REVISTA ACHE (suplemento) 7

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hablar es también esconderse. @notanrandom

Andrés Cárdenas Matute @a ndrescardenasm

Director

Majo Rodríguez @lunalunar es

Ilustración

Camilo Pazmiño

Diseño y Diagramación


El cómo sobre el qué Sobre Historia de mis dientes de Valeria Luiselli Jenn Díaz “Soy el mejor cantador de subastas del mundo. Pero nadie lo sabe porque soy un hombre comedido. Me llamo Gustavo Sánchez Sánchez y me dicen, yo creo que de cariño, Carretera”. Así es como empieza Historia de mis dientes de Valeria Luiselli. Esta es la historia de mi amor por Carretera y le digo así de cariño. Sabe imitar a Janis Joplin después de dos cubas, interpretar galletas de la suerte, poner en equilibrio un huevo de gallina sobre la mesa, contar hasta ocho en japonés: ichi, ni, san, shi, ko, loko, sichi, hachi. Y lo más importante: sabe nadar de muertito. Así es como se me presentó esta criatura absolutamente encantadora y todavía faltaba que me contara su tierna historia. Valeria Luiselli ha conseguido algo que no todos los creadores son capaces de conseguir: el cómo. Hay una eterna disputa entre los creadores y los críticos literarios: ¿qué es más importante: el qué o el cómo? En este caso Luiselli ha conseguido que la forma de Carretera sea más importante que sus dientes, por así decirlo. No importa lo que quiera contarte Gustavo Sánchez Sánchez porque te lo vas a creer: el cómo te va seduciendo. A los españoles nos pasa algo parecido cuando escuchamos a los de habla hispanoamericana: estamos tan atentos al acento, la pronunciación, la riqueza del vocabulario y cómo se usan las palabras, que nos perdemos en el mensaje. Esto, que para algunos será un defecto, es la mayor de las virtudes para los amantes del estilo literario y la creación de autor. Pero también es más difícil hablar de los libros con gran protagonismo del cómo porque es del todo subjetivo y, más que eso, es imposible contagiar el placer que uno ha sentido el leerlo. Así, voy a dar cuatro pinceladas del qué: Carretera es un artista. Sí, es un artista, en general, en la vida; sobre todo de la vida, sobre todo de las subastas. En realidad, es un buen contador de historias —Valeria Luiselli lo es, en su nombre. Sabe absorber el alma de los objetos y después contagiar a los demás de esa alma: justamente lo que yo pruebo a hacer con esta historia. Es un subastador, pero el juego


no acaba con él: encuentra un amigo que le ayuda ta ichi ni hasta hachi, sino a contar lo que tar. Entre ambos contadores se esconde la en todo momento cómo hacerlo y lo hace

a contar no hasél quiere conautora, que sabe con gran acierto.

En la primera página Carretera habla de algo fundamental: dice que la inteligencia y la belleza se gastan y que cuando empiezan a hacerlo es como morir en vida. Pero él tiene un poco de suerte y otro poco de carisma, y no son cualidades efímeras, sino permanentes. Eso es, así es lo que quiero decir sobre Valeria Luiselli y el conflicto entre el qué y el cómo: cuando uno sabe bien cómo debe contar una historia, a pesar de la historia, cual sea, el texto no necesita, afortunadamente, ni belleza ni inteligencia –aunque, en este caso, rebose– porque tiene cualidades permanentes, que no se gastarán por más tiempo que pase por Carretera y su táctica de la subasta. Ahora ocupémonos de lo importante: por qué esta historia no me interesa y, en cambio, es una de las mejores lecturas que he tenido este año junto a Frankie y la boda de Carson McCullers y Del color de la leche de Nell Leyshon. ¿Cómo puede ser que no quiera saber qué pasa con la historia de Carretera pero sí quiera seguir leyendo lo que de Carretera quieran contarme? Esa es la magia, el misterio, lo que hace que el arte esté vivo y sobreviva sin necesidad de que nadie se lo proponga. Carretera, el subastador, es cercano, es tierno, es divertido —es un buen compañero. De esos compañeros que uno no elige, que se los encuentra en la vida y bueno, pasa, quédate por aquí pero sin molestar y uno acaba encontrándole el gusto a su presencia. Así es la historia de mi amor con Gustavo Sánchez Sánchez: sus dientes son irrelevantes para mí, su vida es completamente prescindible, pero agradezco tanto saberlo todo de él.


Parado en el medio de la nostalgia Sobre The Grand Budapest Hotel de Wes Anderson Eduardo Varas

Las tragedias personales pueden aparecer como el último esbozo de civilización antes de la barbarie. Estas tragedias tienen rostro, cadencias y posiciones; a veces tienen cierta gracia, o son como un espectro que da vueltas. Wes Anderson tantea en su obra la idea del fantasma –si nos dejamos llevar por los discípulos de Freud– como esa representación que cada uno hace de sí mismo en su propia historia. Y es evidente que al hablar del cine de Anderson el pasado es el mejor tiempo de todos: ahí habitan esos espíritus buenos. En The Grand Budapest Hotel este paseo por la memoria tiene un nombre y apellido: Stefan Zweig. Anderson vuelve de lleno a las tragedias personales de un ser excepcional, terreno que no había vuelto a transitar desde The Life Aquatic with Steve Zissou. Lo hace a través de una ficticia nación europea, Zubrowka, y de un reconocido escritor (interpretado por Tom Wilkinson) quien, en su juventud (un Jude Law contenido), conoció a alguien que le contó su historia y esta le sirvió de germen para la gran obra por la que será reconocido siempre en su país. The Grand Budapest Hotel es un filme de paréntesis dentro de paréntesis, porque encontrar civilización es un ejercicio de ir hacia lo más profundo. Monsieur Gustave (no existe manera de adjetivar la maravillosa interpretación que hace Ralph Fiennes y ser justos) es el conserje del prestigioso hotel y banderea una particular y encantadora manera de ver el mundo. El cautivador Gustave disfruta de la cercanía y del contacto amoroso y sexual con las clientas más ancianas del hotel y eso lo coloca en una posición de poder y de conflicto: cuando muere una de ellas, Madame Céline Villeneuve Desgoffe und Taxis, más conocida como Madame D. (una Tilda Swinton escondida bajo capas de arrugas prostéticas), él descubre que le ha dejado el valioso cuadro Niño con manzana. El heredero de la casa D. (Adrien Brody como villano de caricatura) hará todo lo posible para recuperar eso que considera suyo. Con eso en mente, todos los temas recurrentes en el “cine Anderson” aparecen: el contacto personal interrumpido, las cosas inevitables que involucra vivir, la necesidad como germen


de actos heroicos, la comprensión de la maldad como una acción vil, propia de gente vil, la nobleza de hacer lo correcto. Como siempre, en la obra del director de The Royal Tenembaums existe cierto aire a fábula. A nivel audiovisual las cosas también siguen el mismo camino. Estamos nuevamente ante la estética de los colores vivos, de la simetría, de los movimientos de cámara como pasos de baile, el uso del stop motion, las evidentes maquetas, la elegancia de las posiciones de los actores dan al encuadre un aire de cartoon –recurso que ya exploró en Moonrise Kingdom– y la música como elemento narrador. A diferencia del resto de la filmografía del director, The Grand Budapest Hotel no tiene ni una sola canción pop de los 60’s en su banda sonora, dejando que Alexander Desplat sea el único responsable de los acordes y melodías. Pero lo que sobresale esta vez de forma contundente es que a través de la lectura y reinterpretación de la obra de Zwieg, Anderson llega a una madurez como realizador y contador de historias regalándonos quizás su mejor película. Esta vez, el responsable de Rushmore nos maravilla, nos hace saltar de nuestros asientos, nos ofrece escenas que tardamos en procesar y nos lanza la tristeza al rostro sin mostrárnosla de manera explícita. El humor discreto y sorpresivo sigue estando ahí pero, esta vez, el realizador, quien siempre está con un pie en el pasado, se acepta como tal y nos habla de una civilización europea perdida poco antes del horror de la guerra. Hay solidaridad, comprensión del horror y afecto en los lugares y momentos más impensables. Y eso va a desaparecer, lo sabemos. Cuando el interlocutor llora contando su historia, no hay más que asumir que todo ese tiempo pasado fue mejor y que el dolor de lo que ya no está es una constante y punto. Solo quedan las ruinas y las ruinas son fantasmas. No se puede ser más hipster que Wes Anderson, quien lee a Zweig cuando no es cool hacerlo. Y es gracias a él que ahora muchos leeremos la obra de este austríaco que se suicidó en Río de Janeiro. Tal como lo haría un buen personaje de Wes Anderson.

Entonces, por primera vez, tenía la sensación de hablar por mí mismo y por la época. Stefan Zweig


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