Dossier 21

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El buen escritor de discursos debe dedicar la mayor parte de su tiempo a pensar en qué está pensando su político, a pensar no como él sino con él. Se trata de proveerle no tanto palabras como argumentos. El discurso ideal no es el que está perfectamente construido, terminado, sino el que deja ver frases, giros, ideas sobre las que el buen político, jazzista por naturaleza, puede y debe improvisar.

César; y Marco Antonio lo alaba, llamando con ironía Brutus a un hombre honorable. Un discurso que sin decir lo que dice logra cambiar la opinión de un pueblo es el que todos los escritores fantasma soñamos escribir algún día. Un texto como los que escribió quizás el más fantasma de los escritores, Shakespeare, que hacía entrar y salir como nadie a los espectros de sus obras llenas de reyes y senadores que hasta cuando mienten dicen la verdad. Shakespeare, que, como decía John Keats, agitaba todas las banderas al mismo tiempo. Con la modestia que este oficio pide y obliga, es quizás lo que los escritores fantasma aprendemos mejor que nadie a hacer: agitar al mismo tiempo, con una energía que desconocíamos, todas las banderas. Rafael Gumucio es escritor. Profesor de la Escuela de Literatura Creativa de la Universidad Diego Portales y director de su Instituto de Estudios Humorísticos, es autor de La deuda, La situación, Los platos

especial de rigor; de los últimos cuatro Presidentes solo Ricardo Lagos solía disfrutar con el arte de hablar en público, los otros se han permitido citar a Arjona, «empoderar» y usar expresiones terribles como «al final del día» y «hacer sentido» con total impunidad. Nadie les ha exigido nunca ser claros o precisos, para eso están educados los periodistas y los asesores, para descifrar el lenguaje que los off the record adornan y mejoran. El escritor fantasma en Chile debe preocuparse de, además de ser listo, no pasarse de listo, ser claro pero tampoco demasiado claro, entender los problemas pero no poner a nadie en problemas. Escribir discursos ajenos te obliga de una forma brutal a pensar, como Jean Renoir, que todo el mundo tiene sus razones. Te lleva un poco más lejos, a pensar que todos tienen razón. Esta labor se parece a la del guionista de cine, al que solo recuerdan cuando el director falla. Como el guionista de esa película, no es su película, su ingenio o su genio; depende de un actor, de una luz, de un momento en el que no puede participar más que tangencialmente. Al mismo tiempo, sabe íntimamente que todo depende de él, que sus palabras son el carbón de esa locomotora, los escalones en el asesinato de

rotos y Memorias prematuras, entre otras obras.


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