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El escritor que no hacía comentarios por Diego Zúñiga
from Dossier 20
presentación
El escritor que no hacía comentarios Diego Zúñiga
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Dicen que Rodrigo Rey Rosa iba a ser médico. Que alcanzó a estudiar, en Guatemala, un semestre de medicina, pero que finalmente desistió. Tenía poco más de dieciocho años y había estado viajando por Europa, con su mochila, sin mucho dinero, tra bajando en distintos sitios para continuar viaje. En ese entonces, mientras viajaba, Rodrigo Rey Rosa no sabía que iba a dedi carse a la literatura, que iba a escribir esos cuentos y novelas donde los sueños se confunden con la realidad, donde las pesadi llas se confunden con la violencia cotidiana. Pero escribía. En libretas, en cuadernos, escribía para mantener la cordura, como me dijo una vez, por teléfono, cuando lo entrevisté hace un año.
Escribir para mantener la cordura.
No se lo pregunté esa vez, pero me dio la sensación de que cuando escribió El material humano –esa novela donde el protagonista es y no es Rodrigo Rey Rosa– también fue por eso: para mantener, de alguna forma, la cordura, luego de haberse encerrado en un archivo de la policía de Guatemala, donde tenían los registros de miles de personas que fueron detenidas durante el siglo XX, y ver cómo su vida –la vida del protagonis ta– comenzó a transformarse en una historia kafkiana, con llama dos a medianoche, con amenazas porque lo que estaba haciendo era, sin darse cuenta, revolver el pasado reciente de su país, esa Guatemala convulsionada por la violencia, por los gobiernos nefastos, por esas guerras inútiles, llenas de muertos anónimos.
Escribir para mantener la cor dura, porque en un momento la historia personal pasó a ser parte de la historia con mayúscula y todo se volvió difuso y paranoico.
Pero esto, Rodrigo Rey Rosa, con dieciocho años, arriba de esos trenes que cruzaban Europa, no tenía cómo saberlo. Así que leía y escribía, hasta que debió volver a Guatemala y se inscri bió en la escuela de medicina y, de pronto, descubrió que lo que más le gustaba era escuchar unas clases de literatura que dictaba el catedrático español Salvador Aguado. Fue ahí, en ese lugar, cuando asistió a una conferencia sobre Borges, que entendió que él quería hacer eso: escribir cuen tos como el autor de Ficciones.
Primero fueron unas prosas poéticas y luego vinieron esos relatos fríos, fantásticos, violen tos y perturbadores que tanto le gustaron a Roberto Bolaño, y que sin problemas resisten una, dos, tres lecturas. Que siguen siendo de una originalidad difícil de rastrear en sus contemporá neos, cuyo universo nos recuerda a Borges, a Bioy Casares, pero también, por ejemplo, a Rubem Fonseca y a Flannery O’Connor. Y también a Paul Bowles.
Difícil es hablar de Rodri go Rey Rosa sin mencionar a Bowles. No solo por el dato biográfico, por la trivia, sino porque fue, además de una gran amistad, una relación literaria, donde ambos se tradujeron, se leyeron y compartieron lecturas.
6 PRESENTACIÓN
«He aquí una lista de recuerdos (…) de las cosas sobre las que hablé (…) a lo largo de tantos años con Paul –escribe Rodrigo en una crónica–: la disciplina de los viajes. Conrad y el mar. Los sonidos de la selva y del desierto. Graham Greene (…), Raymond Chandler, Pa tricia Highsmith. El fatalismo marroquí. Jane Bowles. Kafka. Flannery O’Connor. La sen sación de que el cuerpo es un estorbo. La muerte como idea de liberación final (…). La escritura de ficción como sueño dirigido. El estilo como instrumento. El acto físico de escribir –poner la pluma sobre el papel– como rito propiciatorio o fuente de la presunta inspiración.»
Rodrigo Rey Rosa conoció a Paul Bowles en los años ochenta, luego de vivir en Nueva York y emprender un viaje, junto a cincuenta estudiantes, a la Es cuela Norteamericana de Tánger, donde iba a ir a un taller con el autor de El cielo protector. Ahí se conocieron. Se hicieron amigos. Bowles le dijo que viajara por Marruecos. Le dijo, de alguna forma, que viviera, y Rodrigo le hizo caso. Ahí, en ese lugar, hablaron de Borges y Rodrigo leyó, por primera vez, a Bioy Casares. Leyó, también, los libros que le enviaban los jóve nes escritores a Bowles. Y leyó Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, y supongo que se maravilló con esa prosa, con ese manejo tan frío y bello para narrar el horror y la violencia.
Ahí, en esa ciudad que limita con el estrecho de Gibraltar, Rodrigo Rey Rosa empezó a darle forma a su estilo que se parece tanto a una puñalada fría y certera, veloz, sorpresiva. Porque leer a Rey Rosa es sentir, siempre, ese golpe: un padre que pierde a su hija, de dos años, en un zoológico; otro padre que se entera de que a su hija, de ocho años, le quedan ciento veinte días de vida, y en las noches, después de darle los remedios, esperan juntos que lleguen los ataques contra los que no se pue de hacer nada. O ese niño que para comprobar la existencia de Dios decide apretar en su puño a un canario hasta fracturarle los huesos, hasta dejarlo inmóvil y ver si Dios es capaz de revivirlo.
Relatos breves –cinco, seis, siete páginas; algunos más lar gos, también– que podemos encontrar en El cuchillo del mendigo, El agua quieta, Cárcel de árboles, Lo que soñó Sebastián, Ningún lugar sagrado, Otro zoo. Todos difíciles de encontrar en librerías, todos situados en ese terreno difuso donde se separa el sueño de la vigilia, lo real de lo onírico, y en el que podemos encontrar imágenes como esta, donde describe una película:
«MATERIA: Primera parte: en la pantalla, en primer plano, un dedo apoyado en un pedazo de madera brava, una tabla asti llada. El dedo comienza a frotar la madera mecánicamente y, segundos más tarde, herido por las astillas, empieza a sangrar. Fin de la primera parte. Segunda parte: todavía en primer plano, el dedo sangrante introduce la uña, un poco larga, en una raja de la tabla, despacio, el dedo comienza a girar, de modo que la uña se levanta de la carne dolo rosamente hasta el blanco. Fin».
A eso me refiero con lo de la puñalada. Leer a Rey Rosa es sentir eso. Y no solo en sus cuentos, también en sus novelas –como El cojo bueno, La orilla africana, Piedras encantadas, Caballeriza, El material humano o Severina–, donde también, en los últimos años, ha agregado la complejidad de adentrarse en ese terreno, cada vez más fangoso, creo, en el que la reali dad se confunde con la ficción, y Rodrigo Rey Rosa, el autor, se convierte en personaje, en protagonista, en la voz que nos va narrando estas historias ne bulosas, a ratos más personales, en las que la violencia se termina colando, de forma inevitable, en la biografía del protagonista.
Y si esto se insinuaba en esa novela epistolar –o novela de e-mails– que era El tren a Travancore, que apareció en la colección Año Cero de Monda dori junto a Una novelita lumpen, de Roberto Bolaño, y Mantra, de Rodrigo Fresán; digo, si ya ese juego de realidad y ficción se insinuaba ahí, en El material humano Rey Rosa se instala completamente en ese terreno y desde la primera página nos dice: «Aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, esta es una obra de ficción».
Y la advertencia vale, porque después de leer El material hu mano uno, realmente, piensa que esa historia, donde el narrador puede y no puede ser Rodrigo
CÁTEDRA ABIERTA 2012
Rey Rosa, ocurrió en verdad, y que lo amenazaron por estar revisando esos archivos poli - ciales, y que es cierto que esas amenazas se debieron a que pen - saron que él estaba ahí porque andaba buscando a las personas que secuestraron a su madre.
En algún momento, Rodrigo anota: «Todo texto es ambiguo». Y también anota, en esta novela escrita en forma de diario de vida: «En cierta manera, repa - sar la historia es ocuparse de los muertos. La historia no la leemos, la releemos siempre».
Mientras hace estas anota - ciones, el narrador lee el Borges de Bioy Casares, y revisa el archivo policial donde en - cuentra fichas como estas:
«–Águilas Elías León. Nace en 1921. Moreno, delgado, cabello negro liso; dedo pulgar del pie derecho, fáltale la mitad. Fichado en 1948 por criticar al Supremo Gobierno de la Revolución. En 1955 por pretensiones de filocomunista, según lo acusan. –Chávez A. Luís. Nace en 1921. Vive con su familia. Fi - chado en 1940 por ejercer la vagancia. En 1954 por robo. –Sarceño O. Juan. Nace en 1925. Jardinero. Vive con su hermana. Fichado en 1945 (Go - bierno de la Revolución) por bailar tango en la cervecería “El Gaucho”, donde es prohibido».
Se supone que esta historia iba a ser un libro de no ficción, pero de pronto empezaron a cerrarle las puertas. Le prohibie - ron ir por un tiempo al archivo, evitaron que revisara más cosas, entonces él entendió que ahí, en esos problemas, lo que había era una puerta para la ficción. Y entonces El material huma - no se transformó en novela, en una de las mejores que se han publicado en los últimos años.
Ahora, después de Severina –una novela sobre una ladrona de libros–, que pareció ser un respiro tras El material humano, vuelve al tema de la investiga - ción, vuelve a la violencia, vuelve a Guatemala, pero esta vez a los archivos médicos para escribir una novela sobre la locura pro - ducto de esa violencia que se vive en Centroamérica y que es de los que hablará en esta Cátedra.
En la biografía que Natalia Ginzburg escribió sobre Antón Chéjov podemos leer un co - mentario que calza, creo yo, con lo que escribe Rodrigo, y con él cierro esta presentación. Natalia Ginzburg escribe: «Si en los cuentos cómicos [de Chéjov] la risa nacía junto a un frío estre - mecimiento, en los cuentos más serios la emoción y el dolor na - cían de una atmósfera inclemente y fría, que cortaba la respiración, como el aire cuando nieva. Y si el lector derramaba alguna que otra lágrima, el escritor tenía siempre los ojos secos. Además, los personajes de sus cuentos ofrecían sin cesar comentarios, juicios, observaciones, opiniones. El escritor no ofrecía comentario alguno. No daba la razón a nadie ni se la quitaba. Así era Chéjov en sus primeros relatos y así fue en los últimos. Un escritor que no hacía comentarios».
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