Revista Awen Número III

Page 1


AWEN REVISTA LITERARIA NÚMERO III ABRIL 2018

WWW.REVISTA-AWEN.WEBNODE.COM.VE @REVISTAAWEN REVISTA AWEN

EDITOR EN JEFE

JORGE MORALES CORONA @JORGEMORALESCORONA

EDITORA ADJUNTA VERÓNICA VIDAL @VERONICAT2727

JEFE DE REDACCIÓN IGNACIO POVEDA

DIAGRAMACIÓN Y DISEÑO EDICIONES PALINDROMUS @EDICIONESPALINDROMUS

PORTADA Y FOTOGRAFÍA ELIO BENÍTEZ

Los textos e imágenes que acompañan este número no pueden ser reproducidas bajo ningún motivo sin la autorización del propietario. El copyright pertenece a los creadores.


EDITORIAL

A HER DA

El misterio es la cualidad que tienen los sentidos para hacernos partícipes del más allá. Partimos desde lo sensitivo para darle una dirección a lo que existe o es, precisamente. La lectura, esa motivación visual, nos regala la experiencia necesaria para unir el sabor que tienen los momentos narrados, el escuchar los latidos de cada palabra, tocar esa tensión que produce la letra escrita en el cerebro y oler cada final como un nuevo inicio de partida. Eso es lo hermoso del arte. Eso es lo que hace a la literatura una forma imperecedera de sentir la vida. En el libro Sobre el dibujo, John Berger propone que “el arte no sirve para explicar lo misterioso. Lo que hace el arte es facilitar que nos demos cuenta de ello. El arte descubre lo misterioso. Y cuando se percibe y se descubre se hace todavía más misterioso”; esto, me atrevo a conjeturar, debido a la forma en la que el ser humano ha decidido basarse para hacer del arte un experimento de conocimiento universal. El arte prueba lo que no está descrito, logra darle una somera definición pero que será necesariamente incompleta y permitirá que pueda tener un significado único para todo aquel que lo perciba.


En la literatura, como un arte, sucede lo mismo pero de manera diferente. Lo que se escribe proviene de la fisura que tiene todo autor en el alma: una herida que no sana, que nunca se cerrará. De manera metafórica entendemos que la literatura nace del dolor, de la emoción contenida en ese rescoldo de universo que es el autor. Pero esta herida representa también un misterio para su dueño. Nadie logra nunca descifrar completamente a un escritor porque ni el mismo se logra descifrar.

EDITORIAL

A HER DA

Lo dice Jorge Morales Corona en su poemario Reflejos Cotidianos: “A la final/ la felicidad brota de una herida”. Y es cierto: el autor tras el dolor y la escritura experimenta una suerte de felicidad y liberación que permite imprimir nuevos matices a su trabajo y contagiar de plenitud al lector. Y lo más interesante de este arte de la palabra es recalcar el misterio que se esconde tras cada una de las letras como lo expresa Verónica Vidal en su plaquette Cartuchos Vírgenes al preguntarse “¿Qué es la letra si no se convierte en duda y la duda en pensamiento?”. Los escritores estamos condenados (igual que como lectores) a ser esclavos del cuestionamiento. En el presente volumen se han reunido textos que nos llevan a esa experiencia sensitiva, acompañados de imágenes que nos hacen completar el panorama sombrío –pero fascinante– de nuestro idioma; y sobre todo, a disfrutar de lo maravilloso que es la literatura. Ignacio Poveda


SUMARIO

BERENICE SIN ESPACIO

MILAGRO CATHERINE

PIEDRITAS

pág. 12

DESTRAVO

pág. 14

pág. 08

ELIANA RAMPONI

JANETE REIST

FRENTE AL ESPEJO

pág. 16

JORGE GUTIÉRREZ TRUJILLO

ARGENTINA, CIRCA 1982

INÉS DUNSTAN

CÍRCULOS

pág. 18

pág. 20

JHOSELYN ACOSTA

ACELDAMACH

pág. 24

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

EL PELO

pág. 30

CARLOS ORELLANA

LA MUJER QUE CANTABA

pág. 36

DANIEL FRINI

EL MISTERIO Y LOS CUENTOS DEL SIGLO XIX DONÍS ALBERT EGEA

AURA

pág. 46

CARLOS FUENTES

pág. 42


COLABORADORES

ELIO BENÍTEZ

(Caracas, Venezuela. 1997) Estudiante de Publicidad en la Universidad Alejandro de Humboldt, ligado a una constante formación fotográfica que cursa en La

ONG y en Roberto Mata Taller de Fotografía. Siempre busca una vista real de su entorno y situación que le rodea.

MILAGRO CATHERINE

(Maracaibo, Venezuela 1994) estudiante del 9no semestre en Letras Hispánicas (LUZ), fundadora del grupo literario Díceres, además conforma el colectivo en germinación abrebrecha y al Grupo

Dramático de la Concitación (CAMLB). Poemas suyos han sido publicados en la Revista Literaria Letralia “Tres poemas” (Caracas) y en Poesía en el aire (Maracaibo).

ELIANA RAMPONI

(Provincia de Buenos Aires, Argentina. 1984) Cursó estudios en Letras en la Universidad de Buenos Aires. Ha sido premiada en distintos concursos literarios y ha participado en antologías literarias y en diferentes publicaciones poéticas. Es la coordinadora del Festival de Poesía Los

Axolotes en la Ciudad de Mercedes junto con la Dirección de Cultura de la ciudad. Desde febrero de 2017 es editora de la revista digital Nadie te envía cartas ahora. En 2017 publicó su primer poemario “Éter” por la editorial Diamantes en Almíbar. Forma parte del colectivo literario LiteralMammbo.

JANETE REIST

Brasileira, Paulista, nasceu em 1973, São Paulo capital, formada em Publicidade, é Assessora e Produtora artística, Compositora, Poeta e Escritora. Uma das suas obras literárias poéticas o livro “ A vida em versos”. Tem participação em várias

Antologias e concurso poético. Colunista em revistas europeia, assim como no Brasil, Editora da Vida em equilibrio, produtora de Web TV, já escreveu entrevistas direcionadas a famosos da MPB.

JORGE GONZÁLEZ TRUJILLO

(Guadalajara, México, 1972). Es ingeniero por la Universidad de Guadalajara y el ITESO. Cursa el Diplomado en Creación Literaria en La Sogem y forma parte del colectivo La

Vesania del Grafógrafo. Coordinador de Entre tintas… tinto (cinco poemarios). Ha publicado en revistas y libros: LIJ Ibero No.2, Tierras de Arce, entre otros.


COLABORADORES

INÉS DUNSTAN

(Buenos Aires, Argentina, 1976) Doctora en Historia, Inés Dunstan es también lectora e investigadora académica, profesora secundaria, y periodista. Ha publicado artículos académicos en

revistas internacionales tales como Gender & History, History Australia, Transmodernity, Hispanófila y jilar, así como también artículos periodísticos en Education Review, Campus Review y Nueva Sión. Reside en Australia.

JHOSELYN ACOSTA

(Cumaná, Venezuela, 1989). Licenciada en Educación Mención Castellano y Literatura. Participó en el Seminario de Poesía “Nuevas voces” durante la formación académica, en el que obtuvo el segundo

lugar en el concurso de poesía “Semana de la Lengua”, con su poemario “Mutaciones”. Posee publicación poética en la revista “Papel Literario”, del diario “El Nacional”. Amante innata de las letras y del mundo literario.

CALIXTO GUTIÉRREZ AGUILAR

(Santa Ana de Coro, Venezuela. 1972) Es Licenciado en Educación, mención lengua, literatura y latín, por la U.N.E.F.M. Es asesor pedagógico en la “Casa Hogar Fray

Romualdo de Renedo” Centro Misional Los Ángeles del Tukuko (Sierra de Perijá, Estado Zulia). Ha publicado en Blog Awen y en loquecuentacalixto.com relatos y crónicas.

CARLOS ORELLANA

(Chile, 1984) Padre de un niño y de profesión ingeniero constructor. No tiene formación académica relacionada con literatura. Se considera un escritor apenas aficionado. En enero de 2018 obtuvo una

mención honrosa en la VI versión del concurso “Concepción en 100 palabras”. Actualmente reside en Santiago, Chile.

DANIEL FRINI

(Argentina, 1963) Ingeniero, escritor y artista visual. Publicó “Poemas de Adriana”, “Manual de autoayuda para fantasmas” y “El Diluvio Universal y otros efectos

especiales”; y en revistas, blogs y antologías de varios países. Obtuvo varios premios y distinciones, siendo el último, el ‘Místico Literario’ Algeciras Fantastika 2017.

DONÍS ALBERT EGEA (España, 1981) Graduado en Estudios Hispánicos. Quedó tercero en el X EPLA, accésit en el Katharsis 2009 y seleccionado

en varias revistas de ensayo: como el Limaclara 2014, el UNIR 2015, el nº 23 Heraldos negros y el nº 1 y nº 4 La sirena varada


BERENICE

S I N E S PAC I O Milagro Catherine


día primero

Se le fueron los pies; en algún recuerdo marcaba la tierra sobre otras huellas de otro siglo, debajo de sus tobillos

todo era nada.

Le dejaron los pies; Berenice no recuerda sus gestos en el espejo algún

9

muerto

le

cantaba

en

la

noche

pero todo era nada, y ella, no era todo.

día segundo (después del sueño)

Ahora sin rodillas despierta en el trance de flores sueltas sobre sus manos, pero ningún llanto le trajo su corva pues el agua no memoriza las articulaciones, ay Berenice el destino del fémur es la soledad

no vuelvas al lago

tan abandonada.


día tercero (inmóvil)

No hay espacio; eso lo sabes desde que flotas,

aprendiste a llegar temprano sobre tus caderas

de donde brotan cabellos de centauros y se escuchan las rosas dormidas, dirás que esto de flotar es solo supervivencia y nadie va a creerlo, nadie puede escucharte.

10 día cuarto

Solamente te existe la cabeza porque hasta el cuello dijo que iría de regreso al polvo —dijo que era muy tarde para sostener eso fue todo entre tanta ausencia del cuerpo, el corazón no existe dos veces ni los huesos regresan a lo sólido sin embargo el rostro elige a su dueño para nunca ser de otro.


último día

11

Los perros aullaban a la nostalgia del muerto donde ninguna brisa pasaba en las ramas ni secaba las lágrimas del espanto; a Berenice le brotaban de los ojos dulces gajos de sábila era que ya no tenía cicatrices de estar viva, era que ya no le dolía lo de adentro, que ya no le mordían la carne, ya no sentía el abrazo, no regresaba el cuerpo, todos decían: “adiós Berenice”~


PIEDRITAS Eliana Ramponi

No solo mueren los nacidos, otros mueren en silencio en la mesa de una cocina al apagar un deseo al momificar un útero, esos seres etéreos caminan golpeándose entre ellos suplican con sus voces ásperas lo sé porque los he visto visten la ropa que alguna vez tuvimos miran detrás de las ventanas esperando que tengamos

[el valor de tomar sus manos

simplemente no lo tenemos y lo saben

¿Oíste un susurro en mitad de la nada? Son ellos Se tropiezan, ciegos. En sueños bajan cartas, súplicas.

12


13

Todo es inĂştil en vano se los ahuyenta, en vano se los maldice ellos suplican humedecen las almohadas de las mujeres agitan la vida como miles de piedras ardientes~


DESTRAVO Janete Reist

14


No todo el espacio me pertenece No todo ser tiene sensibilidad de gente No todo retorno controla lo que el hombre siente Tres partes del cuerpo pidiendo socorro, el vivo el activo el muerto No todo delincuente se forma un loco Pero de toda maldad que corre en las venas de un pueblo La mirada controla la cuerda que te lleva al final del pozo

15

No toda tierra está seca por la escarme de la lluvia No todo grito suelto es señal de furia El misterio de un cerebro controla el verbo La sensatez es la embriaguez de quien tiene frenos No todo lo que ve los ojos es la realidad de lo que pienso La subida de mis pesos y el mismo descenso que enfrento El final que elegí no estaba prescrito al principio Sólo yo soy el culpable de mis errores El desbloqueo de las palabras sin acentos Sin pudor sin análisis de conocimiento Remi mis pies contra el tiempo No toda lucha será a favor de mi ego He recogido y golpeado en un ring al público abierto Con los ojos abiertos, pero completamente ciego Si ellos no me entendían yo sólo lamento Son pocos que entienden No todo raciocinio logra descifrar su propia mente~


FRENTE

AL

Jorge GutiĂŠrrez Trujillo

ESPEJO

[

Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro cae mi voz. Xavier Villaurrutia

16

]


~a stephy böhnlein

(de frente)

(en el espejo)

(y su reflejo)

no sé qué distancia va de sonido a sonido cuando las sílabas al formar imágenes de un cuento se encadenan

sigiloso el final cuyo andar

no fantasea: está predicho

todavía es temprano para el trueno demente percepción de una lectura en espiral se abisma

17

sombra del relato de otro tiempo

es el instante

dentro del otro se imagina cortesana quizás un extra

temeraria encuentra en la canasta

el cuchillo

íntegra la devuelve el limpio espejo lectora no bifurques por furtivos derroteros esta historia

acaso escritor no te has percatado

de la insolencia

no sé qué distancia va de sonido a sonido inoportuna se acoge la hoja

pierde brillantez tras alojarse

en las entrañas de un actor

que sorprendido se desploma

del gato soñoliento

que en el sillón antes reposaba

el cadáver del protagonista ahora te espera.~


ARGENTINA, CIRCA Inés Dunstan

1982

18

© FOTOGRAFÍA: Ramy Kabalan


19

Nos gustaba también jugar con los perros, echarnos en los matorrales del terreno baldío lindante a mi casa y dejar que se nos vinieran encima, que nos pegaran cuantos lengüetazos de amor desearan. Pero en vez de revolcarse conmigo, Maya se empecinó con algo que había encontrado. ─Maya, ¡vení! —le gritaba yo infructuosamente. La perrita levantaba la vista.

ni

siquiera

Me acerqué a investigar. Eran huesos. Muchos huesos. Un animal muerto. Salí corriendo a buscarlo a papá.

Él adquirió una mirada muy seria cuando escuchó mis noticias. ─Vení pá, es un asco. Hay un esqueleto de algo en el terreno de al lado. Papá se levantó de inmediato. Caminamos hacia el terreno, yo contándole de la obcecación de Maya, él en completo silencio. Llegamos al esqueleto. Lo miró largo rato. Se arrodilló. Tomó un hueso laaaargo. ─Sí, es un perro —me dijo, pero algo en su voz hizo que no le creyera. O tal vez fueron todos los llamados que realizó después, desde un teléfono público; la mención de la palabra ‘subversivo’ que logré descifrar desde afuera de la cabina; y el nerviosismo general que noté en su comportamiento.~


CÍRCULOS Jhoselyn Acosta

20

© FOTOGRAFÍA: Jake William Heckey


No crean esto que les cuento, solo sirvo de emisor, sin cambiarle una sílaba a este relato frío y gris que guardo en mi memoria. La primera vez que la escuché estaba en cuclillas detrás de la puerta, escondido para que nadie notara mi presencia. ─Los niños no deben escuchar conversaciones de los adultos. Nada bueno sale de allí ─decían ellos.

21

Pero como chiquillo travieso e inquieto quise calmar la curiosidad y saber lo que pasó en casa aquella noche. Luego supe que había tomado la peor de las decisiones. Lo que escuché me ha perseguido durante toda mi vida, sin darle descanso a mi alma. De boca de la propia víctima, mi hermana, escuché lo que sería para mí el inicio de mis peores pesadillas. Después de un sorbo de mejunje para calmar los nervios, le contó a mi madre lo ocurrido con la mirada cargada de insomnio y miedo: ─Pasadas las tres de la madrugada desperté con un viento helado que entró por la ventana. Quise levantarme a

cerrarla, pero por primera vez en mi vida temí salir de la cama. Sentía que algo me acompañaba, algo que ya no pertenecía a este mundo. Aun así, me armé de valor y me dirigí a la ventana que rechinaba cuando el viento soplaba fuerte. La cerré con manos temblorosas y di vuelta para volver a la cama. Cada frase penetraba en mí, abriendo mis ojos cada vez más, erizando mi piel, llenándome de temblores. No podía moverme del sitio, debía seguir escuchando pese a mi arrepentimiento. Muriendo de miedo ella continuó: ─Una vez debajo de las sábanas escuché un tintineo que venía de la sala. Creí que el viento había abierto alguna puerta y bajé a revisar. Me sostuve del pasamano y bajé uno a uno los escalones, el miedo entraba por mis talones y salía por mi nariz. Todo estaba a oscuras, el tintineo continuaba y yo me acercaba más a él, sumándose a éste el crujir de la puerta que daba al pasillo contiguo. Logré llegar a la cocina y encendí una vela que iluminaba todo a mí alrededor. Las sombras me hacían un mal juego, subiendo por mis piernas y haciendo muecas en las paredes. El temblor de mis manos


y la respiración agitada apagaron la pequeña luz, dejándome sola a mi suerte en medio de tinieblas. Sentí que la oscuridad entraba por mi piel, llenándome de frío y paralizando mis huesos. Cerré los ojos con tanta fuerza que me dolieron, tanteé la pared para llegar nuevamente a la cocina. En ese instante comprobé que no estaba sola, alguien me acompañaba, me miraba fijamente a los ojos y sentía mi miedo. Dudé en encender la vela, pero no tenía alternativas, la puerta seguía crujiendo y encima de ella la campanilla acompañaba el vaivén de la madera vieja. En cada chispazo del fósforo la puerta se estremecía, haciendo juego con el temblor descontrolado de mis manos. Finalmente, logré encender la flama, dirigiéndola hacia la dirección de aquellos sonidos terroríficos. Envuelto en un halo de luz estaba él, mirándome, arrinconado, hundido en sus rodillas, con la mirada apretada en lágrimas. Apenas logré entender lo que con voz quebrada me dijo: “tengo miedo”. Su voz entró y salió con la corriente de aire, dejándome inconsciente en un grito ahogado. Me puse de pie y di pasos inseguros hacia ellas, estaba

temeroso de sus reacciones, nunca había sentido tanto horror. Deseé que mi madre me abrazara y me dijera que todo era mentira, quería sentirme a salvo en sus brazos. Pero en mi lugar abrazaba una fotografía, me identifiqué en ella, apenas un niño, como lo era en ese instante. Se culpaba por cosas que nunca entendí, mi hermana la consolaba y mis pies se desvanecían en una tormenta de arena que solo me envolvía a mí. Me había vuelto una historia que nadie quiere escuchar, una psicofonía, un mal sueño recurrente. Por eso sigo aquí, sin poder despertar aún de esta pesadilla, haciendo mi espacio detrás de esta puerta que no para de crujir.

22

Sigo hecho grietas en las casas viejas de un pueblo fantasma, donde los niños temen escuchar mi nombre y los ancianos se persignan cuando recuerdan mis travesuras. Vivo en la eterna juventud, con música de fondo que eriza mi piel traslúcida, creando ecos detrás de

«En ese instante comprobé que no estaba sola, alguien me acompañaba, me miraba fijamente a los ojos y sentía mi miedo.»


una puerta hecha cuerpo y sangre. Vivo en ningún lado y ninguna casa es mi hogar. Sombras me persiguen por los callejones sin salidas, siempre me atrapan intentando subir las paredes. Aferro mis uñas al cemento y me sangran, mis rodillas se quiebran, mi piel hierve y mi boca saborea un líquido amargo. Los miro como si de mis ojos saliera el infierno, la noche es mi refugio, los devoro, los hago mi consuelo y mi alma duerme en paz.

23

No sé si despierto o sigo soñando, no sé si sigo debajo de las ruedas del camión con apenas siete años de edad. No sé si soy un gato, un pedazo de carne humana o una cosa enterrada en un abismo. Camino como siempre por la avenida debajo del sol, la ropa rasgada me hace ver como un vago lunero, como el pariente cercano de un desdichado. Pero soy un fantasma más, esperando juicio, dispuesto a asumir la condena de mis pecados infantiles. Arrastro un

«Vivo y respiro, alguien llena mis pulmones de un gris profundo que congela las paredes.»

brazo que no es mío, dejo estelas de sangre por la calle, los colmillos aún saborean el exquisito sabor de la piel muerta. Sigo soñando, sonrío, evito ser arropado por un par de siluetas negras. Se me tensa la espalda, se curva, se vuelve a alinear. La luna se refleja en el lago donde bebo, el gato lame mi herida y sigo estando solo, siempre solo, intentándome salvar. La vieja casa de madera murió con ellas, huyeron de mi lado, no volví a verlas. A veces me asomo en el ventanal esperando verlas volver, jugueteo en las escaleras deshechas y estremezco los huesos de este caserón que cae encima de mí. Nunca más nadie se atrevió a visitar mi tumba fría, dicen que se escucha mi llanto en las madrugadas de luna y en las tardes de frío. Todo es cruel mentira para acobardar a los inocentes traviesos que se declaran en desobediencia. Yo sigo donde siempre: con miedo; con mucho miedo, desahogando temores en un viejo libro que se rescribe al amanecer. Vivo y respiro, alguien llena mis pulmones de un gris profundo que congela las paredes. Espero despertar pronto, no crean lo que les digo.~


24

ACELDAMACH Calixto Gutiérrez Aguilar


I

25

El Doctor Segismundo Ilarreta May, natural de Santa Ana de Coro, Estado Falcón, se encontraba totalmente convencido de la existencia de un apócrifo manuscrito llamado “La maldición de Kerioth” que mencionaban varios historiadores cristianos alrededor de los siglos tercero, cuarto y quinto. El tal manuscrito relacionaba cómo habían sido tratadas las treinta monedas de plata que recibiera Judas Iscariote por la traición de Cristo. En el rollo –una obra más bien breve– se especificaban una serie de consideraciones esotéricas ligadas a ciertas supersticiones de los primeros cristianos y una relación pormenorizada de los propietarios de al menos veintinueve de las treinta piezas que podían rastrearse hasta el año 498 más o menos. ¿Qué tipo de moneda de cambio recibió Judas Iscariote? ¿Qué sucedió con la última de las treinta piezas si solo se habían

relacionado veintinueve? Esas eran cosas que ocupaban la inquieta imaginación del doctor Ilarreta May.

II En enero de 1931 Segismundo Ilarreta se dispuso a viajar a Suiza. Casi finalizaba el mes de abril cuando recién instalado en su habitación de hotel en Ginebra, el doctor Ilarreta recibió una carta del señor Brel quien le sugería encontrarse para hablar. Por sus investigaciones, deducía Ilarreta que las monedas del pago a Judas Iscariote debieron ser del llamado “siclo” de algo así como 540 g de plata también llamado “shekel de Tiro” porque se acuñó en aquella ciudad fenicia. Sabía que la moneda mostraba en el anverso anepígrafo la efigie de Baal, amén de la “Kaph” hebrea; en el reverso la leyenda: “Turouieras Kaiasulou” lo que traduce “de la ciudad de Tiro, la sagrada”


A la hora de la cena y en vista de que no había bajado, un joven camarero tocó a su puerta. Confundido, el doctor Ilarreta apenas podía hallar el interruptor de la luz y por un momento dudó de sobre dónde se encontraba. Cosa extraña, a él que nada le daba miedo, aquella sensación de incertidumbre momentánea, lo aterró…

III La tarde siguiente a la hora convenida, llegó al vestíbulo del hotel el señor Brel y tras intercambiar cortesías e invitaciones pasaron a un área más discreta en el restaurante para conversar. El tal Brel hablaba con un cierto halo de misterio, y, en resumidas cuentas, le informó de un señor de apellido Abenatar natural de Coro y residente en Ginebra de quien era cercano colaborador en asuntos de negocios y representante. Abenatar tenía un primo poeta que se había suicidado en Coro y a cuya muerte fueron recogidas ciertas pertenencias para ser distribuidas entre los parientes

más cercanos. La mención del poeta coriano hizo erizar la piel de Ilarreta. El señor Brel le contó que estando Abenatar en Nueva York, recibió a través de “La Casa S” un paquete que contenía cosas del primo suicida: un kipá, un librito en latín y un pequeño estuche de nácar donde podía leerse aceldamach. Según Brel, Abenatar puso aquel paquetito en su caja fuerte por un tiempo. Pero en ocasión de ofrecer un agasajo a funcionarios diplomáticos venezolanos en julio de 1930 lo regaló a un poeta traductor quien se sintió halagado porque ya conocía al poeta coriano de trágico final. Días después, ese poeta traductor se comunicó con Abenatar para decirle que aceldamach es una forma latinizada que debe entenderse como ager sanguinis o “Campo de Sangre” en español.

26

«¡Siempre existirá esa duda sobre si Allan Poe se suicidó! –dijo el profesor Smith–»


27

Según Brel, un día cualquiera, Abenatar lo llamó para decirle que aquel poeta traductor se había suicidado allí en Ginebra el mismo día en que cumplía cuarenta años apenas en septiembre de 1930. Abenatar, con permiso de los familiares recogió de nuevo el paquete pero ya no estaba el librito, solo el estuche. Fue entonces cuando descubrió que el estuche contenía una moneda de apariencia antigua. Tomo aquello y lo llevó a un banco. Brel se lamentó de no llevar a Ilarreta May con Abenatar, pero de éste no había vuelto a saberse. Eso sí, al día siguiente podrían ir al banco para sacar el estuche con la moneda.

IV ─¡Siempre existirá esa duda sobre si Allan Poe se suicidó – dijo el profesor Smith– Hay que recordar que un año antes tuvo una sobredosis de láudano y que en torno a su muerte nadie aclaró muchas circunstancias, ni siquiera el médico que lo asistió al final..!

«El tal manuscrito relacionaba cómo habían sido tratadas las treinta monedas de plata que recibiera Judas Iscariote por la traición de Cristo.» La conversación con Smith era algo que el doctor Ilarreta había buscado insistentemente apenas volver a Coro. Halando los recuerdos, el anciano profesor Smith, prosiguió: ─Yo tenía catorce años cuando trabajé para la “La Casa S” y recuerdo que unos judíos de Baltimore le enviaron a Elías David un paquete pequeño con algunas cosas personales de Poe que se subastaron en 1909 al conmemorar los sesenta años de su muerte. ¡Elías David sentía fascinación por Allan Poe! –concluyó. Y el profesor Smith se levantó para ir a sus aposentos. Un par de minutos después volvía con una vieja libreta. La puso sobre la mesa y la fue hurgando hasta dar con una hojita suelta, amarillenta, corroída en un extremo; la extendió a Ilarreta y éste leyó: “Oh tú, la maldita. Oh nosotros, que no pudimos ser parte del tesoro del templo. Malditos tú y yo…”


Esto –dijo Smith– fue lo único que hallamos en la casa de Elías David cuando pudimos entrar el día de su muerte. El doctor Segismundo Ilarreta se retiró a su casa. Tras hablar con Smith un extraño temor se apoderó de él; se mareaba y sentía náuseas, sudaba copiosamente y casi no podía ver…

─No pudimos clasificarla hasta ahora –dijo el obispo–. ¡Ni siquiera la familia donante sabe de qué se trata! Dicen que su abuelo la tenía en el bolsillo cuando se ahorcó… ¡Pobre Segismundo Ilarreta! Afuera, el sol de julio dibujaba en el cielo un crepúsculo hermoso y rojo que asemejaba praderas de un campo. El cielo parecía un campo de sangre…~

V ─Esta obra, señor Presidente de la República, es el fruto de años y años de recopilación exhaustiva y de generosas donaciones que fui recibiendo. Quiero legarla a Coro y no pude hallar mejores espacios que estos ni mejor nombre para distinguirla y darla a la posteridad –dijo el obispo emérito. Y estallaron los aplausos y los “vivas” mientras el anciano prelado ofrecía a un selecto grupo de asistentes el recorrido inicial por las quince salas en que se organizó el museo. En la sala “Platería y objetos diversos” alguien del grupo preguntó: ─¿Y esa moneda que está allí, sola?

28

«¡Ni siquiera la familia donante sabe de qué se trata! Dicen que su abuelo la tenía en el bolsillo cuando se ahorcó…»


29

© FOTOGRAFÍA: Cortesía


EL

PELO Carlos Orellana

30


Otra vez se quedó dormida. Ya pasaban de las nueve de la mañana cuando apenas abrió los ojos. Un rebelde rayo de sol se filtraba por la cortina azul y daba directo en el espejo de la puerta del closet, rebotando y pegándole directo a los párpados.

31

Otra vez dormida. Esta vez sí que no se la aguantaban. Corrió al baño, pisando la ropa del día anterior y las migas de pan que estaban en el camino. Prendió la luz (innecesariamente, sólo por costumbre, porque en la pared de la ducha había una pequeña ventana de vidrio poroso que permitía que los rayos del sol entraran, pero no la mirada de su vecino), echó a correr el agua caliente y se miró la cara en el espejo. Había olvidado quitarse el maquillaje del día anterior. Bajó la vista a su cuerpo desnudo en el espejo y vio, en el centro del pecho, un pelo. Un pelo negro, liso, que le salía donde nunca en su vida había tenido pelos. Justo entremedio de sus senos, un pelo de dos o tres centímetros. Un pelo.

Intrigada sobre la forma en que un pelo llegó justo a su pecho, presionó los dedos alrededor de él para poder sacarlo, pero no salió. Probó entonces con la pinza, pero la única que encontró no apretaba lo suficiente como para presionar el pelo. Recordó entonces la tijera costurera que guardaba para hilos rebeldes que asomaran en los bordes de su ropa. La acercó lo más posible al pecho para cortar el pelo lo más cerca que pudiera de su piel y no tener que lidiar más con él. Lo tomó, lo puso entre las hojas de la tijera y cerró, pero este se doblaba al cerrar la tijera. Pensó cuánto demoraba en crecer los pelos. ¿Un milímetro al día? ¿Dos como mucho? Y, sin embargo, no recordaba haberlo visto antes. No era asidua a los escotes, pero lo habría notado antes. Se habría dado cuenta. Cualquiera se habría dado cuenta. Miró la hora. Las nueve y diez. Llevaba ya diez minutos (¿diez minutos?) intentando sacar el pelo, y no había forma de que saliera. Visiblemente molesta, apurada, hizo lo único que se le ocurrió que


podía hacer: comenzar a raspar piel. Recordó haber escuchado alguna vez que a los cerdos se les quitan los pelos así: con una cuchara y agua hirviendo. Pensó que quizás así podía llegar a la raíz y sacarlo. Total, tampoco es que los pelos tengan raíces muy profundas, en algún momento iba a llegar al fondo y lo sacaría. Pero era ridículo. No se iba a echar agua hirviendo en el pecho por un pelo. ¿Y si cambiaba de herramienta? Tomó un cuchillo con punta filosa y comenzó a raspar alrededor del pelo. Pensó en el dolor, pero lo podía tolerar. Tampoco es que lo estuviera hundiendo mucho, pero un cuchillo, en el centro del pecho, hundiéndose, tampoco era algo menor. Hundía, arrastraba. Hundía otro poco, arrastraba otro poco. Cavó. Hundió. Las nueve y veinte. El pelo. El cuchillo que hundía. El pelo que no salía. Y como quien no quiere la cosa, miró de repente el lavamanos, y vio cómo los trozos de piel se iban juntando. Reparó en que ya podía meter el dedo índice hasta el inicio de la uña en el orificio que se había hecho en el pecho, pero no llegaba a la raíz. Lo trató de tirar nuevamente, pero no había caso, se resbalaba entre sus

dedos sudorosos y humedecidos por el valor de la ducha. Pensaba cuánto más podía seguir hundiendo el cuchillo. Por lo menos no sangraba ni dolía. La hora avanzaba y el pelo no salía. Con los nervios comenzó a tararear una cumbia en su cabeza. Se armó de valor. Es que un pelo no la iba a vencer. Un pelo. Un puto pelo. Dejando de lado el miedo y la rabia que le crecían por dentro, tomó el cuchillo y cerró los ojos. Hundió el cuchillo. Lo sentía entrar. Sabía que ya iba por la mitad de la hoja. Por suerte era un cuchillo más bien corto. Filoso como él solo, hundiéndose en la carne, pensando en qué diría alguien si la viera ahí, con un cuchillo enterrado a medias en el pecho. Sintió un líquido tibio resbalar entre sus senos y se imaginaba la sangre corriéndole despacio y a goterones hasta el ombligo, todo sudoroso y embetunado en sangre. Abrió los ojos para mirar su reflejo cubierto de vapor, pasó la mano por el espejo, el cuchillo enterrado casi hasta el mango en su pecho pero no había sangre. Y el pelo ahí, corriendo liso y firme al lado del

32


33

mango de madera. Supo, entendió que algo no estaba bien. Nada de bien. Le dieron ganas de orinar. Las encías le dolieron como si hubiese masticado limones. De los puros nervios, tomó el mango del cuchillo para retirarlo, pero algo hizo fuerza desde adentro impidiéndole salir. Era como si la hoja que había entrado por la piel se hubiese doblado al interior, como un anzuelo o una ganzúa, impidiendo entrar o salir. Tomó el mango de madera con las dos manos, cerró los ojos, tiritando, meándose, y lo tiró con todas sus fuerzas, pero no había caso. El cuchillo no salía. A lo mejor si lo hundo un poco más, pensó, quizás pase algo, pero no había más cuchillo para hundir. Cualquier cosa. Ya nada importaba. Sólo quería dejar el pelo en paz. Por favor, por favorcito, pelo de mierda, déjame tranquila. Entonces el cuchillo aflojó. Sin pensarlo dos veces, tiró rápidamente el cuchillo hacia afuera. No le importó la sangre que iba a brotar (y que no brotó), ni el dolor que iba a sentir (y que no sintió). Se miró el pecho, pero no lo creía porque no solamente el pelo

«Pensaba cuánto más podía seguir hundiendo el cuchillo. Por lo menos no sangraba ni dolía.» seguía ahí, sino que ahora tenía un tajo justo a la altura del corazón. Se acercó al espejo para verlo mejor. Soltó el cuchillo en el lavamanos y con los dedos abrió el tajo, pero sólo veía piel. No había sangre ni huesos, sólo piel. Introdujo entonces un dedo por el tajo, primero lento y luego con firmeza para ver hasta dónde llegaba. Sentía piel, carne propia forrándole el dedo. Iba a retirarlo cuando, de pronto, sintió en la punta introducida del dedo algo reconocible, pero que no tenía por qué estar ahí. Pensó que se toparía con alguna vena, con su corazón, con cualquier cosa que le doliera. Pero sintió pelos. Una masa de pelos adentro de su tórax, lisos como el lomo de un gato. Su mente le ordenó sacar el dedo de inmediato, pero no pudo. La piel se le cerró alrededor. Intentaba tirar la mano hacia afuera, pero la presión se lo impedía, y la punta del dedo seguía tocando los pelos. Segunda orinada de pie frente al espejo. Le crujieron las muelas.


Tiró con fuerzas. Sintió que los pelos se le enroscaban en el dedo inmerso. Tomó su brazo con la mano libre, pero los pelos siempre fueron más fuertes. Entonces reunió el poco valor que le quedaba, miró a su reflejo, el reflejo la miró de vuelta y puso todas sus fuerzas en sacar el dedo atrapado. Contó hasta tres. Uno. Nada aflojaba, nada salía, el dedo atrapado. Dos. La orina corriéndole por dentro de los muslos y formando un charco a sus pies… Tres. La piel y los pelos aflojaron y con la fuerza con que se quitó la mano del pecho se pegó en el dorso con la punta del espejo desde donde sí salió sangre, pero no le importó. Miró hacia abajo y vio el pelo que aún asomaba al lado del tajo. Sorbió los mocos, se rio nerviosa y llorando tomó el pelo con los dedos. Ahora tendrá que salir, pensó. Apenas tocó el pelo cuando una maraña de ellos salió desde el tajo abierto y la agarraron, tirando hacia dentro. La piel se abrió y se tragó mano, brazo, rompiendo húmero, clavícula, omóplato, vértebras. Ni siquiera tuvo tiempo de sentir

lo que estaba pasando. Todo se fundió en sí mismo, como un hoyo negro en el cuarto de baño. Todo en un segundo. En el lavamanos, restos de piel como si fuesen callosidades, el vapor mojando el espejo y, junto con un cuchillo con mango de madera y una pequeña tijera, un pelo negro y liso contrastando con la loza blanca del lavamanos.~

«La piel y los pelos aflojaron y con la fuerza con que se quitó la mano del pecho se pegó en el dorso con la punta del espejo desde donde sí salió sangre, pero no le importó. Miró hacia abajo y vio el pelo que aún asomaba al lado del tajo.»

34


35

© FOTOGRAFÍA: Cortesía


LA

MUJER

QUE

CANTABA

Daniel Frini

© FOTOGRAFÍA: Cortesía

36


Ocurrió cuando el Mandato Celeste bendecía a Shun Zhi, el segundo emperador Quing. Más allá de la Gran Muralla, y antes de llegar a las tierras manchúes de los ancestros del Hijo del Cielo, en la provincia de Kansu y en el desierto de Badnjinlin vivía Xiao Chen Sying, la Estrella del Amanecer.

37

Por esos años, Sying era apenas una jovencita que habitaba junto a sus padres ―míseros agricultores― una franja angosta de tierra, en la orilla meridional de uno de los Lagos Misteriosos. Apenas lograban subsistir, a base del poco maíz o trigo que podían arrancarle al suelo, y de la crianza de cinco o seis cabras. Vivían en una yurta que tenía más de choza o de cueva que de casa; a incontables días de viaje de cualquiera de los Cuatro Caminos del Emperador. La familia era inculta y temían a los espíritus de la arena; que, según decían los shunshis, no soportaban la alegría del canto de las mujeres. Entonces, Xiao Chen cantaba. Y su voz era un milagro. Sus canciones volaban entre las dunas altísimas; y el

eco rebotaba en la arena quieta y congelada del invierno, en las paredes de piedra de las altas montañas o en la superficie queda de los lagos. El desierto devolvía las mismas y hermosísimas canciones de Xiao Chen, días o semanas después de que ella las cantase. Eran los primeros días del Descenso de la Escarcha del año del Gato; y un guwai, mercader venido desde Ashkhabad en viaje a Loyang en busca de seda, perdió el camino luego de atravesar las montañas Tian. Mientras afrontaba un sinfín de penurias ―el acoso de ladrones nómades que diezmaron su caravana en gentes y bienes, el desconocimiento de los dialectos de los pueblos que encontraron, la falta de mapas y las puñaladas del hambre y el frío―, llegó a los bordes del desierto y acampó a orillas de una laguna. Una noche fría y de viento escaso, un vigía lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El guwai conocía, de los labios de un viejo contador de historias, que una duna dorada en el desierto del Tenggeli sonaba como campana cuando soplaba el viento frio del norte, pero esto era diferente: era una hermosa, dulce y embriagante canción de cuna,


más bella y límpida que cualquier otra que hubiesen escuchado nunca los hombres de su caravana. En un momento, la voz parecía venir de muy cerca, al oriente y todos buscaban a alguien que se acercase, cantando, desde allí. Un segundo después, la canción sonaba lejos hacia occidente y la voz se callaba de a ratos; para renacer, otra vez, llegando desde la mismísima laguna. Sin embargo, nadie le temía, puesto que algo tan maravilloso sólo podía ser regalo de dioses y no engaño de los demonios. La voz los visitó varias veces, de día o de noche. Les traía historias en palabras que desconocían, pero que los hacía llorar recordando las familias queridas y los sabores lejanos; o reír, pintándoles aromas de primavera y de aventuras de niños. Algunas veces, las canciones eran alegres e invitaban al baile. Otras eran suaves, casi tristes y llevaban añoranzas que dolían. Unos días después, el guwai siguió viaje.

«La voz los visitó varias veces, de día o de noche. Les traía historias en palabras que desconocían»

Mediando el Despertar de los Insectos del siguiente año del Dragón, la caravana entró en la provincia de Shanxi, gobernada, entonces, por Zheng Shikai, Señor de la Guerra, antiguo súbdito de los depuestos Ming, y ahora, su más ferviente exterminador. El guwai fue detenido, acusado de espionaje. Lo que quedaba de sus mercancías y animales fueron decomisados. Los hombres comenzaron a ser torturados en busca de informes sobre el enemigo. Uno de ellos, con la esperanza de salvar su vida, contó a los hombres de Zheng que en el viaje que acababan de hacer, en un desierto que estaba hacia occidente y hacia el norte, habían escuchado cantar a una joven; y su voz era capaz de acallar el piar de los pájaros o aquietar los vapores del dragón; y que al oír sus canciones de cuna los ejércitos se dormían. El Señor de la Guerra vislumbró un arma letal y un adecuado presente para el Emperador. Todos los hombres de la caravana, incluso el guwai, fueron interrogados en busca de más precisiones; y luego asesinados. Zheng envió al general Shen Li y a sus quinientos mejores hombres en busca de la mujer que cantaba.

38


Así nació el Ejército de los Quinientos, y la Expedición.

39

Siguieron los años de la Serpiente, el Caballo y la Oveja; y los soldados iban de un desierto a otro, desgastándose y sin noticias en su búsqueda. Fueron al Taklimakan y al Kumtag, recorrieron el Lop Nor, atravesaron el Badnjinlin dos o tres veces e, incluso, llegaron hasta Zungaria. Decidieron volver hacia el sur, hacia el Mu Us y pasaron, una vez más, por el desierto en el que había vivido Xiao Chen. Eran los días de la Germinación del Cereal del año del Mono y acamparon en una laguna similar a la que describieron los hombres del mercader. Y esa noche, la oyeron. Los Quinientos lloraron con una canción que les hablaba de su madre anciana y rieron con otra que les contaba las aventuras de un camello loco. El único que permaneció inmutable, fue Shen Li. La voz venía desde no muy lejos al norte, cruzando la laguna. Ordenó a sus hombres que levantasen el campamento de inmediato, y encontrasen a la mujer. El ruido de los Quinientos marchando, calló la voz.

Después de un día de camino, El general ordenó un nuevo alto y el más absoluto silencio. Ahora la canción sonaba, lejana, hacia occidente. Otra vez la marcha, sin descanso y un nuevo alto que duró varios días hasta que escucharon otra canción, pero ahora desde el sur. Así pasó ese año, y el del Gallo, el del Lobo y el del Jabalí. Algunos de los Quinientos fueron muriendo y Shen Li los reemplazó con levas que hizo entre las gentes que encontraron a su paso. Fue otra vez el año del Gato y el orgulloso ejército se transformó en una horda exasperada que arrasó aldeas en busca de información, primero, y por el simple saqueo, después. Cada cierto tiempo, escuchaban la voz que cantaba, cerca o lejos, a derecha o izquierda, tras las dunas o en el valle próximo. Shen Li y los suyos partían tras ella de inmediato, pero jamás la encontraron.

«Ahora la canción sonaba, lejana, hacia occidente.»


Hubo otro año del Gato y los Quinientos no eran más de cien, andrajosos, preocupados por llevar las riquezas de tantos años de rapiña, y no desertaban más que por el temor a la ira de su general, que era al único que le interesaba, aún, encontrar a la dueña de la hermosa voz. Más o menos una vez cada luna, oían cantar a Xiao Chen Eventualmente, pasaron a la vista de las tierras que ella había habitado. Eran, ahora, un páramo con rastros apenas visibles de algún viejo asentamiento. Nadie, siquiera, miró las ruinas. La mujer que cantaba había sido dada en matrimonio a un hombre de la lejana Kashi en los tiempos del comienzo de la Expedición; y había muerto, hacía muchos años, al dar a luz a su primer hijo.

Cerca del amanecer de un día cercano al Solsticio de Invierno de un año del Tigre, Shen Li, casi ciego, oyó una canción que hablaba de gloriosos ejércitos con armaduras brillantes y banderas de seda, del honor del combate y la lealtad del enemigo; del filo de la espada, la punta de la lanza y la belleza de la flecha en el aire. Entonces, lloró. Vistió lo que imaginó eran sus mejores ropas de guerra y caminó hacia el sol, hacia la voz de Xiao Chen. El Badnjinlin se tragó a los Quinientos. Nunca más, alguien supo algo de ellos.

40

Muchísimo tiempo después habían pasado siete u ocho años de finalizada la Segunda Guerra del Opio, un rico gentleman inglés con aspiraciones de arqueólogo, se internó en el desierto acicateado por leyendas populares, en busca de antiquísimas ciudades en ruinas que, por supuesto, no encontró. Sin

«Los Quinientos lloraron con una canción que les hablaba de su madre anciana y rieron con otra que les contaba las aventuras de un camello loco.»


41

embargo, a orillas de una pequeña laguna salada sus porteadores desenterraron algunos huesos de camellos. A falta de nada mejor que hacer, el caballero ordenó un alto, acampó y se dedicó durante tres días a estudiar esos huesos. Para su sorpresa, encontró dos alforjas llenas de piezas de porcelana, algunas telas raídas, una estatuilla, no más alta que un pulgar, de un Buda de oro; y dos vasos de plata impura; junto a tres esqueletos humanos que parecían de soldados. Las pocas armas y unas monedas sueltas le permitieron aventurar que esos cadáveres tenían más de doscientos años. La noche antes de partir, fría y de viento escaso, un porteador lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El inglés no le dio importancia.~


E N S A Y O

{EL MISTERIO Y} LOS CUENTOS DEL SIGLO XIX Donís Albert Egea

42

© FOTOGRAFÍA: Katia Babia


43

El misterio es el peligro más fino, tan fino que lo rescata del abismo la noche, de su prematura muerte de olvido que habita en los corazones. Es tan poca cosa que sube de la emoción, que baja cuando te meas los calzones del sinsentido; una emoción que endulza la muerte, cercana al árbol genealógico del suspense. Es todas las veces un silencio relativo, una carencia de seguridad en ti mismo, una falta de identidad suficiente cuando no te vales cual persona. Necesitas la ayuda, por así decirlo, de un genio del corazón que te susurre al oído, un Pepito grillo que te haga bajar de la torre de marfil en la que vives. Cuando lees algo que te gusta comprendes que toda flor se gira a mirarte; pero cuando miras la flor descubres que el viento es tu peor enemigo. Desengañado, vives por lo que tocas, por caminos que no aciertas, por azares peculiares. Y esa singularidad del sentido de la vida, es ley de vida. Nadie sabe el porvenir del camino, de la moral de un Dios, quizás demente o niño, por eso si el silencio te nombra, hazle el favor de callar. Hazle el favor

de hacerle la reverencia y abrirle la puerta a la sospecha porque alguien puede quererte matar. Así lo hizo el protagonista de Corazón delator, de Allan Poe, que acabó matando a su abuelo, y es que el misterio del ojo que lo enrabiaba, no estaba hecho para el pensamiento. Manteniendo el suspense hasta el final del desenfado, trató de justificar el asesinato por ese no sé qué y ese qué sé yo del ojo. Resulta alarmante que el despropósito de matarlo estuviera envuelto en un misterio que se configuraba tan a lo vivo que hasta sudaba su justificación. Uno tiembla de pensar que no es tan grande la cabeza para entender un cuento que no entiende de piedad y compasiones. Porque eso es el misterio, miedo a la inseguridad, miedo a lo desconocido, miedos inmotivados, cosa que también pasaba con Los ojos verdes, de Becker. En este el suspense se acerca, poco a poco, pasmo a pasmo, para llegar a unos ojos verdes de precipicio. Por tanto, mirad por dónde pisáis que los ojos que os seducen abren hasta el suelo.


El misterio: un símbolo de que estamos vivos, de que permanecemos interesados por la causalidad de la suerte. Baste con poner algún otro ejemplo, como El elixir de la larga vida, de Balzac. En este, el protagonista toma las riendas de un elixir que al frotártelo te concede la inmortalidad. Y es que el misterioso tratamiento y seguimiento del proceso, es el que nos lleva a un entramado noretorno. El personaje nunca muere y eso es fatal. El misterio, sí, una palabra más. Una lágrima por cada grito que damos, porque seguro que matamos a más de una mosca. Cuando a veces estamos leyendo un libro, y nos encontramos en la calle al personaje del mismo enseguida entramos de nuevo a casa para saber qué nos hará si nos pilla. Como ocurre en El hombre de arena, de E.T.A. Hoffmann, donde el suspense se acerca, poco a poco, paso a paso, y ya notas la mano fría de su sombra. Antes deberíamos de haber revisado qué nos tira del estómago y ejerce peso a nuestro corazón. Y es que la intriga se hace un hueco en el suspense cuando todavía no hay memoria.

El silencio nos dirá si Dios está de nuestra parte, y dado que estamos hechos de miedo, eso enlaza lo fantástico con lo casual. Pues, de lo que se trata, es de transformar al lector y causarle empatía. Sin duda alguna, eso se puede hacer con la forma, a través de cómo se escribe. Es la forma con que corren los consejos a la ayuda, lo que transforma nuestros corazones. Blasco Ibáñez fue un autor que continuó escribiendo obras naturalistas en una época modernista. Nadie sabe por qué lo hacía (continúa siendo un misterio). Pero es que su obra está viva, la vida está en la obra de los que, después de leerla, se transforman y actúan. Es el misterio de engancharles, lo que hace que autoras como Mary Shelley hiciera su Frankenstein, y el público temblara con el trueno del paisaje. Un paisaje que era una «prolongación de su estado anímico» (glendinning, Nigel, 1984).

44

«Sabrosa porque engancha, por el amor a la herida, por el apego a la muerte, imán de corazones.»


El misterio, una palabrota indeseable, pero gustosa al mismo tiempo. Sabrosa porque engancha, por el amor a la herida, por el apego a la muerte, imán de corazones. Para que quede claramente en la emoción gravado, diré que el pensamiento está de mi parte; que sigo habitando en el miedo de la única vez que oí al lobo más cerca. Fue con René, de Chateaubriand, cuando el paisaje no era menos

triste que ahora, cuando el rayo se acercaba a comer del campo, y a beber de la música del viento entre las cañas. Junto a eso se encuentra la no tan vieja como correcta mentalidad de Horkheimer, que dice que el misterio no está en las cosas, sino en el sentido que la palabra otorga a las cosas, y no les es propio (horkheimer, Max, 1998).~

45

[REFERENCIAS] BIBLIOGRÁFICAS ~GLENDINNING, Nigel, (1984): Historia de la literatura española, 4. El siglo XVIII, Barcelona, Ed. Ariel. ~HORKHEIMER, Max, (1998): La industria cultural. Dialéctica de la ilustración: fragmentos filosóficos, Madrid, Ed. Trotta.


AURA DE CARLOS FUENTES*

46

* Autor invitado

(Panamá, 1928 – México 2012) fue escritor, intelectual y diplomático mexicano, considerado como uno de los narradores latinoamericanos más destacados. Entre sus obras más resaltantes están “La región más transparente” (1958), “La muerte de Artemio Cruz” (1962), “Aura” (1962), “Terra nostra” (1975) y “La silla del águila” (2003). Como ensayista resaltan “La nueva novela hispanoamericana” (1969), “Cervantes o la crítica de la lectura” (1976), “El espejo enterrado” (1992), “Geografía de la novela” (1993) y “La gran novela latinoamericana” (2011). Escribió entre otros los guiones cinematográficos de “Pedro páramo” (1967), “Los caifanes” (1966), “Tiempo de morir” (1965, en colaboración con Gabriel García Márquez) y “El gallo de oro” (1964, nuevamente en colaboración con Gabriel García Márquez y Roberto Gavaldón, a partir de una historia de Juan Rulfo). Recibió importantes galardones como el Premio Rómulo Gallegos (1977, por Tierra nostra), Premio Cervantes (1987) y el Premio Príncipe de Asturias. © FOTOGRAFÍA: Daniel Nebreda


Fragmento de la novela “Aura” (1962)

47

Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recámara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Sólo falta tu nombre. Sólo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.


Recoges tu portafolio y dejas la propina. Piensas que otro historiador joven, en condiciones semejantes a las tuyas, ya ha leído ese mismo aviso, tomado la delantera, ocupado el puesto. Tratas de olvidar mientras caminas a la esquina. Esperas el autobús, enciendes un cigarrillo, repites en silencio las fechas que debes memorizar para que esos niños amodorrados te respeten. Tienes que prepararte. El autobús se acerca y tú estás observando las puntas de tus zapatos negros. Tienes que prepararte. Metes la mano en el bolsillo, juegas con las monedas de cobre, por fin escoges treinta centavos, los aprietas con el puño y alargas el brazo para tomar firmemente el barrote de fierro del camión que nunca se detiene, saltar, abrirte paso, pagar los treinta centavos, acomodarte difícilmente entre los pasajeros apretujados que viajan de pie, apoyar tu mano derecha en el pasamanos, apretar el portafolio contra el costado y colocar distraídamente la mano izquierda sobre la bolsa trasera del pantalón, donde guardas los billetes.

«Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente» Vivirás ese día, idéntico a los demás, y no volverás a recordarlo sino al día siguiente, cuando te sientes de nuevo en la mesa del cafetín, pidas el desayuno y abras el periódico. Al llegar a la página de anuncios, allí estarán, otra vez, esas letras destacadas: historiador joven. Nadie acudió ayer. Leerás el anuncio. Te detendrás en el último renglón: cuatro mil pesos. Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47» encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantarás la mirada a los

48


49

segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por largas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tú la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.

frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado.

Tocas en vano con esa manija, esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales. Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo, de tus dedos, y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro,

—No… no es necesario. Le ruego. Camine trece pasos hacia el frente y encontrará la escalera a su derecha. Suba, por favor. Son veintidós escalones. Cuéntelos. Ahí trece. Derecha. Veintidós.

«Lograrás verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas.»

Cierras el zaguán detrás de ti e intentas penetrar la oscuridad de ese callejón techado — patio, porque puedes oler el musgo, la humedad de las plantas, las raíces podridas, el perfume adormecedor y espeso—. Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos:

El olor de la humedad, de las plantas podridas, te envolverá mientras marcas tus pasos, primero sobre las baldosas de piedra, enseguida sobre esa madera crujiente, fofa por la humedad y el encierro. Cuentas en voz baja hasta veintidós y te detienes, con la caja de fósforos entre las manos,


el portafolio apretado contra las costillas. Tocas esa puerta que huele a pino viejo y húmedo; buscas una manija; terminas por empujar y sentir, ahora, un tapete bajo tus pies. Un tapete delgado, mal extendido, que te hará tropezar y darte cuenta de la nueva luz, grisácea y filtrada, que ilumina ciertos contornos. —Señora —dices con una voz monótona, porque crees recordar una voz de mujer— Señora… —Ahora a su La primera puerta. amabilidad.

izquierda. Tenga la

Empujas esa puerta —ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe— y las luces dispersas se trenzan en tus pestañas, como si atravesaras una tenue red de seda. Sólo tienes ojos para esos muros de reflejos desiguales, donde parpadean docenas de luces. Consigues, al cabo, definirlas como veladoras, colocadas sobre repisas y entrepaños de ubicación asimétrica. Levemente, iluminan otras luces que son corazones de plata, frascos de cristal, vidrios

enmarcados, y solo detrás de este brillo intermitente verás, al fondo, la cama y el signo de una mano que parece atraerte con su movimiento pausado. Lograrás verla cuando des la espalda a ese firmamento de luces devotas. Tropiezas al pie de la cama; debes rodearla para acercarte a la cabecera. Allí, esa figura pequeña se pierde en la inmensidad de la cama; al extender la mano no tocas otra mano, sino la piel gruesa, afieltrada, las orejas de ese objeto que roe con un silencio tenaz y te ofrece sus ojos rojos: sonríes y acaricias al conejo que yace al lado de la mano que, por fin, toca la tuya con unos dedos sin temperatura que se detienen largo tiempo sobre tu palma húmeda, la voltean y acercan tus dedos abiertos a la almohada de encajes que tocas para alejar tu mano de la otra.~

50


51

«El misterio es la cualidad que tienen los sentidos para hacernos partícipes del más allá.» ignacio poveda


AWEN

REVISTA LITERARIA WWW.REVISTA-AWEN.WEBNODE.COM.VE @REVISTAAWEN REVISTA AWEN

52


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.