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CRISTÓBAL JOANNON
Mi amigo se quedó en Santiago durante enero. Fue algo voluntario. Nos dijo que sus vacaciones consistirían en ir todos los días a la biblioteca a leer la serie completa de Lobsang Rampa. ver en los anaqueles aquellos títulos de los que podemos prescindir no solo nosotros sino la especie humana en general, salvo los investigadores académicos profesionales. La curiosidad sobre la que he hablado corre por un carril distinto de aquel por donde va el conocimiento. Los tomos dormidos no son una tarea pendiente, son la antípoda de ese personaje deprimente de La náusea de Sartre, quien pasaba sus días en la jaula de un plan absurdo: leérselo todo. Desde mi mesa veo, empastados en cuero viejo, los cien tomos de la Colección de documentos inéditos para la historia de España. Le pregunto a uno de los bibliotecarios si desde que él trabaja aquí alguien le ha pedido alguna vez la llave de esa sección para consultar un volumen. «No que yo recuerde.» Jubilará dentro de poco y podría decirse, sin dramatismo, que ha envejecido desde que era joven al interior de esta formidable cripta. Un poco más allá hay libros de filosofía cuyo aspecto parece todavía más antiguo: se los indico. El bibliotecario parece comprender en qué ando; abre la puertecilla de vidrio y me anima a tomar uno, donde se lee: George Berkeley, De motu. Es el breve escrito del pensador irlandés sobre el movimiento. Qué paradójico: el libro ha estado quieto quizás desde el día en que se fundó la Universidad de San Felipe –de la cual nació la Universidad de Chile–, rigurosamente no leído durante siglos. Lo abro, paso los dedos por el polvo acumulado en su canto superior y regreso con él a mi mesa. Leo al azar: Revera, ope sensuum nihil nisi effectus seu qualitates sensibiles, & res corporeas omnino passivas, sive in motu sint sive in quiete, percipimus:
ratioque & experientia activum nihil praeter mentem aut animam esse suadet. Quidquid ultra fingitur, id ejusdem generis esse cum aliis hypothesibus & abstractionibus mathematicis existimandum; quod penitus animo infigere oporter. Hoc ni fiat, facile in obscuram scholasticorum subtilitatem, quae per tot saecula, tanquam dira quaedam pestis, philosophiam corrupit, relabi possumus.
No sé latín, pero eso no me impide mirar el texto, de la misma manera en que miro el libro y el lugar donde estoy. Puedo intuir el significado de la expresión obscuram scholasticorum subtilitatem, que debe referirse a las alambicadas sutilezas de la escolástica, y puedo imaginar casi automáticamente una escena remota: un grupo de monjes ataviados con sacos harineros tejen en una mazmorra los sofismas que siglos después serán empleados para justificar una dictadura como la nuestra. Mirar así un texto es un fin en sí mismo, similar a dar un paseo o escuchar la lluvia sobre el tejado. Las bibliotecas son también un fin en sí mismo, en las que se junta el amor a los libros y la buena costumbre de contemplar el vacío; desde luego lo es la biblioteca del monasterio Strahov de Praga –en la que se conservan alrededor de 200.000 libros antiguos y es algo así como un paraíso en la Tierra, según me han contado, pues de ella solo he visto fotos–, pero también lo es la de mi amigo Óscar Velásquez, donde he pasado semanas editando con él un diálogo de Platón, o la mía propia, sin duda modesta, pero que alcanza a producir eso que podría llamarse la «sensación de las bibliotecas», especialmente de noche, cuando las persianas se han cerrado y todos se han dormido. Cristóbal Joannon es licenciado en filosofía y periodista de la Universidad Católica, y Master of Arts en Teoría de la Argumentación de la Universidad de Amsterdam. Ha publicado Tabula rasa y Sumario (2005 y 2011, poesía).