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Parásito por Pablo Simonetti

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Parásito

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Pablo Simonetti

Enrique Amorim era un parásito con una encantadora habilidad para aferrarse a su anfitrión de turno, capaz de to dos los colores que una situación ameritara, flexible como lagartija para colarse en los intersticios de la vida de los demás. Si recibía la luz de un grande, podía bailar y cantar sin descanso, como una odalisca de la mejor estirpe o como la versión más sofisticada de una quitandera rioplatense.

Si bien su atención estaba siempre puesta en otro –que a su juicio se hallaba más alto que él en la consideración de la elite artística–, como todo esnob consumado prestaba a su imagen una atención maternal, al punto de componer las ficcio nes que fueran necesarias para embellecerla, para hacerla crecer y así ir llenando uno a uno los cuartos infinitos de su vanidad.

Quería ser parte de la his toria, pero nunca confió en el reconocimiento que pudieran traerle sus obras. Para alcanzar la posteridad, creía fundamental codearse con los protagonistas de su tiempo. Creaba escenarios con un esmero febril, procurán dose el instante preciso, la frase acertada, inflamando el signifi cado de un gesto, atendiendo al ángulo en que la luz de la estrella del momento recaería sobre él.

Su más elaborada puesta en escena fue el entierro simulado, o tal vez real, de los restos de García Lorca. La fotografía que lo muestra rodeado de los habi tantes de Salto en un promontorio que domina el río Uruguay, junto a una caja blanca con las proporciones de un osario, es la mejor representación que pudo concebir. No solo porque lo en salzaba como el sacerdote que porta los despojos del héroe hasta el mausoleo, sino porque sin que rerlo representó su deseo de tener entre sus costillas el corazón de García Lorca. Amorim quiso ser Jacinto Benavente y su manera de serlo no fue trabajar día y noche en su poesía, sino seducirlo. Qui so ser García Lorca, se convirtió en su amante mientras vivía e intentó apropiarse de su memo ria después de su muerte. Quiso ser Picasso, Aragon y Neruda. Para Amorim, la gloria artística no llegaba por sus propios pasos y solo podría alcanzarla si unía su destino al de los ungidos.

Cada época es pródiga en personajes del estilo de Amorim, la mayoría menos inteligentes y sofisticados que él, casi todos igual de ambiciosos. Amorim es un ejemplar del esnob latinoame ricano en su versión superlativa, aquel que mira a Europa como un paraíso perdido y que recurre a las más intrincadas artimañas para volver a recorrer sus jardi nes. Pero no se contentó con los jardines de barrio, ni siquiera con los parques palaciegos. Anhela ba salir de paseo cada mañana a un jardín donde floreciera el gran arte, con Aragon y Picasso dispuestos a incorporarlo en sus intercambios geniales, con Neru da ofreciéndole un trato familiar en el recodo de un sendero, con García Lorca esperándolo en un claro de bosque para hacerle el amor con desesperación y des pués dormitar desnudos sobre la hierba hasta que la campana llamase al almuerzo. Así de idea lizada era la imagen que guardaba Amorim del paraíso al otro lado del Atlántico. Quiso ser el aman te latinoamericano de las glorias artísticas europeas, un amante posesivo, ubicuo y generoso.

A lo largo de la historia, los esnobs han servido de fuente de recursos y caja de resonancia para los grandes artistas. Las almas pequeñas entibian su vanidad a la luz del genio, mientras este ab sorbe su devoción y sus billeteras para seguir trabajando a gusto. Cada uno de estos esnobs tiene la determinación de ser parte de la historia, se cuelgan de las ropas de quienes la conducen, conven cidos de que podrán así subirse a la barca de la posteridad, sin darse cuenta en su ciego deseo de que se han aferrado a los jirones de ropa que los grandes abando nan en el camino, convirtiendo a ese compañero momentáneo, si no en desecho, en poco más que anécdota o decorado.

Con el osario en las manos, Amorim creyó que alcanza ba la plenitud. El corazón del poeta granadino era suyo, nadie podría arrebatarle la eterni dad. Y, sin embargo, hasta que Santiago Roncagliolo escribió este libro, la historia se ha bía empecinado en expulsarlo de sus anales y registros. ¿Es El amante uruguayo una reivindicación? Roncagliolo no se pronuncia al respecto. Le divierte el patetismo de Amorim. Incluso hay pasajes en que las invencio nes de este personaje le brindan al autor peruano el placer que se

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experimenta cuando otro prosista teje una narración rica en detalles de verosimilitud. No hay que dudar de la calidad novelesca de la vida de Amorim. Escribir sobre él debió de ser más bien un tra bajo de ficción que de no ficción.

Pero aun si los huesos de García Lorca se hallaran en terrados junto al río Uruguay, Amorim no ocupará más de una línea en la historia del arte del siglo XX, lo cual no era menos que su propósito en la vida.

Podrá tener la fama de los pres tidigitadores, de los arlequines del gran mundo, la fama de un asom broso maromero. Pero poco más.

Amorim me hizo recordar a generaciones de homosexuales chilenos que hicieron de Europa una cantera de fantasías, a la vez que un lugar de salvación. Partían jóvenes, y cuando regresaban a Chile de visita se revestían de una nueva sofisticación, trayendo bajo el brazo un álbum fotográfico donde se los podía ver acompaña dos de alguna princesa alemana, o de Nureyev, o en el peor de los casos de una cantante española de moda. Mejor aun si habían alcan zado cierta cercanía con parientes de las casas reales. Para qué decir si el joven, ayudado por su belleza y encanto, ingresaba mediante el matrimonio a una familia noble o atrapaba a una rica heredera. Ser el invitado de honor de un baile en algún palacio parisino valía lo que una coronación en el exilio. Tal como Amorim, estos hombres difundían sus logros en las revistas de vida social, ador nándose con aires de leyenda. El marqués de Cuevas, Cuevitas, fue el más notorio de estos gaynobs chilenos, quizás porque alcanzó el mayor de los éxitos: dejar Chile atrás. Fue amante del príncipe Yusúpov –uno de los asesinos de Rasputín–, se casó con Margaret Strong, nieta de John Rockefe ller, fundó y dirigió una de las compañías de ballet más célebres de Europa. Murió rico, poseído por el espíritu de su marquesado de papel, admirado por el gran mundo, rodeado de una corte de bellas mujeres y mancebos. Pero fueron cientos los que se mar charon de Chile en busca de este otro tipo de poder, uno que les permitiera ponerles el pie enci ma a sus compañeritos de curso que tanto se habían burlado de ellos cuando niños, uno que los transfigurara a ojos de esta ma nada de hombres provincianos, quienes los habían apartado bajo la sospecha de ser maricones. El arribismo, la mitomanía y la avi dez parasitaria en sus casos constituían una estrategia de poder, un engaño para dar un rodeo y con un golpe de fortuna romperle la mandíbula a la fiera machista. El ensalzamiento europeo obli garía a sus familias a celebrar los triunfos de aquel que habían despedido con un suspiro de alivio, y sus amigos de juventud deberían abrir sus polvorientos salones para ofrecerles banquetes de bienvenida. Me tocó conocer a un puñado de estos hombres, unos más brillantes que otros, hoy una especie en extinción, todos mentirosos, refinados, sen sibles y secretamente vengativos.

De esta orden, Amorim fue el prior. Dueño de todas las dotes del dandy, además del dinero, no buscó los salones aristocráticos sino a los nobles de la imaginación. Y llegó lejos, convirtiéndose en una figura deslumbrante del Buenos Aires de la primera mitad del siglo XX y en un embajador comprome tido con la Europa dolorida de la posguerra. Sin embargo, su vora cidad lo hizo quedar en evidencia. Poco a poco fue apartado de los cenáculos artísticos, las circunstan cias políticas rompieron la magia de sus invenciones, en su empeño se ganó enemistades poderosas. Su final fue más bien amargo, deste rrado a vivir en su propia tierra.

La pregunta es si Amorim fue un parásito a causa de una falla tectónica en su constitución moral o fue una víctima de la cultura de su época. ¿Puede alguien ser un hombre pleno si tiene que disi mular aspectos esenciales de su identidad desde que es un niño?

A lo largo de la historia han existido gays, como García Lorca, que lograron hacer de su margina ción social una obra propia, de su despecho un mundo imaginario, de su secreto un altar. Amorim lo intentó, pero para él no fue suficiente. Muchos otros gaynobs también lo intentaron. A cada uno de ellos le habían inoculado la idea de que la verdadera felicidad estaba en otra parte, de que no podrían ser dueños de su propio corazón. Temprano aprendieron a aparentar, a seducir, a cantar, a hacer maromas, a robarle el cora zón a quienes lo habían recibido de manos de una naturaleza arbitraria. Tal vez así, pensarían, podrían salvarse de vivir para siempre des terrados en su propia tierra.

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