presentación
Parásito Pablo Simonetti
Amorim era un paE nrique rásito con una encantadora habilidad para aferrarse a su anfitrión de turno, capaz de todos los colores que una situación ameritara, flexible como lagartija para colarse en los intersticios de la vida de los demás. Si recibía la luz de un grande, podía bailar y cantar sin descanso, como una odalisca de la mejor estirpe o como la versión más sofisticada de una quitandera rioplatense. Si bien su atención estaba siempre puesta en otro –que a su juicio se hallaba más alto que él en la consideración de la elite artística–, como todo esnob consumado prestaba a su imagen una atención maternal, al punto de componer las ficciones que fueran necesarias para embellecerla, para hacerla crecer y así ir llenando uno a uno los cuartos infinitos de su vanidad. Quería ser parte de la historia, pero nunca confió en el reconocimiento que pudieran traerle sus obras. Para alcanzar la posteridad, creía fundamental codearse con los protagonistas de su tiempo. Creaba escenarios con un esmero febril, procurándose el instante preciso, la frase acertada, inflamando el significado de un gesto, atendiendo al ángulo en que la luz de la estrella del momento recaería sobre él. Su más elaborada puesta en escena fue el entierro simulado, o tal vez real, de los restos de García Lorca. La fotografía que lo muestra rodeado de los habitantes de Salto en un promontorio que domina el río Uruguay, junto a una caja blanca con las
proporciones de un osario, es la mejor representación que pudo concebir. No solo porque lo ensalzaba como el sacerdote que porta los despojos del héroe hasta el mausoleo, sino porque sin quererlo representó su deseo de tener entre sus costillas el corazón de García Lorca. Amorim quiso ser Jacinto Benavente y su manera de serlo no fue trabajar día y noche en su poesía, sino seducirlo. Quiso ser García Lorca, se convirtió en su amante mientras vivía e intentó apropiarse de su memoria después de su muerte. Quiso ser Picasso, Aragon y Neruda. Para Amorim, la gloria artística no llegaba por sus propios pasos y solo podría alcanzarla si unía su destino al de los ungidos. Cada época es pródiga en personajes del estilo de Amorim, la mayoría menos inteligentes y sofisticados que él, casi todos igual de ambiciosos. Amorim es un ejemplar del esnob latinoamericano en su versión superlativa, aquel que mira a Europa como un paraíso perdido y que recurre a las más intrincadas artimañas para volver a recorrer sus jardines. Pero no se contentó con los jardines de barrio, ni siquiera con los parques palaciegos. Anhelaba salir de paseo cada mañana a un jardín donde floreciera el gran arte, con Aragon y Picasso dispuestos a incorporarlo en sus intercambios geniales, con Neruda ofreciéndole un trato familiar en el recodo de un sendero, con García Lorca esperándolo en un claro de bosque para hacerle el amor con desesperación y después dormitar desnudos sobre
la hierba hasta que la campana llamase al almuerzo. Así de idealizada era la imagen que guardaba Amorim del paraíso al otro lado del Atlántico. Quiso ser el amante latinoamericano de las glorias artísticas europeas, un amante posesivo, ubicuo y generoso. A lo largo de la historia, los esnobs han servido de fuente de recursos y caja de resonancia para los grandes artistas. Las almas pequeñas entibian su vanidad a la luz del genio, mientras este absorbe su devoción y sus billeteras para seguir trabajando a gusto. Cada uno de estos esnobs tiene la determinación de ser parte de la historia, se cuelgan de las ropas de quienes la conducen, convencidos de que podrán así subirse a la barca de la posteridad, sin darse cuenta en su ciego deseo de que se han aferrado a los jirones de ropa que los grandes abandonan en el camino, convirtiendo a ese compañero momentáneo, si no en desecho, en poco más que anécdota o decorado. Con el osario en las manos, Amorim creyó que alcanzaba la plenitud. El corazón del poeta granadino era suyo, nadie podría arrebatarle la eternidad. Y, sin embargo, hasta que Santiago Roncagliolo escribió este libro, la historia se había empecinado en expulsarlo de sus anales y registros. ¿Es El amante uruguayo una reivindicación? Roncagliolo no se pronuncia al respecto. Le divierte el patetismo de Amorim. Incluso hay pasajes en que las invenciones de este personaje le brindan al autor peruano el placer que se