Dossier 47

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contenedor cronológico de movimientos configurados para pasar a ser el efecto de una relación espacial entre los cuerpos. El mundo de Brueghel es como el de Ásterix: la vida de la tejedora, la del que transporta agua en un balde, la del aldeano que afila su hoz o la del asador de jabalíes se desarrollan en un tiempo propio. Sus cuerpos parecen desescalados porque son libres, cada uno en lo suyo y cada uno con todos a la vez. La pasión con la que se aíslan en sus respectivas rutinas anuncia que por la noche habrá una fiesta, y si ningún tiempo los contiene –ni contiene tampoco sus acciones–, es porque ese tiempo es una creación performática entre distancias y proximidades, entre evasiones y acercamientos. *** Lo que está al centro es un interludio, pompas aisladas de tiempo que flotan en medio del trajín, como en las novelas de Selva Almada. Berger escribió su trilogía sobre las fatigas para probar esto: que las campesinas y los campesinos perciben la totalidad de la vida como un interludio. Este interludio es una división y una suma. Es una división porque el tiempo lo escinden entre una visión cíclica y una visión lineal –el campesino sueña para sus hijos un futuro próspero, pero se los transmite reemprendiendo cada madrugada la misma tarea, esforzado como está en garantizar el sustento–, y a la vez es una suma, porque este campesino no ve problemas en reunir el eterno retorno de lo mismo con la permanente emergencia de lo otro. Comprende que pasan los días, los meses, los años, comprende que de esto atestiguan los calendarios, pero lo comprende como lo que es: una convención, una mera abstracción. Porque el suyo es un tiempo que está a orillas de la historia; esta se detiene en la comilona, en el baile, en la cama y en las borracheras –los cuatro afectos fundamentales de los campesinos en general y de cualquier vida en particular–, pero se detiene también cuando la campesina se inclina sobre la tierra, de la que no podrá erguirse para enderezar la cintura porque las técnicas de cultivo no lo permiten. Sopesa como una injusticia esto de que la naturaleza, con la que tiene un trato tan próximo, le brinde cada vez menos alimentos. Entonces va a haber una revuelta, una revuelta campesina. Una revuelta contradictoria, porque apuntará al futuro, pero para que el futuro le devuelva el pasado. ***

El tiempo que se congela en la siembra se cosecha en el ocio de los relatos. Pero estos relatos también tratan la historia como una abstracción: son variaciones interminables en torno a una forma breve. Pequeños charcos que se expanden, y no acciones fugaces que se encadenan. Las anécdotas son el pan de los pobres, pasan de boca en boca, quien quiera las hace suyas. Y las palabras se recuestan con placidez sobre el tejido anónimo de los oídos hambrientos. En la primera parte de La gran matanza de gatos, dedicado al análisis de los cuentos orales durante la Edad Media, Darnton detalla cómo «las pausas dramáticas, las miradas astutas, el uso de ademanes para describir las escenas o de sonidos para acentuar los actos –llamar a la puerta golpeando en la frente del oyente distraído de al lado, imitar una explosión con un pedo– eran formas narrativas que solo podían darse en ese espacio colectivo». *** La burguesía conoció esos viejos cuentos orales de los campesinos (La caperucita roja, Hansel y Gretel, Pulgarcito o El gato con botas) gracias a parásitos como los que defendía Deleuze. Esos parásitos eran esta vez las nodrizas, que amamantaban a las criaturas de los amos contándoles estas historias tan dolorosas envueltas en pátinas de dulzura. En los traspatios de las casas señoriales eran crónicas espontáneas y aventuras gesticuladas que crecían alrededor de una hoguera o, cuando había un descanso, en los mesones de los molinos, en rigor las primeras tabernas o pulperías. Eran molinos como el de Menocchio, a quien el historiador Carlo Ginzburg destinó un libro conmovedor e inolvidable: El queso y los gusanos. Se explica allí que en aquellos recintos llenos de harina proliferaban las teorías del pueblo, despreciadas y perseguidas como herejías por los santos poderes. En ese pequeño mundo paralelo residía el secreto de sus luchas. Estas luchas no se parecían a las del topo de Marx, que destruía los cimientos de la historia bajo la tierra abriendo un túnel hacia el futuro; se parecían a las de las hormigas que, ante el peligro, se ramifican por los senderos antes de volver a reunirse, atendiendo a un orden secreto que solo ellas conocen, como lo hacemos nosotras, nosotros, antes de volver, por fin, a reunirnos. Federico Galende es escritor y profesor de la Universidad de Chile.


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