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Cómo llegué a Leonardo Padura? Agustín Squella
from Dossier 23
presentación
¿Cómo no anticiparme a la pre gunta que podrían hacerse ustedes con toda razón, a saber, qué hace aquí un profesor de losofía del derecho presentando a un novelista?
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Podría justicarme con alguno de los muchos textos que tratan de literatura y derecho, o de derecho en la literatura, o de derecho de la literatura, pero no lo haré. Apelaré tan solo a mi condición de lector de novelas y a mi gusto por aquellas que he leído de Leonardo Padura. Como ustedes ven, no son mu chos los antecedentes que puedo exhibir, de manera que añadiré lo siguiente: presentar a un escritor es una manera de agradecerle que sea escritor y que haya escrito lo que hemos leído de él. Si escribir es una terapia ortopédica, un punto de apoyo, una muleta, leer también lo es. Escritores y lectores somos inválidos. Todos en verdad lo somos, y cada cual tiene que encontrar sus propios bastones. Escribir es uno de esos bastones, leer otro. No son los únicos. El cine, la música, el ejer cicio físico, una tarde en el hipódromo, desde luego el fútbol, el béisbol (al menos en el caso de nuestro invitado), son también puntos de apoyo o, como prefería decir Graham Greene, vías de escape. Se trata de refugios, de fondeaderos, algo así como una prometedora taberna iluminada a primera hora de la noche que divisa el navegante al acercar su embarcación a la playa.
Yo llegué a Padura por Ma rio Conde. Por el aco Carlos. Por Jose, la madre del aco, que casi de la nada les prepara unas comidas portentosas que ellos riegan generosamente con ron. Llegué por el Conejo, por Candito el Rojo. Por ese grupo de amigos, por esa tropa, yo llegué a Padura, graticándome, por ejemplo, cuando la madre del aco anuncia que los ingredientes para la cena son una gallina gorda, tres cebollas, tres ajíes, dos ramitas de perejil, un puñado de almendras, una taza de vino seco y pan. Simple, básico, pero no así la preparación. Dice Josena en La neblina del ayer, una de las mejores obras de Padura: «… la gallina se pica en pedazos, se pone en una olla con las cebollas, los ajíes, el perejil, y se sofríe un poco. Se le echa agua, la su - ciente para cubrir la gallina, se le añade sal al gusto y se cocina hasta ablandarla. Cuando ya está frita, se deshuesa y se pasa por la máquina de moler. Se maja en el mortero una cebolla grande, otra ramita de perejil y se le agrega el picadillo con el caldo, y se sazo na. Las almendras se sumergen en agua durante un cuarto de hora para poder pelarlas bien. Después se pican y se ponen en un pañito para hacerlas horchata, se unen al caldo, se pone todo al fuego y se revuelve constan temente, pues de lo contrario se corta. Cuando ha hervido un rato se le echa vino seco, se deja hervir otra vez, y se sirve con pedacitos de pan frito». ¿Cómo termina ese relato de la magníca cocinera? Como debe ser en estos casos: con los aplausos emocionados de los comensales.
Como ustedes saben, Mario Conde es un investigador, un detective, y lo que protagoniza son novelas policiales que transcurren en el único lugar donde podrían acontecer: La Habana. En esas novelas La Habana no es un decorado, es un escenario, y, todavía más que un escenario, más que una atractiva y entra ñable locación, es el único sitio en que ellas podrían ocurrir, el exclusivo punto geográco y el preciso ambiente cultural en el que podrían existir y desplazarse los personajes que las pueblan. La Habana no es aquí un mero telón de fondo, sino una presencia viva, palpable, hasta el punto de que uno puede llegar a creer que las historias de Padura no suceden simplemente en ella, sino que La Habana las produce. La isla es el vientre soleado y tormentoso del que salen Mario Conde, Jose, sus amigos, y las completas historias que protago nizan. Más que ciudad sensual, La Habana de Padura es una ciudad que transpira, y no solo en el sentido físico de sudar, sino también en el de brotar.
Pero también sabemos que donde Padura se descuadró, don de se salió de madre –como decimos aquí–, fue con El hombre que amaba a los perros, una novela de la que, sin exagerar, podría decirse lo que Aristóteles proclamó de la felicidad: una desbordante plenitud. Novela feliz, novela de desbordante plenitud, y no porque narre acontecimientos felices, que no es el caso, sino por el caudal de su prosa y por la copiosa y a la vez exacta
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abundancia que tiene ese caudal. «Vuelve a leer ese párrafo», o esa página incluso, se ordena uno a sí mismo muchas veces durante la lectura de tan espléndida novela, y no porque no haya entendido. Vuelve solo para repetir el pla cer, lo mismo que cuando se echa atrás una película y las imágenes recién vistas vuelven a deslumbrarnos. Dicen que los filósofos hacen filosofía porque se asombran ante el hecho de que hay el ser y no la nada. Pues bien, los lectores hacemos lo que hacemos –leer– porque nos asombra lo que puede hacerse con las palabras.
En 2010 apareció en caste llano T odo lo que sé sobre novela negra, de la escritora británica Phyllis Dorothy James, y fue allí donde encontré esta reflexión de Foster: «El rey murió y luego murió la reina» es una historia. «El rey murió y luego la reina murió de pena» es una trama. «La reina murió, nadie sabe por qué, hasta que se descubrió que fue de pena por la muerte del rey» es una trama con misterio, o sea, un enunciado que admite un desarrollo mayor. Y dice ahora la novelista británica: «Yo aña diría “todo el mundo creyó que la r eina había muerto de pena hasta que descubrieron la marca del pinchazo en el cuello”. Eso es un misterio sobre un asesinato, y también admite un desarrollo mayor».
Si me permiten, yo creo que las policiales de Leonardo Padu ra se ajustan perfectamente a ese esquema.
P ero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de «policiales»? S abemos que hay un género literario que responde en general a esa palabra, y se trata tal vez del único que no suele mezclarse ni confundirse con otros, como es hoy lo habitual, hasta el punto de que podríamos tener hoy la impresión de que cada obra tiene su propio género. ¿Quién podría tener algo contra las mixturas, los híbridos –por ejemplo, de novela y ensayo, o de novela, ensayo y testimonio, o de novela, ensayo, testimonio y desahogo–? Pero de pronto uno se siente harto de leer en la tapa cuatro de un libro que tomamos al azar en la librería que se trata de una obra inclasificable. Piensen us tedes en el Libro del desasosiego, de F ernando Pessoa, una obra ciertamente inclasificable, pero que lo es atendido su resultado y no por una opción deliberada que hubiera adoptado el autor antes de ponerse a escribir. Lo que quiero decir es que hoy el más preciado adjetivo de la crí tica al que parecieran aspirar no pocos escr itores es que el libro que acaban de publicar sea inclasificable. Vaya problema para los pobr es bibliotecarios.
Los libros que yo conozco de Leonardo Padura son perfectamente clasificables: policiales. Y en cuanto a El hombre que amaba a los perros, novela, simplemente novela, novela deslumbrante, mas no por sostenerse en algunos personajes y sucesos reales de e vidente importancia histórica, sino por la inusual calidad de su escr itura. Si se quiere leer historia en esa novela, ¿por qué no? Pero lo que al menos yo experimenté, lo mismo que muchos de ustedes, fue el placer de una gran historia, de convincentes y complejos personajes, y de una c alidad literaria superior. Es –y perdonen por destacar las cosas básicas que a veces se olvidan o se posponen– una novela bien escr ita, notablemente bien escrita.
El hombre que amaba a los perros se puede leer como novela histór ica. Se puede leer como novela política. Se puede leer como novela policial. Se puede leer como todo eso a la vez, es decir, como novela histórica, política y policial. Pero, ante todo, se lee como una buena novela, como una muy buena novela, casi como si se tratara de una novela insuperable, aquella que los lectores, y aun el propio autor, podrían reconocer como la obra maestra de sus vidas. Y si bien Padura, cuando se le pre gunta para qué se sienta a escribir, alude al carácter social de su obr a, no a su dimensión estética, añade en una reciente entrevista: «Esa respuesta social que está en la literatura es la que yo trato de que tenga además un valor esté tico, que tenga calidad en cuanto al lenguaje , a la estructura, una complejidad en la construcción de los personajes, en la manera de entender y de expresar una realidad determinada».
He escuchado a escritores decir que a ellos no les interesa escribir bien, sino tener historias que contar, y lo que me pregunto es cómo diablos pueden afirmar algo así. Todos tenemos historias que contar, todos llegamos a casa por la noche o nos reunimos con amigos en torno a una mesa
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luego del trabajo y damos la forma de un relato interesante a los sucesos más o menos insignificantes que hemos vivido durante la jor nada. Iris Murdoch decía que, en tal sentido, todos somos escritores, puesto que todos de alguna manera narramos, todos intentamos conferir un cierto or den al caos de la realidad y de las exper iencias que nos toca vivir. Por su parte, Karl Popper afirmaba que todos somos filósofos, puesto que na die puede eludir hacerse preguntas que consideramos filosóficas, así no más sea la de cuál es el signific ado de la vida humana sobre la Tierra o cuál el sentido de nuestra particular existencia.
P ero la verdad es que no todos somos filósofos. Tampoco todos somos escritores. Como no todos somos cineastas, aunque tengamos algunas historias que nos gustar ía filmar. La escritura es un oficio, no un talante. El escritor no es solo un depósito de historias, sino una bóveda viva de palabr as. Las historias, diría yo, no bastan. Sin palabras, sin las palabras exactas, las historias son únicamente posibilidades. Un escritor no es quien tiene historias, sino quien sabe tr ansformar las posibilidades que ellas son en un texto, por el que el lector pueda trasladarse con la facilidad con que en un aeropuerto avanzamos por la cinta transportadora.
Scott Fitzgerald decía que an tes de escribir, y sobre todo antes de public ar, lo que el autor debe preguntarse no es si quiere decir algo, sino si acaso tiene que decir algo. «Tener» que decir algo es más imperativo que «querer» decir algo. Pero nótese: tener que decir algo es más que tener algo que decir. Sí, primero debes tener algo que decir, pero luego, si eres escritor, debes alcanzar la certeza de que tienes que decirlo. Y la cosa tampoco termina allí: para escribir, y sobre todo para publicar, debes contar con la llave del cofre de las palabras.
Pero volvamos mejor a las policiales: hay aquí presentes escritores y expertos en teoría literaria que no tienen por qué estar dispuestos a tolerar que un lector aficionado les diga de qué va la cosa. ¿Son lo mismo las novelas policiales, las de detectives, las de misterio, la novela negra, el thriller? Por ejemplo, las novelas de P.D. James son detectivescas y de misterio. ¿Y en el caso de Padura? Detectivescas desde luego no. En las obras de Padura no hay un investigador inteligen te, acucioso y con gran capacidad deductiva par a desenredar un misterio o encontrar a un asesino a partir de un cierto número de pistas que el autor co mparte también con los lectores. Mario Conde no es Sherlock Holmes, ni Adam Dalgliesh, el detective de la propia P.D. James. Conde no reflexiona sobre los casos sentado en un mullido sillón junto al fuego mientras fuma una pipa; Conde, como todos los de su especie, medita en la barra de un bar o cuando en la mañana siguiente consigue despejar la ca beza con dos tazas de café y una mir ada sobre el malecón. Mario Conde se parece mucho más, según creo, a los personajes de la novela negra norteamericana, a los personajes de Chandler, de Hammett, o a los que nos ofrecen hoy John Connolly o Elmore L eonard, Juan Madrid o Rubem Fonseca.
Mario Conde es un carácter moral.
Pero tampoco es solo una cuestión de caracteres, sino de ambientes, de situaciones, de trasfondos urbanos tan oscuros como vitales y seductores. Mario Conde no se entiende sin La Habana y entendemos mejor esta gracias a Mario Conde. Tampoco se entiende Sam Spade sin San Francisco y Philip Mar lowe no se comprende fuera del L os Angeles de los años treinta. Lo que Raymond Chandler dijo de su personaje Philip Marlowe vale también para Sam Spade, el personaje de Dashiel Hammett, y vale también para el Mario Conde de Leonardo Padura: se trata de redentores, mas no porque se sientan los mejores hombres del mundo, sino por que pertenecen a la clase de los mejor es. Pertenecen a la clase de los mejores sin presumir de ello –más bien todo lo contrario– y sin ni siquiera saberlo.
Hay sí una diferencia entre Mario Conde, Sam Spade y Philip Marlowe: Conde es poli cía, no un detective privado con licencia, y eso podría dificultarle tener un juicio crítico sobre el cuerpo de orden al que pertenece. Pero no. Conde es un escritor que tr abaja como policía, y es eso lo que lo salva de ser un nombre más en la plantilla del cuerpo de policía habanera. Mario Conde tiene nostalgia, muchísima nostalgia, o sea, recuerdo de las
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cosas buenas que tuvo en el pasado o que imaginó iba a tener en el futuro. Cosas buenas en el plano personal, desde luego, pero también en el aspecto social y político de su país. Conde, como certica el propio Padura, tuvo un pasado de «feliz credulidad», la mística de que vendría un mundo mejor, aunque todo eso fue luego bruscamente cancela do. Pero la nostalgia de Conde es cualquier cosa menos un tópico. Tampoco es inocente. Es una nostalgia provocada por la inconformidad con el presente y por la añoranza no de un pa sado que hubiere sido realmente mejor, sino de uno en el que se creyó que el futuro lo sería. Nostalgia, en suma, de un futuro que no fue.
Pero Leonardo Padura no viene a hablarnos de Mario Conde, sino de cómo es hoy escribir en La Habana y, seguramente también, de cómo es hoy vivir en La Habana, de cómo es pensar allí, de qué se siente estar en una urbe cuya cantidad de habitantes es menor que el número de cu banos exiliados de la isla.
Por mi parte –y ya para concluir– fue hace pocos años que tuve mi primer viaje a Cuba, y antes de emprender vuelo hice escala técnica durante varios días en Tumbas sin sosiego, el ensayo de Rafael Rojas sobre revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano. Quedé impresionado por la calidad de la investiga ción de Rojas y, asimismo, por la diversidad y riqueza de la historia cultural de Cuba. Me gusta también de ese texto que aluda al «realismo controlado» de Leonardo Padura, lejano del £âneur agresivo de Pedro Juan Gutiérrez, esa especie de Bukowski habanero de prosa dura como una roca.
Rojas se reere en su libro a Padura como uno de los intelectuales residentes en Cuba que llevan a cabo «una recuperación ciudadana del rol de su conciencia crítica en la sociedad civil». Pero antes señala que «el intelectual plenamente crítico solo puede localizarse en la marginalidad, la disidencia o el presidio». En el caso de nuestro invitado de hoy, ni marginalidad ni presidio. Disidencia entonces. O bien, algo distinto: independencia crítica. Disidencia o bien independencia crítica para cambiar las cosas, desde luego, aunque estas, vistas desde lejos, progresan con una exasperante lentitud, como si el cambio de situación en Cuba se pareciera más a una fatalidad que a un deseo.
Finalmente, perdón, Leonardo Padura, si sientes que en esta presentación he exagerado en el elogio de tu obra. Simplemente me he dejado llevar. ¿Pero qué otra cosa cabe sino dejarse llevar cuando recibimos a un huésped que queríamos tener en casa hace largo tiempo y que de pron to podemos recibir con una mezcla de admiración, complicidad y gratitud, merced a la activísima y selecta cátedra que con singular talento dirige en esta universidad Cecilia García-Huidobro?
Ya se sabe que hay muchas patologías del libro. Abundan las bibliopatías y, con ellas, quie nes padecen patologías librescas. Somos muchos y también variados los que tenemos alguna enfermedad del libro. Una de las enfermedades se contrae leyéndolos, y me imagino que otra escribiéndolos. Con todo, mi ruego a los escritores es que continúen con su propia enfermedad del libro –la de escribirlos–, para que los lectores continuemos siendo pacientes de la nuestra, la de leerlos, sin que ni ellos ni nosotros mostremos el más mínimo interés en curarnos de nuestras respectivas dolencias.
Agustín Squella es abogado y Premio Nacional de las Humanidades y las Ciencias Sociales.