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Una presencia inquietante». Soledad Bianchi
from Dossier 23
presentación La narrativa de Edgardo Rodríguez Juliá: «Una presencia inquietante» 1 Soledad Bianchi
Estoy aquí para presentar al escritor puertorriqueño Edgar do Rodríguez Juliá. No voy a comenzar con el lugar común de recalcar que como el largo territorio de Chile se extiende, solitario, entre la cordillera de los Andes y el océano Pacíco, semeja una isla, y que en esto nos aproximamos a Puerto Rico, archipiélago caribeño, integrante de las Antillas Mayores, país isleño en plural porque está for mado por varios cayos. Allí nació Rodríguez Juliá, en 1946.
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No iba a reiterar esto de la geografía, pero… ya lo señalé. «Mi isla pequeña», nombraba Gabriela Mistral a Puerto Rico, lugar que le encantó, encantán dola (lo que no cuesta nada, se lo aseguro) cuando «la errante» (como ella misma se apodaba) la visitó, por más de un mes, en 1931. El afecto fue mutuo porque las escuelas y los liceos que llevan su nombre, incluso hoy, son multitud.
«Personas son, para mí, los países», decía también Gabriela Mistral, y Rodríguez Juliá podría repetir estas palabras recordando sus años universitarios cuando fue alumno y amigo de José Ma ría Bulnes, su profesor chileno de Literatura, que residía en Puerto Rico desde 1959 y que tuvo una muerte brutal, aquí en Chile, a nes del año pasado. Tal vez, Rodríguez Juliá apren dió losofía con Carla Cordua,
1 «Si el entierro es el fin de la vida (…) el velorio es el reino de las emociones conflictivas: (…) un cadáver de cuerpo presente es una presencia inquietante…», se dice en El entierro de Cortijo, Río Piedras, Ediciones Huracán, 1983.
con Roberto Torretti o con José Echeverría, todos profesores de Chile, que Jaime Benítez, rector y posteriormente presidente de la Universidad de Puerto Rico, invitó para renovar la enseñanza como parte de la reforma de esa institución, cuya editorial había publicado –en 1948 y 1949– trabajos de Gabriela Mistral y del lósofo Jorge Millas. Casi cincuenta años después, Edgar do Rodríguez Juliá dirigió esa misma editorial. En «Antología personal», una de sus colecciones, dio a conocer compendios de los chilenos Antonio Skármeta y Diamela Eltit, entre muchos.
Pero, más que a su impor tante trabajo de editor y lector (ensayos literarios suyos pueden conocerse en su reciente Mapa desgurado de la literatura antillana), quisiera referirme ahora, muy brevemente, a su escritura y su amplia trayectoria.
La renuncia del héroe Baltasar fue su primera publicación, en 1974. Una novela ubicada en Puerto Rico en el siglo XVIII. En su escrito siguiente realiza un viraje formal y da a conocer una crónica, pero Las tribulaciones de Jonás no es un volumen que recoja un conjunto de textos diversos (como muchas de sus obras posteriores, como muchos libros de crónicas) sino que es un único escrito extenso y uni tario centrado en un personaje histórico, casi contemporáneo, Luis Muñoz Marín, el primer gobernador puertorriqueño electo por sus compatriotas, cuya muerte en 1980 marca –para el cronista– el n del Puerto Rico rural. Me parece que esa preferencia por observarle viejo y afásico, lejos del pleno esplendor que lo rodeó; por observarle en su deterioro y ante el próximo –y literal– descenso (posterior a su n) se relaciona con la visión que Rodríguez Juliá tiene del mundo social que lo rodea y con su benjaminiano concepto de la historia como caducidad, como ruina.
Creo que estos gestos eviden cian rasgos muy propios de este escritor y su quehacer, y veo en ese cambio narrativo –de la novela a la crónica– una característica que atraviesa toda su carrera literaria porque su curiosidad le impide continuar una senda ya conocida –la novela, en ese caso– y se atreve a dejarla, pues para manifestar una realidad diferente necesita otro modo de expre sión, y este escritor se arriesga y ensaya. Me guro, entonces, a Rodríguez Juliá como un explorador que no cesa de mirar, de curiosear, de observar, aproximándose y alejándose –de lo que le interesa– para volverse a acercar; que palea por aquí y por allá, en muchas direcciones, sin importarle tanto lo que encuentra como la búsqueda.
Para Rodríguez Juliá, «la imaginación» y «la observación» son «dos modos de acercamiento» a un objeto, y estarían en la base de esas concreciones llamadas novela y crónica, respectivamente. Sabemos que deslindes tan netos no existen y ambas –imaginación y observación– se entrecruzan y conectan, y ninguna puede darse aislada. Sería, más
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bien, asunto de prioridades y que una aventaje a la otra. Como sea, que lleguen a fundirse es el deseo de este narrador puertorriqueño. Y, como los datos que nos han llegado del siglo XVIII –mo mento en el que transcurre no solo su novela inicial sino también la segunda– serán siempre escasos para percibiresa realidad en movimiento y con voz plena, a los antecedentes del pretérito que se conocen de manera primordial, a través de la lectura y del estudio, es decir, de una observación, hay que añadirles imaginación. Para completar ausencias y silencios, para hacer bullicioso y bullente un espacio que no se conoció, pero que se quiere transmitir como «puer torriqueñamente» dieciochesco, para situarlo, para construirlo, para agitarlo y ponerlo en actividad, es decir, al proponerse elaborar una cción, este novelista –cada novelista/cada escritor– necesita inventar, en sus palabras, «a través del tejido mismo de la lengua».
Incluso si se sitúan en el ayer, por distante que parezca, todos los escritos de este narrador apuntan al presente, y este –para él– comienza con la llegada de «los blondos torpes», en 1898. Y el pasado nunca está jo. Desde el pasado siempre hay un vaivén, nunca una quietud que sea sinó nimo de estancamiento y mudez.
Fue en su enfrentamiento con la actualidad que a Rodríguez Juliá le hizo falta y quiso avenirse con otra manera de narrar, y sus inquietudes –de materias y ma teriales, de escritura, de modos de expresarse– lo «llevaron» a las crónicas pues lo que se propone exponer está a medio camino entre el testimonio personal, la descripción, la historia (con y sin mayúscula, como él la apunta), la reexión, el relato, el retrato. Y sus desvelos e intereses son tan vastos y varios que en sus cróni cas no hay aspecto despreciado ni hay jerarquía que privilegie alguno en desmedro de otro: comidas (Elogio de la fonda), deportes (Peloteros), música, pintura, personajes íconos (Iris Chacón, Rafael Cortijo en el extraordinario volumen El entierro de Cortijo), arquitectura, determinadas situaciones, elementos de la cotidianeidad… Muchos de estos volúmenes recogen crónicas periodísticas donde, con frecuencia, podemos reconocer al polemista Edgardo Rodríguez Juliá, quien nunca ha dejado de manifestar sus opiniones, aunque no gusten porque van contra la corriente, aunque lo acusen de elitista o de políticamente incorrecto: así, por ejemplo, recientemente y declarando que no entiende el reggaeton, ha manifestado su discrepancia y discordancia por la facilidad de su consonancia, es decir, por su monótona diso nancia y ha criticado, asimismo, a sus cantantes, lo que no dejó de levantar polvareda.
Porque este narrador no teme mostrarse, y no solo en sus crónicas. ¿Cómo no pensar en Edgardo cuando enfrentamos a Edgar, el personaje de La pisci na, su última novela? Tampoco Rodríguez Juliá quiere falsear ni disimular ni edulcorar su postura ante la existencia: entonces, el escepticismo colorea ambientes, situaciones y personajes. Si hay artistas que se proponen alcanzar y pintar la luz del Caribe, ¿cómo no constatar esa imposibilidad en desilusiones y fracasos irre mediables, como lo muestra la tenue narración de El espíritu de la luz? ¿Por qué negarse a reconocer la decadencia que –mañana, tarde y noche– nos deteriora y nos envuelve, sin despegarse de nuestro lado? Entonces, Rodríguez Juliá incita a la reexión, sin dar respuestas ni soluciones.
Nada más distante de su literatura que el «folclorismo», que un folclorismo caribeño, porque al mostrar el Caribe lo construye con sutileza, sin ningún trazo grueso ni caricaturesco ni exótico.
«Personas son, para mí, los países», decía Gabriela Mistral, y mientras Edgardo Rodríguez Juliá escribe, va imaginando Puerto Rico, va imaginando el Caribe y las Antillas. Si leemos los textos de Edgardo Rodríguez Juliá, leeremos Puerto Rico, cier to Puerto Rico, su Puerto Rico, el de ayer y el de hoy: «Personas son, para mí, los países».
Soledad Bianchi ha desarrollado una extensa obra de análisis literario de la poesía y de li teratura hispanoamericana en general. Entre sus publicaciones más conocidas están Entre la lluvia y el arcoiris y Poesía chilena.