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Concha Tisfaier
A. y S.T. son las primeras personas levantinas que recuerdo. A. solo ha vuelto a mi memoria tras releer las cartas que me escribió S.T. hace ya unas tres décadas. Se hicieron colegas tras coincidir en mi pueblo navarro y compartir procedencia. Yo me carteé con S.T. un par de años. Luego su novio se fue a la mili y supongo que ella maduró de golpe. No me ha gustado volver a leer las cartas de S.T. porque en mi memoria molaba mucho más. En mi memoria esa pelirroja de piel lechosa y teñida de pecas era más ruda y segura. En mi memoria la adolescente de quince años que se trajo su moto Derbi en un remolque el verano que cumplió los dieciséis no era una adolescente de quince años que contaba semanalmente cuántos tíos le entraban. Mis recuerdos eran mucho mejores que la realidad: S.T. sudaba de los tíos y solo era gogó con catorce años a dos mil pesetas la hora para poder pagarse la Rieju Drac con la que soñaba. Ni de lejos recordaba yo a la chica que me dijo muy seria “nunca te fíes de un tío mayor que te diga que te quiere porque lo que quiere es otra cosa” como una estudiante al uso de matemáticas y sociales que pencaba porque los fines de semana se enfadaba con el J. en la discoteca de su pueblo.
No ha sido buena idea volver a leer esa correspondencia, nunca es buena idea confrontar nuestros recuerdos con lo que ocurrió realmente. Si los hemos modificado, adornado, bloqueado, maquillado o inventado será por algo y seguramente sea para poder sostener nuestra personalidad actual en una historia irreal pero más verosímil, una historia propia que se ajuste a la imagen que queremos dar ahora y se aleje de quienes fuimos. Y si no podemos cambiar nosotras, que por lo menos cambien las personas a las que admiramos o que nos influyeron de alguna manera.
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Nunca fui a visitar a S.T. aunque me lo pide reiteradamente en sus cartas, y me escriben sus amistades, y me propone ir a la playa en su moto. Supongo que la yo adolescente sí veía la realidad y sabía que no pintaba nada en un lugar donde se iba a la playa, a la discoteca, se contaban los ligues numéricamente y se hacía dieta. Yo a todo eso no llegué hasta que nos doblé a S.T. y a mi la edad. Entonces no me atrevía a hacer borotas, llamaba discoteca a cuando apagaban las luces amarillas y encendían las de colores en el bar más grande del pueblo y me daban asco las verduras.
Este desfase de memoria y de edades no me ha pasado solo a mí. Por alguna razón, el Levante siempre ha ido muy por delante del resto del mundo. La República, el bakalao, los huertos urbanos con esas calles llenas de naranjos, la vuelta de la derecha y las motos. Yo el Levante me lo imagino con un Mad Max constante con motos de trial. Y por eso solo he ido una vez y no volveré, porque mis recuerdos de la Comunidad Valenciana en concreto han sido construidos e imaginados con ahínco, tesón y fantasía y ninguna realidad, pasada, presente o futura, repito, ninguna realidad va a contradecir nunca mis recuerdos.
“El hombre hace planes, Dios se ríe”. El título del nuevo disco de Dano bien podría describir lo que aconteció en una localidad de la provincia de Alicante hace unas cuantas décadas, pero como yo soy atea (y ahora tampoco creo) voy a tener que buscar otra frase que le haga justicia a este historión. En un paisaje antrópico, es decir, que no existiría si las personas no hubieran metido mano, surgió un microorganismo que transformaría por completo a la humanidad. La gran relevancia que tenía ese ser vivo microscópico la supo ver un chaval llamado Francis. Estos levantinos no se andan con chiquitas.
Allá por los años noventa, cuando volvió de la mili, Francisco Juan Martínez Mojica comenzó su tesis doctoral en la Universidad de Alicante. Su objetivo era averiguar cómo demonios podía sobrevivir la arquea Haloferax mediterranei en las salinas de Santa Pola, un medio inhóspito para prácticamente cualquier organismo. Para ello estudió su material genético: lo descifró entero en busca de genes que explicaran esas adaptaciones tan extraordinarias. Sin embargo, investigando la resistencia a la sal de Haloferax encontró otra cosa: secuencias de nucleótidos (los bloques que forman las cadenas de ADN) que se repetían por todo su genoma de forma regular. Además de repetirse, eran palindrómicas, es decir, podían leerse igual en una cadena de ADN que en su complementaria, que se lee en el otro sentido. Al principio Francis pensó que estaba cometiendo errores en los experimentos, pero esa especie de “mensaje oculto” le llamaba la atención. Puso a su equipo a revisar los genomas de muchos otros microorganismos para ver si también encontraban esas secuencias repetitivas y palindrómicas en su genoma y, oh, sorpresa, así era. Además, las secuencias aparecían en organismos evolutivamente muy distintos. En 2001 les puso nombre: Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats, CRISPR, pronunciado “Crísper”. Mi novio dice que suena a cereales para el desayuno. La mujer de Francis, según cuenta Lluís Montoliu en su libro “Editando genes: pega, recorta y colorea”, le decía que le sonaba a nombre de perro.
Dos años después, en 2003, Francis hizo el descubrimiento que llevó a Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier a ganar el Nobel de Química en 2020. Algunas de las secuencias que se encontraban entre CRISPR y CRISPR, llamadas “espaciadoras”, eran idénticas a ciertas partes del genoma de virus que infectaban a bacterias. Las bacterias que tenían secuencias espaciadoras iguales a las de un virus concreto no podían ser infectadas por él. ¿Por qué? Porque cuando el virus entraba en la bacteria, ésta reconocía la secuencia genética que ambos compartían y detectaba una amenaza, y lo que hacía era cortar su material genético, vamos, se lo cargaba. Ahí a Francis se le abrió el cielo: ¡CRISPR era un sistema de defensa de las bacterias frente al ataque de los virus! Poco a poco, esta maquinaria celular tan curiosa empezó a conocerse entre la comunidad científica y enseguida le encontraron una aplicación práctica: utilizarla para cortar y pegar genes como hacían las propias bacterias, pero en células animales y humanas. En 2012, Doudna y Charpentier publicaron un artículo en el que evidenciaban que se podía emplear el sistema CRISPR-Cas (Cas significa CRISPR-associated protein) de una bacteria para editar genes en el laboratorio. Esto podría ayudar a corregir errores genéticos, que son la causa de un sinfín de enfermedades sin tratamiento en la actualidad. La revolución de las tijeras moleculares había llegado, y, desde entonces, solo el tiempo y la legislación (también muy necesaria) dirán cuál será su límite.
Mojica vio el potencial de las secuencias palindrómicas de Haloferax mediterranei, pero no desarrolló la tecnología que cambiaría nuestras vidas (y que de paso llenaría las arcas de muchas compañías farmacéuticas). Sus predecesores en la Universidad de Alicante fueron los primeros en aislar y caracterizar Haloferax mediterranei, y sin este trabajo tan concienzudo él no habría podido llegar a las conclusiones a las que llegó. La ciencia básica, el saber por saber, el amor por el conocimiento y por describir la vida, es el pilar sobre el que se asienta todo. Pero el conocimiento no importa si no da dinero. Esa es la historia del origen levantino de CRISPR, la de un descubrimiento no reconocido que nos ha traído esperanza. Esperanza de poder curar enfermedades terribles y de mejorar las vidas de muchas personas. Si Dios existiera, desde su trono celestial observaría a Mojica pasear por las salinas de Santa Pola y diría, esbozando una sonrisa mientras moja fartons en horchata: “Es el mercado, querido Francis, no es nada personal”