/o entidad editora, ciudad de edición (año de la publicación): páginas entre las que se encuentra al artículo o página específica que se está citando. 230
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Rodrigo Karmy, “Carl Schmitt y la política del AntiCristo. Representación, forma política y nihilismo,” Revista Pléyade 3 (2009): 20-41.
Las siguientes veces en que se cite el mismo texto se procede de la misma forma antes mencionada. Karmy, “Carl Schmitt y la política,” 25. Ibid., 27. 4 Ibidem. 2 3
Para citar artículos en Internet: Nombre y apellido (del autor) o Entidad responsable, “Título del artículo.” Referencia o lugar y la fecha de elaboración del documento (si tiene); páginas (si tienen numeración); [Consultado en línea: fecha en que se accedió]. Disponible en: dirección URL completa, (sin subrayar); Claudio Rolle, “La ficción, la conjetura y los andamiajes de la historia”. Instituto de Historia Pontificia Universidad Católica de Chile, Documento de Trabajo Nº2, julio de 2001. p. 16. [Consultado en línea: 27 de agosto de 2008].Disponible en: <http://www.uc.cl/historia/Publielec/documentos/ rolle1.pdf> 1
Por su parte, la bibliografía completa debe ir al final del artículo ordenada alfabéticamente en función del apellido de los autores. La estructura es diferente al de las citas a pie de página: debe poner primero el Apellido y luego el Nombre del autor (en minúsculas), seguidos por lo siguiente: Año de la publicación. Titulo (en cursiva). Ciudad de edición: Editorial. Referencias bibliográficas Agamben, Giorgio. “¿Qué es un dispositivo?”, en Conferencias en Argentina. Buenos Aires: Editorial Milena Caserola. 2006. Althusser, Louis. “Ideología y Aparatos Ideológicos del estado”, en Ideología: un mapa de la cuestión. Compilado por Slavoj Zizek. Buenos Aires: Editorial Paidós. 2005. Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. Buenos Aires: Editorial La Marca. 1995.
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Convocatoria Revista Pléyade Nº 9 Primer Semestre 2012
Horizontes contemporáneos de la violencia ¿Cómo pensar los horizontes de la violencia contemporánea? La violencia es un tema recurrente, un punto esencial de la agenda política mundial y nacional; se relaciona con una amplia gama de fenómenos que van desde las guerras, el crimen organizado, la violencia de género y la exclusión económica. El significado del término violencia se da por hecho y poco reflexionamos sobre su relación etimológica en latín con la fuerza, el problema de su legitimación o su institucionalización. Es necesario ahondar sobre el correlato de la violación y su relación con el espacio, el cuerpo, los límites subjetivos, textuales y las fronteras territoriales. La intención de este dossier es indagar sobre los múltiples significados de la violencia a partir de un mapeo de las perspectivas ofrecidas por distintas tradiciones de estudio: la filosofía, la ciencia política, la historia, el psicoanálisis. Este dossier es dará cuenta, a través de distintos dominios de estudio, de las violencias institucionales, sociales, psicológicas, históricas y políticas.
Coordinación del Dossier: Miriam Jerade y Francisco Roberto Pérez (fperez@17.edu.mx) Entrega de artículos: 1 de marzo 2012 Idiomas: Se receptarán propuestas en español e inglés Publicación: Julio de 2012 Envío de artículos a:
contacto@caip.cl
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Convocatoria Revista Pléyade Nº 10 Segundo Semestre 2012
Estudios Cualitativos Interpretativos de la Política Las escuelas de corriente principal (mainstream) de la ciencia política han prestado poca atención a la antigua y prestigiosa tradición metodológica de investigación interpretativa. Como consecuencia, las diferentes corrientes de investigación empírica de la ciencia política han desarrollado estudios, tanto cuantitaivos como cualitativos, centrados en variables y no han considerado suficientemente la tradición interpretativa de las ciencias sociales. Tomando conciencia de tal despreocupación, este número de la revista Pléyade se propone hacer una contribución para llenar tal vacío dedicando el próximo dossier a los estudios cualitativos interpretativos de la política. Se aceptarán estudios empíricos que utilicen diferentes tradiciones teóricas, métodos y técnicas cualitativas, entre las que se encuentran el análisis del discurso, la narratología, la etnografía, la teoría fundamentada, los métodos biográficos, por nombrar solo algunos de los tipos de investigaciones posibles. Los temas tratados podrán incluir, entre otros, la significación de la política y de la acción política, la formación y significación de identidades políticas, las políticas del cuerpo y las esferas privada e íntima, la formación y significación de las motivaciones de los agentes políticos, la significación y representación de los objetos políticos, la importancia de la dimensión discursiva de la vida política, las análisis cualitativos discursivos e interpretativos de políticas públicas, y la relevancia que tienen las ideas, conceptos, ideologías y representaciones sociales en los procesos políticos. En suma, la intención de este dossier es indagar sobre los múltiples significados de la vida política desde una perspectiva metodológica a la vez cualitativa e interpretativa. Coordinación del Dossier: Entrega de artículos: Idiomas: Publicación: Envío de artículos a:
Hernán Cuevas (hernan.cuevas@udp.cl) Juan Pablo Paredes (juan.paredes@udp.cl) 28 de agosto de 2012 Se receptarán propuestas en español e inglés Diciembre de 2012 contacto@caip.cl
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ESTUDIOS PÚBLICOS REVISTA DE POLÍTICAS PÚBLICAS Nº 124, Primavera 2011 Otfried Höffe
Justicia política y social como intercambio: Para la fundamentación del derecho, del Estado y del Estado social
Ricardo Sanhueza y Benjamín Mordoj
Competencia desleal: La economía del engaño
Aldo Mascareño
Entre la diferenciación y los individuos: Derechos fundamentales y las redes de la infamia
Alejandra Salinas
Los presupuestos psicológicos en política: Una revisión introductoria de la literatura
Antonio Bascuñán
La prohibición penal de la homosexualidad masculina juvenil (Comentario a la sentencia del Tribunal Constitucional de 4 de enero de 2011, rol Nº 1683-2010)
Enrique Barros y Arturo Fontaine
Apuntes acerca de la universidad en tiempos de conflicto
José Joaquín Brunner
Universidad para todos
Enrique Barros y Arturo Fontaine
Más acerca del sistema educacional y la Universidad de Chile
Humberto Giannini
Dar la palabra o de la insolvencia del yo
Ernesto Rodríguez S. y Marcelo D. Boeri
Alfonso Gómez-Lobo (1940-2011): In Memoriam
SUSCRIPCIONES Anual $ 9.000 • Bianual $ 13.500 • Estudiantes $ 5.000
CENTRO DE ESTUDIOS PÚBLICOS
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Diagramación corresponde al equipo de Pléyade. Centro de Análisis e Investigación Política Huérfanos 1373, of. 703, Santiago de Chile. Código postal: 8340615 Mail de contacto: contacto@caip.cl Versión digital disponible en: www.issuu.com/revista_pleyade www.caip.cl
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