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CONSEJO DIRECTIVO DE FELAFACS

Presidente: Luis Núñez Gornés Universidad Iberoamericana Dirección de Intercambio y Cooperación Académica Prolongación Paseo de la Reforma 880, Colonia Lomas de Santa Fe 01210 México D.F., México Teléfono: (5255) 52674122 Fax: (5255) 52674265 E-mail: luis.nunez@uia.mx Presidente Honorario: Joaquín Sánchez, S.J. Pontificia Universidad Javeriana-Seccional Cali Carrera 18 Nº 118-250 Avenida Cañasgordas Apartado Aéreo 26239, Santiago de Cali, Colombia Teléfono: (572) 5552595 / 5552826 Fax: (572) 5552180 E-mail: joaco@puj.edu.co Secretario Ejecutivo: Walter Neira Bronttis Calle Bernstein 261, San Borja, Lima 41, Apartado aéreo 180097, Lima 18, Perú Teléfono: (511) 4754487 / 2252403 Fax: (511) 4754487 E-mail: wneira@felafacs.org Directores: Susana Aldana Amabile Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas, Departamento de Ciencias de la Comunicación Independencia Nacional y Comuneros Casilla de Correo 1718, Asunción, Paraguay Teléfono: (59521) 201481/441044 E-mail: sualdana@conexion.com.py María Teresa Quiróz Velasco Universidad de Lima Facultad de Comunicación Av. Javier Prado Este s/n Monterrico, Lima 33, Perú Telefax: (511)4361426 E-mail: tquiroz@ulima.edu.pe Jesús Becerra Villegas Universidad Autónoma de Baja California Castellón y Lombardo Toledo s/n, Col. Esperanza Agrícola 21330 Mexicali, Baja California, México Teléfax: (526) 5579200 E-mail: jebevi@hotmail.com Erasmo de Freitas Nuzzi Facultad de Comunicación Cásper Líbero Av. Paulista, 900 - 5º andar 01310-940 São Paulo, Brasil Telf.: (5511) 31705883 Fax: (5511) 31705891 E-mail: erasmo@facasper.com.br Oscar López Reyes Universidad Dominicana O&M Av. Independencia 200 Centro de los Héroes de Constanza Maimón y Estero Hondo Santo Domingo - República Dominicana Teléfono: (1809) 5332648 Fax: (1809) 5350084 E-mail: adecom@enel.net


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La revista diálogos se publica gracias al aporte de la Fundación Konrad Adenauer de Alemania, que coopera igualmente con los programas regulares que nuestra Federación auspicia en cada una de las Asociaciones Nacionales y Facultades de Comunicación de América Latina.

C O N S E J O C O N S U LT O R

Alicia Entel Heriberto Muraro Daniel Prieto Héctor Schmucler Mauricio Antezana Muñiz Sodré Jesús Martín Barbero Valerio Fuenzalida Josep Rota Federico Varona Miquel de Moragas Manuel Martín Serrano Armand Mattelart Robert A. White Giuseppe Richeri Raúl Fuentes Cristina Romo Beatríz Solis Desiderio Blanco Javier Protzel Teresa Quiroz Rafael Roncagliolo Max Tello Marcelino Bisbal

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CONSEJO EDITORIALDE LAREVISTA diálogos Dirección: Edición: Diseño: Impresión: Oficina de redacción:

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Walter Neira Bronttis Ana María Cano Miguel Bernal Q. Grafic ASPA Secretaría Ejecutiva de FELAFACS. A.A. 18-0097, Lima 18, Perú Telf.: (511) 2252403 Telefax: (511) 4754487 Correo electrónico: felafacs@felafacs.org http://www.felafacs.org Hecho el depósito legal Nº 95-0456


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índice

Revista teórica de la Federación Latinoamericana de Facultades de Comunicación Social. Integrante de la Red Iberoamericana de Revistas de Comunicación y Cultura. Número 64 noviembre de 2002

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EDITORIAL

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TECNICIDADES, IDENTIDADES, ALTERIDADES: DES-UBICACIONES Y OPACIDADES DE LA COMUNICACIÓN EN EL NUEVO SIGLO Jesús Martín Barbero

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LA INVESTIGACIÓN LATINOAMERICANA DE LA COMUNICACIÓN Y SU ENTORNO SOCIAL: NOTAS PARA UNAAGENDA Enrique E. Sánchez Ruíz

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LOS CINES DE AMÉRICALATINA FRENTE A LOS RIGORES DEL CINEMA ÚNICO Javier Protzel

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EL CUARTO ICONOCLASMO Arlindo Machado

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COMUNICACIÓN, CIUDADANÍA Y PODER María Cristina Mata

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CONCEPTOS CLAVE PARA EL STORY TELLING TELEVISIVO: CALIDAD, MEDIACIÓN, CIUDADANÍA Milly Buonanno

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QUINCE AÑOS DE DIA-LOGOS

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Diá-logos de la Comunicación cumple 15 años. Y hoy como ayer, en la Federación latinoamericana de Facultades de comunicación (Felafacs) estamos convencidos de la pertinencia central de este espacio de promoción, pero también de encuentro, con el pensamiento académico en el campo de los estudios de comunicación en América latina. Los procesos que se viven hoy de manera general en toda la Comunicación, y de forma específica en el ejercicio profesional y en la propia universidad latinoamericana, se hallan marcados por dos demandas centrales: la atención al fortalecimiento de la democracia y la ciudadanía en nuestros países y la creciente preocupación también por el fortalecimiento de la calidad académica en la formación de los comunicadores. Ambas demandas están estrechamente asociadas y no se explica ni es posible la una sin la otra. La búsqueda de la excelencia obliga a la universidad a revisar sus propios proyectos académicos y a definir o fortalecer sus propios instrumentos de control de calidad. Si bien ello implica una mirada hacia adentro, el proceso no podría completarse sin proyectarse más allá de sus fronteras. La mirada hacia fuera también es imprescindible, pero constituye apenas el primer paso. Entender el contexto, lo que equivale a estudiarlo, interpretarlo, explicarlo, es una condición relevante para insertar a nuestras Facultades en las demandas mismas


de comunicación que se reclaman en la vida social, en procura de una mejor calidad de vida en nuestros países. Pensar la comunicación hoy nos conduce, en consecuencia, a las diversas formas de interacción que nos corresponden -como profesionales- en los procesos de construcción de democracia y ciudadanía. Hacer la comunicación nos instala más allá, en las demandas del desarrollo económico, político y social y reclama de nosotros una actitud interdisciplinaria y un sostenido trabajo en equipo que conduce, de manera inevitable, a la excelencia académica que ahora buscamos de forma más nítida que hace quince años.

Como pueden constatar, no hemos tenido mejor idea para celebrar estos quince años que avanzar en el diseño de una nueva política editorial y dar forma a dos ediciones especiales, la 64 y la 65, que reúne a un destacado grupo de investigadores de América y Europa. Las ponemos ahora en manos de nuestros lectores con la esperanza de que puedan contribuir a construir o reforzar nuevas miradas en la comunicación.

Diálogos de la Comunicación ha procurado abrir esa perspectiva aportando no sólo con estudios, experiencias y reflexiones producidas dominantemente en América Latina, sino también permitiendo el enlace con otras miradas originadas en diversas regiones del mundo. Nos ha animado -en todo momento- la generosa cooperación de un destacado grupo formado, a la fecha, por más de trescientos investigadores de diversos países, llámense jóvenes o consagrados, convocados desde diversas canteras u opciones académicas o profesionales, que respondieron siempre de manera afirmativa a nuestra invitación, con la certeza que da el reconocimiento de una experiencia editorial que ha procurado el más amplio respeto por la diversidad de enfoques, de intereses, de temas. Las 65 ediciones acumuladas en estos quince años son – en ese sentido- testimonio inequívoco de nuestra voluntad de continuar en este camino, en el que ahora sabemos que no estamos solos. Diversas experiencias valiosas concurren hoy en América latina en procura de este mismo propósito y nos animan en las nuevas tareas que asumiremos en adelante: la reestructuración de la revista impresa que pretende incluir no sólo nuevas secciones y formato sino también y principalmente nuevas formas de convocatoria, nuevos temas y ampliación en las formas de selección de autores, lo que pasará por el arbitraje y las coordinaciones descentralizadas para cada edición, desde diferentes lugares de América latina, envolviendo en el proceso de creación y producción editorial a un número más amplio de colegas.

Y para atender el interés de diversos autores que no alcanzan a tener espacio, por las limitaciones temáticas de la versión impresa, empezaremos muy pronto el diseño de una nueva revista electrónica, dirigida a profesores, que será igualmente difundida a través de nuestro Portal.

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Wa l t e r N e i r a B r o n t t i s

En la perspectiva anterior, mantendremos también la versión electrónica -en internet- de nuestra revista impresa, lo que ha permitido y –estamos seguros- seguirá permitiendo un más amplio acceso y uso social de nuestra revista Diálogos de la Comunicación en América Latina.

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D i r e c t o r 7

editorial


M.Cristina Mata

M. Cristina Mata

Comunicación, Ciudadanía y poder.

Pistas para pensar su articulación

Profesora invstigadora en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. E-mail:mmata@mail.agora.com.ar

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«El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades» Hanna Arendt, La condición humana

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El ejercicio de la ciudadanía ha desbordado hace tiempo, en el marco de la teoría política, la estrecha esfera de la titularidad y ejercicio de los derechos civiles y políticos de carácter universal íntimamente relacionados con el sistema de gobierno y la estructura social y económica de un país»1 para complejizarse y expandirse, incorporando la problemática de la diversidad y la diferencia y sobrepasando los marcos de referencia estrechamente estatales. Así, reconociendo la lógica de la globalización, la noción de ciudadanía es el recurso necesario para re-pensar un modo de ser en el mundo ampliado; es decir, para pensar el intercambio y la vinculación simbólica de los individuos en un espacio vuelto común por las tecnologías de producción y distribución de información y productos mediáticos, así como por la desterritorialización de procesos productivos, los procesos migratorios y las interacciones mundiales en términos de negocio y entretenimiento. En esta esfera, la noción de ciudadanía se tematiza en vinculación con la problemática de las identidades y el multiculturalismo; en referencia a consumos y comunidades hermenéuticas; pero también a demandas y reivindicaciones que trascienden las fronteras. El Estadonación, fuente de reconocimiento y marco jurídico de pertenencia, garante de derechos cívicos, ya no es capaz de contener problemas que lo sobrepasan como lo expresan los movimientos ecológicos o de género –para dar sólo dos ejemplos clásicos- ni resulta el proveedor sustantivo de imágenes colectivas. Mundo y mercado configuran nuevos espacios en los cuales el individuo sufre constricciones -obliga-

ciones- y puede demandar o esperar reconocimiento. A su vez y concomitantemente con el proceso de globalización, en América Latina, la redefinición de los Estados de bienestar, su achicamiento en razón de su sometimiento a la fuerza del mercado ha provocado, como bien lo padecemos, ajustes estructurales que han erosionado anteriores modalidades colectivas de satisfacción de los requerimientos básicos para la vida de las grandes mayorías. Esta transformación multiplicó objetivamente los espacios de poder con las cuales los individuos deben vincularse en orden a satisfacer sus necesidades, produciendo una consecuente multiplicación de esferas de negociación y enfrentamiento para hacer valer los derechos individuales y colectivos que el Estado ya no respalda. La multiplicación de agrupaciones o movimientos constituidos en torno a la provisión de servicios y al consumo, da cuenta de ello. Pero esa redefinición de los Estados latinoamericanos no puede leerse sólo en clave economicista como producto de políticas de ajuste de corte neoliberal. En ella se hacen patentes profundas mutaciones políticas: desde las denominadas crisis de representatividad que afectan a estructuras políticas y reivindicativas, incapaces de contener a los individuos en su calidad de espacios de construcción de idearios y proyectos comunes, hasta la pérdida de centralidad de esas organizaciones en términos de referencia, como señales demarcatorias del orden social. Esta dupla, constituida por la diversificación de las fuentes del poder y el estallido o debilita-


«La ciudadanía –planteará el mismo Garretón- es la reivindicación y reconocimiento de derechos y deberes de un sujeto frente a un poder. Si los ámbitos o esferas de la sociedad no se corresponden, si se separan y se autonomizan, si a su vez la política se restringe en su ámbito de acciones y pierde su función integrativa, si aparecen múltiples dimensiones para poder ser sujeto y si, a su vez, los instrumentos que permiten que esos sujetos se realicen son controlados desde diversos focos de poder, lo que estamos diciendo es que estamos en presencia de una redefinición de la ciudadanía en términos de múltiples campos de su ejercicio»2 Así, la ciudadanía comenzó a nombrar, en la última década del siglo pasado, un modo específico de aparición de los individuos en el espacio público, caracterizado por su capacidad de constituirse como sujetos de demanda y proposición en diversos ámbitos vinculados con su experiencia: desde la nacionalidad y el género hasta las categorías laborales, y las afinidades culturales. Pero esta ampliación que lleva a algunos pensadores a hablar de «nuevas ciudadanías»

definidas en el marco de la sociedad civil no llega a encubrir, como bien lo señala Hugo Quiroga3, que el debilitamiento de la clásica figura de la ciudadanía –marcado por un evidente escepticismo hacia la vida política- implica serios desafíos para pensar en la transformación de los órdenes colectivos injustos vigentes en nuestras realidades. Asociada con esta remozada noción de ciudadanía, la comunicación ha adquirido, desde diversas perspectivas, un estatuto polivalente y de primer rango. La creciente exhibición en los medios masivos de comunicación de distintas prácticas tradicionalmente reconocidas como prácticas políticas –desde las habituales presentaciones de gobernantes, funcionarios y candidatos exponiéndose ante «la opinión pública» hasta las sesiones de debates parlamentarios-, suele ser tematizada como un enriquecimiento y ampliación del espacio público que contribuiría al fortalecimiento de la ciudadanía, entre otras razones, debido al incremento de las posibilidades informativas de la población, una creciente expresividad de lo social, una mayor posibilidad de ejercer la vigilancia y el control de los actos de gobierno y de otros sectores de poder. Por otro lado el mercado mediático –pero sustantivamente la televisión y la radio-, reproduce constantemente rostros y voces sufrientes demandando justicia, servicios, trabajo, vivienda, la restitución de hijos muertos o perdidos, ayuda para curar enfermedades. Se trata de imágenes y sonidos acompañadas por los rostros y voces de

los periodistas y conductores de programas convertidos en hermanos en desgracia, en padres o madres que contienen el sufrimiento, en abogados y jueces recusadores de las normas y mecanismos institucionales que se revelan incapaces de responder a los dramas privados, lo que justifica su puesta en escena, su «aparición» pública. Ante ello se habla de los medios masivos como lugar del encuentro, del reconocimiento, de la construcción plural de la opinión. Los medios son, para algunos, el lugar de realización plena de esa comunidad inclusiva que nuestros países niegan, de esa ciudadanía meramente nominal o incompleta derivada de las profundas desigualdades económicas y sociales en que vivimos y que conculca no sólo los derechos ciudadanos sino que impide el cumplimiento de las obligaciones que esa condición conlleva y hasta la misma posibilidad de reconocer y reivindicar aquellos derechos. «La presencia de otros que ven lo que vemos y oyen lo que oìmos –ha señalado Hanna Arendt- nos asegura la realidad del mundo y de nosotros mismos»; de ahí que afirme el valor de la «apariencia» para el ser en el mundo, es decir para que sea posible la «existencia de una esfera pública» que asegure esa realización y que necesariamente es precedida por «el espacio de aparición» ese espacio «que cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción»4. Desde perspectivas que asumen este horizonte filosófico, la comunicación se reconoce como fundante de la ciudadanía en tanto interacción que hace posible la colectivización de intereses, necesidades y propuestas. Pero,

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miento de los lugares colectivos que históricamente habían aglutinado a la ciudadanía en orden a la reproducción o confrontación del mismo, se produce, como precisa Manuel Garretón, en el marco de una experiencia social que se «presenta como irreductiblemente multidimensional», es decir, como una experiencia en que anteriores correspondencias entre economía, organización social, política y cultura, también son cuestionadas en tanto se revelan dinámicas no reductibles a un único principio de articulación.

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al mismo tiempo, en tanto dota de existencia pública a los individuos visibilizándolos ante los demás y permitiendo verse –representarse ante sí mismos. Ese reconocimiento de la comunicación como condición de posibilidad de la ciudadanía es, al tiempo, condición de posibilidad de la política. Sergio Caletti ha desarrollado in extenso esa proposición. A su juicio, ello es así en un doble sentido. En primer lugar porque la política no puede ser pensada al margen de la «puesta en común de significaciones socialmente reconocibles»; en segundo lugar porque es ese procedimiento de puesta en común lo que habilita que justamente «lo común» pueda convertirse en «horizonte» para las aspiraciones provenientes de múltiples y diversas aspiraciones y acciones ciudadanas.5 Llegados a este punto, creo necesario formularnos una interrogación. Preguntarnos si acaso este modo de pensar la vinculación de la comunicación con la política y la ciudadanía -presente por otra parte en significativas experiencias de comunicación que aunque en muchos casos han comenzado a designarse como «ciudadanas» hay quienes no resignamos seguir denominando alternativas, populares o comunitarias6-, reconoce en el funcionamiento y las ofertas del mercado mediático la realización de esas ideas –de esos idealesde comunicación. En un texto escrito hace muchos años que titulé «Comunicación Popular, de la Exclusión a la Presencia», trataba de reflexionar acerca de la monocorde voz que ahogaba, desde los medios masivos, la polifonía que una comunicación y una sociedad democrática requerían. Postulaba en-

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tonces que esa polifonía no podía restaurarse a través de la simple y llana «inclusión mediada» de hablantes, refiriéndome a su aparición en pantallas, emisiones radiofónicas e impresos, según la lógica mercantil y mediática. Hoy, cuando la presencia de lo individual y lo particular y la sobreexposición de protagonistas satura los impresos, las ondas y las pantallas, me parece pertinente continuar aquella reflexión asociándola a la consideración de la cuestión de la representación, como vía para contribuir al esclarecimiento de lo que valdría la pena interrogar, para distinguir y confrontar las perspectivas antes enunciadas. ACERCA DE LA NOCIÓN DE REPRESENTACIÓN Es al historiador francés Roger Chartier a quien debemos aportes sustantivos para comprender la vinculación productiva existente entre las prácticas sociales y su representación simbólica. Buscando superar las oposiciones entre objetividad de las estructuras y subjetividad de las representaciones, Chartier retomará el pensamiento de Luis Marin para reconocer en toda representación dos dimensiones: una dimensión transitiva, en tanto toda representación es la presentificación por algún medio de algo ausente y otra dimensión reflexiva, en tanto aquello que se presentifica se exhibe auto-representándose de un modo específico solicitando para sí la condición de imagen legítima o creíble.7 Trabajando con esa noción, Chartier postula la posibilidad de comprender «la construcción de las identidades sociales como resultantes de una relación forza-

da entre las representaciones impuestas por aquellos que poseen el poder de clasificar y designar y la definición, sumisa o resistente, que cada comunidad produce de sí misma», pero también la posibilidad de analizar «la traducción del crédito acordado a la representación que cada grupo hace de sí mismo, por lo tanto, su capacidad de hacer reconocer su existencia a partir de una exhibición de unidad»8. Nuestra actual cultura puede definirse como un «mercado de representaciones»; ellas no son sólo espacios donde se libra la lucha por los sentidos hegemónicos sino, al mismo tiempo elementos de esa misma disputa. De ahí que el análisis de los dispositivos de representación mediática de las prácticas políticas y ciudadanas y de los sujetos que las encarnan resulte una tarea insoslayable si tratamos de comprender de qué modo ellas se inscriben productivamente en la definición de dichos sujetos, en sus modos de constituirse y actuar como tales. Un camino semejante nos parece productivo para superar una lógica a menudo presente en los estudios que vinculan comunicación, ciudadanía y política, deudora de concepciones deterministas, incapaces de dar cuenta de la índole de los dispositivos que obran como sustrato de ciertas transformaciones que se producen tanto a nivel político como a nivel de los medios de comunicación y en los vínculos existentes entre ambas instancias de la acción social. Transformaciones complejas, como lo reconocen diversos analistas9, en las que se ponen en juego una variedad de dimensiones: desde los modos en que la política y los asuntos públicos adquieren visibilidad en


EL DEVENIR PÚBLICO DE LA SOCIEDAD En anteriores investigaciones y ensayos11 venimos analizando las consecuencias de lo que denominamos el «devenir público de la sociedad» o, dicho de otro modo, la definición de nuestra sociedad como «sociedad de los públicos», categoría que designa una socialidad particular que, siguiendo a J. Habermas, registraría sus orígenes a fines del Siglo XVII, cuando la «publicidad representativa» se reduce dando paso a la «publicidad burguesa»12 y que no cesará de modificarse, en estrecha interacción con las transformaciones económicas, sociales, culturales y tecnológicas propias de la modernidad hasta devenir un principio identitario central en la actual sociedad mediatizada. Es decir, en

una sociedad impensable por fuera de las existencia de unas tecnologías que implican modelaciones de las formas de interacción social y del individuo consigo mismo.13 Una sociedad en la cual, al decir de Jean-Marc Ferry, «el público es virtualmente toda la humanidad y, de modo correlativo, el ‘espacio público’ es el medio en el cual la humanidad se entrega a sí misma como espectáculo»14. Una sociedad integrada por individuos que aceptan un rol genérico diseñado desde el mercado mediático -que abre sus escaparates para diversificadas elecciones y usos de sus productos- con arreglo a normas y competencias que él mismo provee y que se entrecruzan con las adquiridas por los sujetos en otros ámbitos de la vida social15. Lo que nos permite caracterizar a nuestra sociedad como «sociedad de los públicos» es justamente la adopción de ese rol como un nuevo y significativo referente identitario. En tal sentido, el ser públicos deviene una condición disciplinada que supera el mero consumo y/o recepción de determinados tipos de medios o bienes culturales. Una condición que implica la aceptación de constantes sistemas de interpelación mediados técnicamente como vía de construcción de colectividades o comunidades, es decir, como vía de inclusión social. Además, implica el reconocimiento de una capacidad performativa en la aceptación o rechazo de las interpelaciones recibidas: la capacidad de legitimar al interpelante y de crear las condiciones básicas que aseguran la eficacia de su interpelación. Desde la instauración del rating televisivo o el porcentaje de ven-

ta de un título editorial como instancias que determinan la perdurabilidad de programas y libros, hasta la calificación y estabilidad de programas educativos de acuerdo a la cantidad de inscripciones que reciben, ser público opera imaginariamente como recurso efectivo de intervención en la toma de decisiones en el ámbito institucional y en el espacio del mercado. Al mismo tiempo, sustraerse a las interpelaciones implica la desconexión: no conocer –en nuestro país- la última disputa entre los hermanos Süller resulta tan sospechoso, tan restrictivo de una mínima socialidad como no incorporar en términos alimenticios las proposiciones (benéficas o no) de un régimen rico en fibras. Pero, en un mismo movimiento, aceptar algunas interpelaciones y desechar otras sienta las bases del reconocimiento entre iguales y la diferenciación, la ubicación en franjas, rangos, espacios distintivos que proveen cierta seguridad en un mundo cada vez más homogéneo y contradictoriamente fragmentado. Ser público implica así una suerte de obligación y una esfera de posibilidad: la obligación de integrarse superando incluso mediante ese procedimiento diferencias económicas, territoriales, étnicas, de género u otras, y una doble posibilidad, la de distinguirse y la de participar mediante demandas –en que se traman complejamente intereses contradictorios y hasta antagónicos y cuya satisfacción es clave para la estabilidad de diversos poderes- en la dinámica social. Este devenir «público» de la sociedad constituye un dispositivo clave con consecuencias significativas para lo que se represen-

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los medios masivos de comunicación, hasta la pérdida de la función integradora y ordenadora de la política respecto de las sociedades y la multiplicación de fragmentarios espacios de encuentro e interacción social, de la mano de tecnologías que operan según la lógica del contacto y la virtualización de la experiencia. Pero, fuera de todo determinismo, bien ha señalado Germán Rey que «la política se transforma casi a la misma velocidad y profundidad que la comunicación»10. Imposible diferenciar nítidamente los cambios; imposible asociarlos causalmente; imposible asimilarlos pero también imposible desvincularlos. El desafío sigue consistiendo en reconocer, en el campo de la producción de la cultura, es decir, en el terreno donde se construyen las convenciones colectivas con que se diseña y sustenta el ser de los hombres en el mundo, algunas zonas de articulación.

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ta hoy como sistema democrático y para la representación de la política y la ciudadanía. Una de sus manifestaciones más nítidas, en la escena política argentina anterior al momento de ruptura que significó diciembre de 2001, fue la fundamentación de los actos de gobierno en variados sistemas de consulta individual a los ciudadanos: candidatos que encargaban sondeos de opinión para traducir sus resultados en plataformas electorales, funcionarios que utilizaban datos proporcionados por encuestas de diversa naturaleza como razón suficiente de decisiones, reparticiones públicas que «evaluaban» su labor mediante cuestionarios sometidos a los contribuyentes en las boletas de pago de servicios. Esas estrategias -al igual que las permanentes consultas implementadas por los medios masivos de comunicación y ofrecidas como base para decisiones de políticos, gobernantes y ciudadanos- que colocan a los individuos particulares y aislados en el centro de la formulación de lo que se convertirá en «acción política», son deudoras de una de las tecnologías que, como señalan entre otros Jacques Rancière y Loïs Wacquant, modelan hoy con mayor pregnancia la idea de colectividad y de saber: la encuesta de opinión16. Un procedimiento inclusivo y aglutinador en tanto propone a todos interrogantes comunes cuyos resultados revelan colectivos abstractos pero distinguibles por rasgos que reenvían a la materialidad de lo que se es: mujer u hombre, habitantes de tal o cual sector, jóvenes o viejos. La «población encuestada» que en ciertos casos presenta rostros particulares en sus apariciones gráficas o televisivas-

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constituye un nuevo modo de ser colectivo en el que cada sujeto se reúne en ausencia con sus pares, participando en la construcción de un ideario común. Al mismo tiempo, esa estrategia enunciativa pone en juego un efecto de igualación: cada individuo sometido a encuesta, interpelado con un instrumento común tiene, imaginariamente, las mismas posibilidades y oportunidades de respuesta. La normalización discursiva producida por un cuestionario encubre la modelación histórica del habla, sus particularidades y constricciones de clase, de género, de raza, de localización geográfica, de edad… Se encubre, para decirlo de otro modo, la regulación política de lo social, el lento pero marcadamente férreo diseño de un orden hecho de jerarquías y distinciones, los conflictos que, en razón de los modos de obtención de la información y de su procesamiento, se disuelven en un sistema de diferencias. El recurso a los individuos en tanto informantes, pone entre paréntesis la existencia de organizaciones y grupos como espacios de expresión de necesidades y problemas y ámbitos de conformación de opiniones legitimadas. La «opinión pública» es asimilada a lo que cada quien verbaliza negando su carácter de juicio elaborado colectivamente mediante el debate de ideas y dificultando la identificación de los procedimientos y fuentes a partir de los cuales se construye ese pensar particular. La figura del individuo -con necesidades e intereses subjetivamente vividos- ocupa el centro de la escena democrática desdibujando la trama constituida por intereses y vivencias socializadas y la existencia de proyectos

ideológicos más o menos afines o antagónicos. Por otra parte, las verbalizaciones individuales transformadas en información –la que resulta del procesamiento de una encuesta y que a menudo se difunde en los medios- se erigen en incuestionable saber social en tanto se objetivan y distancian de lo inmediato gracias a procedimientos estadísticos. Así, la encuesta es propuesta y asumida como un sistema experto que reduce la incertidumbre y que, en consecuencia, tendría la capacidad de definir per se los cursos de acción de políticos, gobernantes y funcionarios que, de tal suerte, quedarían exentos de toda responsabilidad intrínseca, de todo riesgo, bajo el amparo de la representatividad y la objetividad. La centralidad de los hablantes particulares, la centralidad de su decir como fuente de la acción política, remite a la indeferenciación de los saberes diluyendo imaginariamente el diferencial de poder que se concentra en sitios estratégicos y permite encubrir la racionalidad de decisiones ideológicamente orientadas. De tal modo, políticos y gobernantes diluyen su rol de formuladores de diagnósticos y proyectos derivados de particulares comprensiones de lo real y de diferenciables modelos de sociedad a construir, para asumir crecientemente el de ejecutores de acciones sustentadas en la transparente evidencia de las cifras, los datos, las tendencias. Así, se subvierte la antigua función de representación política, asociada a la idea de coparticipación en un ideario común y a la figura de sujetos capaces de resumir en sí y defender un con-


Por otro lado, así como se diluyen los propósitos hegemónicos, esa colectivización de lo individual mediante el recurso de la abstracción, diluye «el único factor material indispensable para la generación de poder», según lo plantea Hanna Arendt: «el vivir unido del pueblo», condición necesaria para que persistan «las potencialidades de la acción»17. Juan Enrique Vega ha señalado que «la asimilación de la idea de comunidad política a la de mercado de ciudadanos, ha conducido a que la discusión sobre los bienes públicos, cada vez más, se asemeje a una elaboración de ofertas en que el mismo ciudadano es entendido simplemente como consumidor»18. El dispositivo de la interpelación individual a los ciudadanos con el fin de distinguir y agregar intereses como sustento de la acción política, nos enfrenta a un modelo de comunidad constituida técnicamente y a un modelo de representación fundado en la capacidad de «interpretación» de las respuestas que pone en cuestión todo discurso o práctica que quiebre esa lógica dominada por la cantidad y la adecuación a ella.

Porque no se trata de que los índices que no alcanzan significación estadística, los porcentajes marginales, representen en este modelo de construcción del saber para el hacer, una parte desechable. Es decir, no se trata de que las posiciones o propuestas minoritarias pierdan eficacia, en un sentido pragmático. El efecto transformador consiste, como bien lo ha postulado Jacques Rancière, en la desaparición de la política como forma de cuestionamiento de «todo orden de la distribución de los cuerpos en funciones correspondientes a su ‘naturaleza’ y en lugares correspondientes a sus funciones»19. En ese sentido, y tal como él mismo lo plantea, la conjunción de lo científico y lo mediático –de la abstracción estadística y de la visibilización de las regularidades y discontinuidades de personas contables en función de sus opiniones-, impide el reconocimiento de lo «no contable», «la constitución política de sujetos no identitarios que perturban la homogeneidad de lo sensible al hacer ver juntos mundos separados, al organizar mundos de comunidad litigiosa»20. LA LÓGICA DE LA INTERACCIÓN Y EL CONSENSO Ranciére cuestiona -como verdadera borradura del obrar democrático- esa idea del consenso que se postula como su ideal: el acuerdo razonable de individuos y grupos sociales imbuidos de la convicción de que «el conocimiento de lo posible y la discusión entre interlocutores» es para todos –y para cada unopreferible al conflicto como vía para obtener lo mejor, a partir de los datos objetivos con que se cuenta. El conocimiento de las

ofertas y las capacidades de negociación (búsqueda, selección, estrategias de transacción) en función de intereses particulares, como comportamientos habilitantes para integrar una sociedad de públicos y consumidores, asoma así en la esfera política. La gestión será el nuevo nombre de la política, con el cual se estigmatiza la confrontación. «No son las quejas las que producen cambios, sino las reflexiones, las propuestas y la acción. Si queremos otro país, un país mejor, debemos cambiar primero nosotros mismos. Tenemos que participar y ser más activos. Depender de otro no nos hace feliz. En la democracia es el Ciudadano, es Usted la máxima autoridad. Quiero abrir el diálogo con usted, quiero escuchar su opinión. ¿Cuál es el problema que le preocupa? ¿Cómo se puede resolver? ¿Cuál es su propuesta?» Así se vinculaba con la ciudadanía un candidato de la Unión Cívica Radical en las últimas elecciones legislativas realizadas en Argentina en octubre de 2001 invitando a cada elector a responder una carta que llegaba a cada hogar. En la misma carta, el candidato planteaba una explícita oposición entre los «habituales rituales» de la práctica política –entendida como lucha por el poder- y actividades tales como el escuchar y el pensar que adquirían así una significación positiva, asociada a la idea de diálogo racional entre individuos iguales: el candidato que destinaba la carta y el destinatario poseedor de opiniones y propuestas, equiparados en esa posibilidad epistolar. Esa positivización de un recurso comunicativo interactivo y personalizado como modo de

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junto de intereses opuestos a otros. Si el representante político hacía suyas voces particulares y las articulaba en un discurso con pretensión de liderazgo y validez nunca universal -porque se enunciaba frente a otros como palabra adversativa- este nuevo político se convierte en un operador que sopesa posibles estrategias de acción en base a la valoración de información que se presenta sólo técnicamente manipulada. No hay proyectos: la realidad particular, colectivizada mediante su procesamiento estadístico y su exhibición mediática, es la que manda.

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construcción de propuestas para la construcción de la República –en su más lata significación de res-pública-21, como opción frente a las estrategias propagandísticas propias de los momentos electorales, bien hubiera podido interpretarse como una respuesta adecuada frente al creciente descrédito de los políticos, las instituciones partidarias y sus típicos modus operandi. También podría haberse interpretado como un saludable llamado a la actividad ciudadana, como promoción de una cultura superadora de instaurados modos de individualismo e indiferencia. Intenciones aparte, el recurso es parte de variados dispositivos orientados a reconfigurar la política como esfera y práctica de articulación entre demandas y satisfacciones, entre individuos con necesidades, carencias, expectativas, e individuos con competencias para satisfacerlas. La figura del «interpretante» se consolida aquí como caución de participación. La condición de político y legislador habilita para solicitar la palabra reservada (privada) de la ciudadanía que será tenida en cuenta en la construcción colectiva del cambio. El interpretante-analista fundirá cada voz (cada texto recibido) en el crisol de una homogeneidad incuestionable: ni siquiera sabrá –como ocurre mediante la técnica del sondeo- a qué categoría pertenece ese decir. Tras la hipostasiada búsqueda de un espacio de recreación del debate como recreación del sentido de la política y la participación ciudadana, el candidato ofrece la más palmaria reducción de los individuos a preocupaciones y problemas particulares, a la esfera de la pura contingencia y la necesidad. El ciudadano corres-

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ponsable se transforma en ciudadano corresponsal en un movimiento asimilable a la ficción comunicativa que a diario puebla las trasmisiones radiales y televisivas de la mano de conductores que leen mensajes de espectadores participativos o simplemente los agradecen porque el tiempo es tirano y es tan grande la voluntad de decir que desborda las posibilidades del compartir y del confrontar. Pietro Barcellona indica que «el conflicto que estructura la democracia lleva en sí, inevitablemente, el valor de la convivencia, pues de por sí consiste en la posibilidad de un orden infundado y, por tanto, de un orden que se hace cargo de la pluralidad de las razones, de la posibilidad de que una gane y que otra pierda, sin ser negada definitivamente por ello»22. Cuando el conflicto se diluye en problemas y cuando los problemas se asumen como consecuencia de una falta o un retardo de los medios para solucionarlos sobreviene una suerte de «despolitización tecnológica»: la que hace recaer en la construcción de consensos en torno a las soluciones viables el sentido último de la democracia. Por el contrario, la idea del antagonismo y la confrontación, la de la lucha por el poder –que necesariamente tiene inscripta la posibilidad de la derrota y su aceptación como riesgo democrático-, resultan estigmatizadas como no incluyentes de la heterogeneidad, de las diferencias. Quien no opina bajo los formatos establecidos, no participa y se margina del cambio; quien radicalmente se silencia o profiere una palabra no normalizada deja de hacerse visible en las pantallas. Quien en tiempos de crisis rechaza las visiones o

versiones mayoritarias, merece la exclusión del campo de interlocutores23. Refiriéndose a la televisión, Beatriz Sarlo ha afirmado que «construye a su público para poder reflejarlo, y lo refleja para poder construirlo; en el perímetro de este círculo, la televisión y el público pactan un programa mínimo, tanto desde el punto de vista estético como ideológico. Para producirse como televisión basta leer el libro del público; para producirse como público, basta leer el libro de la televisión. Después el público usa la televisión como le parece mejor o como puede; y la televisión no se priva de hacer lo mismo»24. Una misma lógica de mercado –fundada en el exhaustivo conocimiento del otro como portador de necesidades e intereses a satisfacer garantizando la reproducción económica-, prima en la acción política característica de las democracias liberales, en las cuales esa primacía no puede ponerse en tela de juicio porque, como sostiene Barcellona, «la posibilidad de decidir/innovar sobre el tipo de conflicto permitido y de introducir intereses no negociables (...) que permitirían establecer por consiguiente una ‘jerarquía de valores’ queda fuera de este esquema»25. Al relacionar ambas consideraciones no estamos tratando de establecer una suerte de analogía. Lo que postulamos, es una unicidad de pensamiento y acción. Los ciudadanos, como los públicos, son resultado de un orden categorial que define los límites de lo que puede problematizarse y los modos para hacerlo. Luego, cada quien, puede formular sus propuestas y acordar con unos u otros representantes. Pero lo que no puede hacerse, bajo esos dispositivos regulatorios, es «dar valor a algo


REPRESENTACIONES PROPUESTAS,IMPUESTAS E INTERROGANTES Frente a esta lógica dominante – que excede el caso argentinoemergen y se desarrollan, sin embargo, movimientos, agregaciones y luchas colectivas que refiguran práctica y simbólicamente los modos de expresión y representación de actores, interacciones, intereses y demandas, entrelazando fuertemente dimensiones políticas y ciudadanas. Germán Rey, en su sugerente trabajo «Espacios abiertos y diversidad temporal. Las relaciones entre comunicación y política», incluye un variado abanico de experiencias que se resisten a ser normalizadas para expresar viejos y nuevos conflictos vinculados a la nominación y ubicación de los individuos en la sociedad. Hoy, son millares los argentinos que demandan desde plazas y calles pero también desde pantallas televisivas y en los minúsculos espacios de conversación cotidiana «Que se vayan todos». Esas demandas por lograr la revocatoria de mandatos de los representantes políticos trascienden en algunos casos la mera consigna y se materializan en acciones: la propuesta de una nueva asamblea constituyente, la movilización político-jurídica para dar por finalizada la función de algunos gobernantes. Hoy, miles de argentinos sin trabajo cortan calles y caminos. Con sus

cuerpos –estadísticamente depositados fuera de los márgenes del circuito productivo- los llamados piqueteros interrumpen la circulación, en un gesto que tal vez persiga menos alcanzar las reivindicaciones planteadas, que restaurar aunque más no sea simbólicamente la existencia del Estado como garante de pactos y derechos y decir a la sociedad que cuentan y que rechazan ser excluidos por su condición de «desocupados». Hoy, miles de argentinos restauran la creencia en que la puesta en común y la organización son vías que deben re-transitarse: las plazas cobijan asambleas –algunas incluso llegan a denominarse «populares» reponiendo el uso de una palabra casi caída en el olvido-; los barrios ven florecer múltiples espacios de cooperación e intercambio -comedores comunitarios, cooperativas de producción, clubes del trueque- que responden a la necesidad de colectivizar la carencia pero en los que apuntan nociones de solidaridad y, en ciertos casos, búsquedas de órdenes alternativos. Pero hoy también miles de ahorristas exigen la devolución de los dólares que creyeron tener por obra y gracia de los mismos políticos cuyo alejamiento reclaman y que, sin duda, produjeron el desempleo, el hambre, la privación de quienes esos mismos ahorristas miran temerosamente porque representan, de algún modo el límite del país posible. Lenta y desigualmente, estas prácticas ciudadanas novedosas, realizan esa conjunción de discurso y acción que confiere poder. En ciertos casos, sea con el recurso a medios y tecnologías de información –emisoras, publicaciones, redes informáticas-, o sea con el recursos a los

cuerpos, las cacerolas, las teatralizaciones, los escraches, es decir, con la producción de un espacio público urbano que altera la fisonomía de los ámbitos cotidianos de interacción27, hay una ciudadanía que se constituye desde lugares diferenciados y que desde ellos busca no sólo su expresividad particular sino imaginar un futuro común y diferente. Pero ello no borra las representaciones que se construyen hegemónicamente acerca del poder político y el rol ciudadano, una construcción en la cual el espacio de los medios y redes informativas es central. Ello no borra la estigmatización del conflicto político y la idea de consenso como acuerdo de partes ya constituidas e inmodificables en tanto ideal democrático. Ello no altera esa creciente despolitización del espacio público construido desde los medios en el cual los referentes y actores políticos han sido sustituidos de manera creciente, por personas privadas que exhiben a toda hora conflictos en torno a temas íntimos que, manifestándose incluso con extrema violencia, siempre resultan zanjados por acuerdos negociados. Como escribiera en octubre de 2001 José Nun, «El malestar y la bronca no son lo mismo que la voluntad de cambio y, mucho menos democrática... Máxime cuando la composición de los sectores populares es tan heterogénea y fragmentada y son tan escasas todavía las instancias de representación genuina capaces de dar formar, de expresar y unificar sus demandas. Para construir se pueden emplear muchos tipos de materiales. Pero es decisivo no confundirse y saber cómo y con qué se emprende la construcción»28.

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que todavía no está definido, incluido en el orden existente, en los lenguajes codificados»26. Lo que no puede construirse –pensarse- es otra idea de comunidad y de acción expresiva que no sea la de quien interactúa en base a interpelaciones normalizadas y virtualizadas.

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América Televisión, uno de los canales capitalinos con alcance nacional mediante su retrasmisión vía cable, comenzará a emitir desde fines de septiembre «El candidato de la gente». El programa propondrá 16 «candidatos» seleccionados por el equipo de producción a través de un casting al que concurrieron 800 personas. Ellos competirán a través de la pantalla, mediante el voto telefónico de la audiencia, por el premio mayor: presentarse como candidato a una banca legislativa por el «Partido de la Gente» creado por el propio canal de televisión. En declaraciones a la agencia AP29, Sebastián Meléndez, productor del programa, manifestó que ante «la falta de representatividad política que atraviesa Argentina, buscamos generar un canal para fomentar la aparición de políticos nuevos». La novedad de esa aparición consistirá, siempre según los dichos de Meléndez, en que los candidatos no serán vistos por los televidentes-electores «diciendo discursos sino en acción, tratando de poner en práctica sus proyectos». En cada emisión del programa el público irá eliminando participantes a través de su voto hasta elegir a dos finalistas; la gran final consistirá en que ambos candidatos «dejarán de lado su propuesta original para ocuparse de los temas que les impongan sus seguidores televisivos». El programa de América puede inscribrse en la saga exitosa de

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espacios en los cuales se fabricaron y fabrican grupos musicales, modelos y jugadores de fútbol. Sus índices de audiencia serán propuestos como indicadores de la búsqueda de renovación deseada por el público argentino identificado plenamente con el ciudadano. Las pantallas y los sistemas de producción standarizados de personajes introducirán, en el tenso y complejo proceso político nacional, un nuevo tópico de discusión cotidiana y se constituirán en nuevo término de referencia para pensar el futuro. Si como se afirma la política es el espacio en el cual se define la vida en común, ella resulta amenazada hoy por una doble fragmentación: por un lado, por las exclusiones impuestas por los modelos sociales y económicos hegemónicos; por otro, porque la regulación técnica de lo representable como práctica ciudadana y política en el espacio público dificulta la aparición en él de la diferencia radical, única posibilidad de construir alternativas de poder. Y cuando hablamos de diferencia radical no nos referimos a una radicalización violenta de las presencias, sino a la aparición de lo que hoy hace inviable la democracia como sociedad de iguales. Como ha señalado Hanna Arendt, «la pobreza es mucho más que la indigencia; es un estado de constante indiferencia y miseria extrema cuya ignominia consiste en su poder deshumanizante» en tanto pone a los hombres «bajo el dato absoluto de la necesidad»30. En contextos de esa naturaleza y con sociedades civiles débiles, la falta de alternativas no supone «la eliminación de las diferencias –diferencias que, por el contrario, tienden a

agravarse socialmente-, sino la anulación misma de la instancia de conciliación. Y negando la conciliación, debido simplemente a la marginación política, se expone al riesgo de instalar la violencia en los bordes de la sociedad»31. La conciliación no es el acuerdo sino la búsqueda necesaria, aunque siempre resulte imposible e inacabada, de la restauración de la unidad. Frente a ella, la unanimidad de las representaciones es, efectivamente su contrario. «El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva»32. En ese sentido, la posibilidad de la comunicación, de una ciudadanía redefinida –porque no se restringe a sus dimensiones jurídicas y estatalistas y se amplía para dar cuenta de la multiplicidad de poderes que los individuos debemos construir y confrontar- y de la vigencia de la política, son una misma posibilidad.

NOTAS

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Es decisivo reconocer que junto a esa ciudadanía que pugna por desarrollarse y reconfigurar lo político y los modos de pensar el poder, desde el mercado mediático se busca diluir toda posibilidad de reconstrucción de lazos y proyectos comunes.

1. Torcuato Di Tella, Hugo Chumbita y otros, Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas, Emecé, Buenos Aires, 2001, pp. 85-88.

2. Mauel A. Garretón, «Democracia, ciudadanía y medios de comunicación. Un marco general» en AAVV Los medios: nuevas plazas para la democracia, Calandria, Lima, 1995, pp. 102103. 3. Hugo Quiroga, «El ciudadano y la pregunta por el Estado democrático», Colección Papeles de Investigación, Documentos.


5. Sergio Caletti, Comunicación, política y espacio público. Notas para repensar la democracia en la sociedad contemporánea. Documento Borradores de Trabajo 1998-2002, p. 13. 6. Me refiero concretamente a experiencias de comunicación radiofónica vinculadas, por ejemplo a la Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica (ALER) o a FARCO, para el caso argentino. Pero también a numerosas experiencias impulsadas en Perú por la Asociación Calandria y otras tantas a las que se refiere Germán Rey, para el caso colombiano en Balsas y medusas. Visibilidad comunicativa y narrativas políticas, CEREC, FESCO, Fundación Socia, Santafé de Bogotá, 1998. 7. De Roger Chartier ver, entre otros, Escribir las prácticas. Foucault, de Certau, Marin, Manantial, Buenos Aires 1996 y El mundo como representación. Historia cultural entre práctica y representación, Gedisa, Barcelona 1996. Como el señala en este último texto, «cualquiera que sean las representaciones, no mantienen nunca una relación de inmediatez y de transparencia con las prácticas sociales que dan a leer o a ver. Todas remiten a las modalidades específicas de su producción, comenzando por las intenciones que las habitan, hasta los destinatarios a quienes ellas apuntan, a los géneros en los cuales ellas se moldean», p. VIII. 8. «Entrevista con Roger Chartier» en Historia y Educación, Buenos Aires 1998, p. 139. 9. Ver, entre otros muchos, los trabajos de Jesús Martín Barbero, German Rey y Fabio López de la Roche en Jorge I. Bonilla y Gustavo Patiño, (eds) Comunicación y política. Viejos conflictos, nuevos desafíos,

CEJA, Santafé de Bogotá, 2001 y el trabajo de Sergio Caletti, «Repensar el espacio de lo público», ponencia presentada al Seminario Internacional «Tendencias y retos de la investigación en Comunicación en América Latina», FELAFACS-PUC del Perú, Lima, julio de 1999. 10. «Espacios abiertos y diversidad temporal: las relaciones entre comunicación y política» en Bonilla y Patiño (eds) cit, p.166. 11. Nos referimos a nuestros estudio «La Sociedad de los públicos. Nociones e Historia de su Constitución» realizada en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba con subsidios de la SECYT (Secretaría de Ciencia y Tecnología) de dicha universidad. También a reflexiones como las contenidas en «La construcción técnica de la democracia», Revista Conciencia Social Nº 2, Escuela de Trabajo Social-UNC, Córdoba, 2002.

nantial, Buenos Aires, 2000), desentrañando la vinculación entre el «menos Estado social» y el «más Estado policial y penal» característico de las sociedades neoliberales, Wacquant resalta el lugar ocupado entre los dispositivos que naturalizan esa creciente sustitución por lo que denomina la configuración científica. Una operación en la que convergen de manera sistemática intelectuales, representantes del poder político y medios masivos de comunicación y uno de cuyos recursos emblemáticos para justiciar el incremento de la represión es un particular manejo de los datos estadísticos. Por su parte, en El desacuerdo.Política y Filosofía, (Nueva Visión, Buenos Aires, 1997), Ranciére reflexiona también sobre «la ciencia que se realiza inmediatamente como opinión», una ciencia que gobierna la comunidad poniendo «a cada uno en su lugar con la opinión que conviene a ese lugar» (p.134). 17. Op.cit, p. 224.

12. Cfr. Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gilli, Barcelona, 2ª. Edición, 1994, pp. 53 a 56. 13. Ver al respecto nuestro trabajo «de la cultura masiva a la cultura mediática» en Revista Dia-logos de la comunicación Nº 56. 14. «Las transformaciones de la publicidad política» en Ferry, Wolton y otros, El nuevo espacio público, Gedisa, Barcelona, 1992, p. 20. 15. Asumimos, en este sentido las reflexiones de Adorno y Horkheimer en sus consideraciones acerca del público de los medios masivos: un conjunto de «seres genéricos» donde el sujeto se desdibuja pasando a ser parte de nuevas categorías constituidas desde la propia industria cultural: oyentes, audiencias, público de espectáculos. 16. En Las cárceles de la miseria (Ma-

18. En «Globalización y política: Chile, las tres transiciones», documento presentado en el «Taller Internacional Efectos de la Globalización en Bolivia», CEDLA, septiembre de 1999. 19. Rancière, op.cit, p. 128. 20. Idem, p.132. 21. Ver al respecto el trabajo de Sergio Caletti, «¡Quién dijo República? Notas para un análisis de la escena pública contemporánea, o de cómo el orden ha vuelto a imperar» en Versión. Estudios de Comunicación y Política, Nº 10, UAM, México 2000. 22. Posmodernidad y comunidad. El regreso de la vinculación social. Ed. Trotta, Madrid, 1992, p. 132. 23. Los docentes universitarios argentinos transitamos, como muchos otros sectores de la sociedad, un

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4. Hanna Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 60 y 222.

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conflicto de envergadura que no sólo se expresa en recortes salariales sino en la inminencia de un cambio del sistema de la educación superior. En medio de esa coyuntura, y a raíz de las elecciones que se realizaron en una asociación gremial del sector, quienes consideramos necesario confrontar la conducción sindical existente en función de otra propuesta político-gremial, resultamos estigmatizados por provocar «desunión» y debilitamiento». La posibilidad de una alternativa que se nombra como tal, es combatida en nombre de una «unidad» que asimila consenso con fuerza y conflicto con desintegración. 24. Escenas de la vida posmoderna, Ed. Ariel, Buenos Aires,1994, p. 89. 25. Op. Cit., p.129. 26. Idem, p.132. 27. Al respecto nos parecen de gran interés los aportes de Sydney Tarrow en su trabajo Poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política. En él, refiriéndose a lo que denomina la «acción directa disruptiva», indica que, «al sentarse, levantarse o caminar juntos en un espacio público, los manifestantes ponen de manifiesto su existencia y refuerzan su solidaridad... la disrupción obstruye las actividades rutinarias de los oponentes, los observadores o las autoridades... la disrupción amplía el círculo del conflicto», p. 180. 28. «El enigma argentino» en www.Bazaramericano.com, Bazar opina. (la página de la revista argentina Punto de vista) 29. Difundidas por diversos medios periodísticos a nivel nacional e internacional, como lo prueba su aparición en la edición del domingo 22 de septiembre de Las Ultimas Noticias de Santiago de Chile.

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30. Sobre la Revolución, Alianza, Madrid, 1988, p.61. 31. María de los Angeles Yanuzzi, «Ciudadanía y derechos fundamentales; las nuevas condiciones de la política» en Kairos, Año 3, Nº 4, 2do Semestre 1999. 32. Hanna Arendt, La condición humana, cit, p. 67.


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Milly Buonanno

Conceptos clave para el story-telling televisivo.

Calidad, mediación, ciudadanía

Profesora de la Universidad de Firenze, Italia. Dirección: Via di Novella 8, 00199 Roma (IT) Tel.: (0039) 06 86217366 Fax: (0039) 06 86200153 www.hypercampo.org/ilcampo E-mail:milly@mclink.it

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El story telling televisivo

FICCIÓN DE CALIDAD Y CALIDAD DE LA FICCIÓN La presente contribución persigue la meta de alcanzar algunos conceptos–clave de la actual discusión mediológica y trata de ponerlos, en algunos casos por primera vez, en relación con el campo de la ficción, o drama televisivo. El concepto de calidad se presta muy bien para constituir el punto de partida, con la condición de utilizarlo de manera metodológicamente correcta. De hecho, una categoría tan controvertida, elusiva y al mismo tiempo intimidatoria como la calidad televisiva, que no se basa -si bien algunos lo pretenden- sobre estándares absolutos y universales, mucho menos sobre cánones de «alta cultura», ni es patrimonio exclusivo de determina-

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dos tipos o contenidos para considerarse por este motivo «superiores», no puede ser invocada sin precisar con claridad los niveles y los criterios a los cuales hace referencia.1 Es por lo tanto necesario presentar inmediatamente una distinción, analítica y substancial, de las maneras entre las que la relación entre calidad y ficción puede ser declinada; las resumimos en las dos fórmulas «ficción de calidad» por una parte, «calidad de la ficción» por la otra. «Ficción de calidad» es una definición, así como una evaluación, que se aplica a nivel de los productos individuales; requiere establecer preliminarmente el tipo o combinación de los criterios (artístico, técnico-profesionales, temáticos, de la decencia y del gusto, de la popularidad y todo lo demás) que se auto denominan prioritarios, pertinentes y apropiados, o que simplemente son preferidos, o en determinadas circunstancias se quieren imponer; así es que, «ficción de calidad» es cada programa que satisface los criterios preseleccionados. De este tipo de atribución cualitativa no nos ocupamos en esta obra, no porque sea irrelevante para la ficción sino porque, además de constituir el acercamiento más tradicional a la cuestión de la calidad televisiva, corremos el riesgo de caer fácilmente en el camino de las afirmaciones de puro sentido común y de una genérica consensualidad sobre los principios: Nadie se queja sobre la oportunidad de hacer buena ficción (y en general de la buena televisión), y así sea en base a los criterios más disparatados, todos tienen, más o menos buenas intenciones, convencidos de hacerla -normalmente en contra del parecer de los críticos- o cultivan la

veleidad o la aspiración. Establecer qué cosa es «ficción de calidad» termina por ser materia de opinión, de interés, o de imposición de poder cultural. La «calidad de la ficción», por el contrario, no es propiedad o prerrogativa de este o aquel determinado programa, ni resulta de la suma de más «ficción de calidad». Su nivel de aplicación y de pertinencia es un «constructo prospectivo» que, siguiendo a A. Appadurai2 proponemos nombrar como fictionscape: Se puede definir como fictionscape al territorio (paisaje) imaginario determinado y desplegado por el conjunto de las historias de ficción ofrecidas y disponibles en un determinado periodo de tiempo (por ejemplo, una temporada televisiva; o inclusive un decenio). En el fictionscape confluye y se distribuye, en configuraciones comprimidas o esparcidas, uniformes o heterogéneas, todo lo que ha constituido componente y materia de las historias narradas: lugares, personajes, temas, estructuras de sentimientos y de valores, y así por el estilo. La observación del fictionscape nos dice, en resumidas cuentas, qué cosa ha contado la oferta en una temporada o en una cierta época, cómo ha representado el mundo y la sociedad en la cual vivimos, o una específica dimensión social o cultural (géneros, generaciones, estilos de vida, etc…) que estamos interesados en recortar dentro de la totalidad del paisaje de ficción. Naturalmente, el fictionscape es el paisaje ofrecido, y no coincide necesariamente con el experimentado/consumado por las audiencias, las cuales recortan a su vez algunos recorridos preferenciales o errantes dentro del territorio; aquellos


Como lo define el diccionario y como cada uno de nosotros lo experimenta, un paisaje es «la parte de país, de territorio» que se ofrece a la vista desde un determinado punto de observación. También el fictionscape, ofrece a la vista las partes del país, del territorio, de la sociedad que las historias de la ficción han representado para el público televisivo, la «comunidad imaginada»3 que han creado a través de estas representaciones. Es aquí que se instala la cuestión de la «calidad de la ficción», pero antes de enfrentarla hay que ocuparse de su contrario, la Cantidad. UN FICTIONSCAPE EN EXPANSIÓN: EL CASO ITALIANO Si cantidad y calidad nos indican innegablemente una pareja de opuestos, se yerra sin embargo en considerarlos como polaridades antagónicas. No se trata solamente de la atracción recíproca entre los extremos, de los cuales nos advierten la experiencia y el sentido común de la vida cotidiana, sino del hecho de que ellos constituyen más propiamente los términos de una relación constante, y no de una irreductible dicotomía. En el caso específico: es el incremento cuantitativo de la producción doméstica que, ensanchando las dimensiones del fictionscape italiano, crea las condiciones para una reformulación del concepto y de los criterios de imputación de la calidad de la ficción. El relanzamiento reciente del Story-telling televisivo italiano

puede ser debido a cuatro factores esenciales: 1) La reglamentación jurídica. Una ley aprobada en la primavera de 1998, y adecuada para favorecer el cumplimiento de la directiva europea «televisión sin fronteras», ha establecido por primera vez las cuotas de las ganancias netas que los broadcaster están obligados a reinvertir en la producción nacional y europea de ficción y películas: el 20% del canon para la televisión pública, el 10% de la publicidad para la televisión privada. En conjunto, una cifra anual estimada en torno a los 40 millones de euros, para destinar en parte a las películas y a los dibujos animados, pero suficiente para alimentar un volumen de producción de ficción entre las 700 y las 800 horas. 2) Las consecuencias de la innovación tecnológica. El advenimiento de las tecnologías digitales y satelitales no se limita a remodelar los ‘television landscapes´, introduciendo una pluralidad de nuevos canales y nuevas modalidades de acceso a la oferta (pay-TV., pay-per-view, NVOD), sino que comporta una redistribución de los mismos contenidos. Las redes temáticas del ambiente multicanal absorben medidas crecientes de los así llamados «contenidos Premium», cine y deporte, sustrayéndolos a las televisiones terrestres que deben sustituirlos con otros géneros apreciados; de aquí la necesidad de recurrir a la ficción y de disponer de ella en amplios volúmenes cuantitativos. Esa misma dirección sustitutiva conlleva también el aumento de los costos de los derechos cinematográficos, debido a la competencia con las payTV., y la relativa flexión de la au-

diencia del cine, y en especial del cinema americano, en primer plano. 3) La disminiución de la conveniencia de las importaciones americanas. También en este caso, como para el cine, juega un doble componente: los costos y los resultados de audiencia. Hoy es menos oneroso adquirir que producir; pero sea el aumento de los costos de producción en la industria estadounidense, o sea la creciente tasa de competición del ambiente multi-canal, convierten las adquisiciones de ficción americana económicamente menos convenientes que en el pasado. A eso se añaden los procesos de empobrecimiento del recurso, en otros términos, la disminuida capacidad de atracción, al menos sobre las mayores audiencias, de los productos USA, los cuales reportan una pérdida de popularidad sobre los mercados internacionales por efecto de la fragmentación distributiva y la segmentación del consumo a nivel del propio mercado interno. Como se observa también en los otros países europeos, el producto USA no resiste el enfrentamiento con el producto doméstico (lo cual no significa que no esté en grado de fidelizar a públicos específicos o de suscitar fenómenos de culto). 4) Finalmente, y más importante, el efecto de la «proximidad cultural»4. Se trata de un factor primario de orientación de la demanda y del consumo culturales, según necesidades y placeres de reconocimiento, familiaridad, identidad. En los materiales simbólicos que compiten por el tiempo y la atención de los públicos, estos últimos se buscan sobre todo a sí mismos, vale decir, las costumbres y los estilos de vida, los acentos, los rostros, paisajes,

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que, por ejemplo, ven solamente las novelas, o son aficionados a los policiales o por no aficionados a la celeridad se limitan a ver alguna miniserie, tienen una visión parcial del fictionscape.

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los caracteres, y todo lo incumbente, pertenecientes al propio mundo social, resonantes dentro de las esferas de la propia experiencia localmente situada. Por lo tanto, los públicos locales tienden a focalizar sus preferencias y su lealtad a los productos domésticos, expresión más que apropiada si es que es verdad que en el nuevo, desorientador espacio global se intensifica «el deseo de estar ‘en casa’»5. La gran -cierto que ni automática ni indiscriminada- capacidad de éxito de la ficción nacional con el público nacional europeo se debe en gran parte a este específico factor cultural, que está convirtiendo la ficción doméstica en una fuente televisiva estratégica y un arma muy frecuentemente vencedora, en particular en el estreno, en donde se exige conquistar «la más amplia audiencia posible». Esta realidad, que entre otras cosas confirma la prominente naturaleza de médium local/nacional de la televisión, se hizo más evidente en Italia a partir de la segunda mitad de los años noventa. Urge subrayar que la expansión del fictionscape configura en primer lugar una gran ocasión narrativa. Por primera vez en su historia la televisión italiana puede crear, realizar, ofrecer un abundante flujo de narraciones por cientos de horas al año, recuperando de ese modo un papel que ejercitó -pero en dimensiones cuantitativas más reducidas, y con una mirada preferiblemente hacia la literatura y el pasado- en la lejana época (años cincuentasetenta) de las grandes puestas en escena.6 Ocurrió en Italia que, paradójicamente, la voz narrativa de la televisión nacional se debilitó y se redujo justo en el momento en el

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cual, a los inicios de los años ochenta, la ficción importada irrumpía en todos los espacios del palimsesto y se asentaba en las costumbres de consumo y en las preferencias del público. Nos encontramos, hoy como entonces, en una fase de gran transformación del sistema y del panorama televisivo pero esta vez el cambio parece verificarse a la sombra de una reapropiación del papel de la televisión como central story-telling system7 de la sociedad italiana contemporánea. LA NARRATIVIZACIÓN DE LA SOCIEDAD Hay que tomar en serio las historias: son nuestras fábulas y mitos, nuestros cuentos con moraleja, la ardiente imaginación que bajo su flama, como dijo Walter Benjamin, «calentamos nuestra vida insípida y friolenta» Esto es válido para todos los sistemas y formas de story-telling, que se han sucedido y afincado en la historia de las sociedades humanas: sin sustituirse entre ellos, sino que de cuando en cuando redistribuyéndose en torno a un sistema narrativo central que, en la segunda mitad del siglo veinte, se ha realizado y expresado innegablemente en la televisión. La razón principal por la cual hay que tomar en serio las historias, y en modo particular aquellas creadas y narradas por el contemporáneo «super narrador»8 televisivo, es que a través de ellas la sociedad se representa a sí misma. Desde el punto de vista de los consumidores/espectadores, se podría decir que las historias de ficción nos hablan a nosotros -encuentran (cuando lo logran, se entiende) una voz elocuente y despliegan esa capacidad «táctil»9 que las convierte, en cada caso, en «impactantes» -ha-

blando, al mismo tiempo, de nosotros- de las experiencias centrales de nuestra vida cotidiana, de nuestra historia y memoria, de nuestro mundo social-. Las historias pueden ser más o menos buenas y eficaces bajo esta perspectiva, más o menos ‘utilizables’ (en la definición de Mepham10 que retomaremos más adelante) por los espectadores; así como los modos de la representación pueden ser realistas o fantásticos, cómicos o dramáticos. Sin embargo hablar acerca de la sociedad, representándola a sí misma, es en todo caso, lo que hacen los sistemas narrativos. La ficción televisiva es, por lo tanto, una forma de narrativización de la sociedad. Y una vez más hay que recurrir a la dimensión cuantitativa para encontrar las valencias y las implicaciones cualitativas. Alimentando un enorme volumen de producción y de oferta de historias, directamente disponibles y aprovechables en cada momento de la jornada diaria, la televisión ha hecho mucho más que simplemente adueñarse de, y ejercitar, una función que pertenecía y pertenece a otros sistemas narrativos: ha dado lugar a una narrativización de la sociedad en proporciones absolutamente inauditas. Raymond Williams lo había subrayado ya hace casi treinta años, en un pasaje de ‘televisión. Technology and Cultural Form’, que vale la pena registrar casi entero: «El fenómeno del drama televisivo debe ser observado también de otra manera. En muchas partes del mundo, cuando la televisión comenzó a difundirse, se verificó una expansión y una intensificación de la representación dramática que no tiene precedentes en la historia de la cul-


En qué medida la ‘dramatized society’ de la que habla Williams coincida con la sociedad nacional, nativa, del público televisivo de un determinado país, depende al mismo tiempo de la medida en que se haya podido o querido incentivar y apoyar las capacidades produc-

tivas de la industria televisiva nacional; no hay duda, en tal aspecto, que para los espectadores italianos la narrativización de la sociedad nativa ha sido desde hace mucho, cuantitativamente, la más escasa entre las fuentes televisivas disponibles. Y es igualmente evidente cómo la expansión del fictionscape, consecuentemente al incremento de la producción y de la oferta de ficción doméstica en el último quinquenio o un poco más, se ha convertido en una inédita diversificación, por ejemplo, de los social settings de las historias: hospitales y poliambulatorios, cárceles y parroquias, oficinas de policía y tribunales, negocios de ropa y casas de moda, redacciones periodísticas y colegios, y demás. No es necesario discutir aquí las maneras específicas de representación de estos ambientes; bastará observar que en general ha prevalecido una narrativización social de tonos ligeros, ocupada en contar una «imaginaria», no aproblemática, pero distensiva normalidad cotidiana. EXPERIENCIAS MEDIATAS Limitémonos a «poner una marca», para volverla a encontrar más adelante, sobre la diversificación evocada más arriba, y detengámonos momentáneamente sobre el significado de la disponibilidad y de la accesibilidad, vía televisión, de una sociedad dramatizada. Podemos verla como la manifestación de un fenómeno más grande y relevante, producido por la presencia constitutiva de los medios de comunicación en el mundo moderno: la profunda reestructuración de la experiencia, que se verifica a través de «el tremendo crecimiento» y el «impacto alcanzado», en las palabras de Giddens12, de la experiencia mediata.

Si bien es verdad, por un lado, que formas y ámbitos de mediación de la experiencia han existido siempre, y de otro lado, la experiencia vivida en la situación concreta de la vida cotidiana permanece aun hoy como basilar para los individuos, no ha habido nunca una época que haya conocido una explosión similar de las experiencias mediatas. Gran parte de nuestra exploración y conocimiento del mundo pasa a través de la mediación de los grandes medios de comunicación, la televisión en primer lugar, y se despliega dentro de un horizonte infinitamente más amplio de cuanto haya sido alcanzable nunca antes por los seres humanos en épocas precedentes. No hay necesidad de insistir en este punto del cual somos todos conscientes, si no es para afirmar una aparente tautología: en el mundo contemporáneo las formas de experiencia mediata son, efectivamente, formas de experiencia a pleno vigor, y no pseudo-experiencias virtuales, simuladas, o evasivas como algunos sostienen. Tenemos por tanto que considerar la sociedad dramatizada y narrativizada que las historias de ficción representan a la par de un orden real (simbólicamente habitable), donde es posible para los individuos acceder a nuevas y vastas oportunidades de experiencia cultural y social: «un individuo que… ve una telenovela no está consumiendo simplemente un producto de la fantasía, está explorando posibilidades, imaginando alternativas…»13. En muchos casos, se puede añadir, está experimentando de manera mediata y participando simbólicamente de los ambientes, situaciones sociales y aspectos de la existencia con las cuales no tendría ninguna o muy pocas posibilidades de entrar en contacto directamente.

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tura humana. Muchas, si es que no todas las sociedades, tienen una larga tradición de algún tipo de representación dramática; pero en la mayor parte de la sociedad aquello ha revestido un carácter ocasional o temporal. En los siglos más recientes, al menos en las grandes ciudades y en los lugares de encuentro, la disponibilidad de representaciones dramáticas ha sido más regular. Pero no ha habido nunca una época en la cual la mayor parte de la población tuviese acceso regular y constante al ‘drama’, y le diese uso […]. Parece probable que en sociedades como Gran Bretaña, y los Estados Unidos la mayor parte de los espectadores vea más drama en una semana o en un fin de semana del que, en épocas precedentes, hubiera visto en un año o en una vida entera […]. Las implicancias de todo esto han sido a duras penas tomadas en consideración. Pero indudablemente una de las características peculiares de las sociedades industriales desarrolladas es que la experiencia del ‘drama’ constituye ahora como nunca un componente intrínseco de la vida cotidiana, a un nivel cuantitativo que es infinitamente mayor respecto al pasado como para determinar un cambio cualitativo fundamental. Sean cuales fueran las razones sociales y culturales, es evidente que asistir a una simulación dramática de una vasta gama de experiencias es hoy una parte esencial de nuestros modernos modelos culturales»11.

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Vale la pena, con esta finalidad, proceder más analíticamente, para enfocar el rol específico de la ficción televisiva en los procesos de mediación de la experiencia. El punto de partida es sin duda el concepto de la «deslocalización de la vida social», lo que Meyrowitz14 define como debilitamiento o pérdida del «sentido del lugar» pero que es quizás más apropiado concebir en términos de adquisición de una enorme fuente adicional: la posibilidad de entrar en contacto e inclusive convertir en algo familiar a sujetos, eventos, lugares, espacialmente distantes del contexto localizado en el cual físicamente nos encontramos, y en donde se verifican nuestras (y siempre importantes) experiencias directas. No necesitamos más encontrarnos «en el lugar» para ser testigos de celebraciones, eventos históricos, sucesos en directo, calamidades naturales, acontecimientos de la vida pública o privada, y cuanto se desarrolle o se haya desarrollado fuera de los localizados contextos de nuestra presencia física. Los medios de comunicación, y en modo particular la televisión, gracias a su asentamiento doméstico, nos ofrecen « un sitio en primera fila» (como decía hace algunos años, un eficaz eslogan de la RAI) para asistir y participar de aquello que ocurre en los lugares donde nosotros no estamos, donde quizás no iremos nunca, a pesar de la gran movilidad de los individuos contemporáneos. Probablemente hay la tendencia a sobrevalorar en este tipo de experiencia mediata, el papel de la información; olvidando que la ficción, con su variedad de locaciones geográficas y de ambientes sociales, de tipos humanos y profesionales, de situaciones y relaciones íntimas y públicas, abre literalmente

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los horizontes a una infinidad de experiencias deslocalizadas. ‘Beautiful’ nos familiariza con los barrios residenciales de Los Angeles; respiramos el ácido y frenético clima metropolitano que deviene de ambientes policiales y hospitalarios situados en New York y Chicago; y sin ir muy lejos, experimentamos la provincia italiana a través de las historias de «Il maresciallo Rocca» y somos llevados a Nápoles cuando vemos la telenovela «Un posto al sole» o la serie policial «La squadra». La deslocalización de la vida social, naturalmente, presenta una posibilidad más grande que la de ir por ahí deambulando. Sin moverse de la propia casa o del propio diván, y entre lugares diversos y más o menos remotos, esta experiencia de «turismo imaginario» o de viaje sin partida no es de hecho algo para descuidar: esa deslocalización convierte virtualmente en movibles a los individuos y espectadores más pasivos, y puede encontrarse al origen de auténticos viajes o traslados materiales, tal y como ocurre cuando un sitio dado a conocer por la ficción se convierte en meta de un gentío de visitantes. Pero más allá de los espacios de la geografía física, está la geografía situacional, con lo cual volvemos a Meyrowitz, que se ha vuelto muy extendida dada la posibilidad de vivir experiencias deslocalizadas delante de la pantalla televisiva, donde somos efectivamente testigos y participantes de la más amplia variedad de situaciones sociales que se desarrollan en una multiplicidad de ambientes y ponen en escena una pluralidad de sujetos y de comportamientos personales y profesionales, los cuales serían muy difícil de encontrar y observar en la experiencia directa de la vida cotidiana.

Precisamente porque es narración de la sociedad y representa muchos más aspectos de cuanto puedan hacer otros géneros televisivos, la ficción actúa como potente «dilatador» de la gama de situaciones sociales a las cuales tenemos acceso, sin estar físicamente presentes. Asistimos a discusiones procesales en un drama legal, seguimos los procedimientos de trabajo investigativo en uno policial, estamos metidos detrás de cámaras en la profesión médica en un hospital, entramos en la intimidad de las casas y de las relaciones interpersonales en una telenovela. Instauramos a la vez, relaciones personales; aquellas se basan sobre relaciones de tipo unilateral y no dialógico que ya en los años cincuenta Horthon y Wohl15, posteriormente retomados por Meyrowitz y Thompson, habían identificado como una característica distintiva de la sociedad mediatizada y definido como «interacciones parasociales». Son las interacciones que los miembros de las audiencias establecen- a distancia y sin reciprocidad- con las personalidades de los medios de comunicación, los conductores de programas, los realizadores, artistas; secularizados portadores del don de la ubicuidad, obtenido gracias a la presencia del set televisivo en millones de hogares, dando la ilusión de poder ser encontrados por cada uno de los espectadores a poca distancia, prácticamente cara a cara. Estos encuentros asiduos no extrañamente cotidianos, dentro de un espacio simbólicamente compartido, pueden generar en los espectadores sentimientos de familiaridad e inclusive apego afectivo hacia los personajes televisivos; se tiene la impresión de conocerlos íntimamente, se dialoga con ellos con el pensamiento y se les interroga en voz alta,


Especialmente en relación a la enfermedad, el crimen y la muerte, la función mediatriz de la fic-

Ingreso en el ‘social setting’ distante en espacio y tiempo; interacciones con personajes nunca encontrados directamente; contactos con áreas basilares y ocultas de la vida humana: somos llevados hacia la «vasta gama de experiencias» puestas a disposición por las prácticas televisivas de narrativización de la sociedad, de la cual hablaba Williams. DERECHOS DE REPRESENTACIÓN Y REGRESO A LA CALIDAD El último pasaje de este recorrido argumentativo tiene que ver con una cuestión que raramente y quizás nunca ha sido puesta en relación con la ficción televisiva; nos referimos a la cuestión de la urbanidad (ciudadanía). El con-

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

ción televisiva aparece sin duda alguna relevante; es sobre estas áreas de experiencia que se aferran a algunos de sus géneros mayores y más populares, el policial, el hospitalario y el de acción. El minucioso conteo de los actos criminales o de las muertes violentas que ocurren, por ejemplo, en la programación cotidiana o semanal de series y miniseries, no responde quizás a los objetivos por los cuales fue diseñado- medir la exposición a la violencia para regular los efectos sobre el comportamientopero prueba cómo los mundos de la ficción son ampliamente permeados por las experiencias secuestradas en la realidad de la vida cotidiana. Y aun más: un espectador que siga una serie hospitalaria se enfrenta a tan variada ocurrencia y tipología de enfermedades graves, como ningún individuo común (aparte de los médicos hospitalarios) podría nunca conocer en el curso de toda una vida.

NOTAS

Igualmente, es a través de la ficción que ocurren , en gran medida, aquellos contactos mediatos con las experiencias raras de las que habla Giddens16. Con la finalidad de instaurar y de preservar un sentimiento difundido de «seguridad ontológica», de importancia vital en la sociedad moderna para no ser avasallados por los problemas existenciales y por los dilemas morales, todo un conjunto de componentes basilares de la vida humana -sostiene Giddensdebe ser relegado aparte, en cierto sentido «secuestrado» por la rutina de la vida cotidiana. La lo-

cura, la criminalidad, la enfermedad, la muerte, la sexualidad, la naturaleza, en tanto constituyen las áreas preeminentes en donde tal secuestro se realiza, se convierten por lo tanto –a diferencia de las sociedades pre modernasen «experiencias raras», sustraídas a la visibilidad, frecuentemente ocultas dentro de instituciones especiales de mantenimiento y control (manicomios, cárceles, hospitales). La rareza de las experiencias directas resulta aun más fuertemente atenuada por la frecuencia de las experiencias mediatas: la información, el cine, la televisión y todo género de narrativa abundan, como nunca antes, en historias e imágenes de sexo, violencia y muerte. Objeto muy frecuente de deploración y de cruzadas morales, estos contenidos de los medios de comunicación que nos mantienen en permanente contacto con las experiencias raras contribuyen a mantener alerta, quizás inclusive a enriquecer nuestra sensibilidad existencial en los enfrentamientos de las áreas más conflictivas de la vida humana; en una manera que, avalándose de la inmunidad de las experiencias mediatasinmunidad para el riesgo de un envolvimiento directo- no influye sustancialmente el sentido de seguridad ontológica. Se podría decir, aun sin admitir tal afirmación de alcance generalizante, que el contacto mediato y deslocalizado con las experiencias secuestradas incluye en sí las condiciones de posibilidad de una neutralización de la inseguridad. Aun más probablemente, cuando esto ocurre en el contexto de las estructuras organizadoras y productoras de sentido de la narrativa de la ficción.

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algunos terminan por ser considerados inclusive como auténticos y verdaderos amigos, «media friends». Eso que en cierto modo se verifica como real es una extensión, un enriquecimiento del capital personal de las relaciones sociales, y una intensificación de las experiencias de interrelación: un proceso en el cual la ficción televisiva desarrolla un rol primario y en ningún caso inferior al de los géneros de entretenimiento o a los talk show, dado que las historias de ficción ponen en contacto- frecuente y prolongado gracias a las fórmulas seriales- y favorecen la interacción con el más amplio repertorio de figuras humanas. La comunidad de personajes de una telenovela, que se ve cotidianamente, o los héroes recurrentes de las series semanales son susceptibles de convertirse en compañeros y amigos, más cercanos que los vecinos de casa, tanto como para constituir puntos de referencia y términos de confrontación en la elaboración de las opciones de vida, y dar lugar a fenómenos de fandom y de enamoramiento individual y colectivo. Muchos «media friends» son personajes e intérpretes de las historias de ficción, domésticas o extranjeras.

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cepto de ciudadanía, entendido como el derecho de los individuos a tener acceso, en una sociedad democrática, a los recursos que consienten y garantizan la plena participación en la vida social envuelve en su formulación original17 tres dimensiones correspondientes a otros tantos derechos: civiles, políticos y sociales sobre los cuales no es necesario detenerse más. Pero recientemente se ha comenzado a discutir acerca de la necesidad de tener en cuenta una ulterior dimensión de la ciudadanía, la cultural, y de los derechos relacionados con ella. Según la distinción analítica propuesta por Murdoch18, es posible identificar cuatro tipos de derechos culturales: el derecho a la información; el derecho a la experiencia; el derecho al conocimiento; el derecho a la participación. De estos, el derecho a la experiencia es el más interesante y pertinente respecto de nuestro argumento: «Los ciudadanos -afirma la definición- tienen derecho a acceder a la representación lo más diversificada posible de la experiencia personal y social. Mientras la información televisiva ha sido la reserva primaria de los programas de actualidad {…} la exploración de la experiencia ha sido principalmente realizada a través de la ficción»19. (Cursiva nuestra). Si reconocemos la validez del derecho a la experiencia como derecho cultural de ciudadanía y dividimos la definición podemos regresar a la cuestión acerca de la «calidad de la ficción» con mayor claridad de ideas. Para este fin es útil reconstruir rápidamente el recorrido argumentativo. La calidad de la ficción no es un requisito del simple programa sino del conjunto de las historias

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puesto a disposición del público en el lapso de un tiempo determinado. La representación del mundo construida por estas historias -y, en el caso de la ficción doméstica, la representación del países parte constitutiva de la noción de fictionscape. La reciente expansión del fictionscape italiano, debida al relanzamiento de la industria televisiva nacional hace que sea relevante por primera vez la pregunta sobre la calidad. Sistema narrativo central de la contemporaneidad, la ficción televisiva- aquello que de alguna manera entra en contradicción u oposición con su naturaleza de género de entretenimiento- reviste un carácter público y social como práctica de narrativización de la sociedad; al mismo tiempo constituye una forma de ampliación de los horizontes de las experiencias mediatas. En cuanto ofrecen recursos y oportunidades para la exploración de la experiencia, las representaciones de la ficción pueden ser forzadas a entrar en la lista de derechos culturales de ciudadanía en una sociedad democrática. A nosotros nos parece que todo cuanto precede permite identificar un criterio basilar de imputación de la calidad de la ficción, de lo ya visto y probado en algunas de las expresiones con las cuales nos hemos encontrado: vasta gama de experiencias (Williams), representación lo más ampliamente diversificada (Murdoch). Es el criterio de la diversidad y de la pluralidad, a decir verdad un viejo argumento de la discusión sobre la calidad televisiva. Dentro de tal discusión ha prevalecido sin embargo una acepción mecánica de la diversidad, como (imposible ) reflexión especulativa de la heterogeneidad social. Quisiéramos proponer por lo tanto una acep-

ción diferente, que evitando a la referencialidad o peor a la representatividad estadística de lo real, sitúe y mantenga la diversidad dentro de los límites del fictionscape. Es importante, calificante, que la sociedad narrativizada por la ficción televisiva se ofrezca a la mirada y a la fruición como un paisaje articulado y diverso, bajo todas las perspectivas, lo que entre otras cosas permite desplegar la pluralidad de las fórmulas y de los géneros aprovechando al máximo la vocación de recortar diversamente lo real. Pero dado que un sistema narrativo no se refleja nunca y mas bien selecciona la realidad, la diversificación interna al fictionscape va observada y evaluada en los términos de la capacidad del sistema mismo- de hecho, de quien crea y produce las historias- de mantener abierto el abanico, de extender el rango de las selecciones relevantes y significativas que deben ser operadas dentro del enorme potencial de materia narrativa presente en la sociedad. La amplitud del rango, a su vez, está correlacionada a las dimensiones cuantitativas del fictionscape. Como ha sido observado más arriba, el crecimiento de la producción y de la oferta de ficción italiana ha creado inmediatamente las condiciones para una mayor diversificación de los social settings, de los formatos y de los géneros. Obviamente, hay que cuidarse de establecer una relación automática entre cantidad (extensión del fictionscape) y calidad (diversificación interna del fictionscape): Nada más fácil que producir y ofrecer más de lo mismo. La calidad de la ficción, en primer lugar y esencialmente, llama a la causa a una capacidad de lec-


Es esta competencia y sensibilidad de lectura lo que hace posible la creación de una variedad de ‘Historias utilizables’, o sea historias que los espectadores pueden usar para comentar, comprender, interpretar la propia vida cotidiana, y para acceder a las representaciones diversificadas de la experiencia que están entre los derechos de la ciudadanía cultural en una moderna sociedad democrática.

NOTAS

(Traducido del italitano por Rodrigo Pulgar Alberti. E-mail:rodyfos@hotmail.com)

1. «Cfr: C.Lasagni y G. Richeri, Televisione e qualità , Rai-Eri 1996

2. Ariun Appadurai,Disjuncture and Difference in the Global cultural economy, in M. Featherstone (a cargo de), Global culture, Sage, London, 1990, pp.295-310. 3. Según la influyente definicion de Benedict Anderson: Comunità immaginate, Manifestolibri, Roma 1996. 4. J. Straubhaar, Beyond Media Imperialism: Asymmetrical Interdependence and Cultural Proximity , en «Critical Studies in Mass

Communication», 1991 (8), 1-11. 5. D. Morley y K. Robbins, Spaces of Identity, Routledge, London 1995, p.87. 6. Eran denominadas puestas en escena, o también telenovelas, las adaptaciones literarias que en los primeros dos decenios de la televisión italiana (pública) constituían el género de ficción mayor, se no exclusivo, y que de nuevo está volviendo a la moda. 7. Vease H. Newcomb, One Night of Prime Time, in J.Carey (a cargo de) ,Media, Myth and Narrative, Sage,

13. J.B. Thompson, Mezzi di Comunicazione e Modernità, Il Mulino, Bologna 1998, p. 323. 14 J. Meyrowitz, Oltre il senso del Luogo, Baskerville, Bologna 1993. 15. D. Horthon y R.R. Wohl, Mass Communication and Para-Social Interaction, «Psychiatry», 1956 (19), 215-29. 16. A. Giddens, op. cit. 17. Véase T. H. Marshall, Citizenship and Social Class, Pluto, London 1992.

London 1988. 8. S. Kozloff, Narrative Theor y, in R.C. Allen (a cargo de), Channels of Discourse, Reassembled, London 1992. 9. De «calidad tactil» de la televisión, entendida como capacidad de establecer un contacto sensible con los espectadores, habla T. Elsaesser en Zapping One’s way into Quality: Arts Programmers on TV, en T. Elsaesser , J.Simons, L. Bronk (a cargo de), Writing for the Medium, Amsterdam University press, Amsterdam 1994. 10. J. Mepham, The Ethics of Quality in Television, en G. Mulgan (a cargo de), The question of Quality, BFI, London 1990. 11. La traducción es mía, de la más reciente re-edicion americana de R. Williams, televisión. Technology and Cultural Form, Wesleyan University Press, Hannover 1992, p.53 (la edicion original inglesa ha sido publicada en 1974 por Fondana, London). Recordar que el ‘Drama’ es el término inglés de ficción televisiva. 12. A. Giddens, Modernity and SelfIdentity, Polity Press, London 1991, p.23 y siguientes.

18. G. Murdock, Rights and Representations, en J. Gripsrud (a cargo de), Television and Common Knowledge, Routledge, London 1999. 19. Ibid, pp. 11-12.

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tura de lo real, una disposición a mantenerse en contacto con la sociedad, con los caracteres de permanencia de sus estratos profundos, a la par que con sus dinámicas de transformación social o las más contemporáneas ondas del «sentir» colectivo.

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Doctor en Comunicación Coordinador del Doctorado en Comunicación y Semiótica de la Pontificia Universidad Católica de San Pablo (Brasil) Profesor del Departamento de Cine, Radio y Televisión de la Universidad de San Pablo (Brasil). E-mail:arlimach@uol.com.br

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De tiempo en tiempo en la historia de la cultura humana retorna cíclicamente un brote de iconoclasia (del griego eikon, imagen, y klasmos, acción de romper), que se manifiesta bajo la forma de un horror a las imágenes, de la denuncia de su acción en perjuicio de los hombres y de la destrucción pública de todas sus manifestaciones materiales. En la mitología bíblica, Moisés destruye las tablas de la ley, en un acceso de ira, cuando ve a su pueblo adorando la imagen de un becerro en el desierto de Sinaí. La prohibición de las imágenes, como se sabe, es uno de los dogmas fundamentales de la tradición judeo-cristiana, tal como se encuentra registrado en los textos del Antiguo Testamento. «No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo,

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en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas. No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto». Así reza en el texto del Exodo (20, 4-5), dejando claro que no sólo la imagen divina está prohibida, sino también cualquier imagen de cualquier cosa existente en la faz de la tierra. En el Levítico (26,1), vuelve a aparecer la misma prohibición: «No haréis para vosotros ídolos ni escultura, ni os levantaréis estatua, ni pondréis en vuestra tierra piedra pintada para inclinaros ante ella». Después en el Deuteronomio (4, 15-18): «Guardad, pues, mucho vuestras almas, (...) para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de hombre o de mujer; o a semejanza de cualquier animal que hay sobre la tierra, o de cualquier ave que vuela por el cielo, figura de algún reptil que se arrastre sobre la tierra, figura de algún pez que haya en el agua debajo de la tierra». Y nuevamente en el Deuteronomio (27,15): «Maldito el hombre que haga una escultura o una imagen de fundición, cosa abominable para Jehová, obra de manos de artífice, y la ponga en lugar oculto». La prohibición bíblica de las imágenes es todavía hoy respetada por las corrientes más ortodoxas del judaísmo, que rechazan el contacto con cualquier representación visual, incluso los motivos puramente ornamentales o sin ninguna referencia figurativa, temiendo que la proximidad de cualquier objeto iconográfico pueda ser confundida con las prácticas pecaminosas de la iconofilia o de la idolatría. La interdicción es observada tan rigurosamente que si un seguidor de la Torá pasara delante de una escultura o de un cartel y se le cayera un objeto de

las manos, no podría agacharse para levantarlo, pues eso podría ser confundido con un gesto de adoración a la imagen. El islamismo también abolió las imágenes en casi todos los momentos de su historia, a pesar de que, a diferencia de la Torá, las prohibiciones en el Corán son menos explícitas. El versículo 5/ 40 del Corán prohibe las «piedras recubiertas», nombre que se daba, en la Arabia pre-islámica, a las piedras esculpidas y adornadas con figuras, generalmente utilizadas para fines de culto religioso. Ya en el versículo 59/24 aclara que sólo Dios puede ser adorado y ese texto es interpretado habitualmente por los exégetas musulmanes como una prohibición de las imágenes, por lo tanto como una advertencia a los iconófilos. En verdad, la propia noción metafísica del Dios mahometano torna impracticable cualquier figuración. Si Dios está en todas las cosas, si todas las cosas son manifestaciones de Dios, se puede concluir que, al final, todas las cosas son Dios; de ahí la imposibilidad, por un lado, de representar a Dios, y, por el otro, el «peligro» de que cualquier representación se pueda convertir facilmente en una forma de idolatría. Todavía hoy, los cineastas de los países musulmanes trabajan bajo un fuerte régimen de restricción en cuanto a lo que se puede y lo que no se puede mostrar en imágenes. De ahí que historicamente el arte árabe, sobre todo a medida que se aproxima a la región del Magreb, se concentra mucho más en el geometrismo que en la figuración. La iconografía islámica, no lo olvidemos, consiste básicamente en una variación infinita de algunos «módulos fundamentales» – la circunferencia/esfera y el cuadrado/cubo – a través de


En la antigua Grecia las imágenes no fueron prohibidas, pero la iconoclasia se corporizó en el plano intelectual, sobre todo en la filosofía. Fue ciertamente Platón el pensador que dio a la iconoclasia tal expresión y furor, que todavía hoy el peso de su doctrina repercute en nuestros debates intelectuales. El artista plástico es, para el autor de La República y de El Sofista, una especie de impostor: él imita las apariencias de las cosas, sin conocer la verdad de esas cosas y sin tener la ciencia que las explica. El artesano que confecciona una flauta, por ejemplo, debe someter obligatoriamente su creación a una prueba de realidad, que es la utilización de esa flauta en una ejecución musical: la flauta debe sonar y sonar bien. Por cierto la flauta representada en el cuadro de un pintor no pasa por esa prueba, pues no es capaz de sonar. El pintor no está obligado, por lo tanto, a tener cualquier conocimiento real de aquello que él imita, no necesita saber lo que hace a una flauta sonar. El artesano en cambio conoce profundamente su objeto, el modo como el instrumento produce la escala musical, los secretos que determinan su perfección o imperfección. El pintor, a su vez, pinta una flauta fantasmal, sin conocer nada respecto de ella, excepto su apariencia externa. La imagen –concluye Platón– puede parecerse a la cosa representada, pero no tiene su realidad. Es una imitación superficial, una mera ilusión óptica, que fascina sólo a los niños y a los imbéciles, a los que no tienen uso de razón. Lo que produce el pintor es, de este modo,

un simulacro (eidolon, de donde deriva nuestra palabra ídolo), o sea, una representación falsa, representación de lo que no existe o de lo que no es verdad, engaño, imagen (eikon) despojada de realidad, como las visiones del sueño y del delirio, las sombras que se proyectan sobre el suelo o los reflejos en el agua. En ese sentido, la actividad del pintor es charlatanería pura y el culto de los simulacros (eidolon latreia, de donde deriva idolatría) es la forma no religiosa de la idolatría. Quedaría por preguntar a Platón, si él estuviese vivo, por qué ese ataque es descargado solamente contra las imágenes. También la palabra «flauta», utilizada por el filósofo, no es capaz de producir música y su referencia al instrumento real se da por mera convención social establecida por la lengua. ¿Por qué no sería también el filósofo un charlatán? La antigua interdicción de la imagen (en las culturas judeocristiana, islámica y en la tradición filosófica griega) constituye el primer ciclo del iconoclasmo. El segundo ciclo tiene lugar durante el Imperio Bizantino, más precisamente en los siglos VIII y IX, cuando la producción, difusión y culto de las imágenes fueron prohibidos, al mismo tiempo que los adeptos de la iconofilia y de la iconolatría pasaron a ser perseguidos y ejecutados, y las imágenes destruidas o quemadas en plaza pública. La iconoclasia fue proclamada doctrina oficial por el emperador León III, en el 730, y fue luego aplicada con firmeza por sus sucesores: Constantino V, Constantino VI y León V. La doctrina desgarró toda la parte oriental del antiguo Império Romano durante más de un siglo y provocó una sangrienta guerra

civil, que terminó recién en 843, con la restauración del culto a los íconos en la catedral de Santa Sofia, en Constantinopla (actual Estambul). Una nueva embestida contra las imágenes –el tercer ciclo de la iconoclasia– volvería a suceder en el siglo XVI, por lo tanto ya en la Edad Moderna, con la Reforma protestante, nuevamente con la destrucción de los íconos y la persecución de sus aceptos. Como León III, también Calvino y Lutero predicaron una insurrección contra las imágenes y un retorno a las Sagradas Escrituras, corrompidas por la expansión de la idolatría. La Reforma fue luego absorbida por los imperativos de la modernidad y del progreso tecno-industrial, pero de ella quedó en pie la desconfianza en relación a las imágenes, la crítica a su banalidad, la denuncia de su falta de propiedad para bucear en las profundidades del pensamiento y de la experiencia humana. Las iglesias protestantes, todavía hoy, no admiten ninguna imagen en el interior de sus templos o en las casas de sus fieles. Acusan a los católicos y a los ortodoxos de ser idólatras, porque ellos rinden culto a las imágenes y a las esculturas. Pero incluso los católicos y los ortodoxos admiten con mucha desconfianza la introducción de imágenes en sus vidas. Los católicos rechazan las imágenes durante un período del año (la Cuaresma, desde el miércoles de Ceniza al domingo de Pascua), cuando los cuadros y las estatuas en las iglesias son cubiertos con un paño negro para no ser vistos. Todos ellos observan con profundo temor la creciente presencia de las imágenes en la vida cotidiana de sus fieles, a través de los medios de comunica-

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los cuales se supone que la estructura de la imagen es compatible con el lenguaje del Corán (Wess, 1989: 67-107).

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ción como el cine y la televisión. Hasta fines de la primera mitad de este siglo, católicos, ortodoxos y protestantes –para ocuparnos solamente de las religiones hegemónicas en el Occidente cristiano– no admitían la presencia de sus fieles en las salas de cine o frente a los televisores, excepto en casos muy especiales, autorizados por el papa o por el patriarca. Hoy todos ellos no sólo admiten que se pueda ver televisión, sino también que se utilice la televisión para la divulgación de la fe, pero sólo hacen esto bajo condiciones de severa disciplina y vigilancia, apoyados en una legislación extremadamente restrictiva, que determina el estrecho margen de actuación admisible a un creyente en medios vistos como corruptores por naturaleza. Estos tres ciclos iconoclastas se anclan fuertemente en una creencia inamovible en el poder, en la superioridad, incluso en la trascendencia de la palabra, sobre todo de la palabra escrita y, en ese sentido, no estaría enteramente fuera de lugar caracterizar a la iconoclasia como una especie de «literolatría»: el culto del libro y de la letra. Para el iconoclasta la verdad está en los Escritos; Dios no puede ser representado, excepto a través de Su Palabra; Dios es Verbo («En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios»: Juan 1, 1). También en el Corán, Dios no puede ser conocido sino por su Palabra y por sus Noventa y Nueve Nombres. La arquitectura de la mezquita, cumbre del arte islámico, es aviesa a toda figuración. En ella lo que se inscribe en las paredes es la escritura coránica: «La palabra revelada, caligrafiada o pintada, esculpida en la piedra o en el estuco, resalta las articu-

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laciones esenciales del monumento. (...) La palabra, o principalmente la escritura, se proyecta en el espacio arquitectónico (lo que los judíos jamás consiguieron hacer con la Torá) y el espacio se transforma en un ícono sin rostro, autorizado por los escalones que lo separan de lo divino y de su belleza, más allá del concepto» (Besançon, 1994: 113/114). Además, la iconoclasia se basa también en un replanteo de la crítica platónica de los simulacros. «Qué cosa vana la pintura –decía el jansenista Pascal, un siglo después de Lutero, en el número 134 de sus Pensées– que desplaza la admiración hacia la apariencia de las cosas, al punto de impedirnos admirar los originales». También en el plano filosófico, la crítica a las imágenes se apoya en una creencia ciega en la palabra escrita como fuente única de la verdad. Dependiendo del sistema filosófico invocado, la palabra puede ser la propia sustancia del pensamiento (se piensa con palabras y sólo con palabras), o entonces, aunque no sea así, solamente la palabra permite al pensador elevarse más allá de la pura impresión física de las cosas brutas, alcanzar los niveles más elaborados de abstracción y síntesis, hasta ser capaz de formular conceptos suficientemente universales como para dar cuenta de todos los sucesos particulares. La imagen (¡pobre de ella!), por el contrario, estaría condenada a la epidermis de las cosas, sería siempre una representación de las particularidades y nunca podría alcanzar los niveles de abstracción y generalización de la palabra escrita. Recordemos que los filósofos identifican la razón con la palabra griega logos, pero logos, en griego clásico, es

«verbo», es «palabra», de donde resulta el corolario inevitable de que la razón sólo puede ser verbal, o, aún peor, que razón y palabra son una sola y misma cosa. El mundo de las imágenes y de los espectadores de imágenes sería entonces, por el contrario, el territorio de los «sin palabra» y por lo tanto de los «sin razón» (Matos, 1999:9). No por azar, la historia de las imágenes estuvo casi siempre asociada (excepto en sus breves interregnos de liberación) a las actividades marginales o clandestinas (muchas veces prohibidas), al contexto underground, a la práctica del ilusionismo y de la brujería, al divertimento popular precinematográfico, como la proyección de sombras chinas, la linterna mágica, el panorama, todos esos dispositivos ilusionistas que exigían una sala oscura y que, consecuentemente, evocaban la caverna de Platón. Las imágenes conocieron un asombroso florecimiento clandestino bajo el sello de la alquimia, donde llegaron inclusive a constituir la materia principal del pensamiento alquímico: véase el elocuente ejemplo del Mutus Liber (El Libro Mudo), editado en 1677 (Car valho, 1995), un tratado completo de alquimia que consta solamente de imágenes, sin siquiera una palabra, salvo el título del libro. En el terreno, digámoslo así, más institucional, las imágenes sólo fueron históricamente toleradas con severas restricciones y prohibiciones en cuanto a su práctica y únicamente después de que una legislación específica estableciera los criterios y circunstancias de su producción y circulación. Tal fue lo que aconteció, nuevamente para quedarnos en el plano de la cultura occidental,


De hecho, la creación de un ícono es siempre hecha a partir de modelos (en ruso: podlinnik, «original») y está impregnada de una tradición inmemorial. El ícono imita no las imágenes del mundo visible, sino los prototipos. Algunos trazos específicos identifican a la figura de San Pablo, otros a la figura de San Pedro. Estos trazos vienen de las interpretaciones teológicas que los especialistas hacen de aquellos apóstoles y que se pueden encontrar en los libros litúrgicos. En la tradición del ícono, poco importa, por lo tanto, el carácter individual de la figura representada, toda vez que este carácter ha sido absorbido por la esencia teológica que expresa su existencia. En este sentido, el ícono permanece imbuído del espíritu platónico: se trata de una imagen-ley, una imagen-dogma, por lo tanto de una especie

de escritura. Toma sus temas de la Biblia, de los apócrifos, de la liturgia, de la hagiografía, de los sermones. Se somete, por lo tanto, a los géneros literarios. A medida que nos alejamos de la Edad Media y nos aproximamos a los tiempos modernos, la enseñanza teológica comienza a pasar a primer plano. En este caso, el topos teológico –y no ya la presencia hipostática del prototipo– se convierte en el propio objeto de la representación. El ícono, ahora, ya no representa más a las figuras de los santos, sino que ilustra los tratados. A partir del siglo XVI, sobre todo en Rusia, se multiplican los íconos dogmáticos, cuyos títulos indican su carácter especulativo y escritural: «Verbo, Hijo Único», «Padre Nuestro, En Ti Se Regocija Toda Criatura» y así en adelante (Besançon, 1994: 186). Durante los intervalos entre las crisis iconoclastas, el Occidente vive una paz aparente. Alrededor del año 600, Serenus, arzobispo de Marsella, ordenó destruir todas las imágenes existentes en la ciudad episcopal. Fue severamente reprendido por el papa Gregorio I. En la carta de reprobación que le envió, el Papa decía lo siguiente: «aquello que lo escrito provee a las personas que leen, la pintura lo da a los analfabetos (idiotis) que la contemplan, ya que aquellos ignorantes pueden ver aquello que deben imitar; las pinturas son una lectura para quienes no conocen las letras, por lo tanto ocupan el papel de la lectura, sobre todo para los paganos» (Besançon, 1994: 205). Vease entonces que las imágenes, ahora toleradas de mal grado, continúan siendo ubicadas en el plano más bajo de la jerarquía litúrgica. Ellas son destinadas a los idiotis, ellas tienen apenas

una función pedagógica (aedificatio, instructio) para todos aquellos iletrados que no pueden tener acceso a las Escrituras. Un milenio después, Calvino critica severamente al papa Gregorio I y su idea de que las imágenes son los libros de los idiotas o de los ignorantes. No se enseña a Dios a través de simulacros –advierte el líder de la Reforma–, sino únicamente a través de su propia Palabra. Es la iconoclasia que regresa con toda su fuerza.

UNA NUEVA TEOLOGÍA DE LAS IMÁGENES No deja de ser sintomático que el rechazo de las imágenes este regresando con todo su furor e intolerancia en nuestro tiempo. Denominaré a esta nueva embestida como el cuarto iconoclasmo. Felizmente, por lo menos por el momento, esto se da, así como en la antigua sociedad griega, sólo en el plano del pensamiento filosófico, en ese terreno que podríamos definir genéricamente como del neoplatonismo. Actualmente, la visión de las masas populares reunidas alrededor del aparato de televisión es encarada por una parte bastante significativa de nuestros intelectuales de la misma forma que Moisés enfrentó al pueblo judío reunido alrededor del Becerro de Oro: como una insoportable manifestación de la iconofilia y de la idolatría, como un culto al Demonio, que se debe combatir a cualquier precio. Oigamos a uno de estos intelectuales: «El mundo moderno es la caverna al aire libre donde todo se muestra y se expone. Rinde culto a las apariencias, cultiva ilusiones a través de la imitación-falsificación múltiple y variada de

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con la tradición del ícono, durante toda la Edad Media. Ítem por ítem, todo lo que podía y lo que no podía ser representado estaba rigurosamente previsto por la legislación. En ese sentido, el proceso de producción de las imágenes terminaba por confundirse con una especie de escritura, en el sentido de que, siendo regido por la ley, estaba enteramente previsto en los códigos. El ícono, en verdad, representaba la Ley (la Escritura) más que lo real. Todo ícono tenía una inscripción verbal, que daba al cuadro su nombre. Era ese nombre el que hacía de esa imagen un ícono, pues la vinculaba con su prototipo inmemorial. «No se dice, en realidad, pintar un ícono, sino escribir un ícono: la escritura no remite solamente a la inscripción del nombre, sino a toda la enseñanza del ícono, colocado en el lado aquel de la Escritura» (Besançon, 1994: 184).

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objetos y situaciones, creando simulacros –dimensión propia de las experiencias fantasmáticas, así como es también fantasmagórico el mundo fetichista de las mercancías. Platón y Marx, por diferentes razones, revelan un modo de autonomía de las imágenes con respecto a la realidad que pretenden sustituir– y eso, en un sentido extremo, es la experiencia alucinatoria.» (Matos, 1999:9). La nueva iconoclasia se basa en una serie de presupuestos que sería interesante discutir. El primero de ellos es la tan difundida civilización de las imágenes, título además de un libro de Fulchignoni (1972) que tuvo gran influencia en esa discusión. El mismo presupuesto aparece también en varios momentos de la obra de Frederic Jameson, bajo la forma de una supuesta «superabundancia de imágenes» o de «una vasta colección de imágenes, un enorme simulacro fotográfico» (1997: 45) que caracterizaría el momento llamado por él «posmoderno», en el que la imagen se habría transformado en el vehículo principal para la difusión de mensajes. Resumiendo, los nuevos iconoclastas pregonan que las imágenes, a partir de mediados del siglo XX, comenzaron a multiplicarse en progresión geométrica: ellas están presentes en todos los lugares, invaden nuestra vida cotidiana, inclusive nuestra vida más íntima, influyen en nuestra praxis con su pregnancia ideológica, apartan a la civilización de la escritura, erradican el gusto por la literatura, anunciando un nuevo analfabetismo y la muerte de la palabra. Toda esta vociferación apocalíptica, entre tanto, nunca fue sostenida con la presentación de datos objetivos que confirmaran la tendencia

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anunciada. Ya que si bien es verdad que hoy se producen muchas más imágenes que antes, también es verdad que se imprimen muchos más textos escritos y como nunca antes se difunden sonidos a través de la radio y de las grabaciones, con un fuerte énfasis en la palabra oralizada. Las tiradas de los principales diarios del mundo rondan el millón de ejemplares y el volumen de texto contenido en un único ejemplar dominical de un diario de gran circulación puede coincidir con la masa verbal de una enciclopedia Larousse. Por otra parte, las revistas semanales y mensuales contribuyen a elevar a la enésima potencia la imperturbable expansión de esta polución de escritos. Paradójicamente, las propias teorías que condenan a la «inflación de las imágenes» no hacen sino incrementar, en contrapartida, las tasas de verborragia y de logorrea (cháchara). Aunque no existan estadísticas confiables, es muy poco probable que se produzcan, en nuestro tiempo, más imágenes que textos escritos u oralizados (para no hablar de música, que es otra historia). La computadora, principalmente, incrementó de tal modo el hábito de leer y de escribir, que se puede decir, sin miedo a equivocarse, que nunca la palabra escrita estuvo tan presente en nuestras vidas como lo está ahora. Pero eso todavía no es todo. Siempre que se habla de «civilización de las imágenes», se piensa evidentemente en la actual hegemonía de la televisión. Sin embargo, la televisión, en verdad, es un medio más bien poco visual. No es preciso esforzarse mucho para percibir que la aplastante mayoría de los programas de televisión se basan predominantemente en el discur-

so oral y que las imágenes no sirven allí más que como un mero soporte visual del cuerpo que habla. Esto es tan cierto, que una gran mayoría de las personas deja la televisión funcionando mientras ejecuta otras tareas, resultando suficiente, en términos significantes, sólo lo que se dice en el plano sonoro. Al contrario de la divulgada civilización de las imágenes, vivimos todavía en una civilización fuertemente marcada por la hegemonía de la palabra (sea escrita u oral) y creo que van a ser necesarias muchas décadas de desarrollo de los medios audiovisuales para que el discurso de las imágenes pueda imponerse como una forma de comunicación y pensamiento tan poderosamente diseminada como lo es aún hoy el discurso verbal. Tampoco es necesario mucho esfuerzo para comprobar el actual predominio de la palabra sobre la imagen. Basta pensar en términos estrictamente económicos. Las formas de expresión significante más baratas, más accesibles a todos (por exigir un mínimo de mediación instrumental) y más fáciles de difundir son la oralidad y el texto escrito. Por esa razón, continuan siendo las formas básicas de comunicación de la humanidad. Naturalmente, donde todavía predomina el analfabetismo la hegemonía de la escritura es menor, pero esos lugares suelen ser tan pobres que el acceso a las otras formas de comunicación es aún más prohibitivo, quedando como única alternativa la oralidad primaria (sin aparatos de difusión). La grabación exclusivamente sonora viene en seguida en la escala de costos y de accesibilidad. La producción de imágenes es la forma más cara, que exige más trabajo y tiempo,


Quienes no hablan de una civilización de las imágenes, hablan, entre tanto, de sociedad del espectáculo. La palabra espectáculo, escogida especialmente para designar al Mal contemporáneo, centraliza con exclusividad en la imagen y en la mirada el blanco de las críticas: espectáculo deriva del verbo latino spectare (mirar) y del nominativo spectaculum (aquello que se ofrece a la visión). El término entró en circulación a partir del famoso libro de Guy Debord (1997), publicado por primera vez en 1967, en vísperas de la insurrección estudiantil de Mayo de 1968. Debord hace una lectura bastante apresurada de Marx, sustituyendo el concepto marxista de «mercancía» por el dudoso equivalente de «espectáculo». O sea: si el capitalismo de los tiempos de Marx producía y acumulaba mercancías, el actual produce y acumula espectáculos. Sin embargo el espectáculo, tal como lo entiende Debord, tiene más afinidades con el simulacro platónico que con la mercancía marxista, resultando por lo tanto un concepto precapitalista. Espectáculo es «un pseudomundo aparte, objeto de una mera contemplación» (p. 13), «imagen autónoma» (p. 13), «relación social entre personas mediada por las imágenes» (p. 14), «la realidad escindida en imagen» (p. 15), «el

monopolio de la apariencia» (p.17), «el mundo real transformado en simples imágenes» (p.18) y así continua. «El espectáculo es el capital en tal grado de acumulación que se torna imagen» (p.25). Parece que toda la tragedia del mundo contemporáneo, en el argumento de Debord, residiera en el hecho de que las cosas se tornaran imágenes, lo que me parece una forma de escamotear el verdadero origen de los problemas y de transformar dificultades reales en parloteo seudofilosófico. Hay dos problemas principales en ese modo de colocar las cosas. Primero, Debord no hace ninguna discriminación entre las imágenes, no ve diferencias de calidad entre ellas, no considera unas más problemáticas que otras. Resta, por lo tanto, al lector la conclusión de que todas las imágenes son, como premisa filosófica, igualmente peligrosas, sea una intervención de Godard o de Glauber Rocha en televisión, sea un comercial de jabón. En segundo lugar, cuando Debord especifica cuáles son, a su manera de entender, las formas concretas de espectáculo («información o propaganda, publicidad o consumo directo de divertimento», p. 15), él no se da cuenta de que esas formas significantes son, en verdad, híbridas, es decir, ellas están constituidas tanto de imágenes como de palabras escritas y oralizadas, incluso también de música. No obstante, Debord cuando se refiere a ellas habla genéricamente de imágenes, como si las palabras implicadas no fuesen tan problemáticas como las imágenes. ¿Acaso la radio no forma parte de la sociedad del espectáculo? ¡Y por cierto no tiene imágenes! El sesudo diario francés Le Monde, que ja-

más publica imágenes, ¿también quedará fuera de la sociedad del espectáculo? ¿Por qué, de no ser por arquetípicas ramificaciones de la Torá, del Corán o de La República, la imagen (y solamente ella) es siempre el problema? Pero el papa y líder espiritual de la nueva embestida iconoclasta es, sin dudas, Jean Baudrillard, el furioso crítico de los simulacros, que hizo y continua haciendo una legión de seguidores ávidos de la destrucción de íconos e ídolos. Si creyéramos en el espiritismo, Baudrillard podría ser considerado como una reencarnación «posmoderna» de Platón: simulacro, para él, es el mismo eidolon platónico, sólo que en este caso, derivado de la superinflación de imágenes mediáticas (obsérvese que nuevamente aquí, siguiendo la miopía general, los medios solamente tienen imagen; no tienen palabra, ni voz, ni música). Según Baudrillard, la actual hegemonía de los medios (la civilización de las imágenes, la sociedad del espectáculo) estaría ofreciendo las condiciones ideales para la constitución de un mundo a parte, un mundo que se ofrece al público espectador como un ersatz del mundo real. En otras palabras, los actuales medios electrónicos y digitales estarían produciendo una «desrealización fatal» del mundo humano y su sustitución por una «hiperrealidad», una ficción de realidad alucinatoria y alienante (Baudrillard, 1985; 1995). Como sucede con gran parte del pensamiento retórico francés, en este caso tampoco hay comprobación alguna de aquello que se afirma: el lector debe creer en la voz del oráculo a través de un acto de fe o desecharla sumariamente por falta de pruebas. De cualquier modo, todo ese delirio interpretativo ya fue

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la que necesita de recursos tecnológicos más sofisticados (incluso para su difusión), y también la que más requiere un know how específico. De ahí por qué no me parece muy lógico gritar a los cuatro vientos una supuesta supremacía de las imágenes, sobre todo cuando se tiene malas intenciones y se intenta atribuir a esa supuesta hegemonía la culpa de todos los males del mundo.

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exhaustivamente cuestionado y superado por cierta ala del pensamiento latinoamericano – Martín Barbero (1993), Gómez (1991: 27-39), García Canclini (1998) etc. –para la cual el papel efectivo jugado por los medios en las sociedades contemporáneas no es algo dado a priori, a través de alguna fatalidad histórica ineludible. Por el contrario, este papel es resultado de un intrincado proceso de negociación de sentido entre los signos (mensajes culturales producidos por esos medios), la(s) realidad(es) de las cuales ellos tratan o que ellos crean, y quienes interpretan entre esos signos y esas realidades (las instancias sociales que les dan sentido). De esta manera, mientras que Baudrillard y sus discípulos sólo consiguen ver en los medios masivos un apocalipsis semejante al escenificado por Hollywood en films de fantasía como Blade Runner y Matrix, otros pueden entender los mensajes en circulación en esos medios como formas de escritura con las cuales es posible dialogar.

ción a su cruzada moralizante, despoja a la discusión sobre las imágenes de cualquier connotación política y la desvía claramente en el sentido de la exégesis religiosa. En este libro llega a hablar de «crimen original» (el simulacro ya no es más consecuencia de una economía o de una política en particular, es una ilusión desde el principio, es un mal originario, así como el pecado original que, según los católicos, todos cargamos desde el nacimiento) y también de «ilusión final» (el mundo podría un día volverse un simulacro perfecto, como aquellos que Hollywood, inspirándose en Baudrillard, puso en escena en películas como Matrix y The Truman Show). «Es exactamente eso [la sustitución de la idea pura e inteligible de Dios por la maquinaria visible de los íconos] lo que temían los iconoclastas y esa disputa milenaria todavía permanece la nuestra en estos tiempos» (Baudrillard, 1985: 14).

Además de eso, si puede resultar incómodo encuadrar a pensadores de formación marxista, como Fulchignoni, Jameson y Debord, en una tradición teológica de combate a las imágenes, no se puede decir lo mismo de Baudrillard, para quien la guerra contra las imágenes asume, de manera cada vez más clara, el carácter de un combate teológico. El actual papa de la iconoclasia no tiene empacho, por ejemplo, en calificar a las imágenes mediáticas como «diabólicas», «profanas», «inmorales», «perversas» y «pornográficas». Ellas son la propia encarnación del Mal. En uno de sus últimos libros, Le Crime Parfait (1995), Baudrillard da una nueva direc-

Pero esa disputa milenaria se funda en dicotomías falsas. La escritura, por ejemplo, no puede oponerse a las imágenes porque nace en el seno de las propias artes visuales, como un desarrollo intelectual de la iconografía. En algún momento, dos mil años antes de Cristo, alguna civilización tuvo la idea de «rasgar» las imágenes (con el propósito de abrir la visión de los procesos invisibles que ocurren en su interior), como así también desmembrar cada una de sus partes en unidades distintas, para reutilizarlas como signos en otros contextos y en un sentido más general (Flusser, 1985: 15). El desgarramiento de las imágenes permitió descomponerlas en

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líneas secuenciales (nacía así el proceso de linealización de la escritura), mientras que el desmembramiento de sus partes posibilitaba la comprensión de cada elemento de la imagen (pictograma) como un concepto. De este modo, la boca de un hombre, separada de su contexto concreto, designaba cualquier otra boca, sea de hombre o de cualquier otro animal, y de esta forma se transformaba en un concepto tan universal como la palabra (hasta entonces oral) «boca». En otros términos, era posible así «escribir» (registrar) el concepto «boca». Con la evolución y la velocidad de la escritura, esa «boca» pasó a ser representada de manera cada vez más estilizada, hasta el punto de volverse apenas un cuadrilátero vacío, como todavía hoy se hace en la escritura kanji oriental (el ideograma chino kou). La primera forma de escritura que se conoce es, por lo tanto, la iconográfica, que deriva directamente de una técnica de recorte de imágenes. Ella nace de un impulso conceptual, de una voluntad de enunciar proposiciones que se da en el interior de las propias prácticas iconográficas. Si es verdad que la imagen está en el origen de toda escritura (y, en ese sentido, la escritura verbal no es sino una forma altamente especializada de iconografía), también es cierto que la imagen nunca dejó de ser una cierta modalidad de escritura, es decir, un discurso construído a partir de un proceso de codificación de conceptos plásticos o gráficos. El arte, tantas veces simplificado por sus detractores y acusado equivocadamente de imitar lo real, en verdad siempre fue una forma de «escribir» el mundo. Cuando Da Vinci estudia el origen de las olas o la fisiolo-


poco, usa un lenguaje extremadamente condensado, pero se expresa con una elocuencia extraordinaria a través de los diagramas estructurales. A contramano del dogma filosófico dominante, el pensador francés François Dagognet, en libros como Philosophie de l’image (1986) y Écriture et iconographie (1973), entre otros, se opone radicalmente a cualquier tipo de separación entre imagen y razón, o entre arte (visual) y ciencia. Su obra puede entenderse como una teoría anti-subjetiva de la pintura y de la imagen en general, que él considera propedéutica a la empresa científica, y será, hasta ahora por lo menos, el más amplio abordaje de la imagen como fundamento del pensamiento riguroso y complejo. En vez de lanzar su mirada sobre los supuestos aspectos miméticos o especulares de las imágenes, Dagognet prefiere volcarse sobre el diseño quintaesencial, numérico o geométrico, el ícono paradigmático, de naturaleza abstracto-concreta, que representa la estructura o el proceso interno de los seres y de los fenómenos, y que él encontrará de manera plenamente constituída en el trabajo iconográfico de los científicos «semióticos», para quienes el registro gráfico desempeña un papel heurístico y metodológico (cuando no lo es inclusive hasta ontológico) en la investigación científica. La imagen, tantas veces acusada de banal, superficial, imprecisa, atrapada en la singularidad de las cosas, cuando no lo es de engañadora, ilusionista y diabólica, finalmente tiene su desagravio. Aunque el uso de imágenes en la investigación científica remita a la antigüedad clásica –entre tan-

tos otros ejemplos, Elementos de Geometria de Euclides, Almagest de Ptolomeo, Herbarium de Apuleius Barbarus, De Materia Medica de Dioscorides– Dagognet prefiere concentrar su estudio de la iconografía científica en la Edad Moderna (a partir del siglo XV), poniendo énfasis en el período de expansión de las ciencias experimentales, desde mediados del siglo XVIII. Según Dagognet, las ciencias de la naturaleza prontamente se dieron cuenta de las limitaciones del lenguaje llamado «natural» para describir relaciones exactas y complejas. Por un lado, intentaron superar las imprecisiones y los excesos retóricos del discurso verbal a través del desarrollo de escrituras alternativas, como las proposiciones lógicas, las ecuaciones matemáticas y las fórmulas químicas. Esas formas rigurosas de escritura no siguen el modelo discursivo de las líneas del texto, sino que se extienden en todas las direcciones en el espacio, ya que pretenden describir fenómenos y pensamientos estructurales y no lineales. Por otro lado, las ciencias naturales descubren también el inmenso potencial simbólico del diagrama, la imagen que organiza y explica, la imagen lógica, la imagen-concepto, la imagen-rigor, «una imagen ordenada y esencial, una neogramática» (Dagognet, 1973: 168), de la que se puede encontrar un antecedente ya en el siglo XVIII, con los once volúmenes de láminas iconográficas de la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert. En el siglo XIX, el descubrimiento de la eficacia heurística, teórica y metodológica de la estilización diagramática, posibilitará a la ciencia la construcción de un nuevo lenguaje, tan universal y axiomático como la matemática: la representación iconográfica.

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gía de los cuerpos vivos para pintar mejor el mar y la figura humana, o cuando Braque descompone el violín y reconstruye sus partes en ángulos divergentes, lo que ellos están buscando es comprender y expresar la estructura interna de las cosas y de los fenómenos, en lugar de captar simplemente su apariencia exterior. Por lo tanto, contrariamente a lo que decía Platón, todo artista digno de ese nombre siempre busca comprender su objeto para poder representarlo con mayor veracidad. Y tan cierto como que los filósofos y los filólogos (incluyendo a los exégetas de los textos religiosos) prohibieron la producción y el consumo de imágenes durante buena parte de la historia de la humanidad, siempre en nombre de una pretendida superioridad del discurso verbal, también es verdad que, en la dirección opuesta, el pensamiento científico, de Kepler a Einstein, de Newton a Mandelbrot, estuvo estrechamente vinculado a la notación iconográfica y a la imaginación diagramática. Si alguien lo duda, basta con extraer la prueba de libros como The Scientific Image: From Cave to Computer (Robin, 1992), Envisioning Information (Tufte, 1990), Naked to the Bone Kevles, 1998) y La Fabrique du Regard (Sicard, 1998), en los cuales se desarrolla la tésis (hartamente documentada mediante iconografías) de que la imagen es una forma de construcción del pensamiento tan sofisticada que, sin ella, probablemente no hubiera sido posible el desarrollo de ciencias como la biología, la geografía, la geometría, la astronomía, la medicina, entre otras tantas. No es por azar que el científico, tanto como el artista plástico, siempre fue una especie de afásico: habla poco, escribe

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«Asistiremos, con la naciente ciencia experimental, a la aparición del diagrama y sus proezas. No hay ninguna disciplina que no se beneficie con la iconicidad: desde la física y de la cinemática hasta la geología, la tecnología o incluso la fisiología. En todas se imponen los diseños, las trayectorias, las curvas de nivel, los mapas, en una palabra, las figuras estructurales y geométricas. Sería un error mayúsculo tomarlas por meros auxiliares didácticos o simples ilustraciones, pues, muy por el contrario, ellas constituyen un instrumento heurístico privilegiado: ni un embellecimiento, ni una simplificación o aún un recurso pedagógico de facil difusión, sino una verdadera reescritura, capaz, ella sola, de transformar el universo y reinventarlo» (Dagognet, 1973: 86). En su obra, Dagognet toma nota de algunos momentos fundantes de esa elocuencia del método iconográfico en la ciencia del siglo XIX: el nacimimento de la iconografía médica en la obra del fisiólogo Étienne-Jules Marey, la formulación de una teoría general de la forma por el cristalógrafo René Just Haüy, los inventarios diagramáticos del mundo vegetal realizados por el botánico Augustin de Candolle, la introducción de la representación en química orgánica por Émile Fischer y B. Tollens, y así continúa. Todas las investigaciones de Marey apuntaban a la producción de gráficos rigurosamente controlados desde el punto de vista métrico, permitiendo el análisis de fenómenos dinámicos, tales como el ritmo cardíaco, los reflejos musculares, la ventilación pulmonar, la locomoción animal (el vuelo de los pájaros, el trote de los caballos, el recorrido sinuoso de los insectos), la cinética de los fluidos,

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los torbellinos del aire, la agitación de las aguas, el juego de las ondas, etc. Dagognet le dedicó exclusivamente a la obra de Marey un libro (Dagognet, 1987), ya que le pareció la más estratégica de todas, en lo que se refiere a la fusión de arte y ciencia y también al descubrimiento de un número impresionante de métodos gráfico-pictóricos de investigación científica, utilizados hasta hoy en el ámbito informático. Haüy, a su vez, fue el fundador de la cristalografía, la ciencia que estudia las estructuras geométricas del mundo natural. Para construir su sistema de leyes que rigen las relaciones físicas y matemáticas entre las partes y el todo, Haüy tuvo que recurrir a una iconología rigurosamente numerica, un verdadero «alfabeto» de formas geométricas primarias y su respectiva gramática de combinaciones. Fue ese sistema de notación el que le permitió formular «imágenes enteramente teóricas» (expresión del propio Haüy, cfe. Dagognet, 1973: 141) del mundo natural, imágenes fuertemente matematizadas e informadas por el concepto. Ya el botánico Augustin de Candolle tuvo que enfrentar la siguiente cuestión epistemológica: cuando se representa científicamente una planta ¿qué debe ser considerado y qué descartado en el diseño final? Muchas cosas que se ven en el mundo vegetal son resultado de un accidente fortuito o de un desarrollo irregular por razones coyunturales. Pero, siendo así, ¿cómo puede el dibujo de una planta representar una clase de plantas y no una desviación particular? Asi como la palabra «pino» designa a todos los árboles pertenecientes al género Pinus, la tarea que Candolle se propuso fue

desarrollar una metodología de diseño que permitiera representar visualmente una especie de categoría-pino, un pino abarcador de todas las características genéticas esenciales de ese género y ninguna de las características accidentales que tienen los pinos singulares. Claro que la manera como las ramas se ramifican cambia de pino en pino individualmente, pero el conjunto de todas las posibilidades de variación puede ser previsto y representado a través de lo que hoy llamaríamos una expresión fractal. Por más diferente que sea la disposición de las ramas de los pinos individuales, lo cierto es que las ramas de un pino jamás estarán dispuestas como las ramas de una palmera. Con Candolle, la botánica se vuelve un ejercicio riguroso de ciencia exegética y de criptología, pues se trata de sustituir la prolijidad formal de las plantas por su respectivo diagrama-modelo, estilizado y geometrizado. De este modo, frente a la abundante variabilidad de las plantas, el botánico busca aislar «grafemas» y con ellos elaborar un lenguaje iconográfico que permita no simplemente describir el mundo vegetal, sino, por encima de todo, escribirlo. Desplazándonos ahora al terreno de la química, sabemos que, en 1865, Friedrich Kekulé propuso una forma visual para describir la estructura molecular del benceno. En lugar de anotar la fórmula del benceno en forma lineal, como el modelo de la escritura verbal nos obliga a hacer, Kekulé imaginó un hexágono compuesto por los seis átomos del carbono, cuyos vértices estarían conectados con los seis átomos de hidrógeno. Esto permitió resolver el problema de la valencia de las moléculas de


dad de las posiciones y transformaciones de sus partículas. Antes de que se me acuse de positivista, por creer más en los científicos que en los filósofos e intelectuales humanistas, recordaría aquí la importante discusión ocurrida en el interior del pensamiento marxista, más exactamente en la Rusia soviética de los años 20, cuando algunos cineastas comprometidos en la construcción del socialismo vislumbraron en el cine mudo la posibilidad de promover un salto hacia otra modalidad discursiva, fundada ya no en la palabra sino en una sintáxis de imágenes, en ese proceso de asociaciones mentales que recibe, en los medios audiovisuales, el nombre de montaje. El más elocuente de aquellos cineastas, Serguei Eisenstein, formuló al final de los años 20 su teoría del cine conceptual, cuyos principios fue a buscar él en la escritura de las lenguas orientales. La lengua china, por ejemplo, trabaja básicamente con ideogramas, que son los restos estilizados de una antigua escritura pictórica, una escritura que articula imágenes para producir sentidos. Esta lengua representaba un desafío para Eisenstein: no tenía ningún rigor, carecía de flexión gramatical y, por estar escrita en forma semi-pictórica, no tenía signos para representar conceptos abstractos. ¿Cómo pudieron entonces los chinos, fundándose en una escritura «de imágenes», construir una civilización tan prodigiosa? La respuesta reside en el mismo proceso empleado por todos los pueblos antiguos para construir su pensamiento, o sea, en el uso de las metáforas (imágenes materiales articuladas de manera que sugieran asociaciones no materiales) y de las metonimias (transferencia de

sentido entre imágenes). En las lenguas occidentales las palabras designan directamente a los conceptos abstractos, mientras que en el chino se puede llegar al concepto por una vía enteramente distinta: operando combinaciones de señales pictográficas, de tal manera que se establezca una relación entre ellas. Por ejemplo: para expresar el concepto «amistad», la lengua china combina los pictogramas de «perro» (símbolo de fidelidad) y de «mano derecha» (con la cual se saluda al amigo). Cada una de esas señales aisladas se refiere sólo a una «amistad» particular; la combinación de las dos hace que el signo resultante designe a «amistad» en general (Ivanov, 1985: 221-235; Granet, 1968: 43). Ese es justamente el punto de partida del montaje intelectual de Serguei Eisenstein: un montaje que, partiendo del «primitivo» pensamiento por imágenes, consiga articular conceptos basados en el puro juego poético de las metáforas y de las metonímias. Se juntan dos imágenes para sugerir una nueva relación no presente en los elementos aislados; y así, mediante procesos de asociación, se llega a la idea abstracta e «invisible». Inspirado en los ideogramas, Eisenstein creía en la posibilidad de construir conceptos utilizando sólo recursos cinematográficos, sin pasar necesariamente por la narración, y llegó incluso a realizar algunas experiencias en ese sentido, en films como Oktiabr (Octubre, 1928) y Staroie i Novoie (Lo viejo y lo nuevo, 1929). El cineasta dejó además un cuaderno de anotaciones para un proyecto (malogrado) de llevar al cine El Capital de Karl Marx. Pero si bien Eisenstein formuló las bases de ese cine, quien de hecho lo realizó en la Rusia revolucionaria

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benceno, que hasta entonces era un enigma en química orgánica: linealmente, seis átomos de carbono (cuya valencia es 4) jamás podrían combinarse con seis átomos de hidrógeno (cuya valencia es 1), pero espacialmente, estructurados bajo la figura del hexágono, los átomos de carbono e hidrógeno se combinan sin problemas. La visión de Kekulé posibilitó un sinnúmero de innovaciones en la química y en la bioquímica, porque demostró que las uniones atómicas deben ser pensadas estructuralmente, bajo la forma de diagramas bidimensionales o tridimensionales. En Écriture et iconographie, Dagognet sigue el desarrollo posterior de la estereoquímica, la parte de la química que estudia el orden tridimensional de los átomos, haciendo una historia del nacimiento de su particular simbolismo y de las múltiples tentativas de representación de las moléculas orgánicas complejas. A lo largo de su evolución, la química va pasando de una ciencia experimental a una ciencia de escritura, a una topografía, o más exactamente aún, a una topología estructural compleja. Una sustancia, sea ella natural o artificial, pasa a ser vista como «una cierta ocupación del espacio, un orden particular, o aún cierto modo de distribución, en una palabra: un paisaje microscópico abstracto» (Dagognet, 1973: 113). En tanto ciencia icónicoescritural, la química se transforma entonces en una teoría general de la representación, basada en la matemática de los grafos y en los cálculos matriciales; ella pasa de una representación realista del mundo físico a una construcción visual más abstracta (y, en consecuencia, más concreta) del funcionamiento de las cosas en el transcurso de la multiplici-

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El cuarto iconoclasmo

fue su colega Dziga Vertov. Según Annette Michelson (1984: XXII), Eisenstein nunca pudo asumir hasta las últimas consecuencias su proyecto de cine conceptual, ya que solamente le permitieron realizar films narrativos de ficción dramática. Vertov, en cambio, nunca tuvo ese tipo de limitación y, por esa razón, consiguió asumir con mayor radicalidad la propuesta de un cine enteramente fundado en asociaciones «intelectuales» sin necesidad de apoyarse en una fábula. Esas asociaciones ya aparecen en varios momentos de su Kino-Glaz: Jizn Vrasplokh (CineOjo: la Vida de Improviso, 1924), sobre todo en la magnífica secuencia de la mujer que va a hacer compras en la cooperativa. En esta secuencia, Vertov utiliza el movimiento retroactivo de la cámara y el montaje invertido para alterar el proceso de producción económica (la carne, que estaba expuesta en el mercado, vuelve nuevamente al matadero y luego al cuerpo del animal muerto, haciendolo «resucitar»), repitiendo, de esa forma, el método de inversión analítica del proceso real, utilizado por Karl Marx en El Capital (el libro comienza con el análisis de la mercancía y de esta vuelve al modo de producción). Pero es en Tchelovek s Kinoapparatom (El hombre de la Cámara, 1929) que el proceso de asociaciones intelectuales alcanza su más alto grado de elaboración, dando como resultado uno de los films más profundos de todos los tiempos, que incluye, al mismo tiempo, «el ciclo de un día de trabajo, el ciclo de la vida y de la muerte, la reflexión sobre la nueva sociedad, sobre la situación cambiante de la mujer, sobre la permanencia de valores burgueses y de pobreza bajo el socialismo y de ahí en más» (Burch, 1979: 94).

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Algunos de los más bellos ejemplos de montaje intelectual se pueden encontrar también en el cine más reciente, como por ejemplo en 2001: a Space Odissey (2001: Odisea en el Espacio, 1968) de Stanley Kubrick, y en el cortometraje Powers of Ten (1977) de Charles y Ray Eames. El primero es un film casi enteramente conceptual del comienzo al fin, pero el momento privilegiado está en aquel corte extraordinariamente preciso, que hace saltar de un hueso lanzado al aire por un primate a una sofisticada nave espacial del futuro, sintetizando (de manera visiblemente crítica) algunas decenas de milenios de evolución tecnológica del hombre. Ese ejemplo elocuente muestra cómo una idea nace a partir de la pura materialidad de los carácteres brutos particulares: el diálogo de dos representaciones singulares produce una imagen generalizadora que supera las particularidades individuales de sus constituyentes (Machado, 1982: 61-64; 1997: 195-196). Ya el film de los Eames es una síntesis magistral, en apenas nueve minutos y medio de proyección, de todo el conocimiento acumulado en el campo de las ciencias naturales. La idea increíblemente simple consiste en hacer un zoom-out a partir de la imagen de un turista acostado en la orilla del Lago Michigan hasta los límites (conocidos) del universo y después un zoom-in a partir del mismo personaje en dirección del interior de su cuerpo, de sus células y moléculas, hasta el núcleo de los átomos que lo constituyen y los límites del conocimiento del mundo microscópico. Si bien es cierto que una parte considerable del mundo intelectual se encuentra todavía petri-

ficada en la tradición milenaria de la iconoclasia, también una parte considerable del mundo artístico, científico y militante, por otro lado, viene descubriendo que la cultura, la ciencia y toda la civilización de los siglos XIX y XX por lo menos son impensables sin el papel estructural y constitutivo jugado por las imágenes (de la iconografía científica, de la fotografía, del cine, de la televisión y de los nuevos medios digitales). Esa segunda parte de la humanidad aprendió no sólo a convivir con las imágenes sino también a pensar con las imágenes y a construir con ellas una civilización compleja e incitante. A decir verdad, solamente ahora estamos realmente en condiciones de apreciar la extensión y la profundidad de todo el acervo iconográfico construído y acumulado por la humanidad (a pesar de todas las prohibiciones), ya que recién ahora estamos en condiciones de comprender la naturaleza más profunda del discurso iconográfico, eso que podríamos llamar un lenguaje de las imágenes, capaz de permitirnos expresar otras realidades, históricamente impedidas por la opresión de la iconoclasia. Aprender a pensar con las imágenes (pero también con las palabras y los sonidos, ya que el discurso de las imágenes no es exclusivista; es integrador y multimediático) tal vez sea la condición sine qua non para el surgimiento de una verdadera y legítima civilización de las imágenes y del espectáculo.


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La investigación latinoamericana de la comunicación y su entorno social: notas para una agenda

Profesor-investigador de la Universidad de Guadalajara, México. E-mail: rock@foreigner.class.udg.mx

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Enrique E. Sánchez Ruíz

La investigación y el entorno social

¿Desde dónde deben re-pensarse las posibles articulaciones entre la investigación latinoamericana de la comunicación, y la realidad social en el Siglo XXI? La comunicación no es una ciencia. Es un «objeto de estudio». Tampoco es una disciplina, por lo menos en el sentido fuerte que denota sinonimia de «disciplina» con «ciencia», aunque incluye los dominios humanísticos. La comunicación es (o debería ser) un objeto privilegiado de prácticamente todas las ciencias y/o disciplinas sociales o humanas, puesto que no hay probablemente nada humano ni social, que no pueda entenderse mejor sin tomar en cuenta la comunicación entre los humanos.1 Las investigaciones empíricas autorreflexivas, sistematizaciones documentales y recuentos bibliográficos que conocemos sobre las

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investigaciones «de la comunicación» en América Latina, muestran que la inmensa mayoría de los estudios han tenido como objetos privilegiados a los medios de difusión masiva.2 Pero investigar a los medios y/o las llamadas industrias culturales no es necesariamente «investigar la comunicación»: Las dimensiones propiamente comunicacionales, los procesos de producción y «puesta en común» de sentido, han sido más que escasos en los inventarios sobre la indagación (Sánchez Ruiz, 1999). Los medios son la síntesis de múltiples dimensiones: cuando los medios de difusión son analizados en su operación como industrias culturales, produciendo y haciendo circular mercancías, se hace investigación económica, o en su caso, de economía política (Sánchez Ruiz 1992). Cuando se analiza el papel de los medios como actores políticos y en los procesos electorales, el énfasis es en los medios como actores políticos: es un objeto de ciencia política.3 O pueden ser examinados como organizaciones complejas, para lo que ayuda la perspectiva de la sociología de las organizaciones, la sociología de las profesiones, el análisis institucional, etc. (Sánchez Ruiz 1992). El enfoque que ha prevalecido en los análisis latinoamericanos de medios ha sido el político (Marques de Melo 2002). Los medios son objetos complejos, que operan socialmente desde diversas dimensiones (económica, política, cultural, social, tecnológica, organizacional, profesional, etc.), articuladas en un mismo entramado histórico social, que se desenvuelven en el transcurrir del tiempo histórico (Sánchez Ruiz, 1992). Si a esto sumamos que muchos de los

objetos de estudio de, por ejemplo, los llamados estudios culturales, son procesos sociales complejos, debemos llegar nuevamente a la conclusión de que la llamada comunicación es un cruce de múltiples caminos: Posiblemente la formulación de Wilbur Schramm (1973) en los sesenta, de que el campo de la comunicación es más que nada una encrucijada, a la que potencialmente pueden concurrir y contribuir todas las ciencias sociales y humanas, siga teniendo vigencia.4 Todo esto implica la necesidad de que los estudios sobre comunicación social, o sobre medios de difusión e industrias culturales, así como los «estudios culturales» que se convirtieron durante la última década del siglo pasado en el enfoque hegemónico sobre el campo académico, deben ser inter-, multi- y transdisciplinarios (Vassallo de Lopes 2002; Mattelart y Neveu 1997; Mato, 2001; Follari 2002). Hay propuestas interesantes de «postdisciplinarización» (Fuentes Navarro 2002), pero en la medida en que el prefijo «post» connota muy fuertemente «superación», o «dejar atrás» (a lo que modifica el prefijo, en este caso a la disciplina), no entenderíamos cómo dejar atrás algo que nunca en realidad ha existido (una «ciencia de la comunicación» o una disciplina «comunicológica», o algo así, que al «postdisciplinarizarse» se disuelve en una ciencia social genérica). 5 Pero si la comunicación nunca ha sido una disciplina, sino ese objeto-encrucijada multidimensional que siempre ha necesitado de la inter- y transdisciplina, no se puede «desdisciplinarizar». Otro problema con las formulaciones «post» es que con mucha frecuencia


Lo que usualmente llamamos «campo académico» de la comunicación está constituido por varios «subcampos», que no necesariamente se han desarrollado en forma articulada (Galindo y Luna 1995). En primer lugar, preexisten al campo académico los dominios profesionales de la comunicación. Estos fueron el «referente empírico» y fuentes de demanda social para la emergencia de la enseñanza universitaria del periodismo, que posteriormente coexistiría -ya como

subcampo académico- con el de la investigación. Con posterioridad se generaron más o menos explícita y articuladamente las actividades de extensión universitaria relacionadas con la comunicación y las de vinculación (articulaciones explícitas ya no solamente a través de los mercados de trabajo, sino por ejemplo, mediante la prestación de ciertos servicios como la investigación aplicada hecha desde la universidad, para el sector privado, o para otros sectores como organismos no gubernamentales, o para el gobierno mismo, etc.). De todas estas, las subáreas centrales del campo académico son la de la enseñanza y la de la investigación. El primero de los campos profesionales de la comunicación que surgió en todos nuestros países fue el periodismo y necesariamente la primer articulación fue de la docencia universitaria con el mismo. Los recuentos sobre el desarrollo de nuestro campo académico muestran que, precisamente, las primeras escuelas «de comunicación» lo fueron de periodismo (Fuentes Navarro 1992; Marques de Melo 1998; Fuentes Navarro 1998). Después, los medios crecieron y se diversificaron (y algunos de ellos incluso dejaron de ser «propiamente de comunicación»; Sánchez Ruiz, 1999), y así lo hicieron los estudios profesionales en las escuelas que ya para los años sesenta se denominaban con algún nombre relacionado con las «ciencias de la comunicación». Algunos de los investigadores actuales del campo, posiblemente la mayoría, primero estudiamos una licenciatura que básicamente nos habilitaba profesionalmente como comunicadores y posteriormente hicimos estudios de posgrado -no

necesariamente en comunicaciónque nos habilitaron más bien como investigadores (de hecho, algunos incluso sostenemos que «estudiamos para investigadores»), a fin de hacer buenos estudios sobre la comunicación, los medios, las mediaciones, etcétera.9 Esto vino ya en un período más reciente, durante el cual nos hemos ido profesionalizando como investigadores o, quizás más ampliamente, como académicos. En los años sesenta se comenzó a abrir el espectro de áreas de aplicación de «saberes comunicacionales» a partir de desarrollos en los campos de trabajo y de la invención de las ciencias de la comunicación. El primer período al que nos referimos fue netamente pragmático. La educación universitaria se diseñaba estrictamente para profesionalizar periodistas y otros comunicadores, usualmente empleados de los medios de comunicación. Había un acoplamiento más o menos simple y directo entre esta oferta de educación superior y las demandas del campo profesional. En los sesenta surge un nuevo modelo, humanístico, con las «ciencias de la comunicación» (Fuentes Navarro, 1998). Durante esa década, llegan también investigadores estadounidenses a Latinoamérica a realizar indagaciones empíricas para «modernizar a los campesinos», como por ejemplo Everett Rogers en Colombia, o más en general, aparece la influencia empirista como modelo para la investigación científica, durante la primer época de CIESPAL10 (Sánchez Ruiz, 1988; Fuentes Navarro 1992). Paradójicamente, casi al mismo tiempo llega una suerte de reduccionismo cientificista en el empirismo norteamericano en la investigación, y surge un univer-

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soslayan o confunden qué tanto lo son en términos descriptivos, sobre procesos que ya están ocurriendo, con respecto a lo que tienen de proyecto, o propuesta de origen ético, utópico, etc.6 Sin embargo, en la medida en que este tema se desligue de las modas «posmodernas» y se siga articulando una propuesta (que tendría que ser más que nada epistemológica y metodológica, pues ya nadie cree que una sola teoría -por muy «postdisciplinaria» que sea- pueda dar cuenta de todo), podría de ahí surgir un enfoque fructífero para guiar la investigación empírica.7 Ojo: Si bien no hay disciplina, sí hay campo,8 en un sentido más sociológico que epistemológico: tenemos objetos de estudio (todo el dominio de la comunicación social, los medios, etc.,) y una comunidad que se interesa de manera sistemática por los mismos. De hecho, consideramos que este es un tema primordial para la agenda: la continuación de una discusión fundamentada sobre el estatuto epistemológico de las llamadas «ciencias de la comunicación», sobre su estatuto disciplinar, su relación con otros dominios científicos, etc. (Vassallo de Lopes, y Fuentes Navarro 2002; Martín Barbero s/n).

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salismo humanista, a partir de universidades católicas, principalmente jesuíticas (Sánchez Ruiz 1988). Coexisten entonces estudios de comunicación basados en el primer modelo, pragmático (al que en lo investigativo apuntalaba el empirismo), con el nuevo modelo humanístico, de bases filosóficas y literarias. Este nuevo modelo propiciaba un alejamiento crítico de la operación cotidiana de los medios, desde un plano más bien filosófico (el comunicólogo como «intelectual»; Sánchez Ruiz 1988; Fuentes Navarro, 1998). Desde mediados de los sesenta, pero definitivamente durante los setenta, surgió y se generalizó otro modelo que impactaba al quehacer académico de la comunicación en América Latina, como de hecho al resto de las ciencias sociales y humanidades. Era el paradigma del análisis social crítico con raíces profundas en el marxismo (ortodoxo y no ortodoxo, el cual poseía una sofisticación intelectual y analítica importante), muy influido por varias de las versiones del enfoque de la «dependencia», y no necesariamente divorciado del modelo humanista, sino al contrario, alimentado por él. Una fuente muy importante de influencia fue por ejemplo la pedagogía del oprimido de Paulo Freire (1970), que ante la injusta realidad socioeconómica latinoamericana, «denuncia y anuncia». Es decir, tiene un componente utópico importante. De hecho, ya para los años ochenta los tres modelos (el pragmático, el humanista y el cientificista crítico)11 coexistían (a veces no tan pacíficamente) en las universidades latinoamericanas. En la medida en que la realidad social en nuestros países ha sido -y sigue siendo- injusta para una gran ma-

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yoría, la ciencia social crítica fue una característica importante de Latinoamérica, de la que los estudios de comunicación y sobre medios abrevaron (Sánchez Ruiz 1988). De hecho, algunos de nuestros pioneros eran -y algunos siguen siéndolo- parte de ese paradigma crítico y utópico, como es el caso por ejemplo de Antonio Pasquali, quien proviniendo de la filosofía, fundó el análisis crítico de los medios desde Venezuela con la publicación en 1963 de su libro Comunicación y Cultura de Masas y quien sigue produciendo como «jovencito» análisis críticos alimentados por la imaginación utópica (con una gran carga ética y un apoyo enorme de información factual).12 Pero nosotros consideramos que durante los años ochenta fue tomando forma un nuevo modelo, quizás motivado por los cambios ideológicos mundiales hacia la derecha y la hegemonía del pensamiento neoliberal. El nuevo modelo consistió en un retorno al pragmatismo y -con respecto a las escuelas de comunicación- en alguna medida a la especialización (ya no en periodismo, sino en las nuevas vertientes profesionales),13 muy en línea con corrientes intelectuales de moda como el posmodernismo, que preferían ver la realidad en fragmentos, por sobre la integración y la síntesis (modos de pesquisa preferidos en los dos modelos previos). La forma preferida de indagación y moda intelectual de los noventa fueron los estudios culturales, de los cuales hemos escrito en otro lado que enriquecieron el entendimiento de los procesos de comunicación en las sociedades contemporáneas, pero que al devenir moda, obstaculizaron otras miradas complementarias

e, incluso, sin proponérselo obscurecieron las miradas críticas tradicionales de las ciencias sociales latinoamericanas (Sánchez Ruiz, 2000). Por otro lado, los estudios de recepción, que también originalmente fueron una veta importante de enriquecimiento y sofisticación del análisis, devinieron en una suerte de «populismo» del receptor, tal que al cabo de tantas mediaciones, apropiaciones, resemantizaciones e, incluso subversiones de los «mensajes hegemónicos», terminaban mostrando que los grandes consorcios y oligopolios transnacionales de las industrias culturales en realidad eran «hermanitas de la caridad». Curiosamente, muchos de estos estudios, autodenominándose críticos, minaban las bases de un enfoque crítico al privilegiar la óptica de nivel microsocial y del corto plazo, machaconamente demostrando que los medios no tienen «efectos» (y si los tienen, es con la complicidad de los receptores: al fin y al cabo, las grandes transnacionales -y aquí incluyo a Televisa y Globo- solamente dan al público lo que éste demanda/ merece). Finalmente el poder diferencial de emisores y receptores quedaba soslayado (Vassallo de Lopes 1995). En alguna forma, el espíritu del tiempo lo marcaba el «posmodernismo», que tendía a fragmentar y descontextuar las miradas, y a aceptar acríticamente y con cierto encantamiento las irracionalidades del mundo actual. Con respecto a este punto de vista, se pregunta Anthony Giddens (1996: 226-227): ¿Deberíamos entonces quizás aceptar, como algunos de los posmodernistas dicen, que la Ilustración se ha agotado a sí mis-


Considero importante citar también a este respecto, a Manuel Castells (1999a: 30), con cuya opinión también coincido totalmente: La cultura y la teoría posmodernas se recrean en celebrar el fin de la historia y, en cierta medida, el fin de la razón, rindiendo nuestra capacidad de comprender y hallar sentido incluso al disparate. La asunción implícita es la aceptación de la plena individualización de la conducta y de la impotencia de la sociedad sobre su destino. El proyecto que informa este libro nada contra estas corrientes de destrucción y se opone a varias formas de nihilismo intelectual, de escepticismo social y de cinismo político. Creo en la racionalidad y en la posibilidad de apelar a la razón, sin convertirla en diosa. Creo en las posibilidades de la acción social significativa y en la política transformadora, sin que nos veamos necesariamente arrastrados hacia los rápidos mortales de las utopías absolutas. Creo en el poder liberador de la identidad, sin aceptar la necesidad de su individualización o su captura por el fundamentalismo. Y propongo la hipótesis de que todas las tendencias de cambio que constituyen nuestro nuevo y confuso mundo están emparentadas y que

podemos sacar sentido a su interrelación. Y, sí, creo, a pesar de una larga tradición de errores intelectuales a veces trágicos, que observar, analizar y teorizar es un modo de ayudar a construir un mundo diferente y mejor. Esperamos que efectivamente nos encontremos en un tiempo de regreso hacia una mayor fe en la razón y la solidaridad humanas -en las que parecen no creer algunos posmodernistas-, y una retirada del individualismo egoísta y fragmentador, que está en el centro de la fe en el mercado, de la religión secular llamada «neoliberalismo». En virtud del neoliberalismo dominante a nivel mundial, aterrizado en el pragmatismo prevaleciente en las escuelas de comunicación, con el posmodernismo, si no hegemónico, por lo menos «contaminante» -como una especie de trasfondo omnipresente- en el plano de la investigación, se dejaba relativamente poco espacio para el análisis crítico y el ejercicio de la «imaginación utópica». Nuevamente, recordamos que estos modelos han ido coexistiendo con los previos. Pero ha sido notorio un vaivén pendular entre un relativo predominio del pragmatismo acrítico y el de acercamientos críticos y emancipatorios. En cierto sentido, las tendencias han sido como un péndulo que se mueve, si se me permite la caricatura, de los «apocalípticos» a los «integrados» y viceversa (Eco 1975).14 Así, en el caso mexicano, por ejemplo Raúl Fuentes (1998) concluía en su tesis doctoral que había dos principales alternativas para la reestructuración del campo de la investigación académica de la comunicación: a) la «extensión de la ima-

ginación utópica», o b) la «recuperación del pragmatismo». Nosotros nos preguntamos si se trataría de dos opciones necesariamente opuestas e irreconciliables. Y nos contestamos que no: Finalmente, creemos que hay lugar en la historia y en el mundo para un «pragmatismo utópico», que crea en la necesidad y en la posibilidad de la invención de órdenes más justos, menos asimétricos socialmente de realidad, producidos a partir de la eficiencia y en los resultados de la actividad humana; con base en las posibilidades presentes y futuras de emancipación y sobrevivencia de nuestra especie (y, de pasada, de otras especies, y de la biodiversidad de nuestro planeta). Lo que llaman «desarrollo sustentable» no puede dejarse solamente a merced de las fuerzas del mercado. Pero, ya que reinan las economías de mercado en el mundo, sería bueno maximizar sus aspectosfactuales y doctrinarios- más positivos. Por ejemplo, la disciplina económica neoclásica valora de manera positiva la competencia, de frente a estructuras de mercado oligopólicas y monopólicas. Pues precisamente en tono con esta exigencia, hay que demandar competencia y diversidad en esos canales de visibilidad que son las industrias culturales contemporáneas. De frente al fundamentalismo del mercado y sus perniciosas consecuencias sociales, es indispensable recuperar el espíritu crítico, ético y moral, emancipatorio y utópico que caracterizó a la primera generación de investigadores latinoamericanos de la comunicación. El reto para la agenda es entonces una investigación autocrítica y reflexiva, que huya de cualquier fundamentalismo o maniqueísmo simplificador, y que al mismo tiempo reconozca

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ma y que tenemos más o menos que tomar al mundo tal como es, con todas sus barbaridades y limitaciones? Seguro que no. Casi lo último que necesitamos ahora es una suerte de «nuevo medievalismo», una confesión de impotencia frente a fuerzas más grandes que nosotros mismos. Vivimos en un mundo radicalmente dañado, para el cual se necesitan remedios radicales.

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los obstáculos para el pleno desarrollo humano y para la reproducción de la vida en el planeta y plantee opciones emancipatorias. De nuevo, ejercer un «pragmatismo utópico», que permita demostrar válido el aserto que se atribuye a Kurt Lewin de que «no hay nada más práctico que una buena teoría». MÚLTIPLES MARGINALIDADES Y DESVINCULACIONES Entre muchos otros factores, debido a la juventud de la profesión de comunicador, al igual que del campo de investigación de la comunicación, éste se encuentra en un cierto estado de desventaja e incomprensión, aún dentro del ámbito de las ciencias sociales. En este sentido, hace ya más de diez años, al analizar Raúl Fuentes y quien esto escribe las condiciones dentro de las cuales se hacía la investigación empírica en nuestro país, caímos en la cuenta de que estábamos en una situación de «triple marginalidad» (Fuentes Navarro y Sánchez Ruiz 1989). Es decir, que los datos mostraban que la investigación científica en general estaba marginada de las prioridades del desarrollo nacional, además de que en el plano cultural se le suele representar -ahora, como antes- estereotipadamente (Rodríguez 1977; Gutiérrez 1998). Aun hoy en día, mientras que Estados Unidos dedica 2.66% de su producto interno bruto (PIB) al gasto en ciencia y tecnología, en América Latina y el Caribe le destinamos el año 2000 en promedio apenas un poco más de medio punto porcentual (0.54%).15 Este es un primer grado de marginalidad. Entre las ciencias, una queja constante y tradicional es que las ciencias sociales y humanidades a su vez tie-

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nen menos peso en el reparto de presupuestos y en términos de poder y prestigio (ciencias «blandas» versus ciencias «duras»).16 Marginalidad de «segundo orden». Finalmente, en virtud de la juventud del campo, por problemas de identidad disciplinaria y otros más, algunos de los cuales acabamos de revisar, el campo de investigaciones en comunicación estaría a la vez en una situación de margi-nalidad entre las ciencias sociales (una especie de «hermanita menor» a la que se trata con-descendientemente). Tercera marginalidad. Como muestra un botón: Nuestro admirado Carlos Monsiváis describe con su usual ironía un «congreso de la comunicología aplicada», que tuvo lugar (imaginariamente, desde luego) en el Estadio Azteca (el más grande de México, con un cupo de alrededor de 100,000 personas): Los temas tratados son, y los cito en desorden: - Las relaciones incestuosas entre emisor y receptor. - Las concesiones para el funcionamiento de radioemisoras y su vínculo con la filosofía posmarxista. - Semiótica de lo subliminal (y no es por intensificarles la carga de adrenalina. - Las utopías radicales. De la ciudad del sol de Campanella y el pensamiento de Tomás Moro a la búsqueda de empleo para los egresados de universidades públicas. - Los clásicos de la comunicación y cómo hacer ver que uno los ha leído. - Análisis del capítulo 343 de La suerte de la fea la horrenda la desea, telenovela de moda. - Los signos de pesos y cómo decodificarlos (Monsiváis 2001, Pág. 19).

Aunque hay cientistas sociales que tienen ya una buena opinión del campo y de quienes lo poblamos, todavía hay percepciones estereotipadas y prejuiciosas que nos hacen ver como poco rigurosos e, incluso como en el ejemplo anterior, banales. Quienes solemos participar en comisiones de diverso tipo con investigadores de otros campos, lo experimentamos más directamente.17 Al cabo del tiempo fueron surgiendo otros «niveles» de marginalidad, pero uno fundamental se refiere a la poca articulación que ha existido entre la investigación académica de la comunicación y las profesiones de comunicador, incluyendo los medios. Este caso lo trataremos un poco más adelante, junto con otras «desvinculaciones». En el caso de la original «triple marginalidad», desde luego que poco podemos hacer directamente para superar las dos primeras, porque son de un orden estructural cada vez mayor. Sin embargo, no es imposible remontarlas si comenzamos por los retos que supone generar una identidad científica que reciba respeto por los pares de otros campos y disciplinas sociales y humanísticas. Esto comenzará mostrando en el trabajo académico y científico, solidez académica y científica (valga la redundancia). El uso del pragmatismo utópico al que invitamos en páginas anteriores, por otro lado, haría más socialmente pertinente nuestro trabajo y sus productos, con lo que, además, ayudaríamos a resolver una parte de los problemas que enseguida comentaré de «desvinculación múltiple». Ya desde los años ochenta, colegas como Raúl Trejo (1988) comentaban la poca articulación


ð Entre enseñanza e investigación; ð entre investigación y campos profesionales; ð entre enseñanza y campos profesionales; ð entre investigación básica e investigación aplicada. Este es otro tema para la agenda de nuestro campo académico: Generar las pertinencias mutuas y correspondencias entre todos estos subcampos. Solamente voy a enumerar algunas interacciones posibles que considero pertinentes: ð Los investigadores académicos efectivamente hacen investigación empírica, aunque no necesariamente dejen de producir teoría. La investigación empírica es la forma primordial de ligar las pesquisas con la realidad. De esta manera, de hecho interactúan con los sujetos sociales (comunicadores, decisores, públicos usuarios y receptores), en tanto informantes. Los investigadores, eventualmente, «regresan» a aquellos sus hallazgos de investigación. ð Los investigadores «básicos» nos beneficiamos de los resultados de indagaciones «aplicadas», que suelen ser muy puntuales y realizadas con corrección técnica (a veces, ya quisiéramos contar con los tan despreciados ratings). Tales resultados puntuales se enmarcarían

en argumentaciones explicativas o interpretativas más amplias. ð Los investigadores «aplicados» acuden a teoría y a hallazgos empíricos de la investigación «básica», para enriquecer y contextuar las interpretaciones a sus propios descubrimiento (mejorando en extensión y/o profundidad las recomendaciones al cliente). ð Los profesionales de la comunicación se informan y actualizan, leyendo la producción académica de los investigadores «básicos». No todas las teorías y hallazgos de investigación son inmediatamente aplicables, pero en principio, la acción críticamente informada puede ser más efectiva («nada más práctico que una buena teoría»). ð Los docentes de escuelas, facultades y departamentos de comunicación se informan y actualizan, leyendo la producción y los datos de la investigación básica, tanto como la aplicada (cuando ésta está disponible). La enseñanza de las profesiones entonces adquiere mayor pertinencia con respecto a la realidad concreta que constituye el ámbito de inter vención de los comunicadores profesionales. ð Los comunicadores y decisores en los medios efectivamente hacen uso de la investigación aplicada. En principio, más allá de los simples índices de audiencia. En virtud de su aprendizaje universitario (donde llevaron por ejemplo clases de metodología de investigación), aquellos -se supone- tienen el conocimiento suficiente para leer críti-camente la información producida (por ejemplo, para juzgar la idoneidad de los métodos y técnicas utilizados, su rigor, validez, confiabilidad, etc.).

ð El investigador académico es consultor del comunicador y/o del consultor y/o de quien establece políticas públicas en el campo y/o de usuarios, receptores o público (por ejemplo, en ONGs.). La investigación realizada contribuye a resolver problemas inmediatos, pero también a generar bases de datos e informaciones puntuales que eventualmente también auxilian en la construcción de teoría o de conocimiento (comprensión, explicación). En el caso de las vinculaciones con las profesiones y los polos de decisión (tanto públicos como privados) en todo caso habría que hacer la precisión de que no es lo mismo el interés de una empresa que por ejemplo el del desarrollo de todo un sector o una rama (una cosa es el interés de Televisa, y otra el interés de que se desarrolle un sector audiovisual, pujante y competitivo en México; de hecho, esto último puede ser en contra de la empresa, si detenta poder monopólico u oligopólico, como es de hecho el caso). Entonces, dejemos la investigación privada para la empresa privada. Si acaso, podría haber una división del trabajo, aunque no absoluta, para que la Institución pública de investigación se encargue principalmente de aspectos referidos a políticas públicas, por ejemplo, y no olvidar que favorecer el interés privado no implica, beneficiar el bien común. Por lo menos, que las vinculaciones directas con los otros sectores surjan a partir de la actividad fundamental de producción de conocimiento, o investigación básica. Pero hay otro aspecto que no hay que olvidar tampoco. Nuestras sociedades siguen siendo profundamente injustas y desiguales.

E. Sánchez Ruiz

que había entre la enseñanza y la investigación en las escuelas de comunicación. Este ha sido un tema al que por ejemplo Felafacs le ha dedicado muchos recursos y esfuerzo. Pero resulta que el campo académico sostiene una serie de tensiones que se originan en una múltiple desvinculación:

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Merino, 1974). Otros de los diagnósticos pioneros fueron fruto del trabajo de Luis Ramiro Beltrán y se encuentran reunidas en Beltrán (2000). Una muestra de trabajos de esta naturaleza es, para México, Fuentes (1988; 1996); para el caso Argentino, Rivera (1987: 1997); en Brasil, la Intercom (Sociedade Brasileira de Estudos Interdisciplinares da Comunicação) publica con regularidad este tipo de revisiones. Ver también Orozco Gómez (1997) y Torrico (1999). 3. La cual, a su vez, se puede considerar una «interdisciplina», entre

NOTAS

La investigación y el entorno social

Solamente una postura más plural y tolerante, más autocrítica y reflexiva, utópica pero también realista, nos puede conducir a que el conocimiento que generemos sea útil socialmente, productivo en lo científico y generador a la vez de alternativas viables a ese principio de realidad que hace que nuestros países sigan siendo tan asimétricos, tan inexcusable e inmoralmente injustos.

1. De ahí que algunas de las propuestas de grandes síntesis de, por ejemplo la sociología, acudan a la comunicación como una categoría privilegiada en sus modelos (por ejemplo: Luhmann, 1991; Habermas, 1989). Pero, finalmente, ninguno de ellos reduce lo histórico-social o lo humano a la comunicación, proponiendo una teoría (social) «de la comunicación»; ni siquiera Jurgen Habermas, que tanto énfasis hace en la misma. De cualquier forma, no hay que olvidar el intento «globalizante» de la cibernética, que tenía grandes pretensiones epistemológicas (Wiener, 1960), de donde se derivó (reduciendo pretensiones), por ejemplo toda una propuesta de una teoría psicológica basada en la comunicación (Ruesch y Bateson, 1965; Watzlawick et al, 1971; Bateson et al, 1982). En este caso, la comunicación sería el fundamento de una disciplina, cuyo estatuto epistemológico ya está bastante acreditado, como es la propia psicología. 2. Al parecer las primeras revisiones que se hicieron, a principios de los años setenta, se originaron en CIESPAL, en preparación para un célebre seminario que tuvo lugar en Costa Rica en 1973 (CIESPAL, 1973;

diálogos de la

comunicación

economía y (ciencia) política. Dentro de esta interdisciplina se pueden ubicar también todos los estudios que tratan con cuestiones de políticas públicas (de políticas de comunicación, de cultura, audiovisual, cinematográfica, etc.). 4. «La comunicación, naturalmente, no se ha convertido en una disciplina académica, como la física o la economía; pero sí ha alcanzado a ser un campo animado de investigación y teoría. Es una de las más activas encrucijadas en el estudio del comportamiento humano, lo cual es comprensible, ya que la comunicación es un proceso -quizá el proceso- social fundamental. (...) Ha sido una encrucijada académica por la cual han pasado muchos, pero pocos se han detenido» (Schramm, 1973: 12). En todo caso, hoy podríamos corregir la última parte de la cita, en la medida en que, especialmente en Estados Unidos -lugar de referencia del aserto de Schramm-, los congresos de las diversas asociaciones académicas de comunicación suelen reunir cada vez a varios cientos, si no miles, de estudiosos, que difícilmente están de paso por el área. Un aspecto que creo importante resaltar es que, al hacer el recuento de la «investigación de la comunicación» en Estados Unidos, Schramm de hecho se refería casi

únicamente a la investigación sobre medios de difusión. 5. Aunque entendemos que la propuesta de Fuentes va más allá, en el sentido de substituir todas las disciplinas por una sola, «ciencia social», que nos recuerda las pretensiones «imperialistas» en su momento, del materialismo histórico. Por otra parte, dice un crítico del campo: «El caso de la comunicología es una muestra de las confusiones a que puede llevar la desformalización cuando previamente no se ha pasado por períodos e instancias de formalización... Esto es lo que sucede con aquellos que practican el posestructuralismo (caso deconstrucción) sin haber pasado previamente por la constitución sistemática de aquel logos al cual esos discursos se oponen. Sólo cabe deconstruir lo previamente construido (Follari 2000, Pág. 1). 6. Por ejemplo, Jurgen Habermas propone en términos éticos la constitución de identidades postnacionales «universalistas» que superen los particularismos que han provocado xenofobias, guerras, genocidio, etc. (Alemania nazi). De ahí, hay quienes toman el planteamiento ético y lo convierten en descriptivo. Pero las encuestas de Eurobarómetro demuestran que la mayoría de los europeos no han leído a Habermas. Una cosa es declarar muertas las identidades nacionales y darlas por «substituidas» por «identidades postnacionales», y otra muy diferente es demostrar que este es ya el caso (Ver Sánchez Ruiz 2002). 7. Ver, por ejemplo, Sayer (1999). Una crítica interesante, desde un punto de vista «conservador», en Menand (2001). La dificultad del tema se demuestra por el hecho de que, por ejemplo, Raúl Fuentes (op. cit.) propone una fundamentación de la posdiscipli-


años. Una defensa de la profesión de investigador científico, en Verón (s/f).

8. De una manera bastante poco estricta, usamos «campo» en el sentido de Pierre Bourdieu (2000), como «espacios estructurados de posiciones» (p.112). El campo académico del que hablamos nosotros equivaldría en líneas generales al «campo científico» de Bourdieu (ibid.).

13. Una descripción muy interesante de éstas bajo el nombre de «comunicación productiva» (aunque

más claramente, el investigador de la comunicación): en tanto seres humanos, todos somos comunicadores; sin embargo, pocos tienen las habilidades y competencias adquiridas y desarrolladas para ser comunicadores profesionales. Mucho menos son comunicólogos, en el sentido de analistas (académicos o no académicos) especializados en comunicación (los medios, las tecnologías, las redes, los contenidos, etc.); bastantes menos son investigadores científicos (en el sentido más o menos «duro», por ejemplo, de ciencias sociales, aunque también aquí se incluirían los investigadores desde las humanidades). Muy pocos de todos aquellos son buenos comunicadores y buenos comunicólogos (rigurosos, con fundamentos empíricos y teóricos, etc.). La carrera de un investigador, que tiene ya como requisito haber cursado un posgrado (y de preferencia, un doctorado) se suele comenzar con una escolaridad de unos 25

11. Fuentes (1998) los llama «modelos fundacionales».

17. Ver un diagnóstico no tan prejuicioso de un sociólogo, que propone retos impor tantes en Follari (2000).

12. Ver, por ejemplo, Pasquali (1998).

personalmente no entiendo si el trabajo en los medios y otros ámbitos es «improductivo»), está en Islas, Gutiérrez y CamposGarrido (2002). 14. Digo caricatura en el sentido de que hay una enorme simplificación. Considero que los «apocalípticos» y los «integrados» de Eco son una suerte de «tipos ideales», construidos un tanto exageradamente para facilitar el análisis, no es que piense que el análisis de Umberto Eco sea simple. También cabe aclarar que lo del «movimiento pendular» también es una sobresimplificación, pues en todo caso, por ejemplo el modelo humanista era intermedio y comentamos antes que propiciaba la crítica y la ideación utópica. 15. Lo cual va desde una inversión de 0.87% del PIB por parte de Brasil en 1999, o un 82% por Cuba en 2000, hasta 0.08% en Ecuador y El Salvador también en años recientes (RICYT 2002). Ver Saldaña (1987); Schoijet (1991); Cereijido (1997); De la Peña (2002). 16. Por ejemplo, en el caso mexicano, solamente después de una lucha de muchos años en el Sistema Nacional de Investigadores (sistema de estímulos a los investigadores por parte del gobierno federal) se ha comenzado a evaluar a los científi-

BIBLIOGRAFÍA

9. Yo respeto pero no comparto la opinión de quienes piensan que es banal la diferenciación entre el comunicador y el comunicólogo (o,

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E. Sánchez Ruiz

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diálogos de la

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J.Protzel

Javier Protzel

Los cines de AméricaLatina frente a los rigores del cinema único

Profesor principal e investigador en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima, Perú. Presidente del Consejo Nacional de Cinematografía del Perú E-mail: jprotzel@correo.ulima.edu.pe

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Protzel Javier

Los cines de América Latina

INTRODUCCIÓN

CINE AMERICANO Y MODERNIDAD

Llamar al cine el arte del siglo XX no es ponerlo por encima de la música, la pintura o la novela, pues comparaciones de ese tipo son un despropósito. En cambio, sí puede decirse que tipifica bien al siglo pasado, pues antes no existía, y no sabemos a ciencia cierta que ocurrirá en unas dos décadas con los dispositivos de espectáculo a medida que se perfeccionen las tecnologías de interfaz. Pero aquí y ahora, el cine sigue siendo una invención que como ninguna antes ha permitido circular cantidades inmensas de relatos dirigidos a públicos aún más innumerables y diversos en toda la vastedad del planeta. Para nuestro propósito de ubicar al cine latinoamericano en los flujos cinematográficos mundializados, deben resaltarse inicialmente algunos

La preponderancia indiscutible del cine norteamericano lleva casi obligatoriamente a preguntarse si estamos viviendo en materia cultural un proceso de americanización antes bien que de globalización. La magnitud de los recursos financieros, técnológicos y comerciales de esta cinematografía lo mantienen en el primer lugar en ingresos y difusión mundial, y resulta obvio que la densificación de las redes de la sociedad de información, aumenta su cuota en los mercados, explicándose además por el fuerte peso del box-office extranjero en los ingresos de las grandes empresas de la Motion Pictures Association. Como botón de muestra, Titanic (1997) que recaudó más de 600 millones de dólares en Estados Unidos y Canadá, logró 1.234 millones en el

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de los rasgos que provocaron su explosiva expansión: el efecto icónico casi mágico de la imagen fotográfica en movimiento, de una inimaginable similitud con lo real en sus tiempos de aparición, incluso la generada con los antiguos materiales de impresión; la popularización y multiplicación de temas y géneros narrativos, equivalente a un encuentro masivo de la historicidad con la intimidad, conectando aconteceres colectivos y vidas privadas; el desanclaje acelerado de la imaginación con respecto a sus referentes simbólicos locales o nativos, atraida por lo diferente; y la rápida construcción de industrias, entre las cuales la más poderosa sigue siendo, hoy como nunca, la manifestación de la hegemonía planetaria de los Estados Unidos. Es lo último lo que nos interesa.

comunicación

resto del mundo. Puede estimarse que Estados Unidos controla un poco menos de la mitad del mercado mundial, que en 1999 pasaba los 210 billones de dólares, lo que se ilustra en el número de sus espectadores, equivalente al 73% del total de boletos vendidos en Europa en el 2000, y al 61% en el Japón. Los títulos americanos estrenados en Italia pasó del 51 al 67% del total de 1970 a 1994; en Francia del 32 al 77% de 1980 a 1995, mientras en la mayor parte de América Latina supera el 80%.1 Pero es sobre todo el magnetismo conjunto de los tratamientos temáticos, divas y divos del star system y efectos especiales de las grandes producciones los que hacen patente su supremacía: mientras los críticos hablan de la identidad cultural, el gran público prefiere ver Harry Potter. Aunque esto se explique por el virtual oligopolio de la distribución de las empresas de la MPA en muchos países, por las millonarias campañas de lanzamiento y el negocio de productos derivados (cross selling) que las acompaña, así como por la sinergia con otros soportes y formas de exhibición (vídeo, DVD, televisión por cable), queda en suspenso por qué seducen tanto. Probablemente el cine americano ha fundado su propia tradición más allá de sus fronteras tempranamente, hace casi un siglo, lo cual le dio una vocación muy diferente de aquellos otros que, pese a sus prometedores inicios, no lograron consolidar esa expansión. Éstas y las cinematografías menores tuvieron que construirse ya sea tomando a la americana como referencia, ya sea compitiendo contra ella, o bien aislándose, pero siempre de acuerdo a decursos históricos y culturales particulares. No


Un vasto público internacional ya idolatraba a Mary Pickford y a Rodolfo Valentino o se reía con Chaplin al mismo tiempo que otras cinematografías se dedicaban a fortalecer el orgullo nacional, ilustrando en la pantalla sus respectivas tradiciones y en cierto modo reinventándolas. Se establecía una diferencia cualitativa entre el cine americano y los otros, consistente, por un lado, en su capacidad de universalizar géneros, estilos y estrellas a partir de sus referentes particulares, como la épica de los cowboys (el mito del vaquero de Tejas o Arizona es más conocido para muchos peruanos o brasileños que el de Puno o Rio Grande do Sul), y por otro, tematizar cualquier lugar y época en sus narraciones (cualquier Moisés de Cecil B. de Mille, cualquier asalto naval de piratas ingleses a un bajel español, Richard Burton o Marlon Brando como Marco Antonio en la antigüedad romana, o más recientemente, Russell Crowe en Gladiator). La vocación transnacional del cine americano es innegable, pero no precisamente por la capacidad de sus empresas o el poderío de Washington, sino por la singular y temprana relación que en ese país se estableció entre industria cultural, nación y modernidad. Debe repararse en que la voluminosa migración ultramarina que llegaba hace un siglo a ese país en busca de mejores oportunidades aceptaba fácilmente innovaciones poco o nada relacionadas con tradicio-

nes que además podían serle ajenas. Más aún, la productividad de su agricultura extensiva y las altas tasas de formación de capital en las ciudades permitían que estos nuevos actores sociales alcanzasen en lapsos cortos niveles de vida comparativamente cómodos. Hubo dos elementos inéditos en ello. Un frecuente desfase entre niveles educativos e ingreso (mayor, sobre todo distinto al de la Europa clasista que dejaban), lo cual aflojaba los términos de la relación élite-masas,3 y consecuentemente, la débil irradiación del capital simbólico, de la «alta cultura» ultratlántica. Además, esa libertad frente a la tradición formaba parte también de una mentalidad que privilegiaba lo funcional y accesible a todos; tanto más si la economía debía satisfacer una demanda multicultural al menor costo. De ahí que los principios de gestión capitalista eficaz que rigieron la producción seriada, bien llamada fordista, se orientasen simultánea y democráticamente4 a todo un universo de bienes materiales y simbólicos cuyo atractivo radicaba en su simplicidad, sus connotaciones de igualitarismo e independencia personal, así como sus escasas referencias al pasado: por ejemplo, vestimenta (blue jeans), alimentación (hamburguesas, gaseosas), vivienda (artefactos electrodomésticos.

HOLLYWOOD Y LOS OTROS Dentro de ese marco, este cine se construyó menos por afirmar una identidad nacional preexistente que por inventarse a sí mismo como relato identitario, dirigido a públicos tan variados como lo era el melting pot (crisol) étnico-cultural norteamericano. Por ello, el proyecto y los

héroes modernos, claramente individuados, que lo fueron caracterizando no se derivaban sólo de afinidades temáticas con los públicos. Más bien, la naciente industria debió adoptar los principios de la funcionalidad y de la producción a gran escala para facilitar el acceso igualitario y a bajo costo, de modo que los guiones satisfacieran los gustos de un gran público genérico. Lo cual conducía a esquematizar, a homogeneizar y a buscar fórmulas comercialmente seguras, teniendo como resultado la rigidez estilística de los géneros y la clara diferenciación de cada uno respecto a los otros. Lejos de ser un defecto, esto venía a ser la condición que le daba personalidad artística a un cine nacional ajeno al afán etnográfico de documentar un referente «auténtico», pero sí -al contrario- capaz de elaborar mitos que no remitían a lo «real» exterior sino a sí mismos como géneros fílmicos que expresaban ensoña-ciones y conflictos. Por lo tanto, ubicaban al espectador dentro de un universo simbólico nuevo, poco nutrido de raíces históricas, haciendo de la frecuentación de las salas un ritual de pertenencia colectiva, si seguimos el razonamiento de Douglas e Isherwood sobre el consumo.5 De ello se desprenden dos consecuencias. Primero, que las mismas características que popularizaron al cine americano dentro de sus fronteras fueron las que le permitieron trascenderlas. Al perder el gigantesco imperio francés Pathé-Frères su condición de productor dominante6 durante la Primera Guerra Mundial, Hollywood se afianzó en los mercados exteriores. En segundo lugar, incursionó más adelante en temáticas ajenas a las americanas. No se trata del antecedente de una película como

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obstante, el cine americano ocupó prácticamente desde la segunda década del siglo el lugar central en la naciente memoria internacional popular, tomando prestada la expresión de Renato Ortiz2.

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Intolerance de D.W. Griffith (1916), superproducción que fracasó por su carga de denuncia, sino de diversos géneros de «reconstrucción» histórica o cultural que en realidad fueron (son) elaboraciones míticas a la medida del público, sobre todo el americano. El magnetismo de las historias de gangsters, viajeros interplanetarios o príncipes medievales se ha debido sobre todo a la agilidad de los géneros y a la fuerte tipificación de los personajes más que al referente mismo. El ritmo de la acción dado por el montaje de espacios y tiempos discontinuos en rápida sucesión y la conversión de rostros y cuerpos en arquetipos le confirieron a los géneros californianos unas cualidades mitogénicas -usando el neologismo de Román Gubern7- que estimularon la imaginación de buena parte del planeta. Si cada cinematografía nacional o regional ha correspondido a rasgos económicos y culturales específicos, la americana sería sin duda abierta y expansiva, en contraste con otras que configuran «modelos» distintos. La clausura puede responder simplemente a razones lingüístico-culturales como lo fue en parte en el Japón, cuya producción data también de hace casi cien años, superando las 800 películas anuales durante los años 20, descendiendo a alrededor de 300 en los 80, lo que se prolonga hasta la actualidad con los 281 largometrajes de 2001.8 La ajenidad con respecto a los cines occidentales es también el caso de la India. Su topografía y gran diversidad lingüística impidieron el desarrollo de una televisión nacional, favoreciéndose en cambio industrias fílmicas en Bombay, Calcuta y Madrás. En 1965 la producción hindú supe-

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raba los 320 títulos, casi el doble de la americana de ese entonces. Actualmente es el primer productor mundial con un promedio de 839 largometrajes entre 1989 y 1999.9 A Rusia habría que ubicarla en otro «modelo», pues desde tiempos de Lenin sostuvo un proyecto de cine socialista y nacional, si cabe el término, dado el dominio imperial de ese país sobre los otros de la entonces Unión Soviética. Subrayemos que la industria no fue una innovación del comunismo, pues se calcula que entre 1914 y 1917 se estrenaron más de 1,000 películas rusas en un estimado de 3,000 salas.10 El bloqueo comercial a la URSS, la devastación de su infraestructura durante la Segunda guerra mundial, pero sobre todo el carácter doctrinario y didáctico de esta cinematografía la singularizan por su aislamiento de los flujos de distribución, pese a su parentesco artístico con Europa occidental, y a las influencias aportadas por cineastas soviéticos geniales como Eisenstein y Kozintsev, y las recibidas de Estados Unidos e Italia. Después del desmoronamiento de la URSS, la producción rusa ha disminuido considerablemente. La UNESCO consigna un promedio anual de apenas 46 filmes durante la última década.11 Qué duda cabe sobre qué cine reemplaza al del antiguo régimen. Los escaparates de Moscú y San Petersburgo no dejan de anunciar los últimos éxitos de Stallone, Sandra Bullock o Brad Pitt. Ansiosa americanización que, iniciado ya el nuevo siglo, muestra la hegemonía comercial de Hollywood como un hecho incontrovertible. Frente a ello, la ilusión de su universalidad plantea una discusión que no puede

ser estrechada en América Latina limitándola a la vieja teoría del imperialismo cultural. La evolución del audiovisual durante los últimos veinte años, sobre todo merced a los cambios tecnológicos, ha desplazado los términos de aquello que muchos asumieron ideológicamente como lucha identitaria. En muchos países la defensa y la creación de cines nacionales se había sostenido en la esperanza de alcanzar una producción estable de largometrajes para abastecer por lo menos una porción importante de cada mercado interno, desplazando a una parte de los importados. Tanto las cinematografías europeas occidentales como las latinoamericanas, cuyos mercados habían sido protegidos por barreras culturales hasta los años 50, debieron tarde o temprano adoptar políticas de fomento y subsidio para resistir frente a las distribuidoras del Film Board, alineándose con las de Europa central y recibiendo a menudo el beneplácito de la URSS. Trátese de la nouvelle vague francesa o del cinema novo brasileño, las vanguardias fílmicas de postguerra apostaron por una expresión al mismo tiempo autoral, de lenguaje innovador, pero siempre con mirada y sabor propios. En esa medida, las industrias europeas y latinoamericanas padecen dificultades semejantes, pese a historias, recursos y públicos diferentes. Si hablásemos de «modelos» distintos en una y otra región, se aproximarían por contar ambos con públicos sensibles por distintas razones- a los encantos del Tío Sam, y en muchos casos por el obstáculo que genera la pequeñez de sus mercados internos, a diferencia de los mencionados anteriormente. Pero cuando analizamos la posi-


LAS DIFICULTADES DE LOS CINES DE AMÉRICA LATINA En primer lugar, y a diferencia de los europeos, la significación de los «cines nacionales» del continente ha sido muy distinta a la del otro lado del Atlántico. Campos cinematográficos como el italiano o el francés se han caracterizado por su autonomía, su continuidad y su alcance nacional. No se discute la representatividad de un Renoir o de un Fellini, precisamente personajes nacionales. En cambio, las inmensas distancias sociales que aislaron a buena parte de las élites intelectuales, principalmente a principios del siglo XX, configuraron de un modo distinto los campos cinematográficos. Pese a los inicios tempranos del cine continental y a una nutrida producción muda en Rio, México y Buenos Aires12 que frecuentemente imitaba la producción del hemisferio norte, no fue hasta los años 30 y más adelante, según el país, que el campo cinematográfico alcanzó el grado de autonomía de otros, como el literario o el pictórico. En la modernidad periférica latinoamericana, tomando prestado el título de Beatriz Sarlo, lo que era factible en el caso de la literatura o la música de cenáculo cosmopolita, se complicaba en el del cine. Bajo distintas versiones, las experiencias brasileña y argentina, estudiadas por Renato Ortiz y Beatriz Sarlo13 se repitieron en los casos de otros países del continente, salvo en el México de cier-

tos momentos, y más adelante, Cuba. Cara a la oferta americana, producir cine significaba salir del círculo elitista e invertir mucho dinero e intentar acortar unas brechas culturales más amplias que las existentes en otras regiones, recogiendo el acervo popular al mismo tiempo que construyendo una estética propia. Esto llevó muchas veces a substituir la producción californiana con mediocres imitaciones locales, a transladar éxitos musicales radiales, o bien a quedarse en un folklorismo intrascendente. Pese a las dificultades que los cines latinoamericanos han tenido para legitimarse como bienes culturales, es innegable que los movimientos culturales desencadenados al calor de los Estados populistas le dieron sedimento a las industrias que afirmaban una identidad nacional acaso reinventada pero percibida como propia. 14 En tal sentido, cabe referirse brevemente a México, Brasil y Argentina. Durante y con el apoyo de la presidencia de Lázaro Cárdenas se lanzó una gran industria, que aún antes del éxito notable de Allá en el Rancho Grande (1937) afirmaba un fuerte sentimiento nacionalista. Películas de orientación agrarista como Vámonos con Pancho Villa, o nostálgicas como En tiempos de Don Porfirio, realizadores como Emilio Fernández, y actores como Cantinflas y Pedro Infante gestaron imaginarios populares que se convertirían en identificadores continentales.15 No obstante, no puede dejar de tomarse en cuenta que ese periodo de crecimiento, llamado de «los años de oro» (los 40) se debió también a la vigorosa protección estatal al cine, así como a la liberación de las pantallas mexica-

nas, por el recorte de la producción americana debido a la guerra. Lo que debe destacarse aquí es el carácter eminentemente popular y la fuerte tipificación localista de los géneros producidos, aunque pese a ello, la industria guardase cierta simetría con la de Hollywood (star system, estudios, géneros estereotipados). Esto dejaba además poco margen a la producción vanguardista, obligaba a subsumirse en el melodrama masivo o a sublimar el género hasta sus extremos, como en los filmes de Emilio Fernández. En los años 50 la producción mexicana aumentó: más de 1,000 largometrajes, contra 587 españoles, 352 argentinos, y 281 brasileños.16 Pero con esa prosperidad de la postguerra vendría también la massmediación americana, no sólo cinematográfica, sino musical y televisiva, con la mutación de gustos consiguiente, el desvanecimiento de la emblemática de «los años de oro» y una pérdida de calidad. Al acentuarse la crisis -de la que habría que excluir fogonazos como los de Gavaldón, Buñuel en su periodo mexicano, Velo (español también) o Alcoriza- la industria quedó virtualmente desmantelada. Desde los 70 el cine mexicano se propuso resurgir con obras de corte crítico, con referentes y públicos nuevos, y a contrapelo del cine americano. Las películas postpopulistas de Ripstein o Hermosillo son el precedente inmediato de realizadores como Springall o Gonzales Iñárritu. De modo equivalente, la generación brasileña del cinema novo de Pereira dos Santos, Glauber Rocha y Diegues es posterior al periodo de las parodias populares o chanchadas y del cine na-

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ción de los cines de América Latina hay tres asuntos que por serle característicos es insoslayable abordar: la autonomía del campo cinematográfico, la relación con la televisión y el descentramiento del sujeto cultural.

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cionalista de cangaçeiros. El Brasil ilustra cómo el apoyo estatal es necesario, pero no suficiente. Pese a que la cuota de pantalla se instituyó en este país tempranamente (1932) no se logró hasta los años 50 un cine de mayor calidad, pese a la mentalidad industrialista de los productores paulistas, a la «reserva de mercado» y a la voluntad de expresar la realidad nacional. 17 En cambio, sin «edad de oro» comercial, el cinema novo es una piedra angular de la historia del cine latinoamericano. Los cineastas de este movimiento no contaron con ayuda pública (años de dictadura), pero tampoco atrajeron públicos numerosos, limitándose a plateas de clase media intelectualizada. Posteriormente, la intervención pública a través de la poderosa Embrafilme favoreció el relanzamiento de la producción con resultados muy desiguales, desde pornochanchadas e imitaciones del terror americano, hasta Doña Flor e seus dois maridos de Bruno Barreto. De los 32 largometrajes de 1963, se pasó a 101 en 1978,18 con un promedio de 86 entre 1988 y 1999 según la UNESCO. La industria argentina es comparable, aunque ésta despegó en los años 30 impulsada por capitales privados acumulados en un proceso de industrialización comparativamente temprano. Sin duda la sostuvo el atractivo que ejercía sobre el inmenso público nacional su propio reflejo en la pantalla, como señala Getino19, y aunque compitió casi de igual a igual con la mexicana durante los años 40, sólo contó con protección estatal durante el régimen de Juan Domingo Perón, pero sin resultados notables. Muerto Perón, la producción tomó mucho tiempo en recuperarse, perdiendo el lugar que ha-

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bía ocupado en épocas anteriores, ocupado por México. Figuras importantes como Torre Nilsson, Lautaro Murúa, Bemberg y Solanas jalonaron un periodo de restricción de casi 20 años, hasta que la conjunción de bonanza económica, libertad y ayuda estatal permitieron un relanzamiento. A partir de los 90 los nuevos realizadores que se dan a conocer como Subiela, Bielinski y Campanella,20 junto a brasileños como Walter Salles Jr. o José Araújo, y muchos otros, deben trabajar ahora en un cine que ya no corresponde a los referentes nacionales de sus predecesores ni de sus públicos.

TELEVISIÓN Y NARRACIÓN La legitimidad de los campos cinematográficos se ha replanteado a partir del auge de la televisión. Las crisis de las industrias mexicana y argentina guardaron paralelismo con el aumento de las audiencias televisivas, en particular con el consumo de los géneros de mayor demanda: la telenovela y la comedia popular, convirténdose en características del paisaje audiovisual del continente. Por ejemplo, actualmente México produce sólo unos 10 largometrajes anuales, mientras el gigante Televisa exporta sus telenovelas a 89 países, un equivalente a más de 1,000 horas anuales de ficción, por un valor aproximado de 100 millones de dólares, según estima Daniel Mato para 1997.21 En el Brasil, donde la producción fílmica mantuvo su nivel, la chanchada (género cómico) emigró a la televisión hace 30 años, mientras el melodrama se fortalece por las telenovelas, cuyo «modelo Globo de calidad», le sigue aportando mucho público a las cintas protagonizadas por sus

actores y actrices más populares22. Además, estas películas recaudan una parte considerable de su ingreso por su emisión televisiva, cuyo número de espectadores puede superar al de las salas (cita Getino, Fadul, Sodre). La disminución de públicos y salas ha sido muy clara hasta mediados de la década pasada: de 1970 a 1995 los públicos mexicanos disminuyeron de 253 a 63 millones; en Argentina, de casi 60 a menos de 8 millones de 1970 a 1992; en Venezuela la caída es de 45 a 18 de 1980 a 1993, y en Chile de 57 a 8 entre 1970 y 1993. Sin embargo es mejor no generalizar, pues en realidades tan disímiles como las de Cuba y de Estados Unidos el boletaje cinematográfico ha aumentado. Esto forma parte de una recomposición de relaciones entre los medios audiovisuales, cuyo proceso es ahora de una diferenciación prácticamente continua de formatos y de combinaciones entre géneros, en un marco de mercados desrregulados e intensa competitividad.23 Al respecto es útil la comparación con la telenovela, por ser el género de mayor consumo. Por un lado, la fragmentación del discurso inherente a la recepción televisiva24 (interrupciones del espectador, zapping, publicidad) se contrapone al aislamiento del espectáculo en sala. Además debe prestarse atención al contraste de sus estructuras narrativas y condiciones de producción con las del cine. Es cierto que la exportación de telenovelas no conduce necesariamente a la homogeneización de las narraciones en función de los múltiples países a los que se le destina. Pero es igualmente innegable que la estereotipia de los


La vocación del cine ha variado con estos modos de ver distintos, configurados más por el marco social de uso de la tecnología que por la tecnología misma. Para las mayorías populares, la televisión, en particular la de señal abierta, tomó a su cargo la creación de referentes simbólicos de pertenencia y el modelaje de conductas modernas, incluyendo telenovelas, talk shows y programas cómicos. Esto ha significado el relevo de los antiguos cines nacionales populistas y sus sucedáneos en ese rol, desempeñado en otras épocas en espacios audiovisuales más ralos y más ligados al territorio (las salas), vale decir a unas culturas urbanas con menos imágenes y más comunicación en las calles. Pero por otro lado, esa sensibilidad lacrimosa del melodrama latino migró hace décadas del cine a la televisión, donde acaso encontró un dispositivo de recepción más adecuado a la carga de oralidad de los receptores, como si hubiese sobrevivido cierto destiempo constitutivo entre las condiciones de producción del relato audiovisual en las industrias hegmónicas y las de recepción en la mayoría de las audiencias de América Latina.

Jesús Martín Barbero relaciona la abundancia de formatos con cierto menoscabo contemporáneo de la narración.25 La narrativa puede asociarse con la importancia de la temporalidad en tanto dimensión de la experiencia humana, que textualiza su profundidad y la expresa como trayecto recorrido por un mismo sujeto. En esa medida, la crisis de la narración implica una pérdida de esa profundidad (o metafóricamente, de esa tridimensionalidad) a favor de un achatamiento de la experiencia, limitada al aquí y ahora. Pero el predominio de los microrrelatos resultante, su permanente reciclamiento, el reemplazo de lo velozmente obsoleto por lo efímeramente nuevo, no es algo nuevo en la industria cultural, salvo quizá la duración de los ciclos.26 Lo que sí es inédito es su proliferación bajo múltiples soportes y formatos y su circulación en flujos desterritorializados, así como la incalculable variedad de gramáticas de producción audiovisual inventadas, usadas y luego desechadas, cuyo sentido muchas veces se agota en el mero juego operativo y efectista. En cambio, la cinematografía de largo metraje todavía es, dentro del complicado universo de la circulación de imágenes, lo que mejor se adecua a la narración; es capaz de despertar al sujeto a su memoria, abrirlo a sus mitos y ubicarlo en su tiempo. La vocación del cine ya no estriba por lo tanto en la incorporación del sujeto a la modernidad, sino en su potencial de estetizar algo particular, si por la raiz griega de ese término entendemos provocar la contemplación en el espectador, inducirle como vivencia sensible lo que la mirada fílmica ha descubierto de extraordinario en aquello que, fuera del arte, se hallaba escondido en lo banal.

AMÉRICA LATINA EN LA GLOBALIZACIÓN Lo planteado significaría desplazar la visión de un cine de la cantidad hacia uno de la calidad, lo que, como bien sabemos, es sumamente difícil, un desafío a la débil producción del continente. Frente al cine americano, cuyos modos de contar, su lengua y sus mitos tienden más que nunca a universalizarse -y al margen de la admiración por las películas que siempre ofreciólos cines latinoamericanos podrían basar su legitimidad en producciones que articulen la diversidad cultural y los modos de narrar propios con el espacio audiovisual global. Con la crisis de la producción de largometrajes, que también hace estragos en las cinematografías europeas, resulta ilusorio creer que la producción latinoamericana atraiga al público en base a imitaciones pobres del cine norteamericano, salvo excepción, ni menos, recurriendo al nativismo o al miserabilismo. Lo cual no implica no trabajar en pos del éxito comercial. Una investigación dirigida por Néstor García Canclini en México hace varios años mostró cómo efectivamente hay nuevos públicos interesados en una cinematografía local que trascienda estereotipos, pudiendo encontrarse lo mismo en otros lugares. Lo que igualmente se contrapone a las imágenes deformadas del continente frecuentemente producida en las grandes empresas televisivas latinoamericanas.27 Pero ello requiere pensar a los cines de América Latina con amplitud, reparando en dos elementos: por un lado, cómo es hoy el sujeto cultural, y por otro, dónde estamos ubicados frente al «cine único».

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personajes, la sobreabundancia y reiteración en las conversaciones, las ocurrencias para mantener el ritmo, y otras convenciones dramatúrgicas son elementos comunes subyacentes a las diferencias entre la producción de uno y otro país. Más aún, las referencias a la cotidianeidad familiar, al conflicto por el reconocimiento y al consumo mismo (el merchandising,), por permear relaciones sociales reales no dejan de ser estandardizadoras en el plano de la creación.

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Con respecto a lo primero, Déborah Holtz señaló en la investigación referida más arriba que «debido al vacío de referentes propios tanto actuales como históricos, la posibilidad de identificación la otorga el cine norteamericano» al público mexicano; el mismo resultado que el de una investigación nuestra sobre los espectadores de Lima.28 Sin embargo esto no es tan simple. Al sujeto contemporáneo le queda mucho sitio en su habitus para consumir ficción, pero eso es algo estructurado. El largometraje y la telenovela ocupan lugares que tienden a ser recubiertos por la oposición global/ local, lo cual también compartimenta tramas argumentales y divos admirados. Se trata además de la dualidad pantalla grande/pantalla chica, con ésta última como depositaria de los referentes locales, con las salvedades de los largometrajes dominicales en algunos canales de señal abierta, cuyos ratings son altísimos,29 y la popularización del mercado de locación de vídeos. Dualidad estratificada, pues los estudios muestran una recurrente segmentación por edad, niveles de instrucción e ingreso que ubica a la mayoría de asistentes a salas entre la gente con estudios superiores y menor de 35 años, algo semejante a la sintonía de canales de cable especializados en largometrajes como HBO o Film & Arts. Designa no sólo los distintos «estilos de vida» percibidos por las técnicas de marketing, sino una pluralidad de preferencias -acaso contradictorias, jerarquizadas, y en permanente reciclamiento- que coexisten dentro de un mismo sujeto. En otros términos, la fruición de la ficción audiovisual implica un elemento socialmente común de subjetividades lábiles e identificaciones

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móviles y volátiles que se adoptan el uso de distintos medios, al mismo tiempo que el pluralismo del sujeto permanece estratificado por sus posibilidades materiales de acceso y las competencias para la lectura de las que dispone. El dégradé que lleva desde las salas con proyección de alta luminosidad y sonido Dolby digital o el DVD hasta el mismo filme doblado y visto en televisor blanco y negro de 14 pulgadas describe desigualdades atroces que cuestionan cierta retórica de la globalización. En todo caso obligan a distinguir entre, de un lado, los mercados emergentes de consumo segmentado, corolarios de la desaparición de la memoria del relato audiovisual popular, y de otro, la utopía transcultural mediante acceso generalizado a la última tecnología. Más que equivocado, sería demagógico pretender que el adelgazamiento de los referentes simbólicos nacionales en nuestras sociedades nos esté haciendo ciudadanos del mundo. Al contrario, son precisamente las trabas resultantes de la globalización financiera y comercial las que empobrecen regiones íntegras en ciertos países, estratificando aún más el consumo audiovisual. Actualmente el 25% de los hogares norteamericanos dispone de un equipo DVD y cerca del 90% de una videograbadora. El abismo que separa a las audiencias con acceso a la oferta mediática múltiple (salas bien equipadas, abundante vídeo de alquiler, televisión de cable o satelital, DVD, información en línea, etcétera), y las que se limitan a la televisión hertziana y al repertorio limitado y desgastado de videocassettes piratas se equipara con la oposición entre cosmopolitas y locales establecida

por el antropólogo sueco Ulf Hannerz.30 Las tradiciones de lo nacional efectivamente se evaporan, pero el sentido de lo local permanece. Y la necesidad existencial de estetizarlo para ubicarlo en el horizonte personal requiere de la invención de referentes, o de la relectura creativa de los que se disipan. Esto permite al espectador reconocerse en el presente y atar cabos con el pasado. Función del relato tanto más evidente en cuanto el clima mismo de contingencia que acompaña al descentramiento cultural lo exige. Películas recientes como El hijo de la novia de Juan José Campanella (2001), Nueve reinas de Fabio Bielinski (1999), Chacotero sentimental de Cristián Galaz o Amores perros de Gonzales Iñárritu, lejos de ser «difíciles», son todas éxitos comerciales logrados por su filo crítico y su actitud anti- star system, que lleva a comprender el aquí y ahora con una densidad que las narraciones televisivas, absorbidas por el narcisismo y el estereotipo, no tienen por vocación producir. En suma, decir que los cines latinoamericanos sirven para afirmar una identidad es lo opuesto a una defensa del folklore o de una esencia cultural, aún así traten acerca del pasado. Tener acceso a una oferta de narración audiovisual más variada, de mejor calidad y en mejores condiciones técnicas, incluyendo pantallas chicas, es una aspiración mayoritaria insatisfecha debido a la falta de poder adquisitivo. Si bien esto no es explícito, la demanda explosiva de televisores grandes con pantalla plana, así como de video-grabadoras de última generación, es de por sí ilustrativa del sueño del cine propio en casa. Y el hecho


El segundo asunto por abordar es el vínculo con el cine americano, singular, qué duda cabe, por razones de proximidad histórica y desigualdad económica. Como antecedente, la oralidad primaria prevaleciente en Hispanoamérica a inicios del cine sonoro fue una barrera para la producción del país del norte, dado

el rechazo al subtitulado y la ajenidad del inglés. Esto condujo en el Hollywood de 1930 a producir 40 largometrajes en español, totalizándose 85 hasta 1940, destinados al público del continente.31 Tradición «latina» de la que nacieron figuras como Dolores del Río y Ramón Novarro, con orígenes aún más antiguos, dada la presencia mexicana en California, que hacia 1918 ya iba a 5 cines en el centro de Los Angeles a ver películas de su país.32 A la inversa, el magnetismo de los géneros americanos se asentó en el continente hace algo como noventa años, a lo que se añadió, a falta de potencial económico, el culto al american way of life, lo que objetivamente ha hecho oscilar los imaginarios latinoamericanos entre la ensoñación ilimitada del cine hegemónico y el deseo de reconocimiento, hasta convertirse casi en una ambivalencia constitutiva de la modernidad cultural latinoamericana. El resto de la historia es conocido. Es útil confrontar esto con otros modelos de campo cinematográfico. Los países grandes de Europa han contado con alto potencial productivo desde hace casi 100 años, con géneros variados y adaptados a la talla de los mercados, más una legitimidad cultural enlazada con la de las artes y letras y unos acentos identitarios que hacen del cine un asunto de Estado. El apelativo de «cines nacionales» no resulta entonces inapropiado, no obstante un fomento a la coproducción que es moneda corriente hace más de 30 años y le sigue dando vigor a la industria. Todo ello no hace retroceder a la abrumadora competencia de Estados Unidos, que ocupa un promedio del 73% de las pantallas, (aunque en España descendió del

77 a 62% entre 1992 y 2001). Esta supremacía es aleccionadora e invita al realismo si comparamos con nuestro continente, donde las perspectivas de integración están en pañales y el intercambio cinematográfico no llega al gran público. Por ello no es prudente afirmar que lo nacional desapareció. Pese al proceso de integración regional, los países europeos casi no se miran entre sí; por ejemplo, la programación de películas francesas en Alemania no llega ni al 1% de los estrenos y en España apenas alcanza el 3.6%. A pesar de todo ello, el cine de la Unión Europea ha incrementado su presencia en las pantallas de la región del 17 al 23% entre 1991 y el 2000, con unos 250 millones de espectadores más.33 Destino semejante tiene el exmodelo estatal de Europa oriental, cuya actividad se mantiene pese a la apertura comercial y las privatizaciones. La Rusia postcomunista produjo más de 400 largometrajes hasta 1999, Polonia más de 200. Otro término de comparación es el de las cinematografías que fueron ajenas a la hegemónica, como las de China, Egipto o la India. Por encontrarse geográfica y culturalmente lejos de Hollywood, cuentan con una producción independiente y sostenida de larga data, generalmente de baja calidad y protegida por sus Estados. En estos países pobladísimos los procesos de modernización fueron acompañados por una demanda de ingentes cantidades de narración, abastecida localmente a causa de diferencias lingüísticas y pruritos ideológicos. Aunque ya ingresaron al baile de la globalización, su producción no ha sido mellada; la ha incluso potenciado. Titanic logró en China la bicoca

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de que la afición a «ir al cine» esté reducida a ciertos segmentos no impide considerar que se trata efectivamente de algo inquietante. Es cierto que la crisis de las salas, que para algunos era la muerte del cine, ya es una página volteada en muchos países desde el afianzamiento hace varios años de las salas de los multiplex, que por el contrario atraen nuevos públicos. Ahora bien, como este fenómeno es posterior a la consolidación territorial de las audiencias televisivas en América Latina, su difusión es limitada, además del alto costo de inversión. Por ejemplo, mientras en Lima el número de salas de exhibición ya alcanza una cifra comparable a la de hace 25 años con la aparición de multiplex gigantes de hasta 16 pantallas, en el interior del Perú la extinción de los cines es prácticamente total, en contraste con un parque de exhibición que en su conjunto superaba hace igual número de años al de la capital. Curiosa yuxtaposición de centralismo en versión neoliberal con apetitos cinematográficos frustrados cuyo resultado son pésimas proyecciónes públicas y en pantalla grande de vídeos piratas de dudosa calidad. Déficits como estos tipifican los infortunios de un Cuarto mundo cinematográfico a cuyo sujeto, sin narraciones para re-conocerse en lo local y lo nacional, no le queda más que migrar o quedarse en su confín mirando lo peor de la globalización.

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de unos 40 millones de espectadores, monumental éxito de taquilla que no ha impedido expresarse a la nueva hornada de cineastas chinos que como Chen Kaigé y Zhang Yimu figuran en las ligas mayores del buen cine. Sin embargo, el mayor conocimiento de obras de cinematografías poco conocidas o emergentes -Corea, Irán, Israel, Finlandiason golondrinas que no hacen el verano. Si comparamos, las capacidades productivas latinoamericanas son menores, salvo en Brasil y México. La talla de los mercados nacionales ya es otro tema, pues no es insuficiente de por sí. Su exigüedad proviene en algunos casos de la migración de los géneros narrativos hacia la televisión -lo melodramático a la telenovela principalmente-, que si bien existe en otras regiones, en nuestro continente llevó a los exhibidores a extremos de crisis entre los años 80 y 90, por algo llamados de la «década perdida». El aumento explosivo de las videorreproductoras es otro indicador del efecto de las transformaciones de las culturas urbanas. Pero la preferencia por ver cine de alquiler en casa depende entre otros factores, del poder adquisitivo. El 88% de los hogares australianos cuentan con una videorrperoductora; 86 de los candienses y americanos; 87 de los franceses y holandeses; pero sólo 38% en el Brasil y 15% en el Perú.34 A su vez, el peso de la televisión ha subordinado al cine, fijándole parámetros. Le ha prestado su star system y reducido a definirse frente a ella por diferencias comerciales como la de mostrar y decir todo aquello de escabroso que se excluye de la pequeña pantalla, para conveniencia de la inversión de poco

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riesgo. La alternativa de un cine original pero accesible y legitimado culturalmente se ha hecho más difícil con la tendencia de las majors de Hollywood a copar las salas. Así, de 1970 a 1995 la importación de películas americanas en México aumentó del 40 al 60%, en Ecuador superó el 90%, en Venezuela ha llegado a duplicar entre 1975 y 1993, del 40 a 80%, etcétera.35 Pero más allá de los números, la posición culturalmente fronteriza de América Latina frente a la industria norteamericana es complicada. Acaso lo suficientemente cerca de ella para sucumbir a su magnetismo y compartir nombres y temas, renovando la vieja tradición de los hispanos, pero siempre lejos por el abismo de matrices culturales.

LA NECESIDAD DE POLÍTICAS No se trata de argumentar en contra o a favor de Hollywood per se. La crítica va más bien al desfase entre, de un lado, los flujos culturales activados por la globalización, que incluyen complejas dinámicas nacionales y regionales, y por otro, este predominio americano, constitutivamente incapaz de traducir las tensiones y la riqueza simbólica de esos flujos. Ello se debe sencillamente a que la globalización carece de un centro, lo que hace imposible a un solo sujeto narrador apropiársela para dar una sola visión de conjunto. En otros términos, este invasivo copamiento de las pantallas y americanización de la ficción cinematográfica objetivamente impide la circulación de otros tantos relatos que expresan otras experiencias del descentramiento cultural, lo que lleva a confundir americanización con globalización. Al contrario, con la intensa circulación

planetaria de personas, bienes materiales y simbólicos se configuran escenarios de diversidad que deberían invitar a la curiosidad y a la mutua tolerancia. Ese desequilibrio provocado por un «cine único» sería entonces una metáfora benigna del odio y la violencia generadas por la intolerancia y de las que el propio pueblo americano fue víctima con la tragedia del World Trade Center de Nueva York. Ahora bien, puede observarse que esta cinematografía también ha ido cambiando desde dentro. Los «independientes» se abren paso tematizando lo que las majors no abordan, innovando en los géneros y reduciendo la costosa participación de las superestrellas.36 ¿Y cómo se enrumba América Latina? No puede verse para el mediano plazo una producción caracterizada por su algo volumen, pero sí puede y debe asumirse que el futuro está en la integración regional, por razones de costo y mercado, pero sobre todo de problemas comunes de afirmación cultural. Problema fundamental quizá sea la falta de claridad en las políticas culturales. Con justa razón critica García Canclini el anacronismo del que hacen gala los Estados ignorando a las industrias culturales al mismo tiempo que celebran a pianistas clásicos y pintores, y protegen los monumentos históricos,37 cuando el drama de las identidades se está jugando en aquéllas. Un indicio es la admiración mundial profesada hacia escritores como Borges, Paz, Vargas Llosa o García Márquez, en contraste con el insuficiente reconocimiento a algunos cineastas latinoamericanos destacados incluso en sus propios países. Sin menoscabo de la novela y el cuento, las políticas culturales deben primera-


El primero de estos tres asuntos es el más grave. La progresiva supresión de barreras aduaneras y la restricción a la asistencia estatal harán aún mayores el predominio audiovisual anglosajón y el recorte de la producción latinoamericanas. Como se sabe, la cláusula de la «excepción cultural», resultante de una iniciativa europea en el debate sobre el comercio mundial de 1993 de excluir los bienes culturales audiovisuales de los acuerdos del GATT es de una duración limitada.38 La protección a la producción de imágenes en regiones íntegras conseguida mediante esa cláusula tiene vigencia hasta al año 2003, a menos que entonces se apruebe una prórroga de tres años. Las protestas antiglobalización que suscitan las reuniones de la Organización Mundial de Comercio sin duda aumentarían si, de levantarse esa «excepción cultural», se añadiesen las quiebras de más de un cine nacional a la fragmentación económica inducida por la ortodoxia neoliberal. En el plano de las cinematografías latinoamericanas, las inquietudes van por el lado de la creación del ALCA (Area de Libre Comercio Americana), frente al cual es necesario dar respuestas articuladas regionalmente si el reto es el de la competitividad. Por lo tanto, el segundo asunto consiste en unir esfuerzos en proyectos durables y de envergadura, como los que promueve el Programa IBERMEDIA. Este fue aprobado en la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado de

1997, y constituye seguramente el intento más serio de crear un espacio regional audiovisual, con la ventaja de las participaciones de España y Portugal. La toma de consciencia al nivel más alto de la necesidad de afirmar las culturas de esta región ampliada mediante el cine, integrando procesos de producción y distribución, pero manteniendo la diversidad, es de por sí un logro, aunque todavía esté dando sus primeros pasos. En Agosto de 2002, IBERMEDIA tenía en cartera solicitudes de ayuda financiera para coproducir 52 largometrajes de once países (se requiere de un mínimo de tres países para la coproducción), y para desarrollar 56 proyectos.39 Además de ser una posibilidad de recuperar costos en mercados ampliados, el intercambio de películas a escala continental favorece el conocimiento mutuo, suponiéndose que, a la inversa de la telenovela, las escrituras cinematográficas tienen una densidad que despierta otro interés que el consumo de estreotipos. No menos importante es el tema de las innovaciones tecnológicas. Históricamente, la narración ha ido cambiando según los soportes con que ha contado. Recordemos que las cámaras portátiles con toma de sonido directo facilitaron en los años 60 la renovación del realismo cinematográfico y la personalización de la expresión, de donde se afirmó el «cine de autor». En la última década las nuevas tecnologías introdujeron una mutación cualitativa que ha originado nuevas formas de narrar y de ubicar al receptor frente a lo narrado. Su importancia no reside en la multiplicación de los soportes; se deriva del cambio cualitativo suscitado por el avance de la informática y la digitalización de las

imágenes, que instauran un nuevo régimen de lo visible. La interactividad le da a la simulación en la computadora una operatividad particular, la de hacer visible lo abstracto. Como ha planteado Alain Renaud, «la Imagen contiene y despliega plenamente una cuota de Saber; inversamente, la visibilidad, asumida por la imagen, incorpora, materializa iconológicamente el concepto, al cual aporta la dimensión de una información estética, sensible».40 Esta mutua implicación entre visibilidad y discursividad es también una nueva relación entre el sujeto y la pantalla, cuyo ejemplo más simple es el Nintendo. El paso de la imagen-espectáculo al simulacro interactivo, equivalente al del texto lineal e irreversible al hipertexto arborescente y reversible, ya está creando nuevos imaginarios y distintas formas de leer, lo cual en un futuro no muy lejano transformará la industria. En cambio, el flujo de narraciones audiovisuales por Internet ya es una realidad, para la cual IBERMEDIA está creando CIBERMEDIA, un segundo programa de cooperación, cuyo objetivo es precisamente preparar al cine de Iberoamérica a incorporarse a los flujos audiovisuales ofrecidos globalmente en línea. Además, la ficción audiovisual quizá esté en la víspera de un vuelco, gracias también a la digitalización. La reducción de costos de rodaje y la facilidad de la edición no lineal brindadas por el vídeo digital perfeccionado están dándole un acceso previamente insospechado a realizadores que por límites presupuestales permanecían inactivos. Es cierto que la calidad de esta

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mente prestar especial atención a los debates sobre el futuro del comercio mundial y luego ubicarse en las perspectivas de la competitividad y la innovación tecnológica.

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Bangkok- y no la inmensa diversidad que se ve en las calles. Kymlicka ha deconstruido la tradición liberal norteamericana que pintaba idílicamente a los Estados Unidos como una tierra de integración cultural, para proponer la idea más realista de múltiples identidades rotando en torno a una cultura societal.42 En suma, la exigencia del multiculturalismo en una época de intenso movimiento migratorio efectivamente denominadores comunes y se convierte en una razón de más para asumir que la causa de los cines del continente debe subordinar el interés económico a los valores de la diversidad. Alain Touraine sostiene que la aspiración al multiculturalismo y a la conservación de la memoria histórica son en esta época equivalentes a lo que hace dos siglos fueron los movimientos por la soberanía popular y más adelante por el salario justo.43 Tal como estos actuaron y aún actúan en las calles, el teatro de aquéllas está en el espacio público de los flujos de imagen, texto y sonido. Cuánto recojan los políticos de esta constatación ya es otro cantar.

1. Datos tomados de http:// uis. unesco.org; http:// www.cnc.fr/; de la agencia Nielsen EDI (http://www. edidata.com); y de CRETON Laurent. Cinéma et marché. Paris, Armand Colin, 1997. pp. 106-107.

NOTAS

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imagen electrónica es inferior a la de la fotografía cinematográfica, pero la idea de producir sin la constricción de los distribuidores y la libertad de crear sin someterse a la estandarización comercial es una ventaja comparativa interesante para la producción independiente. El derecho de los cines latinoamericanos a algo más que sobrevivir es un principio compartido por muchos, incluso dentro de los Estados Unidos mismos, pues lo que está en cuestión es una lógica oligopólica y no la, por demás admirable, cinematografía de ese país. La multiplicación de producciones independientes de gran originalidad, ajenas a las majors de Hollywood es una ilustración.41 Pero en contrapartida, la gran industria luce también su capacidad de seleccionar y apropiarse de algunas para renovarse, dejando a la mayor parte en la orfandad. A fin de cuentas, la «americanización» del cine no tiene por referente a la realidad americana, ni es un hecho estrictamente territorial. La proyección colonialista del modelo de vida americano al resto del mundo es por lo tanto una falsa hipótesis, pues la diversidad y los conflictos culturales y étnicos nacidos en ella son algo que pocas veces figura, o no encuentra un significante fílmico que le haga justicia. Esa fragmentación característica de la globalización es también una línea gruesa que marca el lomo de la sociedad americana. En otros términos, hay que distinguir entre la realidad de los flujos y conflictos interculturales de esta época, de los que también forma parte la sociedad americana, y los referentes de la americanización, que son otra cosa, son imaginarios. Los imaginarios fílmicos más rentables -los que triunfan en Chicago y Denver, pero también en Sevilla, Caracas y

2. ORTIZ, Renato. A moderna tradi-çao brasileira. Cultura brasileira e industria cultural. Sao Paulo, Ed. Brasiliense. 1988. 3. Véase el capítulo dedicado a la ciudad de San Francisco de CASTELLS, Manuel. La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos. Madrid, Alianza Universidad, 1986, así como PORTES, A. and RUMBAUT, R.Immigrant America. A portrait. Berkeley & Los Angeles, University of California Press, 1990. 4. El juicio de algunos intelectuales americanos sobre la historia social del siglo XX separa lo que acontece en las últimas cuatro décadas de lo anterior. Se subraya cómo durante los periodos de migración intensa a Estados Unidos y de crecimiento de las grandes ciudades el ideal democrático jeffersoniano es percibido como la aspiración a una sociedad sin clases, en la cual aparece este modo de producción industrial seriado y accesible. Véase LASCH, Christopher. The Revolt of the Elites and the Betrayal of Democracy. New York, W.W. Norton, 1996. p. 64. 5. DOUGLAS, Mary e ISHERWOOD, Baron. The World of Goods. Towards an Anthropology of Consumption. Routledge, Londres y New York, 2001. pp. 43-47. 6. Hollywood no se impuso desde un inicio. El grupo empresarial PathéFrères fue la primera potencia en


7. Román GUBERN es sin ninguna duda quien mejor ha estudiado la relación entre el cine y los mitos contemporáneos. Son referencia obligatoria en la materia Mensajes icónicos de la cultura de masas. Barcleona, Lumen, 1974; y Espejo de fantasmas. De John Travolta a Indiana Jones. Madrid, Espasa Calpe, 1993. 8. Datos obtenidos de GUBERN, Román. Historia del Cine. Tomo I. Barcelona, Lumen, 1973. pp. 370-71, del World Culture Report de UNESCO, Paris, UNESCO, 1998, p. 352, y de http://www.cnc.fr/cncinfo/283/ panorama.htm 9. Fuente: http://firewall.unesco.org/ culture/industries/cinema/html eng/prod.htm 10. Datos de BILBATUA, M. (comp.) Cine soviético de vanguardia. Madrid, Alberto Corazón, 1971. p. 20. 11. http://firewall.unesco.org/ culture/industries/cinema/html eng/prod.htm 12. Las vistas panorámicas y documentales remontan a los últimos cinco años del siglo XIX. La ficción lle-

ga un poco después. El filme brasileño Rocca, Carletto e Pegatto na casa de detençao data de 1908, el mismo año de El Fusilamiento de Dorrego, el primero en Argentina, aunque el primer éxito comercial vino en 1915 con Nobleza gaucha. La primera película mexicana de ficción fue rodada en 1916. 13. Véase SARLO, Beatriz. Una modernidad periférica. Buenos Aires, 1988; y de Renato ORTIZ, op. cit. 14. Al respecto, véanse especialmente en HENNEBELLE, Guy y GUMUCIO DAGRÓN, Alfonso Les cinémas de l’Amérique latine, Paris, Lherminier, 1981, los capítulos sobre Argentina, Brasil y México de Octavio GETINO, Paulo A. Paranagua y Emilio GARCÍA RIERA sobre Argentina, Brasil y México respectivamente. 15. México ya era el primer productor en lengua española desde 1933. 16. GARCÍA RIERA, Emilio, op. cit., p. 379; PARANAGUA, Paulo A., op. cit, p. 166. En Internet puede consultarse un buen portal en el que figura una buena cantidad de sitios web latinoamericanos: http:// lanic.utexas.edu/la/region/cinema 17. El Estado populista dió un nuevo impulsó en 1949. Los grandes estudios construidos por la empresa Vera Cruz en Sao Bernardo do Campo y el propósito de difundir interna-cionalmente un cine de gran calidad terminaron en un fracasao económico. Salvo por O Cangaçeiro de Lima Barreto (1953), no quedó mucho más. En muchos otros casos, la cuota de pantalla era usada para colocar películas de mala calidad. 18. PARANAGUA, Paulo A., op. cit, p. 166. Puede encontrarse una buena reseña del cine brasileño contemporáneo en http://cinemabrasil.org. br/indexpo.html

19. GETINO, Octavio. op. cit., p. 3031. 20. Pueden consultarse http:// www.surdelsur.com/cine/, o http:/ /www.cineargentino.com 21. MATO, Daniel. Telenovelas: transnacionalización de la industria y transformaciones del géneros. En GARCÍA CANCLINI, N. y MONETA, J.C. (coordinadores) Las industrias culturales en la integración latinoamericana. México, UNESCO / Grijalbo, 1999. pp. 257-58. 22. Ver sobre todo los trabajos de Nora MAZZIOTTI La industria de la telenovela. La producción de ficción en América Latina. Buenos Aires, Paidós, 1996, y los contenidos en FADUL, Anamaria (ed.). Serial Fiction in Television. The Latin American Telenovelas. Sao Paulo, ECA-USP, 1993. Con respecto a los géneros cómicos véase SODRÉ, Muniz. A comunicaçao do grotesco. Introduçao à cultura de massas brasileira. Petrópolis, Ed. Vozes, 1971 y PEIRANO, Luis y SÁNCHEZ LEÓN, Abelardo. Risa y cultura en la televisión. Lima, DESCO, 1984. 23. Véase en http://www.uis. unesco.org/en/statistics/tables/ Cines: número de establecimientos, número de asientos, frecuentación anual y reacudación de taquilla. 24. SLUYTER-BELTRAO, Marilia. Interpreting Brazilian Telenovelas. En FADUL, Anamaria, op. cit. pp. 63-76. 25. MARTÍN BARBERO, Jesús y REY, Germán. Los ejercicios del ver. Hegemonía audiovisual y ficción televisiva. Barcelona, Gedisa, 1999. pp. 89-94. 26. Una ilustración de ello es el «presente sin memoria» de la relación de los videófilos mexicanos con las películas que alquilan. Asimismo, en esta investigación dirigida por

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la historia del cine, pues asoció la producción con la distribuión y la construcción de inmensas salas (llamadas palaces), así como con la fabricación de cámaras y proyectores. El desbastecimiento de película virgen negativa y las dificultades derivadas de la guerra le quitaron a Francia ese primer lugar. No obstante, muchos aspectos de la producción fílmica industrial creados por Pathé-Frères fueron determinantes en Estados Unidos, como también en Italia y posteriormente en la Unión Soviética. ABEL, Richard. In the belly of the beast: the early years of Pathé-Frères. En Film History, vol. 3, n.4, Londres, John Libbey, Diciembre 1993. pp. 363-385.

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Néstor GARCÍA CANCLINI destaca el desinterés de estos vidéofilos por qué películas alquilan, siempre y cuando sean de acción-aventura. En Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. México, Grijalbo, 1995. pp. 140141.

33. Información detallada en http:/ /www.cnc.fr/cncinfo/

27. GARCÍA CANCLINI, Néstor. (coordinador) Los nuevos espectadores. México, IMCINE, 1994. p. 142154. Como comenta MARTÍN BARBERO, la amplia convocatoria de la telenovela no la exime de su esquematismo ni de la baja calidad, debida al apetito de lucro de las grandes empresas. op. cit., pp. 9394.

35. Véase http://www.uis.unesco. org

28. HOLTZ, Déborah. Los públicos de vídeo. En GARCÍA CANCLINI, Néstor. (coordinador). op. cit., pp. 215-221. PROTZEL, Javier. Grandeza y decadencia del espectáculo cinematográfico. En Contratexto, 9. Lima, Universidad de Lima, 1995. 29. La agencia IBOPE-TIME de Lima informa por ejemplo que en Agosto de 2002, la telenovela de mayor rating, Como en el cine, lograba 18.8 puntos, mientras que la película Jumanji, con Robin Williams, la superaba casi en 50%, con 26.9. 30. HANNERZ, Ulf. Transnational Connections. Culture, People, Places. London, Routledge, 1996. 31. Sombras habaneras del cubano René Cardona fue la primera de esta serie de filmes, algunos de los cuales fueron rodados en los estudios de Joinville, en Francia. GARCÍA RIERA, Emilio. op. cit., pp. 369-70. 32. BEN AMOR, Leila. Les médias latinos aux Etats-Unis. En Problèmes d’Amérique latine. n. 43, nouvelle série, octobre-décembre 2001. Paris, La documentation Française. p. 87.

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34. Datos del World Communications Report, publicado por de UNESCO. Paris, 1997, de http://www. recordingmedia.org, y para el Perú, de http://www.inei. gob.pe.

36. Para un buen análisis de las reacciones defensivas de la industria americana puede verse la obra citada de Laurent CRETON. 37. GARCÍA CANCLINI, Néstor. La globalización imaginada. Buenos Aires, Paidós, 1999. pp. 186-87. 38. Una buena reseña del debate sobre la excepción cultural en Iberoamérica más Italia y Francia es el dossier de prensa que entonces elaboró la Unión Latina. HULLEBROECK, Joelle. (ed.) Las negociaciones del GATT en materia audiovisual. Lima, Unión Latina, 1994. 39. http://www.programaibermedia. com 40. RENAUD, A. Comprender la imagen hoy. Nuevas Imágenes, nuevo régimen de lo Visible, nuevo Imaginario. En VV.AA. Videoculturas de fin de siglo. Madrid, Cátedra, 1996. p. 12. 41. No entendamos que la producción «independiente» es no comercial. AFMA, asociación de marketing para cine que los agrupa factura anualmente 4 billones de dólares (http://www.afma.org). 42. KYMLICKA, Will. Ciudadanía multicultural. Paidós, Barcelona, 1996. 43. TOURAINE, Alain. Pourrons-nous vivre ensemble? Égaux et différents. Paris, Fayard, 1997. pp. 208-209.


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