REVISTA ACHE (suplemento) 11

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El paso del tiempo es algo cruel para quienes nos falla la memoria y nos sostiene la nostalgia.

@Monsterrcat

Andrés Cárdenas Matute @a ndrescardenasm

Director

Majo Rodríguez @lunalunar es

Ilustración

Camilo Pazmiño

Diseño y Diagramación


Hermann Hesse: luz con est贸mago Ana Cristina Franco


Desde niño Hermann Hesse supo que era un poeta. Pero no uno de aquellos que busca componer versos armónicos: uno de verdad, uno que se atreve a buscarse a sí mismo. Su primer paso fue, como el de todos los grandes, destruir. Rebelarse contra “el padre”, la institución, la academia, el pasado. Le costaba creer que una sola persona pudiera ser dueña de la verdad. Su espíritu le llevó, desde pequeño, a buscar más allá. Criticó la cobarde prepotencia de los maestros. Se rebeló contra un sistema de educación caduco que imponía y no cuestionaba. Al igual que sus personajes, no se conformó con los libros ni las personas: trazó su propio camino y hacerlo le costó sangre. Su juventud estuvo marcada por temporadas en psiquiátricos, intentos de suicidio, cambios permanentes escolares. El viaje que hacen los personajes de sus libros siempre tiene origen gracias a la crisis. Solo en el caos el pájaro puede temblar y romper el cascarón. Y, tras hacerlo, el personaje –ya sea Demian, Siddartha, Hesse, Harry Haller– busca a Dios, un objetivo imposible de alcanzar sin conocer la oscuridad. Demian se refugia en las tabernas. Se siente perdido. Pasa por el exceso hasta caer en una irremediable resaca que le conduce a una abstinencia que parece ser parte esencial del camino. Esto se refleja más en Siddartha, quien huye al bosque con los ascetas y se entrega a la meditación y al ayuno. Superar las pasiones de “los hombres niños”. Concebir al deseo como origen del dolor e intentar superarlo. Sin embargo, la abstinencia radical no es la solución al sufrimiento. Siddartha entiende que el hambre, la sed, el aislamiento, en exceso, también son formas de evadirse a sí mismo. De huir. Demian presiente que en su ser existen formas oscuras que también son parte de su sangre. Negar la condición humana parece imposible en el camino de la espiritualidad que propone Hermann Hesse. Aunque Abraxas existe como deidad, es la metáfora de la unión de todas las caras de los seres humanos. Lo divino y lo demoníaco como un solo concepto. Y es aquí cuando Hesse recuerda a Rimbaud. Su actividad literaria no solo está en las letras: es un viaje que incluye al cuerpo y que destruye el tiempo. Un viaje en el que es preciso vivir-se. Explorar el camino interior y exprimir cada una de sus posibilidades. Nuestra sociedad no acepta la contradicción. Peor aún la multiplicidad. Para Hesse la verdad no puede ser estática y permanente: es una variación y se multiplica en el agua. Como el río de Heráclito: somos todas las mujeres y todos los hombres que bien y mal conviven en cada uno de nosotros. Nuestra piel será estrella y esa estrella será Mujer. Devengo. No soy: voy siendo. Hesse reivindica al ser humano. Lo invita a despertar del letargo: “Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo. Unos no llegan nunca a ser hombres. Se quedan en lagartijas, ranas u hormigas”. Para intentar ser por completo uno mismo es preciso despertar, romper el cascarón, tener consciencia. Pero Hesse también –y quizá esto es lo más generoso de su exploración– desmitifica la idea del buscador como un mártir, del ser espiritual como ser superior y sacrificado que trasciende los deseos banales de los otros hombres. Al final del viaje, Siddartha tiene una revelación: “Ahora le parecía que esos humanos pueriles eran sus hermanos; sus vanidades, deseos y absurdos perdían ante él lo ridículo, se volvían comprensibles, simpáticos e incluso venerables”. Hermann Hesse acaba con la idea de espiritualidad como sacrificio, como camino tortuoso en el que para ser santo es preciso negar el cuerpo. Concibe al ser humano no como un Dios que supera sus pasiones y se abstiene. Tampoco como un animal sin consciencia que solo vive al día. Sino como un ser de luz que también tiene estómago.


La realidad difuminada en tiempo de guerra Sobre Suite francesa de Irène Némirovsky Jaime Baquero

La trágica muerte de Irène Némirovsky dejó el trabajo inconcluso, obligando al lector a saborear, en primera persona, la nostalgia de la vida que camina hacia la muerte. Ya conocida por su corta novela autobiográfica El baile, la escritora de origen ucraniano y raíces judías se vio superada a sí misma por la publicación póstuma de Suite francesa: sus relatos sobre la ocupación alemana a Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un doloroso recorrido que asume el sinsentido de la tragedia para convertirlo en sentido personal. Se necesita apenas un momento de desesperación colectiva para convertir un sendero bordeado de lirios abiertos en camino de escape, para profanarlo con miles de pisadas que quieren salvar su vida casi tanto como su dinero. Para fugarse. Pero: ¿hacia dónde? Los extremos se unen y aquellos estrictísimos estamentos sociales que se juraban abolidos a punta de guillotina se amalgaman de forma grotesca en una Francia de mentes soberbias y granjeras que, según la lectura del invasor, se parecen a sus animales. Albert, el gato, parece indiferente a la realidad que

lacera a una nación en estampida. Una nación donde robar y comer se han vuelto sinónimos. Donde los vanidosos siguen pensando en la gran pérdida que sufrirá la humanidad si ellos llegasen a desaparecer. Cuando todo se vuelve nada no queda espacio para los puntos medios: la casa se convierte en trampa de muerte, los recuerdos se entrelazan como lazos afectivos que ceban a la melancolía, los estudiantes que la ingenuidad considera a un paso de volverse buenos se transforman en asesinos. Las caricias de esas manos cultivadas a través del piano causan repudio. El abrazo destinado a despertar los oscuros movimientos de la sangre se queda en el frío apretujo de una hebilla que lastima el cuerpo de Lucile. Las obras de arte solo sirven para dar lumbre a cuerpos, que tiritan de frío o de miedo que a estas alturas es igual. Hay que dejar atrás sábanas, fotografías y estufas: todo lo que da seguridad a la vida. En Suite francesa parece difuminarse para siempre la distinción –lúcida en tiempos de paz– entre héroes y villanos, entre castos e impuros, entre honestos y traficantes de almas. El calor humano que una bai-

larina concede al joven soldado exhausto y hambriento de humanidad: ¿es dadivosidad o egoísta pasión carnal? Ni lo uno ni lo otro, se llama guerra, vencedores y vencidos. La derrota es tan humillante que arranca los más turbios rencores de las vísceras para ponerlos a flor de piel. Solo el talento es capaz de unir esos dos extremos –el amor y la tragedia– que dan un secreto derecho a olvidarlo todo menos a uno mismo. Es precisamente en esa unión cuando la persona se da cuenta de que, si desea convertirse en algo distinto al fluir inevitable de los acontecimientos y a las órdenes emitidas por la Kommandantur, debe saltarse las reglas del juego. Debe recordar que existe una patria, que hay un amor jugándose la vida en el lejano frente de batalla o que la nariz mocosa de un niño en vías de orfandad pide en silencio una madre. Némirovsky desata los afectos más nobles del homo animalis dejando, en medio de un campo de batalla, la puerta abierta para el final feliz. Un final que, sin embargo, trae el precio de su sangre y la tinta de su pluma. Que en este caso se identifican.



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