EDITORIAL En octubre del año pasado nuestra Federación cumplió 10 años de existencia. La ocasión fue propicia para evaluar los modelos de enseñanza, sus tendencias dominantes y sus perspectivas. Estos aportes fueron recogidos en la edición anterior de nuestra revista. Otro eje de la reflexión se desarrolló en un Seminario Internacional que organizó FELAFACS con relación al tema «Comunicación y Ciencias Sociales en América Latina». En este evento que tuvo como sede la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá participaron 300 profesores y estudiantes de 12 países. Las ponencias allí expuestas han sido recogidas ahora en esta nueva edición de Diálogos, con lo que querernos cerrar el circuito de retroalimentación entre todos los afiliados a nuestra Federación. Desde sus inicios FELAFACS ha tenido cómo una de sus tareas primordiales romper el círculo de los reduccionismos informacionales y tecnicistas abriendo el estudio de la comunicación al diálogo interdisciplinar, especialmente con aquellas disciplinas que tienen a su cargo la comprensión de los procesos socio-históricos y las dinámicas culturales en nuestros países. Es por ello que FELAFACS quiso dedicar la actividad central de su aniversario a un diálogo con científicos sociales, en el que se debatieron preguntas tales como: En qué medida las Ciencias Sociales en América Latina se han visto interpeladas por el desarrollo del campo de la Comunicación; tanto por los procesos como por los análisis, y qué dimensiones de los procesos y las prácticas comunicativas han sido especialmente abordadas por disciplinas como la Sociología, la Antropología, o la Ciencia Política. Igualmente se debatió en torno a qué tipo de repercusiones ha tenido la enseñanza y la investigación de la comunicación, los cambios ocurridos en las Ciencias Sociales tanto la crisis de los paradigmas como el enriquecimiento que implican las nuevas cuestiones y los nuevos discursos de las Ciencias Sociales. Ciertamente, la reflexión acerca de las inter-relaciones que genera o debe generar el estudio y la formación en Comunicación Social no se agota en esta necesaria vinculación. La formación y la práctica profesional en la Comunicación Social demandan también de una reconceptualización de los términos en los cuales ha venido dándose la «profesionalización» o las ‘«profesionalizaciones» al interior de la carrera, en el marco de las nuevas condiciones económicas (y tecnológicas), políticas y sociales que se viven en el mundo y, en especial, en América Latina. Este es un reto que condiciona tanto la cuestión de las inter-relaciones abordadas en este Seminario como los modelos de enseñanza con los cuales venimos trabajando en nuestras Facultades de Comunicación. Esperamos que las ponencias aquí presentadas permitan ampliar y profundizar este necesario debate y colaboren en la definición o redefinición de los modelos académicos que reclaman nuestras comunes y, al mismo tiempo, distintas realidades sociales.
LOS ESTUDIOS SOBRE COMUNICACIÓN Y CONSUMO: EL TRABAJO INTERDISCIPLINARIO EN TIEMPOS NEOCONSERVADORES Nestor García Canclini Se me ocurren dos posibles maneras de participar en esta reunión dedicada a construir una mirada sobre los estudios de comunicación desde otras ciencias sociales. Un modo sería describir y valorar cómo las investigaciones comunicacionales han hecho visibles áreas del desarrollo cultural (las nuevas tecnologías de la imagen) y han generado enfoques innovadores respecto de campos ya trabajados por otras disciplinas (la educación, el desarrollo rural y urbano, la propaganda política, etc.). Quizá otros, con más erudición, puedan hacerlo. Pero además de la deficiencia personal de información, el predominio de las preguntas y las incertidumbres teóricas sobre las respuestas me hacen preferir una segunda opción. Quiero hablar de cómo me he encontrado con los estudios comunicacionales desde la antropología y la sociología de la cultura al analizar en los últimos años el consumo cultural en México. Debido a que este tema es uno de los que más obligan a vincular lo que varias disciplinas conocen de él y al lecho de haberlo venido elaborando con un grupo de antropólogos y comunicólogos (1), en cada momento las tensiones y las promesas entre los estilos de investigación se volvían evidentes. Por razones de extensión limitaré este texto a dos objetivos: a) confrontar los principales modelos teóricos con que diversas ciencias sociales analizan el consumo cultural, b) preguntarnos cómo combinar esos modelos para estudiar las estructuras particulares de comunicación, consumo y recepción de los bienes culturales en la actual crisis latinoamericana. Cuando recorremos las investigaciones sobre consumo, audiencias y recepción en América Latina, encontramos que las metas producidas tienen un débil consenso, limitado casi siempre a la disciplina en que se generan. Por eso mismo, una tarea necesaria es poner en relación estos enfoques parciales: lo que la economía sostiene acerca de la racionalidad de los intercambios económicos con lo que antropólogos y sociólogos dicen sobre las reglas de convivencia y los conflictos, y con lo que las ciencias de la comunicación estudian respecto al uso de los bienes como transmisiones de información y significado (Se verá que algunos de los autores que más nos ayudan a reelaborar la problemática del consumo -Pierre Bourdieu, Mary Douglas y Michel de Certeau- son quienes se sitúan en observatorios transdisciplinarios para estudiar estos procesos). La desconexión entre estas miradas de lo social no se debe sólo a la compartimentación de las disciplinas que lo estudian. Tiene su correlato, sobre todo en las grandes ciudades, en la fragmentación de las conductas. La gente consume en escenarios de diferentes escalas y con lógicas distintas, desde la tienda de la esquina y el mercado barrial hasta los macrocentros comerciales y la televisión. Sin embargo, como las intersecciones multitudinarias y anónimas se hallan entrelazadas con las interacciones pequeñas y personales, se vuelve necesario pensarlas en relación. Hemos aprendido en los años recientes que la organización multitudinaria y anónima de la cultura no lleva fatalmente a su uniformidad. El problema principal con que nos confronta la masificación de los consumos no es el de la homogeneización, sino el de las interacciones entre grupos sociales distantes en medio de una trama comunicacional muy segmentada. Las grandes redes de comercialización presentan ofertas heterogéneas que se relacionan con hábitos y gustos dispares. En la ciudad de México hallamos grupos bien diferenciados entre los consumidores. Para hablar únicamente de las preferencias musicales, es entre las personas con más edad y menor nivel escolar dónde aparece el mayor número de seguidores de las canciones tropicales y rancheras; la música clásica y el jazz atraen, sobre todo, a los profesionales de edad media y los estudiantes más avanzados, el rock a los jóvenes y adolescentes. Las personas van quedando ubicadas en ciertos gustos musicales y en modos divergentes de elaboración sensible según las brechas generacionales, las distancias económicas y educativas (2). Pese a las acusaciones hechas a las industrias culturales de homogeneizar a los públicos, el estudio de los consumos presenta una estructura relativamente desarticulada. ¿Cómo pensar juntos los fragmentos, las conductas dispersas, en una visión compleja del conjunto social? ¿Tiene sentido en nuestras atomizadas sociedades, donde circulan simultáneamente mensajes tradicionales, modernos y posmodernos, juntar, no bajo un modelo teórico sino en una perspectiva multifocal, lo que la gente hace en el trabajo y en los tiempos de ocio, en espacios urbanos desconectados y en generaciones alejadas? ¿Cómo articular lo que la economía y las ciencias de la comunicación describen sobre las estrategias transnacionales de las empresas y la publicidad con la visión microsocial que la antropología ofrece al observar grupos pequeños? Esta necesidad de estudiar conjuntamente los múltiples tipos de consumo se vuelve más imperiosa cuando se diseñan políticas culturales que de algún modo deben plantearse la cuestión de la totalidad social: POR QUÉ CONSUME LA GENTE Los economistas han desarrollado las teorías formalmente más sofisticadas sobre esta cuestión vinculando los comportamientos de los consumidores con las relaciones entre precios y salarios, con la inflación, las leyes de expansión y contracción de los mercados (3). Pero cuando estas explicaciones resultan insuficientes -lo cual sucede apenas se quiere superar las previsiones de corto plazo- los analistas económicos incorporan «argumentaciones» psicológicas sobre las ambiciones humanas, las oscilaciones del gusto o la persuasión publicitaria que los especialistas desechan hoy por rudimentarias. Algo semejante ha ocurrido con los estudios funcionalistas y conductistas sobre «usos» y «gratificaciones»: pretendían entender los efectos de los medios masivos con una visión técnicamente compleja de la comunicación, pero demasiado simple respecto de la estructura social, los procesos psíquicos de los sujetos y, sobre todo, de las múltiples mediaciones lingüísticas, institucionales y grupales que intervienen (4). A la inversa, los especialistas en las ciencias sociales blandas -antropología, sociología, psicoanálisis- construimos interpretaciones más atentas al aspecto cualitativo de las interacciones sociales que ocurren cuando la gente compra ropa o alimentos, mira tantas horas al día televisión, va o no al cine. Pero casi nunca tomamos en cuenta la estructura de los mercados, las políticas macroeconómicas, o partimos de algunos lugares comunes sobre esos condicionamientos divulgados hace varias décadas. En los mejores casos, perseguimos pistas keynesianas o marxistas cuando la economía mundial está pensando si es posible superar a Milton Friedman. Pareciera que no estamos aún en condiciones de proponer explicaciones transdisciplinarias. Quedaría elegante invocar aquí las dificultades que genera la multiplicación de investigaciones en cada ciencia social, las exigencias de especialización que hacen difícil estar informado de lo que sucede fuera de la propia disciplina (o del área que uno cultiva), y encima la crisis de paradigmas que vuelve inseguro el conocimiento. Todo esto influye, sin duda, en los estudios internacionales sobre consumo, pero en América Latina hay una explicación mas elemental: ¿cómo vamos a encarar los problemas pluridisciplinarios en este campo si casi no existen investigadores especializados en el consumo? ¿Qué hacer, entonces? Poner en relación brevemente las teorías más atendibles en el actual debate sobre el consumo y la recepción, señalando algunas de sus imitaciones o dificultades. Para restringir un poco las comparaciones posibles me concentraré primero en dos cuestiones: qué se entiende por consumo y por qué consume –más o menos- la gente. Voy a ocuparme de seis modelos teóricos, provenientes de diversas disciplinas, que tal vez sean los más fértiles en la actualidad. Pero antes es preciso despejar el camino recordando que la construcción de los modelos más elaborados ha sido posible a partir de la crítica a dos nociones: la de necesidades y la de bienes. Hay que descartar, ante todo, la concepción naturalista de las necesidades. Puesto que no existe una naturaleza humana inmutable, no podemos hablar de necesidades naturales, ni siquiera para referimos a esas necesidades básicas que parecen universales: comer, beber, dormir, tener relaciones sexuales. La necesidad biológica de comer, por ejemplo, es elaborada con tal variedad de prácticas culturales (comemos sentados o parados; con uno, tres, seis cubiertos, o sin ellos; tantas veces por día; con distintos rituales) que hablar de una necesidad universal es decir casi nada. Lo que llamamos necesidades
-aun las de mayor base biológica- surgen en sus diversas «presentaciones» culturales como resultado de la interiorización de determinaciones de la sociedad y de la elaboración psicosocial de los deseos. La clase, la etnia o el grupo al que pertenecemos nos acostumbra a necesitar tales objetos y a apropiarlos de cierta manera. Y como sabemos, lo que se considera necesario cambia históricamente, aun dentro de una misma sociedad. El carácter construido de las necesidades se vuelve evidente cuando advertimos cómo se convirtieron en objetivos de uso normal bienes que hace treinta o cuarenta años no existían: ¿cómo podían vivir nuestros padres sin televisor, refrigerador ni lavadora? Luego, hay que cuestionar el correlato de la noción naturalista de necesidad, que es la concepción instrumentalista de los bienes. En el sentido común se supone que los bienes serían producidos por su valor de uso, para satisfacer necesidades: los autos servirían para viajar, los alimentos para nutrirse y los videos para entretenerse. Se imagina una organización «natural» en la producción de mercancías, acorde con un repertorio fijo de necesidades. A la crítica novecentista que descubrió la frecuencia con que el valor de cambio prevalece sobre el de uso, nuestro siglo añade otras esferas de valor -simbólicos- que condicionan la existencia, la circulación y el uso de los objetos. Estos se hallan organizados, en su abundancia y su escasez, según los objetivos de reproducción ampliada del capital y de distinción entre las clases y los grupos. ¿Por qué predominan los autos sobre el transporte colectivo? No es la necesidad de trasladarse, ni la lógica del valor de uso, sino la lógica de la ganancia de los productores y de las diferencias entre los viajeros lo que rige esa opción. Al desechar la concepción naturalista de las necesidades y la visión instrumentalista de los bienes se vuelve evidente la simpleza de los conductistas cuando definen el consumo como la relación que se establece entre un conjunto de bienes creados para satisfacer un paquete de necesidades, como una relación estímulo-respuesta. No existe correspondencia mecánica o natural entre necesidades y objetos supuestamente diseñados y producidos para satisfacerlas. Para tomar en cuenta la variedad de factores que interviene en este campo, podemos definir inicialmente el consumo como el conjunto de procesos socioculturales en que se realizan la apropiación y los usos de los productos. Esta ubicación del consumo como parte del ciclo de producción y circulación de los bienes permite hacer visible, según se notará en seguida, aspectos más complejos que los encerrados en la «compulsión consumista». También ayuda a registrar en los estudios bastante más que los repertorios de gustos y actitudes que catalogan las encuestas de mercado. Pero esta ubicación del consumo en el proceso global de la producción no sólo ofrece ventajas sino dificultades: la lógica económica, que concibe en forma sucesiva la producción, la circulación y el consumo, suele colocar a este último como momento terminal del ciclo; se vuelve arduo conciliar este modelo con otras teorías, como las de la recepción literaria, que señalan la interacción entre productores y consumidores. No oculto cierta incomodidad ante el término consumo, excesivamente cargado por su origen económico; pese a su insuficiencia, lo veo como más potente para abarcar las dimensiones no económicas que las otras nociones afines: recepción, apropiación, audiencias o usos. Modelo 1: el consumo es el lugar de reproducción de la fuerza de trabajo y de expansión del capital. Todas las prácticas de consumo, actos psicosociales tan diversos como habitar una casa, comer, divertirse, pueden entenderse, en parte, como medios para renovar la fuerza laboral de los trabajadores y ampliar las ganancias de los productores. En esta perspectiva, no es la demanda la que suscita la oferta, no son las necesidades individuales ni colectivas las que determinan la producción de bienes y su distribución. Las «necesidades» de los trabajadores, su comida, su descanso, los horarios de tiempo libre y las maneras de consumir en ellos, están organizados según la estrategia mercantil de los grupos hegemónicos. La incitación publicitaria a consumir, y a consumir determinados objetos, el hecho de que cada tanto se los declare obsoletos y se los reemplace por otros, se explican por la tendencia expansiva del capital que busca multiplicar sus ganancias. Esta es una de las explicaciones de por qué ciertos artículos suntuarios cuando aparecen en el mercado, al poco tiempo se vuelven de primera necesidad: los televisores, las videocaseteras, la ropa de moda. Sin embargo, el aislamiento de este aspecto en la organización del consumo lleva al economicismo y a una visión maquiavélica: conduce a analizar los procedimientos a través de los cuales el capital, o «las clases dominantes», provocan en las dominadas necesidades «artificiales» y establecen modos de satisfacerlas en función de sus intereses (5). Si no hay necesidades naturales, tampoco existen las artificiales; o digamos que todas lo son en tanto resultan de condicionamientos socioculturales. Por eso, la dimensión cultural del consumo y las formas de apropiación y usos deben ser tan centrales en la investigación como las estrategias del mercado. Entendemos el estudio del consumo no sólo como la indagación estadística del modo en que se compran las mercancías, sino también el conocimiento de las operaciones con que los usuarios seleccionan y combinan los productos y los mensajes. Para decirlo con Michel de Certeau: cómo los consumidores mezclan las estrategias de quienes fabrican y comercian los bienes con las tácticas necesarias para adaptarlos a la dinámica de la vida cotidiana (6). Es necesario conocer cómo se articula la racionalidad de los productores con la racionalidad de los consumidores: este es el ámbito donde puede instalarse la colaboración de la economía con el saber antropológico y con los estudios comunicacionales sobre la recepción. Modelo 2: el consumo es el lugar donde las clases y los grupos compiten por la apropiación del producto social. Si bien desde la perspectiva de los productores y de la reproducción del capital el incremento del consumo es consecuencia de la búsqueda de un lucro mayor, desde el ángulo de los consumidores el aumento de los objetos y de su circulación es resultado del crecimiento de las demandas. Como escribió Manuel Castells, el consumo es el lugar en el que los conflictos entre clases, originados por la desigual participación en la estructura productiva, se continúan a propósito de la distribución y apropiación de los bienes (7). Este giro de la mirada sirve para rectificar el enfoque unidireccional expuesto en el modelo anterior. De ver al consumo como un canal de imposiciones verticales pasamos a considerarlo un escenario de disputas por aquello que la sociedad produce y por las maneras de usarlo. Reconocer este carácter interactivo del consumo y su importancia en la vida cotidiana ha contribuido a que los movimientos políticos no se queden sólo en las luchas laborales e incorporen demandas referidas a la apropiación de los bienes (agrupaciones de consumidores, de radioescuchas, etc.). Modelo 3: el consumo como lugar de diferenciación social y distinción simbólica entre los grupos. En sociedades que se pretenden democráticas, basadas por lo tanto en la premisa de que los hombres nacen iguales (sin superioridades de sangre ni de nobleza), el consumo es el área fundamental para construir y comunicar las diferencias sociales. Ante la masificación de la mayoría de los bienes generada por la modernidad -educación, alimentos, televisión-, las diferencias se producen cada vez más no por los objetos que se poseen sino por la forma en que se los utiliza: a qué escuela se envía a los hijos, cuáles son los rituales con que se come, qué películas se rentan en los videocentros. Contribuye a este papel decisivo del consumo cultural el hecho de que muchas distinciones entre las clases y fracciones se manifiestan, más que en los bienes materiales ligados a la producción (tener una fábrica o ser asalariado en ella) en las maneras de transmutar en signos los objetos que se consumen. Estudios como los de Pierre Bourdieu (8) revelan que, para ocultar las diferencias por las posesiones económicas, se busca que la distinción social se justifique por los gustos que separan a unos grupos de otros. Una dificultad que suele haber en estas investigaciones sobre el consumo es que se ocupan preferentemente de cómo se construye la distinción de arriba hacia abajo: las obras de arte y los bienes de lujo hacen posible separar a los que tienen de los desposeídos. Pero también si consideramos las fiestas populares, sus gastos suntuarios y sus maneras propias de elaboración simbólica, es posible percibir cuánto de la diferenciación de «los de abajo» se configura en los procesos significantes y no sólo en las interacciones materiales. Tanto en las clases hegemónicas como en las populares el consumo desborda lo que podría entenderse como necesidades, si las definimos como lo indispensable para la supervivencia. La desigualdad económica hace depender más a los sectores subalternos de lo material, a experimentarlo como necesidad y hasta como urgencia, pero su distancia respecto de los grupos hegemónicos se construye también por las diferencias simbólicas.
Modelo 4: el consumo como sistema de integración y comunicación. No siempre el consumo funciona como separador entre las clases y los grupos. Es fácil dar casos contrastantes en los que se aprecia cómo las relaciones con los bienes culturales sirven para diferenciar, por ejemplo, a quienes gustan de la poesía de Octavio Paz, y los que prefieren las historietas y fotonovelas. Pero hay otros bienes -las canciones de Agustín Lara, de Gardel o de Soda Stereo- con los que se vinculan todas las clases, aunque la apropiación sea diversa. Advertimos entonces que el consumo puede ser también un escenario de integración y comunicación. Esto puede confirmarse observando prácticas cotidianas: en todas las clases sociales, reunirse para comer, salir a ver vitrinas, ir en grupo al cine o a comprar algo, son compartimientos de consumo que favorecen la sociabilidad. Aun en los casos en que el consumo se presenta como recurso de diferenciación, constituye, al mismo tiempo, un sistema de significados comprensible tanto por los incluidos como por los excluidos. Si los miembros de una sociedad no compartieran los sentidos asignados a los bienes, su posesión no serviría para distinguirlos: un diploma universitario o la vivienda en cierto barrio diferencian a los poseedores si su valor es admitido por los que no lo tienen. Consumir es, por lo tanto, también intercambiar significados. «A través de las cosas es posible mantener y crear las relaciones entre las personas, dar un sentido y un orden al ambiente en el cual vivimos», afirma Luisa Leonini. Lo demostró al estudiar a quienes habían sufrido robos en sus casas y hallar que los afectaba, tanto o más que la pérdida económica, la de su inviolabilidad y seguridad, por lo cual la adquisición de objetos idénticos no lograba reparar completamente el daño; por eso mismo, en la jerarquía de los bienes sustraídos colocaban más alto los que representaban su identidad personal y grupal, aquellos que les facilitaban su arraigo y comunicación, no los que tenían más valor de uso o de cambio. Concluye, entonces, que es tan fundamental en el consumo la posesión de objetos y la satisfacción de necesidades como la definición y reconfirmación de significados y valores comunes (9). Quizá esto es aún más evidente en el consumo de la ropa. A través de las maneras en que nos vestimos (diferentes en la casa, en el trabajo, en el deporte, en las ceremonias) nos presentamos a los demás, somos identificados y reconocidos, comunicamos información sobre nosotros y sobre las relaciones que esperamos establecer con los otros. ¿No representan los shopping centers con su amplia gama de ofertas de diseño (culturales) para satisfacer las mismas necesidades (físicas), un juego simultáneo de intercambios y distinciones, un sistema de comunicación que nos sitúa según dónde compramos, e incluso dónde entramos y de dónde salimos? Modelo 5: el consumo como escenario de objetivación de los deseos. Además de tener necesidades culturalmente elaboradas, actuamos siguiendo deseos sin objeto, impulsos que no apuntan a la posesión de cosas precisas o a la relación con personas determinadas. Lo vimos, en parte, en la actitud ante los robos. El deseo es errático, insaciable por las instituciones que esperan a contenerlo. Las comidas satisfacen la necesidad de alimentarse, pero no el deseo de comer; que se vincula, más con el valor material de los alimentos, con el sentido simbólico de los rituales en que los ingerimos. Lo mismo puede afirmarse del deseo sexual, inabarcable por la institución matrimonial, y de otros que exceden incesantemente las formas sociales en que se actúa. ¿Cuál es el deseo básico? De Hegel a Lacan se afirma que es el deseo de ser reconocido y amado. Pero esto es decir poco en relación con las mil modalidades que esa aspiración adopta entre las proliferantes ofertas del consumo. Sin embargo, pese a ser difícilmente aprensible, el deseo no puede ser ignorado cuando se analizan las formas de consumir. Tampoco la dificultad de insertar esta cuestión en el estudio social nos disculpa de omitir, en el examen del consumo, un ingrediente tan utilizado por el diseño, la producción y la publicidad de los objetos, que juega un papel insoslayable en la configuración semiótica de las relaciones sociales. Tan riesgoso como olvidar el deseo puede ser construir una teoría sobre el consumo sin plantearse que su ejercicio se cumple en condiciones socioeconómicas particulares. Este otro olvido debilita estudios incisivos como los de Jean Baudrillard, y los reduce -sobre todo en sus últimos textos- a ocurrencias subjetivas, a observaciones puntuales sobre las variaciones microgrupales de los consumos. Modelo 6: el consumo como proceso ritual. Ninguna sociedad soporta demasiado tiempo la irrupción errática y diseminada del deseo. Ni tampoco la consiguiente incertidumbre de los significados. Por eso, se crean los rituales. ¿Cómo diferenciar las formas del gasto que contribuyen a la reproducción de una sociedad de las que la disipan y disgregan? ¿Es posible organizar las satisfacciones que los bienes proporcionan a los deseos de modo que sean coherentes con la lógica de producción y uso de esos bienes, y así garanticen la continuidad del orden social? Eso es, al menos, lo que intentan los rituales. A través de ellos, la sociedad selecciona y fija, mediante acuerdos colectivos, los significados que la regulan. Los rituales, explican Douglas e Isherwood, «sirven para contener el curso de los significados» y hacer explícitas las definiciones públicas de lo que el consenso general juzga valioso. Pero los rituales más eficaces son los que utilizan objetos materiales para establecer los sentidos y las prácticas que los preservan. Cuanto más costosos sean esos bienes, más fuerte será la ritualización que fije los significados que se les asocian. De ahí que ellos definan a los bienes como «accesorios rituales» y al consumo como «un proceso ritual cuya función primaria consiste en darle sentido al rudimentario flujo de los acontecimientos» (10). Al revés de lo que suele oírse sobre la irracionalidad de los consumidores, en su estudio de antropología económica estos autores demuestran que todo consumidor, cuando selecciona, compra y utiliza, está contribuyendo a construir un universo inteligible con los bienes que elige. Además de satisfacer necesidades o deseos, apropiarse de los objetos es cargarlos de significados. Los bienes ayudan a jerarquizar los actos y configurar su sentido: «las mercancías sirven para pensar» (11). CONSUMO Y COMUNICACIÓN EN SOCIEDADES MULTICULTURALES ¿Qué hacer con estos seis modelos? Quizá quede claro por lo dicho sobre cada uno que los seis son necesarios para explicar aspectos del consumo. Ninguno es autosuficiente y, sin embargo, aún es difícil establecer principios teóricos y metodológicos transversales que los combinen. Sin embargo, son modelos generales, aplicables a todo tipo de consumo. ¿Tienen los consumos llamados culturales una problemática específica? Si la apropiación de cualquier bien es un acto que diferencia simbólicamente, integra y comunica, objetiva los deseos y ritualiza su satisfacción, si decimos que consumir, en suma, sirve para pensar, todos los actos de consumo -y no sólo las relaciones con el arte o el saber- son hechos culturales. ¿Por qué separar, entonces, lo que sucede en conexión con ciertos bienes o actividades y denominarlo consumo cultural? Esta distinción se justifica teórica y metodológicamente debido a la parcial independencia lograda por los campos artísticos y comunicacionales en la modernidad. El arte, la literatura y la ciencia se liberaron de los controles religiosos y políticos que les imponían criterios heterónomos de valoración. La independencia de estos campos se produce, en parte, por una secularización global de la sociedad, pero también por transformaciones radicales en la circulación y el consumo. La expansión de la burguesía y los sectores medios, así como la educación generalizada, fueron formando públicos específicos para el arte y la literatura que configuran mercados diferenciales donde las obras son seleccionadas y consagradas por méritos estéticos. Un conjunto de instituciones especializadas -las galerías de arte y los museos, las editoriales y las revistas- ofrecen circuitos independientes para la producción y circulación de estos bienes. Los productos denominados culturales tienen valores de uso y de cambio, contribuyen a la reproducción de la sociedad y a veces a la expansión del capital, pero en ellos los valores simbólicos prevalecen sobre los utilitarios y mercantiles. Un auto que se usa para transportarse incluye aspectos culturales, pero se inscribe en un registro distinto que el auto que esa misma persona -supongamos que es un artista- coloca en una exposición o usa en un performance: en este segundo caso, los aspectos culturales, simbólicos, estéticos, predominan sobre los utilitarios y mercantiles. ¿Qué ocurre en la radio, la televisión, y el cine? A pesar de las presiones económicas que influyen fuertemente en sus estilos y en sus reglas de comuni-
cación, estos medios poseen una cierta autonomía en relación con el resto de la producción. Un editor o un productor de televisión que sólo toma en cuenta el valor mercantil y se olvida de los méritos simbólicos de lo que produce, aunque ocasionalmente realice buenos negocios, pierde legitimidad ante los públicos y la crítica especializados. Existen conjuntos de consumidores con formación particular en la historia de cada campo cultural -mayor en el caso de la ciencia, la literatura y el arte, aunque también en el caso de las telenovelas o los espectáculos musicales- que orientan su consumo por un aprendizaje del gusto regido por prescripciones específicamente culturales. Por lo tanto, es posible definir la particularidad del consumo cultural como el conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica (12). Esta definición permite incluir en el ámbito peculiar del consumo cultural no sólo a los bienes con mayor autonomía: las artes que circulan en museos, salas de concierto y teatros. También abarca a aquellos productos muy condicionados por sus implicaciones mercantiles (programas de televisión) o por la dependencia de un sistema religioso (las artesanías y las danzas indígenas), pero cuya elaboración y cuyo consumo requieren un entrenamiento prolongado en estructuras simbólicas de relativa independencia. De todas maneras, cabe destacar que el peculiar carácter de la modernidad en México y en América Latina, donde los mercados artísticos y comunicacionales sólo logran una independencia parcial de los condicionamientos religiosos y políticos, genera estructuras de consumo cultural distintas de las metrópolis. La diferencia es notable, sobre todo, en relación con países europeos que presentan una integración nacional más compacta y homogénea. La subsistencia de vastas áreas de producción y consumo tradicionales artesanías, fiestas, etc. -que son significativas no sólo para sus productores antiguos sino para capas amplias de consumidores modernos, revela la existencia de una heterogeneidad multi-temporal en la constitución presente de nuestras sociedades. Esta heterogeneidad, resultante de la coexistencia de formaciones culturales originadas en diversas épocas, propicia cruces e hibridaciones que se manifiestan en el consumo con más intensidad que en las metrópolis (13). No es extraño que en los gustos de consumidores de todas las clases convivan bienes de diferentes tiempos y grupos. En una colección doméstica de discos y casetes solemos encontrar la salsa junto al rock, los tangos mezclados con Beethoven y el jazz. Alrededor, muebles coloniales y artesanales forman conjuntos que nadie siente incoherentes con otros modernos, con aparatos electrónicos y posters que anuncian a la vez conciertos de vanguardia y corridas de toros igualmente entrañables para los habitantes de la casa. Estos elementos, dispares si los miramos desde una perspectiva histórica evolucionista, según la cual el progreso sustituiría unas tendencias estéticas por otras, funcionan para la reproducción cultural y social, sirven a la integración y comunicación, a la ritualización ordenada de las prácticas. Por cierto, estos cruces frecuentes no eliminan las diversas y desiguales apropiaciones de los bienes culturales. Las hibridaciones de los consumos no son homogéneas. Las diferencias sociales se manifiestan y reproducen en las distinciones simbólicas que separan a los consumidores: los que asisten a los museos y conciertos de los que no van; los que ven programas culturales o recreativos en la televisión. SE CONVOCA AL PÚBLICO. RESPONDEN LOS GRUPOS, LAS FAMILIAS, LOS INDIVIDUOS ¿Cómo es posible que exista una nación -y un sistema de consumo cultural integrado analizable en conjunto- en una sociedad segmentada, multicultural, con varias temporalidades, tipos de tradición y de modernidad? Se puede formular también una pregunta inversa: ¿Cómo explicarse que persista esta diversidad cultural después de cinco siglos de integración colonial y modernización independiente, de homogeneizaciones escolares, massmediáticas y políticas? Conviene colocar los dos interrogantes juntos, porque la respuesta es la misma. La historia de los consumos muestra una interacción dinámica, abierta y creativa entre (varios) proyectos de modelación social y (varios) estilos de apropiación y uso de los productos. Comprobamos en los estudios sobre «audiencias vivas» (14) que las teorías que concebían la dominación como una acción vertical y unidireccional de los emisores sobre los receptores se han mostrado incapaces de entender los complejos procesos de interdependencia entre unos y otros. En el consumo, contrariamente a las connotaciones pasivas que esa fórmula aún tiene para muchos, ocurren movimientos de asimilación, rechazo, negociación, y refuncionalización de aquello que los emisores proponen. Entre los programas de televisión, los discursos políticos y lo que los consumidores leen y usan de ellos intervienen escenarios decodificadores y reinterpretadores: la familia, la cultura barrial o grupal, y otras instancias microsociales. Cada objeto destinado a ser consumido es un texto abierto que exige la cooperación del lector, del espectador, del usuario, para ser completado y significado. Todo bien es un estímulo para pensar y al mismo tiempo un lugar impensado, parcialmente en blanco, en el cual los consumidores, cuando lo instan en sus redes cotidianas, engendran sentidos inesperados. Es sabido que los bienes se producen con instrucciones más o menos veladas, dispositivos prácticos y retóricos que inducen lecturas y restringen la actividad del usuario. El consumidor nunca es un creador puro, pero tampoco el emisor es omnipotente. De esto podemos derivar varias conclusiones. La primera es que los estudios comunicacionales no pueden ser sólo estudios sobre el proceso de comunicación, si entendemos por esto la producción, circulación y recepción de mensajes. La necesidad de abarcar también las estructuras, los escenarios y los grupos sociales que se apropian de los mensajes y los reelaboran llama a la colaboración de los comunicólogos con los sociólogos y antropólogos, o sea los especialistas en mediaciones sociales que no pueden ser reducidas a procesos de comunicación. Al mismo tiempo, la pluralidad de códigos y mediaciones en que se procesan los mensajes puede ayudarnos a entender de otro modo cómo se constituyen actualmente las llamadas culturas nacionales. ¿Cómo explicar que, pese a la diversidad conflictiva de consumidores y consumos, existan sociedades y naciones? Sólo porque toda nación es, entre otras cosas, resultado de lo que los especialistas en estética de la recepción llaman pactos de lectura: acuerdos entre productores, instituciones, mercados y receptores acerca de lo que es comunicable, compartible y verosímil en una época determinada. Una nación es, en parte, una comunidad hermenéutica de consumidores. Aun los bienes que no son compartidos por todos son significativos para la mayoría. Las diferencias y desigualdades se asientan en un régimen de transacciones que hace posible la coexistencia entre etnias, clases y cepos. Me alejo en esta definición de lo nacional de las conceptualizaciones territoriales y políticas prevalecientes en la bibliografía sobre esta cuestión. No olvido el peso de esos ingredientes, pero al referirme a la nación como comunidad hermenéutica de consumidores estoy aludiendo a formas de experimentar lo nacional en la vida cotidiana, que tal vez se han vuelto centrales en su redefinición postnacionalista: cuando las culturas se desterritorializan y muchas prácticas políticas son subordinadas a las reglas industriales de la comunicación masiva. Encuentro aquí un área de interacción promisoria entre comunicólogos y sociólogos políticos. SUBCONSUMO E INCOMUNICACIÓN EN TIEMPOS NEOCONSERVADORES Para entender los procesos actuales de consumo en América Latina parece clave hacerse cargo de esta tensión entre la estructura nacional históricamente consolidada de nuestras sociedades y la transnacionalización generada por las políticas modernizadoras. La integración, comunicación y diferenciación entre clases y etnias, que parecía resuelta por la institucionalización nacionalista se revela en crisis ante la multiplicidad de procesos internos e internacionales de multiculturalidad que la desafían. Pensemos, por ejemplo, cómo se diluye lo nacional, por un lado, al ser atravesado diariamente por mensajes foráneos, y, en la otra punta, por los movimientos de afirmación regional que impugnan la distribución centralista de los bienes culturales y las desigualdades que fomenta en el acceso a los mismos. Por otra parte, en las políticas gubernamentales se observa una nueva concepción sobre el papel del Estado, que cede gran parte de su función integradora de lo nacional a las grandes empresas de comunicación transnacional. La crítica al estatismo populista y la privatización de lo que se consideraba de
interés público propicia nuevos pactos, no sólo de concertación económica sino cultural. Nuevas reglas en la reproducción de la fuerza de trabajo y en la expansión del capital, nuevos modos de competencia entre los grupos de apropiación del producto social, nuevas pautas de diferenciación simbólica, generan una reestructuración de los consumos. ¿Llevará este cambio a formas distintas de integración y comunicación o acentuará la desigualdad y las diferencias en el acceso a los bienes? La respuesta a esta pregunta pasa por un análisis de cómo se establecen las necesidades prioritarias en esta etapa regida por la supuesta autoregulación del mercado. El neoliberalismo hegemónico, actualizando la vieja concepción según la cual las leyes «objetivas» de la oferta y la demanda serían el mecanismo más sano para ordenar la economía, promueve una concentración de la producción y de los consumos en sectores cada vez más restringidos. La reorganización privatizadora y selectiva es a veces tan severa que desciende las demandas a los niveles biológicos de supervivencia: para los amplios sectores «de pobreza extrema» las necesidades en torno de las cuales deben organizarse son las de comida y empleo. Ciertos grupos organizan su réplica a esa política hegemónica buscando la restauración del pacto integrador previo y del tipo de Estado que lo representaba. Otros ven posibilidades de resistencia potenciando las formas tradicionales, artesanales y microgrupales que pueden tener aún valor para la reproducción particular de algunos sectores, pero que se han mostrado ineficaces para erigir alternativas globales. Es posible que estas opciones tengan todavía bastante capacidad de organizar y promover movilizaciones significativas, pero cualquier proyecto diferente, si aspira a intervenir en el reordenamiento modernizados, debiera considerar el ámbito estatal como un territorio clave. No porque el Estado sea un buen administrador o porque pueda volver a esperarse de él donaciones populistas, sino como espacio en que puede hacerse valer el interés público frente a la reducción de los consumidores a simples compradores de objetos privados. El estudio multidisciplinario sobre la comunicación y el consumo puede ser, en esta perspectiva, un recurso para entender mejor el significado de la modernización y promover la participación de amplios sectores. En parte, porque la colaboración de los comunicólogos, especializados en conocer las grandes estructuras de la industria y de los mercados culturales, con los sociólogos y antropólogos, dedicados a entender las mediaciones y los procesos de resignificación cotidiana, sirve para que el análisis del consumo trascienda la simple consideración de las repercusiones comerciales de los productos. Pero también para que juntos logremos discutir los nuevos mecanismos de inclusión y exclusión respecto de los bienes y mensajes estratégicos en la actual etapa modernizadora. En cuanto al consumo cultural, si bien sigue siendo necesario reclamar una democratización del arte y el saber clásicos, la modernización nos confronta con nuevas exigencias. La visión global que propusimos del papel del consumo como escenario de reproducción social, expansión del producto nacional y de competencia y diferenciación entre los grupos, lleva a preguntar qué significan para el futuro las políticas restrictivas de los consumos respecto de las nuevas tecnologías. ¿Cómo puede encararse un proceso de modernización, que supone una mayor calificación laboral, si aumenta la deserción escolar y se limita el acceso a la información más calificada? Hay que estimar qué significa para la democratización política y la participación de la mayoría que se agudice la segmentación desigual de los consumos: por un lado, un modelo de información que permite actuar, basado en la suscripción particular a redes exclusivas de televisión y a bancos de datos, cuya privatización suele convertirlos en recursos para minorías; por otro, un modelo comunicativo para masas organizado según las leyes mercantiles del entretenimiento, que llevan a reducir a espectáculo hasta las decisiones políticas. En esta organización dualista de las sociedades latinoamericanas veo uno de los mayores desafíos para la colaboración entre las ciencias sociales. Al situar la expansión de las comunicaciones en la retracción de los consumos y de la información para las mayorías estaremos haciendo visible las contradicciones de nuestro regresivo fin de siglo. NOTAS.(1) El grupo con el que estoy estudiando el consumo cultural en México y con quienes discutí varias veces estas reflexiones está compuesto por María Teresa Ejea, Eduardo Nivón, Maya Lorena Pérez, Mabel Piccini, Ana María Rosas y Patricia Safa. Una parte de este texto, en una versión diferente, fue presentado al Simposio El consumo cultural en México, efectuado en la ciudad de México en octubre de 1990, en el marco del Seminario de Estudios de la Cultura dirigido entonces por Guillermo Bonfil, a quien agradezco sus comentarios. (2) Estas afirmaciones se basan en una investigación que incluyó una encuesta sobre consumo cultural efectuada en 1,500 hogares de la ciudad de México en septiembre y octubre de 1989. Allí encontramos que la música ranchera es más escuchada entre trabajadores domésticos (43.5%) y entre los pensionados (34.4%), los boleros son preferidos principalmente por las amas de casa (27.8%), mientras el rock y “la canción de moda» -Yuri, Emanuel- encuentran la mayoría de sus seguidores entre los jóvenes (23 al 30%). (3) Véase, como ejemplo, el libro de H.A. John Green, La teoría del consumo. Madrid, Alianza, 1976. (4) Se encontrará una crítica elaborada en conexión con las condiciones sociales y comunicacionales latinoamericanas en el libro de Jesús Martín Barbero, De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, México, Gili, 1989. (5) Esta lógica explicativa prevalece en los autores marxistas: véanse los textos de Jean Pierre Terrail, Edmon Preteceille y Patrice Grevet en el libro Necesidad y consumo en la sociedad capitalista actual, México, Grijalbo, 1977. (6) Michel de Certeau, L’invention du quotidien -1. Arts de faire, Paris, Union Generale d’Editions, 1980, especialmente pp. 19-29 y 77-89. (7) Manuel Castells, La cuestión urbana, México, Siglo XXI, 1976, apéndice a la 2ª edic., pp. 498-504. (8) Cf. especialmente su libro La distinción, Madrid, Taurus, 1988. (9) Luisa Leonini, «I consumi: desideri, simboli, sostegni», Rassegna Italiana de Sociología, año 23, N° 2, Bologna, II Mulino, 1982. (10) Mary Douglas y Baron Isherwood, El mundo de los bienes. Hacia una antropología del consuno, México, Grijalbo Conaculta, 1990, p. 80. (11) 1dem, p.77. (12) Véase una reflexión teórica en esta línea en el libro de José Luis Piñuel Raigada, José Gaitán Moya y José I. García-Lomas Taboada, El consumo cultural, Madrid, Editorial Fundamentos - Instituto Nacional del Consumo, 1987. (13) Desarrollo más estas cuestiones en mi libro Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo CNCA, 1990. (14) De aquí en adelante resumo libremente los aportes realizados a esta cuestión por Stuart Hall y sus seguidores en el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de Birmingham (cf. de S. Hall, Dorothy Hobson, Andrew Lowe y Paul Willis (eds.), Cultive, Media, Language, Londres, Hutchinson, 1980); los «cultural studies» ingleses y norteamericanos sobre audiencias activas (otro ejemplo: James Lull (ed.), World Families watch Television, Newbury Park, California, Sage, 1988); y la estética de la recepción desarrollada en Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos (Roben Jauss, Pour une esthítique de la réception, Paris, Gallimard, 1978; Wolfgang Iser, The Act of Reading: a Theory of Aesthetic Response, Londres, Toutledge & Kegan y The John Hopkings University Press, 1978). En la última década se comenzaron a producir en América Latina estudios comunicacionales sobre la actividad de las audiencias, entre los que destacan por su consistencia metodológica y en algunos casos por aportaciones teóricas los de Jesús Martín Barbero, Guillermo Orozco, Paula Edwards, Valerio Fuenzalida y Oscar Landi. Se encontrará un panorama de esta línea, aún incipiente, en el artículo de Rosa Esther Juárez M. «Los medios masivos y el estudio de la recepción», Renglones, año 5, N° 15, Guadalajara, ITESO, diciembre de 1989, pp. 12-18.
EL ESTUDIO DE LA COMUNICACIÓN DESDE UNA PERSPECTIVA SOCIOCULTURAL EN AMÉRICA LATINA Raúl Fuentes Navarro 1. UN MARCO PARA EL BALANCE La década de los ochenta, según ciertos economistas y políticos una «década perdida» para América Latina, fue enormemente rica en cambios y rupturas dentro del campo académico de la comunicación: La celebración del décimo aniversario de la constitución de FELAFACS nos ofrece una excelente ocasión para analizar los trayectos -inercias y renovaciones, contradicciones y confluencias- del campo en que tantos latinoamericanos empeñamos nuestras prácticas. Ojalá de tal análisis pudiéramos extraer el sustento más sólido para considerar a los ochenta como una década «ganada», y a los noventa como su extensión. En ese contexto, y agradeciendo profundamente la oportunidad de participar en este seminario, el trabajo que presento a continuación trata de sintetizar, con todas las limitaciones y los sesgos que caracterizan a una versión personal, algunas de las orientaciones conceptuales y prácticas que pueden identificarse como impulsoras de la dinámica, del campo de estudio de la comunicación en América Latina en la última década. Si bien hace unos años Jesús Martín Barbero (1987) advertía con razón que quizá deberíamos reconocer que «los tiempos no están para síntesis» y que, en todo caso, tendríamos que recurrir a mapas nocturnos, el campo académico de la comunicación no parece haber resistido nunca la tentación de elaborar las plataformas más sólidas y duraderas posibles, sobre las cuales basar con certeza -no siempre con la necesaria madurez y rigor- el desarrollo del conocimiento comunicacional para la acción social. Y hay razones para seguir sosteniendo ese afán. No trato de proponer una nueva síntesis conclusiva, paradigmática o siquiera innovadora. Pero quizá, si alcanzan un nivel de exposición suficientemente claro, puedan precisarse algunas ideas que, junto a las otras aportaciones de los participantes, ayuden a formular unas cuantas preguntas clave, sobre las cuales podamos reflexionar, debatir, y trazar con ello nuevas vías de acercamiento tanto a los objetos como a los objetivos que compartimos. Detrás de lo expuesto en este trabajo está un proceso personal de indagación sobre las condiciones de desarrollo de nuestro campo, que lleva ya algunos años de convertir objetos de preocupación en objetos de ocupación. Pero más importante que eso es el proceso colectivo que trata de representar. Detrás de este trabajo está el proyecto universitario en que me inscribo directamente, el de la Unidad Académica de Comunicación en la División de Postgrado del ITESO y también la presencia, continua y estimulante, de muchos investigadores mexicanos de distintas instituciones empeñados igualmente en impulsar el sentido práctico, científico y social, de una comunidad académica que no se agota en la amistad o en la identidad de oficio. Algunos de ellos, que iré mencionando a lo largo de la exposición, con toda generosidad apoyaron específicamente la preparación de este trabajo. Por ejemplo, Fátima Fernández me hizo llegar hace poco una cita de lván Illich (1990) que tiene resonancias de sentido que podemos compartir. «La marca de madurez de una disciplina es su creciente referencia a su propia historia». Aunque la discusión del carácter disciplinario del estudio de la comunicación queda reservada para más adelante, conviene explicitar algunos de los supuestos subyacentes a la reflexión propuesta. En primer lugar, reconozcamos la vitalidad del campo al que hacemos referencia. A pesar de la crisis económica, ha crecido y se ha diversificado; ha consolidado algunos de sus avances y ha mantenido la búsqueda de soluciones a la mayor parte de sus problemas e insuficiencias de base; continúa convocando a cada vez más jóvenes estudiantes por una parte, y por otra a la contribución de científicos sociales provenientes de distintas disciplinas; pero quizá lo más importante sea el notable grado de organización -intercomunicación- que ha alcanzado a escala continental. Sin duda nuestro campo está hoy más estructurado y por ello más vivo que nunca. Hay datos elocuentes; por ejemplo, el que conocemos gracias a Raymond Nixon (1982) sobre el número de escuelas de periodismo y comunicación en Latinoamérica: 13 en 1950, 44 en 1960, 81 en 1970, 163 en 1980. Sin tener que esperar ya la actualización proveniente de Minnesota, FELAFACS cuenta 244 en 1990. Podemos suponer que hay más de 100 mil estudiantes de comunicación en América Latina y no menos de 5 mil profesores. Seguramente han terminado los estudios y se desempeñan profesionalmente al menos otros 100 mil comunicadores universitarios. Aunque la elaboración de estadísticas confiables no es una de las características sobresalientes de los latinoamericanos, podemos calcular que cerca de un cuarto de millón de personas están involucradas en el campo académico de la comunicación en América Latina. De todas estas cifras, debemos ubicar aproximadamente un tercio en Brasil, otro tercio en México y el tercio restante en los otros 18 países latinoamericanos. La mayor parte de las escuelas de comunicación están afiliadas a las respectivas asociaciones nacionales y, a través de éstas, -o directamente en los países donde hay menos de cinco-, a FELAFACS. Once de las doce asociaciones nacionales de escuelas de comunicación, con la excepción mexicana, fueron constituidas en los ochenta gracias al auspicio de la Federación. Al mismo tiempo, la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación (ALAIC) ha sido revitalizada y en los últimos dos años, gracias sobre todo al impulso incontenible de su presidente, vuelve a ser el punto de confluencia y contacto tan importante que era, propiciando antes que nada la constitución o reconstitución en su caso de asociaciones nacionales y recuperando los espacios de discusión y de identificación que parecían haberse perdido. Por supuesto hay también otras sólidas asociaciones latinoamericanas, aunque menos centralmente ubicadas en el campo académico de la comunicación, con las que éstas no han perdido nunca el contacto. Estos movimientos de organización han sido fundamentalmente importantes para intercomunicar a un conjunto de instituciones y de personas tan grande y de crecimiento tan dinámico en un territorio que, no hay que olvidarlo, abarca casi 20 millones de kilómetros cuadrados. No hay duda de que es la interrelación de muchos factores, algunos de los cuales conocemos bien, la que puede explicar el explosivo crecimiento del campo académico de la comunicación en América Latina y la aceleración de su tasa de reproducción en los ochenta a pesar de las condiciones socioeconómicas adversas. Podemos advertir una muy grande y creciente heterogeneidad en el crecimiento, tanto entre países como, al interior de los mayores, entre regiones. Evidentemente, hay enormes brechas y fuertes divergencias entre las escuelas, que hacen engañosas y arriesgadas las generalizaciones; pero precisamente por todo ello hablamos de un «campo» más que de un «sistema» académico latinoamericano de la comunicación. El concepto de campo (cultural, intelectual, académico, educativo) que debemos como es obvio a Bourdieu ya quienes han difundido, explicado y desarrollado su obra entre nosotros, como Néstor García Canclini, nos permite reconocer las tensiones y los desfases entre los actores que lo constituyen con sus prácticas, más que los ingredientes y articulaciones relativamente estables y homogéneos o las autorregulaciones con que un sistema preserva su identidad, esto es, su estructura. Y es qué lo que intentamos enfatizar es el análisis del desarrollo cualitativo, -sociocultural-; no tanto el del creer miento cuantitativo - demográfico - estadístico. 2. PARA (RE) CONSTRUIR EL OBJETO Por «campo académico» entendernos, entonces, a bastante más -de hecho otra cosa- que el conjunto de instituciones donde se imparten estudios de nivel superior. Incluimos en él a la teoría, la investigación, la formación universitaria y la profesión, y centramos el concepto en las prácticas que realizan
actores o agentes sociales concretos -sujetos individuales y colectivos- con el fin de impulsar proyectos sociales específicos; en este caso, estructuras de conocimiento y pautas de intervención sobre la comunicación social. De ahí que cuando se especifica «campo académico», no es a las prácticas sociales de comunicación (masivas o no) a las que se hace referencia, ni a las instituciones que se han especializado en su ejercicio y en su control social, sino a aquellas que toman a éstas como su referente, es decir, las que son realizadas principalmente por universitarios, dentro o fuera de las instituciones de educación superior, con el propósito general de conocer, explicar e intervenir en la transformación intencionada de las prácticas sociales de comunicación. Hay otros campos cuyas prácticas y objetos intersectan, a veces en confluencia, a veces en contraposición, con nuestro campo académico, cuyas fronteras no están siempre bien definidas; pero ésta es precisamente una de las condiciones centrales que nos permiten acercarnos conceptualmente a su análisis sin deformar totalmente su realidad. Por supuesto, las prácticas académicas son también prácticas sociales de comunicación, pero su especificidad se sostiene en la dimensión «meta-comunicativa» que constituyen para poder abordar sus propósitos de generación, difusión, promoción y reproducción de conocimiento sobre la comunicación, sólo una parte del cual tiene pretensiones científicas. De hecho, cada vez más investigadores de la comunicación reconocen que la mayor parte del conocimiento disponible en el campo es más ideológico que científico, lo cual no necesariamente tiene connotaciones negativas, ya que no sólo entre nosotros, el carácter mismo de la «cientificidad» del conocimiento en ciencias sociales según el modelo de las naturales, está en debate. Para Edgar Morin, «no llegamos todavía a aceptar el desafío de la complejidad de lo real; estamos aún en la era bárbara de las ideas». Visto de esta manera, el campo académico es un espacio socio-culutral específico, en el cual concurren actores sociales sujetos a las determinaciones y condicionamientos que definen su identidad y sus funciones sociales desde marcos mucho más amplios que los académicos por una parte y los comunicativos por la otra, pero que con su actividad, socialmente legitimada e institucionalizada, mantienen una cierta «autonomía relativa». A propósito, partimos también del supuesto de que si los actores del campo académico de la comunicación reflexionáramos más sobre nuestra propia ubicación sociocultural y nuestras propias prácticas comunicativas, tendríamos mejores elementos para realizar nuestro trabajo intelectual. El campo académico es, en síntesis, un espacio social definido por prácticas sociales concretas, muchas de las cuales se expresan mediante discursos, donde puede reconocerse el conocimiento operante sobre los objetos de estudio: es decir, sobre otros conocimientos, discursos y prácticas sociales. Una formulación de Carlos Luna con respecto a la comunicación nos parece aquí muy afortunada y oportuna: «La comunicación es una modalidad de la interacción social que consiste en la intervención intencional sobre los sistemas cognitivos y axiológicos de los actores sociales mediante la disposición de información codificada o, para decirlo con otra terminología, mediante la producción de mensajes que, en el marco de cierta comunidad cultural, aporta a la significación de la realidad. En este sentido, es una práctica social que toma como referencia a otras, e incluso a ella misma». (Luna, 1991). El conocimiento, producto de la «significación de la realidad» elaborada por actores sociales concretos, no es accesible de manera directa, por lo que nuestro acercamiento al campo académico de la comunicación parte, por un lado, del análisis de los discursos que en él y sobre él circulan, donde tal conocimiento se «carga» tanto de cientificidad como de ideología; y por otro lado, del análisis de las prácticas, institucionalizadas o no, mediante las cuales los actores sociales «académicos» constituyen el campo y son provistos por él de una identidad y de una «posición» específicas. Porque el campo, reiteramos, de acuerdo con la conceptualización que hemos adoptado, es un espacio de tensiones y de luchas, aunque también de inercias y de acumulaciones, abierto a las afectaciones «externas» provenientes de la dinámica socio-cultural (histórica) más amplia en que se inscribe. Desde un marco como el aquí apenas bosquejado, puede plantearse como una especie de supuesto heurístico elemental, que el estudio de la comunicación debe ser considerado dentro de lo que incluya el término «ciencias sociales». Plantear la «relación» entre comunicación y ciencias sociales como si fueran campos separados, no sirve sino para generar más desarticulación, del tipo tan concreto como el que comenta Raúl Trejo Delarbre: «La comunicación en nuestros países no deja de ser una disciplina nueva. Apenas si tiene pocas décadas, a diferencia de otras ramas de las ciencias sociales. Desde la ciencia política o la sociología se le ve todavía con recelo, como si las de comunicación fueran preocupaciones «menores» o ajenas a las ciencias sociales. Los investigadores de la comunicación tenemos parte de responsabilidad en ello, pues nuestro trabajo no siempre es sistemático, ni con marcos teóricos claros, ni de alcances precisos. Quizá, a menudo, la frivolidad de nuestros objetos de estudio -las historietas, las telenovelas, etc. permea a nuestro trabajo mismo. No abandonamos, casi nunca, la tentación de conferir a nuestros artículos, ensayos y libros, algo del tono «ligero» que encontramos en la televisión o en las revistas. Nos pasa lo que a algunos comentaristas de libros: llega a pensarse que somos críticos porque no hemos podido ser guionistas, productores o locutores, igual que a aquellos se les considera novelistas o dramaturgos frustrados. Incluso nosotros mismos no estamos seguros de la ubicación precisa de la comunicación (¿de la comunicología?) dentro de las ciencias sociales. A menudo se habla, pretenciosa pero sobre todo imprecisamente, de ciencias, en plural, de la comunicación. ¿Cuáles ciencias? ¿Puede considerarse, por ejemplo, que la semiótica o el análisis de contenido, junto con otras numerosas variantes en la investigación de la comunicación, son cada una ciencias distintas unas de otras? Tampoco queda claro cuáles son las relaciones de la comunicación con otras ciencias sociales, en parte porque no siempre hay una especificidad propia en enfoques y metodologías y en parte, además, porque se confunde -o se funde- con otras disciplinas. Es decir, a menudo, ocupándonos de asuntos de la comunicación, hacemos sociología, o politología, o psicología... Pero además, a la comunicación se le mira de manera diferente desde diversas disciplinas. Son distintas las acepciones que de ella existen desde la perspectiva de los estudios sobre política, o sobre economía, para referirnos sólo a dos casos. Incluso, en ocasiones a la comunicación se le entiende lo mismo como marco general que como instrumento. Por ejemplo, si se estudia la formación de la cultura política en un grupo social, la comunicación es referencia indispensable en la explicación sobre la formación de consensos. Pero si se examinan las tácticas de un partido político, la comunicación entonces es instrumento. Hay, en ejemplos como los anteriores, una confusión básica: entre comunicación como disciplina de estudio y comunicación como fenómeno -por una parte- y -por otra- como suma de tendencias o de espacios sociales. No hay diferencia como la que existe entre sociología y sociedad, o entre ciencia política y política a secas. Esa confusión llega a permear nuestro trabajo de investigación”. (Trejo, 1991). A propósito de confusiones operantes en la práctica y en el discurso, «ciencias sociales» es también una categoría que conviene delimitar con un mínimo de precisión, y quizá para ello haya que retroceder en la historia, para lo cual recuperamos un aporte de Jorge Graciarena que tiene ya algo más de una década de haber sido publicado: «Hacia fines del siglo pasado comienza un proceso que ha continuado hasta ahora y que transformó profundamente el sentido original de la ciencias sociales. Me refiero a aquel por el que éstas fueron incorporadas a las universidades y se convirtieron en dos cosas vinculadas: en disciplinas académicas, por un lado; en profesiones liberales o burocráticas, por el otro. Para poder explorar someramente este proceso es necesario tener presente que las ciencias sociales originarias surgieron fuera de las universidades y que fueron pocos entre sus fundadores quienes tuvieron alguna relación con la doctrina superior” (...) «Los grandes científicos sociales que comenzaron a producir en las últimas décadas del siglo XIX y que continúan trabajando en el presente son ya, sin
excepción, universitarios y cada uno de ellos está interesado -y así lo profesa- en un campo de preocupaciones intelectuales y sociales bastante más limitado que sus predecesores. Ya son pocos los que como Pareto, Max Weber y Parsons intentan construir vastos sistemas intelectuales que incluyan los principales aspectos de la vida social. Aún así, estos sistemas no llegan a tener la inclusividad y el carácter comprensivo de los diseñados por Comte, Marx o Spencer ni, menos aún, sus manifiestas connotaciones ideológicas. El hecho más importante es que, desde entonces, la gran mayoría de los científicos sociales trabajan en campos especializados, bien especificados y delimitados». (Graciarena, 1979: 99-100). La triple tendencia hacia la especialización disciplinaria, la institucionalización académica y la profesionalización (más en el sentido burocrático que en el liberal), ha estado presente, como indudable condición, aunque no siempre realizada, en el estudio de la comunicación en América Latina. Las tres han sido objeto prioritario de atención en nuestro campo y pueden documentarse a través de muy diversas manifestaciones como preocupación, como proyecto, y en algún sentido también como obstáculo. Graciarena propone estas tendencias como condicionantes históricas de las ciencias sociales en general y de la desarticulación teoría/práctica, que tanto hemos discutido, la mayor parte de las veces desde planteamientos muy reduccionistas, en las escuelas de comunicación. Por ello avanzo un poco más con él en su argumentación: «Una derivación secundaria que tiene la conversión de las ciencias sociales en disciplinas académicas es su tendencia a especializarse y dividirse continuamente. Esto es, en un sentido, consecuencia de su incorporación a los currícula de las carreras académicas, la cual produce una segmentación que es a menudo arbitraria y está guiada por razones no intelectuales, principalmente burocráticas o pedagógicas. Proliferan así las disciplinas especiales que se tratan de convertir en ciencias autónomas y que tienen éxito en algunos casos, pues primero ganan el reconocimiento de las instancias académicas y, después, el del público. En otro sentido, se nota una tendencia de las ciencias sociales tradicionales a segregarse y apartarse unas de otras, la cual se manifiesta principalmente en la incomunicación que se produce entre ellas». (...) «La emergencia de las disciplinas a partir de las ciencias sociales clásicas es la consecuencia de un proceso de raíces muy diferentes del que dio lugar a éstas. En rigor, las ciencias sociales fueron el resultado de la sedimentación de tradiciones y desarrollos intelectuales muy antiguos, que tienen troncos comunes, pero que siguieron vías separadas. Las disciplinas se formaron de otra manera. En realidad, fueron la consecuencia de varios procesos, algunos ya indicados, y corresponden a la institucionalización de las ciencias sociales, que se realiza en condiciones que implicaron presiones diversas y compromisos con requerimientos burocráticos, de currícula, personales y sociales» «Es claro que no fue sólo la incorporación académica de las ciencias sociales lo que produjo esta diáspora que ahora las divide y que parcializa sus objetos de conocimiento. Sin duda, tanto o más importante que todo esto han sido ciertos desarrollos históricos y sociales que requerían un nuevo tipo de ciencia y de conocimiento social más adecuado a la nueva etapa en que entró la sociedad capitalista industrial europea hacia fines del siglo pasado». (ibid: 101-102). En esta consideración de Graciarena pueden reconocerse algunas de las condiciones y características de la evolución histórica del campo de la comunicación. Comenzando evidentemente porque las condiciones del desarrollo del capitalismo en América Latina no corresponden a las de los países industrializados y que los modelos de ciencia, de academia y de profesión universitaria importados a nuestros países se ubican, de entrada, en posiciones estructurales más contradictorias e inconsistentes que en sus lugares de origen. Ya en 1983, Venício A. De Lima nos hacía notar cómo, desde el primer momento, las estructuras latinoamericanas de investigación y de formación profesional en el campo del periodismo y la comunicación reprodujeron en nuestras universidades la radical separación mutua con que las establecieron las universidades norteamericanas. Otro analista de las ciencias sociales latinoamericanas, Heinz R. Sonntag, cuyo trabajo, realizado en Venezuela es mucho más reciente que el de Graciarena, nos proporciona elementos coincidentes y complementarios para el marco histórico que intentamos construirle al campo académico de la comunicación: «Obviamente, el proceso de institucionalización de las ciencias sociales (y en especial de la investigación) en América Latina y el Caribe ha sido complejo y difícil. Por una parte, para que ellas pudieran adquirir carta de ciudadanía en los centros académicos de la región, éstos tuvieron que deshacerse de pesadas cargas heredadas del pasado, ente ellas el decimonónico modelo napoleónico de la división entre la enseñanza y la investigación, manifiesta en la instalación simultánea de universidades (para la primera) y academias (para la segunda). Por la otra, el pensamiento social tuvo que recorrer un largo camino desde su existencia como una suerte de hobby para juristas y ensayistas con inquietudes sociales hasta convertirse en preocupación sistemática acerca de la cuestión social. Hubo algunas manifestaciones de una institucionalización relativamente temprana de las ciencias sociales, justo en aquellos países en los que se dio un desarrollo capitalista igualmente temprano. Ello no puede sorprender, ya que es generalmente aceptada la hipótesis (...) que el desarrollo de las ciencias sociales sistemáticas, en teoría e investigación empírica, acompaña al proceso de modernización capitalista de las sociedades; es éste el que hace surgir la cuestión social. Fue entonces en Argentina, Brasil, México, Chile y, en menor medida, Uruguay, donde hubo primeros intentos de institucionalizar el pensamiento social a través de la creación de institutos y escuelas»( ...) La masiva institucionalización de las ciencias sociales en la gran mayoría de países latinoamericanos ocurrió paralelamente con el periodo de expansión capitalista global después de la Segunda Guerra Mundial y la subsiguiente modernización de las sociedades latinoamericanas». (Sonntag, 1988: 69-70). Para Sonntag, «las ciencias sociales latinoamericanas de los años cincuenta y sesenta no sólo han impregnado su desarrollo posterior», dentro del contexto de la institucionalización consolidada -aunque en algunos países del Cono Sur rota durante el periodo militar- y de la correspondiente tensión con los tres paradigmas principales: el desarrollismo cepalino, el dependentismo y el marxismo-leninismo ortodoxo. Para él, estas épocas pasadas «también pesan sobre las tendencias y perspectivas que se les han abierto en esta nueva crisis, tan presente... (Ibid: 20). Por otro lado, en el estudio teórico y empírico de la comunicación esta tensión incluye también como elemento central la heterogeneidad de fuentes fundadoras: proviene tanto de aportes de especialistas en comunicación como de otros científicos sociales, de adscripciones disciplinarias muy diversas y en todos los casos más sólidamente institucionalizadas; pero sobre todo ha surgido tanto de prácticas y proyectos académicos (de diverso carácter institucional) como de prácticas y proyectos estrictamente políticos (inscritos en aparatos gubernamentales o en organizaciones opositoras). De ahí surgen múltiples elementos generadores de «inconsistencia» científica en nuestro campo, que no tienen por qué ser explicados como si fueran científicos y que, no obstante, tienen todo el «espesor» histórico determinante de lo que en nuestro contexto puede calificarse como ciencia. No en balde desde la década de los sesenta el binomio ciencia-ideología ha sido recurrente entre los temas de discusión y de lucha dentro de nuestro campo, antes, durante y después de la moda althusseriana. La generación de conocimiento científico sobre los fenómenos sociales y la acción política para transformar esos mismos fenómenos son trabajos cuya tensión cruza centralmente la historia contemporánea de las ciencias sociales y del estudio de la comunicación, de manera especialmente notable en América Latina. Esta tensión, nunca definitivamente resuelta y por ello uno de los principales impulsores del desarrollo del campo, quedó claramente establecida como centro del debate en la década de los setenta. Hoy puede quedar más claro que generar conocimiento y transformar la sociedad son
proyectos cuya realización exige la recurrencia a principios de acción distintos y muchas veces opuestos; los factores básicos para la organización del trabajo y para la definición de las operaciones que conduzcan hacia objetivos de uno u otro género, suponen lógicas diversas, difícilmente conciliables; los sujetos que realicen esos proyectos a través de esos trabajos adquieren identidades sociales distintas. El marxismo en sus múltiples versiones planteó el problema de la praxis y sugirió caminos para articular en un proyecto histórico consistente los procesos evolutivos del conocimiento y la estructura social. En el estudio latinoamericano de la comunicación esta teoría-práctica ha sido crucial, tanto cuando ha sido postulada como cuando ha sido eludida. Una de las mejores formulaciones de la síntesis la debemos a Eduardo Contreras: «Hay contradicciones posibles y reales entre hacer ciencia (ser rigurosos y objetivos aunque contraríe nuestras expectativas ideológicas o personales), entre no despreciar los lazos metodológicos que pretenden anclar la teoría a referentes empíricos, etcétera, y las variedades y posibilidades del compromiso social. Pienso que esa tensión constante del investigador que se quiere también comprometido -que en definitiva le duele su sociedad, la sueña distinta y que aprecia las complejas urgencias concretas de nuestras realidades comunicacionales- esa tensión entre el ser cientista, el asumir compromisos (y de qué modo específicos) y la valoración de los problemas reales y urgentes que a veces parecerán al teórico algo triviales, quizá si por concretos, nos llama a hacer, más que a hablar o a lamentamos. De investigación hablamos más de lo que hacemos» (Contreras, 1979). Otra de las fuentes evidentes de la desarticulación que sufre el campo puede ubicarse en el perdurable afán de autonomizar al estudio de la comunicación con respecto a las ciencias sociales. La lucha por conquistar un espacio epistémico e institucional propio para la disciplina, muy justificable en cuanto a la ruptura de dependencias teóricas, metodológicas y profesionales, tuvo y sigue teniendo la nefasta consecuencia de, o bien reducir el estudio de la comunicación a una dimensión instrumental, o bien alimentar la pretensión de construir -independientemente de cualquier consideración del entorno sociocultural- una imposible ciencia autocontenida y universal. Esta pretensión, por supuesto, afectó menos a la investigación que a la formación universitaria, ya que los actores de la primera han sido hasta hace muy poco mayoritariamente formados en las más diversas disciplinas y, en los casos de los más rigurosos al menos, la propia práctica les dio los elementos de reajuste necesarios, recurso que no tienen tan fácilmente a la mano los operadores de la formación profesional. Es decir, en la investigación parece ir quedando superada la constricción disciplinaria. Al menos, así lo sugiere Jesús Martín Barbero al revisar la bibliografía más reciente: «Cuando en 1980 tracé un mapa de la investigación latinoamericana en comunicación, los linderos que demarcaban el campo conservaban bastante nitidez. Hoy, casi diez años después, las fronteras, las vecindades y las topografías de ese campo no son las mismas ni están tan claras. (...) La brecha entre las seguridades que ofrece el optimismo tecnológico y el escepticismo político de un lado, y las inseguridades que vienen del otro, es sin embargo cubierta por la continuidad que establece la inercia académica de los títulos: libros y artículos siguen, con pocas excepciones, nombrándose con denominaciones fieles a demarcaciones cuyas referencias se hallan en las disciplinas o en los medios. La «procesión», esto es, los cambios y las desterritorializaciones, van por dentro» (Martín Barbero, 1989:140). Una de las versiones más ampliamente difundidas sobre la historia de la investigación latinoamericana de la comunicación es la elaborada por Rafael Roncagliolo (1982,1986), cuya crítica a «los largos y anchos sesgos comunicacionistas que acecharon durante una década» (los setenta y ochenta) nuestros estudios, es muy elocuente: «La amenaza de tal acecho y rastreo radicaba por supuesto en disecar a las comunicaciones como coto aparte y campana de cristal, relativa o sólo secundariamente permeable a la evolución general de la sociedad y de su pensamiento. Las comunicaciones fueron en efecto hasta hace poco, y en parte por ello, una suerte de cenicienta de las ciencias sociales y de la preocupación política, lo que implicó la pérdida errática de preguntas y pistes fundacionales, que habían signado su insurgencia hace casi treinta años... (Roncagliolo, 1986:95). Roncagliolo considera al brasileño Paulo Freire, al venezolano Antonio Pasquali y al peruano Augusto Salazar Bondy como los pioneros fundadores del estudio latinoamericano de la comunicación. «Políticos a la par que académicos, los tres instauraron en América Latina las matrices originarias y originales de nuestra investigación sobre cultura y comunicaciones. A ellos debemos primigeniamente la reivindicación de lo popular, la crítica a lo masivo y el afán de independencia. En estas piezas claves de sus trabajos, ellos identificaron tempranamente comunicación con cultura y enseñaron que ni una ni otra son accesibles fuera de la consideración de sus contextos; es decir, que la trayectoria académica latinoamericana nació ajena y reprobatoria de todo «comunicacionismo». Pero fueron el mismo desarrollo de los acontecimientos políticos, junto con las precarias condiciones de la investigación en comunicaciones (heredera más vergonzosa que cabal de las antiguas facultades y escuelas de periodismo), los dos factores que nos semienterraron en el ciénago del comunicacionismo, del cual apenas, y en parte gracias al impacto y sobrepresencia de las nuevas tecnologías, nos hallamos ahora en la posibilidad (de ninguna manera la certeza) de superar» (Ibid: 96). Por un lado, la argumentación de Roncagliolo parece conectar con el rechazo de afanes «cientificistas» no comprometidos políticamente como los que exigían muchos de los modelos de investigación importados de Estados Unidos o de Europa y puestos de moda en larga sucesión desde los sesenta; en ese sentido cabría recordar la polémica entablada entre Verón y Schmucler a mediados de los setenta, que conserva muchos elementos de interés. Pero por otro lado, la referencia directa a las escuelas y su relación tanto con los acontecimientos políticos como con las «precarias condiciones» de la investigación, nos sugiere volver a la revisión de las estructuras universitarias de producción científica y de formación profesional en comunicación. 3. LA (DE)FORMACIÓN UNIVERSITARIA En otro trabajo (Fuentes, 1990) hemos propuesto que, desde el punto de vista de la formación universitaria, el campo de la comunicación en la actualidad está constituido por elementos superpuestos, casi nunca consistentemente integrados pero simultáneamente vigentes, de tres modelos fundacionales de la carrera, que remiten a tres proyectos diferentes. El más antiguo de los modelos, el de la formación de periodistas, es también el más fuertemente arraigado en nuestras escuelas, aun en aquellas que fueron fundadas ya como escuelas de comunicación. Puede decirse que, más de cincuenta años después del mítico origen latinoamericano en La Plata, en la mayor parte de las instituciones, el objeto de estudio y su abordaje tanto en la enseñanza como en la investigación universitarias, están primariamente compuestos por representaciones -quizá cada vez más refinadas y por ello cada vez más exclusivas- de las prácticas periodísticas. Tres de los elementos constitutivos de este modelo son la prioridad en la habilitación técnico-profesional, el relativo ajuste a las demandas del mercado laboral y el propósito de la incidencia político-social a través de la opinión pública. Este modelo, inspirado originariamente por Pullitzer e impulsado por el CIESPAL de los
sesenta, es tan conocido que no requiere de mayor descripción. En él la investigación se identifica con la indagación periodística y las ciencias sociales no son más parte del «acervo de cultura general» que todo periodista requiere. El segundo modelo, fundado en 1960 en la Universidad Iberoamericana de México, es el que concibe al comunicador como intelectual, desde una perspectiva humanística. El proyecto académico de «Ciencias de la Comunicación (llamada por algún tiempo Ciencias y Técnicas de la Información), trazado por el jesuita José Sánchez Villaseñor, buscaba la formación de «un hombre capaz de pensar por sí mismo, enraizado en su época, que gracias al dominio de las técnicas de difusión pone su saber y su mensaje al servicio de los más altos valores de la comunidad humana». La diferencia con las carreras de periodismo se planteó claramente desde el principio: el énfasis estaría puesto en la solidez intelectual proporcionada por las humanidades, ante la cual la habilitación técnica estaría subordinada, pero de tal manera que garantizara la capacidad para acceder, a través de los medios, a la transformación de la dinámica sociocultural conforme a mareos axiológicos bien definidos. Por ahí, al mismo tiempo, la carrera planteaba también la diferencia con otras, clasificadas bajo el rubro «ciencias sociales y humanidades» como filosofía y letras, historia, sociología o antropología, que aunque tuvieran equivalentes contenidos de formación intelectual, no ofrecían campo de desarrollo profesional más allá de la docencia y la investigación. Esta carrera prometía, en cambio, el amplísimo horizonte sociocultural que parecían abrir los medios electrónicos. Un tercer modelo de carrera se originó en los setenta, el del «comunicólogo» como científico social. Aunque no en todos los casos, sí en la mayoría de los diseños auriculares que adoptaron este modelo se sobrecargó la enseñanza de «teoría crítica», es decir, de materialismo histórico, economía política y otros contenidos «marxistas» y se abandonó prácticamente la formación y la habilitación profesional. Más allá de algunos casos notables de desarrollo de este modelo llevado a su extremo más radial en unas cuantas universidades durante una época relativamente corta hay un conjunto de rasgos muy generalizados asociados a él. Uno es el «teoricismo» y su reacción inmediata: el «practicismo», es decir, la oposición maniquea entre la teoría -que llegó a ser reducida a unos cuantos dogmas religiosamente consagrados- y la práctica que a su vez llegó a reducirse a la reproducción de algunos estereotipos de los medios masivos-. La formación universitaria del estudiante de comunicación se llegó a plantear, si acaso, como una opción básica entre estas dos reducciones, obviamente irreconciliables. Otra de las consecuencias asociadas a este modelo fue, paradójicamente, la desvinculación entre las prácticas universitarias y la «reproducción» de la comunidad de investigadores. Los productos de la investigación latinoamericana, concentrados en el imperialismo cultural, las políticas nacionales, el NOMIC, la comunicación alternativa o hasta las nuevas tecnologías, fueron, en algunos casos, incorporados a los contenidos «teóricos» y por ende, desvinculados de la acción profesional y del desarrollo de las más elementales competencias metodológicas. Para ilustrar la desarticulación «interna» prevaleciente en la formación de comunicadores podemos señalar que, en una encuesta levantada por FELAFACS (Sánchez y Restrepo, 1990) hace poco, sobre los libros de texto empleados en las escuelas de comunicación de América Latina, se encontró que el 40% de los títulos corresponden a la categoría «Teorías e Investigación», que por ser la más abultada debió subdividirse en tres: Teoría de la Comunicación, Lenguajes y Estética, y Metodologías de Investigación, además de un 20% adicional acumulado por las categorías «Legislación, Etica y Políticas», «Comunicación y Desarrollo» y «Comunicación y Cultura». Para el resto, las categorías más directamente relacionadas con los campos de la formación y el ejercicio profesional, queda en conjunto sólo el 40% de los libros. El informe final explica: «Es evidente que el peso más fuerte de los currícula de comunicación en América Latina está en las áreas teóricas y metodológicas y esto se refleja claramente en la cantidad de libros comunes que caen en esta categoría. Este enfoque curricular, en el cual la formación en investigación y teoría se considera esencial para los estudios de comunicación, ha sido larga y profundamente discutido en muchos encuentros internacionales; por tanto, es un área en que son posibles los mayores acuerdos. También es un área que ha sido ampliamente comercializada por las editoriales que producen libros en español, tanto traducciones como trabajos de autores latinoamericanos. El énfasis en los lenguajes y la estética es tradicional desde la década de los setenta, especialmente en Argentina y Chile, debido a la influencia de las lingüísticas y semióticas italiana y francesa. Recientemente esta tradición ha recuperado presencia en los estudios de comunicación, ahora con referencia a sus posibilidades creativas y artísticas. También hay un interés creciente en los estudios que profundizan la relación entre comunicación y cultura. Muchos de los libros clasificados bajo «Comunicación y Desarrollo», podrían muy bien ser también ubicados en esta categoría, ya que el desarrollo ahora se enmarca en las cuestiones de la dependencia, la identidad, la diferencia y no en la del cambio social según el tradicional modelo del desarrollo económico. Las categorías que corresponden específicamente a las áreas de formación profesional dejan ver un interés creciente por materiales bibliográficos de apoyo, pero no hay muchos libros disponibles dentro de una perspectiva más amplia que considere los aspectos culturales y no sólo los técnicos o la información funcional. Muchos de estos libros fueron escritos por autores extranjeros. Aunque la producción teórica latinoamericana se ha ido desarrollando, esta área aún depende del pensamiento internacional, sobre todo en lo que se refiere a análisis del lenguaje y de los signos (...). Más de la mitad de los libros empleados regularmente en la enseñanza de la comunicación en América Latina fueron publicados en la última década. Pero llama la atención que muchos libros escritos hace quince o veinte años sigan usándose. Los materiales nuevos referidos a los medios y a enfoques profesionales como la publicidad y las relaciones públicas, son escasos. Lo contrario sucede con los libros de teoría y de metodología de la investigación que se han desarrollado en los últimos años, sobre todo desde una perspectiva latinoamericana. En las áreas de lenguajes y estética, los textos producidos en los setenta siguen siendo muy útiles, ya que representan el pensamiento «clásico» en esos campos». (Sánchez y Restrepo, 1990). Esta larga cita, además del interés del tema en sí, aporta algunos indicadores que pueden ser interpretados en relación con el predominio del tercer modelo de carrera universitaria que postulábamos, el del “comunicólogo” como científico social, y la existencia de los rasgos que lo caracterizan con los correspondientes a los otros modelos señalados. Por poner un ejemplo, ¿cómo podría describirse la lógica curricular que articulara el empleo de bibliografía teórico-crítica latinoamericana, con el de algún clásico de la redacción periodística, cualquier texto típico de “Metodología de la Investigación Social” y algún manual de relaciones públicas? Por supuesto, el análisis debería ser mucho más serio, pero eso supondría propósitos distintos a los de esta ocasión, cuando de lo que se trata es de perfilar algunos de los múltiples factores de desarticulación que atraviesan nuestro campo académico. Y como la intención es avanzar en la comprensión metacomunicativa, quisiera problematizar también la rápida identificación que muy frecuentemente hacemos entre la investigación y la formación de comunicadores, y entre ambas y la acción profesional, o a la acción social a secas, política en su sentido amplio. Desgraciadamente sobre las estructuras profesionales de la comunicación y sus relaciones con el campo académico conocemos tan poco, que es difícil precisar incluso las preguntas que habría que formular. Entre los planteamientos más fecundos en este aspecto, destaco los aportes recientes de Guillermo Orozco y de Jesús Martín Barbero. Aunque mi apropiación de estos aportes queda mejor ubicada y desarrollada en un artículo entregado a Dia-Logos (Fuentes,1991), retomo de ellos un par de propuestas fundamentales para explicar la desarticulación. Jesús Martín insuperablemente a mi parecer la situación actual que, se den cuenta de ello o no, tiene “entrampadas“ a las escuelas de comunicación: “El recorrido de estos estudios en América Latina muestra las dificultades que encuentra aún la articulación de lo abordado en la investigación con lo tematizable en la docencia, así como la lenta consolidación en propuestas curriculares de la interacción entre avance teórico y renovación profesional. De otra parte, al no estar integrado por una disciplina sino por un conjunto de saberes y prácticas pertenecientes a diversas disciplinas y campos, el estudio de la comunicación presenta dispersión y amalgama, especialmente visible en la relación entre ciencias sociales y adiestramientos técnicos. De ahí la tentación tecnocrática de superar esa amalgama fragmentando el estudio y especializando las prácticas por oficios siguiendo los requerimientos
del mercado laboral. Pero en países como los nuestros, donde la investigación y el trabajo teórico no tiene, salvo honrosas excepciones, espacios de desarrollo institucional fuera de las universidades, ¿dónde situar entonces la tarea de dar forma a las demandas de comunicación que vienen de la sociedad y al diseño de alternativas?” (Martín Barbero, 1990). En ese párrafo están a mi manera de ver las preguntas clave que habría que hacer en cada una de las escuelas y que aquí, a otra escala, podemos usar para concretar el marco de análisis y discusión, sobre el supuesto que Jesús Martín subraya al final: el sentido ético, social, práctico, del trabajo académico. Enumeremos las cuestiones: primera, la investigación ha recorrido ciertos trayectos que casi nunca se han intersectado con los caminados por la docencia, y por ende tanto el conocimiento producido como el proceso de su producción difícilmente se han integrado en la formación de los comunicadores universitarios. Segunda, el conocimiento –teórico y especialmente metodológico- desarrollado dentro y fuera de América Latina, no ha sido suficientemente confrontado en la práctica social por los profesionales de la comunicación, ni las profesiones han sido capaces de confrontarse con el conocimiento académico, sobre todo con el más estrictamente crítico. Ambas relaciones deberían cruzar el espacio de las escuelas de comunicación y no parecen hacerlo. En su lugar, si acaso, circulan las descalificaciones mutuas y las pugnas ideológicas, reforzando la escisión “teórica-práctica”. Tercera, la búsqueda de legitimación académica de la comunicación como disciplina autónoma, aislándola institucional y operacionalmente de las ciencias sociales (y de las naturales y de las artes y de todo lo demás), ha llevado al efecto contrario: a la pérdida del impulso en la consolidación de su especificidad disciplinaria y al reforzamiento de lo que Mauricio Antezana (1984) llamó a su vez la “determinación socio-profesional” que tiende a reducir el estudio universitario de la comunicación a la reproducción de ciertos oficios profesionales relativamente establecidos. Aquí conecta perfectamente el aporte de Guillermo Orozco quien, a partir de Bourdieu, entiende por campo educativo, un conjunto de prácticas interrelacionadas entre sí de acuerdo a la función que cumplen en la división del trabajo de producción, reproducción y difusión del conocimiento, ampliamente entendido como un conjunto de saberes y habilidades. La premisa implícita de esta comprensión es que esos saberes y habilidades son “objetibables” y traducibles a planes de estudio concretos, a través de los cuales se pueden enseñar y así reproducir. De acuerdo con esto, es posible diferenciar entre los “saberes prácticos”, que se han aprendido pero no se han enseñado, y aquellos que debido a su objetivación pueden enseñarse. Los campos educativos operantes en las escuelas de comunicación, representables por las superposiciones de los tres modelos indicados antes, son el resultado de los procesos de objetivación de los saberes y conocimientos sobre la comunicación y su traducción en planes de estudio específicos. Orozco advierte que la conformación de un campo educativo no obedece a una necesidad histórica sino a necesidades concretas de ciertos sectores sociales: «La conformación del campo educativo de la comunicación se realizó a partir de legitimar sólo ciertas prácticas profesionales. En su mayoría fueron aquellas que eran funcionales al desarrollo capitalista de los modernos medios masivos y por tanto eran prácticas que interesaban principalmente a los grupos que controlaban (y controlan) esos medios. Prácticas que deberían posibilitar su expansión y consolidación como empresas económicas y no sólo como instituciones culturales. Así, no es difícil ver por qué la perspectiva dominante hasta ahora en la definición del campo educativo de la comunicación ha sido la de tratar de adecuar la formación a los requerimientos del mercado de trabajo, y muy especialmente del sector de los medios. Por ello tampoco es difícil ver por qué la investigación y la enseñanza no confluyen en las prácticas profesionales, que entendemos a dos niveles: uno referido a la inscripción funcional de los comunicadores en la dinámica social como profesionales especializados en la satisfacción de ciertos tipos de necesidades, y otro correspondiente a su constitución como agentes de transformación social, innovadores de las prácticas sociales de comunicación y, eventualmente, a través de ellas, de otras prácticas y de las estructuras que las sustentan. Lo que se desprende de los aportes de Martín Barbero y de Orozco es una propuesta de renovación metodológica en el contexto del replanteamiento de la relación universidad-sociedad, y por ahí volvemos a la articulación (o desarticulación) central del campo académico de la comunicación: el del conocimiento con la acción social, el cual no es sólo un problema de teoría científica, aunque evidentemente también lo es. Pero es que en tiempos de crisis intelectuales como la que se cobija bajo enfoques post-modernos, y de los embates del llamado neo-liberalismo contra los modelos de desarrollo y de organización social tan precariamente establecidos a lo largo del siglo en los países latinoamericanos, la elucidación epistemológica, por más agudamente crítica que sea, no parece ser suficiente, aunque sea indispensable. 4. ALGUNOS ELEMENTOS DE PROSPECTIVA En el artículo en que celebra los cuarenta años de la epistemología de la comunicación, Manuel Martín Serrano advierte que sus análisis: «se refieren a la evolución de la epistemología de la comunicación en los países económicamente más desarrollados y con economía de mercado. En los países dependientes hay otra historia epistemológica, distinta y muy interesante, que conviene mencionar (...) para entender cómo la comunicación se relaciona con la identidad nacional y con la resistencia a la transculturización (Martín Serrano, 1990: 66-74). Aunque el desarrollo de esa «otra» historia epistemológica, la nuestra, es una revisión que Martín Serrano nos debe, lo insinuado parece coincidir con lo que hemos venido reconociendo como una de las tensiones fundamentales de las ciencias sociales latinoamericanas: la establecida entre el compromiso con la generación de conocimiento sobre los fenómenos sociales y el compromiso con la acción política para transformarlos. En esos términos, y dentro de una argumentación que la relaciona con la «tecnocratización del Estado y el aparato político, de la universidad y la educación», el mismo trabajo de Graciarena citado atrás, ofrece un elemento más, que quizá sea el central a considerar sobre la adopción de los modelos de ciencia social, «positivos y pragmáticos» en las universidades latinoamericanas: «Una ciencia social que prescribe un conocimiento aséptico y neutral, que se legitima a sí misma y que es promovida por las instituciones académicas y gubernativas del país hegemónico en la región no podía ser por mucho tiempo el paradigma científico de una comunidad de universitarios fuertemente sensibilizados ante los diversos y angustiosos problemas políticos, económicos y sociales de sus países en particular y de la región en su conjunto» (Graciarena, 1979: 105). Ahora bien, siguiendo la hipótesis de que las ciencias sociales de los cincuenta y sesenta «impregnan» la crisis actual, proponemos una consideración quizá demasiado aventurada en tanto que cuestiona radicalmente el carácter acumulativo del conocimiento científico, pero que una revisión cuidadosa de nuestro campo puede volver plausible. En su formulación incluyo las muy estimulantes sugerencias de Jesús Galindo y Jorge González, que han transitado por largo tiempo «mediando» entre campos disciplinarios históricamente separados. En los términos más generales, se puede constatar la emergencia, obligada por el devenir de las mismas ciencias sociales y de sus objetos, de una nueva manera de entender el pensamiento sobre lo social, o sociocultural. El estudio de la comunicación, independientemente de los enfoques disciplinarios, ha contribuido en mucho, entre otras cosas, a la ruptura del paradigma positivo. Desde fuera del campo de la comunicación y de América Latina, Giddens y Turner nos ubican en el momento: “...a lo largo de las últimas dos décadas ha tenido lugar un cambio espectacular. Dentro de la filosofía de la ciencia natural, el dominio del empirismo lógico ha declinado ante los ataques de escritores tales como Kuhn, Tuolmin, Lakatos y Hesse. En su lugar ha surgido una «nueva filosofía de la ciencia» que desecha muchos supuestos de los puntos de vista precedentes. Resumiendo decididamente esta nueva concepción, en ella se rechaza la idea de que
puede haber observaciones teóricamente neutrales; ya no se canonizan como ideal supremo de la investigación científica los sistemas de leyes conectadas de forma deductiva; pero lo más importante es que la ciencia se considera una empresa interpretativa, de modo que los problemas de significado, comunicación y traducción adquieren una relevancia inmediata para las teorías científicas. Estos desarrollos de la filosofía de la ciencia natural han influido inevitablemente en el pensamiento de la ciencia social, al tiempo que han acentuado el creciente desencanto respecto a las teorías dominantes en la «corriente principal» de la ciencia social. El resultado de tales cambios ha sido la proliferación de enfoques del pensamiento teórico» (Giddens y Turner, 1990:11). Probablemente pudiera verificarse que, por caminos más relacionados con la «necesidad histórica» que con la reflexión epistemológica, las ciencias sociales latinoamericanas se han adelantado a estos movimientos, aunque la mayor parte del discurso siga aferrado a los argumentos que hubieran podido ser válidos hace veinte o treinta años para demoler «el funcionalismo» o plantear alternativas teórico-metodológicas. Por otro lado, el objeto-comunicación ha cobrado nueva importancia, apenas esbozada en, por ejemplo, el siguiente párrafo de Jesús Galindo: «La comunicación se ha convertido en un movimiento hacia un modelo emergente de vida social. El final de este siglo y algo más, parece ser el tiempo de transición de una gestación que lleva por lo menos dos siglos hacia una nueva forma de ser vital, hacia el surgimiento de una nueva civilización. La comunicación es un ejercicio que parece llevar hacia ese futuro, la idea de poner algo en común entre dos a partir de un tercer elemento que los implica pero no los clausura. Ser uno en la diversidad podría ser el título de la era que se avecina, la comunicación es el medio hacia ella, en este sentido su búsqueda como fin es síntoma del tránsito hacia algo distinto que incluye todo lo que hemos sido hasta hoy”. De manera que quizá el objeto, la teoría, la meta-teoría y la práctica de la comunicación puedan confluir. Ciertamente, en todos estos niveles, tan separados lógicamente hasta ahora, habrá de desarrollarse un estudio de la comunicación cuya puesta de entrada, estamos seguros, está en el desarrollo metodológico que podamos impulsar quienes habitamos el campo académico. Y desde aquí podríamos cerrar el círculo con una paradoja: la difícil y nunca consolidada constitución disciplinaria del estudio de la comunicación, que tantas desventajas le ha acarreado, es la condición de posibilidad de su nuevo desarrollo dentro del proceso de una nueva síntesis para las ciencias sociales. El no haber tenido nunca la posibilidad, en América Latina, de convertirse en una «ciencia normal», como diría Kuhn, es decir, de haber puesto su desarrollo en torno a uno o varios paradigmas, es precisamente lo que ahora hace posible la «movilidad» necesaria para seguir persiguiendo su objeto y generando socialmente sentido sobre la producción social de sentido. Hace cerca de tres años, cuando comenzaban a circular la revisión colectiva de los logros, retos y perspectivas de la investigación de la comunicación en México coordinada por Enrique Sánchez Ruiz (1988) y mi sistematización documental 1956-1986 (Fuentes, 1988), ambos trabajamos juntos en el análisis de algunas condiciones para la investigación científica de la comunicación en México (Fuentes y Sánchez, 1989). En ese trabajo, centrado por una parte en la intención de proponer un marco que contextualizara y fundamentara adecuadamente nuestra búsqueda en el campo académico, y por otra en la revisión de problemas muy concretos para la realización de la investigación empírica «de campo», postulamos una triple marginalidad de los estudios de comunicación: primera, con respecto a las ciencias sociales; segunda, junto a éstas, con respecto a la investigación científica en general; y tercera, de toda la estructura entre las prioridades del desarrollo nacional. Sosteníamos que: «la naturaleza, orientación y posibilidades de la investigación de la comunicación en ciencias sociales en general están determinadas por factores estructurales que van desde el nivel de desarrollo de la formación social analizada hasta factores culturales e ideológicos como la cultura científica general en la sociedad y las ideologías profesionales de la comunidad de investigadores» (Fuentes y Sánchez, 1989:12). Como factor determinante de muy alto grado de concreción, este último, las «ideologías profesionales», refiere a los epistemes, paradigmas, tradiciones y programas de investigación, que mediante el nivel y formas de organización «política» de la comunidad científica, orientan las prácticas concretas de investigación. Entre las características más generales que encontramos en los documentos producto de éstas, a lo largo de treinta años, destacamos tres: la minimización del trabajo empírico, el predominio de los estudios sobre medios y la proliferación de modas teóricas. A partir de la minimización del trabajo empírico (ausente en más del 60% de nuestra muestra documental), inferimos un «componente cultural» muy, fuerte, herencia probable de la tradición latinoamericana formada por los «estudios eruditos» del siglo XIX y del rechazo radical a los modelos empiristas de la ciencia social norteamericana importados desde los años treinta. Pero también consideramos que, evidentemente, cualquier clase de trabajo de campo es una actividad cara, y no podemos describir a la mexicana más que como una «ciencia pobre». Por tanto, señalamos que: «La explicación completa de la escasa producción de investigaciones empíricas de campo sobre la comunicación en México, debe incluir la interacción de variables como el «componente cultural» (sesgo anti-empirista) y las condiciones institucionales en que trabajan los investigadores (falta de financiamiento, infraestructura, recursos humanos, etcétera, adecuados)» (Ibid: 16). El hecho de que dos de cada tres de los estudios de la muestra documental, que contenía casi 900 documentos, tuviera como objeto a los medios y que más de 200 se refirieran a los «medios en general», es muy elocuente de lo que ha sido el principal y más persistente reduccionismo en el campo: la identificación de «comunicación» con «medios masivos». «Hace muy poco tiempo que comenzaron a desarrollarse investigaciones de la comunicación que vehiculan los medios y de la que no pasa a través de ellos; de las operaciones concretas que en los sujetos, en los medios, en las instituciones y grupos sociales, y en los sistemas de representaciones ideológicas, producen, reformulan, confunden y reproducen el sentido de la vida, del mundo y de las relaciones sociales, de la cultura y de la propia identidad. La mayor parte de lo que se conoce como «investigación en comunicación», especialmente la referida a los medios masivos y la industria cultural, es más bien investigación alrededor de la comunicación o sobre sus determinantes. El cúmulo de conocimientos disponibles sobre estos circunscriptores de la comunicación, especialmente los concernientes a las dimensiones socioculturales de escala amplia en que se inscriben necesariamente los procesos y los sistemas de comunicación, es de una enorme utilidad académica y social. Sin ellos no podría ubicarse el estudio de la comunicación. Pero en sí no constituyen estos enfoques la herramienta teórico-metodológica necesaria para comprenderla y operarla específicamente» (Fuentes, 1990). La sucesión de modas teóricas está evidentemente asociada a las dos características anteriores y ya señalamos la ambivalencia que puede llegar a tener. Pero sólo a condición de que se conjuguen los esfuerzos necesarios, las condiciones propicias, los recursos disponibles, y una buena dosis de «imaginación sociológica» para incrementar sustancialmente la competencia metodológica de los actores de nuestro campo, especial pero no exclusivamente los investigadores. Esto quiere decir, entre otras cosas, encontrar las maneras más productivas de trabajar lo que los empiristas lógicos llaman la lógica del descubrimiento y no solamente la lógica de la justificación, es decir los procedimientos para generar preguntas pertinentes y no sólo los necesarios para responderlas con relativa certeza. Además, es esencial reconocer que el trabajo de producción de conocimiento es necesariamente una tarea colectiva y a largo plazo, por lo que el desarrollo de la comunidad de practicantes es esencial y para éste, indispensable la comunicación: la producción en común de sentido. 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LA ESTRUCTURACION DE LAS AUDIENCIAS MASIVAS James Lull Lo mejor que puede hacer la teoría social para ayudarnos a entender las audiencias de los mass media es proveernos de un marco para el análisis que ofrezca una mirada interior a cómo la gente interactúa con los medios y entre ellos y qué significan estas actividades en términos sociales más amplios. En la práctica ésta no es una tarea fácil. En su mayor parte, la teoría del desarrollo en comunicación y la sociología se han limitado, por un lado, a estudiar los ambientes empíricos de la interacción humana -los contextos microsociales- y, por otro lado, al análisis empírico y crítico de las más amplias aunque abstractas esferas de lo político, lo económico, la ideología y la cultura -el contexto macrosocial. Se han desarrollado campos de investigación que atienden a estos dominios, cada uno con sus propias orientaciones teóricas, metodologías, y políticas, al menos implícitas. Las consecuencias de esta división fundamental no han sido siempre beneficiosas. Una de las críticas frecuentes que se hace al trabajo teórico en comunicación y sociología que yo voy a retomar aquí es que los mundos micro y macro sociales de nuestros sujetos humanos han sido insuficientemente integrados a nuestro pensamiento. Desde mi punto de vista hasta que no se haga esa síntesis permaneceremos lejos de desarrollar teorías más comprehensivas respecto de la audiencia. En su extraordinario libro «The constitution of society» (1984) Anthony Giddens aborda el problema micro/macro desde una nueva dirección, muy útil. Giddens prefiere no distinguir explícitamente entre territorios característicos de la microsociología y la macrosociología. En cambio, el ancla el desarrollo de su teoría social en procesos que él denomina de estructuración. El focaliza su trabajo teórico en cómo los agentes humanos cognicientes y auto determinantes articulan, reproducen y transforman las condiciones de los mundos que ellos habitan. La definición que Giddens da de estructuración es exactamente «la construcción de las relaciones sociales a través del tiempo y del espacio” (Giddens,1984: 376). La teoría de la estructuración integra procesos microsociales con condiciones macrosociales, enfatizando la intencionalidad de los actores sociales en la reproducción de valores y prácticas sociales institucionalizadas. La comunicación es central en el razonamiento de Giddens. Aunque dice muy poco acerca de los mass media y sus audiencias, él concilia teorías intermedias de comunicación interpersonal, especialmente las concepciones dramatúrgicas de Eving Goffman y la etnometodología de Harold Garfinkel, centrales en su teoría social general. A diferencia del trabajo de la mayoría de los investigadores de la comunicación interpersonal y microsociólogos, Giddens sin embargo no ubica el cerrado estudio de la comunicación cara-a-cara fuera de, contra o irrelevante en relación con la estructura social. Es precisamente su integración lo que constituye el corazón de la estructuración. Lo que yo espero hacer en este ensayo es especificar y elaborar aspectos centrales del proyecto de Giddens integrándolo en partes de mi propio trabajo teórico y empírico, con el fin de ofrecer una perspectiva general sobre la actividad de la audiencia de los media. Permítanme aclarar un poco las cosas antes de continuar. Primero, yo no pretendo, por supuesto, representar aquí fielmente todo o la mayor parte de lo que se propone en la extremadamente compleja teoría de la estructuración de Giddens. Más bien, voy a usar algunas de sus formulaciones clave que se derivan significativamente de la literatura que ha influenciado también mi trabajo durante los pasados quince años, con el objeto de ayudar a ilustrar algunos de mis pensamientos acerca de cómo deben ser teorizadas las audiencias masivas. Segundo, mi intención ciertamente, no es desarrollar una teoría específica de la audiencia, que pretenda generalizar, en el usual sentido científico social. Realmente estoy convencido que, entre otras consideraciones, la variación cultural en el proceso socio-psicológico es tan influenciable que sobrepasa persistentemente la validez de cualquier teoría singular y unificada, que pretenda generalizar explicaciones definitivas sobre audiencias específicas, de un lugar a otro. Esto por supuesto no significa que en las prácticas de observación no haya comunidades transituacionales o transculturales. La consideración del contexto no vuelve inútil la teorización que es más modesta en extensión (si no en sus demandas) que las bien conocidas corrientes de investigación empírica principalmente americanas, de las dimensiones psicológicas y socio-psicológicas de la actividad de la audiencia, trabajo que ha buscado, a veces erráticamente, explicaciones universales. Esto significa que el trabajo teórico sobre las audiencias masivas siempre debe estar representado para lo que es específicamente, que siempre debe aceptar, describir y comparar la especificidad cultural e histórica de los procesos relativos a los media. Yo no veo este requisito como una limitación al desarrollo de la teoría. Por el contrario, los contextos culturales e históricos son los lazos teóricos que conectan los detalles del discurso interpersonal y la interacción social generalmente a temas públicos y realidades más amplios. El contexto es el centro de la teorización, no está adherido a ella. La teorización sobre la audiencia debe, por último, atender cuestiones de política, economía, ideología y cultura. La teoría de la estructuración de Giddens es suficientemente amplia en sus formulaciones para aplicarse virtualmente al estudio de toda actividad social. Aun cuando Giddens no designa a los actores sociales como miembros de la audiencia masiva en su teoría, él ayuda a abrir avenidas para la construcción de una teoría de la comunicación que son útiles para alumnos en estudios de medios y comunicación masiva. Mi entusiasmo por el trabajo de Giddens se debe especialmente al hecho de que él enfatiza una variedad de consideraciones que yo encuentro básicas para desarrollar aportes productivos sobre la actividad de las audiencias masivas. Estas son: una integración teórica de las realidades micro y macro social a la cual ya me he referido brevemente más arriba y a la que volveré en un momento; la localización en procesos de comunicación, especialmente la conversación como el fundamento de la dinámica social; atención a detalles de las rutinas de comportamiento de la vida cotidiana, en particular cuando ellos pueden ser revelados por medio del análisis etnometodológico; una perspectiva positiva respecto a los actores sociales como agentes activos; predominancia dada al concepto de «regla», ante todo como principio organizador social y cultural en el discurso cotidiano y, segundo, como perspectiva teórica que eclipsa las leyes científicas en la construcción de la teoría; una confianza en la evidencia empírica como fundamento de la construcción teórica; una perspectiva crítica de la investigación empírica, una orientación multimetodológica que con las ilustraciones de la literatura provistas por el propio Giddens promueve la etnografía disciplinada como modelo de estrategia de investigación; y finalmente, un énfasis en la contradicción social y el conflicto. ¿Cómo puede aplicarse entonces la teoría de la estructuración de Giddens al estudio de las audiencias de los mass media? Permítanme volver al punto fundamental que destaqué al principio de este ensayo: la naturaleza y la relación entre los entornos comunicacionales microsociales y macrosociales. Con frecuencia se asume implícitamente en la teoría social que los miembros individuales de la sociedad están ubicados dentro de las fronteras o constricciones de la estructura social, que la gente está limitada por condiciones que le son impuestas desde fuera de sus esferas de influencia. Esta suposición penetra profundamente la teoría social fluctuando desde el funcionalismo hasta el materialismo marxista y muchas de las más recientes variantes europeas y derivativas, con su énfasis en los roles de la ideología. Huellas de esta concepción de la estructura están presentes aún en formulaciones teóricas menos estrechas, incluyendo, por ejemplo, el desarrollo de Stuart Hall sobre la noción de hegemonía ideológica de Gramsci. Mientras, por ejemplo Hall afirma que la hegemonía nunca es «completa», en última instancia su visión de estructura se aproxima a la de la teoría funcionalista y marxista tradicional en que tanto la sumisión como la resistencia social son consideradas persistentemente en relación a una fuerza económica y cultural dominante que casi parece tener vida propia. Mientras los individuos, grupos, clases y culturas subyugados han sido argüidos teóricamente y han sido mostrados empíricamente como hábiles para trascender las limitaciones estructurales que les son «impuestas», por lo menos en formas fragmentarias y temporales, estos momentos célebres son formalmente revelados como el triunfo de la voluntad humana o la imaginación sobre las profundas barreras estructurales. Además, la «estructura» es ella misma insuficientemente teorizada en muchos discursos críticos académicos. La misma noción de hegemonía ideológica como ejemplo de esta manera de pensar, sugiere que los agentes de interconexión de influencia cuajan en una estructura de dominación que puede ser aceptada, resistida o negociada por los individuos. Una consecuencia de esta visión teórica es que los orígenes organizacionales de las instituciones estructurales de la sociedad pueden ser
muy fácilmente -al menos en forma implícita- teorizados como fijados en el tiempo y el espacio, dispensando eternamente ideologías uniformes, constrictivas, que producen, o por lo menos contribuyen a la creación de relaciones sociales deseadas. Yo no quiero debatir la línea esencial de razonamiento que subyace en las posiciones estructuralistas o hegemónicas; yo sólo quiero ayudar a calificar y complicar el asunto. No cabe duda de que hoy hay más de una pizca de verdad en la idea de que las instituciones básicas de producción ideológica de la sociedad -la escuela, gobierno y política, religión, negocios, y los medios masivos- sirven en muchos casos, por lo general, para reforzarse mutuamente y reafirmar los modos complementarios del sustancial poder económico y cultural. Es también cierto que frecuentemente la gente se siente alienada de estas instituciones económicas, políticas y culturales que la rodean y percibe a estas instituciones como «distantes». Esta parece la situación en los países más desarrollados y en los menos desarrollados del mundo. El declinamiento de la participación política en muchas naciones modernas occidentales es un indicador de esta alienación; el rechazo de los aldeanos en las naciones del tercer mundo a cooperar en campañas nacionales de control de la natalidad, para citar una situación particularmente inquietante, es otro. Aún más, la televisión y los otros mass media (que son, después de todo, intervenciones técnicas de una sola vía en la interacción cara-cara) están implicados frecuentemente en el distanciamiento. Como bien sabemos, la tecnología comunicativa, especialmente la televisión vía satélite, está proliferando por todo el mundo y juega un rol político y cultural cada vez más importante. Introducidas en su software hay estructuras simbólicas que siempre representarán significativamente los valores de sus propietarios y sus administradores. Obviamente, no voy a dejar la discusión de la estructura en lo que he dicho hasta ahora. Por el momento sin embargo, permítanme volver al otro lado del tema, fuera de las instituciones y estructuras y hacia el mundo vital de los miembros de la audiencia televisiva. Aquí, en el terreno de la vida diaria, la televisión se ha convertido en la actividad primaria del tiempo libre para las familias aún en los países menos desarrollados del mundo, y está profundamente enraizada en las rutinas diarias. El dar por sentado de las prácticas de ver televisión sin embargo, ha sido puesto bajo intenso escrutinio últimamente. Trabajos teóricos como el tratado de Ien Ang «Desperatly seeking the audience» (1991) han ayudado a exponer la complejidad y contradicciones inherentes en construcciones diferenciadas del vago concepto, audiencia, dentro de las instituciones de mass media. La investigación etnográfica sobre audiencias en estudios comunicacionales y culturales está haciendo claro que la gente ve televisión no sólo de acuerdo a su propia personalidad o temperamento sino en configuraciones particulares y entornos que están sumergidos en un vasto e importante rango de prácticas y situaciones sociales y culturales. En los niveles de análisis donde la observación tiene lugar -en las situaciones concretas, empíricas identificadas frecuentemente como lo «microsocial»los actores sociales están siendo teorizados cada vez más en términos muy positivos y proactivos. La gente no sólo ocupa simplemente o responde a las circunstancias de los contextos microsociales: ella los crea. Esta comprobación ha sido resaltada en las tradiciones teóricas como las de la interacción simbólica, la etnometodología, el constructivismo social y comunicativo y el de lenguaje-acción, entre otras. El énfasis en este trabajo teórico y empírico está en las capacidades comunicativas de la gente; cómo a través de la manipulación voluntariosa de símbolos en una determinada esfera del discurso cotidiano hombres y mujeres no sólo llegan a comprender sino a manejar y trascender sus mundos de vida. En la terminología de Giddens ésta es la fuerza de la «agencia» humana en la sociedad. Vemos la misma inclinación teórica en varios destacados esfuerzos de estudios sobre medios y audiencia. Entre las tradiciones de investigación empírica, por ejemplo, la noción de una audiencia activa y selectiva es central tanto para la perspectiva de los «efectos limitados» como para la de «usos y gratificaciones». Dentro de los estudios culturales el alejamiento del análisis textual, por una sustancial inclinación hacia la recepción, interpretación y en las formas de lectura del espectador y las comunidades, indica la misma concepción básica de los miembros de la audiencia como cognoscientes y bien dispuestos constructores del significado y la acción social. Aquí se encuentra pues el problema teórico esencial. Mientras la actividad microsocial se teoriza rutinariamente como construida por las personas en y a través de la interacción comunicativa que ellas manejan, esos mismos actores son a su vez frecuentemente teorizados como construidos dentro (o por lo menos contenidos en) las condiciones macrosociales que se tienen como constricciones. La televisión es considerada simultáneamente como un jugador central entre los dominios microsociales habilitadores y los constrictivos dominios macrosociales. ¿Cómo podemos entonces considerar el lugar especial de la televisión como una expresión de los sistemas sociales y qué se puede decir acerca de su relación con las audiencias? Primero permítanme argumentar en favor de una diferente comprensión de la estructura en relación con las instituciones de los media y las ideologías que transmiten. Me refiero a la estructura como «la articulación de sistemas sociales» que implica tanto las dimensiones ideológicas como las institucionales de la información y el poder. Las estructuras y las variedades de constreñimiento que se supone ellas contienen y promueven, reciben su forma e ímpetu de las instituciones que imparten ideología. Pero estas instituciones son después de todo, instituciones sociales. Son sociales, en primer lugar, en el sentido que ellas están perpetuamente constituidas y energizadas por seres humanos, y segundo, en el sentido que, para operar, las articulaciones institucionales deben ser ejecutadas por personas de la propia sociedad. Pero tal como las vidas de los individuos y los miembros y las agendas de los grupos sociales cambian con el tiempo, la estructura, como producto de las instituciones sociales, es una construcción que, como sus creadores y sus intérpretes, no es estática. Una relación isomórfica se obtiene entre institución y estructura. Así como las instituciones cambian la estructura cambia también, dirigida a la posterior adaptación de las instituciones, y así sucesivamente. Pensada de esta manera, la estructura no puede ser considerada como algo que existe fuera de la experiencia humana. Más allá de esto las instituciones individuales no sólo cambian internamente en forma constante, sino que sus posiciones en relación a las otras están también en fluctuación. Más aún, las instituciones nunca pueden producir ideologías totalmente integradas y uniformes bajo ninguna circunstancia; puede haber un significado no consensual al término «constreñir» y las formas en que los actores sociales responden a la estructura no están predeterminadas. Ha devenido problemático en estos tiempos modernos, hipermodernos o posmodernos, hablar de una «sociedad» en un sentido unificado y estático. Esto es cierto aún en condiciones en que el explícito y extremo control político y la coerción son evidentes, donde las estructuras son relativamente estables. En muchas partes del mundo en la historia reciente la estabilidad estructural ha demostrado ser artificial y la consecuente sumisión social que habría producido y demandado ser sólo superficiales. Hemos visto dramáticos y diversos ejemplos de la quiebra de estructuras completas en Alemania del Este, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Yugoslavia, Rumania y en la República Popular China. De hecho, el punto central que yo estoy tratando de destacar acerca de la producción y recepción de la estructura se puede ilustrar mirando por un momento lo que pasó en China, aunque el modelo básico se puede ver en la decadencia de todos los gobiernos comunistas que he mencionado. Durante el periodo de la modernización oficial de China, desde 1979 al presente, la más destacada característica de la «sociedad» china, que en un nivel puede ser la más planificada y prescriptiva nación del mundo, es la de una profunda desorganización y contradicción entre sus principales instituciones -el Partido Comunista, el aparato político más amplio, el sistema de jurisprudencia, el programa económico, las industrias culturales (especialmente la televisión, pero también los periódicos y los otros mass media) así como la «cultura» cotidiana -cómo la gente por sí misma interpreta y responde a la inestable matriz de las estructuras puestas en juego por las principales instituciones- esto es, cómo la gente llega a verse a sí misma y a su nación-estado. De hecho, diversidad y contradicción son los temas dominantes que emergen cuando examinamos detalladamente lo que es presentado en los sistemas de televisión en todo el mundo. Basando sus argumentos en el análisis textual de programas y en entrevistas realizadas a productores y guionistas de televisión en los Estados Unidos, Horace Newcomb y Paul Hirsch (1987) sostienen que la televisión es ciertamente más un foro para la expresión de ideas que un arma ideológica de algún grupo de clase de control o dominio político y económico. Ellos reclaman que el sistema de televisión como un todo produce una «multiplicidad de significados» y enfatiza «la discusión antes que la adoctrinación ...contradicción antes que coherencia» (Newcomb & Hirsch, 1987: 459). Su estudio de algunos de los más populares programas de televisión americanos, pasados y actuales, revela esta diversidad textual. Los programas, por supuesto, son los productos de una escala de valores, creencias y opiniones sostenidas por las personas que hacen la industria. Los
temas de la televisión no son sólo diversos y contradictorios, ellos son también más efímeros que duraderos. Como Dave Morley señalara en «The nationwide audience» (1980), «es sólo a través de un análisis de la especificidad histórica de los temas ideológicos, articulados por programas particulares en periodos específicos, que podemos iniciar la elaboración de un mapa (aunque quizá sólo descriptivamente) del furtivo campo de la hegemonía y la lucha ideológica que es el terreno en y sobre el cual se ejercitan las prácticas específicas de la televisión» (p.153). La diversidad e inestabilidad de los contenidos de la televisión ha crecido aún más en los años recientes, con el índice acelerado de transmisión por satélite y la suscripción al cable y seguramente se incrementará aún más cuando se instalen más sistemas de transmisión directa por satélite (DBS). Estos desarrollos tecnológicos alteran profundamente las instituciones de televisión que subsecuentemente influencian la producción de ideología. El declinamiento de las cadenas comerciales sustentado en las audiencias de los Estados Unidos -un desarrollo que ha estimulado la mayor diversidad de programas- es una obvia indicación de la permanencia y desconexión de la televisión como un medio de comunicación. La institución televisiva en China está fracturada en forma similar. Dos series de las cadenas domésticas, políticamente candentes, “New Star» y «River Elegy» han sido ampliamente reconocidas dentro del país como causas principales de la inquietud social a finales de los 80. Estos programas son sólo los ejemplos extremos del efecto disruptivo de la televisión en China. Ellos reflejan esfuerzos de un sentimiento opositor que ha crecido precipitadamente dentro de las ciudades chinas, especialmente desde mediados de la década pasada. Visiones alternativas, culturales y políticas, que sustentan los especialistas de los medios -periodistas, guionistas de televisión y productores, directores cinematográficos- han sido expresadas en los medios de la China como una inevitable consecuencia de llevar a cabo las rutinas del trabajo. La heterogeneidad de las perspectivas sostenidas por trabajadores influyentes dentro de la industria televisiva china, la incapacidad del Estado para manejar y controlar su política cultural en forma consistente y uniforme, valores contradictorios que se expresan dentro de la totalidad de los programas domésticos y foráneos, el deseo de parte de los administradores de las estaciones por atraer y complacer a las amplias audiencias, y el rápido incremento del número de estaciones de televisión, cada una con sus propios requerimientos para llenar el tiempo de transmisión, han contribuido a una cacofonía ideológica que ha estimulado la reflexión cultural profunda y la crisis política (Lull, 1991). El caso de China revela claramente cómo aun en circunstancias en que el medio es usado explícitamente por sus controladores «oficiales» para alentar la unidad ideológica y social, surgen en cambio la diversidad y la desunión. La televisión china ha sido apropiada con fines subversivos tanto en los procesos de producción como en los de la recepción de programas. Las contradicciones de la sociedad china contemporánea se han visto electrónicamente amplificadas por la televisión. En China lo que parece a simple vista como monolítico, constreñimientos impuestos por el gobierno con la intención de guiar y limitar las opciones sociales, se ha convertido en realidad en recursos cultural e históricamente específicos para la construcción de una conciencia alternativa y un estímulo a la imaginación de un futuro totalmente diferente. Respecto a las audiencias televisivas, China es un ejemplo de cómo el medio es interpretado y usado por los espectadores en formas que no son correspondientes con las intenciones oficiales de los supervisores ideológicos, y no sólo en lo que se refiere a las necesidades, intereses, y preferencias de los miembros individuales de la audiencia o familias. La actividad de los espectadores es en términos generales una actitud creciente y acumulativa contra las condiciones macrosociales, en este caso de una economía en decadencia, un injusto sistema de empleo, represión política, una mortificante y embrutecedora burocracia que afecta, en forma negativa, virtualmente cada aspecto de la vida diaria de la mayoría de los residentes urbanos. A mi juicio, lo que debería enfatizarse más claramente en la teoría de la comunicación es los mecanismos a través de los cuales son socialmente construidos los temas ideológicos o las estructuras, la variación que existe entre las estructuras individuales, las diferencias entre tipos de estructuras, cómo las estructuras están interrelacionadas y cómo en sus actividades cotidianas, los miembros de la audiencia articulan, modifican y transforman la estructura. Un acercamiento analítico de este tipo enfatiza el rol de la comunicación y la cultura en la descripción y explicación de los sistemas sociales y puede ciertamente llevar a un mejor entendimiento de las implicaciones del constreñimiento estructural, que debería ser contextualizado y relativizado con más precisión. El rol de los mass media en las dinámicas de la historia política mundial nunca ha sido mayor que ahora. Las revoluciones contra los gobiernos comunistas a lo largo de todo el mundo a finales de la década pasada fueron exitosas no porque la gente estuviera armada con armas sino porque tuvo acceso sin precedentes a la información. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos comunistas por manejar la vida política y cultural, millones de personas desde Beijing hasta Berlín, nutridos por su exposición a los mass media, llegaron a imaginar y a demandar nuevos mundos. Luchando torpemente contra la conciencia expansiva y los requerimientos de su gente, los gobiernos comunistas han ensayado estrategias de constreñimiento que abarcan desde la censura militar hasta la liberalización de los media. Las tácticas no han funcionado, en parte por la influencia compensadora de los propios mass media. Como uno de mis entrevistados respondió en China en 1986, «desde que la televisión llegó a nuestras vidas el gobierno no nos puede engañar más». Las revoluciones pacíficas de la Europa del Este y Central fueron también, en buena medida revoluciones televisivas. La segunda parte de mi ensayo enfoca menos las instituciones, estructura y restricciones y más las posiciones y prácticas de los miembros de la audiencia. Para comenzar, volvamos al trabajo de Giddens. Un fundamento clave de su teoría de la estructuración es que «las propiedades de la estructura de los sistemas sociales (incluyendo la institución televisiva) no actúan, o actúan en cada uno como fuerzas de la naturaleza para forzar a él o ella a comportarse en una forma particular» (Giddens, 1984: 181). Tenemos una considerable evidencia empírica en investigaciones de audiencia de los medios para sostener la afirmación de Giddens. Aún dentro de los más confiables esfuerzos de investigación sobre los efectos de la televisión, por ejemplo, el impacto del medio electrónico tiene que ser siempre cuidadosamente clasificado y considerado en relación con las influencias intervinientes y atenuantes. Ver televisión en contextos cultural y políticamente explosivos -donde las influencias del medio pueden mostrarse dramáticamente- es muy diferente que en naciones más estables y opulentas. Las prácticas de investigación reflejan esta diferencia. En la comunidad de investigadores científico-sociales, por ejemplo, ha habido un intento sostenido por «descubrir» y «probar» que la regularidad en la actividad comunicativa es «legal». Excepto bajo las condiciones de laboratorio más controladas, el monto de variabilidad explicado por variables de los medios en fenómenos cognitivos y sociales relacionados con los mass media es considerablemente bajo. Mientras que algunos patrones de la influencia de la televisión han sido identificados en la investigación, las relaciones invariables entre causas y efectos acerca de asuntos que atañen al mundo de los efectos de los medios y a las comunicaciones y la actividad social, simplemente no existen. La teoría de la comunicación debería reflejar esta incertidumbre. El modelo, no la probabilidad, es un criterio más sensible para la descripción de la compleja actividad de la audiencia. La descripción etnográfica de la variación contextual, no la postulación de relaciones entre variables establecidas, medibles, independientes, dependientes e intervinientes, es una aproximación más razonable para explicar las diferencias. Como mencioné antes, Anthony Giddens define estructura como «la articulación institucional de los sistemas sociales» (Giddens, 1984: 37). Pero para Giddens la estructura también acoge «reglas y recursos» sociales y culturales que son «recursivamente implicados en la reproducción social» (p. 377). Esto no significa que la gente simplemente reproduce la agenda ideológica y motifs de los programas televisivos en sus interacciones diarias. Aunque la estructura está constituida por representaciones simbólicas propositivas de la realidad, los agentes sociales también tienen intenciones en su actividad comunicativa. Los televidentes interactúan con, editan, discuten, refutan, ignoran, reformulan, se rien de, usan y reinterpretan el simbolismo de los medios en sus encuentros personales con la televisión y durante episodios interpersonales que acompañan y siguen a su exposición. Aún más, estos envolvimientos y articulaciones no ocurren aisladamente; todos los discursos relatados en la televisión se ven afectados en múltiples formas por las experiencias acumulativas de los miembros de la audiencia con los medios, así como por sus historias específicas con cada uno de ellos -miembros de la familia, colegas, pares, etc. Y además de esto, la construcción del significado tiene lugar no sólo entre los lectores, televidentes, o escuchas y los textos de
los medios, sino también entre las personas en sus actividades sociales rutinarias e intersubjetivas. La televisión está tan profundamente incorporada en las rutinas locales y cotidianas que hasta ahora último, el señalar sus roles en el contexto doméstico y otros, ha sido escasamente problematizado en los estudios de audiencia. Así como los etnometodólogos tratan de desconstruir la interacción microsocial, especialmente el «hacer» del habla y otras actividades de comunicación interpersonal, una más profunda, más penetrante prueba relativa a la interacción de la televisión, con especial énfasis en su variación cultural, puede ser igualmente ilustrativa. Los conceptos inter-relativos de recurso y norma son centrales en un acercamiento de este tipo. El uso que hace Giddens de los términos «recurso» y «norma» está más dirigido al análisis macrosocial que hacia lo microsocial. Con respecto a «recurso» él distingue entre «recursos asignados» y «recursos autoritarios». Los recursos asignados refieren a los aspectos materiales del ambiente, los medios materiales de producción y los propios productos. Los recursos autoritarios, que son los de mayor interés para los teóricos, tienen que ver con la organización y coordinación de la actividad humana; esto es, la habilidad para manejar la acción social. El control de los seres humanos, por lo tanto, es una clase profunda de recurso macrosocial íntimamente asociado con la generación y distribución del poder en la sociedad. Más aún, el poder en el nivel macrosocial es mantenido y ejercido por la manipulación de la información acerca del mundo material y social. Esta información, en la forma de varias bases de datos, es un recurso privado, mistificado, disponible sólo para algunos selectos individuos. Por comparación, los recursos del mundo real de las audiencias televisivas son muy diferentes. A diferencia de los recursos asignados y autoritarios del mundo macrosocial, descritos por Giddens, donde los recursos materiales y sociales son conceptualizados como propiedad directamente relacionada con el poder económico, la utilización de recursos simbólicos y sociales como la imaginería de la televisión y las ocasiones de ver en ambientes microsociales, invita a una fusión teórica entre el público y las agendas privadas y las relaciones de poder. Los mensajes televisivos son transmitidos a las audiencias a través de canales más o menos democráticamente accesibles y devienen en una especie de recurso público. A través de procesos de selección, interpretación y uso los miembros de la audiencia controlan muchos aspectos de su envolvimiento personal y social con la televisión, pero no todos. A diferencia de otros recursos públicos, la televisión -tanto en su aspecto tecnológico que ocupa una posición privilegiada en el corazón mismo del espacio de la vida en la mayoría de las viviendas, y su infinito flujo de atractiva imaginería- es usada por los individuos y los grupos en formas constantes, diversas, casi inflexibles, que reflejan y ayudan a diseñar las relaciones de poder dentro y fuera de los contextos de recepción. Aunque una de las más forzadas pero confusas apreciaciones que se hacen de la televisión en la sociedad no es sólo de aceptar la presencia de una aparente infinita variedad de formas en que el medio puede ser usado como recurso, sino de considerar cómo las relaciones sociales específicas y los contextos culturales mediatizan estos envolvimientos. Esto nos lleva al concepto de norma. Para Giddens las normas son «técnicas o procesos generalizables (de la vida social) aplicados en la ejecución y reproducción de las prácticas sociales» (Giddens, 1984: 21). Don Cushman y Gordon Whiting, cuyos muy influyentes artículos publicados a principios de los 70 introducen y adaptan la teoría de las normas al campo de las comunicaciones, sugieren también que las normas ayudan a crear «orden y regularidad en los procesos de comunicación... gobernando y guiando la transacción comunicativa» (Cushman y Whiting, 1972: 228-229). Las normas, en términos de Cushman y Whiting son expresiones consensuales de significación y procedimientos de construcción de la realidad social. Giddens hace la misma distinción básica, refiriéndose a las normas como reguladores constitutivos y regulativos. En términos concretos las normas señalan modos de conducta especificando lo que es normal y lo que es aceptable (los aspectos constitutivos de las normas), y cómo la interacción social está siendo construida (las funciones regulativas). Las normas son entendimientos interpersonalmente coordinados que subrayan y promueven modelos de conductas sociales. Ellas reflejan los valores culturales que han sido legitimados, concretizados, y extendidos a través del tiempo y el espacio, por medio de historias específicas de acción social. Siempre se debe poner énfasis en la naturaleza implícita de las normas. Así como las reglas del lenguaje son empleadas por la gente en la conversación, generalmente sin reflexionar mucho sobre ellas, las normas de la interacción social son tomadas y aceptadas en forma similar. Las normas, por lo tanto, compendian y definen el mundo asumido por los actores sociales. Es este aspecto subyascente de las normas en la interacción social lo que ayuda a darles fuerza prescriptiva. Las normas, por lo tanto, subrayan concepciones de lo que se espera, de lo que es normal, lo que es preferido, y a veces, lo que se requiere en la construcción rutinaria de la vida social. Aunque las normas no son siempre entendidas ni acatadas, ellas son fundamentales para la estabilidad social básica, en grandes sociedades y en pequeños grupos sociales. Teorizar la actividad social como procesos y patrones que son producidos por normas culturalmente específicas puede ayudar a obviar la problemática y confusa distinción macro/micro. Ya he señalado que las normas, como entendimientos culturales, promueven la acción social en formas que anclan y estabilizan poblaciones enteras. Los mass media, por supuesto, juegan un rol significativo en este proceso. Al mismo tiempo, los ambientes familiares locales como los espacios vitales, centros laborales, y lugares de encuentro social de todo tipo son de la misma manera normativamente gobernados. El uso analítico del concepto de «norma» nos permite hacer útiles conexiones entre estos niveles de análisis. Las normas conmutan entre los vastos niveles macrosocial y cultural, a través de varias otras configuraciones sociales intermedias, a los más pequeños e idiosincráticos grupos. Las lecciones culturales y sociales aprendidas de la televisión, por ejemplo, son interpretadas rutinariamente dentro de los hogares familiares donde pueden o pueden no estar en conflicto con las orientaciones locales, las normas locales. Me refiero aquí primariamente a los patrones informales, inarticulados del comportamiento social defendidos por los medios y por la familia, pero algunas veces las diferencias pueden alcanzar a un nivel mayor de conciencia. Consideremos por ejemplo la quiebra de normas que puede tener lugar fácilmente entre los mundos asumidos de muchas series de televisión contemporáneas y los ambientes familiares de los extremistas religiosos. Estudiando de cerca las familias, prestando especial atención a su contacto con la televisión y a sus conversaciones en casa y fuera de casa, y observando sus hábitos, los límites de la acción social que ellos construyen y sus estrategias interpersonales, podemos ver cómo los llamados dominios de la economía, la política, y la cultura están articulados, reproducidos, transformados y trascendidos en las prácticas rutinarias de la vida diaria. Esta conjunción teórica y analítica de las esferas simbólicas de influencia y las prácticas rutinarias de la interacción social cotidiana aproxima la dualidad de la estructuración propuesta por Giddens cuando se refiere al «flujo de la estructura y la agencia a través del tiempo». Las influencias ideológicas y las relaciones de poder contenidas en y sugeridas por las estructuras sociales a gran escala, fragmentadas y volubles como son, se intersectan con ambientes locales, cada uno de los cuales tiene sus propias normas y relaciones de status, requiriendo una constante selección. Las consecuencias de estas intersecciones no están predeterminadas. Las representaciones ideológicas en la televisión son entendidas y usadas por los actores sociales dentro de sus hogares como televidentes y miembros de la familia, y fuera de la casa como miembros de agregados sociales formales e informales. Cada una de estas configuraciones sociales tiene sus propias coaliciones interpersonales y jerarquías que influencian la manera en que el simbolismo de la televisión es interpretado y usado (Lull, 1990). A pesar del innegable rol del espectador como agente activo de la construcción de significado y co-creador de las relaciones sociales, no quiero sobre-romantizar la libertad del individuo consumidor de medios. Es bien sabido que cualquier exposición a la televisión y video necesariamente implica un flujo desbalanceado de imágenes e ideas, un flujo que va del receptor de televisión al espectador sin considerar cuán brillante, activo o resistente pueda él ser. Dado que las audiencias sólo pueden seleccionar entre una gama de programas disponibles, los espectadores sólo pueden interpretar, extender y reformular las imágenes, temas e ideas que son presentados a ellos en la programación. En un sentido fundamental, los programas televisivos tienen que abordar selectivamente ciertas experiencias de los televidentes. Segundo, la visión e interpretación de la televisión está influenciada no sólo por las estructuras reflejadas en los mensajes masivos sino por la estructura de las relaciones microsociales que rodean la visión y el resto de la vida diaria. Las personas pueden seleccionar intencionalmente, interpretar y usar los programas televisivos en formas muy lúcidas, pero esto no lo hacen nunca libremente o de manera uniforme; sus selecciones, interpretaciones y usos están íntimamente influenciados por sus relaciones domésticas, sus relaciones sociales más amplias y por los contextos culturales en los cuales las relaciones sociales están insertadas y en donde adquieren significado. La variación en la visión
familiar, por ejemplo, se incrementa exponencialmente cuando comparamos culturas. Nos hemos acostumbrado a estilos de vida y a estilos de visión en Norteamérica, Europa, e Inglaterra. Pero las tradiciones culturales en otras partes del mundo -Lejano Oriente, Asia Sur, Latinoamérica, y Africa, por ejemplo, inspiran modos de vida diaria que son bastante diferentes de lo que es familiar a la mayoría de nosotros. Subsumidas dentro de las condiciones sociales y operaciones de estos entornos culturales hay diferencias en la visión de la televisión. El propio significado de hogar, patrones de salir o entrar a la casa, las relaciones entre los sexos y generacionales, las condiciones de trabajo y centros laborales, las concepciones del tiempo y el tiempo libre, la influencia de instituciones religiosas y políticas, los niveles de desarrollo económico y tecnológico, para nombrar algunos factores centrales, están entre las esferas culturales de variación que ayudan a bosquejar patrones diferenciales de vida y de ver (Lull,1988). Es por lo tanto naive y engañoso hablar de una psyche universal o de una actividad social homogénea atribuible a la difusión mundial de la televisión. El envolvimiento del espectador con la televisión se extiende y transforma a la persona, el hogar, y especialmente, los patrones culturales pero en formas diferenciadas. Las normas, los entendimientos socialmente coordinados que promueven patrones particulares de entendimiento humano y actividad comunicativa, están localizados en, influenciados por y definidos por elementos centrales de cultura. La cultura, por lo tanto, es el contexto último, un contexto dinámico en el cual es construida la comunicación. Las teorías sobre la audiencia deberían reflejar esta diversidad cultural. El análisis de las reglas -en contexto- es una de las maneras de conectar los más complejos aspectos de la interacción microsocial a los más amplios estructurantes de la vida social representados en el contenido de los temas de la televisión. Lo que tenemos al final es un entramado teórico de entornos gobernados normativamente -un mundo de mensajes producidos y distribuidos por instituciones sociales que colisionan con diversas vecindades y comunidades de recepción, interpretación y uso social culturalmente contextualizados. Pero la relación entre textos televisivos y televidentes es generalmente poco conflictiva. La ahora familiar «actividad del receptor» no es una persona que está constantemente alerta y resistente a los perfiles ideológicos de los mensajes televisivos, lista para replicar los aparentemente intencionales significados de los programas o para rechazar la forma en que la visión le hace sentir a ella o a él política o emocionalmente. Aún en la mayoría de los casos donde el contenido de los programas es reformulado por los televidentes, este uso de la televisión es asumido más con un ojo en los objetivos personales o sociales del «trabajo» comunicativo que en su significación ideológica. Cuando un miembro de la audiencia confirma verbalmente o convierte un mensaje televisivo en una situación de grupo de visión, por ejemplo, la ventaja del orador parece ser primeramente estratégica y pragmática -él o ella utiliza esta ocasión como logro de algunos objetivos sociales- que es, para demostrar competencia o si no invocar capital cultural o relacional. La asimilación del contenido de los medios en el discurso interpersonal rutinario -presentando, reforzando, y extendiendo los mensajes masivos en la ausencia de interpretación critica- es por cierto, uno de los más lejanos efectos que alcanzan los mass media. En otras situaciones, sin embargo, los televidentes están extremadamente alertas a los más sutiles detalles de los mensajes televisivos e invierten gran significación política en ellos. Esto puede ocurrir no sólo dentro de las familias y otros pequeños grupos de televidentes, sino en contextos de visión mucho más grandes. La visión televisiva en la China urbana, por ejemplo, cae dentro de esta categoría. Los miembros de la audiencia en China interpretan y discuten habitualmente las implicaciones políticas de los programas con la familia y amigos durante la visión y en momentos en que no están viendo. A medida que esta edición social de los contenidos de los programas se difunde más allá de las paredes de las casas individuales, ocurren coaliciones de formas de resistencia y movilizaciones públicas. Las maneras en que se reproduce la ideología en la actividad de la audiencia revela la interrelación entre los desacreditados dominios de lo macro y microsocial. Este enlace entre estructura y proceso puede hacerse más claramente (y más románticamente), yo supongo, en los casos concretos de sociedades convulsionadas y en transición donde las relaciones prevalecientes de poder político vienen siendo cuestionadas enfáticamente. Para concluir, en cualquier integración teórica de las macro condiciones y micro procesos comunicativos y contextos, las estructuras ideológicas de los mass media deben ser observados como construcciones heterogéneas, polisémicas y como objeto de interpretación intencional. La teoría no comprehensiva de la audiencia puede hacerse sin consideraciones serias dadas a las instituciones de los medios como entidades inciertas de la dinámica social. Al mismo tiempo, la audiencia tiene que ser problematizada no sólo en términos de las argucias y sutilezas de la vida doméstica diaria, sino también en relación con los temas ideológicos, motifs, y fragmentos que son tomados de los contenidos de los medios y usados posteriormente en la construcción de las relaciones sociales, actividades que son culturalmente localizadas e informadas. Hablando metodológicamente, lo que ahora se necesita más que nunca es un corpus de proyectos de investigación etnográfica bien diseñados, bien documentados y bien razonados, de los cuales se pueda extraer conocimientos profundamente teóricos. Una imagen etnográfica de alta definición de la actividad de la audiencia es una evidencia útil para construir teorías más comprensivas sobre las audiencias. Finalmente, quiero destacar la importancia de los procesos de comunicación en el desarrollo de la teoría de las audiencias de los medios. La visión familiar de la televisión, por ejemplo, aun cuando esté siendo hecha por individuos que están aislados uno de otro en el espacio vital, es mucho más un acto de comunicación interpersonal que un acto de consumo de medios o de construcción de sentido. Se debe poner énfasis, entonces, no sólo en qué interpretaciones y experiencias tienen las audiencias con la imagen de los medios, sino en cómo se hace socialmente ese trabajo. Si, como proclama Anthony Giddens, la principal pertinencia de la teoría social es la iluminación de los procesos concretos de la vida social, entonces el análisis de los miembros de la audiencia como comunicadores es un principio básico y potencialmente productivo para hacer algunos aportes significativos al trabajo teórico y empírico. Traducción: Ana María Cano. REFERENCIAS.- Ang, I.(1991). Desperately Seeking the Audience: How Television Audiencehood is Known. London: Routledge. - Cushman, D.C. & Whiting, G. (1972). «An approach to communication theory. Toward consensus on rules» Journal of Communication 22: 217-238. - Giddens, A. (1984). The Constitution of Society. London: Polity Press. - Lull, J. (1991). China Turned On: Televisión, Reform, and Resistance. London: Routledge. - Lull, J. (1990). Inside Family Viewing: Ethnographic Research on Television’s Audiencies. London: Routledge. - Lull, J. (Ed.) (1988). World Families Watch Television. Newbury Park, Ca. Sage Publications. - Morley, D. (1980) The «Nationwide» Audience. Structure and Decoding. London: British Film Institute. - Newcomb, H. & Hirsch. P. (1987) “Televisión as a cultural forum», in H. Newcomb (Ed.), Televisión: the critical View. New York: Oxford.
PENSAR LA SOCIEDAD DESDE LA COMUNICACIÓN UN LUGAR ESTRATÉGICO PARA EL DEBATE A LA MODERNIDAD Jesús Martín-Barbero 1. DE LAS HEGEMONÍAS A LAS APROPIACIONES: LA CONSTRUCCIÓN DE LA TRANSDISCIPLINARIEDAD El campo de estudios de la comunicación en América Latina se forma por efecto cruzado de dos hegemonías: la del pensamiento instrumentasen la investigación norteamericana y la del paradigma ideologista en la teoría social latinoamericana. Hacia finales de los años sesenta la modernización desarrollista convierte la comunicación (1) en terreno de punta de la «difusión de innovaciones», y ésta nos llega animada por un proyecto teórico que opera «traduciendo» la sociedad a comunicación -pues ella constituiría el motor y el contenido último de la acción social- y reduciendo la comunicación a los medios; a sus dispositivos tecnológicos, sus lenguajes y sus saberes propios. Al otro lado, la teoría de la dependencia y la crítica del imperialismo cultural padecerán de «otro reduccionismo”: el que le niega especificidad a la comunicación en cuanto espacio de procesos y prácticas de producción simbólica y no sólo de reproducción ideológica. “En América Latina -escribirá J. Nun- la literatura sobre los medios masivos de comunicación está dedicada a demostrar su calidad, innegable, de instrumentos oligárquico imperialistas de penetración ideológica, pero casi no se ocupa de examinar cómo son recibidos sus mensajes y con cuáles efectos concretos. Es como si fuera condición de ingreso al tópico que el investigador olvidase las consecuencias no queridas de la acción social para instalarse en un hiperfuncionalismo de izquierdas» (2). Cuando a mediados de los setenta esos dos reduccionismos «se encuentren» en las escuelas de comunicación, muchos planes de estudios -ayudados sin duda por el realismo mágico- le mezclarán a la enseñanza las destrezas y herramientas para manejar los medios, teorías y análisis para denunciar cómo somos manejados por ellos. Frágil mezcla que ha estado legitimando hasta hace poco una profunda escisión entre concepciones teóricas y prácticas profesionales, entre saberes técnicos y critica social. Pues si con su reubicación en el ámbito de las ciencias sociales los estudios de comunicación se abren a la tematización de las implicaciones de los medios en los procesos de dominación, ello no significó sin embargo la superación de concepciones que o disuelven los procesos de comunicación en la generalidad de la reproducción social o hacen de las tecnologías comunicacionales un irreductible exterior del que sólo los efectos serían sociales. De esa amalgama esquizoide no permitieron salir ni el pensamiento de la Escuela de Frankfurt ni la semiótica. Pues lo que, especialmente en los textos de Adorno, se leyó fueron argumentos para denunciar la complicidad intrínseca del desarrollo tecnológico con la racionalidad mercantil. Y al asimilar la lógica del proceso industrial a las leyes de acumulación del capital la critica legitimó la huida; si la racionalidad de la producción se agota en la del sistema no había otra forma de escapar a la reproducción que siendo improductivos! El sesgo en la lectura encontró complicidad en el Adorno que en uno de sus últimos textos afanó que en la era de la comunicación de masas «el arte permanece íntegro cuando no participa en la comunicación» (3). Tampoco los aportes de la semiótica permitieron superar la escisión. Al descender de la teoría general de los discursos a las prácticas de análisis, las herramientas semióticas sirvieron casi siempre al reforzamiento del paradigma ideologista: «la omnipotencia que en la versión funcionalista se atribuía a los medios pasó a depositarse en la ideología, que se volvió dispositivo totalizador de los discursos. Tanto el dispositivo del efecto, en la versión psicológico-conductista, como el del mensaje o el texto en la semiótico-estructuralista, terminaban por referir el sentido de los procesos a la inmanencia de lo comunicativo, pero en hueco. La mejor prueba de ese vacío está en que la denuncia desde la comunicación no logró superar casi nunca las generalidades de la manipulación o la recuperación por el sistema» (4). Y ello porque, dentro y fuera de la academia, la investigación de la comunicación no pudo en esa etapa superar su dependencia de los modelos instrumentales y de lo que Mabel Piccini ha llamado la «remisión en cadena a las totalidades» (5), siéndole así imposible abordar la comunicación como dimensión constitutiva de la cultura y por tanto de la producción de la sociedad. A mediados de los ochenta la configuración de los estudios de la comunicación muestra cambios de fondo. Provienen no sólo ni principalmente de deslizamientos internos al propio campo sino de un movimiento general en las ciencias sociales. El cuestionamiento de la «razón instrumental» no atare únicamente al modelo informacional sino que pone al descubierto lo que tenía de horizonte epistemológico y político del ideologismo marxista. De otro lado, la «cuestión transnacional» desbordará en los hechos y en la teoría la cuestión del imperialismo obligando a pensar una trama nueva de actores, de contradicciones y conflictos. Los desplazamientos con que se buscará rehacer conceptual y metodológicamente el campo de la comunicación vendrán del ámbito de los movimientos sociales y de las nuevas dinámicas culturales abriendo así la investigación a las transformaciones de la experiencia social. Se inicia entonces un nuevo modo de relación con y desde las disciplinas sociales no exento de recelos y malentendidos pero definido más que por recurrencias temáticas o préstamos metodológicos por apropiaciones: desde la comunicación se trabajan procesos y dimensiones que incorporan preguntas y saberes históricos, antropológicos, estéticos; al tiempo que la historia, la sociología, la antropología y la ciencia política se hacen cargo de los medios y los modos como operan las industrias culturales. Muestra de ello serán los trabajos sobre historia barrial de las culturas populares en el Buenos Aires de comienzos a mediados de siglo (6), o la historia de las transformaciones sufridas por la música negra en Brasil hasta su legitimación como música nacional, urbana y masiva (7). En antropología las investigaciones acerca de los cambios en el sistema de producción y la economía simbólica de las artesanías mexicanas (8), o sobre los rituales del carnaval (9), la religión y la cultura del cuerpo en Brasil (10). En sociología los trabajos promovidos por CLACSO sobre innovación cultural y actores sociales (11), las investigaciones sobre consumos culturales (12) y los trabajos sobre la trama cultural y comunicativa de la política (13). Más decisiva sin embargo que la tematización explícita de procesos o aspectos de la comunicación en las disciplinas sociales es la superación de la tendencia a adscribir los estudios de comunicación a una disciplina, y la conciencia creciente de su estatuto transdisciplinar. Es lo que muestra la reflexión de Raúl Fuentes (14) sobre la multidimensionalidad y complejidad disciplinaria que da forma a la «desapercibida comunidad» de los investigadores de la comunicación en México. O a lo que nos enfrenta y convoca el reciente libro de García Canclini (15) al interrogar el espacio de la comunicación desde la desterritorialización e hibridaciones que producen en América Latina la entrada y salida de la modernidad. En esta nueva perspectiva industria cultural y comunicaciones masivas son el nombre de los nuevos procesos de producción y circulación de la cultura, que corresponden no sólo a innovaciones tecnológicas sino a nuevas formas de la sensibilidad y a nuevos tipos de disfrute y apropiación. Y que tienen, si no su origen, al menos su correlato más decisivo, en las nuevas formas de sociabilidad con que la gente enfrenta la heterogeneidad simbólica y la inabarcabilidad de la ciudad. Es desde las nuevas formas de juntarse y de excluirse, de reconocerse y desconocerse, que adquiere espesor social y relevancia cognitiva lo que pasa en y por los medios y las nuevas tecnologías de comunicación. Pues es desde ahí que los medios han entrado a constituir lo público, esto es a mediar en la producción del nuevo imaginario que en algún modo integra la desagarrada experiencia urbana de los ciudadanos. Ya sea sustituyendo la teatralidad callejera por la espectacularización televisiva de los rituales de la política, o desmaterializando la cultura, y descargándola de su sentido histórico, mediante tecnologías que como los videojuegos o el videoclip proponen la discontinuidad como hábito perceptivo dominante. Transdisciplinariedad en los estudios de comunicación no significa entonces la disolución de sus objetos en los de las disciplinas sociales sino la construcción de las articulaciones -mediaciones e intertextualidades- que hacen su especificidad. Esa que hoy ni la teoría de la información ni la semiótica, aun siendo disciplinas «fundantes» pueden pretender ya. Como lo demuestran las puntas de investigación de estos últimos años en Europa y los Estados Unidos (16), y que como en América Latina, presentan una convergencia cada día mayor con los avances de los estudios culturales. Que hacen posible la superación dualista que impedía pensar las relaciones y conflictos entre industrias culturales y culturas populares por fuera de los idealismos hipostasiadores
de la diferencia como exterioridad o resistencia en sí. Ha habido que soltar pesados lastres teóricos e ideológicos para que fuera posible analizar la industria cultural como matriz de desorganización y reorganización de la experiencia social (17), en el cruce con las desterritorializaciones y relocalizaciones que acarrean las migraciones sociales y las fragmentaciones culturales de la vida urbana. Una experiencia que viene a echar por tierra aquella bien mantenida y legitimada separación que colocó la masificación de los bienes culturales en los antípodas del desarrollo social, permitiendo así a la élite adherir fascinadamente a la modernización tecnológica mientras conserva su rechazo a la industrialización de la creatividad y la democratización de los públicos. Es esa misma experiencia la que está obligando a repensar las relaciones entre cultura y política, a conectar la cuestión de las políticas culturales con las transformaciones de la cultura política justamente en lo que ella tiene de espesor significativo, esto es, de trama de interpelaciones en que se constituyen los actores sociales. Lo que a su vez revierte sobre el estudio de la comunicación masiva impidiendo que pueda ser pensada como mero asunto de mercados y consumos, exigiendo su análisis como espacio decisivo en la redefinición de lo público y en la construcción de la democracia. La expansión e interpenetración de los estudios culturales y de la comunicación no es fortuita ni ocasional. Ello responde al lugar estratégico que la comunicación ocupa tanto en los procesos de reconversión cultural que requiere la nueva etapa de modernización de nuestros países, como en la crisis que la modernidad sufre en los países centrales. No es posible comprender el escenario actual de los estudios de comunicación, y aun menos trabajar en su prospectiva, sin pensar esa encrucijada. 2. LA COMUNICACIÓN: UN LUGAR ESTRATÉGICO PARA PENSAR LA CRISIS Aunque la nuestra parecería estar más ligada a la deuda -y por lo tanto a las contradicciones de la modernización que diseñan empresarios y políticos- que a la duda sobre la modernidad que padecen los intelectuales, filósofos y científicos sociales en Europa y Estados Unidos, las crisis se entrelazan y sus discursos se complementan. De alguna forma el reflotamiento del proyecto modernizador en nuestros países es la otra cara de su crisis, y nuestra «deuda externa» hace parte de su «duda interna» como su desarrollo es parte de nuestra dependencia. Hacernos cargo de la crisis de la modernidad resulta entonces condición indispensable para pensar en nuestros países un proyecto en el que la modernización económica y tecnológica no imposibilite o suplante a la modernidad cultural. Lo que vincula ese debate de un modo muy especial a nuestro campo es que, ya sea para pensar lo que la crisis de la modernidad tiene de superable, esto es la reformulación de su vigencia, o lo que en ella anuncia la postmodernidad, la comunicación aparece como un tema/lugar estratégico. Recorreremos esquemáticamente el debate en ambas direcciones. Es en el centro mismo de los cambios que vive la investigación social donde Habermas coloca la cuestión del envejecimiento del paradigma de la producción, y el traslado del acento utópico y del foco epistemológico desde el trabajo a la comunicación. Desplazamientos que apuntan a introducir en la investigación el examen de las «transformaciones estructurales de las imágenes del mundo» (18): la quiebra de las interpretaciones globales de la historia, la pérdida del valor veritativo de las cuestiones prácticas, la disolución de la ética secular y el ascenso de un ateismo masivo que amenaza los contenidos utópicos de la tradición. En esas transformaciones se hace visible la crisis de las identidades tanto grupales como individuales, y la necesidad entonces de que la teoría crítica de la sociedad se haga cargo de las «patologías de la modernidad». Que son las que padece una sociedad en la que «el Estado se autonomiza frente al mundo de la vida constituyendo un fragmento de socialidad vacía de contenido normativo, y a los imperativos de la razón que rigen en el mundo de la vida les impone sus propios imperativos basados en la conservación del sistema» (19). Es esa desconexión entre sistema y mundo de vida la que necesita ser pensada en términos de comunicación pues ya no puede serlo en los términos «clásicos» de la reificación que produce el trabajo industrial alienado: el concepto de reificación es subsidiario de una filosofía del sujeto/conciencia que después de Heidegger y Foucault resulta insostenible. La modernización no agota la razón moderna (20) -podría afirmarse incluso que al desgajarse de su horizonte cognitivo, ético y político ha venido a convertirse en su perversión- y la racionalización del mundo de la vida que ella efectúa produce nuevas formas de integración al sistema pero también nuevos modos de resistencia provenientes de los mundos de vida, en cuanto ámbitos de acción orientada al entendimiento. La renovación de la teoría crítica apuntaría así a una superación de la crisis basada en el reconocimiento de la experiencia de racionalidad y sociabilidad que contiene la praxis comunicativa cotidiana. Y ello porque es en esa praxis donde se hace constatable un «telos de reconocimiento y entendimiento» (21) que es a la vez posibilidad de acceso a las experiencias del otro y reserva de normatividad. Es a esa racionalidad comunicativa -en su irreductibilidad a la instrumental- a la que, según Habermas, apelan los movimientos sociales que hoy rompen con las posiciones legitimistas -que aún siguen buscando el punto de equilibrio entre modernización por el mercado y desarrollo del estado social- y las neoconservadoras que, atrapadas entre la inflación de las expectativas y la lógica productivista, buscan la salida en una desregulación total del mercado. Lo que los nuevos movimientos disidentes recuperan es precisamente el potencial de resistencia, de reflexión y orientación que se produce en y desde la lucha por el fortalecimiento de la autonomía de los mundos de vida amenazados en su capacidad comunicativa. Ahí convergen los movimientos de defensa de las culturas tradicionales con los movimientos regionalistas, ecologistas, feministas: en la búsqueda y la construcción de «espacios públicos autónomos», esto es, en los que las identidades colectivas (22), debilitadas por la tentación involutiva y fundamentalista, puedan incorporarse a las corrientes profundas de la comunicación en las que se producen los verdaderos cambios del espíritu de la época. Más allá de las profusas y justificadas críticas que ha suscitado la idealización habermasiana de la acción y la racionalidad comunicativa, en su radical exclusión de la instrumentalidad (23), lo que parece insoslayable es la relevancia teórica que cobra la comunicación en la renovación de los modelos de análisis de la acción social, en la redefinición de la agenda de la investigación, y aún más importante, en la reformulación epistemológica y política de la teoría crítica. En la otra vertiente, la de la crisis como anuncio e inicio de la postmodernidad, también la comunicación ocupa un lugar estratégico. De un lado, el relevamiento de la estructura comunicativa de la sociedad llamada «de la información» conduce a un replanteamiento decisivo: lejos de ser un mero instrumento o modalidad de la acción, la comunicación pasaría a ser -vía nuevas relaciones entre ciencia y tecnología- elemento constitutivo, según Lyotard (24), de las nuevas condiciones del saber. Que es donde se está produciendo el cambio de sentido de esta época, en un saber que no pertenece ya a aquella razón moderna ambiciosa de unidad, sino que por el contrario se mueve entre la apertura de un horizonte ilimitado de exploración y la conciencia del carácter limitado de cada forma de conocimiento, del «irreductible carácter local» de los discursos. Sin centro -porque la ciencia en ningún modo viene a llenar el lugar que dejan vacío los metarelatos- la sociedad se da como modelo la comunicación: red de conexión entre todos sus espacios y funciones, autoregulación que es equilibrio y circulación, retroacción constante, y transparencia, esto es, correspondencia entre todos los saberes en el código/ idioma de la información. Distanciado aún del austero optimismo de Lyotard por ese nuevo modelo, G. Vattimo ausculta la sociedad de la comunicación en cuanto «experiencia declinante de los valores fuerza» (25): del debilitamiento de lo real en la experiencia cotidiana de desarraigo del hombre urbano, en la constante mediación y simulación que ejercen las tecnologías, en la dispersión estética y el simulacro político. En la sociedad que ha convertido el progreso en rutina «la novedad nada tiene ya de revolucionario ni turbador» (26) y la realidad no es otra que la experiencia del incesante entrecruce de informaciones, interpretaciones e imágenes que producen las ciencias y los medios de comunicación. Pensar esa experiencia desde el horizonte de la crítica moderna nos está haciendo imposible ver en ella algo que no sea degradación e inautenticidad, pues todo en ella choca con los ideales de verdad y profundidad que la crítica reclamó, con los de Frankfurt, como ingredientes esenciales de la cultura. Sólo otra estética y otra ética, para las que una experiencia menos intensa, más
difusa y oscilante (27) no sea necesariamente signo de alienación y deshumanización sino el indicio de otra sensibilidad, la que corresponde al «ser en su modalidad débil», podrán jugar algún papel en un proyecto de emancipación para las gentes de hoy. Una emancipación que empieza por sentir el mundo menos seguro pero también menos totalitario. «Es como si la razón al final (por ahora) de su trabajo de organización del mundo, no se detuviese en aquella fase negativa que Adorno había imaginado sino que colocase las condiciones para el reencuentro de aquello que con frecuencia ha sido pensado como su opuesto, el espíritu» (28). Uno de los efectos más evidentes de la crisis que mina a aquella organización del mundo es la nueva percepción del «campo de las tensiones» entre tradición e innovación, entre el gran arte y las culturas del pueblo y de las masas. Campo que ya no puede ser captado ni analizado en las «categorías centrales» de la modernidad: progreso/reacción, presente/pasado, vanguardia/kitsch. Porque se trata de categorías despotenciadas en y por una sensibilidad que en lugar de completar la modernidad la cuestiona al abrir la cuestión del otro, la cuestión de las tradiciones culturales como cuestión estética y política (29). 3. DECONSTRUCCIÓN DE LA CRÍTICA Y REDISEÑO DEL MAPA Colocada en el centro de la reflexión filosófica, estética y sociológica sobre la crisis de la razón y la sociedad moderna, la problemática de la comunicación desborda hoy los linderos y los esquemas de nuestros planes de estudio y nuestras investigaciones. El campo que hasta hace poco acotaban con nitidez las demarcaciones académicas ya no es más el campo de la comunicación. Nos guste o no, otros desde otras disciplinas y otras preocupaciones, hacen ya parte de él. Necesitamos asumir el estallido y rediseñar el mapa de las preguntas y las líneas de trabajo. Pero al mismo tiempo la crisis económica y el desconcierto político hacen más fuerte que nunca la tentación involutiva en nuestros países. El regreso a las seguridades teóricas, a posiciones neoconservadoras y a la defensa de las ideologías profesionales más legitimadas y legitimadoras es sin embargo enmascarado por un doble discurso convergente. El del posibilismo político que, disfrazado de lucidez acerca de lo que está pasando, le hace el juego a la expansión del mercado y su «presentación» como única instancia dinámica de la sociedad; y el del saber tecnológico, según el cual, agotado el motor de la lucha de clases la historia encontraría su recambio en los avatares de la comunicación: en adelante transformar la sociedad equivaldría a cambiar los modos de producción y circulación de la información. ¿Cómo hacer frente a esa nueva y redoblada reducción? ¿Cómo asumir el espesor social y perceptivo de las nuevas tecnologías comunicacionales, sus modos transversales de presencia en la cotidianidad desde el trabajo al juego, desde la ciencia a la política, pero no como datos que confirmarían la tramposa centralidad de un desarrollo tecnológico en el que se resuelve y disuelve lo social -la desigualdad, el poder- sino como retos a las inercias teóricas, a los esquematismos de la docencia y los automatismos de la investigación? En la dirección que marcan esas preguntas quisiera «traducir» el debate a la modernidad en algunas cuestiones que, desde América Latina, articulan ese debate con pistas de reconfiguración del campo de la comunicación. Propongo tres: las historias nacionales, las sensibilidades urbanas y los mercados culturales. HISTORIAS NACIONALES: LOS TIEMPOS LARGOS Una de las dimensiones más contradictorias de la modernidad latinoamericana, lo nacional, es a su vez hoy uno de los «espacios» que más fuertemente se están viendo afectados por las nuevas modalidades de la comunicación: por la «interconexión universal» de los circuitos vía satélite e informática, y por la «liberación de las diferencias» que acompaña la creciente fragmentación del habitat cultural. Desvalorizada o deformada su comunicación con el pasado, con las tradiciones propias, por exigencias de la excluyente contemporaneidad que impone la modernización, y atrapada entre el provincianismo y la transnacionalización su comunicación con la diversidad interior, lo nacional en su malestar, o en palabras de R. Schwarz “el malestar en lo nacional” (30) está señalando una zona de cruces estratégicos entre el estudio de la comunicación y la nueva historia. En su espléndido ensayo sobre la historiografía latinoamericana del siglo XIX Germán Colmenares desmonta las razones y mecanismos de incomunicación con el pasado en las historias patrias: “para intelectuales situados en una tradición revolucionaria no sólo el pasado colonial resulta extraño sino también la generalidad de una población que provenía de ese pasado y que se aferraba a una síntesis cultural que se había operado en él” (31). Extrañamiento que se concreta en una ausencia de reconocimiento de la realidad que era «ausencia de vocabulario para nombrarla”, y una sorda hostilidad hacia el oscuro espacio de las subculturas iletradas. Y a contraluz de lo vivido por los historiadores del siglo XIX, Colmenares conecta con una clave de la crítica postmoderna al replantear aquel sentido “progresista” de la historia que hizo a los historiadores más críticos incapaces de percibir la pluralidad de temporalidades de que está hecha, o como dice G. Marramao “la larga duración de estratos profundos de la memoria colectiva sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido social que la propia aceleración modernizadora comporta” (32). Rehacer la historia implicará ante todo establecer nuevos modos de relación con el pasado, ese que se cría abolido por la independencia o la modernización pero “cuyos rastros se iban multiplicando con sólo desplazar la atención de las hazañas luminosas a lo simplemente cotidiano” (33). En la medida en que la incorporación de las mayorías nacionales a la modernidad pasa en América Latina por la mediación que establecen las tecnologías de la comunicación, sus gramáticas y sus imaginarios, la nueva perspectiva histórica abre el campo a dos líneas capitales de trabajo. Una, la indagación de lo que en los procesos masivos de comunicación convoca y obtura la memoria en que se tejen los tiempos largos, esos en los que sobreviven las huellas que hacen posible el reconocimiento de los pueblos, el diálogo entre generaciones y entre tradiciones. Dos, la investigación de los cambios en las imágenes y metáforas de lo nacional, esto es, la devaluación, secularización y reinvención de mitologías y ritualidades en que, desde lo local y lo transnacional, se deshace y rehace esa contradictoria pero aún poderosa identidad. SENSIBILIDADES URBANAS: LAS HIBRIDACIONES Desde hace más de veinte años el peso poblacional de América Latina ha basculado del campo a la ciudad, y en bastantes países la población se acerca ya al setenta por ciento urbano. Obviamente no es sólo la cantidad de población la que señala el cambio sino la aparición de sensibilidades nuevas que desafían los marcos de referencia y comprensión forjados sobre la base de identidades nítidas, de fuertes arraigos y deslindes claros: lo rural alejándose pero secretamente vinculado aún a autenticidades y solidaridades ancestrales, indígenas; lo urbano sin llegar a serlo del todo pero corriendo afanosamente tras el modelo europeo o norteamericano. Hoy nos fallan los marcos de comprensión porque nuestras ciudades son el opaco y ambiguo escenario de algo no representable de desde la diferencia excluyente o excluida de lo propio y autóctono, y tampoco desde la inclusión disolvente de lo moderno. La cultura cotidiana de las mayorías desafía a fondo nuestros esquemas pues ni responde a nuestras nociones de cultura ni se deja tachar ya tan rotundamente de inculta. Al apropiarse de la modernidad sin dejar su cultura oral, esto es no de la mano del libro sino desde una “oralidad secundaria” gramaticalizada por dispositivos de la radio, el cine y la televisión, esa nueva sensibilidad convierte el estudio de televisión en tarea de envergadura verdaderamente antropológica. Pues lo que ahí está en juego no son sólo los desplazamientos del capital e innovaciones tecnológicas sino hondas transformaciones del tejido simbólico, cambios que sacan a flote dimensiones profundas de la memoria colectiva al tiempo que movilizan imaginarios fragmentarios y deshistorizadores, cambios que aceleran la desterritorialización de las demarcaciones culturales y las hibridaciones de las identidades.
Tratando de ir más allá de los esquemas explicativos de la violencia en la ciudad de Medellín, un comunicador ha tenido la osadía de indagarla desde su zona más dura y dolorosa: las bandas de jóvenes sicarios. Y trabajando la nueva oralidad buscó acercarse a la cultura de las bandas. El resultado de su indagación (34) es un relato cuyo análisis se centra en la explosiva mezcla de tres culturas: la paisa o de la región antioqueña, la maleva o del tango, y la de la modernización. El fondo paisa, el que viene de la cultura rural de los arrieros y la colonización llega hasta esos muchachos a través de tres rasgos bien particularizados: el afán de lucro, una fuerte religiosidad y el espíritu de retaliación. La cultura del tango permea el fondo paisa y lo carga con la exaltación de los valores del macho, del varón y la idealización de la madre. No es que en esas culturas no haya sino eso, sino que esa es la selección que la juventud marginada hace para mezclarle el componente de modernidad. Una modernidad que es en primer lugar sentido efímero del tiempo: ese que se expresa en la corta vida de la mayoría de los objetos -desechables- que ahora se producen, y en el valor del instante cuando ni el pasado ni el futuro importan mucho, ese que cambia el sentido de la muerte al convertirse en la experiencia más fuerte de la vida. Incorporan también el moderno sentido del consumo, a la vez forma de hacerse y exhibirse poderosos y asimilación de la transacción económica a todas las esferas de la vida. Y por último, incorporan un lenguaje fuertemente visual: desde los modos de verter a los de hacer música y a los de hablar, fragmentados y llenos de imágenes, inspirados en mitologías visuales de la guerra y atravesados por las estridencias sonoras y gestuales del punk. Un último ingrediente: la música antillana de la rumba y la salsa corrigiendo el ascetismo paisa con su goce del cuerpo que transforma la vieja sacralización cristiana de la muerte en su aceptación como parte de la vida y finalmente de la fiesta! La hibridación cultural es la otra cara de la heterogeneidad, del estallido y de la desurbanización de la ciudad. Es la forma de identidad con que se sobrevive en la ciudad estallada. El crecimiento anárquico de las ciudades está acrecentando las periferias, dispersando los grupos humanos, aislándolos, dejando casi sin conexiones las diferentes ciudades que hacen la ciudad. Y la desarticulación de los espacios tradicionales de encuentro colectivo hace que –como afirma García Canclini, M. Piccini y P. Safa sobre la ciudad de México (35) la vida cotidiana se desurbanice, esto es, que la ciudad se use cada vez menos. Es justamente esa desagregación socio-cultural de la ciudad la que será compensada con la red de las culturas electrónicas. Compensación vicaria pero eficaz. Los medios audiovisuales, y la televisión en especial, serán los encargados de devolvernos la ciudad, de reinsertarnos en ella introduciéndose ellos a su vez como mediación densa, que hace posible, rehacer el tejido de las agregaciones, de los modos posibles de juntarse. Un tejido que responde menos a las topografías de los urbanizadores que a la topología de los territorios imaginarios (36) en los que el juego de los medios masivos encuentra a la vez su alimento y su límite: el de las relocalizaciones que los grupos sociales llevan acabo y a través de las cuales marcan su ciudad, seleccionan y escenifican sus símbolos de pertenencia dándose formas de identidad. MERCADOS CULTURALES: INTEGRACIÓN Y DIFERENCIA Más que a doctrinas filosóficas o a ideologías políticas la modernidad en América Latina se halla ligada, según J. J. Brunner (37) al desarrollo de los medios de comunicación y a la formación de los mercados culturales. Más que como experiencia intelectual -la de los principios ilustrados- la modernidad se hace realidad colectiva y experiencia social aquí en el descentramiento de las fuentes de producción de la cultura de la comunidad a los aparatos especializados, en la sustitución de las formas de vida trasmitidas tradicionalmente por estilos de vida conformados desde el consumo, en la secularización e internacionalización de los mundos simbólicos y en la segmentación de las comunidades en públicos para el mercado. Procesos todos ellos que si en algunos aspectos arrancan desde el comienzo del siglo no alcanzarán su verdadera visibilidad social hasta los años cincuenta y sesenta cuando la educación se vuelve masiva llevando la disciplina escolar a la mayoría de la población, y cuando la cultura logra su diferenciación y autonomización de los otros órdenes sociales mediante la profesionalización de los productores y la fragmentación de los consumidores. La modernidad entre nosotros resulta siendo «una experiencia compartida de las diferencias pero dentro de una matriz común proporcionada por la escolarización, la comunicación televisiva, el consumo de información y la necesidad de vivir conectados a la ciudad de los signos» (38). De esa modernidad no se hacen cargo aún ni las políticas culturales, que mayoritariamente siguen ocupadas en buscar raíces y conservar autenticidades, ni los sistemas educativos dedicados a denunciar la confusión/degradación cultural y a condenar a los medios como sus más directos responsables. Unos y otros siguen anclados en un esquema de compartimentos y exclusiones que en nada corresponde al movimiento de integración y diferenciación que viven nuestras sociedades modernizadas en gran medida por los impulsos del mercado. Un movimiento que «reubica el arte y el folklor, el saber académico y la cultura industrializada bajo condiciones relativamente semejantes. El trabajo del artista y del artesano se aproximan cuando cada uno experimenta que el orden simbólico específico en que se nutría es redefinido por la lógica del mercado. Cada vez pueden sustraerse menos a la información y a la iconografía modernas, al desencantamiento de sus mundos autocentrados y al reencantamiento que propicia la espectacularización de los medios» (39). He ahí una tercera zona de frontera a explorar conjuntamente desde la comunicación y la sociología: la reorganización de las hegemonías en un tiempo en que el Estado no puede ya ordenar ni movilizar el campo cultural debiendo limitarse a defender su autonomía, a garantizar la libertad de sus actores y a asegurar las oportunidades de acceso a los diversos grupos sociales, mientras el mercado asume la coordinación y dinamización de ese campo. Un tiempo en que las experiencias culturales han dejado de corresponder lineal y excluyentemente a los ámbitos y repertorios de las etnias, las razas o las clases sociales, del mismo modo que la modernidad y la tradición no delimitan tampoco ya en forma excluyente ámbitos sociales ni estéticos. Hay un tradicionalismo de las élites letradas que nada tiene que ver con el de los sectores populares y un modernismo en el que –convocadas por los gustos que moldean las industrias culturales- «se encuentran» buena parte de las clases altas y medias con la mayoría de las clases populares. La integración y reorganización de las diferencias forma parte de la reconstitución de las relaciones societales. Pero mientras en los países centrales el postmoderno elogio de la diferencia está desembocando en un escepticismo creciente sobre cualquier tipo de comunidad, en nuestros países, afirma N. Lechner (40) la asunción de la diversidad y la heterogeneidad como valor sólo será posible en su articulación a un orden colectivo, esto es ligada a alguna noción o forma de comunidad. Ese es el fondo de nuestro desafío y el horizonte de nuestro trabajo: una investigación y una enseñanza de la comunicación en las que el avance del conocimiento sobre lo social no se traduzca sólo en la renovación de temas y de métodos sino en proyectos capaces de ligar el desarrollo de la comunicación al fortalecimiento y ampliación de las formas de convivencia ciudadana. NOTAS.(1) E. Sánchez Ruiz. La crisis del modelo comunicativo y la modernización, en Requiem por la modernización, Universidad de Guadalajara, 1986. (2) J. Nun, El otro reduccionismo, en América Latina: ideología y cultura, p. 40, Flacso, Costa Rica, 1982. (3) Th. Adorno, Teoría estética, p. 416, Taurus, Madrid, 1980. (4) J. Martín-Barbero, De los medios a las mediaciones, p. 222, Gustavo Gili, México, 1987. (5) M. Piccini, Industrias culturales: transversalidades y regímenes discursivos, en Dia-logos de la comunicación n° 17, p. 16, Lima, 1987. (6) L. H. Gutiérrez y L. A. Romero, La cultura de los sectores populares porteños (1920-1940), en Rey. «Espacios» n° 2, Buenos Aires, 1985. (7) E. Squef y J. M. Winsnik, O nacional e o popular na cultura brasileira –Música Brasiliense, Sao Paulo, 1983. (8) N. García Canclini, Las culturas populares en el capitalismo, Nueva Imagen, México, 1982. (9) R. Da Matta, Carnavais, malandros, heoris, Zahar, Rio, 1981. (10) Muñiz Sodré, A verdade seducida: por un conceito de cultura no Brasil, Codrecrí, Rio, 1983. R. Ortiz, Cultura brasileira e identidade nacional, Brasiliense, Sao Paulo, 1985.
R. Ortiz, A consciencia fragmentada: ensaios de cultura popular e religiao, Paz e terca, Río, 1981. (11) CLACSO (edi.) Innovación cultural y actores socio-culturales, 2 vol., Buenos Aires, 1989. (12) C. Catalán (coord.), Encuesta: consumo cultural, CENECA/FLACSO, Santiago, 1988. O. Landi, A. Vacchieri, L. A. Quevedo, Públicos y consumos culturales de Buenos Aires, Cedes, Buenos Aires, 1990. N. García Canclini, M. Piccini, P. Safa. El consumo cultural en la ciudad de México, ENAH/Iztapalapa/Xochimilco, México, 1990. (13) N. Lechner, Los patios interiores de la democracia, FLACSO, Santiago, 1988. O. Landi, Crisis y lenguajes políticos, Cedes, Buenos Aires, 1983. Reconstrucciones: las nuevas formas de la cultura política, Punto sur, Buenos Aires, 1988. (14) R. Fuentes, La comunidad desapercibida. Investigación e investigadores de la comunicación en México, Coneicc, Guadalajara, 1991. (15) N. García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Grijalbo, México, 1989. (16) M. Wolf, Tendencias actuales del estudio de medios, en «Comunicación social 1990/Tendencias» Informes Fundesco, Madrid, 1990. Ph. Schlesinger, Identidad europea y cambios en la comunicación: de la política a la cultura de los medios, Rey. Telos, N° 23, Madrid, 1990. G. Murdock, La investigación crítica y las audiencias activas, Estudios sobre culturas contemporáneas, N° 10, Colima, México, 1990. (17) N. García Canclini, Los estudios culturales de los 80 a los 90, en Rev. Punto de Vista N° 40, Buenos Aires, 1991. (18) J. Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, p. 100 y ss. Amorrortu, Buenos Aires, 1975. (19) J. Habermas, El discurso de la modernidad, p. 412, Taurus, Madrid 1989. (20) Ver a ese propósito: J. Habermas, Dialéctica de la racionalización, en Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1988. (21) Para una síntesis de la teoría habermasiana de la comunicación: Observaciones sobre el concepto de acción comunicativa, en Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos. Cátedra, Madrid, 1989; y la parte IV de Conciencia moral y acción comunicativa, Península, Barcelona, 1985. (22) J. Habermas, Identidades nacionales y postnacionales, Tecnos, Madrid, 1989. (23) J. Alexander, Ensayo de revisión: la nueva teoría crítica de Habermas, su promesa y sus problemas, en rev. «Sociología» N° 7/8, UAM, Azcapotzalco, México, 1988. G. Marramao, Metapolítica: más allá de los esquemas binarios acción/sistema y comunicación/estrategia, en Razón, ética y política, Anthropos, Barcelona, 1989. (24) J. F. Lyotard, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, Cátedra, Madrid, 1984. (25) G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidos, Barcelona, 1990. (26) G. Vattimo, El fin de la modernidad, Nihilismo y hermenéutica en la cultura postmoderna, p. 14, Gedisa, Barcelona, 1986. (27) G. Vattimo, El arte de la oscilación, en La sociedad transparente, ya citada. (28) El espíritu reencontrado en rev. Topodrilo N° 6, p. 71, México, 1989. (29) A. Huyssen, Guía del post-modernismo, en rev. Punto de Vista N° 29, Buenos Aires, 1987. (30) R. Schwarz, Nacional por sustracción, en rev. Punto de Vista N° 28, p. 17, Buenos Aires, 1986. (31) G. Colmenares, Las convenciones contra la cultura, p. 72, Tercermundo, Bogotá, 1987. (32) G. Marramao, obra citada, p. 60. (33) G. Colmenares, obra citada, p. 23. (34) A. Salazar, No nacimos pa’ semilla. La cultura de las bandas juveniles de Medellín, Cinep, Bogotá, 1990. (35) Obra citada, ps.15-25. (36) A. Silva, Imaginarios urbanos. Bogotá y Sao Paulo: cultura y comunicación urbana en América Latina, en prensa, Tercer Mundo, Bogotá. (37) J. J. Brunner, Existe o no la modernidad en América Latina, en El espejo trizado, Flacso, Santiago, 1988. Ver también J. J. Brunner, C. Catalán y A. Barrios, Chile, transformaciones culturales y conflictos de la modernidad, Flacso, Santiago, 1989. (38) J. J. Brunner, Tradicionalismo y modernidad en la cultura latinoamericana, p. 38, Flacso, Santiago, 1990. (39) N. García Canclini, Culturas híbridas, p. 18. (40) N. Lechner, Un desencanto llamado postmoderno, en Los patios interiores de la democracia, p. 165 y ss.
REFLEXIONES SOBRE LA POSMODERNIDAD: EL EJEMPLO DE LA ARQUITECTURA Renato Ortíz El lector que tuviera la paciencia de pasear por la bibliografía sobre el tema podrá constatar que el debate acerca de la modernidad es bastante confuso. El propio término «pos» es ambiguo y da margen a dudas, sugiere una ruptura radical entre un «antes» y un «después», la modernidad percibida como algo perteneciente al pasado. Existe también una polarización política en torno de posiciones que en principio se caracterizarían como «progresistas» o «conservadoras», lo que añade un elemento más de complicación a la discusión. En el caso de América Latina, aún nos preguntamos si realmente tal controversia tendría sentido. ¿No se tratará de otra «moda» intelectual? ¿Cómo hablar de posmodernidad si no conocemos plenamente la propia modernidad? En Brasil el debate viene siendo trabajado más en los medios que en los medios intelectuales, lo que embarulla más las cosas. Mi punto de vista es que deberíamos tomarlo seriamente. Lo que interesa es comprender cómo la posmodernidad es una de las expresiones (y yo insistiré en que se trata de una entre otras) de un reacomodo de los procesos sociales y societarios «pos» industriales. Evidentemente no tengo la intención en este artículo, de discutir si esta condición «posmoderna» es fruto de una tercera etapa del capitalismo como piensa Frederic Jameson, o se adecúa más a las transformaciones de un capitalismo flexible que se inicia en los años 70, como propone David Harvey (1). Pero retomo de esos autores un argumento que me parece fundamental. Los cambios por los que pasan las sociedades industrializadas en este momento son reales, y se extienden no solamente a los países centrales, ellos abarcan el sistema internacional como un todo. Esta modernidad-mundo, para utilizar una expresión de Jean Chesnaux, es distinta de las modernidades del siglo XIX y de inicios del XX, lo que significa que las relaciones entre el hombre y el mundo y entre los hombres entre sí se encuentran en proceso de mutación. Probablemente el contratiempo de la discusión refleja este momento de transición que conocemos. Mi interés por la cultura, particularmente por la arquitectura, es en este sentido estratégico. El arte encierra no sólo disponibilidades estéticas sino también un aspecto cognoscitivo que traduce de manera ideal las relaciones sociales. Ella puede ser aprendida como un síntoma de las transformaciones más amplias que envuelven la sociedad. No es casual que la polémica sobre la posmodernidad se haya iniciado justamente en su ámbito (2). La sensibilidad artística traducía, ya desde los años 60, las inquietudes en relación a las irregularidades aún imperceptibles en el plano macro de la sociedad. LA ARQUITECTURA POSMODERNA Charles Jenks tiene una opinión precisa sobre la muerte de la arquitectura moderna: el fallecimiento habría ocurrido en Saint Louis, Missouri, el día 15 de julio de 1972 a las 3:32 de la tarde. En ese instante el conjunto habitacional Pruitt-Igoe, símbolo de la aplicación de los principios modernistas a la construcción de masa se fue abajo. Una carga de dinamita destruía el sueño de una arquitectura volcada al desarrollo y al progreso social. El evento escogido por Jenks es significativo. El edificio en cuestión representaba en verdad un espacio construido a partir del ideario modernista, procurando reproducir en su interior un sistema de «calles en el aire», compuesto por corredores anónimos, y piezas que favorecían la completa ausencia de privacidad. En cierta forma podríamos decir que la racionalidad de la calle había penetrado el interior de las vidas privadas. Es contra esta racionalidad que la arquitectura insurge pues el movimiento moderno, «como la escuela racional, la salud racional, el diseño racional de los términos femeninos, tienen el defecto de una época que se reinventa totalmente en términos racionales» (3). La crítica incide por tanto sobre la irracionalidad de la modernización del mundo en que vivimos. La senda unilinear del progreso no trae necesariamente la realización del hombre, pero sí la uniformización de las costumbres y de los estilos. Por eso Jenks dirá que la arquitectura moderna es univalente, utilizando pocos recursos materiales y abusando de la geometría del ángulo recto. «Característicamente este estilo reducido era justificado como racional y universal; la caja de metal y vidrio se volvió la forma más simple usada en la arquitectura, y significa en todos los lugares del mundo edificio de oficinas» (4). La estandarización del «estilo internacional» representaría así una adecuación de las formas arquitectónicas al industrialismo de las sociedades de masa, poseyendo la arquitectura una dimensión integradora del hombre a una sociedad deshumanizada. Los posmodernos rechazan el compromiso que el modernismo tenía con el desarrollo social; en términos estéticos esto implica recusar el primado de la universalización de las formas en detrimento de sus contextos. Ante la estandarización de la sociedad industrial ellos valorizan las diferencias. Contrariamente a la idea de la casa como «máquina de morar» se imagina (sin conseguirlo, evidentemente) integrar al hombre en las residencias y en los centros de trabajo. Las primeras ideas de Robert Venturi pretendían combatir la monotonía de esta arquitectura univalente buscando revalorizar la complejidad de los múltiples contextos sociales (5). La contraposición de lo universal con lo local lleva a los posmodernos a rehabilitar los trazos de la historia. La preocupación de Aldo Rossi por la memoria colectiva ilustra bien este aspecto (6). Retomando las tesis de Halbwachs él considera a la ciudad como una memoria de los pueblos, ligando los hechos a los lugares. La historia estaría así incrustada en la materialidad de los monumentos, de las calles, de los edificios pertenecientes a la comunidad; la arquitectura se enraizaría en el medio ambiente circundante. Por eso el gesto inicial de fundación del movimiento posmoderno en la Bienal de Venecia (1980) apela directamente a la historia. La «Strada Novissima» tiene como subtítulo «La presencia del pasado». En el documento de su presentación al público leemos en grandes letras: «es de nuevo posible aprender con la tradición y vincular nuestro trabajo a la finura y la belleza del pasado». El argumento contrasta con el del modernismo que en nombre de un futuro a ser construido hacía tabula rasa de todo lo que era anterior. La arquitectura moderna, en su lucha para imponerse como legítima decreta el fin del arte y de los contornos tradicionales y sobre las cenizas del pasado, inaugura algo radical. El análisis funcionalista elimina pues la gramática de las arquitecturas locales y deposita su esperanza en la utilización de los nuevos materiales tecnológicos. En nombre del futuro el pasado es recalcado. Por eso Paolo Portoghesi afirma que la arquitectura posmoderna se basa en el «reconocimiento de validez parcial y relativa de todos los sistemas convencionales, donde se acepte que pertenecemos a una red policéntrica de experiencias, todas con derecho a ser oídas» (7). Sin embargo, la propuesta planteada no es un mero ejercicio estético. Ella se fundamenta en una visión del mundo, en una filosofía que interpreta e integra las transformaciones de las sociedades industrializadas. Lyotard es reconocido como el primer gran filósofo de la posmodernidad porque formula una «teoría de la diferencia» que adquiere un valor explicativo para un grupo de artistas que pretende la legitimación ideológica de su propio movimiento. Dentro de este contexto la discusión adquiere una coloración política. La crítica de Portoghesi es clara: el movimiento modernista «fue una tentativa de construir, de manera linear, una relación entre arquitectura y progreso, de modo que sería posible distinguir, en todos los tiempos entre el bien y el mal, decretándose anexiones y expulsiones como en un partido político» (8). El modernismo se revelaría así como un esfuerzo «totalitario» para imponer una verdad única. El prescribía un programa inflexible de las formas, y de las vivencias, el progreso y el desarrollo identificados con la felicidad humana. El eclecticismo posmoderno tiene por finalidad rebelarse contra este estado de cosas. Es una respuesta a la «tiranía de lo nuevo» a cualquier costo, una valorización del pluralismo de la vida ante la coerción de las ideologías. Lo posmoderno sería una forma de imaginación democrática. Esta filosofía de vida no se reduce sin embargo a una perspectiva política. Los artistas tratan de vincularla a la propia «condición posmoderna», a la realidad de las sociedades. Para ellos los cambios de orden mundial en los últimos años no sólo favorecen como exigen modificaciones profundas en la esfera de la conciencia. Los modernistas no perciben que el mundo actual difiere de aquel inaugurado por la revolución industrial predominio de las fábricas, de la producción centralizada, de una cultura de masa. La revolución informática se vuelve ahora el centro de la organización del sistema productivo, posibilitando que una red mundial de información coloque los usuarios en red. Ocurre por lo tanto un movimiento de descentralización de la
producción, del consumo, del poder y de las relaciones sociales (idea asociada a la existencia de un capitalismo desorganizado). La autoridad centralizada cede lugar al pluralismo descentralizado. Si antes la cultura de masas estandarizaba sus productos para llegar indiscriminadamente a todos hoy ella se encontraría en otra fase: la de la segmentación de la producción. Los individuos tendrían ahora la oportunidad de realizar sus individualidades en el interior de esos mercados diversificados. Por eso Jenks dirá: «con la aldea global y la revitalización de tantos neo-estilos competitivos, la reivindicación de cada mirada se convierte cada vez más en fe en aquello que desearía que fuera verdad. Llegamos a un punto paradojal con la quiebra del consenso, con el fin de los estilos nacionales o de la ideología modernista, donde cualquier estilo puede, y es, revivido. Variedad de humor y conveniencia de elección son valores nuevos que sustituyen la ortodoxia del estilo y le da consistencia” (9). El panorama monolítico del «international style» adecuado a una etapa histórica determinada, se sustituye por una pléyade de estilos, una configuración de la diversidad vigente. En este sentido, el modernismo no es sólo una visión enriquecida del mundo, él es obsoleto: el posmodernismo pretende superarlo en la medida en que se coloca como «más moderno», esto es, más integrado a los nuevos tiempos. Hasta el momento me he limitado a una breve presentación de las propuestas y del ideario posmoderno. La pregunta que se impone ahora es cómo reaccionar ante ellas. Una alternativa sería aceptarlas, haciendo coro con un cierto neoliberalismo de los estilos. Esta no es mi intención. Otro camino es el indicado por Habermas, que al refutar los términos del debate preserva el proyecto de una modernidad incompleta. Los posmodernos serían así los portavoces de una pseudovanguardia, de una estética inconsecuente. De ahí la recuperación de las ideas de Frank Lloyd Wright, Gropius, Mies van del Rohe, Le Corbusier (10). La opción es problemática, toda vez que incentiva un cierto conformismo modernista, olvidando revelar que la utopía moderna se encuentra, desde su nacimiento, vinculada a la instrumentalidad de las sociedades capitalistas. No creo que sea satisfactorio contraponer modernidad con posmodernidad, como si estuviésemos ante la necesidad de una elección impostergable. Sería en todo caso, traducir una polarización política al plano del pensamiento y de la crítica. Por eso quiero afirmar que el movimiento posmoderno es una expresión y un ajuste a los tiempos actuales. En tanto expresión él apunta a un conjunto de cuestiones relevantes para la comprensión del mundo contemporáneo. Como ajuste él integra acríticamente, sin contradicciones, los impasses de las sociedades industrializadas. Se puede hacer un paralelo con los precursores de la arquitectura moderna. El racionalismo y el funcionalismo tenían que romper con los estilos pasados, el gótico y el clásico, si querían crear un lenguaje nuevo. Al cuestionarlas formas y los materiales usados hasta entonces, ellos pretendían inventar otra estética. No obstante, este proceso de creación y de ruptura encubre otro, el de la adecuación del arte a la modernización de la sociedad. Tony Garnier puede ser considerado como uno de los primeros urbanistas realmente modernos, pero esto no nos debe hacer olvidar que su proyecto de ciudad industrial se fundamentaba en el principio funcional de la racionalidad capitalista. Ocurre algo semejante con el posmodernismo. El es crítico con el pasado de la modernidad, pero conformista con los desafíos del presente. LA AMBIGÜEDAD POSMODERNA Una afirmación que se hizo corriente en la literatura sobre el asunto es que el arte y la cultura popular constituirían hoy un mismo dominio. Los posmodernos saludan este acontecimiento en nombre del fin del «elitismo», motivo de regocijo ante la democratización de la cultura. Un ejemplo es el esfuerzo de Robert Venturi en recuperar los aspectos kitsh de Las Vegas, integrando las formas de una arquitectura «banal», «ordinaria», a los cánones académicos (11). Los críticos comparten el mismo punto de vista aunque inviertan la polaridad del juicio de valor. La posmodernidad sería una negación de la autonomía institucional del arte, un proceso de indiferenciación en el interior del cual «cualquier cosa es arte, la innovación ya no es más posible” (12) Una visión radical y contundente es la defendida por Baudrillard, cuando él se refiere a la emergencia de una trans-estética (13). En el mundo de indiferencia en que vivimos, el arte conservaría apenas su función antropológica de ritual, perdiendo toda y cualquier especificidad. Estaríamos pues de vuelta al estadio de los pueblos primitivos, la solidaridad mítica impidiendo cualquier afirmación de individualidad artística. Mas pregunto: ¿las cosas pasarían así no más? Evidentemente es necesario reconocer que la oposición excluyente entre arte y cultura (popular o de mercado) que existía al final del siglo XIX no tiene más razón de ser. Como ya había observado Walter Benjamin, el estatuto del arte, en edad de su reproductibilidad técnica es otro. Las innovaciones surrealistas se encuentran hoy incorporadas a la técnica de la publicidad, y el arte pop integra un conjunto de elementos y de recursos oriundos de la industria cultural. No hay duda, ocurre una aproximación, una interpenetración de fronteras ¿pero indicaría eso una superposición de los espacios? Retomo una observación de Peter Burger para encaminar mi reflexión; él dice respecto a las latas de sopa Campbell pintadas por Andy Warhol que todos sabemos son idénticas a las de marca Campbell: «tenemos ahí una mera duplicación con todos los derechos a ser original. El sujeto canceló sus habilidades de expresarse en una obra de arte. Pero es justamente a través de este gesto de auto-supresión que él gana el aura que de lejos supera el brillo de un ego artístico que vive de este poder. En el centro de la institución del arte permanece un sujeto que prueba ser mucho más resistente que el anuncio de su propia muerte» (14). Pienso que podríamos decir lo mismo de la arquitectura. Para lanzarse como movimiento artístico los posmodernos escogen con criterio el escenario de su inconformismo: la Bienal de Venecia. Es en el interior del locus consagrado por la tradición que ellos insertan su rebeldía. No hay pues marcas de ruptura, sino de continuidad con la «institución arte»; si utilizáramos un concepto elaborado por Burger, diríamos que el posmodernismo no constituye en rigor una «vanguardia» (15). El preserva en el seno de la institución las fronteras del mundo del arte. Creo que es en esta línea de argumentación que podemos interpretar las tentativas que se hacen para rescatar la idea de una semiología de las formas. La crítica al modernismo ve claramente el exceso de su funcionalidad, esto es, en términos estéticos, los límites impuestos por la adecuación de la forma a la función. Paolo Portoghesi es explícito a ese respecto cuando compara la arquitectura a las otras artes: para él la conquista de la forma «lleva a la arquitectura a un área de libertad lingüística que otras disciplinas artísticas ya habían conquistado o que nunca perdieron completamente» (16). La antigua discusión sobre la autonomía del arte es reactivada, los arquitectos aparentemente se niegan a someter sus experiencias a las exigencias ajenas, a aquéllas definidas por el universo artístico. De ahí la afirmación recurrente que el posmodernismo no es sólo función sino escenario, ficción, en fin, un territorio que de alguna manera escaparía a la coerción de las demandas externas. El énfasis en la idea de una «arquitectura simbólica» tiene en buena medida la intención de superar la contradicción entre arte y utilidad (17). Las formas presentes y pasadas son percibidas como un léxico del cual el arquitecto se apropiaría para satisfacer un imperativo de orden estético. Bajo este ángulo la semiología surge como una ciencia privilegiada, ella liberaría al lenguaje de las formas de su instrumentalidad práctica. Pienso que así mismo la crítica de uso político de la arquitectura que los posmodernos hacen al modernismo puede ser comprendida dentro de esta óptica. Como la literatura en el siglo XIX, ellos buscan por un terreno autóctono una autonomía en relación a las presiones ideológicas. El principio de «el arte por el arte» encontraría así en el campo de la arquitectura, una manifestación tardía de su concretización. La definición que Jenks da del posmodernismo es esclarecedora. Ello considera como «la combinación de técnicas modernas con alguna cosa más (usualmente edificios tradicionales) a fin de que la arquitectura se comunique con el público y con una minoría interesada, usualmente otros arquitectos». Subrayo sin embargo uno de los dos polos de la definición para llamar la atención de cómo la individualidad posmoderna es definida en el interior del campo (uso el concepto de Bourdieu) de la arquitectura. En cuanto proposición ella adquiere sentido cuando es contrapuesta al modernismo e interactuando con otras alternativas existentes. El universo de la arquitectura es complejo, y viene marcado por la manifestación de diversas tendencias. Se sigue de ahí la necesidad de determinar una estrategia de distinción en relación a una posible confusión de papeles. Los posmodernos quieren diferenciarse de sus concurrentes, del «último modernismo», del «modernismo cismático», y del «regionalismo crítico»; por eso ellos reivindican una modalidad estética que
los caracterice de manera inequívoca. En el embate concurrencial que los envuelve ellos ciertamente no dejaron de hacer uso de las instancias de consagración reglamentadas por la historia de su disciplina: las exposiciones y las revistas de arquitectura. Ante las múltiples inclinaciones artísticas que cohabitan en este campo de tensiones afirmar que el arte y la cultura popular serían dominios indiferenciados es arriesgarse demasiado. La declaración de Denise Scott Brown ilustra bien este punto. Su análisis de la relación entre cultura erudita y cultura popular es sintomática. «El interés por la cultura popular proviene del hecho que ella es capaz de influenciar y vivificar a la alta cultura. Estoy seguro que existe una relación entre ellas. Si quisiéramos lograr una especie de arquitectura diferente de la arquitectura de renovación urbana, que creemos no es pertinente, es preciso aceptar esta arquitectura en el nivel en que las decisiones son tomadas. Considerar la cultura popular e interpretarla a la luz de la alta cultura es el único medio de transformar la actitud de las personas que califican los concursos y de aquellas que encomiendan los contratos a los arquitectos» (18). Detrás del discurso comercial, interesado, se reafirma la autonomía de la esfera del arte; lo que se propone es una aproximación, pero no una coincidencia de los espacios. El kitsh resemantizado no significa indiferencia, sino elemento de distinción en el interior de un universo que anteriormente lo rechazaba. Sin embargo, la separación entre estética y función es ilusoria. Podríamos recordar aquí el argumento de Hegel mostrando que la arquitectura encuentra límites precisos en la densidad material que la predetermina (se trata para él de la más pobre de las artes) (19). Pero creo que eso no es necesario. Los arquitectos saben que no hay una distancia radical entre proyecto y realización. Las obras desempeñan un papel definido por la demanda externa. La función es constituida socialmente, independientemente de la voluntad estética; es en el interior de esas exigencias que el arquitecto ejerce, o no, su creatividad. Por eso las puertas para la funcionalidad no pueden ser enteramente cerradas; hábilmente los posmodernos irán recuperándolas cuando hablan de una arquitectura «comunicativa» -el segundo elemento de la definición de Jenks arriba mencionada. Lo posmoderno se presenta así como una doble codificación» tiene un pie en la cultura «elitista» y otro en la cultura «popular». Su lenguaje compone una estrategia de comunicación en relación al público más amplio. Evidentemente, esta ambigüedad no es vista como contradicción, sino como virtud, pero creo que es en este momento que los problemas se inician. La definición propuesta por Paolo Portoghesi es interesante: «El posmodernismo en arquitectura puede ser leído como la reemergencia de arquetipos, o como la reintegración de convenciones arquitectónicas: por lo tanto, como premisa para la creación de una arquitectura comunicativa, una arquitectura de la imagen para una civilización de la imagen» (20). Acríticamente la inclinación artística debe adaptarse al espíritu de una sociedad publicitaria. En este punto Habermas tiene razón, para expresarse, la grafía de los símbolos escoge un campo distinto del lenguaje formal. La autonomía laboriosamente esculpida en la crítica al modernismo cede lugar al acomodamiento oportuno. ¿DIFERENCIAS O DISTINCIONES? Pienso que un punto fuerte de la postura posmodernista es el énfasis dado a la noción de diferencia. Podríamos imaginar que ella corresponde sólo a una táctica ideológica, a un ocultamiento de la realidad. Esto sería una respuesta cómoda, pero infelizmente poco convincente; la problemática en cuestión no se reduce a la falsa conciencia. Por eso toda una corriente norteamericana irá a asociarla a los movimientos de minoría: por ejemplo el feminismo, que encuentra junto a los cuestionamientos posmodernos un impulso positivo, una valorización del discurso del otro (21). lhab Hassan dirá que esta «obsesión epistemológica por los fragmentos, por las fracturas, corresponde a un compromiso ideológico con las minorías en el plano político, sexual y lingüístico. Pensar bien, sentir bien, de acuerdo con este episteme del unmaking es rechazar la tiranía de las totalidades, la totalización en cualquier empresa humana es potencialmente totalitaria» (22). La parte no debe someterse al todo. El argumento recuerda a Adorno, cuando denunciaba radicalmente los mecanismos totalitarios de la sociedad industrial en su ansia por reducir a los individuos a la lógica del imperativo iluminista. No obstante, ¿será suficiente el enunciado de las diferencias? El mundo tal como lo imaginan los posmodernos es realmente plural, democrático? Los individuos poseen de hecho un poder sobre «los mensajes que los atraviesan», como idealiza Lyotard en su «Condición Posmoderna» (23). El propio Lyotard comienza a dudar de eso en sus escritos posteriores. En una autocrítica a sus posiciones anteriores él dirá: «que la diferencia esté destinada a hacer sentido en cuanto oposición dentro del sistema, para hablar como estructuralista, es una cosa, otra es que ella sea prometida al sistema por venir» (24). Aquí se introduce una nueva línea de argumentación. La existencia en sí de las diferencias dice poco, ellas sólo adquieren sentido cuando son articuladas al sistema que las envuelve. Es preciso calificar el proceso de diferenciación, sumergirlo en las situaciones concretas de la historia. El raciocinio posmoderno pretendía pasar una visión idílica del mundo haciéndonos creer que la mera afirmación de las partes en contraposición al todo era sinónimo de democracia. Cierto, no podemos dejar de reconocer las especificidades, pero debemos añadir que ellas se manifiestan en un espacio permeado por conflictos y jerarquías. Esto nos permite recolocar la cuestión de la hegemonía como capacidad de organizar jerárquicamente las diferencias. No hay contradicción en afamarse simultáneamente la parte y el todo. Como observa Frederic Jameson, «un sistema que constitutivamente produce diferencias sigue siendo un sistema»: este es el argumento central de las tesis de Luhmann (25). A mi entender, hay un equívoco en relación a la polémica sobre «el fin de los grandes relatos» como lo colocaba Lyotard en sus tesis anteriores. Primero, en rigor, este tipo de asertos no es una novedad para el debate, la temática del «fin de las ideologías» ya había sido trabajada por autores como Daniel Bell y Marcuse. Segundo, aún si aceptásemos este punto de vista, de él no se desprende la positividad de las diferencias, la conquista de lo individual como antagónico de lo general. La noción de sistema integra a la crítica diferencialista, neutralizándola. Un sistema para funcionar no necesita de ningún gran relato, él es un gran relato. Como apuntaba Marcuse, la ideología en las sociedades posindustriales no corresponde más a la «visión del mundo», a una «falsa conciencia», a una «Weltanschauung», ella es praxis, y se incorpora a la materialidad de los objetos y de la vida. Performance, racionalidad, funcionalidad, no son valores sino mecanismos que prescriben los desarrollos del sistema. Cuando los posmodernos valorizan las señales antropológicas de cada grupo societario, tratando de descifrar sus estéticas particulares, es importante indagar: ¿cuál es el significado de eso? La recuperación que Venturi hace del «mal gusto» de la clase media americana no es ingenua. Como señala David Harvey, su táctica es explorar, de manera populista, una potencialidad del mercado. A una clase media protegida por espacios cerrados, shopping-centers, plazas, barrios de vivienda, corresponde un gusto que es neutro. A través de su manifestación esta misma clase media se diferencia legítimamente de una estética y de un espacio característico de las clases subalternas. Ella aspira todavía, por medio de la crítica al elitismo, a participar en el locus consagrado de la estética académica. La diferencia se vuelve distinción, en el sentido que Bourdieu atribuye al concepto. El capital cultural de la clase permite de esta forma establecer una jerarquización de gustos y de disponibilidades. En verdad, bajo este ángulo, las arquitecturas moderna y posmoderna se tocan. Desde el punto de vista social no hay ningún contraste entre un predio de Mies van der Rohe para la Seagram (N.York,1985) y otro de Philip Johnson y John Burgee para la AT&T (N. York, 1982). Ambos simbolizan el poder de las grandes firmas empresariales. Ellos distinguen en el enmarañado del paisaje urbano, la superioridad de aquellos que detentan las posiciones dominantes en una sociedad. Una única diferencia, tal vez. Los posmodernos, como pretenden estar más afinados con los tiempos históricos, tienen más oportunidad de apropiarse de este rentable mercado de construcciones, presentando a los clientes una novedad en el abanico de diferencias. En la médula de una sociedad que gira a través de la efemeridad de las cosas, ellos se revisten de una actualidad, de un valor «in» que expulsa la obsolescencia «out» de las concepciones anteriores. Pero las diferencias no significan únicamente desigualdades entre clases y grupos en el interior de una sociedad determinada. La propuesta posmoderna ignora que la modernidad-mundo es construida también de forma jerárquica. Evidentemente, el sistema mundial preserva la unicidad diferencial de las naciones, pero integrándolas a un conjunto que posee reglas y mecanismos propios. Lo local no es mera expresión de su particularidad, se encuentra conectado a una red asimétrica de fuerzas que lo atraviesan y lo someten. La revolución informática y comunicacional que los posmodernos invocan como
sustrato material para sus perspectivas está lejos de expresar algún tipo de ideal democrático. La idea de «aldea global»; es en este sentido imprecisa, ella sugiere que el mundo es una «comunidad» exenta de contradicciones. La transnacionalización de la cultura camina en otra dirección, el desnivelamiento de las naciones implica la presencia de contenidos y de formas hegemónicos. Ciertamente, las unidades de este sistema mundial entran ahora en contacto más intensa y rápidamente que antes, sin embargo, el acto comunicativo es predeterminado por las posiciones que los elementos ocupan en el interior de la malla que los trasciende. Algunos arquitectos del «Tercer Mundo» comienzan a comprender este hecho y tratan de apartase de las idealizaciones optimistas. Es el caso del regionalismo crítico en América Latina. Sin abandonar la idea de una civilización universal, sus defensores buscan retraducir la arquitectura de acuerdo con el lenguaje y las particularidades locales. Ellos tienen no obstante conciencia que el campo internacional viene demarcado de manera inequívoca. Por eso Antonio Toca propone como proyecto «la necesidad de luchar por una arquitectura específica y particular que se inspira en el conflicto global entre una cultura hegemónica (que tiende a constituirse como única) y las culturas específicas de cada región» (26). La pretendida neutralidad de las tendencias internacionales es cuestionada a nivel del diseño arquitectónico. MEMORIA: ESPACIO Y TIEMPO El modernismo en arquitectura veía el pasado bajo el signo de la suspensión. A fuerza de buscar la expresividad de los nuevos materiales prohibía la imaginación, abierta sólo a un futuro no siempre promisorio. Heredero de la modernidad, él se construía y se rehacía incesantemente acelerando, muchas veces en vacío, en dirección de su propia superación. Al recuperar la tradición los posmodernos reenvisten de sentido formas que ante la prominencia y la vehemencia del ángulo recto habían sido relegados a un segundo plano. Pirámides, columnas griegas, frontispicios neoclásicos, adquieren así derecho de ciudadanía en las sociedades industrializadas. Pero queda la duda ¿cuál es el significado de esta recuperación? ¿Se trata de la valorización de una memoria colectiva como se pretende? Cuando Halbwachs acuña el concepto de memoria colectiva el trata de mostrar que los recuerdos se encuentran íntimamente ligados a las existencias de los grupos particulares. El acto mnemónico requiere de la distribución y participación de aquellos que solidariamente se comunican unos con otros. El recuerdo es posible porque los grupos existen, el olvido resulta de su desmembramiento. Pero para ser vivenciada la memoria necesita de una referencia territorial; ella se actualiza en el seno de un espacio común, confiriendo peso a los recuerdos. Una iglesia no es simplemente un local de reunión de los fieles. Su lugar y su forma la distinguen de otros establecimientos vecinos: en su interior el espacio se subdivide, separando la celebración de los rituales de asistencia, ruptura que refuerza el antagonismo entre lo sagrado y lo profano. Para cristalizarse la memoria católica escoge el espacio construido y delimitado por la tradición. Lo mismo sucede con la ciudad. Sus piedras son parte de los eventos vividos por las diversas agrupaciones que la constituyen. Las calles, los monumentos. los edificios, materializan la narrativa de los recuerdos. La memoria colectiva arraiga a los individuos no sólo los circunda; en tanto tradición, ella les asegura una estabilidad. El pasado es preservado en nichos, impidiendo que una historia larguísima se pierda en las brumas del tiempo. A primera vista, la tentativa posmoderna se articula a una recuperación de la memoria local. Retomar la tradición, recusar el universalismo iluminista (en el sentido de Adorno) ¿no es justamente realzar la presencia de las particularidades? Inclinándose sobre la cuestión, mirando de cerca, afloran las contradicciones. El eclecticismo posmoderno presupone un tipo de raciocinio que lo aparta del tradicionalismo. Los propios artistas se encargan de aclarar los eventuales malentendidos. «El pasado cuya presencia reclamamos no es una edad de oro a ser recuperada. No es la Grecia como infancia del mundo, de la cual hablaba Marx, atribuyéndole universalidad, permanencia y ejemplaridad en ciertos aspectos de la tradición europea. La presencia del pasado que puede contribuir a hacemos los hijos de nuestro tiempo es, en nuestro campo, el pasado del mundo. Es el sistema global de las experiencias conectadas y conectables por la sociedad» (27). No se trata pues de una visión nostálgica. Lo clásico no es recuperado en cuanto tal, sino en cuanto forma producida en algún tiempo y lugar. Sin embargo, decir que el pasado es un sistema significa atribuirle intemporalidad. Retirados del contexto original, una cornisa egipcia, un panteón al aire libre, pueden cohabitar al lado de arcos clásicos o góticos. La memoria de la cual hablan los posmodernos es estructural, y se compone de invariantes. Pirámides, catedrales góticas, chozas, columnas (helénicas o jónicas), formas abovedadas, techo japonés, etc. son elementos de un conjunto lógico-atemporal. El constituiría, por así decir, el legado de la humanidad, englobando cuantitativamente todas las formas conocidas hasta hoy. El presente se alinea con el pasado, las arquitecturas nacionales se articulan en el interior de este mega-conjunto, dominio de todas las formas. Resta al arquitecto relacionarse eclécticamente con esta disponibilidad estética casi infinita; según sus necesidades, él escogerá los términos adecuados para componer su proyecto particular. De la misma forma que el bricoleur, él opera selectivamente para responder a cada problema que enfrenta en la práctica. Ocurre no obstante, una diferencia determinante entre esta memoria posmoderna y aquella a la cual se refería Holbwachs. El espacio, figura central en la definición de la memoria colectiva, se desvanece. Se desterritorializa. Las formas constitutivas de esta memoria cibernética son elementos vacíos sin ninguna densidad particular. Una pirámide nada tiene que ver con la vida de los pueblos egipcios; un templo griego es algo distante de su época. El mismo principio vale para el presente. Una forma asiática, para integrar el universo blanco de la semiología posmoderna, debe ser depurada de su peso cultural. La historia, que había sido el soporte de la crítica en relación al modernismo se desvanece en el formalismo. El espacio reivindicado por los posmodernos nada tiene de local, yo diría inclusive, de universal, es simplemente un trazo adaptable a sus diferentes usos (28). Bajo este aspecto, creo que los arquitectos posmodernos expresan un proceso de desterritorialización más amplio que envuelve a las sociedades como un todo. La manifestación de un world system, de una cultura mundial, implica el desarraigo de las formas y de los hombres. El espacio que surgía también como una frontera de resistencia a la movilidad total, definiendo a los individuos en relación al suelo, a sus ciudades, a sus países, se transustancia en elemento abstracto, pudiendo ser manipulado por una conciencia sin ningún arraigo cultural. El movimiento de circulación que la modernidad contenía en sí misma es llevado por la posmodernidad al paroxismo. En un mundo que se internacionaliza lo local sólo consigue expresar el anonimato del espacio, su vacío formal. Sin embargo, este movimiento de desparticularización no es limitado, incide sobre la noción de tiempo. Podemos aprehender este punto retomando la aproximación que hicimos entre eclecticismo y bricolage, agregando ahora otro elemento, el sincretismo. Desde el punto de vista de la lógica combinatoria utilizada en esos procesos, la analogía me parece pertinente (se dice comúnmente que el pensamiento posmoderno es sincrético). Pero fuera de este aspecto las diferencias son considerables. El sincretismo presupone la presencia de una memoria colectiva, de un mito compartido por un grupo de personas. Es un bricolage que resulta del contacto de dos tradiciones. Todavía existe una tradición dominante, que escoge y ordena los elementos de una tradición subdominante. Un ejemplo es el sincretismo de Iansa con Santa Bárbara, en el cuadro de la cultura afro-brasileña (29). Existe en este caso una doble operación: el sistema de partida comanda la elección después ordena, en su interior, el elemento elegido. Iansa no puede ser comparada a cualquier santo católico. Se impone una limitación: la elección debe recaer sobre una santa. Por otro lado, ella tiene que privilegiar una divinidad que presente aunque de manera bastante vaga, los atributos del orixá de la tempestad. Ahora sabemos que en la hagiografía católica Santa Bárbara fue condenada a muerte en la época de la persecución de los católicos por los romanos. Su propio padre fue quien la ejecutó, pero inmediatamente después fue sorprendido por una tempestad y murió alcanzado por un rayo. Así, la tradición dominante (la memoria colectiva africana) selecciona entre todas las santas posibles aquella que mejor corresponde a Iansa. No obstante, no se debe pensar que Santa Bárbara sea Iansa, pues no todas sus características son pertinentes al conjunto que la escogió. Santa Bárbara sólo es Iansa en la medida en que es una santa católica cuya historia encierra trazos de lluvia, trueno y rayo. El sincretismo se fundamenta sobre una tradición que preserva su coherencia: dicho en lenguaje lógico formal, el conjunto memoria colectiva aumenta en extensión al integrar elementos que le eran extraños, pero su pertinencia sigue siendo la misma. El cuadro es otro con los posmodernos. En ausencia de una memoria dominante, la elección ecléctica se hace orientada únicamente al pragmatismo que
la exige. No hay regla posible para sincretizar los trazos en el conjunto de las formas disponibles. Cada operación es singular y termina en su particularidad. La diferencia se torna fragmentación (30). De ahí un nuevo tipo de relación con el tiempo. Como no hay relación entre las secuencias de elección, cada acto ecléctico se agota en el momento de la selección. La posmodernidad, tal como la ven quienes la proponen, se consume en el presente de cada partícula. Por eso Jameson dirá que ella es esquizofrénica, esto es, cada experiencia es un aislado, algo desconectado del todo. Por esta perpetua condenación al presente, hay una imposibilidad de concebir el pasado y el porvenir. En las sociedades primitivas el futuro no podía ser imaginado a no ser como proyección del presente; sin embargo, el tiempo mítico no era discontinuo. Por ser idealizado como un momento idílico, él se prolongaría hasta los días actuales. Su inmanencia se legitima por la existencia de una época áurea, remota, continuamente recuperada por el trabajo mnemónico. La memoria posmoderna no es ni mítica ni utópica, ella se paraliza en la instantaneidad. SÍMBOLO Y SIGNO Los arquitectos posmodernos reiteradamente recalcan el carácter comunicativo de sus obras. Criticando el modernismo, ellos dirán, por ejemplo, que «hubo un tiempo en que, en la arquitectura, se enfatizaba la forma en lugar del símbolo, cuando los procesos industriales eran considerados determinantes esenciales de las formas para cualquier tipo de edificio, en cualquier lugar» (31). El carácter formal predominaba sobre el elemento simbólico, restringiendo la interacción entre los hombres. Charles Jenks es explícito en este sentido: «el modernismo falló como constructor de casas en masa y edificios en las ciudades, en parte porque no consiguió comunicarse con sus habitantes, con sus usuarios... El doble código, esencial en la definición del posmodernismo ha sido usado como una estrategia de comunicación en varios niveles» (32). Se subraya por lo tanto la dimensión de la comunicación; es a través de ella que el arquitecto dialoga con el público. Lo que faltaba al modernismo es recuperado, procurando equilibrar la cuestión de los sentidos, del aislamiento de las personas. Un predio, un establecimiento debe traer con él un «mensaje», algo a ser comprendido por aquellos que lo contemplan. Como esta galería en Stutgart, cuyo azul y rojo del pasamanos de la escalera combina, o mejor se comunica, con los colores vivos usados por la juventud que la frecuenta. Sin embargo, ¿qué debemos entender por arquitectura símbolo? La respuesta la encuentran los posmodernos en el pasado: es en el tiempo pretérito que ellos buscan inspiración. Esta perspectiva queda clara cuando un autor como Jenks abre su libro «Arquitectura simbólica» y en el primer capítulo nos propone dos fábulas (33). La primera cuenta la leyenda de un dictador que había abolido todas las manifestaciones culturales, religiosas, científicas y políticas. El pueblo de este reino infeliz perdió la herencia de una lengua común, y sólo podía vivir en el encierro de su privacidad. Para compensar esas tribulaciones el dictador decidió propiciar algo para superar esta incomunicabilidad. Ordenó la edificación de varios establecimientos bellos, admirables, pero cuya intención se reducía a la confirmación del poder, de su eficiencia. Aún sin mayores aclaraciones, el lector ya puede percibir que la descripción se aplica al modernismo, en el cual lo dominante de la forma anula el contenido de los significados. La segunda fábula es más generosa Jenks nos invita a imaginar un mundo en el cual el sentido conferido a las cosas es compartido por todos, integrando lo público y lo privado. «Los líderes y los habitantes de este mundo llevaban una vida simpática porque todo lo que hacían, por más insignificante que fuese, era parte de una historia más amplia” (34). Ligadas unas a otras, las personas de esta tierra imaginaria (Significatus) como los niños, se despertaban todos los días descubriendo nuevas relaciones entre los objetos, develando los secretos de los símbolos incrustados en la espacialidad del mundo. Para poblar este espacio utópico Jenks recurre a las culturas antiguas. Su digresión sobre las pirámides egipcias tiene a mi modo de ver un valor paradigmático. Para él representan una arquitectura total, de «denso» significado (retomo una expresión de Gertz). Sus formas imponentes, majestuosas, expresarían la estabilidad de una época, simbolizando la presencia de Ra, el dios sol, junto al reino de los hombres. Como escaleras ellas ayudan a las divinidades a descender del pináculo del cielo mezclando la altura de las nubes con la horizontalidad profana. Erigidas al lado del Nilo, cercadas por el desierto, ellas reafirman la continuidad de la vida ante la aridez que las circunda. Arquitectura, religión, poder, autoridad, filiación, son faces interligadas al cosmos, uniendo las entidades espirituales a lo mundano, lo sagrado a la vida cotidiana. Arquitectura que requiere un esfuerzo de interpretación incesante, invitando a aquel que la aprecia a actuar como un detective en busca de las pistas y de los rincones ocultos. Mas la interpretación propuesta choca con la secuencia restante del libro. Para corresponder con la grandiosidad del pasado, Jenks nos ofrece apenas el lugar modesto de la casa que proyectó para su familia. Todos los capítulos que siguen componen una tentativa inocua por descifrar las posibles lecturas de su espacio privado. Hay en eso una exagerada dosis de narcisismo, pero el raciocinio presentado abre horizontes para una reflexión interesante. Un primer rasgo: la casa posee nombre propio. Ella se llama «Garagia Rotunda», y el autor nos explica minuciosamente el por qué de esta elección. Cada aposento, cada pieza de metal, cada diseño, tiene un sentido particular, y las páginas del libro se alargan tratando de traducirlo para el lector. Sabemos así la intencionalidad que se anida detrás de las pinturas de las paredes, de las figuras clásicas que adornan la casa, ora imponiéndose explícitamente a la vista, ora disfrazándose a través de mil artificios. Los cuadros son también individualizados, pintados con los colores preferidos de sus habitantes, y hasta la misma modulación del mobiliario intenta traducir la individualidad de cada uno. ¿Cuál es la razón de tantos detalles, el motivo de esta obsesión por todo lo que emana del individuo? Creo que Jenks se equivocó de fábula, él se sitúa en la primera que nos contó, la que tanto lo amedrenta. El simbolismo de las pirámides presuponía un sustrato anterior, una organicidad que soldaba las diferentes partes de la sociedad. Había una memoria colectiva que envolvía los diversos niveles sociales. Religión, magia, estado, trabajo, no eran esferas autónomas, dueñas de una racionalidad propia. Las divinidades interactuaban con los hombres en la medida en que todos se encontraban traspasados por la trama del cosmos religioso. Las pirámides simbolizan la totalidad de una civilización entera, en todos los planos; los secretos que ellas guardan son las múltiples mediaciones que entrelazan los distintos momentos de la vida social. La condición de las sociedades actuales es distinta. La modernidad rompe con los lazos de solidaridad, y no se consigue más integrar a los hombres en la médula de un todo orgánico (¿no es este el dilema de Durkheim?). Lo que es propio de las formaciones capitalistas modernas es que ellas se estructuran en esferas racionales independientes que fallan al comunicarse entre sí. La presencia de los detalles, la hipertrofia del yo, que adhiere a la materialidad de la casa que Jenks describe, puede ser leída de otra manera. Ella manifiesta no la fuerza, sino la agonía de la individualidad, revelando los pedazos de una sociedad fragmentada en la cual los universos atomizados ya no se reconocen más. La búsqueda superlativa del individuo, de la idiosincracia revela la incapacidad comunicativa de una sociedad que rompió con sus «grandes relatos» -ciencia, política, religión. Cada símbolo es un gesto desesperado en el esfuerzo vano de hacerse oír. Pero los arquitectos saben de las dificultades que existen al concebir un tipo de arquitectura confinada a las residencias individuales. Ella les da pocas oportunidades para vehicular ideas colectivas; por eso la noción de símbolo debe abarcar una dimensión pública, el lado propiamente comunicativo que encierra la definición del doble código. ¿Pero qué significa una arquitectura expresiva en el seno de una sociedad que perdió la capacidad de interacción? La propuesta de Robert Venturi ejemplifica cómo esta contradicción es trabajada, sin ser superada. Su estudio sobre Las Vegas trata de demostrar cómo el espacio urbano, que se encontraba fragmentado en partes discontinuas, descubre un modo de entrelazarse por medio de señales que traspasan el horizonte de la ciudad. Su análisis es sugestivo: «moverse a través del paisaje (urbano) es moverse sobre la vastedad de una textura extensa; la mega-textura de un paisaje comercial. El estacionamiento es la partera de este paisaje de asfalto. El patrón de las líneas de estacionamiento nos da la dirección de la misma forma que el patrón de curvas y pequeños jardines nos orienta en el tapis vert de Versailles, gradas de postes de iluminación sustituidas por obeliscos, hileras de vasos, estatuas, son puntos de identidad y de continuidad en este vasto espacio. Pero son las señales de la calle, por medio de sus formas esculturales, sus siluetas pictóricas, su posición particular en el espacio, sus formas moduladas, su significado gráfico, que identifican y unen esta mega-textura. Ellas establecen una conexión verbal y simbólica con el espacio, comunicando a la distancia, en pocos segundos, una complejidad de sentidos. El símbolo domina el espacio (35). En una civilización en la cual la movilidad es esencial, es necesario que existan señales, un código de
orientación. «La señal para el motel Monticello, una silueta de un enorme niño es visible desde la calle, antes que el propio motel» (36); ante el enmarañado de edificios, los símbolos indican el camino, ellos anteceden al volumen arquitectónico. Como en un aeropuerto o una gran estación ferroviaria, la ciudad sería análoga a un texto semiológico, recortado por indicaciones y paneles, comunicando al usuario un conjunto de informaciones que le permiten encaminarse en este laberinto inextricable. Pienso que la insistencia de los posmodernos en hablarnos de ese género de arquitectura refleja justamente las necesidades de una sociedad de comunicación. Todo pasa como si en el mundo de la información el arte cumpliese ahora un nuevo papel. De manera idéntica a la de otras instancias sociales, busca transmitir algún tipo de idea. Es esta preponderancia del mensaje lo que lleva a la arquitectura a aproximarse a la publicidad. O como lo coloca Venturi: «Para el arquitecto o el diseñador urbano, la comparación de las Vegas con otros mundos o zonas de placeres -por ejemplo Marienbad, Alhambra, Xanadu, Disneylandia- sugiere que lo esencial para una imagen arquitectónica de esas zonas es la levedad, la cualidad de ser un oasis dentro de un contexto hostil, un símbolo pesado, y la habilidad de sumergir al visitante en un nuevo papel: por tres días él puede imaginarse como un centurión en el Cesar’s Palace, un ranger en Frontier, o un ricacho en la Riviera, en vez de ser un vendedor de Des Moines, Iowa o un arquitecto de Haddonfield, New Jersey». El pasaje es inequívoco. La arquitectura adquiere una función de persuasión, y no sólo de orientación, seduciendo al pasajero ella integra los deseos a la sociedad de consumo. No obstante, los posmodernos parecen no percibir que a medida que las formas arquitectónicas se adecúan a la sociedad informacional, cada vez más ellas se apartan de la riqueza semántica que nos era prometida. Al final, ¿qué es un símbolo? Hegel ya nos enseñaba que en su esencia él es equívoco. Lo que es simbolizado nunca se encuentra enteramente en el soporte que lo anuncia. Algo siempre escapa, sugiriendo una ambigüedad, un sentido misterioso a las cosas. Las pirámides egipcias, en un marco de arquitectura simbólica, revelan y esconden un secreto de la misma forma que el significado del cristianismo sobrepasa a la cruz que lo simboliza. El símbolo expresa más de lo que es dicho. En verdad lo que nos es propuesto es un acomodamiento al imperio del signo. Señales que interpelan al usuario con sus contenidos unívocos, que pertenecen al dominio de la utilidad, y existen en cuanto instrumentos para vehicular determinados textos. Toda la gratuidad e imprecisión es desterrada pues la información requiere una decodificación realista. Lejos de escapar de la racionalidad social, el posmodernismo la confirma por otra vía, y yo agregaría, más profundamente. Con Venturi, la propia materialidad de los edificios es redefinida, o como él nos dice, caracterizando su concepción de simbolismo: «Yo soy bastante simple; me refiero a la propia forma del predio, por ejemplo un edificio, a un lado de la calle, en forma de una hamburguesa donde se vende hamburguesa, mezclando medios de expresión como la pintura, la escultura y la arquitectura. También se puede encontrar el simbolismo sobre el edificio, en forma de un signo. La iconografía arquitectónica de hoy está ligada al arte de la publicidad, lo que es otro estímulo» (37). Contrariamente a la ideología profesada, paradójicamente nos encontramos en el mismo polo del criticado modernismo. No es sólo la arquitectura lo que se funcionaliza sino también la estética. Un predio que vende hamburguesas no se reviste de forma de hamburguesa, se vuelve una redundancia que vivifica su función mercantil. No hay más ambigüedad, todo es explicitado. El funcionalismo que antes existía en relación a los papeles sociales (vivir, trabajar, divertirse, etc.) abarca ahora la esfera artística. El resultado es su exacerbación a la segunda potencia, reforzando la integración de los hombres a una modernidad que se volvió «pos». Traducción: Ana María Cano. NOTAS.(1) Frederic Jameson, «Postmodernism and Consumer Society» in Hal Foster, The Anti-Aesthetic: essays on postmodern culture, Port Townsend (W), 1983; David Harvey, The Condition of Postmodernity, Cambridge, Basil Blackwell, 1989. (2) Ver a este respecto el bello artículo de Andreas Huyssens, «Mapeando o Posmoderno» in Heloísa Buarque de Holanda (org.) Pos-Moderno e Política, R.J. Rocco, 1991. (3) Charles Jenks, The language of post-modern architecture, London, Academy Editions, 1981, p. 10. (4) Ibid. p. 15. (5) Ver Robert Venturi, Complexity and Contradiction in Architecture, N.York, Museum of Modern Art and Graham Foundation, 1966. Cabe subrayar que Venturi, entre la fecha de publicación de su libro, y 1972, cuando edita «Learning from Las Vegas», cambia sustancialmente su posición. Como observa Huyssens, el posmodernismo en la década del 70 pierde totalmente la perspectiva crítica. Consultar Edson Mahfuz, «Aprendendo com Venturi», Arquitectura Urbanismo N° 37, agosto/setiembre 1991. (6) Ver Aldo Rossi, A Arquitectura da Cidade, Lisboa, Cosmos,1977. (7) Paolo Portoghesi, Postmodern, N.York, Rizzoli, 1982, p. 26. (8) Idem. p. 26. (9) Charles Jenks, What is Post-modernism?, London, Academy Press, 1989, p. 52. (10) Ver J. Habermas, «Arquitectura moderna y posmoderna» in Ensayos Políticos, Madrid, Península, 1988. Para una crítica de sus posiciones ver Otilia Arantes, «A sobrevida da arquitectura moderna segundo Habermas», Arquitectura Urbanismo N° 30, Junio/Julio 1990. (11) Ver Robert Venturi alii, Learning from Las Vegas, Massachusetts, MIT Press, 1972. (12) Josep Picó, Introduçao á Modernidade y Postmodernidad, Madrid, Alianza Editorial, 1988. p. 35. (13) Jean Baudrillard, A Transparencia do Mal, Campinas, Papyrus, 1991. (14) Peter Burger, «Aporias of Modern Aesthetics», New Left Review N° 184, noviembre-diciembre 1990, p. 49. (15) El autor establece una distinción entre modernismo y vanguardia. La vanguardia se caracterizaría solamente cuando la crítica no se extiende a las otras corrientes estéticas, pero se ve la superación de la institución arte. En este sentido el impresionismo no es un vanguardia, pero el surrealismo sí lo es. Consultar Teoría de las Vanguardias, Madrid, Ed. Península, 1989. (16) Paolo Portoghesi op. cit. p. 35. (17) La idea de «galpón decorado» de Venturi radicaliza esta perspectiva. Para una sociedad donde el consumo es efemeridad él propone la construcción de acuerdo con el gusto de los clientes presentes y futuros. Con eso, un mismo volumen arquitectónico variaría su estética, su apariencia, independientemente de su función. El arquitecto funcionaría en este caso como fachadista, no como proyectista. (18) Denise Scott Brown, ensayo in J.W. Cook y H. Klotz, Questions aux Architectes, Liege, 1975, p. 430. (19) Ver Hegel, Esthetique, Paris, PUF, 1970. (20) Paolo Portoghesi op. cit. p. 11. (21) Ver el artículo de Craig Owens “The discourse of others: feminists and postmodernism» in The Anti-Aesthetic: essays on postmodern culture, op. cit. (22) Citado en Albrecht, Wellmer, «La dialéctica de modernidad y postmodernidad», in Modernidad y Postmodernismo, op. cit. p. 105. (23) Jean-Francois Lyotard, O Posmoderno, R.J. José Olympio.1986. (24) Lyotard, L’inhumain, Paris, Galilée, 1988, p. 12. (25) Frederic Jameson, «Marxism and Postmodernism», New Left Review, N° 176, julio-agosto 1989, p. 34. Ver Niklas Luhmann, Sociedad y Sistema,
Barcelona, Paidós, 1990. (26) Antonio Toca, «Do deconcerto ácerteza: tesses para una arquitectura regional», Aquitectura Urbanismo. (27) Paolo Portoghesi op. cit. p. 26. (28) En este punto hay una diferencia notable entre la tendencia posmoderna en arquitectura y el regionalismo crítico. Este último propone mediatizar el impacto de la civilización universal con elementos derivados de la particularidad de cada lugar. Así, el espacio local es cargado de historicidad. Al movimiento de desterritorialización global él trata de contraponer la forma-lugar como resistencia a la marcha de la modernidad planetaria. Ver Kenneth Frampton, “Towards a critical regionalism: six points for an arquitecture of resistance” in The Anti-Aesthetic, op. cit. (29) Retomo aquí mi argumentación desarrollada en «Do sincretismo ásintese” in A Consciencia Fragmentada, R.L, Paz e Terra, 1980. (30) No deja de ser irónico percibir que la ausencia completa de cualquier organicidad en la elección de las formas arquitectónicas asusta inclusive a algunos posmodernos. Jenks, presintiendo el peligro de una configuración caótica, subraya varias veces la necesidad de la existencia de reglas para el eclecticismo; pero sometido por su raciocinio es incapaz de enunciarlas. Ver What is Past-Modernism?, op. cit. (31) Robert Venturi, D.S. Brown, «Diversity, relevance and representation in Historicism» in A view from Campidoglio, N.Y. Harper and Row, 1984, p. 108. (32) Jenks, What is Post-modernism?, op. cit. p. 19. (33) Jenks, Toward a Simbolic Architecture, London, Academy Editions, 1985. (34) Idem p. 21. (35) Robert Venturi, Alii. Learning from Las Vegas, op. cit. p. 13. (36) Idem p. 8. (37) Entrevista en Questions aux Architectes, op. Cit. p. 427- 428.
TECNOLOGÍA, ANTAGONISMOS SOCIALES Y SUBJETIVIDAD. EXPLORANDO LAS FRONTERAS DEL DIÁLOGO HOMBRE/MÁQUINA Alejandro G. Piscitelli Para ver hace falta tener la fuerza de producir lo que se quiere ver (Del Giudice) 1. EL PUNTO DE PARTIDA: EL ENTORNO CAMBIANTE DE LA INFORMACIÓN Y LA PARCA OFERTA DE CONOCIMIENTO El mundo ya no es como entonces. Para nuestra desesperación la figura ominosa de Kafka aparece como uno de los escasos espejos en los que el reflejo antes que deformar la realidad no hace sino devolverla en su prístina pureza. La proliferación de máquinas de comunicación (Perriault, 1991) -convalidando ¿lamentablemente? las presunciones illichianas- en vez de comunicarnos nos incomunica cada vez. Frente a tamaña opresión ¿quedan caminos abiertos a la esperanza? Y a su vez ¿es éste el estilo o el tono en el cual conviene hacer un balance de lo ocurrido en la comunicación -así como en su reflejo académico especular y en la formación de comunicadores- en América Latina durante la última década? Nuestro punto de partida es bifronte: fenomenológico -que está pasando en el mundo físico y simbólico- y hermenéutico -que está pasando en el dominio de las interpretaciones acerca de estos fenómenos- y se reduce a una doble constatación: hace ya largo rato que las descripciones lingüísticas de lo que pasa en el mundo «real» (físico/simbólico) son inoperantes, el divorcio entre los procesos tecnológico-comunicativos y sus conceptualizaciones es creciente, el control social del entorno se reduce progresivamente y el analfabetismo tecnológico comunicacional va en franco aumento. Simultáneamente el poder ilusionista de los medios (y de los «meta»-medios) sigue creciendo, la indistinguibilidad entre lo real y sus simulacros es cada vez más patente, lo verosímil fascinante y/o aterrador pero igualmente desencarnado prolifera allí donde menos lo esperamos y deseamos. ¿Cómo y por qué has llegado a este galimatías? ¿Qué posibilidades tenemos de desentrañarlo? ¿Cuál es la especificidad de este escenario global para la periferia? (1) ¿Hasta qué punto las conceptualizaciones más generales en el campo de las ciencias sociales ayudan a entender esta impasse comunicativa, o bloquean obtusamente esta posibilidad? ¿Qué resulta en definitiva del entrecruzamiento entre los estudios de la comunicación y la informatización de la sociedad? TECNOLOGIZACIÓN DE LO COTIDIANO La presencia de las nuevas tecnologías de la información (videotextos, satélites, teleimpresión, fibras ópticas, memorias orgánicas, televisión de alta definición, etc.) no refleja tan sólo una «modernización» de productos electrónicos previamente existentes -videos, audio, computadoras, bancos de datos, etc.- que circulan en los mercados latinoamericanos desde hace varios años. La reinvención de la cotidianeidad generada por estas innovaciones tecno-culturales puede llegar a constituir los gérmenes de la transformación global de las raíces económicas, políticas, sociales y culturales de América Latina (Toussaint & Esteinou Madrid, 1988). Este proceso se caracteriza globalmente por el agotamiento del viejo modelo clásico de la industralización que maduró a fines de la segunda guerra mundial y por su sustitución progresiva por un «modelo biológico de la economía» impulsado por las transdisciplinas y las áreas de investigación de punta como son la informática, la robótica, la bio-ingeniería, la microelectrónica, la fisión nuclear, las telecomunicaciones y la conquista espacial. El pasaje de una economía de la energía a una economía de la información ya está teniendo significativas consecuencias en los países desarrollados y puede afectar en forma no menos pronunciada las relaciones sociales internas dentro de la propia periferia y mucho más aún la articulación entre la periferia y el centro. Consecuentemente emerge una universalización y homogeneización cultural creciente revelada por una presencia cada vez más activa de los productos de la industria cultural norteamericana a nivel mundial (2). Simultáneamente se incrementan las coaliciones de distintos países creándose fuertes vínculos entre las empresas más importantes de Europa Occidental, Japón y Norteamérica. Al mismo tiempo aumenta la tendencia a introducir objetivos corporativistas en terrenos hasta ahora protegidos por los intereses públicos como la información estatal, las bibliotecas públicas y las artes con la consiguiente erosión de lo público (Hamelink, 1991) (3). Simplificando mucho, el territorio comunicacional está caracterizado por la progresiva mediatización de la experiencia social y la subordinación del funcionamiento de otras partes del sistema social a los sistemas de medios de comunicación con la consiguiente penalización y amenaza al pluralismo cultural que ello supone (4): ...es como si frente a las imágenes de una cultura cada vez más mediatizada y que se supone que es homogénea y uniforme para el sujeto, se contrapusiese por parte de este último una reducción del «horizonte de expectativas» (Koselleck), un cambio de mapa a escala mayor, en el cual los sujetos se inclinan por recorridos de carácter provisional, cambiante, con mayor capacidad y posibilidad de elección (Wolf,1991: 130). Con este horizonte a la vista ¿qué propuestas efectivas se hacen para tematizarlos desde los territorios de la teoría y hasta qué punto tales aportes son capaces de iluminarlos desde la doble dimensión de la pertinencia y la inteligibilidad? En los últimos años se está produciendo -demasiado lentamente y probablemente a destiempo- un penoso proceso de actualización de las ciencias sociales que se puede apreciar desde la década del setenta, pero que ha sufrido una aceleración histórica en la década de 1980 volviendo crecientemente obsoletos los diagnósticos y las prognosis dominantes haciendo corto-circuito con la propia función del cientista social. «(..) la carrera de sociología [de la Universidad de Buenos Aires] no es a comienzos de los 60 el ámbito más indicado para la indagación pionera del tema que nos ocupa, por lo menos con la fuerza, el rigor y la extensión que justificaban una industria cultural y un mercado de consumo de bienes simbólicos con cierta tradición, o la existencia de fenómenos de cultura popular perfectamente definidos (Rivera, J 1987: 29). «(..) si bien el inicio de la adopción de tecnología regida por el principio digital ocurre en América Latina hacia mediados de este siglo, su estudio se generaliza en nuestros países en la presente década. Tal retraso muestra una vez más la tendencia de los investigadores a preocuparse por un fenómeno solamente después que éste constituye un problema de amplio espectro... el grado de profundidad con que se abordan los asuntos expuestos sólo permite mostrarlos, plantear los temas y abrir la discusión y posterior análisis de ciertos aspectos, pero escasamente conocer el objeto en sus rasgos esenciales y mucho menos sacar conclusiones (Toussaint y Esteinou, 1988: 108)». Varias megatendencias subyacen a estas nuevas excursiones teórico/metodológicas y a las conversaciones para la acción que se están dando actualmente en las zonas de hibridación -en las cuales la intersección cultura/comunicación/industria juega un rol privilegiado. Se trata de, por un lado: a) el agotamiento de las tradiciones ideológicas con orientación teórica y práctica que habían formado el entramado principal, ya sea en forma constructiva o destructiva, a partir del cual distintas teorías sociales encontraban su legitimidad teórica y su aval práctico; b) la emergencia de formas de hacer política post-ideológicas y post-modernas capaces de orientarse valorativamente en ausencia de teleología alguna y prestas a invocar la racionalidad instrumental -de sus actos- como la única: posible ¡y deseable! c) una profunda renovación epistemológica en curso, generada a partir del cuestionamiento radical de la física clásica -y de la epistemología que la legitimó y entronizó como ideal supremo del saber (5)- a través de una crítica interna, una revaloración de los modelos teóricos generados a partir de la
biología y de ciertas transdisciplinas -en especial una cibernética renovada y una teoría de la auto-organización y la auto-reproducción en ciernes; d) un viraje decisivo en la apropiación de metáforas para la conceptualización de lo social que halla nuevamente en el lenguaje humano -como sucediera en 1920 pero sin la carga formalista, pro-sintáctica y anti-pragmática de entonces- a su modelo privilegiado, y en la estructura dialógica de las conversaciones al entramado básico de la interacción hombre/hombre, hombre/máquina; Buscando cabalgar estas mega-tendencias intenta emerger una modalidad multi-paradigmática y transdisciplinaria de hacer ciencia social que trata, muchas veces infructuosamente, de mediar entre lo abstracto y lo concreto, que pretende acomodarse entre lo narrativo y lo explicativo, reemplazando las formas de hacer ciencia social -mono-paradigmáticas, disciplinarias, acotada por preocupaciones meta-teóricas o hiper-empiristas comunes en las décadas de 1960 y 1970 (6) . Agotados los modelos mecánicos y organicistas clásicos, lo que algunos autores hacen es no tanto rechazar todo modelo, como hace el empirismo aritmetiforme, ni de abroquelarse solipsistamente en meta-narrativas, o en su presunta muerte, sino de acuñar metáforas (7) aceptando su condición de tales- en áreas poco exploradas por los buceadores de las dimensiones sociales, económicas, políticas y culturales de los procesos comunicacionales, ante la constatación de que las industrias culturales y la proliferación de videosferas van ocupando crecientemente la escena pública y privada y que las funciones del Estado y de las ciencias sociales se ven constantemente re- y desdibujadas (8): ...desde este incómodo presente que nadie preveía, el viejo antagonismo entre apocalípticos e integrados de los años sesenta ha renacido con la oposición entre tecnófobos y tecnófilos. No nos satisface hoy ni la ingenua tecnofilia de un McLuhan o de un Wilbur Schramm, como no nos puede convencer la ingenua tecnofobia de un Ivan Illich. En el centro de estas dicotomías queda flotando, incontestada, la pregunta de qué significa ser «progresista» en este final de milenio, en el campo concreto de la teoría y la práctica comunicativas, después del estrepitoso descalabro de los sistemas despóticos del socialismo real, del eclipse del NOMIC en el debate mundial, y de una desregulación generalizada y salvaje que ha desembocado en concentraciones oligopolistas y megacompañías tentaculares que trocan sarcásticamente el eslogan McBride «un solo mundo, voces múltiples», en «un solo mundo con pocas voces» (Gubern, 1990: 77). Indagar en estas problemáticas -como lo hace desganada e infructuosamente la teoría de la comunicación (9)- presupone sobrepasar los estadios maniqueos de endiosamiento de la tecnología por un lado o de su crítica impotente por el otro. Antes bien conociendo las condiciones de su reproductibilidad aspiramos a controlarla. Y esto muy particularmente en el campo de la informatización de los procesos comunicativos: «(..) Luchar por influenciar en el delineamiento de nuevas políticas de comunicación, cultura y educación, que ya incluyen esas nuevas tecnologías, es mucho más realista que continuar mirando nostálgicamente hacia un pasado que, aunque más romántico, no sirve más como punto de partida para una intervención efectiva y concreta en la sociedad contemporánea (Fadul 1986: 20)»; «(..) Las opciones ahora son múltiples y la discusión no puede quedarse más en los «pro» y los «contras» de la introducción de nuevas tecnologías. El desafío es cómo y cuáles utilizamos (Robina, 1989: 112). Una de las direcciones más fructíferas en esta reconceptualización consiste precisamente en la reivindicación del valor de uso de los productos tecnológicos y comunicacionales capaces de trascender los funcionalismos de derecha y de izquierda que han separado antagonismos sociales y subjetividad. Abandonado el análisis de los grandes sistemas, la nueva sensibilidad post-crítica revaloriza los temas cotidianos, desplaza la primacía racionalista y el ideal de objetividad que terminaba concibiendo lo inteligible en ruptura con lo sensible. Las visiones emanadas a partir de estos presupuestos son sustituidas por otras lecturas que proclaman contra el imperio de la estructura y la idea de permanencia y reproducción estáticas, el juego de lo insignificante, instantáneo: el hombre sin calidades. Las ideologías en lugar de limitarse a ser sistemas de ideas que estructuran el discurso se materializan en prácticas rituales de consumo y en formas institucionales de producción como los géneros de la ficción televisiva. Tanta reivindicación necesaria no está exenta -como siempre- de peligros: ...hay muy poca distancia entre la contestación de ciertas formas que la crítica social ha asumido históricamente y la negación de su necesidad (..) entre darse cuenta de que acaba un modelo de proyecto social y declarar la inconsistencia del «socio” no hay más que un paso. Y este paso se da alegremente cuando desaparece la idea de la necesidad de cualquier proyecto colectivo y empieza a despuntar en el intelectual la tentación de no comprometerse, la tentación de adherirse al ideal de total carencia de ubicación por parte del sujeto teórico (Mattelart & Mattelart,1991: 16). Entre los rasgos llamativos de este enfoque subyace, empero, la importancia del continente y la supremacía de los circuitos y dispositivos sobre los contenidos del intercambio y la información. Algo que, como veremos a continuación, tiene un rol estratégico en las formas de comunicación electrónica y digitalización de la palabra. 2. UNA AGENDA DE PREOCUPACIONES MUY PERSONALES Nuestro trabajo actual está centrado en el estudio de las gramáticas discursivas en el campo de la comunicación electrónica (10). Por ello antes que inventariar el estado de la cuestión en teoría de la comunicación social en América Latina hoy, o proclamar una agenda que sabiamente recorrida pudiera colmar algunas de las enormes lagunas ante las cuales se encuentra la construcción del campo (11), nos ceñiremos a enumerar algunos hitos de un recorrido personal e institucional centrado en la especificidad de nuestra práctica. 2.1. LA INFORMACIÓN COMO BIEN DE CAMBIO Y EL REFUERZO DE LOS MONOPOLIOS COGNITIVOS La información siempre tuvo valor de uso pero para que esa práctica proporcionase utilidad económica directamente hacía falta que se cumplieran dos condiciones: a) que existiese una unidad de información para la medida de la equivalencia entre todos los productos comunicativos y b) que la información se constituyese en un bien de uso generalizado (Serrano, 1990). Desde mediados de 1970 a nivel mundial -y crecientemente en Latinoamérica- el incremento del recurso a la información como satisfacción de demandas procedentes del consumo privado de productos comunicativos, así como para atender nuevas necesidades tecnológicas y administrativas del sistema de producción muestra hasta qué punto esa mercantilización masiva de la información ha llegado para quedarse. La reconversión industrial informatiza los procedimientos de toma de decisión en la planificación y la gestión y cibernetiza los procesos de control en las máquinas. Mientras tanto se incorpora en los espacios y equipamientos domésticos el recurso a la información -desde las computadoras personales, pasando por el video, la conexión con monitores de vigilancia y las operaciones bancarias por computadora. También en la periferia se producen cambios significativos en el uso social de la comunicación. Las mediaciones culturales, estéticas y privadas dejan de discriminar la valoración de los productos comunicativos en términos de uso y los reevalúan como reflejo del valor de cambio. La frontera entre lo banal y lo novedoso, lo convincente o lo mentiroso, lo práctico y lo inútil, lo estético o lo kitsch es violentamente redibujada. Esta situación se evidencia en múltiples campos que van desde la homogeneización del consumo cultural -cada vez lo que se lee, ve y escucha es más parecido, o es «lo mismo» en las regiones más alejadas del globo-, hasta la desvalorización de los productos y los gustos locales y la concentración del poder de irradiación y diseminación de información en las unidades trasnacionalizadas. La comercialización de la información sólo es operativa si se puede establecer una exclusividad de la mercadería información sobre el conjunto de la vida
social. Para que el saber se convierta en motor de las decisiones políticas debe ser exclusivo, carácter que se manifiesta en la ventaja temporal de su posesión, su novedad o la obturación o bloqueo de saberes alternativos (Becker,1990). Hasta recientemente una forma más o menos eficiente de anular parcialmente estos monopolios cognitivos estaba dada por la difusión de saberes públicos: bibliotecas, universidades e instituciones gubernamentales. El debilitamiento creciente de estos enclaves, su desmantelamiento y reciclaje advierte acerca de una metamorfosis importante en el circuito de producción, comercialización y consumo de la información y en el carácter abiertamente privatista y anti-estatal de los procesos comunicacionales en curso. Correlativamente el uso de los bancos de datos o de otros servicios tiende a concentrarse en pocas manos (Bobina, 1989), a ser recuperado en forma muy desigual por los investigadores «ricos» y «pobres» en información (Becker,1990) y promete un agravamiento de esta asimetría en el uso selectivo de tecnologías como el CD-Rom o los multimedios. Como lo sospecharon Engelbart (1990) y Nelson (1987) el trabajo cooperativo asistido por computadora (CSCW) implica un cambio cualitativo no sólo en la organización del trabajo sino en la propia definición de las actividades «inteligentes» y en la posibilidad de “aumentar» las habilidades cognitivas humanas abriendo el paso al establecimiento de un nuevo grado de virtualidad. Efectivamente las posibilidades de acumular y recuperar cantidades inimaginables de información y de «trabajarla» con otros usuarios a larga distancia, permite imaginar escenarios de «diálogo de alta precisión» con la consiguiente aparición de formas de interacción y de aprovechamiento de los potenciales humanos y maquinales apenas entrevistas hoy. Y por ello mismo las asimetrías entre quienes tienen acceso y quienes no lo tienen a este tipo de interacción es una diferencia que hace todas las diferencias. 2.2 METAMORFOSIS DE LAS IDENTIDADES CULTURALES Y DIALOGO HOMBRE/MÁQUINA Estos procesos de consumo informacional se traducen en cambios incrementales en las identidades grupales y colectivas, en una segmentación creciente de actitudes, acorde con ese pluralismo y en un curioso proceso de asimilación y readaptación de mensajes, identificaciones y socialización de las valoraciones que no reconoce vectores únicos, al no seguir necesariamente el circuito arriba ==> abajo, código elaborado ==> código restringido, medios masivos => medios selectivos, sino que tiende a vulnerar fronteras, a traspasar niveles y en definitiva a generar formas de consumo cultural inéditas y con consecuencias antropológicas significativas. Un ejemplo interesante en este sentido es la utilización masiva de videojuegos por parte de los niños y los adolescentes de distintas capas sociales. Aunque el consumo de videojuegos puede resultar un interesante analizador social, más significativo aún resulta vincular esta tecnoadicción a transformaciones más globales de las formas comunicativas y a la emergencia de comportamientos comunicativos irreductibles a las formas tradicionales. Ya sea que se investigue su dimensión psico-social a través de una antropología de la computación (Turkle, 1984), o que se analicen en detalle las profundas alteraciones en los estilos cognitivos generados a partir de la interacción con estos agentes de socialización (12) lo cierto es que la inversión de cantidades enormes de tiempo por parte de millones de personas en todo el mundo -anche en el caso latinoamericano- en una forma de comunicación hombre/máquina señala un ensanchamiento significativo de la problemática comunicacional y obliga a construir nuevas herramientas para entenderlo. No se trata tan sólo de un espacio equivalente a las discoteques o lugares de encuentros específicos de una franja etaria con el consiguiente encapsulamiento de roles y dinámicas previsibles. Se trata también de la adquisición masiva y solidaria de habilidades cognitivas y del ingreso a una forma de comunicación: la que privilegia la relación «hombre/máquina» que se hace con maestros de la misma edad, sin finalidades pragmáticas y con una dosis explícita de repudio de las formas de comunicación escriturales. Frente a enfoques facilistas que querrían reducir el video-juego a una forma de consumo semejante al video o la televisión basta profundizar en la práctica de estos engendros, en el conocimiento de la cultura hacker que los subyace y, en particular, en las consecuencias que este entrenamiento tiene para la coordinación viso-motora y la visualización de fenómenos para darnos cuenta que estamos frente a un hecho de importancia no descartable. En efecto el consumo de video-juegos está íntimamente asociado a una nueva forma de «pensar» la imagen. Detrás de esa práctica aparentemente lúdica, y por ello mismo inocua, emergen aportes interesantes a una teoría de la imagen concebida no ya meramente como lugar de reflexión en torno a la problemática de la significación icónica sino como competencia operativa dirigida a la «lectura» de imágenes. Y si bien es cierto que entender cómo hablan las imágenes no capacita para la fabricación de artefactos icónicos dotados de alto poder comunicativo/significativo, no es menos evidente, empero que en esta práctica video-jugatorial existen embriones para edificar una competencia espectatorial: ...susceptible de superar la falacia naturalista de las imágenes para reconocer en las mismas el resultado -convencional, luego dependiente de una lógica cultural y social- de un complejo proceso de producción de sentido, que se trata de recorrer en sentido inverso produciendo interpretativamente lo que el discurso visual propone en términos generativos (Zunzunegui: 1989: 14) El video-juego suma la interactividad -una noción vital de ciertas formas de comunicación informatizadas y digitales- a la dinámica visual de la televisión. Lo que transcurre en la pantalla no emana de los avatares del programa sino que depende esencialmente de las acciones del jugador. Anticipando los desarrollos en televisión interactiva el videojuego pone en manos del jugador/ operador opciones y desafíos que violentan la actitud tradicional de pasotismo visual. Como cualquier otro medio, los videogames tienen puntos a favor y otros en contra. A diferencia de otros este medio conlleva, empero, un grado de variación muy alto. Las acciones en tiempo real de los juegos potencian las habilidades de procesamiento en paralelo y fomentan tiempos de reacción mas rápidos. Juega en su contra, en cambio, su eventual limitación de la reflexión -a excepción de los juegos que poseen un formato verbal- pero quizás su peligro más real esté en la variedad, complejidad e inmersión propuesta en sus mundos lúdicos: ¡demasiado irrealidad para un mundo ya bastante irreal! Por eso hay quien deplora que el exceso de control de los mundos fantásticos que los videojuegos permiten invitaría tanto a chicos -como a grandes- a evadirse de los mundos «turbios», «confusos» e incontrolables de la vida real (13) (Greenfield, 1984). No hay que ser demasiado sutiles para reencontrar en este exceso de prevenciones y en la falta de sensibilidad hacia los elementos positivos provistos por los video-juegos la reafirmación de esas intuiciones demoledoras a las que Margaret Mead nos tenía acostumbrados: ...Nuestro pensamiento nos ata todavía al pasado, al mundo tal como existía en la época de nuestra infancia y nuestra juventud. Nacidos y criados antes de la revolución electrónica, la mayoría de nosotros no entiende lo que ésta significa (Mead, 1970: 105)» Precisamente si adicionamos a los aspectos negativos del análisis, que los hay, los componentes de interactividad, revalorización de la socialización de los pares, reversión de la dirección de la enseñanza que en las culturas prefigurativas -a diferencia de las culturas tradicionales post-figurativas y las actuales co-figurativas va desde los niños a los adultos tales diagnósticos deben ser matizados y en muchos puntos rechazados. 2.3 CRISIS Y REPOTENCIACIÓN DE LAS ESTRUCTURAS NARRATIVAS Precisamente la proliferación de interacciones comunicativas en donde el espacio escrituras y de la argumentación gramatical son crecientemente violentados -algo que tiene sus antecedentes más obvios en el lenguaje televisivo tradicional y más recientemente en el de los video-clips- implica cambios de magnitud tanto en la producción y consumo de información, como en las habilidades cognitivas y en los criterios de validación de las historias y lo «real» (14).
En esta misma dirección uno de los aportes interesantes de los teóricos de la post-modernidad ha consistido en mostrar en qué medida la invalidación y pérdida de credibilidad de los meta-relatos legitimadores de la Ilustración están en el corazón del proceso que ha abierto las puertas a la post-modernidad. El metarelato fracturado por las máquinas ficcionadoras post-modernas ha sido precisamente el proyecto moderno de la Aufklärung clásica y la emancipación (Lyotard,1979). Lo que interesa en este diagnóstico es la relación implícita que el mismo presupone entre «el» Relato y los relatos -peripecias, avatares, trayectos, aprendizajes, pruebas, calificadores, victorias iniciáticas- que componen las mil y una narraciones concretas que acompañan, bajo variadas manifestaciones, a esa gran postulación de la modernidad. Los discursos acompañantes pivotean sobre momentos genéricos distintivos: primero la función depuradora y catártica de la tragedia, luego la epopeya como historia de la fundación e instauración de un tiempo y espacio que se niegan como tales; y por último la novela burguesa como relato que coloca en su seno el modelo en donde los conflictos toman la forma del enfrentamiento social. ¿Qué sucede con las historias y los géneros cuando el relato legitimador moderno se debilita y ningún otro es llamado a ocupar su lugar? Más específicamente: ¿qué estatuto le queda a la narración cuando todas las formas antropológicas de la trascendencia se han disipado o han demostrado su inoperancia? ¿Han logrado las NTI cual parásitos del virus postmodernista desarticular o eliminar a los micro-relatos acompañantes? ¿Implica la desaparición del gran relato, a la narración tout court? De ninguna manera: (..) los relatos se generan sin que las condiciones de legitimidad siquiera estén presentes, sin que sus estructuras, por tanto, representen funciones más amplias; más que crecer, evolucionan cancerígenamente, se multiplican; como larvas, pueden gestarse en cualquier lugar que reuna determinadas condiciones de calor y tampoco parecen ser fieles a medio de comunicación alguno, sino que por el contrario, se desplazan a una vertiginosa velocidad, sin verse afectadas por el tránsito de canal (Sánchez Biosca,1988: 62) El carácter anómalo de esta relación entre la inexistencia de meta-relatos y la omnipresencia de los micro-relatos apunta a la nueva producción narrativa, emanada a partir de la visualización primero y la digitalización de las unidades de sentido más recientemente (15). A diferencia de lo que sucedió con el constructivismo de principios de siglo en donde el montaje -como búsqueda de encuentro entre máquina y artejugaba un papel especial, lo propio de la narrativa electrónica post-moderna es extraer sus unidades y principios compositivos de los modelos artificiales, abstractos, cada vez más alejados de la lengua humana (16). No hace falta adentrarse en los juegos de aventuras en diskette para apercibirse de esta situación. El propio telefilm, rompiendo con el precario equilibrio entre funcionalidad y máximo rendimiento por una parte y densidad de un verosímil fantástico alcanzado por el cine clásico por el otro, dio algunos pasos en esa dirección. Sin embargo la culminación de este proceso se alcanza en algunas series ejemplares de la televisión norteamericana y en algunas formas incipientes de la comunicación electrónica. Así Sánchez Biosca analizando la estética de videoclip de Miami Vice o el pastiche y la autoreflexividad en Moonlightning destaca los métodos compositivos excéntricos, nada causales y débilmente jerarquizados con explícito desprecio de la lógica narrativa presentes en estas modalidades de post-relatos, llegando al paroxismo de un sobrenatural «naturalizado « en Twin Peaks de David Lynch (17). En estas series -y también en algunos tipos de software, en ciertos videojuegos- nos aproximamos a géneros construidos en base a descargas casi subliminales en donde el desarrollo narrativo es cada vez más tangencial. Queda aquí un residuo de relato sí, pero se trata de un relato que tiende cada vez más a no contar nada, a concentrarse sobre formas tan micro que se vuelven imposibles de empalmar. Esta crisis de la estructura narrativa puede potenciarse en gran medida con la proliferación de las NTI y sobre todo con el Video Digital Interactivo (DVI). Sabemos muy poco acerca del modo en que el consumo de estos productos pastiches puede llegar a recodificar las gramáticas de producción de los jóvenes en dirección de la destrucción de las habilidades narrativas tradicionales. Eppur... En el otro extremo también podemos esperar que la coexistencia de estilos narrativos tradicionales junto a los novísimos estilos que apelan a la navegación hipertextual -ver apartado 2.5- pueden implicar, por el contrario, aportes significativos al «aumento» del intelecto. 2.4 LA DIGITALIZACIÓN DE LA PALABRA (18) El procesamiento electrónico de la palabra nos hace ingresar a un nuevo mundo de distinciones y de operaciones cognitivas, generando un espacio psíquico inconmensurable con la cultura del libro -correlativamente las industrias culturales sufren una profunda reconversión teórico-práctica. Reformateo automático, operaciones sobre bloques de texto, centrado, movimientos del cursor, manejo de archivos, programación por menúes, repaginación en pantalla, guionización, control de viudas y huérfanos, búsqueda de bases de datos on line, son tanto términos de una jerga como un elemento nuevo a través del cual el pensamiento se construye un nuevo espacio expresivo: (...) el movimiento dinámico, líquido y ostensiblemente fluido de la escritura digital establece por primera vez la importancia central del elemento -como opuesto al medio- en el que formulamos el pensamiento en símbolos. (Heim,1987). ¿Qué es -si es que hay algo- lo que efectivamente cambia en el pasaje de la palabra impresa a la palabra digitalizada? Todo depende de la manera en que hablemos de la interfaz, (19) cuando interactuamos con ella. El advenimiento de la palabra digital puede ser tan solo una transformación incremental del proceso alfabetizador, cuanto un cambio radical en la forma del pensar. Y en el caso de que se trate de lo último, tal metamorfosis puede amplificar la fantasía y potenciar el intelecto, o tratar informacional y manipulativamente al lenguaje achatándolo hasta extremos impensados. El espanto que el filósofo Martín Heidegger sintió frente a la máquina de escribir al constatar que la escritura mecanizada privaba a la mano de la dignidad y degradaba la palabra a mero tráfico para la comunicación, se ve potenciado al infinito con el advenimiento de la palabra electrónica. Como resultado de su maridaje con la electrónica la temporalidad de la lógica moderna está presente en la escritura computacional. Ello se aprecia en el control de todos los aspectos del texto, en la captura de las palabras en el sistema del código electrificado, plasmando el ideal iluminista de conectar todos los conocimientos a través de un código único. Sin embargo la ecuación que iguala la velocidad en la formulación de las ideas con una productividad, que por sí misma anularía los movimientos espontáneos e imprevisibles de la mente proviene, antes bien de una resistencia y apología frente a lo para-escritural que de una fenomenología de la experiencia electrónica. Se critica mucho más la imagen del autómata que su producto; se estigmatiza el proceso porque no se reflexiona sobre los resultados potencialmente portentosos de la simbiosis de la máquina con el hombre. Invocando una supuesta polarización sin matices, la crítica neoplatonizante antielectrónica y pro-escritural pasa por alto los puntos de engarce, el esfumado de fronteras, la novedad y los desafíos que inaugura el nuevo medium: (...) El libro produce un tipo distinto de estado de trance en el cual la concentración y la sugestión se ven amplificadas. El elemento eléctrico de los símbolos es, por su parte, puro desborde, en el sentido de estimular la innata fascinación fisiológica del hombre por la luz y el fuego, con la alegría del zapping, con tener un control absoluto sobre la simbolización del pensamiento. (Heim 1987). Algunos de los rasgos distintivos del libro se pierden en este pasaje. El cultivo de una autoría distribuida o dispersa entre muchos autores, la fusión de lo sensual con lo calculable -algo muy distinto de su reducción-, la potenciación de los aspectos dinámicos del pensar, la combinatoria, la multi-dimensionalidad, la reticulación, así como la navegabilidad propias del texto electrónico, pueden tanto ofuscar a la palabra como llevarla a extremos libertarios impensados en el reino de la escritura impresa.
Con el advenimiento de la digitalización, el libro es reciclado hacia otros registros de la psyché. Los cambios que están ocurriendo en la tecnología de la escritura nos arrancan del reino de las verdades auto-validantes y nos arrojan a un contexto de negociaciones interminables, de referencias cruzadas y nos ponen frente a la presencia indeleble de la diversidad (Moulthrope, 1990). Romper con la tradición del libro instituido no sólo permite imaginar otras formas de acumulación del saber sino que obliga, además, a utilizar nuevos modelos de inteligibilidad para pensar lo propio del pensar -imposible de subsumir bajo la metáfora del libro, el software de una computadora o la chispa divina. Es aquí donde la computadora como medium y la simulación como modelo hacen su entrada... triunfal. 2.5 EL ARCHIPIÉLAGO HIPERTEXTUAL El advenimiento de la digitalización está cambiando el soporte de lo escrito, así como los modos de su acceso. Esta doble mutación trae consigo la aparición de formas narrativas, sistemas de referencia, posicionamientos en el eje autor/lector nuevos, y afecta en forma irreversible la organización de la lectura y la producción de sentido. La forma general de la escritura electrónica tiene un nombre, es el hipertexto o tipo de escritura no-secuencial. La escritura ordinaria es secuencial en dos sentidos. En primer lugar, porque nació de los actos de habla, que deben ser secuenciales, y además, porque la utilidad de los libros radica en ser leído secuencialmente. Sin embargo, la estructuración de las ideas no es secuencial sino que constituye un reticulado insuturable. Cuando escribimos siempre buscamos ligar todo con todo. Muchos escritores se sienten más cómodos cuando no se ven forzados a expresarse secuencialmente, y pueden, en cambio, crear múltiples estructuras, ramas y alternativas. Los lectores preferimos no leer secuencialmente, y poder sobrevolar, saltar y probar distintos caminos hasta que encontramos lo que más nos interesa estudiar en profundidad. No deja de ser sorprendente que nosotros -especialmente los más bibliófilos e inmersos en la cultura del libro- siempre hayamos estado hablando hipertextualmente sin saberlo. Que las operaciones «naturales» a través de las cuales antes establecíamos pautas que conectan las llamemos ahora exploración de «paths», establecimiento de «links», «browsing», etc, parece no ser más que un cambio de nomenclatura. Con el advenimiento de poderosas y baratas estaciones de trabajo, CD-ROM, almacenamiento óptico escribible, redes de gran ancho de banda y sistemas de software hipertextuales, la visión concebida por Vannebar Bush hace medio siglo dejó de ser una promesa y se está convirtiendo en una realidad (...) el hipertexto fue concebido en 1945, nació en los ’60, y fue creciendo lentamente en los ’70, hasta finalmente hacer su ingreso en el mundo real en los ’80, con un crecimiento especialmente rápido después de 1985, hasta convertirse en un campo establecido en 1989. Hoy tenemos varios sistemas que pueden ser comprados en un negocio de computación -o pueden venir incluso empaquetados gratis con el sistema operativo de su computadora-, tenemos congresos exitosos y un diario, y lo que es más importante, contamos con ejemplos del uso del hipertexto para proyectos reales. (Nielsen 1990). La idea de presentación secuencial ha condicionado la totalidad de nuestra experiencia cognitiva. Desde el cuento narrado alrededor del fogón hasta la telenovela tienen una estructura de este tipo. Sin embargo, el uso de los hipertextos demuestra que formas de escritura no secuenciales son sumamente útiles para generar nuevas descripciones de la experiencia. Rara vez, el autor de un libro selecciona a sus potenciales lectores, sugiriendo a los más avezados un orden de exposición y a los legos otro. Al ser no-secuenciales los hipertextos prescinden de un orden de lectura pre-establecido. Desde el punto de vista del espacio narrativo es posible abrirse a una gran cantidad de lecturas posibles. El autor planea espacios alternativos a recorrer y el lector decide finalmente cuál o cuáles transitar. Los circuitos que anticipaban, aún en el interior del propio desarrollo del libro la ruptura con el modo tradicional de la lectura, eran las notas al pie de página o las enciclopedias de referencias múltiples, como así también los aforismos y las estructuras de remisiones múltiples. La forma de escribir en apostillas o el uso abusivo de notas (propio de la tradición clásica) es reciclada en el hipertexto a partir de su definición como nota a pie de página generalizada. Los hipertextos facilitan romper con la estructura cerrada del libro en múltiples planos, fomentando estilos de narrar y de referir inéditos. Curiosamente este modelo de procesamiento de la información exige un uso y un tratamiento del lenguaje más parecido al que los escritores -tanto de ensayos como de ficción- han hecho tradicionalmente que al utilizado por los científicos. Desde el Tristran Shandy de Lawrence Sterne, pasando por el Libro Abierto de Marcel Blanchot o la Rayuela de Cortázar o El Jardín de los Senderos que se bifurcan de Borges, los modelos «manuales» del hipetexto han sido el producto de «literati». No en vano, el hipertexto es una topografía de la construcción social. Se trata de una entidad lingüística a ser transformada mediante la yuxtaposición de actos originales con los que llevan a cabo colectivamente los usuarios -relacionando distintos nodos, estableciendo nuevas formas de sentido, resignificando y activando otras conexiones- transformando los sentidos originales. El hipertexto emerge entonces como pre-texto y como punto de partida para el establecimiento de genealogías de sentido. El anclaje en un lenguaje de programación o en una base de datos que dan lugar al hipertexto no son sino el inicio de una revelación social del sentido, de una comunidad de «connaiseurs» que activan el lenguaje con la mediación de la máquina. Por otra parte, el hipertexto se inscribe en un entorno más abarcador, el entorno en-línea. Dado que no existen hipertextos individuales, el hipertexto adquiere su plasticidad intrínseca sólo en un entorno de comunicación en línea abierta (20). 2.6 MÁQUINAS, SIGNIFICADO Y CAUSALIDAD SOCIAL El modelo de construcción social del significado que subyace a la puesta en movimiento del hipertexto, resalta la prioridad que el lenguaje y los procesos sociales tienen en la constitución del sentido. Al mismo tiempo este modelo rechaza la epistemología cognitivista -harto presente en distintas manifestaciones de la teoría de la comunicación tradicional basada en una concepción del conocimiento como conjunto de átomos individuales reemplazándola por una concepción del conocimiento como productividad social. Todo texto, inscripción, animación o narración son construcciones sociales, y el hipertexto es un paradigma para la construcción social de sentido o de textos alternativos: (...) la tantas veces aclamada no linealidad del hipertexto debería tomarse en su sentido más amplio: un compartir no-cíclico, asincrónico de tópicos que despiertan una preocupación estratégica, desempeñando una función comunicativa para la creación de otros textos, de nuevos guiones para la comprensión individual y grupal. (Barrett,1990). El hipertexto, modelo de superación (recapitulando/innovando) de la palabra escrita a manos de la palabra digitalizada, es aquél en el cual la pre-programación es meramente indicativa y en donde las conexiones entre sentidos relevantes quedan finalmente en manos de los lectores o usuarios en vez de en la de los autores o programadores. Importa no tanto proyectar los mecanismos internos de la mente en la máquina cuanto experimentar entornos sociales (grupos, lugares de trabajo y de encuentro) como formas de interacción y colaboración, e incorporar estos procesos sociales a la máquina. Esto es tan así que algunos exploradores anhelan el momento en que la interacción con la máquina remedará las fases de una experiencia agonística como es la teatral (Laurel, 1991) (21).
2.7 CAMBIO EN LOS REGÍMENES DE VERDAD Uno de los rasgos centrales de las grandes organizaciones -Estado, empresas multinacionales- consiste en la capacidad que tienen de recodificar el conjunto de relaciones de poder que hacen posible su funcionamiento. Toda relación de poder se basa en la asimetría en el acceso a algo que otorga poder. Uno de los escenarios privilegiados de la lucha por el poder se da precisamente en el campo del acceso a la información. Un aspecto estratégico de la codificación consiste en volver transparente al otro al mismo tiempo en que uno se vuelve opaco. La informática y las telecomunicaciones son excepcionalmente productivas en cuanto a lograr este objetivo no tanto porque permiten acumular datos sino porque agigantan la posibilidad de relacionar, interconectar, y realizar inferencias múltiples a partir de datos aislados que en sí mismos no son significativos (Sutz, 1989). Las investigaciones realizadas por Sutz, 1989; Fadul,1986; Giner,1990; muestran en concreto el impacto que las nuevas tecnologías están teniendo en la redefinición de las nociones de verdad y conocimiento como lo expresara con entusiasmo uno de los profetas de la postmodernidad: «(..) en esta transformación general, la naturaleza del saber no permanece intacta. Este no puede pasar por los nuevos canales y devenir operacional sino en la medida en que el conocimiento pueda ser traducido en cantidades de información (Lyotard, 1979)». Lo que en el saber constituido es intraducible deja de ser relevante, pensable, utilizable. Conocer es cada vez más ser capaz de escribir un programa que opere como modelo de lo conocido. A su vez la manipulación computacional de la realidad hace que tomemos crecientemente por real lo que no es sino su simulación. Se está produciendo ante nuestros ojos, pues, una transformación en el régimen de verdad de nuestras sociedades. Entra en crisis la noción de aquellos que han sido encargados de decir qué cuenta como verdad, en particular de los encargados de remodelar el sentido común social a través de la difusión de visiones transformadoras del mundo, es decir, los técnicos, intelectuales, pensadores. Y todo ello ocurre en un momento en que las computadoras y demás ingenios electrónicos -junto con sus respectivos actores sociales- ocupan un lugar cada vez más importante en la escena social. Es que los portavoces de la verdad tenían su credo consistente fundamentalmente en un tipo de análisis que veía la sociedad como un sistema articulado en estructuras (económicas, políticas, sociales, culturales) que se determinaban según leyes universales unas a otras, y donde la acción social era la emanación de los efectos estructurales de la sociedad. En estas concepciones -que incluyen por partes iguales a la teoría del desarrollo y a la teoría de la dependencia- los actores sociales son definidos desde fuera de sí mismos, siendo portadores de una misión histórica. Se trata de «agentes» más que de actores, para quienes alguien (el científico=ideólogo, el partido) deben recitarles su misión. La desaparición del intelectual tradicional no implica empero la eliminación de toda forma de pensamiento critico. El rechazo de los monolitismos no niega la existencia de visiones teóricas sino que éstas deben estar siempre ancladas en conceptos concretizados (Garretón, 1991) (22). Pero no es menos cierto que esta «disolución de todo lo sólido en el aire» se ve incrementada en forma exponencial con la reciente aparición de máquinas de comunicar sensaciones generando mundos irreales compartidos, que a diferencia de las producciones audiovisuales y electrónicas tradicionales incluyen una gran dosis de protagonismo, interactividad e involucramiento en el diseño personalizado de experiencias. 2.8 LAS MÁQUINAS DE COMUNICAR SENSACIONES Por virtual entendemos algo que existe solamente en tanto representación simbólica: se trata de una especie de sueño compartido o de telerealidad. Entrar en una realidad virtual consiste sencillamente en «calzarse» ropa (guantes) y anteojos especiales. Estos últimos en vez de lentes transparentes semejan pequeñas televisiones tridimensionales. Al mover la cabeza las imágenes que se ven dentro de las «antiparras» provocan la ilusión de movimiento. Las imágenes son generadas por una super-computadora: «la máquina de generar realidades». Las antiparras tienen micrófonos especiales que permiten escuchar sonidos tri-dimensionales orientados así como sensores que recogen las expresiones faciales. Los guantes permiten buscar y alcanzar cosas que «realmente» no están ahí. Su superficie interna posee estimuladores táctiles que hacen que una vez que un objeto virtual es generado por la computadora lo sintamos como si fuera de carne y hueso. Las antiparras también permiten que interactuemos con los objetos virtuales como «si estuvieran realmente ahí”. La computadora que genera la realidad virtual usa los movimientos corporales para controlar el tipo de cuerpo que uno decide encarnar en el mundo virtual. Las opciones son incontables. Uno puede elegir ser otro ser humano, un gato, pero también una cadena de montañas, una galaxia o un guijarro. En estas realidades podemos viajar a la luna extendiendo un dedo, ver el mundo a través de los ojos de un niño con el movimiento de la muñeca, asir objetos y elementos que sólo existen en la memoria de una computadora. Los arquitectos pueden desplazar a sus clientes a través de un edificio antes de construirlo, o un vendedor a sus compradores a través de stands y negocios. Con las RV’s emergen nuevas formas de viajar. Nos ponemos los videófonos y vamos de mini-vacaciones; entramos a un hipermercado y hacemos compras virtuales. En vez de viajar a lugares distantes los empleados de las empresas se visten con trajes/datos y se encuentran en un nodo del ciberespacio en tanto sus expresiones son modelizadas y permiten llevar a cabo conversaciones cara a cara. Los cirujanos pueden operar a pacientes virtuales, los biólogos -al ampliar las moléculas a escala humana- pueden ver cómo se pliegan los compuestos virtuales en el transcurso de reacciones químicas simuladas. El rol educativo de las RV’s no es menos ambicioso. No sólo podemos protagonizar escenarios en los que aparecen contemplados dinosaurios sino que nosotros mismos podemos convertimos en saurios. Lo que está en juego aquí no es tan sólo una computadora. Nos estamos refiriendo mas bien a una tecnología que utiliza ropas computarizadas para sintetizar nuestras realidades compartidas. La combinación del cuerpo humano y de la máquina busca recrear nuestra relación con el mundo físico en un plano previamente inexistente (23). Lo que singulariza a las RV’s es que si bien empiezan siendo un medium, semejante a la televisión, las computadoras o el lenguaje escrito, a partir de cierto umbral se convierten directamente en otras realidades que podemos llegar a habitar. Se las puede imaginar como esponjas vivenciales que absorben la actividad humana del plano de la realidad física y la remontan al de lo posible. Si lo que se absorbe es «bueno» entonces tendremos arte, danza, creatividad sueños y hermosas aventuras. Cuando lo que se absorbe es «mala» realidad los peores esperpentos de la imaginación humana pueden encontrar en estos expansores de la conciencia lugar para la multiplicación de la tortura, la marginación y la alienación. El propósito central de esta innovación socio-tecnológica no es tanto hacer algo cuanto generar mundos de comunicación compartidos. Las RV’s ofrecen una expansión de la realidad, proveyendo experiencias compartidas a grandes cantidades de personas. Dada la creciente ruptura de consenso que existe acerca de la naturaleza de la realidad, ¿no existe el riesgo de que la proliferación de máquinas de invención de la realidad pudiera contribuir a esta fragmentación -con su consiguiente carga de anomia y resentimiento- antes que a una expansión armónica y compartida de las diferencias individuales y grupales? Con igual derecho podemos hacer la pregunta: ¿no podría suceder que las RV’s como último gadget tecnotrónico, devolvieran a Occidente, algo del ritual y del logro de la armonía (provisoria) perdida que se encuentra por vías pre-tecnológicas en otras civilizaciones.? Las RV’s pueden brindar nuevas formas de interacción (amplificación comunicativa) entre las personas aumentando la empatía y reduciendo la violencia, pero lo que traen consigo no es una panacea. La tecnología no remedia a la biología ni a la cultura, las complementa y las amplifica- para mejor o peor (24).
Podemos contraponer las RV’s al cine y a la televisión. Siendo los dos últimos medios de irradiación el material a utilizar es centralizado, costoso, tiene un efecto narcotizante y distanciador. La televisión es un medio atroz en la medida que reduce la capacidad -y el propio tiempo físico- de interacción con los otros. El tiempo que se pasa frente a una pantalla de televisión es un tiempo socialmente muerto. Las RV’s por el contrario se parecen más al teléfono, son descentralizadas y puesto que sólo están hechas de información digitalizada, en principio nadie tiene más capital virtual acumulado que los demás (25). En el primer caso el espectador es un zombie -que eventualmente puede «explotar» por exceso de información no digerida como sucede en el capítulo inaugural de la serie televisiva Max Headroom. En el segundo el tele-escucha exhibe un continuum de animación, gestos y movimientos corporales que acompañan, puntúan y meta-comunican. La diferencia está en que el primero es un medio de propagación y el segundo es un medio social. Antes que la metáfora del estudio de televisión lo que viene a la mente cuando imaginamos metáforas para las RV’s son los trovadores post-modernos que irán vendiendo o regalando por los caminos de la interactividad sus «realidades» electrónicas. La divisoria entre fantasía y realidad puede ser brutalmente violentada por la tecnología de las RV’s. ¿Sucederá ello para bien? ¿No se tratará apenas de una versión de Disneylandia más sofisticada? Celebrando el advenimiento del reino de los simulacros, ¿no estaremos renunciando a las mil y una formas de resistencia frente a la uniformización, la desindividualización y el pasotismo a los que la cruzada electrónica nos está invitando? Sirvan estos pocos ejemplos de muestra de algunas áreas del acontecer social en el cual la interferencia o puesta en contacto de la tecnología con lo social, lo político, lo económico y lo cultural generan nuevas interfases y exigen un análisis transdisciplinario e inter-cultural como sugeríamos al principio. 3. DESAFÍOS COMUNICACIONALES EN / PARA AMÉRICA LATINA Abordar las potencialidades comunicativas de los nuevos y «supernuevos» medios en abstracto no es sólo ingenuo sino infructífero y hasta peligroso -en términos políticos, sociales y económicos. Es por ello que aspectos como los recién reseñados -mercantilización de la información, metamorfosis de identidades culturales a partir del contacto adictivo con la máquina, crisis de las estructuras narrativas, digitalización de la palabra, hipertextualidad, cambios en los regímenes de verdad y realidades virtuales- si bien están presentes en todo el planeta al «refractarse» en nuestra región adquieren especificidades y localismos que obligan a reinsertarlos en discusiones y problemáticas muy diferentes de aquellas en las que emergieron originalmente. Los propios teóricos del primer mundo han sido perceptivos ante la resignificación que los analistas latinoamericanos hemos hecho de la «fricción» que las NTI han experimentado en nuestros países, así como ante las contribuciones conceptuales generadas en estas latitudes para pensar estos fenómenos en su especificidad (26). La importancia de la transnacionalización de las nuevas tecnologías -y los consiguientes alteraciones en la ecología mediática latinoamericana- obedece al hecho de que lo que está en juego no es una mera transferencia de ingeniería de procesos o productos, sino una violenta interpenetración de las máquinas en las relaciones sociales, los patrones de comportamiento y las percepciones de la propia identidad étnica y cultural. La informatización no sólo rearticula el modo de producción sino que tiene en los países latinoamericanos profundas implicancias en las propias políticas estatales. Precisamente desde esta óptica la vieja cuestión de la dependencia y el desarrollo en vez de desvanecerse no hace sino agudizarse. La difusión de las nuevas tecnologías plantea nuevas y gravosas consecuencias para la soberanía, el papel de los Estados Nacionales, el desempleo, el manejo de los recursos, las modificaciones en la calidad de vida, el tiempo libre, las relaciones sociales, el desempeño de actividades y oficios y cambios en las modalidades del control social y la amenaza a la privacidad (Toussaint & Esteinou Madrid, 1988). Es por ello que en estudios pioneros realizados a principios de la pasada década se ponía de manifiesto que en tanto los cambios tecnológicos tienden a modificar radicalmente el horizonte de la vida política es en ésta en donde debe rastrearse el significado final de las innovaciones y desde donde deben tomarse las decisiones que permitan controlar, orientar y adaptar las innovaciones (Mattelart , A. & Schmucler, H.1983). Precisamente una de las principales conclusiones de numerosos trabajos de campo en curso (27), así como de su reflexión epistemológica y sociológica, es la detección de una centralización tecnológica con sus inevitables correlatos políticos y económicos. La gran incógnita que nos plantean estos estudios es la viabilidad de una tecnología electrónica y comunicacional apropiada para el tercer mundo en un momento en que la desnacionalización y la des-estatización más que amenazas son la agenda ineludible de políticas crecientemente plebiscitadas en distintos países de la región. Tanto la visión optimista que supone que esta tecnología porque es buena para los países desarrollados también lo será para los nuestros -confundiendo así el potencial de los progresos tecnológicos con sus realizaciones reales y parciales-, cuanto la pesimista que se limita a etiquetar las nuevas tecnologías como malas por definición -construyendo una imagen reflejo simplista de la visión simplista de los optimistas- terminan bloqueando las preguntas y volviendo impensables cuestiones que son centrales para el desarrollo futuro de la problemática comunicacional en América Latina (Sutz, 1989). En la medida que nuestros países son parte del eslabón que articula la cadena única de la economía-mundo, la cuestión básica a debatir es qué lugar ocuparemos en esa cadena -descontando que nos guste o no, lo queramos o no, habremos de pertenecer a la misma. Las preguntas importantes en este punto son: ¿cómo pueden utilizarse las tecnologías de la información-comunicación para mejorar la posición de los países del tercer mundo en el sistema internacional así como las condiciones de vida de las mayorías de su población?, ¿cómo pueden los países del tercer mundo tratar la inestabilidad introducida socialmente por las tecnologías de información-comunicación y su potencial para exacerbar aún más las diferencias de poder entre los países del Tercer Mundo y los países desarrollados? Preguntas como éstas pueden sonar extrañas sólo si defendemos una visión lineal e hipersimplificada de la causación social según la cual la tecnología determina por sí misma las modificaciones en las relaciones sociales -y siempre para beneficio de las mayorías. Es difícilmente creíble que la sociedad tenga la forma que tiene porque la informática y las telecomunicaciones -o cualquier otra tecnología- lo hayan decidido así. Nada oscurece más el papel de la tecnología en el desarrollo social que el reduccionismo tecnológico que oculta el rol cumplido por los procesos económicos (con su demanda de información), y las transformaciones institucionales y organizativas que convirtieron a la informática de fenómeno técnico en fenómeno social y trasmutaron las cuestiones de la eficacia en tópicos de poder. Si bien las industrias de la comunicación y la informatización han sido un vector de homogeneización tecnológica cuasi universal, en el caso latinoamericano hay una preeminencia de lo específico frente a lo universal. Ello se debe a la diferencia en los contextos y a las diferencias en las propias tecnologías respecto de lo que sucede en el Norte. Las demandas para las cuales estas tecnologías e industrias surgieron en el centro son muy distintas a las nuestras en donde a menudo fueron las tecnologías las que generaron su propia oferta. Por otro lado el intento de utilizarlas para aumentar la eficiencia y maximizar la racionalidad se ha visto enfrentado a lógicas del comportamiento organizacional en nuestros países altamente impermeables a las racionalidades acotadas que presidieron el desarrollo y expansión de la metáfora computacional en el Norte. Si bien son muchos los espacios que estas tecnologías podrían llegar a revolucionar existe una serie de problemas que acosan a nuestros países que la metáfora computacional made-in-USA/Japón/Europa es incapaz no ya de responder sino siquiera de preguntar. Dos de los aspectos centrales que caracterizan estas nuevas tecnologías son el manejo de la complejidad y la capacidad de articulación de actividades a distancia en modo interactivo. En los países centrales la informatización y las telecomunicaciones ayudaron a aumentar el manejo de la complejidad. Pero hay complejidades y complejidades y a simple vista no resulta evidente que los problemas endémicos del subdesarrollo: crecimiento demográfico, masificación estudiantil, deterioro de la calidad de la enseñanza, migración campo/ciudad, megalopolización de las ciudades, retroceso en la calidad de vida de las mayorías, deuda externa creciente, pueden ser disueltos por las máquinas de reducir complejidad «ordenada» y sus industrias anexas (28).
Antes de tratar de usar el poder instrumental de estas tecnologías hay que revisar a fondo la metáfora computacional -y la concepción telegráfica y pasiva de la comunicación a ella asociada- sustituyéndola por otra en la cual opere un sentido común renovado más sintonizado con los problemas planteados por las racionalidades locales, y las complejidades propias de nuestra situación dependiente que por la importación alegre y descuidada de instrumentos y categorías intelectuales provenientes del Norte. Esta reflexión será inútil a menos que la hagamos utilizando del mejor modo posible las hiper-herramientas y los metamedios disponibles. Auto-marginarnos de su uso -como actitudes neo-luddistas, librófilas, anti-imagerie y supuestamente pro-frankfurtianas pretenden- no hará mas que ahondar la brecha cognitiva y tecno-cultural convirtiendo a las regiones del Sur en nuevas «reservas culturales» pre-tecnológicas, para el caso de que la tecnología occidental sufra un colapso irreparable (Piscitelli, 1988). DES-MITOLOGIZACIÓN DE LAS PRÁCTICAS TECNOLÓGICAS Como frente a otros hechos sociales totales la digitalización de la sociedad tiene tanto detractores convencidos cuanto defensores a ultranza. Los eslóganes «toda la información para el Poder» o «toda la información para Todos» se convierten así en las muletillas emblemáticas del discurso apocalíptico o integrado sobre las NT (Menor Senra & Perales Albert, 1989). La informatización de la sociedad tiene lugar en numerosos planos que van desde la transformación efectiva de prácticas -incorporación de equipos en la producción, redefinición de roles sociales, generación de nuevos productos, transformación de habilidades cognitivas, etc.- a las creencias y mitos acerca de tales procesos. El principal vehículo mitologizador de estas creencias sigue siendo paradójicamente un medio profundamente afectado por la transformación en curso: se trata de la prensa escrita (29). Un examen superficial del discurso masivo acerca de las NTI muestra que en él prima lo afirmativo sobre lo negativo, la asertividad sobre la problematización, la descripción sobre la proyección, con un consiguiente escamoteo de las razones que justifican las afirmaciones, reduciendo toda posibilidad de evaluación del desarrollo tecnológico a un mero discurso encomiástico: ...las características formales del relato periodístico sobre las NT hacen de éste un claro paradigma de uno de los principales efectos perversos de nuestra civilización: la sustitución del pensamiento mágico no por un conocimiento científico, sino por un conocimiento mítico del ambiente científico-técnico (Menor Senra & Perales Albert,1989: 80). El predominio de la visión mítica e instrumental del desarrollo tecnológico en el discurso informativo de las NTI muestra el triunfo de una visión darwinista del progreso que dificulta la crítica y trivializa el cuestionamiento. Esta situación vale tanto para el anuncio de las buenas nuevas tecnológicas cuanto para la valorización de los protagonistas del relato tecnológico. Ya se trate del discurso anónimo de una verdad que se impone por sí misma, ya sea que se beatifique a los expertos científico-técnicos, o a las empresas, en todos los casos el gran ausente de este monólogo es el usuario de las tecnologías: el beneficiario supuesto e inevitable damnificado. Queda claro pues que al revestir una mayor complejidad, el análisis de los problemas comunicacionales no puede limitarse a observarlos como compuestos por la superposición o simple agregación de los procesos que tienen lugar en lo económico, lo político y lo social. Se trata mas bien de apreciar que los fenómenos ocurren en diferentes escalas de espacio y tiempo y que el análisis para la acción debe centrarse en sus articulaciones, extrapolaciones y rupturas. Ello es más que evidente en fenómenos como el de la digitalización de la palabra -en el cual confluyen la innovación tecnológica, la difusión de masas, el reciclaje de estilos cognitivos: (..) el productor de comunicación que se forma en la universidad no puede ser un mero ejecutor, debe ser un diseñador, esto es alguien capaz de concebir el proceso entero que va desde la idea a la realización, alguien que puede dar cuenta de lo que se quiere comunicar, de los públicos a quienes se dirige y de los discursos en que deba expresarse. El diseño tiene tanto de experiencia como de invención, no puede alimentarse de puro empirismo ni puede confundirse con el juego formal (Martín Barbero, 1990: 73/4). En definitiva se trata mucho más de hacer que de decir -o de decir para hacer, de conocer en detalle que de criticar a la distancia que sólo la impunidad del desconocimiento permite, de asombrarse más y quejarse menos, de deslumbrarse menos y de aprovechar más las infinitas oportunidades que un entorno informativo y comunicacional cambiante como nunca permite -aunque a veces la tarea parezca agobiante y otras directamente inútil. Aunque más no sea que por el placer que conlleva el intento y por la magnitud de lo que está en juego. BIBLIOGRAFÍA.- Becker, J. «Consecuencias sociales de las nuevas tecnologías de la comunicación». Los campos abiertos del conflicto social. Telos N° 22 Junio, Agosto 1990. - Capriles, O. «La nouvelle recherche latinoamericaine en communication». Communication information V (1) 97-144, Automne 1982. de las Heras, Antonio. R. Navegar por la información. 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NOTAS.(1) Periferia no sólo alude a la relación orgánica -medida en el deterioro creciente en los términos de intercambio por ejemplo- que los países del tercer mundo tienen con los países centrales. Un uso más abarcador de la distinción remite a la distancia respecto a la toma de decisiones por parte de los distintos actores sociales. En esta acepción en nuestros países vastos sectores de la población están realmente en la periferia de los progresos de la tecnología de información/comunicación ya que están excluidos de las funciones de vigilancia y control, de la producción de información y -como consecuencia de nuestra pauperización creciente- hasta del propio consumo de información. (2) De los 20.000 millones de dólares anuales que genera la industria musical norteamericana, un 70% proviene de las ventas realizadas fuera de USA. En los últimos 3 años los japoneses han dedicado alrededor de 12.000 millones de dólares a comprar empresas de comunicación, información y entretenimiento. El mercado mundial de las comunicaciones consiste en un negocio de 1,6 billones de dólares, las ventas anuales corresponden al 12% del volumen mundial de la producción industrial (Hamelink, 1991) (3) Estas tendencias empíricas van a menudo a contracorriente de opiniones difundidas o estados de cosas deseados emanados de una concepción crítica de la investigación (Gubem, 1990; Roach, 1991) poniendo en cuestión no sólo la eficacia política de los intelectuales e investigadores, sino la propia naturaleza de la teoría entendida pendularmente ya sea como investigación ideológica que se desconoce como tal, ya sea como investigación/acción que fantasea acerca de su capacidad de transformar mecánicamente la realidad. (4) Muy otra era la historia en las décadas precedentes en las cuales paradigmas sucesivos provenientes de otras latitudes estaban seguros de sí mismos en cuanto a dar cuenta de la especificidad comunicacional latinoamericana -en gran medida porque la negaban: «(..) el inicio de los estudios de la comunicación en América Latina estuvo marcado por la existencia de modelos teóricos extranjeros. Los procesos de comunicación en A.L. fueron pensados, especialmente en las décadas del ’60 y a comienzos de los años 70, con categorías e instrumentos conceptuales provenientes de otras realidades (Catalán y SunkeI, 1991: 3)». (5) Operativamente esta importación de categorías generadas en la física y la ingeniería -con su apoteosis en el modelo telegráfico de la comunicación presente desde Shannon a Cherry, desde Jakobson a Palo Alto- se tradujo en inesperados mimetismos de funestas consecuencias. Tomemos por caso la asimilación distorsionada que CIESPAL hiciera del modelo norteamericano de las schools of mass communication reduciendo la polivalencia institucional a la formación de un único profesional polifuncional. Lo importante para nuestra tesis es que este reduccionismo se fundaba -entre otros factores- en la concepción positivista de la teoría de la comunicación endosada por CIESPAL que atomizó los procesos comunicacionales en parcelas de la sociología, la psicología, la antropología, etc. (Marques de Melo, 1991: 11) volviendo inapresable de este modo a la ecología comunicativa como hecho social total. Más específicamente -algo nunca superado del todo- esta concepción vertical, unidireccional y no procesal del proceso de comunicación descansaba en las ideas de público como masa amorfa y del carácter omnipotente de los medios.
(6) Lamentablemente estos fenómenos de difusión y trasvasamiento tardan un tiempo muy largo en atravesar los capilares sociales y es por ello que rara vez llegan a tiempo para reciclar los procesos de enseñanza y de formación. Las evaluaciones que detectan acertadamente estos desfasajes (Martín Barbero, 1991) difícilmente pueden revertirlos o aggiornarlos. Se abre así un espacio «diferido» para una nueva evaluación que llega tarde ...a su vez -cuando el fenómeno o el proceso ha alcanzado otros derroteros. La naturaleza en tiempo real de los fenómenos comunicativos/sociales y el grado crecientemente desgajado de los analistas respecto de las esferas de decisión política contribuyen a esta indeseada pero persistente situación. La misma no se soluciona con propuestas grandilocuentes del estilo: «...la desvinculación del mundo capitalista es sólo una parte del proceso de confianza en uno mismo; la otra, necesariamente, que se fomente un plan de desarrollo nacional que sea una auténtica fuerza popular» (cita de Amin hecha por Roach, 1991: 121)- probablemente ocasiona precisamente el efecto inverso de lo que se busca. (7) Esta nueva oleada de trandisciplinariedad -de búsqueda de hibridación de lo blando con lo duro, lo macro con lo micro, lo narrativo con lo explicativono emerge sin embargo a partir de la nada sino que se alza sobre el trasfondo de mil y un fracasos en las búsquedas anteriores de interdisciplinariedad. Una cuestión que esta inflexión en las tendencias conceptuales no puede ignorar es, empero, si la demanda de transdisciplinariedad que hoy emerge con fuerza disruptora de los diques disciplinarios resulta de una necesidad social, o es la mera reflexión especular de una moda epistemológica pronta a avalanzarse sobre otros espejos de colores apenas el aglutinador conceptual más reciente (inter-textualidad, crisis, post-modernidad, meta-narrativa, caos, estructuras disipativas, catástrofes, etc.) se haya agotado. Si durante mucho tiempo los científicos sociales -y mucho más aún los científicos duros- han experimentado desalientos y resquemores frente a los desafíos y pretensiones de lo interdisciplinario y lo transdisciplinario, ello se ha debido tanto a prejuicios y a limitaciones cognitivas y elitismos sectoriales, cuanto a las no menos funestas y desalentadores aporías e impasses a los que estos enfoques llevaron en el pasado reciente. Testimonio vivo de estos fracasos han sido los intentos de generalizar los aportes elaborados por la investigación operacional, la cibernética, la praxeología y la teoría general de los sistemas al ámbito de lo social, comunicacional, económico, político, etc. La bandera inter y trans-disciplinaria ha sido levantada por distintos equipos en distintos momentos históricos siempre con resultados por lo menos equívocos cuando no teñidos de un barniz de grandilocuencia y de una retórica combativa, rara vez a la altura de resultados socialmente atractivos y operacionalmente fecundos -ver nota 27. (8) El fracaso de la teoría social contemporánea -convertida en una cáscara hueca y fácilmente descartable a manos de la acción política de «los que mandan»- antes que una invitación a la hermenéutica impotente llama a redefinir integralmente no sólo la naturaleza y rol de la teoría sino la propia institucionalización del pensamiento crítico. Jugar a ser los Benjamins o Adornos de la post-modernidad –como quizás lo son/fueron H.Marcuse, J. Habermas, M. Foucault o D. Cooper- resulta tan atractivo como intrascendente. Plantear como alternativa a la burda opción postmodemistas/evaluadores tecnológicos que «todo estaba en Frankfurt» (Becker,1990) es recaer -ante la decepción del presente- en las historias en futuro anterior. Como ejemplos efectivos de otros modos de «hacer» teoría invitamos a ponerse al tanto de las acciones/propuestas recientes del argentino Eliseo Verón y el chileno Fernando Flores. (9) En informes recientes como los de la CEPAL Transformación productiva con equidad y Clacso Paradigmas cambiantes en las relaciones entre Estado, Economía y Sociedad, existen diagnósticos y escenarios prospectivos en los que se muestran modelos deseables y factibles de alcanzar dada la implementación de determinadas políticas progresistas, en los cuales se denuncia con toda precisión y rigor las consecuencias desigualitarias y profundamente inequitativas de los estilos capitalistas salvajes de desarrollo. El problema estriba, empero, en que los sectores que supuestamente se beneficiarían con esos modelos y políticas alternativas al ajuste sectario y excluyente los rechazan en el cuarto oscuro ya sea por desconocimiento, masoquismo o inmadurez -interpretaciones fáciles e inadecuadas esgrimidas por los intelectuales «progres» para racionalizar su incapacidad de seducir a las masas. (10) Entendemos por gramáticas discursivas a las estrategias comunicativas en las que se produce la ósmosis de las matrices estéticas y los formatos comerciales. En las mismas confluyen tanto las prácticas de enunciación como los formatos de sedimentación. Tales gramáticas son móviles y responden igualmente a los avatares del capital y a las intertextualidades que renuevan los géneros y facilitan las intercambios entre medios. Las estrategias de anticipación de los productores y la activación de competencia de lecturas y operadores de apropiación se ponen en movimiento en este proceso incesante de innovación tecnológico cultural (Martin Barbero, 1990). Los procesos de informatización y de globalización electrónica no son ajenos a esta dinámica y permiten, por el contrario, ver en operación estas gramáticas de un modo novedoso y abarcativo. (11) Estos diagnósticos y evaluaciones existen y sirven de referencia para mapear un territorio. Consultar en particular los trabajos de Capriles, 1982; Hamelink, 1991, Rivera, 1987; Roncagliolo,1989, Toussaint y Esteinou Madrid, 1988, Mattelart y Mattelart 1991. Otra cosa es si -ver nota 6, más arribaestos mismos diagnósticos y evaluaciones están en condiciones de promover una desestructuración y rearticulación del campo intelectual y de las prácticas profesionales a él asociados. Para ello no sólo hace falta una renovación epistemológica operativa, sino también un exorcismo de fantasmas y de bloqueos constitutivos del «núcleo duro» de los estudios de comunicación (vg. destabuización de los fenómenos de éxito, entretenimiento y lucro co-constitutivos de los fenómenos mediáticos; exorcismo del fantasma adorniano que asimila consumo simbólico masivo (popular) con alienación; resignificación de la tecnología como valor definitorio de lo comunicacional) articulando de manera inédita los procesos productivos -y en particular su dimensión empresarial- con lecturas y propuestas más complejas y variadas. (12) El ejemplo de los videojuegos como nuevos agentes de socialización es sintomático. Dada la velocidad de transformación tecnológica, la década del ’80 que fue una década perdida para el software educativo podría verse sustituida en el ’90 por una avalancha de productos y mecanismos de aprendizaje de la mano de una alianza pretenciosa y eficaz como es la de la televisión + la computadora personal. Los peligros son evidentes: «(..) Más allá de sus potencialidades, el híbrido resultante corre el riesgo de combinar los peores atributos de ambos: la superficialidad de la Televisión con el poder seductor de las computadoras personales (Zygmont, 1991: 33)». Sin embargo la metáfora de los agentes tiene un largo camino por recorrer que probablemente cambie en forma dramática el modo de entender la enseñanza en los años por venir. (13) Simplificando mucho la problemática al circunscribirla a los efectos del consumo televisivo Becker (1990) convierte en un peligro: «(..) si el trato con la televisión les es más familiar que el trato con su padre, y si a través de ésta pueden participar en las representaciones globales, cognitivas y sentimentales de los adultos, desaparece entonces el equilibrio de conflicto entre mundo infantil audiovivido y mundo adulto ajeno, equilibrio necesario para su proceso de madurez. Se rompe así la privacidad de este mundo infantil... amenazando así el potencial de capacidad de acción autónoma, auto-dirigida (99), lo que para nosotros es un desafío apasionante. (14) No estamos siendo víctimas de una borrachera tecnofílica. Con el advenimiento del faux digital la diferencia entre una foto «real» y una fraguada es cero. La historia gráfica es reescribible a voluntad -como lo imaginara Orwell en 1984 y lo practicaran los bolcheviques al hacer desaparecer a Trotsky de sus archivos visuales-. En poco tiempo más ésta habilidad podrá extenderse al cine -donde cada uno de nosotros podrá ocupar el lugar de los actores. La era de lo falso está a un tris pues de reemplazar a la era del vacío e incluso a convertirse en su estadio superior. Siguiendo esta dirección lo que nos
amenaza en el futuro cercano no es la noticia falsa sino el hecho falso ¡paradoja si las hay! La disolución de los mecanismos de convalidación de la información propios de una civilización escritural, implícita en la revolución digital convierte a Orson Welles, y su guerra de los mundos radial en apenas un precursor histórico y abre la posibilidad a usos de los medios y los meta-medios a la vez prodigiosos y sumamente peligrosos. (15) Estas modalidades expresivas no deben confundirse con el relato en serie propio de la revolución industrial y que tiene sus modelos en el folletín literario, la novela por entregas o la fotografía Se trata de formas expresivas nuevas generadas a partir del uso de los nuevos medios. (16) No estamos contradiciendo ingenuamente aquí nuestra afirmación anterior en la que señalábamos la búsqueda de nuevos modelos de interacción lingüística como aspecto innovador de la investigación transdisciplinaria. Coexisten tanto esa búsqueda como el achatamiento de la polisemia del relato por parte de las nuevas formas de producción electrónica y digitales a las que aludimos aquí. Contrariando a Hegel debemos decir que si lo real no coincide con lo racional: ¡tanto peor para lo racional! La coexistencia de procesos y productos inconsistentes es un rasgo distintivo de nuestro panorama cultural y sólo un atavismo desmedido hacia la consistencia y la verdad única como valor cognitivo supremo pueden hacemos olvidar la contradictoriedad de las prácticas sociales. (17) Las consecuencias heurísticas de estos señalamientos son sumamente interesantes y obligan a un cambio de la mirada para entender la «trampa» que encierra el estilo post-narrativo: «(..) Miami Vice conquistó un «look» fácilmente identificable que obligaba en ocasiones a rodear sus peripecias de temáticas tabú realmente osadas pero -esto sí- pasadas por el filtro del «look». Pudo así visitarse no sólo el mundo de la droga y la prostitución, sino la corrupción, el incesto, pero bajo la «estética» forma del: «Dímelo a ritmo de rock!» (op.cit) (18) Las secciones 2.4, 2.5 y 2.6 constituyen una versión reducida del artículo «Los hipermedios y el placer del texto electrónico» aparecido en el número 58 de la revista David y Goliath, Buenos Aires, 1991, dedicada a las culturas postescriturales. La sección 2.8 resume algunas tesis presentadas en el articulo «De las imágenes numéricas a las realidades virtuales. Esfumando las fronteras entre arte y ciencia» David y Goliath N° 57, 1990. (19) El excelente libro de Antonio R de Las Heras (1991) está estructurado precisamente alrededor de la metáfora «navegación» de la información: «(..) Navegar supone poder recorrer la información desde puntos de partida distintos. Hacer travesías más o menos largas por la información, pero siempre teniendo el navegante la posibilidad de decidir el rumbo. Navegar no es nadar, porque entre el navegante y el mar hay un artificio construido por el hombre, el barco para el agua, el interfaz para el mar de información (op.cit: 12)» y la reconstrucción detallada del pasaje de las bifases a las interfases -tema central en lo que se refiere a las gramáticas de producción y reproducción en el campo electrónico. (20) Recientemente han visto la luz máquinas ficcionadoras ya sea bajo la forma de novelas experimentales (Rayuela de Cortázar, o el Diccionario de los Kasarz de Pavic) ya sea bajo la forma de ficciones electrónicas (Amnesia de Disch o la Rueda de la Mente de Pinsky). Todas estas narrativas mecanizadas quieren revolucionar la economía tradicional del discurso. En vez de ofrecer un arabesco único en el universo de las posibilidades, estas ficciones permiten que los lectores elijan entre múltiples recorridos posibles. Puesto que a cada paso existen elecciones divergentes, la narrativa puede cambiar muchísimo de una lectura a la otra. Lo que se dice en un momento dado depende del intercambio asincrónico entre el deseo de los autores y la intención de los lectores. (21) No todas son rosas en el universo del hipertexto. Los críticos más vocingleros sostienen que las grandes promesas de sus panegiristas se evaporan apenas se ponen de manifiesto los problemas planteados por la interfaz: i) los lazos son a menudo incómodos, equivocados o triviales; ii) la cuestión sobre qué aspecto de la palabra, frase o imagen se busca no ha sido examinada correctamente; iii) falta, aunque es necesaria, una interfaz humana uniforme y de alta calidad (Raskin, 1989). También se sostiene que las propuestas de los abogados del hipertexto no tienen en cuenta qué es lo primero que debe hacer una persona cuando se sienta frente a su sistema, qué verá, qué debe hacer a continuación, cuántas teclas debe oprimir o movimientos de mouse debe realizar, hasta que encuentre lo que busca. Cuánto tiempo va a tomar la búsqueda... Por último se cuestiona que la forma natural de pensar esté estructurada jerárquicamente en muchos niveles de profundidad y se advierte que si ese presupuesto se viene abajo otro tanto sucederá con el proyecto hipertextual. Asimismo se insiste que el hipertexto es inadecuado para tratar la ambigüedad propia de la complejidad social, la que sólo puede ser aprehendida a través del pensamiento crítico irreductible a las operaciones de la máquina. No menos fuertes son las críticas que insisten en que esta tecnología es inaccesible en términos de costos para la mayoría de la población tercermundista. Algunos de estos comentarios son atinados y merecen ser atendidos (Nielsen, 1990; Meyrowitz,1989). En la mayoría de los casos empero de lo que se trata es de una enorme resistencia cognitiva y cultural frente a una redefinición brutal del campo de la experiencia y de las formas de operar en ella. (22) En su análisis Garretón expone minuciosamente cuáles son los principios analíticos relevantes para el estudio de procesos socio-políticos particulares: 1) ir más allá de un determinismo estructural de tipo universal, 2) enfatizar la autonomía de los procesos sociales respecto de su base estructural; 3) reconocer que el sentido de las luchas y la acción social no está dado unívocamente por la lucha contra la dominación sino contra formas variadas de explotación, alienación, opresión, etc no necesariamente coincidentes; 4) el sistema político de una sociedad está compuesto por el Estado, las relaciones institucionales entre Estado y sociedad y la cultura política (Garretón, 1991: 62/3). (23) Una computadora -por sofisticada que aparezca- es una herramienta específica. La realidad virtual es una realidad alternativa y sería erróneo proyectar sobre ella las limitaciones de la metáfora computacional -ver parte 4. Lo que este ejercicio busca no es sintetizar a una máquina sino a la propia realidad. Las RV’s no modifican nuestro mundo subjetivo, no tienen vinculación alguna con los estados cerebrales y por ello su modo de operación es muy distinto al de las drogas psicotrópicas. Operan fundamentalmente con nuestro mundo perceptivo recreándolo según códigos hasta ahora no examinados. (24) Los primeros en darse cuenta del ahorro supuesto por su uso así como de su innegable utilidad fueron, como casi siempre, los militares, quienes desde 1950 tienen el cuasi monopolio de los programas de simulación. Bob Beckman trabajando para el servicio de investigaciones navales de USA en 1981 desarrolló un programa de simulación Dispare/No Dispare para entrenar a policías en la discriminación de situaciones que pudieran poner en peligro su vida. Existen igualmente programas de simulación para tanques M-1 y para cabinas de jets F-16 realizados para o por el departamento de Defensa de USA. (25) Las RV’s forman parte de una inflexión en el desarrollo de las tecnologías de la información al poner en contacto computadoras sumamente poderosas con medios de presentación visuales, auditivos y táctiles capaces de crear entornos informativos en los cuales pueden penetrar personas legas con el fin de explorarlos y modificarlos a voluntad. Lo distintivo de estos medios es el de ser «hápticos» (de cuerpo entero y no limitados al intelecto) y no requerir interpretación. Las RV’s al permitir que cualquiera se convierta en hacedor de mundos permitirá destronar el mito empirista de las verdades
únicas mostrando la pluralidad de los puntos de vista y el carácter político-ecónomico de la elección social de uno sobre otro. Cuando la tecnología esté disponible -con el grado de granularidad e interactividad que la misma necesita para ser indistinguible de las experiencias «reales»- y las políticas sociales hayan decidido ponerla al servicio de la colectividad y no del mercado, nuestra apuesta se habrá demostrado fundada y perderá el aura de ingenuidad con que puede ser recibida hoy. (26) Entre las principales características de la investigación sobre comunicación en América Latina se inventarían: la relación directa con la formulación de la política de medios de comunicación, los esfuerzos para formarlos y los movimientos populares que introducen formas alternativas de comunicación y la preocupación por el cambio político y social. Esto se traduce en la inclusión en la agenda de análisis de temas tales como: a) influencia de la política económica internacional en el desarrollo de los medios de comunicación e instituciones culturales autóctonas; b) ideas acerca de la reforma de los medios, política nacional de medios y democratización de la comunicación; c) trascendencia de formas alternativas de comunicación y uso de los medios por parte de los movimientos populares; d) mejor comprensión de la relación entre medios de masas y cultura popular (White (1989)). (27) Para el caso latinoamericano los de Mattelart & Schmucler, 1983; Sutz, 1989; Marques de Melo, J. 1991, Rivera, 1987 entre otros. (28) Una nueva vuelta de tuerca sobre el cholulismo intelectual está dado por el arrebatado descubrimiento por parte de los intelectuales latinoamericanos de nociones como las de caos, desorden e inestabilidad... Entendiendo mal las metáforas científicas básicas y deslizándose apresuradamente por el puente que va de la meteorología y la matemática a la justificación del mercado, desde Octavio Paz a Vargas Llosa son varios los pesos pesados académicos que creen encontrar en la teoría del caos una nueva vindicación de sus deseos... harto personales. (29) Un lugar privilegiado para el estudio de las transformaciones múltiples que genera, re-genera la innovación tecnológica está dado por la relación que existe entre medios de comunicación masivos y difusión de las NTI. Es muy poco lo estudiado hasta ahora acerca de los entrelazamientos entre massmediatización y socialización (masiva) científica y tecnológica. Por suerte obras recientes como la de Nelkin (1990) está haciendo punta en esta descuidada frontera.