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Lazarre
from Dossier 51
Jane Lazarre, reescribiendo la historia: el nudo es el comienzo. Presentación de Carolina Melys.
«A la niña-mujer que en el pasado había conformado toda mi identidad, contra la que había luchado para entenderla, amarla, liberarla; ahora la miré de cerca y la desterré. Protegida en su caparazón y amarrada a su nudo, se retiraba cuatro, cinco, seis veces al día, cada vez que Benjamin —el hijo— quería mamar».
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Esta es la primera escena en que Jane Lazarre habla del nudo materno en su icónico libro acerca de la maternidad, publicado hace 46 años y que no ha perdido actualidad. La contradicción es el eje de la reflexión en que se hace cargo de registrar los detalles y generalidades de una experiencia única: parir un ser humano. Una experiencia relegada al estante de la medicina, abordada lateralmente en la literatura.
La imagen del nudo adoptada por Lazarre en su libro es elocuente y precisa. El nudo como una constante tensión. Un nudo como resistencia, que sostiene a la vez que limita. Es seguridad a costa de libertad. Los antiguos pueblos polinésicos, grandes navegantes, representaban constelaciones y las corrientes del mar con palos y cuerdas. En esos mapas, los nudos representaban las estrellas del firmamento. La imagen de los nudos como carta de navegación es lo que se me viene a la cabeza cuando leo El nudo materno. Lazarre crea una carta de navegación a través de su experiencia de este nudo que, a fuerza de tirones, resignaciones e indecible amor, configura la ruta al descubrimiento de su propia voz. Una voz consciente, situada y que se constituye literariamente cuestionando la idea no solo de la maternidad, sino de la literatura misma.
El nudo es el comienzo, el principio de una travesía. Y en términos literarios implica el desmantelamiento de la estructura clásica de contar una historia. El nudo —el conflicto de la historia— es el punto de partida.
Otro tema relevante que nos plantea Lazarre es el problema de la voz. Porque un texto necesita de una voz. «¿Quién debe contar la historia?» es una pregunta central para quienes escribimos. El poeta Charles Simic lo expresa bellamente en estos versos: «¿Tienes autoridad para hablar/ Por estos árboles deshojados? ». Plantea no sólo la cuestión de la autoridad, sino que desestima de entrada al vate de antaño que pretendía hablar por «vuestra boca muerta».
Jane Lazarre es consciente de la importancia que tiene la voz. Ella misma sitúa prontamente su lugar de enunciación: mujer, blanca, judía, hija de revolucionario comunista y madre de hijos negros. Una constelación de filiaciones que determinan un lugar y un habla. Esta plena consciencia de reconocer su propia voz es el sello de su literatura, entendiendo que la literatura a veces debe despojarse de todo artificio para desarmar la estructura misma del discurso que soporta. «Las herramientas del amo nunca desarmarán la casa del amo», observó con agudeza Audre Lorde, y el discurso de la maternidad no se queda fuera de esa casa. Lazarre advierte —en su búsqueda por leer experiencias acerca de la maternidad que dialoguen con sus emociones e inquietudes— que la literatura ha construido una imagen de ésta a partir de los relatos de los hijos, pero las madres habían permanecido en silencio.
Tillie Olsen aborda las experiencias de mujeres que han intentado escribir, pero cuyas condiciones materiales o sociales no se lo han permitido. Silencios que son silenciamientos. ¿Cuántas historias se perdieron entre los cuidados de los hijos, el resguardo de la casa, la vida doméstica y/o laboral?, se pregunta Olsen. Sin embargo, y a pesar de que ella misma vivió estas limitaciones, logró publicar uno de los cuentos más representativos del sentir de una madre de clase obrera: «Aquí me tienes, planchando» (1956), en donde una mujer habla de sus propias contradicciones respecto de ser madre, la culpa y la resignación, mientras plancha la ropa. Y no deja de planchar hasta el final del relato. Lo sublime y lo doméstico en una narración excepcional. Para Lazarre, el diálogo con Olsen ha sido fundamental para desarrollar su propia obra.
Voz y silencio no son nunca individuales, tienen una historia colectiva y por eso es un imperativo buscar las formas de nombrar. Sara Ruddick en su clásico The Maternal thinking (1989) cita un estudio en que las entrevistadas —todas mujeres que escriben sobre su vida— suelen hablar de la voz y el silencio: «hablar alto», «denunciar», «ser silenciadas», «ser desoídas», «escuchar de verdad», «hablar de verdad», «palabras como armas», «no tener palabras», «expresar tu intención», «escuchar para ser oída».
Imposible no volver a esa primera representación que nos da la literatura occidental sobre el silenciamiento público de la voz de la mujer. Mary Beard, en su libro Mujeres y poder, describe una escena de la Odisea de Homero, en que Penélope se encuentra ante la multitud de pretendientes que la esperan mientras escuchan las gestas de los héroes cantadas por el aedo de turno. Penélope le pide, ante los presentes, que elija un repertorio más alegre. En ese instante interviene su hijo Telémaco y la hace callar. «Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar, la rueca… El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío». Desde los inicios de la literatura hay una apropiación del relato y se acreditan las voces autorizadas para contarlo. Y la mujer enviada al telar, al tejido, a ese texto mudo lleno de nudos es la que una y otra vez clama por una voz.
Jane Lazarre entendió tempranamente que contar su experiencia era una forma de activismo y también de liberación, aunque entre las feministas de la época no parecía haber consenso sobre la maternidad. La cita de la teórica feminista Ynestra King, ilustraba en 1983 esa constante tensión entre ser madres y ser feministas:
«El movimiento feminista ha hablado por todas las hijas rebeldes e indignadas. Incluso cuando las madres se unen al movimiento, la hija perjudicada que llevan dentro es la que suele poner la voz. Todas y cada una de nosotras conocemos, como hijas, la labor maternal, pero casi todas, habiéndonos convertido en feministas, hemos rechazado a la madre sacrificada, altruista, infinitamente indulgente, mártir, y a la que ama de manera incondicional —así veía yo a mi madre—, esa madre que llevamos dentro de nosotras como parte de nuestro ser, la madre que nos induce a ser cómplices de nuestra propia opresión».
La respuesta de Jane Lazarre es contundente: abrirse al lenguaje de la madre sin olvidar el lenguaje de la hija. Nuevamente las filiaciones que son móviles, flexibles, dinámicas. Entonces, Lazarre se lanza a la escritura no desde la épica ni queriendo ser la voz de nadie más que de su propia experiencia. Y ese es el principio del cambio, desarmar la torre de los grandes discursos tan propio de la literatura, descreer de las representaciones construidas hasta ahora acerca de la maternidad. Una escritura que necesariamente debe escapar de «la voz del privilegio» que en literatura se traduce en linealidad, elegancia perfecta, distancia con los personajes, pero «esa no es mi voz», dice Lazarre, apelando a la «identificación imaginativa» propuesta por el escritor nigeriano Chinua Achebe, en donde la experiencia personal tiene como destino final el conectar con una consciencia colectiva, situándose al lado opuesto de la indiferencia.
La literatura en Lazarre cobra un sentido genuinamente colectivo. Una historia que convoca a otras historias. Una voz que invita y necesita de otras voces para completar esa historia. Una escritura militante no solo por el tema que aborda, sino porque su propuesta literaria se enfrenta a la casa del amo que es la literatura y las herramientas son las voces de mujeres que se acoplan a este coro polifónico, pero disonante, un coro de bacantes liberado ya del yugo de Dionisio para reescribir la historia y dar voz a la mujer: desde Penélope hasta el día de hoy.