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Torsiones del lenguaje. Guido Arroyo

presentación

Si hay algo que podría evitarse es el uso de los lugares comunes, esos rótulos cuya naturaleza pertenece más a las frases del informante devenido en periodista. De un tiempo a esta parte el abuso de esas ortopedias ha generado un horizonte de absurdo pesquisable en los medios masivos. En ellos, un tipo que nunca vio más que el resumen de los goles hace un análisis acabado sobre esquemas tácticos; personas a las que nunca les interesó leer hacen notas sobre traducciones de poesía sin siquiera mencio nar al traductor o cotejar otras versiones –asunto que a Marcelo, como es lógico, le preocupa–, y sujetos que jamás se apasionaron por el debate público son los encargados de informar sobre el estado de las cosas a un espec tador cada vez más dado a no entender nada, a no escuchar lo que anuncia el ruido de fondo. No abogo por la censura, sino por evitar la glosa intrascendente, esa que solo devela el cacareo de alguien a quien no le parece ne cesario sostener las palabras más que en la añoranza del silencio. Y esos lugares comunes que se han constituido en torno a Marcelo Cohen son los siguientes: que es un escritor, traductor y crítico, en ese orden, y que su narrativa es «extravagante», por no decir intraducible: otra aporía. Pero basta merodear un poco por sus ˆcciones, leer sus versiones de original o sus ensayos para descubrir que las tres funciones que recorren su trabajo son, al ˆnal, un mismo ejercicio impul sado por la particular pasión de la lectura. Cito: «Hay escritores como yo para los cuales la lectura y la escritura son parte del mismo continuo; es decir, la inmersión». Su trabajo entonces se basa en ingresar a los caudales de la lectura, y desde allí erigir una escritura, una reŠexión sobre lo leído. La síntesis de ambas podría ser el ejercicio de la tra ducción, pues como ha confesado le «gusta ser traductor, casi con mayúscula, como una alegoría». Y en el desarrollo de ese ejercicio se ha sumergido en autores como T.S. Eliot, Philip Larkin, Clarice Lispector, William Burroughs o Henry James, y otros va rios cultores de ciencia ˆcción que desconozco. En esa senda también podemos decir que fue el ideólogo del notable proyecto llamado Shakespeare por escritores, que consistía en traducir todas las obras del inglés isabelino a los diversos dialectos castizos, me reˆero al español colombiano, peruano, venezolano, mexicano, chileno o el argentino porteño. Este interesante proyecto, sin embargo, como nos confesó hace un par de días, terminó fracasando debido a los intereses económicos del sello editorial, que primaron ante cualquier razonamiento que se basara en el interés por el autor traducido. Pero quizá el aspecto central en la escritura de Cohen sean las torsiones de la lengua como elemento base de la escritu ra, pues es bajo esos pliegues donde se constituye lo que suele llamarse con algo de siutiquería la voz literaria. En este punto resulta necesario mencionar que la biografía de Marcelo está cruzada por el exilio, esa herida que nunca cicatriza. En un ensayo comenta sus intensos encuentros con Osvaldo Lamborghini durante sus períodos en España, y le resulta sensato que su contemporáneo situara precisamente «las tensiones de nuestro exilio en su meollo, la lengua». Cualquier constitución probable del sujeto, sobre todo del exiliado, arranca con la voluntad de diferenciación y creo que Cohen lleva esa máxi ma al plano propio, pues aˆrma: «El self, eso que se supone que uno es medularmente, signo de identidad irreductible y término que algunos se ven obligados a traducir como yo, es verdadera mente recalcitrante en su apego a sí mismo (…) Y yo quería un estilo de escritor y de traductor, y era muy pretencioso: quería una argentinidad de incógnito y, digamos, una hibridez distingui da». Bella empresa entonces la de sostener una identidad incógnita y desenvolverse por las aguas de lo híbrido, sin anhelar clasiˆ- caciones que hacen más fácil la existencia o, al menos, vuelven más declinable la lengua propia. Sobre algo similar hablaba Samuel Beckett en su ensayo sobre el Work in progress 1 de James Joyce, titulado «Dante… Bruno, Vico, Joyce». Allí se interroga sobre la forma en que un escritor utiliza las características culturales de una lengua, las particularidades del idioma. La pregunta lo lleva a establecer un silogismo para una escritura

1

Nombre de trabajo que utilizó Joyce para la «novela» Finnegans Wake (1937).

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relevante, y este se basaba en detectar el «desgaste sociocultural de una lengua», a la vez que evitar palabras que se pretendan universales. Se trata entonces de manifestar las fuerzas del lenguaje, como lo haría un Mallarmé, pero engarzando eso con una lectura que tienda a la sociología del habla. Y me parece que esta percepción es muy cercana a un deseo que maniˆesta Cohen –y que cumple a cabalidad–, cito: «Yo quería desintegrarme, sí, pero conservando la voz. Se sabe que la Voz, con mayúscula, es el absoluto metafísico, la inabor dable, inexpresable realidad de que el lenguaje tenga lugar. Pero la voz que yo quería conservar no era ese puro querer-decir que separa la cultura de la naturaleza, sino esa voz segunda, especíˆca y ya aˆnada, que si nos une a la fuente del ser es solamente por la vía del origen biográˆco; una especie de huella digital comuni taria…». Quisiera cerrar invocando una anécdota sobre mi primer encuentro con el trabajo de Cohen. Hace un par de años, y con algo de esfuerzo, invité a mis padres a recorrer durante una semana Buenos Aires y Mar del Plata. El objetivo era merodear sin apuro, hacer turismo, pero la dinámica fracasó por completo, pues solo tocaron días de lluvia. El viaje se tradujo a estar en continuo trán sito, encerrados, dialogando entre piezas de hotel o cafetines. Antes de eso, de paso por la Librería Norte, el poeta-librero Sandro Barella me recomendó Ventanas altas de Larkin traducido por Cohen. Como es habitual, salí con una docena de libros, pero ese volumen fue lo que leí durante todo el viaje. Entonces la imagen recurrente fue esta: estar encerrado en una pieza doble de hotel, mientras la lluvia arrasa ba Mar del Plata ymis padres roncaban como cuando era un niño y llovía a cántaros en el sur de Chile. Yo releía con calma los poemas, e incluso hubo tiempo para releer lentamente el epílogo. Allí Cohen aˆrmaba, o aˆrma, que la traducción de una lengua a otra es una forma de enrique cer la propia lengua, el habla personal, con los signos o acaso los paisajes de un lenguaje ajeno. Nuevamente nos acercamos a Beckett, quien en una epístola confesaba que su propia lengua cada vez se le asemejaba más a un velo que debía hacer jirones para acceder a las cosas. 2 La síntesis es clara: la traducción, como la pasión por la lectura antes que la escritura, es otra forma de desmarcarse de los ripios de nuestra lengua adquirida, de la biografía tallada en la infancia. No es que existan estilos propios legibles, sino lo contrario, escrituras cuya estética se diferencie de todo lo demás, lenguaje sin dominio que busca adquirir palabras globales en vez de suprimirlas –operación que hace la Academia, según Elías Canetti–. Porque, y citando nuevamente el epílogo de Ventanas altas, «el lenguaje no sirve para reconciliarse, menos aun para comprender, sino para sugerir misteriosas perspectivas».

2

En carta dirigida a Axel Caun, fechada en 1937.

Seguramente esto algo tendrá que ver con «Dos o más fantasmas», la conferencia que a continuación dictará Marcelo. Al menos yo descubrí en ese viaje, marcado por su forma de escribir a Larkin, que la primera idea, la que no fue, es siempre una vana impostura, porque el viaje se trata de alterar la vida misma con una lengua ajena que nos cuesta comprender, un zumbido que se vuelve otra morada, digna de habitar hasta confundirnos dentro de ella.

Guido Arroyo, editor y poeta, estudió Literatura Creativa en la UDP y se doctoró en Filosofía por la Universidad de Chile. Dirige el sello edi torial Alquimia.

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