Dossier 22

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Mejor tenerlos en cajas, o en las estanterías inferiores, exhibiendo sus tristes cantos, castigados. Escribo en un cementerio donde también yacen los restos de autores que desprecio. Su condena es seguir ahí, en cadena perpetua, sin siquiera el privilegio del hojeo dominical. se trata solo de los tuyos y de los míos: se trata, principalmente, de los nuestros. Sería sensato erradicar la odiosa costumbre del regalo autodestinado, a la manera de Homero, cuando le regaló a Marge una bola de bowling con su nombre –el de Homero– grabado. Y nadie debería regalar a una pareja de amigos un libro, por más estables que parezcan esos vínculos. Ni mucho menos dedicarles una novela. Cuando me han pedido dedicatorias dobles lo hago con espíritu sombrío, prefigurando la separación. Lo mismo me pasa cuando me entero de amigos que, sin mayores precauciones, juntaron sus libros con los de sus parejas, pensando con alegría en una vida, en una biblioteca para siempre. Mi biblioteca, de hecho, ha alojado temporalmente colecciones valiosas de amigos separados. En el mejor de los casos, después de unas semanas, los libros regresan a sus dueños. Pero todavía tengo, en la pieza de invitados, desde hace tres años, unos cien libros que no son míos, a la espera de que sus dueños vengan a recogerlos. «Él quemó todos sus libros y se retiró como un ermitaño a una biblioteca pública», dice un aforismo de Canetti, de nuevo. No creo que pudiera haber, para este artículo, un final feliz. ¿Cómo negar, en un país como este, con libros tan caros, con librerías cuyos estantes ni siquiera llegan hasta el techo, que tener una biblioteca personal es ante todo un indisimulable acto de egoísmo? ¿De qué manera llega a ser

ALEJANDRO ZAMBRA

noble, en las actuales circunstancias, la imagen de un viejito guatón que molesta a sus amigos y entre todos maltratan la cabina de una camioneta con cajas pesadas, a punto de desfondarse, conseguidas por quinientos pesos en el Líder, repletas de libros que acaso nadie volverá a leer? Me aproximo, sin más, a este fin dramático: desde hace un tiempo me ronda la insistente idea de deshacerme de mi biblioteca. No hablo de reducirla a lo esencial, sino de donarlo todo, vaciar las estanterías, comenzar de nuevo. Perder los libros parcialmente, ir cada mañana a esa biblioteca pública que decía Canetti, y escribir y leer ahí; o bien perderlos del todo y quedarme en la casa vacía, sin la ayuda de los muertos, desacompañado, libre. Quizás entonces, pienso, escribiría mejor. Lo digo y lo pienso, quizás mañana piense otra cosa, no lo sé. Por lo demás, quienes hayan llegado hasta aquí habrán notado que estoy tremendamente deprimido. Alejandro Zambra, profesor de literatura en la UDP, es autor de Bonsái, La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa. En diciembre Anagrama publicará el libro de relatos Mis documentos.


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