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Escribir en el borde de la lengua. Natalia García
from Dossier 23
presentación
Se debe escribir en una lengua que no sea materna.
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Vicente Huidobro
Leí un breve texto de Fabio Morábito en que contaba una anécdota: un hombre recibía, al pasar, y entremedio del ajetreo doméstico de levantarse y prepararse para salir, un sencillo encargo de su mujer: escribir un justicativo para su hijo que había faltado al colegio el día anterior (en mexicano, eso sí, se llama «justicante»). El hombre, que era escritor, se instala con li breta de comunicaciones y lápiz. «Estimada profesora: …». En el acto, comienzan los borrones, «Pedro faltó a clases ayer porque…», no, «Mi hijo, Pedro, no pudo asistir…». Ponía comas, las quitaba. Corría veloz el tiempo, como corre en las mañanas, y el hombre era incapaz de realizar la tarea. Su mujer, entonces, a pun to de salir, tomó la libreta y al pasar, redactó rápidamente dos o tres líneas, rmó, guardó la libreta y salió corriendo. En esa anécdota, dice Morábito, se plasma con claridad la diferencia entre escribir y redactar. Las palabras para el escritor son un problema, una pregunta que se vuelve sobre sí misma y que, al mismo tiempo que puede signicar una salva ción, también encierra la pérdida.
Entrar en los libros de Fabio Morábito implica acercarse a un espacio en que la escritura y, por extensión, la lengua están todo el tiempo cuestionándose e intentando responder preguntas de todo orden: sobre la mate ria que conforma la identidad, los límites del lenguaje y la literatura, la naturaleza de las relaciones humanas. En ese intento, la escritura se diversica, se pliega y muta. No es extraño, por ello, que este escritor mexicano, nacido en Egipto, en la ciudad de la biblioteca que cobijó todo el saber de su tiempo, se mueva en distintos géneros y que adquiera una voz propia y diferenciada como cuentista, poeta, novelista, ensayista y sobre todo como traductor. Morábito entiende la literatura como traducción, y ciertamente debemos agradecerle contar con la poesía completa de Eugenio Montale en español. Se tradu ce de una lengua a otra, pero también la lengua se traduce dentro de una lengua. Y en ambos intentos se puede fracasar: «Quiero decir que la vida de todos transcurría entre breves párrafos y frases truncas», dice el narrador-traductor de «Los Vetriccioli». O el personaje de «La cigala», un tragicómico cuento en que el personaje-lector cambia el rumbo de su vida por desconocer una de las acepciones de una palabra:
Busca la palabra cigala. Como había sospechado, hay dos acepciones. La primera, que él conoce, se reere a un crustáceo marino comestible, de color claro y semejante al cangrejo de río. La segunda reza así: Forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones. Vuelve a leer, porque no entendió nada. Hasta la palabra forro, que sabe lo que signica, le parece oscura. (…) Busca la palabra arganeo y lee lo siguiente:
96 PRESENTACIÓN
Argolla de doble caña por donde se arrebuja la lástica. Se queda perplejo. ¿Qué son la lástica y la doble caña, y cómo se arrebujan? Olvida por el momento el arganeo y busca la palabra piola. Y lee: Cabito que traba el cordel al desecarse el espigón que sobresale del losange. No entiende absolutamente nada, cierra el diccionario con un gesto brusco y regresa al sillón, donde retoma la lectura de la novela.
Pero «la cigala empieza a aparecer por todas partes y él no puede entender si es una persona, un animal, una enfermedad, una ley o un estado del clima».
Leer, como se ve, es también un problema.
En esta escritura-traducción (¿traditura?) los registros, aunque se cruzan, se distinguen. Morá bito asume los géneros como si fuesen lenguas distintas, el sujeto de la escritura también comprende el mundo y lo dice de formas distintas. La traditura se transforma en una herramienta para conocer. A esto alude un libro que no sé clasicar genéricamente: Caja de herramientas. Un conjunto de textos que indagan sobre diversos objetos: el martillo, el trapo, la lima, la esponja, las tijeras, entre otros. La sorpresa es que cada objeto se aborda desde sus interacciones lingüísticas, y la metáfora prolifera. Las palabras rodean las herramientas. Son deniciones de los objetos, sí, pero desde el límite, desde un espacio en que el sujeto de la escritura está siempre a punto de desdibujarse y fundirse con aquello que nombra.
La identidad entre género y lengua evidencia también una comprensión de mundo en que hay cosas que solo se pueden decir en verso o en prosa. En la narrativa y la poesía de Morábito aparece este problema. «Falta de prosa, mi tormento», reexiona en un poema, porque claro, la poesía es una visión de mundo cuya «traducción» a prosa con lleva pérdida. La escritura, la lengua, la poesía como pérdida. Por eso el sujeto que escribe, que narra, que prosa versos está en una situación de extrañeza. La lengua sin duda es la mejor evidencia de esa extranjería y, paradójicamente, el único sitio en que se puede habitar.
Morábito vivió hasta los quin ce años en Italia. Sus recuerdos de infancia están ligados a otra lengua. Escribe como forma de apropiarse –es indudablemente un escritor mexicano– y de transgredir: escribe sobre extranjeros, traductores, escritores, crucigramistas furiosas, niños de memoria prodigiosa, todos sujetos inestables, lingüísticamente hablando. La escritura es una casa por construir, una casa que se adivina en los cimientos. Una escritura que se mueve movida por una esperanza secreta de resolver algo, como si la memo ria que registran los signos nos pudiera salvar de la extrañeza. Porque claro, la literatura es la lengua extranjera por excelencia, el lenguaje extrañado.
En los cuentos, en los poemas, incluso en una preciosa novela para niños, Cuando las panteras no eran negras, hay noticias de migraciones, de lugares distantes y desconocidos, andanzas buscando algo con qué identicarse: nombres en las lápidas de un cementerio; un animal, cuyas estrategias de caza imitar; una lengua familiar. Y al mismo tiempo hay también una mirada aguda sobre lo más próximo: sillas, mudanzas, muros, espejos. Todo en una reunión precaria pues «todo puede ser arrastrado por esa enorme goma de borrar que es el océano». Tal vez por eso la fuerte presencia de rastros, rui nas, basura, huellas en la playa; el pasado. El escritor-traductor por supuesto es un seguidor de rastros: un agudo lector.
La escritura de Fabio Morábito es extraña en su sencillez. Asedia obsesiones desde lo más cotidiano, mirando con un microscopio, o como mira un niño que ve algo por primera vez. Entonces todo se puede volver monstruoso y ajeno, como cuando repetimos la palabra «hoja» tantas veces que llega un minuto en que no podemos entender qué signica.
Natalia García, licenciada en literatura de la Universidad de Chile, es especialista en fo mento de la lectura y coordina los programas nacionales en esta materia desde el Ministe rio de Educación.