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“Momentos extraños”, por Pepe Pereza ©2011 Pepe Pereza Prólogo por M. J Romero (Alfaro) Epílogo por Adriana Bañares Camacho Todos los derechos reservados. Editado digitalmente por Groenlandia con permiso de su autor. Directora: Ana Patricia Moya Rodríguez Maquetación: Ana Patricia Moya Rodríguez Corrección: María del Carmen Moreno \ Ana Patricia Moya Diseño: Óscar Cardeñosa (Portada y Contraportada) \ Ana Patricia Moya
Depósito legal: CO‐573‐2011 Córdoba, 2011
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He ido, como suelo hacer siempre, hacia el mar, uno de los pocos escenarios donde no viven los personajes de los cuentos de Pepe Pereza, que los he encontrado hasta en el desierto y hasta en un restaurante griego, que me cruzo con ellos a diario, excepto con el torero. Que salgo de casa y lo primero que veo es el parque con el abuelo enfermo sentado en uno de los bancos y, un poco más allá, la niña que viene todos los días para elegir a una de las mamás de los otros niños, y justo cuando me fijo en la chica embarazada, pienso en si ella también percibirá unas alas de ángel en su hijo y por mi lado derecho pasa el hombre que, aburrido de su vida, practica sesiones de sadomasoquismo. Al girar por el edificio del INEM, analizo detenidamente los rostros por si alguien grita que es un alienígena. Y durante la comida reto desafiante a la manzana del postre no te atreverás y la he cogido con más fuerza de lo normal por si se me iba de las manos hacia el techo. Y luego esta idea de que me amen hasta esnifarme, un amor intenso tiene que ser así, llegar al esnifamiento total de mis cenizas. Y últimamente cuando miro mi sombra, temo encontrarme con la sombra de otro y no adaptarme a ella como se adapta Susana. Sí, todos se mueven a nuestro alrededor, nos los tropezamos continuamente, son banales, cotidianos, pero no los veo como los describe Pepe Pereza. Será que me falta su ojo cinematográfico para descubrir el detalle oculto que hace que el protagonista sea excepcional. ¿Cómo voy a imaginar que el hombre sentado frente al árbol está deseando que ese árbol, símbolo de su pasado o de su memoria, desaparezca? Lo esencial de los 50 cuentos recopilados en “Momentos Extraños” reside en captar la anécdota no visible a simple vista, anécdota puesta de relieve para destacar sobre lo demás y para resaltar la excepcionalidad de una situación o de sus protagonistas, situados estos lejos del lugar común que los héroes y los antihéroes ocupan en el ámbito literario. A pesar de que en algunos relatos es un elemento sobrenatural, mágico, o extraño lo que los hace extraordinarios, todo lo que nos cuenta parece tener explicación, ser algo real y verídico. Incluso cuando escribe que un ángel viene a la tierra para perder su virginidad, lo relata como si fuera lo más normal del mundo. También contribuye a ello el tono coloquial de su
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lenguaje, sin ninguna concesión al artificio, y del mismo modo que nos muestra una singularidad a veces irrazonable, nos muestra la realidad del hombre sin más. El libro comienza con un sueño y acaba con otro, como si fuera una obra cerrada y circular, como queriendo dar a entender que esas rarezas tan verosímiles pertenecen al mundo onírico, o son fruto de la casualidad. Sin embargo, más bien creo que Pepe Pereza nos está diciendo que sólo quien experimenta en algún momento de su vida un hecho extraño, fantástico, raro, como ajeno a uno mismo, sabe qué es ser real: que no hay límite de separación entre los hechos extraordinarios y los otros, que ambos se mueven en el mismo plano, siendo su mirada la que los identifica y los califica. Cada lector sacará sus propias conclusiones del universo imaginario de Pepe Pereza, y quizá llegue a descubrir qué tiene en común cada cuento con el que le precede y por qué el autor nos ha dejado esas pistas, en ocasiones de un modo tan evidente.
4 M. J. Romero (Octubre del 2009)
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Si a Pepe hubiese que describirlo con dos palabras, las más adecuadas serían: “hombre aburrido”. Por eso le sorprendió tanto que de entre todos los seres humanos del planeta, el elegido fuera él. Todo empezó así: Un día que Pepe estaba durmiendo la siesta, Dios se presentó en su salón y con voz ronca y abovedada dijo: - Despierta. Pepe se incorporó del sofá sobresaltado y con el corazón a punto de salírsele del cuerpo. Cuando le vio pensó que seguía soñando y que aquella visión era producto de una pesadilla, de otra forma no podía explicarse por qué un viejo con melena, barba blanca y una especie de aureola brillante alrededor de su cabeza estuviera en medio del salón. Antes de que pudiera pensar en otras alternativas, Dios le habló: - Te he elegido para que seas uno de mis nuevos apóstoles. Pepe se dio cuenta de que aquello no era un sueño, de que el viejo que vestía con una túnica blanca era real. Inmediatamente se puso a la defensiva. - ¿Quién coño eres tú? ¿Cómo has entrado aquí? - Escucha lo que te digo, quiero que seas… - Si no te largas ahora mismo llamaré a la policía. - Cálmate, soy Dios y estoy aquí para encomendarte una misión de suma importancia. - Mira viejo, no me importa si estás majareta o si te has pasado dándole al Don Simón pero cómo no te largues de mi casa empiezo a repartir hostias ya. - ¿Has escuchado lo que te he dicho?... Soy Dios… - deletreando - D. I. O. S… Dios. - Que sí, que lo que tú digas, pero ya te he avisado y el que avisa no es traidor. - ¿Qué milagro quieres que haga para que no dudes más? - A mí no me vaciles, que sólo digo las cosas una vez… O te largas o hay hostias, tú eliges.
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- ¿Tienes arcilla por ahí? - ¿Qué? - Arcilla ¿qué si tienes un poco? - ¿Arcilla? - Sí, para crear un ser humano. - ¿Para crear qué? - Un ser humano, uno cómo tú. Así me creerás y podremos ir al grano… Pepe estaba tan confundido que no supo qué decir. - ¿Tienes o no? – insistió Dios. - Quiero que salgas de mi casa. Dios se fijó en una maceta que estaba junto a la ventana. - No importa usaré la tierra de esa maceta. - No toques nada… Dios avanzó hacía la maceta y Pepe trató de impedírselo. Dios, con un exceso de teatralidad, levantó su diestra y al instante Pepe quedó paralizado. - Estate atento, seguro que flipas… Dios cogió un montón de tierra de la maceta, la dejó sobre la mesa, luego se tomó un minuto para llenarse la boca de saliva, la escupió sobre la tierra, lo mezcló todo y con el barro resultante se puso a modelar una figura. Pepe miraba sin poder moverse. No entendía nada de lo que estaba pasando aunque se esforzaba por comprenderlo. Al cabo de unos minutos Dios dio por terminada su obra. El resultado final fue una figura humanoide de unos treinta centímetros de estatura parecida a un Madelman. Dios se concentró y usando su potente voz dijo: - Vive.
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El barro se fue convirtiendo progresivamente en carne, huesos y fluidos. Finalmente, la figurita cobró vida. - ¿Me crees ahora? De repente Pepe se vio liberado de su inmovilidad. - ¿Te convences ahora de que soy Dios? - Te ha salido muy feo, por no hablar de su estatura. – puntualizó Pepe. Dios se tomó un par de segundos para observar al pequeño ser. Era feo como un demonio, y más por estar ahí encima de la mesa, desnudito con su pequeño pene colgando. El Madelman los observaba a su vez, sintiéndose cada vez más avergonzado. - Me ha salido así porque he tenido que utilizar la tierra de la maceta, si hubiese tenido arcilla de la buena, otra cosa sería. – se disculpó Dios. - ¿Y la desviación de su columna? ¿También es por la tierra de la maceta? – añadió Pepe. - Ya sé que no es una obra de arte, pero está vivo, que es lo que cuenta. Su fisonomía es lo de menos, sólo trataba de demostrarte que soy Dios. - Además, tiene las piernas torcidas. - Cómo te decía, quiero que seas uno de mis nuevos apóstoles ¿Qué te parece la oferta? - No sé… ¿Qué es lo que tendría que hacer? - Pues lo que hacen los apóstoles, difundir mi sagrada palabra y esas cosas… Verás, dentro de muy poco, se celebrarán unas elecciones a nivel mundial para establecer una sola religión. Sé de buena tinta que Alá, Buda y Yahvé ya han empezado a reclutar a su gente para organizarse. Y nosotros no vamos a ser menos. Hay que evangelizar al planeta entero, hay que convencer a todos de que somos la mejor alternativa. Que sólo hay un Dios y que ése soy yo. Que soy el mejor y el más poderoso, pero también el más magnánimo y el más bondadoso.
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- Yo es que no soy bueno hablando, me atasco, tartamudeo, y además no me gusta la gente, prefiero aprovechar mi tiempo libre para estar tranquilo en casa. - intentó escaquearse Pepe. - ¿Y tú te defines a ti mismo cómo bondadoso? Menudo Dios de mierda eres tú… ¿Dónde está la bondad en lo que has hecho conmigo? Sólo me has creado para convencer a este imbécil… - intervino el Madelman, con voz de pitufo. - ¡Eh! Sin insultar, que yo no te he hecho nada – se defendió Pepe. - Ni siquiera has tenido la decencia de hacerme como es debido, pero qué más da, tan sólo soy una demostración de tu gran poder, qué importa que me hayas hecho feo y deforme… - Trata de ignorarle y sigamos con nuestra conversación - le indicó Dios a Pepe. - ¿Y ahora qué va a pasar conmigo? ¿O no has pensado en eso? insistió el pequeño ser. - ¡Cállate! ¿No ves que estamos tratando asuntos de suma importancia?... - gritó Dios, a punto de perder la paciencia. – Estamos asegurando el futuro del mundo. - ¿Y qué futuro me espera a mí?- añadió el pequeño ser. - Muérete - concluyó Dios de forma tajante. El Madelman cayó fulminado sobre la mesa. importancia, Dios siguió con la conversación.
Sin
darle
más
- Tu labor principal sería la de difundir mi mensaje. Y no te preocupes de nada. Yo me encargaré de poner mi verbo en tu boca. Tú sólo tienes que dejarte llevar, es muy fácil… - Pero es que yo no sé si valdré, ya te digo que no me gusta la gente y menos en grupo. - Cómo no vas a valer. Según mis informes tú eres político y te dedicas a hablar a las masas ¿No es así? - Creo que esos informes están mal. Yo soy tramoyista. - ¿Tramoyista? - Sí, trabajo en un teatro. - Pero ¿tú no eres Manuel García Armas? - No, yo soy José Pérez Gil. - Ya… ¿Estás seguro?
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Segurísimo… El tal Manuel ese, creo que vive dos pisos más arriba. ¿Éste no es el quinto? No, es el tercero. Pues… No sé que decir… Como ves, se ha cometido un error. No pasa nada, todo el mundo comete errores.
Todo el mundo cometía errores, pero él no era todo el mundo, él era Dios. Se sintió ofendido pero no dijo nada, sólo quería salir de allí y enmendar el error. - Ejem… ¿La salida es por aquí? - Sí, por esa puerta y continúa hasta el final del pasillo, allí verás la puerta de salida. - le indicó Pepe. Dios avanzó raudo hacía la puerta, entonces Pepe cayó en la cuenta del pequeño cadáver que yacía sobre la mesa. - ¿Y qué hago con éste? - Entiérralo en la maceta. Le servirá de abono a la planta. Y dicho esto, Dios desapareció por la puerta desentendiéndose del tema. Pepe cogió de una pierna al pequeño ser y lo levantó a la altura de sus ojos para observarlo detenidamente. - ¡Qué cosa más fea! – concluyó. Después hizo un agujero en la maceta, metió el pequeño cadáver y lo cubrió con la tierra.
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Manuel García Armas se dedicaba a la política, pero su verdadera vocación era el fútbol. De no ser por una grave lesión que tuvo en la rodilla cuando era joven, se hubiera consagrado de pleno a su deporte favorito. Fue un hábil delantero que sabía regatear en el área sin perder los nervios ni el control del balón, además era rápido como un rayo y durante tres temporadas seguidas fue el pichichi de la segunda división. Todos los entrenadores que tuvo le auguraron un futuro brillante, pero lo cierto es que la grave lesión le apartó de los terrenos de juego para siempre. Más tarde, según fueron pasando los años, se metió en política. Eso sí, siempre que le era posible acudía al palco del Bernabeu para animar a su equipo. Ese día jugaba el R. Madrid contra el F. C. Barcelona. En ese partido se iba a decidir la liga. Todos estaban ansiosos por saber el resultado final. Ganaba el Barcelona por cero a tres y tan sólo se llevaban jugados treinta minutos de la primera parte. Mal lo tenían los de la capital. Todos los aficionados que llenaban el estadio no perdían ojo de cada jugada, todos excepto Manuel García Armas. Manuel ignoraba lo que ocurría en el terreno de juego. Toda su atención estaba puesta de uno de los recogepelotas. Su curiosidad se debía a que había advertido una extraña cualidad en él. Parecía como sí el chaval supiese de antemano por dónde iba a salir la pelota porque cuando eso sucedía, ahí estaba él esperándola para devolverla al césped. Luego, en lugar de regresar a su zona y sentarse a esperar, el chaval acudía directamente a un lugar específico del campo y allí se quedaba parado. Al poco tiempo la pelota salía por donde él se había situado. Así una y otra vez. Aunque Manuel era un gran entusiasta de los encuentros entre el Madrid y el Barça, no podía apartar la vista del chaval. La cabeza de Manuel no paraba de analizar hipótesis que explicasen su habilidad premonitoria, pero no encontró respuesta. La única posibilidad era que el chaval tuviese acceso directo a un futuro inmediato. Fuese lo que fuese, aquello no era normal. Entonces pasó algo especial que sólo Manuel pudo apreciar: el recogepelotas hizo un gesto contenido de celebración. Manuel no supo a qué se debía hasta que pasaron unos segundos y el R. Madrid metió un gol. Manuel ni siquiera lo celebró, estaba tan estupefacto que no pudo. ¿Cómo era posible anticiparse a los hechos? Eso dentro de los límites de la ciencia no tenía ninguna
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lógica. Así fueron pasando los minutos hasta que el árbitro pitó el final del primer tiempo. En los descansos Manuel tenía por costumbre acercarse al bar a tomarse una copita de “Torres 5”, pero en esta ocasión prefirió quedarse donde estaba, vigilando al recogepelotas. Aprovechando que tenían el campo para ellos solos, los recogepelotas saltaron al césped y se pusieron a intercambiar pases con un balón. El chaval no parecía distinto a sus compañeros, sin embargo, Manuel intuía que sí lo era, que había algo en él que lo hacía especial y único. Sintió ganas de abandonar el palco y bajar al césped para hacerle infinidad de preguntas: ¿cuál era el secreto de su don, cómo lo había adquirido, le venía dado de nacimiento o, por el contrario, era algo que había potenciado una y otra vez hasta dominarlo de una forma natural?... Pero justo en ese momento, árbitros y jugadores salieron de nuevo al campo, dando por inaugurado el segundo tiempo. Al igual que en el primero, el chaval seguía anticipándose a todas las salidas del balón. A aquellas alturas del partido Manuel tenía claro que el recogepelotas adivinaba el futuro, por eso cuando le vio apretar los puños y dar un par de pequeños saltos de satisfacción supo que enseguida llegaría el segundo gol del Madrid. Y así fue. Esta vez Manuel sí lo celebró, aunque sin demasiado entusiasmo porque ya lo había hecho de forma contenida unos instantes antes, con el recogepelotas. Se sintió privilegiado, podía anticiparse al futuro por medio del chaval y eso le gustó. Si pudiese utilizarlo en la política estaba seguro de que su carrera despegaría de manera fulgurante. Si el chaval podía adivinar por dónde iba a salir una pelota, ¿por qué no iba a ser capaz de adivinar los resultados de una votación? Ese pensamiento le abría las puertas de sus ansiadas metas, del éxito y de lo que era más importante, del poder. Con ese chaval a su lado la presidencia del país estaba al alcance de su mano. Justo cuando le estaba dando vueltas a esta idea, sucedió algo que le puso los pelos como escarpias. El recogepelotas estaba a lo suyo y de repente se giró y miró directamente al palco donde estaba Manuel. Durante unos segundos que parecieron eternos, ambos se miraron fijamente. Manuel estaba aterrado, no podía moverse. De haber podido, hubiera abandonado el palco de inmediato. Sintió cómo la mirada del chaval penetraba en su mente cómo un escáner de rayos X,
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apropiándose de sus más íntimos pensamientos. Manuel se consideró violado. A partir de ese momento el recogepelotas dejó de anticiparse a los hechos y se comportó como lo haría cualquier recogepelotas. Manuel salió del Bernabeu un cuarto de hora antes de que finalizase el partido. Ya no le importaba si el Madrid ganaba o no la liga, lo único que deseaba era llegar a casa, meterse en la cama, taparse la cabeza con la almohada y sacarse el miedo del cuerpo.
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(Basado en hechos reales)
Por la radio acababan de anunciar que un año más el F. C. Barcelona se proclamaba campeón de liga. Amadeo apagó el aparato con rabia. Él siempre había sido del Madrid y su derrota le jodía y amargaba. La estrechez de su celda se hizo evidente cuando trató de dar unos pasos para calmarse. Aquello era una clara señal, debía actuar de inmediato, protestar como siempre lo había hecho, automutilándose. Amadeo estaba seguro de que ésa era la mejor manera de que le tuvieran en cuenta. Si alguien era capaz de cortarse un pedazo de su propia carne para protestar por algo, es que ese “algo” era importante, y protestar por perder la liga, sin duda, lo era. Amadeo estaba loco, pero él no lo sabía. Su cuerpo estaba lleno de cicatrices de sus anteriores “protestas”. Todo empezó hace años, en La Habana. Estaba de vacaciones allí y durante esos días tropicales se fue enamorando de una mulata impresionante que le acompañaba día y noche por unos pocos dólares. Todo fue bien hasta que se le ocurrió pedirle que fuera su esposa. Esa misma tarde, y sin previo aviso, la mulata desapareció para siempre. Sólo dejó una manzana mordida como prueba de su despedida. Amadeo enloqueció. Algo se rompió en su cabeza a la vez que en su corazón. Al día siguiente, mientras la buscaba desesperado por las ajadas calles de La Habana, se vio en medio de un gran gentío. Fidel Castro estaba dando uno de sus discursos. Allí, en medio de la multitud, Amadeo sintió por primera vez la imperiosa necesidad de “protestar”. Quería que toda La Habana, incluido Fidel, se enterasen de su dolor. Sin pensarlo se bajó los pantalones, abrió una navaja made in Albacete, se cortó un testículo y se lo arrojó a Fidel. El testículo impactó de lleno en la cara del líder cubano y Amadeo fue arrestado de inmediato. Fue fácil identificarle en medio de la multitud, ya que era el único que llevaba los pantalones bajados, los muslos ensangrentados y un boquete en el escroto. Después de pasar unas semanas recuperándose en el hospital de la prisión, fue trasladado a un pequeño y oscuro calabozo donde pasó casi un año antes de que lo mandasen de vuelta a España. Durante ese año, Amadeo empeoró y
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su locura se hizo más aguda. Cada vez que algo no le gustaba se las arreglaba para conseguir una pieza afilada y con ella se cortaba un trozo de carne que hacía llegar a sus carceleros como prueba evidente de su inconformismo. Los responsables de la prisión se hartaron de las locuras del españolito y decidieron que lo mejor era enviarlo de regreso a su patria. Pero en España las cosas no fueron a mejor. Su cordura estaba ya tan mellada como su cuerpo. Intentó por todos los medios regresar a Cuba. En su corazón había una herida abierta y necesitaba a su mulata para cerrarla, pero le fue imposible. Tenía vetada la entrada en la isla, de por vida. Después de varios altercados públicos terminó en una celda de La Modelo, en Barcelona. Amadeo siguió “protestando” y mandando pedazos de sí mismo a los carceleros. Hasta que lo pusieron en un régimen especial con vigilancia intensiva. Todos los días registraban su celda a fondo en busca de elementos cortantes, no se le permitía mezclarse con los demás presos y lo mantenían aislado de todo y todos. Aun así, consiguió varias veces arrancarse a mordiscos partes de sus brazos y hombros. Cada vez que esto ocurría, era trasladado de inmediato a la enfermería de la prisión hasta que sus heridas cicatrizaban. Su vida se había convertido en un constante ir y venir de la celda a la enfermería y viceversa. Llevaba casi ocho meses sin poder “protestar”. La estricta vigilancia a la que era sometido se lo impedía. Desde hacía unas semanas había notado a los guardias más distraídos de lo habitual, así que decidió pasar a la acción. Puso el aparato de radio en el suelo, lo cubrió con una manta para amortiguar el ruido y con el pie lo aplastó, apartó la manta, eligió uno de los fragmentos, el más afilado y con él fue cortando poco a poco un pedazo de la parte inferior de su muslo derecho. Según fue brotando la sangre, Amadeo se rió a carcajadas. Otra vez se había burlado de sus carceleros, otro pedazo que añadir a su siniestra colección, otra victoria. El dolor nunca fue un impedimento para sus “protestas”, él estaba acostumbrado a sufrir. Además, el dolor de sus amputaciones no era comparable al que sintió aquella tarde en La Habana, cuando llegó a la habitación de su hotel y en vez de a su mulata encontró aquella manzana.
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El carcelero dio la voz de alarma y entró en la celda. Amadeo le esperaba riéndose a carcajadas, sosteniendo en su mano un trozo de carne ensangrentado. - Esto se lo dais, de mi parte, a los holgazanes del Madrid… – dijo Amadeo en medio de sus carcajadas. - Que no merecen la camiseta que visten.
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Después de cenar, Mariano se puso a ojear el periódico. Todo eran malas noticias: atentado en no sé dónde, guerras por allí, masacres por allá… En fin, lo de todos los días. Pasó unas cuantas hojas al azar y leyó: Desarticulada una red de pederastas que operaba desde… - A esos pervertidos habría que castrarlos a todos - dijo con desprecio sin terminar de leer el titular. - ¿Decías algo? - preguntó su mujer desde la otra habitación. - Digo que a esos cabrones había que cortarles la polla a todos. Dejó el periódico a un lado, no quería que se le indigestara la cena. Eligió una de esas revistas del corazón que compraba su mujer. Se paró a leer una entrevista que le hacían a un ex novio de una cantante que fue famosa en los años setenta y que ahora vivía de pasear sus antiguos éxitos, obesidad y cursilería por todas las televisiones del país. Las preguntas de la entrevista se centraban principalmente en temas esotéricos: - Pregunta: ¿Qué opina usted sobre los espíritus, el poder de la mente y todo lo esotérico en general? - Respuesta ex: Yo no creo en esas chorradas, porque no son más que chorradas. Es más, desconfío de todo aquel que crea en esas mariconadas. Esa gente está vacía y no tienen de qué hablar, por eso se inventan esas cosas. ¿Poder de la mente? ¡Me cago en el poder de la mente! Se empieza con eso y un día te sorprendes a ti mismo mirando fijamente a una manzana mientras intentas hacerla levitar. Toda esa chusma son unos ladrones... Le jodía reconocerlo, él pensaba igual que el ex de la cantante. Como le gustaba comer fruta después de cenar, tenía una manzana delante. Sabía que era una tontería intentarlo, pero por probar no perdía nada. Miró la manzana fijamente, concentrándose en su imagen, diciéndose a sí mismo que tenía que moverla con su mente. Estuvo así durante un minuto. Cuando estaba a punto de abandonar, entreabrió un ojo y le pareció verla moverse. No estaba seguro, así
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que lo intentó de nuevo. Se concentró en el centro de la manzana, apretó con fuerza los dientes, cerró los ojos y dijo para sí: - Te voy a hacer bailar. Se escuchó un ruido seco, como una pequeña detonación amortiguada. Abrió los ojos, la manzana había desaparecido. No estaba ni encima ni debajo de la mesa. No sabía qué pensar, apenas podía respirar. De pronto, algo cayó encima de la revista que aún sostenía en sus manos. Era un pegote verdiblanco parecido a la mermelada. Miró al techo y allí estaba. La manzana estaba pegada, mejor dicho, espachurrada junto a la lámpara. A Mariano por poco le da un ataque. ¿Cómo había llegado la manzana hasta ahí? ¿Había sido él con su poder mental?... Llamó a gritos a su esposa, que planchaba unas camisas dos habitaciones más allá. Cuando acudió la señora, le mostró lo que quedaba de la manzana. Le contó cómo había sucedido, le dio todo tipo de detalles: cómo se había concentrado, cómo se le ocurrió la idea, lo de la entrevista, lo del ex de la cantante… Absolutamente todo. La buena señora no se creyó ni una palabra. Simplemente se limitó a mirarle como si estuviera loco. Luego le recordó que no estaban para gastos inútiles, lo caro que salía contratar a un pintor, que buscara trabajo, que pasaba todo el día en casa tumbado a la bartola, que era un vago, etc, etc, etc... De golpe, una idea brilló en su cabeza. Si lo había conseguido una vez, ¿por qué no intentarlo de nuevo? Sabía que su amada esposa pesaba mil veces más que la manzana, pero aun así, decidió intentarlo. La miró fijamente, dejando su mente en blanco. Concentrándose, apretó con fuerza los dientes y por lo bajinis se dijo: - Te voy a hacer bailar…
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- Te voy a hacer bailar, hijo puta – dijo James, apuntando al pederasta con su mágnum tres cinco siete. El pederasta salto ridículamente para esquivar las balas que iban dirigidas a sus botas. Los impactos dejaron agujeros humeantes en el césped. - ¿Qué quiere de mí? Yo no le he hecho nada – respondió el pederasta sangrando por la comisura de su boca. - No te hagas el tonto. Sé lo que eres y quiero que me digas dónde está mi hijita. - Le juro que yo no sé nada de su hija… James le atizó con la culata en los dientes. El pederasta cayó al suelo echando por la boca espumarajos de sangre y trozos de su dentadura. - No me mientas, pervertido. – le gritó James a punto de perder la paciencia. - Le digo… la verdad… - dijo el pederasta con lágrimas en sus ojos. … Ni siquiera sé quién es su hija… no la conozco… El pederasta no mentía. La hija de James se había fugado con su chico para darse unos achuchones en algún motel barato… El pederasta llegó a la urbanización huyendo. Resulta que hace años, en su barrio de toda la vida, el pederasta abusó de una niña de siete años. Fue acusado, juzgado y finalmente condenado a diez años. Después de saldar su deuda social, salió de la cárcel y regresó a su casa, donde nunca fue bien recibido. Sus vecinos de toda la vida no olvidaban lo que antaño le hizo a aquella pobre criatura. Pusieron fotos de él en todos los comercios y grandes superficies, advirtiendo a los vecinos de su llegada al barrio para que los ignorantes estuviesen alerta por si se acercaba a sus hijos. Además de las fotos, le obligaron por ley a colocar un gran cartel a la puerta de su casa que rezaba: “aquí vive un pederasta”. También tenía que llevar una pegatina en su coche, que igualmente anunciaba a todos que era un pervertido. Si salía a dar una vuelta en coche por la ciudad, todos
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giraban la cabeza y murmuraban a su paso. Le miraban de reojo, con desconfianza y odio. Sufría continuos ataques nocturnos contra su propiedad. Los chavales del barrio acudían protegidos por la oscuridad para lanzar piedras contra sus ventanas, escribir con spray obscenidades en la fachada, pinchar las ruedas de su coche, etc. Así un día tras otro, hasta que decidió mudarse. Pero en la nueva urbanización las cosas no habían mejorado para él. Más bien, todo lo contrario… - Maldito pedófilo, dime dónde escondes a mi hija – insistió James, dándole una patada en la cara. El pederasta pensaba que ya había pagado su error. Durante su presidio fue violado varias veces y, mientras le violaban, él siempre procuraba ponerse en el lugar de la niña de siete años que él mismo violó para así purgar todo el mal que hizo. Sintiendo en sus propias carnes las embestidas brutales de sus violadores, conoció el miedo y la impotencia que debió de sentir la niña. Mientras le desgarraban el culo pudo identificarse con ella. El pederasta entendía que lo que hizo no tenía perdón y por eso aguantaba estoicamente todas las humillaciones, porque las merecía. Pero la verdad era que ya no podía más. Tanto odio y desprecio le estaban matando. - No te lo repito más. O me dices dónde está mi hija o te lleno la cabeza de plomo – gritó James, apuntando con la mágnum a la cabeza del pederasta. El pederasta sabía que dijese lo que dijese no iba a servir para nada. Ya estaba condenado de antemano, así que se rindió. Quizás fuera lo mejor, acabar de una vez por todas con tanta culpa y vergüenza, con tanto dolor. Tal vez la propuesta de James era la mejor salida. Que le llenase la cabeza de plomo para poder escapar de toda la mierda de ese mundo que ni olvidaba, ni perdonaba. El pederasta que estaba de rodillas, se dejó caer al suelo y quedó tumbado tripa arriba. Miró el cielo. Estaba plagado con millones de estrellas. Nunca antes había visto tantas. Le hubiera encantado ser una de ellas, un puntito de luz en medio del cielo negro. James le pateó el hígado y la cara y
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siguió amenazándole con la pistola, pero el escuchaba. Finalmente James apretó el gatillo y pederasta cubrieron el suelo. Los trocitos resaltaron sobre el ensombrecido césped como en medio de una noche cerrada.
pederasta ya no le la sangre y sesos del de masa encefálica chispeantes estrellas
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Ramiro era un jubilado que casi todas las noches salía en busca de mensajes de las estrellas. Desde que su mujer murió, siempre que el tiempo era propicio, salía en busca de un mensaje que no terminaba de llegar. Observaba atentamente los titileos de cada estrella para apuntar de seguido en una libreta: punto, raya, raya, raya, punto, punto… En los tres años que llevaba escrutando el cielo nunca logró encadenar una pequeña frase en Morse que tuviera algo de sentido. Aun así, él seguía inquebrantable en su empeño. Antes de morir, lo último que le dijo su mujer fue: Búscame en las estrellas, yo te hablaré a través de ellas. Este era el motivo por el cual Ramiro buscaba un mensaje en el cielo. Por eso salía cada noche esperanzado, aunque cada amanecer regresara cabizbajo y con una fría sensación de tristeza y fracaso. Notaba la falta de su mujer a cada segundo: de más de cincuenta años de matrimonio era normal que la echase de menos. Su vida había dejado de tener sentido y sólo aguantaba en este mundo por si las estrellas se decidían, de una puñetera vez, a enviarle el ansiado mensaje de su esposa. Mientras esperaba, la tristeza se iba adueñando de él y lo poseía hasta el extremo de hacerle perder las ganas de todo. Ramiro siempre fue un hombre risueño que contagiaba su buen humor a todos, pero desde que se quedó viudo parecía otro. En tres años había envejecido diez. Su pelo, que siempre fue negro, se había ido agrisando. Su rostro y frente estaban llenos de pliegues, y su miraba vacía era un fiel reflejo de la tristeza que le acompañaba siempre. Esa noche estaba siendo muy fría y Ramiro no paraba de tiritar mientras escribía en su libreta. Estaba enfadado con las estrellas. Hasta ese momento, todo habían sido mensajes ilegibles y sin sentido. El vapor salía de su boca formando pequeñas nubes blancas que terminaban fundiéndose con la negrura de la noche. De pronto, una estrella llamó su atención. Se apresuró a apuntar en su libreta una serie de espacios, rayas y puntos. Al principio no le dio ninguna importancia, pero según iba anotando en la libreta, una frase comenzó a surgir. Con cada tintineo formaba letras y palabras completas con sentido. Ramiro repasó el mensaje una y otra vez para no caer en errores. Todo era correcto. Lo leyó una vez más. No cabía duda, su mujer por fin le hablaba a través de las estrellas. Ramiro
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dio gracias al cielo y saltó de alegría como si fuese un chaval. Ya no habría más días tristes, de hecho ya no habría más días. El mensaje decía: “No estés triste, mi amor. Mañana antes del anochecer estaremos juntos”.
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Era de noche y llovía. David caminaba por las solitarias calles dejándose calar por la lluvia. Le gustaba salir a esas horas, cuando la ciudad estaba desierta y todas las aceras eran sólo para él. David poseía un don especial que le hacía distinto al resto de la gente. Aunque más que don, era una maldición. David absorbía la tristeza de los demás como una servilleta absorbía el líquido. Por eso a David le gustaba pasear por la noche, cuando la ciudad dormía y no había gente en las calles. Era entonces cuando se sentía a salvo de la tristeza de los demás. Gracias a ellos, David había experimentado todo tipo de tristezas, desde las más livianas a las más crueles. Penas que tan sólo eran nostalgia y otras tan amargas y dolorosas que tardaba días, a veces semanas, en recuperarse. Esa era la maldición de David: absorber la tristeza de las personas con las que se cruzaba. Le ocurría en cualquier sitio. Caminando por la calle, de pronto se rozaba con alguien y se veía invadido por sus penas. La tristeza no era suya, no le pertenecía, pero igualmente le inundaba y sobrecogía. A veces acumulaba tantas penas que enfermaba y se veía obligado a encerrarse en casa. Apenas caían ya cuatro gotas. David siguió andando. Llegó a la orilla del río y al sendero que lo custodiaba. El cielo negro se fue abriendo a una luna creciente. También se asomaron algunas tímidas estrellas. Llegó a la pasarela que cruzaba el río y se animó a cruzar a la otra orilla. A unos treinta metros por delante, bajo una farola apagada, una joven de unos veinte años se había subido encima de la barandilla y se disponía a saltar al río. David no reparó en ella hasta que estuvo demasiado cerca. Enseguida notó cómo su cuerpo absorbía su tristeza. Le había pillado desprevenido y el impacto fue mucho más violento de lo habitual. Se tambaleó y, de no ser porque se agarró con fuerza a la barandilla, se hubiese desplomado en el suelo. La chica se sintió aliviada, cómo si sus penas hubiesen saltado al río por ella. Aun así, se asustó con la presencia de David y huyó al verle. David apenas podía respirar. Nunca antes se había visto contagiado por una tristeza igual. Ésta sobrepasaba con mucho a todas las anteriores. El legado de la joven se agarraba a cada uno de sus músculos como un parásito despiadado que le obligaba a saltar
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al río. David estuvo a punto de ceder a los impulsos suicidas, pero con gran esfuerzo logró sobreponerse y abandonó deprisa la pasarela. Huyó del sendero y corrió hasta su casa. Solo allí estaba a salvo del sufrimiento ajeno.
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Los faros encendidos del vehículo iban devorando las líneas discontinuas del asfalto, abriéndose un hueco en la espesa oscuridad de la noche. Por los altavoces del coche sonaba la versión que Radiohead hizo del mítico tema de los Pink Floyd: “Wish You Were Here”. Laura subió el volumen y siguió conduciendo por la autopista. Un par de lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Al escuchar el tema no pudo evitar echarse a llorar, quizás porque esa canción le traía un aluvión de recuerdos y no todos eran gratos. Pisó el acelerador un poco más. Las lágrimas siguieron brotando y al mezclarse con el rimel de sus pestañas, dejaron un rastro negruzco en su cara, parecido a dos minúsculas carreteras. Se cruzó con un coche que le dio las largas e hizo sonar repetidas veces su claxon. Laura continuó conduciendo como si nada, absorta en sus pensamientos, llorando con cada acorde. Recordó el día que Miguel le regaló el CD que estaba escuchando. Fue dos semanas antes de que se matase en un accidente. Laura había bebido demasiado. Además se había tomado un puñado de tranquilizantes y la mezcla no le estaba sentando muy bien. Pisó un poco más el acelerador. La aguja del cuentakilómetros subió a ciento sesenta. Laura no hizo caso del cuentakilómetros, ni siquiera se fijó en él. Ella sólo miraba al frente, a esa oscuridad perpetua levemente mancillada por los faros de su coche, a ese negro absoluto que era un fiel reflejo de su estado emocional. La música y las lágrimas seguían fluyendo al igual que el dolor y la desesperación. La letra de la canción decía: “Ojalá estuvieras aquí”. Laura lloraba más y más. Cada nota de la canción era una puñalada que le recordaba que Miguel estaba muerto, que nunca más tendría sus besos, sus abrazos… que ya nada merecía la pena. Se cruzó con otro coche que también le puso las largas e hizo sonar insistentemente su claxon. Laura conducía en sentido contrario. Dos coches más la esquivaron e hicieron todo lo posible para advertirla de su error, pero ella seguía inquebrantable por el carril que había hecho suyo, como un proyectil homicida impulsado hacía un futuro incierto. Avanzando en la dirección equivocada, decidida a terminar como en un guión de cine, saltando por los aires en una gran bola de fuego que apagase con su luz la noche entera.
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(Guión para cortometraje) ESCENA 1 / EXTERIOR‐CALLE / NOCHE Es una preciosa noche de mayo, con una inmensa luna llena colgada en el cielo. Un barrendero del ayuntamiento barre mientras silba un bolero improvisado. Es un hombre de unos sesenta años con cara de buena persona. A golpe de escoba va haciendo un montón con los desperdicios. Cuando está a punto de recogerlo con su pala, un coche pasa a gran velocidad provocando un remolino de aire que le desparrama el montón por la acera. BARRENDERO Aguanta viejo, que este verano nos vamos de vacaciones a Cuba. Vuelve a barrerlo todo. Luego lo recoge con la pala y lo echa en su carro. Sigue calle arriba hasta que llega a un contenedor de basura donde vacía el contenido de su carro. Un hombre en albornoz sale de un portal cercano cargando con dos bolsas de basura. El hombre está borracho y camina haciendo eses. Llega al contenedor y arroja las bolsas dentro. A juzgar por el sonido las bolsas están llenas de botellas vacías. BARRENDERO Este no es el contenedor de vidrio. BORRACHO ¡Que te jodan! El borracho le ignora y regresa al portal. El barrendero recoge las bolsas y las lleva hasta el contenedor de vidrio, que está unos metros más adelante. Cuando llega, abre una de las bolsas y comienza a echar las botellas en el interior. Al fondo, una mujer joven sale de su portal cargando con varias bolsas. La mujer está embarazada de unos seis meses. Se acerca al contenedor de vidrios y echa algunas botellas dentro. El barrendero sigue vaciando la interminable bolsa del borracho.
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BARRENDERO Buenas noches. MUJER Buenas noches. Los dos siguen echando botellas en el contenedor. BARRENDERO Qué ganas tenía de que llegase el buen tiempo… En mi trabajo el clima influye mucho ¿sabe?... Tengo reuma y la humedad me mata... La mujer guarda silencio mientras sigue echando botellas en el contenedor. BARRENDERO Pero sólo me faltan tres semanas y dos días para las vacaciones... Me iré a Cuba. Allí el tiempo es estupendo... La mujer termina con los envases de cristal y se desplaza al contenedor de papel, que está al lado. El barrendero sigue echando botellas en el de vidrio. La mujer saca unos periódicos y unas revistas de una bolsa de papel y los va depositando dentro del contenedor. BARRENDERO Y la gente es muy simpática y amable... Apenas tienen nada, pero les da igual, el sentido de la alegría no lo pierden... La mujer termina. MUJER Adiós. BARRENDERO Adiós. Buenas noches. La mujer entra al portal.
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ESCENA 2 / INTERIOR‐ PORTAL / NOCHE. La mujer sube por las escaleras hasta llegar al quinto piso. Saca las llaves y abre la puerta de su casa. ESCENA 3 / INTERIOR‐ RECIBIDOR / NOCHE. La mujer está agotada y recupera aire apoyada en la pared del recibidor. Aparece un hombre con una botella de vino en la mano. HOMBRE ¿Por qué has tardado tanto? MUJER Me he dado mucha prisa. HOMBRE ¿Quién era el hombre con el que hablabas? MUJER ¿Qué hombre? HOMBRE No te hagas la tonta conmigo. Sabes que me saca de quicio. Te lo repito ¿quién era el hombre con el que estabas hablando mientras tirabas la basura? Os he visto desde la ventana. MUJER ¡Ah! El barrendero. No le conozco, es la primera vez que le veo... HOMBRE Y ¿de qué hablabais? MUJER Decía que le faltaba poco para irse de vacaciones a Cuba. HOMBRE
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Y si no le conoces ¿por qué te cuenta eso? MUJER No lo sé. HOMBRE (Estrellando la botella de vino contra la pared) Te he dicho que no te hagas la tonta conmigo... MUJER Te juro que no lo sé... HOMBRE (Soltándole un bofetón en la cara) No me mientas. MUJER Por favor… HOMBRE (Dándole un puñetazo en la tripa) ¡Puta de mierda! La mujer cae al suelo protegiéndose la tripa. El hombre se agacha a su lado y la agarra del pelo. HOMBRE ¡Me das asco! La mujer está aterrada y apenas puede respirar. E hombre se incorpora, abre la puerta y sale. ESCENA 4 / INTERIOR‐ ESCALERAS / NOCHE. El hombre cierra la puerta con fuerza. Da al interruptor de la luz y baja por las escaleras. En el segundo piso se encuentra con una anciana que sale de su casa con una bolsa de basura.
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HOMBRE (Con tono amable y simpático) ¡Buenas noches, doña Carmen! ¿Dónde va tan elegante? Lo de “elegante” es una broma ya que viste una roída bata de estar por casa. DOÑA CARMEN Buenas noches. (Mostrándole la bolsa de basura) Ya ves donde voy. HOMBRE No me mienta, seguro que va a visitar a alguno de sus amantes. DOÑA CARMEN Tú siempre tan bromista. HOMBRE Déme que ya se la bajo yo. DOÑA CARMEN Gracias, eres muy amable. Le pasa la bolsa de basura. HOMBRE Lo hago encantado. DOÑA CARMEN Te lo agradezco en el alma, porque esas escaleras me dejan medio muerta. A mi edad las piernas me fallan. HOMBRE No diga eso. Si parece una quinceañera. DOÑA CARMEN Ya quisiera yo. Bueno, adiós majo...
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HOMBRE Adiós, doña Carmen. DOÑA CARMEN ¿Sabes qué? HOMBRE Dígame… DOÑA CARMEN Eres un buen hombre. HOMBRE Y usted, un sol. La anciana cierra la puerta y el hombre sigue su descenso por las escaleras. Llega al portal y sale a la calle. ESCENA 5 / EXTERIOR‐ CALLE / NOCHE. El hombre se acerca al contenedor y arroja la bolsa dentro. Unos metros más allá el barrendero continúa con su trabajo. El hombre camina hacia él mirando de reojo a su alrededor. Saca una navaja del bolsillo y la abre. Se acerca al barrendero por detrás y le asesta varias puñaladas en el hígado. El barrendero cae al suelo sin saber a qué viene el ataque. El hombre limpia la hoja de la navaja en el pantalón de su víctima. Echa una mirada a su alrededor y cuando se asegura de que nadie le ha visto, se guarda la navaja en el bolsillo y sigue su camino calle arriba. BARRENDERO Cuba... Después muere.
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Ana acababa de salir de la clínica donde le habían hecho una ecografía. Caminaba por la calle mirando boquiabierta la foto que le habían dado. En ella se podía distinguir a un pequeño feto de perfil, perfectamente normal de no ser por unas pequeñas alas que sobresalían de su espalda. El ginecólogo le había dicho que todo era normal, que esos dos pequeños apéndices de la espalda posiblemente eran manchas desenfocadas del negativo, provocadas por los movimientos del feto. Pero Ana veía claramente que no eran manchas. Eran alas, como las de los gorriones recién salidos del huevo. Cuanto más se fijaba en la foto más convencida estaba. Su futuro bebé era un querubín en proceso de transformación. No se sentía preocupada por la anomalía de su pequeño, más bien todo lo contrario. Intuía que su hijo iba a ser alguien muy especial, un ser maravilloso que traería cosas buenas a este mundo. Se llevó las manos a la tripa y se la acarició. Entonces sintió un leve cosquilleo en su interior, algo parecido al aterciopelado roce de un puñado de plumas. No le quedó duda. En su interior llevaba un ángel.
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En el cielo había un ángel que no era como los demás. Lo que le diferenciaba del resto eran sus continuas erecciones. Para él era bastante incomodo ir por ahí con el pene erecto, pero ¿qué podía hacer si sufría de priapismo? Los otros ángeles le criticaban a escondidas y le hacían el vacío. Un día que estaba solo, se le apareció el diablo. - Tú lo que necesitas es perder la virginidad. - le dijo Satán. - ¿La virginidad? - Sí, la virginidad. Y para eso necesitas una mujer. - ¿Una mujer? ¿Qué es una mujer? - La solución a tus problemas. - ¿Y dónde puedo conseguir una mujer? - En la Tierra. Sólo tienes que volar hasta allí y encontrarás todas las que quieras. - ¿Y qué aspecto tienen? El diablo le entregó la foto de un mandril. - Esto es una mujer. - dijo el diablo. El ángel examinó detenidamente la foto. - ¿Esto es una mujer? - Sí… Deberás buscarla en zonas selváticas. Ese es su hábitat natural. - ¿Y qué he de hacer cuando la encuentre?... El diablo le dio una clase teórica. Con la lección aprendida el ángel partió hacia la Tierra. Cuando llegó, buscó una zona de selva y la sobrevoló hasta que finalmente divisó un grupo de mandriles. Eligió uno que estaba comiendo fruta junto a un árbol. El ángel se posó a poca distancia. El mandril dejó de comer y se puso en alerta. El ángel decidió acercarse a él. - Hola… Vengo a entregarte mi virginidad.
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El mandril le enseñó los dientes como señal de advertencia. Aun con esas, el ángel se acercó más. No podía apartar la mirada de su rojo culo. El mandril hizo un sonido hueco, una llamada de socorro. Enseguida apareció el resto de la manada. Le rodearon y le atacaron brutalmente. En plena agresión, el ángel pensó que eso de perder la virginidad estaba sobrevalorado ya que a él la experiencia no le estaba gustando demasiado.
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Pablo lloraba en el cuarto de baño de su casa. Estaba desnudo sentado sobre el bidé, sujetando su pene con la mano izquierda mientras que con la derecha agarraba un afilado cuchillo. Junto a sus pies, un ramo de rosas rojas desperdigadas por el suelo daba un toque de color a la escena… Pablo sufría una rara variante de narcolepsia. La narcolepsia ya de por sí es una enfermedad bastante rara que consiste, más o menos, en la alteración psíquica del sueño. Es decir, que cuando el paciente se excita, le sobreviene un episodio de sueño profundo que lo deja fuera de juego. Pero a Pablo, sólo le ocurría cuando se excitaba sexualmente. Por este motivo, a sus cuarenta y tres años, seguía siendo virgen. Había intentado consumar el acto de todas las maneras posibles, pero en todas, el sueño se interpuso haciéndole fracasar. Lo intentó tomando tranquilizantes, estimulantes, drogas, hierbas medicinales, baños termales, sesiones de terapia, yoga, hipnosis… Todo resultó inútil. Siempre que su pene se dilataba, él caía fulminado por el sueño. Y claro, perder la virginidad en esas condiciones era bastante difícil. Por no poder, no podía ni masturbarse porque en cuanto tenía un amago de erección se iba directo al reino de Morfeo. Pablo jamás sintió el placer que da un orgasmo, y dudaba que lo sintiera alguna vez. A no ser que alguien encontrase una cura satisfactoria. Los médicos eran incapaces de ayudarle, cada uno tenía un diagnóstico diferente, a cada cual más disparatado. Uno, incluso, llegó a decirle que su volumen sanguíneo era demasiado escaso y que cuando el pene reclamaba la porción de sangre necesaria para la erección, esa sangre era recogida directamente del cerebro, éste, al quedarse sin riego, lanzaba un aviso de alerta que culminaba en un episodio de sueño. Su vida había sido un infierno, un tremendo desbarajuste hormonal y emocional que lo mantenía apartado de la rutina de cualquier persona normal. Porque él se sentía tremendamente anormal, una especie de marciano inadaptado en lucha permanente con su sexualidad y su rara enfermedad. Lo llevaba mejor que años atrás, cuando era un adolescente que se empalmaba simplemente por respirar. Ésa fue sin duda, su peor etapa, donde la enfermedad se hizo patente en su grado máximo. En un día normal, podía llegar a sufrir de cuarenta a cincuenta ataques de sueño profundo. Los tenía
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en cualquier sitio, en la biblioteca, en las clases, en el gimnasio, en las discotecas, en plena calle… Un día en la piscina, estuvo a punto de ahogarse al entrever un poco de vello púbico que sobresalía del bikini de una jovencita. Otro, de poco es atropellado por un autobús por mirar una gran valla publicitaria con una modelo impresionante que anunciaba una marca de lencería. Otro, se rompió el tobillo derecho en clase de gimnasia al caerse de la cuerda por la que trepaba. Por lo visto, el roce de la cuerda con sus genitales provocó el incidente. Sucesos como éstos o parecidos eran tan habituales que se habían convertido en rutina. Una vez que la adolescencia fue dando paso a la juventud, las cosas se calmaron un poco, aunque los ataques de sueño seguían siendo constantes y le impedían relacionarse, no ya con mujeres, sino con todos los que le rodeaban. Los amigos eran cada vez más escasos y sus familiares menos cercanos le veían como un bicho raro que era mejor evitar. Quizá por ello se fue volviendo más y más introvertido. La juventud dio paso a la madurez y su vida se estabilizo un poco. Seguía teniendo sus accesos de sueño pero ya no eran tan frecuentes y de alguna manera, había aprendido a evitarlos. El caso es que hacía unos cuantas semanas que Pablo había conocido a Lara y después de entablar amistad y salir unas cuantas veces juntos, decidieron ser algo más que amigos. Pablo estaba muy nervioso porque sabía que la hora de follar estaba cerca. Por ahora, había intentado esquivar todo lo relacionado con el sexo, aun así, Lara se le acercaba cada vez más y más. Notaba cómo ella trataba de dilatar los pocos besos que se daban. Percibía su respiración entrecortada y su cuerpo sobrecogido. Pablo, en cuanto subían un poco de tono se disculpaba con lo primero que se le ocurría, excusándose con tonterías que ni el más tonto se creería. No se atrevía a dejarse llevar pero tampoco a confesarle el problema. Las disculpas y las excusas se le estaban acabando y pronto tendría que enfrentarse a la situación. No era la primera vez que pasaba por esto, y seguramente no fuese la última. Pablo sabía que lo mejor era ir con la verdad por delante, aunque la mayoría de las veces, por no decir todas, sus aspirantes a amantes, al saber de su rara enfermedad, terminaban perdiendo la paciencia y abandonándolo
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por alguien más dispuesto. De ahí su recelo a la hora de confesar a Lara su problema. Pensó en hacerle una visita sorpresa y contarle, de una vez por todas, la verdad. Si ella le quería tendría que aceptarle tal y como era. De camino, paró en una floristería y compró un ramo de rosas rojas para darle un toque romántico a su inminente confesión. Al pasar por delante de una cafetería, que estaba muy cerca de la casa de Lara, la vio sentada en el interior. Estaba guapísima, engalanada con un ligero vestido de color verde pistacho. Abrió la puerta del local y entró dispuesto a sorprenderla. Justo en ese momento, un hombre joven de aspecto saludable se acercó a ella por detrás y la abrazó cogiéndole los senos con sus manos. Lara se giró y le beso apasionadamente. Pablo se quedó petrificado en el umbral de la puerta, mirándolos con cara de idiota. Fue un mazazo tremendo para su orgullo. Después de todas las preocupaciones y desvelos que había padecido, se lo pagaba así… Pablo acercó el filo del cuchillo a la base de su pene. Quería acabar con el problema de raíz. Ya estaba harto de tanto sufrimiento y ésa era la mejor manera de ponerle fin. El frío del acero le hizo estremecerse y las lágrimas desenfocaron la visión del cuarto de baño. Las rosas le parecían manchas de sangre sobre las baldosas, como en una especie de premonición de lo que estaba a punto de suceder. Por un instante retomó la imagen de Lara siendo abrazada. Recordó sus senos, sus pezones endureciéndose con las caricias del joven, haciéndose notar en su vestido verde pistacho. Entonces tuvo un amago de erección y se desmoronó sobre las rosas.
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Marcelo llevaba años experimentando con las rosas. Sus éxitos más sobresalientes fueron las rosas comestibles bajas en calorías y las famosas rosas fluorescentes, ésas que brillan en la oscuridad y exhalan un perfume embriagador. Ni se sabe la cantidad de premios que recibió por estas últimas. Sabiendo que gozaba de prestigio y buenas subvenciones, Marcelo se había propuesto ir más allá y crear una rosa que al respirarla suministrara los mismos componentes del tabaco, con la variante de que se eliminaba el humo, la dependencia y, lo que es más importante, las enfermedades cardiovasculares derivadas de su consumo. Marcelo creía que si el experimento tenía éxito le consagraría. Lamentablemente, Marcelo falleció antes de que sus experimentos vieran la luz. En el parte de defunción escribieron que la causa de su muerte fue un cáncer de pulmón provocado por los sesenta y tantos cigarrillos que consumía a diario.
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Juanjo se encendió un cigarro, era el último que le quedaba y a esas horas de la noche no tenía ni idea de dónde iba a poder comprar un paquete. Era lunes y los lunes cerraban los bares demasiado pronto. Saber que era su último cigarro, sin posibilidad de hacerse con más, le impidió disfrutarlo como a él le hubiera gustado. Siguió caminando por las solitarias calles de la ciudad buscando un garito abierto donde echarse un buen lingotazo y, sobre todo, comprar tabaco. Le quedaban unas caladas y muchas ansias de nicotina. Las perspectivas de encontrar un bar abierto eran desalentadoras y no había nadie con quien cruzarse y al que pedir un par de cigarros. Juanjo apuró el cigarro hasta que el filtro empezó a quemarse, dejándole un mal sabor de boca. Tiró la colilla al suelo con rabia y siguió caminando en busca de tabaco. De haber tenido, se hubiera encendido uno de inmediato. Era estúpido estar enganchado de esa manera a un vicio tan ridículo, tendría que pensar en dejarlo de una vez, pero lo había intentado varias veces sin lograr mantenerse apartado del humo más de un par de días. Juanjo no era fuerte de espíritu y lo sabía. Nunca consiguió nada de lo que se propuso, así que con el paso del tiempo, fue asumiendo que era un perdedor. Ya había recorrido varios locales que creía estarían abiertos, pero no, estaban cerrados. Prosiguió su búsqueda, cada minuto más desesperado y agobiado. Tiempo atrás se hubiera acercado a una gasolinera veinticuatro horas y hubiera comprado su paquete de Winston sin más, pero los cabrones del gobierno tuvieron que prohibir la venta de tabaco en ese tipo de establecimientos. El gobierno nunca se preocupó por los noctámbulos y menos si eran unos perdedores sin futuro. Juanjo se detuvo a pensar dónde conseguir su ansiado tabaco. No se le ocurría nada. Los bares y los puticlubs estaban cerrados, las gasolineras no lo vendían, no había nadie por la calle, hasta las putas de la estación se habían ido… Llevado por el “mono”, se puso a buscar colillas por el suelo. Pero había llovido y las que encontraba eran infumables. No era su noche. De pronto, tuvo una idea. Urgencias. La sala de urgencias siempre estaba abierta, allí siempre había gente fumando en la puerta. Encaminó sus pasos hacía el hospital con la esperanza de lograr al menos uno de sus objetivos. No era una gran proeza, pero él se sintió contento.
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Matías trabajaba de guardia jurado en la sala de urgencias del hospital. No le gustaba porque tenía que pasarse toda la jornada entre heridos, enfermos y familiares de ambos. Matías presenciaba cómo cada día la sala se atestaba de todas esas personas que necesitaban una cura de urgencia, y no era agradable. Hubiese preferido trabajar en cualquier otro lugar, vigilando una sucursal bancaria, o un palacio de congresos, o las oficinas de hacienda, incluso en la garita prefabricada de una obra. Cualquier cosa menos allí. Un día entró en urgencias un vagabundo al que aparentemente no le pasaba nada. No sangraba, no iba bebido, no parecía drogado y no acompañaba a nadie en ese estado. De hecho, su aspecto era de lo más saludable. Le pareció extraño. Tal vez el vagabundo sólo había entrado para estar en un sitio caliente y no en la calle pasando frío, aunque a Matías se le ocurrieron mil sitios mejores. Como no molestaba a nadie, Matías lo dejó en paz. Nada había cambiado en la sala. El ambiente era el de siempre: heridos, enfermos, sus familiares preocupados, gemidos de dolor, sangre, heridas, médicos y enfermeras corriendo de un paciente a otro, malas energías, enfermedad y tristeza. Mucha tristeza. Ésa era la rutina diaria a la que Matías se había acostumbrado. De pronto, algo llamó su atención y le sacó del sopor. Alguien se estaba riendo y escuchar una risa en esa sala era algo insólito. Matías se fijó en que poco a poco los presentes habían empezado a hablar unos con otros, los enfermos no lo estaban tanto, los heridos se encontraban mejor, los niños jugaban entre ellos... En todo el tiempo que llevaba allí, nunca se había dado una situación igual. No le dio más importancia, hasta que dos días después se dio el mismo caso. De pronto, el ambiente cambiaba sin más y todos comenzaban a sentirse mejor. Hablaban y reían como si estuviesen en una cafetería cualquiera. Matías no comprendía ni cómo ni por qué llegaban las buenas vibraciones así de repente. Estaba dándole vueltas al asunto cuando cayó en la cuenta de que en ambas ocasiones, el vagabundo había estado allí. - Será una casualidad... - pensó Matías.
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Tres días más tarde, Matías vio entrar al vagabundo. Ese día y hasta entonces, todo había trascurrido de forma habitual, es decir, malas vibraciones, enfermedad, tristeza… pero enseguida todo empezó a cambiar. Esta vez, Matías permaneció alerta y observó asombrado las mejoras de los presentes. Era algo milagroso y siempre sucedía cuando aquel vagabundo entraba en escena. De alguna forma, el vagabundo conseguía llevar el bienestar allá donde iba, incluso Matías se sentía privilegiado de poder estar allí y presenciar algo tan mágico y especial. Miró al vagabundo sin poder apartar la vista de él. Creyó que era un santo, sin duda alguien tocado por la mano de Dios. Entonces apreció algo más. A medida que los enfermos sanaban, el vagabundo se fue poniendo más y más pálido. Sus hombros se fueron encogiendo como los de un anciano. Un ligero temblor sacudió sus extremidades y su miraba se fue apagando hasta que sus pupilas cogieron un tono grisáceo como los ojos de un pescado que ha dejado de ser fresco. Entonces, el vagabundo se incorporó y con gran esfuerzo, caminó hasta la salida. Matías se acercó a él y le ayudó a salir. Desde aquel día, Matías, en cuanto le ve llegar, se apresura a abrirle la puerta y siempre se asegura de que tenga un asiento libre en la sala.
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Eduardo se parecía a Robert De Niro. De hecho, si los hubiesen presentado como hermanos gemelos nadie hubiera dudado porque su parecido era asombroso. Pero Eduardo no encajaba en esos ambientes porque él era un vagabundo resentido con el lujo y el buen vivir. Su vida se reducía a vaciar cuantas más botellas mejor, dormir la mona y luego seguir bebiendo. Siempre estaba metido en peleas de borrachos, ya fuera por defender su territorio en un banco del parque o su parcela de barra en un garito. Había pasado tantas veces por urgencias que allí todo el mundo le llamaba por su nombre, mejor dicho, por su apodo: De Niro. Eduardo se había aprendido algunas frases de las películas de Robert De Niro y las interpretaba imitando sus gestos y voz, mejor dicho, la voz del doblador, porque Eduardo no sabía inglés. Cuando veía algún bebedor con la cartera llena, se le acercaba y le hacía una de sus imitaciones. Con un poco de suerte, le sacaba unos euros que inmediatamente invertía en alcohol. Otras veces eran los propios clientes los que le incitaban: - ¡Eh, Deniro! ¿Por qué no te arrancas con una de las tuyas? Y Eduardo iba, les hacía una de sus imitaciones y los clientes agradecidos le invitaban a uno o dos tragos. El tiempo fue pasando, y por el rostro de Eduardo parecía que hubiese pasado dos veces. El alcohol, la mala vida y las peleas le fueron degradando física y mentalmente. Debido a una infección de encías, fue perdiendo dientes. Luego, se rompió la nariz al caerse por unas escaleras y a los pocos meses, le vaciaron un ojo de un botellazo. Ya no se parecía en nada a Robert De Niro, la gran cantidad de cicatrices y golpes recibidos le habían deformado tanto el rostro que cuando hacía sus imitaciones ya nadie reconocía al actor en él y no le veían la gracia. Le siguieron llamando DeNiro, más que nada, por la fuerza de la costumbre, pero muy pocos se acordaban de que hubo un tiempo en el que se pareció asombrosamente al gran actor.
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Un día Eduardo apareció tirado en un callejón con cinco puñaladas. Parecía la escena final de uno de esos films sobre mafia italiana en los que De Niro siempre era el protagonista.
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Pepe y Carmen decidieron ir al cine. En la cartelera ofrecían la reposición de Toro Salvaje, de Martin Scorsese. Pepe optó por ella. Carmen prefirió una comedia de amor con Richard Gere de protagonista. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder. Justo en medio de la discusión, cuando trataban de comparar el talento de Robert De Niro con el de Richard Gere, dieron un salto en el espacio-tiempo y aparecieron en medio de un desierto. Aquello les dejó sin habla durante unos momentos. Estar en un sitio y al segundo siguiente en medio del desierto, acojona de la hostia. Ya no importaba si De Niro era mejor o peor actor que Richard Gere, ya no importaba la película que verían, lo único que importaba era cómo coño habían llegado hasta allí. Y lo que era más importante, cómo podrían regresar al punto de partida. Escrutaron el horizonte intentando distinguir un lugar a donde dirigirse. No había rastro de civilización y hasta donde alcanzaba la vista, sólo se oteaban dunas y más dunas. Decidieron encaminar sus pasos en sentido contrario al sol, así podrían caminar dándole la espalda y sus ojos no sufrirían la violencia de su luz. Poco a poco fueron pasando las horas y el astro rey empezó a ocultarse dando paso a la fría noche. Pepe y Carmen hicieron un alto en su camino para recuperar fuerzas, se abrazaron intentando aprovechar el calor de sus cuerpos, tenían la boca seca y pequeñas quemaduras en los rostros. Apenas pudieron dormir, la ropa que vestían no era la adecuada para las bajas temperaturas. También acusaban la falta de agua y alimentos. Carmen rompió a llorar, necesitaba desahogarse de alguna manera y pensó que soltando unas cuantas lágrimas se sentiría mejor. Pepe la abrazó y trató de calmarla. Justo en ese momento dieron un salto en el espacio-tiempo y aparecieron sentados a la mesa de un restaurante. La sorpresa fue mayúscula, pero aprovechando que estaban allí decidieron pedir. Pepe levantó el brazo para llamar la atención de uno de los camareros, el chico se acercó inmediatamente a la mesa y les preguntó qué iban a cenar, pero Pepe y Carmen no entendieron ni una palabra, quizá porque el camarero les hablaba en griego...
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El famoso restaurante chino de la calle Mayor se estaba quemando. Grandes llamaradas y columnas de humo subían hasta el cielo nocturno. Los bomberos todavía no habían llegado y la policía era incapaz de contener a la muchedumbre que, rabiosa, acudía en busca de venganza. Los dueños del restaurante, un matrimonio chino, habían sido detenidos y llevados a los calabozos de la comisaría acusados de asesinar al menos, a cuatro personas de su misma nacionalidad. Por lo visto, se deshicieron de los cadáveres sirviéndolos como parte del menú. La ternera con salsa de ostras no era exactamente ternera, el cerdo agridulce no era exactamente cerdo y el aclamado pato a la naranja lo único que tenía de cierto es que era “a la naranja”. Los que habían sido clientes del restaurante asistieron al lugar con latas de gasolina y antorchas, como en las viejas películas de Frankenstein, en las que el pueblo acudía en masa a quemar el castillo y al monstruo. El fuego se extendió a otros edificios adyacentes, hasta que toda la manzana de casas sucumbió a las llamas. Por la radio dijeron que en otros puntos de la ciudad también estaban quemando locales. Un brote de xenofobia fue extendiéndose por la localidad, creando el caos y la destrucción. Muchos extranjeros fueron linchados. Hubo violaciones, robos, grandes destrozos, asesinatos… Y todo porque un reportero con ganas de notoriedad escribió un artículo donde acusaba (sin ninguna prueba concluyente) al matrimonio chino propietarios del citado restaurante. El chivatazo se lo había dado un confidente que necesitaba con urgencia una dosis de heroína.
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Evaristo estaba sentado en el sofá viendo las noticias de la noche. El presentador anunciaba, con evidente preocupación, que debido a la sequía, lo más seguro es que hubiesen algunos incendios. A Evaristo le gustaba ver las noticias mientras hacía la digestión. Esa noche para cenar se había metido entre pecho y espalda dos platos de callos. Para cualquier otro, eso habría sido una exageración, pero, para él, sólo era un tentempié. Pesaba ciento cincuenta y seis kilos y medía más de dos metros de estatura. Su mujer, Clara, había tratado mil veces, sin éxito, de ponerle a dieta, pero él era un saco sin fondo donde se podía vaciar la nevera entera. De pronto, Evaristo empezó a sentir un ligero ardor de estómago al que no dio ninguna importancia. Al rato comenzó a sudar. El ardor de estómago empezaba a resultar bastante molesto. Tendría que haber hecho caso a su mujer y no abusar tanto del picante. Clara fregaba los platos en la cocina intentando memorizar la compra que tendría que hacer al día siguiente. - Clara, hazme una manzanilla. - Ya te dije que no te echases tanto picante… - le gritó Clara desde la cocina. – En cuanto termine de fregar, te la llevo. Evaristo sudaba cada vez más, grandes chorretones de sudor le caían empapándole la camiseta. Sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón y se secó cuello y cara. Intentó incorporarse del sofá pero sólo logró soltar un eructo. Los gases de su estómago, al abandonar su boca, lo hicieron en forma de un pequeño fogonazo azul, parecido a los que echan los dragones de los dibujos animados. Nunca antes le había pasado algo parecido. Intentó, de nuevo, incorporarse pero las fuerzas no le respondían. Seguía sudando a mares y su rostro se fue volviendo rojo intenso. Llamó a su mujer pidiendo ayuda. - Claaaraaaaa… - Enseguida te la llevo, déjame terminar con esto - le contestó ella desde la cocina.
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Un pequeño chispazo de electricidad estática producido por el roce con el sofá fue el detonante de la combustión espontánea. Evaristo no pudo hacer nada, en cuestión de segundos estaba ardiendo como una gran antorcha humana. Minutos después, cuando Clara le llevó la manzanilla, comprobó aterrada que el salón estaba lleno de humo negro. En el sofá había un gran ronchón aún incandescente y en el suelo estaban las zapatillas de andar por casa de su marido, que calzaban dos pies que terminaban en unos tobillos carbonizados. El resto de su marido era ceniza.
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Santiago tenía una urna donde guardaba las cenizas de su difunta esposa. Cada vez que la echaba de menos, cogía la urna, la abría y con una tarjeta de crédito extraía un pequeño montoncito que después machacaba y trituraba con el canto de la tarjeta. Finalmente, distribuía el montoncito en una fina línea y, a través de un billete enrollado, esnifaba los restos de su mujer. Esto le ayudaba a seguir adelante. Aliviaba sus penas y añoranza. Santiago consideraba su hábito no un hecho extraño, sino una íntima y estrecha comunión con su esposa. Sólo era un acto de amor, uno más de los tantos con los que se habían correspondido a lo largo de su relación. La muerte prematura de ella los había separado para siempre, pero mientras le quedasen sus cenizas, seguiría comulgando con ella. Todos sus amigos le disculpaban, sabiendo que lo suyo era un inútil intento de acercamiento a su difunta mujer producido por el dolor. Santiago aseguraba que cuando esnifaba las cenizas de su mujer la sentía dentro de él. Ante tales afirmaciones, sus amigos y familiares no podían hacer nada. Santiago fue abusando de su “vicio”, consumiendo su “droga” cada vez con más frecuencia y en mayores dosis. Las cenizas eran cada vez más escasas. Santiago, cual yonqui, calculaba mentalmente las dosis que le quedaban y se atormentaba con pensar que un día se acabarían. Como era de esperar, ese día llegó. Sin cenizas Santiago dejó de sentir a su mujer.
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“El Chutas” le llamaban sus colegas de aguja porque era el punk más yonqui y tirado del barrio. Se había ganado el mote a base de miles de pinchazos repartidos por todas sus venas. No obstante, gozaba de cierto prestigio, ya que en su día fue un destacado guitarrista de un grupo punk. Los que le conocían de entonces, le guardaban cierta admiración. El Chutas realmente se llamaba Carlos, aunque ya nadie le conociera por ese nombre. Aquel día en la calle, Carlos acechaba a una anciana que confiada sacaba dinero de un cajero automático. Vio que aquel era el momento de actuar. Cruzó la calle mirando a ambos lados mientras sacaba su revólver. Se colocó al lado de la vieja y apretando el cañón contra su vientre le pidió amablemente que sacase el máximo permitido por su tarjeta de crédito. La anciana aterrorizada no opuso resistencia e hizo todo lo que Carlos le ordenó. Le entregó el dinero y las pocas joyas que llevaba (un anillo de matrimonio y unos pendientes baratos). Después abandonó el sitio sin dar la voz de alarma. Carlos la había advertido de antemano y la anciana, aunque muy asustada, se sentía afortunada de haber salido viva de la experiencia. Carlos corrió con el botín en sus bolsillos y se refugió en un oscuro y húmedo callejón para contabilizar la suma de sus ganancias. Entonces apareció aquel mamarracho. Iba vestido de superhéroe, con leotardos naranjas, botas rojas de goma, capa bermellón al vuelo y camiseta extraajustada (a juego con los leotardos) con un relámpago estampado en el pecho, además de una ridícula máscara que ocultaba su rostro. El tipo era bajito y rechoncho, con una prominente barriga que apenas cubría la camiseta. - Detente, malvado ratero – dijo con un marcado acento gallego. Sin duda era un trastornado escapado de algún psiquiátrico, pensó Carlos. - Muy gracioso… – dijo Carlos sin dejar de contar los billetes. - ¿Te has escapado de una fiesta de disfraces o qué? - He visto lo que le has hecho a esa pobre señora - añadió el superhéroe, sin dejar nunca el acento gallego.
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- Eso no es asunto tuyo, pelele. - ¡Soy Relámpagoman! Y estoy aquí para combatir la injusticia. - Pedoman, como me sigas tocando los cojones voy a enfadarme contigo - le advirtió Carlos, guardándose el dinero en la entrepierna. - Prepárate para luchar. - gritó Relámpagoman con ese condenado acento gallego, mientras ensayaba una postura marcial. Carlos sacó el revólver y lo puso a la vista diciendo: - Mira fantoche, me haces gracia y no quiero hacerte daño, pero como me obligues no dudaré en vaciar el cargador ¿Me has entendido?... El superhéroe se echó a reír con una risa fingida que sonaba de lo más peliculero y dijo: - No le temo a las balas, soy inmune a ellas…, además poseo otros superpoderes. Así que será mejor que te rindas y aceptes tu castigo. Carlos no sabía si echarse a reír o empezar a disparar. - Porque me haces gracia, que si no... – señaló con condescendiente. - Está bien… Tú lo has querido… - replicó Relámpagoman.
tono
Extendió su brazo derecho con la palma de su mano abierta, apuntando directamente a Carlos. Increíblemente de su mano surgió un zigzagueante rayo luminoso que le alcanzó de lleno, dejándolo KO. Horas después, encontraron a Carlos a la entrada de la comisaría. Estaba atado de pies y manos y un pelín chamuscado. Junto a él había un sobre que iba dirigido a todos los criminales y delincuentes locales. La carta era una advertencia para todos ellos. Y la firmaba: Relámpagoman.
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Una pareja de la Guardia Civil escoltaba al pobre Félix hasta las afueras del pueblo. El sargento Ochoa caminaba mirando de reojo los nubarrones que se aproximaban, mientras que López, el otro guardia, empujaba nervioso la silla de ruedas de Félix, que no paraba de insultarles e increparles con voz gangosa y entrecortada: - Cabron…es, hijos de pu…ta. Que no t…enéis cora…zón. Era lo único que podía hacer para defenderse. Félix era paralítico de cintura para abajo. Hasta tres rayos le habían dejado así. Porque a lo largo de su vida, a Félix le habían alcanzado no uno ni dos, sino tres rayos. El primero fue cuando tenía catorce años. Por entonces era pastor y un día en que las ovejas pastaban en el monte, se levantó una gran tormenta. Félix intentó reunir al rebaño cuando de pronto un rayo, le golpeó de lleno. Sobrevivió, pero perdió la sensación de frío y casi la totalidad del habla. Desde ese día, le costaba un gran esfuerzo articular palabras y a todas les daba un tono gangoso y entrecortado. El segundo rayo le pilló a la salida de la iglesia un domingo por la mañana. Félix contaba ya con veinte años y estaba a punto de irse a cumplir el servicio militar. Todos los quintos del pueblo incluido Félix, salían de la iglesia de escuchar la misa en su honor. Entonces el cielo descargó otro rayo. Félix sobrevivió una vez más, pero sus cinco compañeros no. Quedaron totalmente achicharrados. Como resultado, Félix se quedó sin rastro de vello en el cuerpo. El rayo lo dejó totalmente calvo y sin cejas, dándole un aspecto de lo más siniestro. Desde entonces, los vecinos del pueblo le atribuyeron la muerte de sus compañeros. Murmuraron y le criticaron resentidos. Algunos dijeron que estaba maldito, otros que sólo era mala suerte y los más dolidos proclamaron que era hijo del mismísimo Satanás. El tercer rayo fue el que lo dejó sentado para siempre en la rudimentaria silla de ruedas. Ocurrió justo tres años después de los funerales de los cinco quintos. Félix estaba en el establo ayudando a Nicolás a ordeñar sus vacas. Entonces, el rayo atravesó el tejado impactando de lleno en Félix. La electricidad recorrió su columna vertebral, destrozándosela, y dejándole paralítico de cintura para abajo. Lo peor de todo fue que la descarga
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mató al bueno de Nicolás y a la totalidad del ganado. Los vecinos, que hasta entonces defendían a Félix porque estaban convencidos de su mala suerte, se unieron al grupo de los que creían que estaba maldito. Convocaron un pleno en el ayuntamiento para decidir qué medidas tomar de cara a prevenir futuros incidentes. Después de mucho discutir, llegaron a un acuerdo: cuando el cielo viniese negro y con nubarrones, una pareja de la Guardia Civil se encargaría de escoltar a Félix a las afueras del pueblo y dejarlo allí hasta que escampase la tormenta. A tal efecto, levantaron allí para Félix una especie de caseta con una tejavana para protegerlo, si no de los rayos, al menos de la lluvia y el frío… La tormenta se aproximaba. El sargento Ochoa ordenó a López acelerar el paso. No tuvo que insistir, López sentía una aversión exagerada a las tormentas eléctricas, quizá porque años atrás fue testigo directo de la fatídica descarga a la salida de la iglesia. Él vio en primera línea cómo se freían aquellos mozos, salvándose de milagro. Félix intentaba inútilmente resistirse y les insultaba con su voz gangosa y entrecortada. Lloraba de rabia e impotencia, meneando los brazos con movimientos torpes y acentuados, como las aspas de un viejo molino que, desencajadas de sus ejes, son incapaces de girar formando un círculo perfecto. Llegaron a la caseta y metieron a Félix dentro. Cerraron la portezuela con un candado y se fueron de allí. Mientras se alejaban, oían los gritos amortiguados del pobre Félix suplicando que tuviesen piedad, que no lo dejasen allí. Un par de gotas de lluvia se estrellaron en la cara del sargento y aceleraron el paso. El cielo estaba cada vez más negro. La llovizna dio paso a una borrasca intensa. - Esta va a ser de las gordas – presagió López. - Corre, que nos vamos a calar – ordenó el sargento echando a correr. Según se alejaban, las protestas de Félix fueron dejando paso al sonido intenso de la lluvia golpeando contra el suelo. De pronto, un trueno ensordecedor retumbó por todo el valle. La tormenta había llegado.
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Era una de esas casetas de un par de metros cuadrados que construían al lado de los cambios de vías del ferrocarril. Hacía años que estaba abandonada y muy poca gente se acercaba a ella, quizá porque estaba bastante alejada de la ciudad. De vez en cuando a Jacinto le gustaba dar un paseo hasta la caseta y revivir tiempos lejanos. Perdió su virginidad dentro. Fue con una conocida del barrio dos años mayor que él. Ella se llamaba Elisa. Nunca pudo olvidar ese día y le gustaba acercarse hasta la caseta y allí rememorar aquellos entrañables recuerdos. Ese día, Jacinto se había levantado un poco abatido. Mientras desayunaba pensó en llegarse hasta la caseta de la vía. Aquello siempre le reconfortaba y le devolvía el buen ánimo. De camino le fueron asaltando las imágenes de aquél lejano día con Elisa. Recordaba, como si fuera ayer, el vestido estampado que ella llevaba y la delicada manera que tenía ella de apartarse el pelo de la cara. El color de sus ojos y la carnosidad de sus labios. Su voz y sus andares desenvueltos, contoneando su trasero perfecto y rotundo. Recordaba el brillo del sol en su sonrisa, el lunar en su largo cuello, escondido entre el nacimiento del pelo y su oreja. Su aroma fresco y limpio y la huella de sus pezones endurecidos por la excitación del momento. Jacinto sabía que revivir esos recuerdos era mano de santo para sus achaques. El aire fresco de la mañana se apreciaba en forma de rocío vaporizado por encima de toda la vegetación que acompañaba a los oxidados raíles de la vía abandonada. Ya faltaba poco para llegar, cinco o diez minutos como mucho. Pero según se acercaba, fue notando que todo tenía un aspecto distinto. La vegetación había sido arrancada dejando paso a un gran camino de tierra desmenuzada por las ruedas de camiones y excavadoras. El ruido de las máquinas y los gritos de los obreros lo sacaron de su mundo interior. Los raíles y travesaños de las vías estaban siendo arrancados y de la caseta únicamente quedaban cuatro cascotes diseminados. Jacinto se llevó la mano a la boca en un gesto de asombro y tristeza. Por lo visto la nueva autopista iba a pasar justo por allí. Las lágrimas le cayeron mudas y desordenadas. La autopista le robaba uno de sus recuerdos más queridos. Sin la caseta, el recuerdo de aquel día junto a Elisa se tornaba difuso y escurridizo. Y eso le dolía tanto como la pérdida de un ser querido.
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Hacía ya ocho meses que empezaron las obras de la casa y tenían pinta de continuar por siempre. Se suponía que en tres semanas todo estaría listo, pero la cosa se fue complicando hasta llegar al caos absoluto. Ricardo compró la casa con la intención de arreglarla un poco y entrar de inmediato a vivir en ella. Quería ensanchar el sótano para hacer un garaje, así que contrató a unos operarios. Pero en cuanto éstos empezaron a cavar, encontraron cientos de restos humanos en sótano y jardín. En un principio, se pensó que la casa había sido habitada por un asesino múltiple, pero más tarde se descubrió que aquel resultaba ser el mayor hallazgo arqueológico desde Atapuerca. Según el carbono catorce, aquellos huesos eran los más antiguos encontrados hasta la fecha. Paralizaron las obras y los expertos comenzaron a desenterrar todas aquellas osamentas y cráneos. De la noche a la mañana, la propiedad de Ricardo se llenó de afamados arqueólogos, estudiantes de arqueología, especialistas, periodistas y curiosos que lo fueron desplazando de tal manera que finalmente se vio forzado a mudarse a un hotel cercano. Según pasaban las semanas Ricardo se iba ofuscando más y más con la situación. Los jodidos huesos de mierda, los estúpidos arqueólogos, los asquerosos de la prensa, los hijos de puta del ayuntamiento que ignoraban sus quejas… Estaba cabreado con todo hijo de vecino. Para rematarla, al poco le llegó una misiva estatal en la que le comunicaban la inminente expropiación. Aquellos ladrones le daban por su casa menos de lo que le había costado. Fue la gota que colmó el vaso. Ricardo fue siempre un hombre pacífico, pero no podía tolerar la injusticia que estaba sufriendo. Proteger sus pertenencias era una cuestión de principios. Aquel día, cuando se hizo de noche, cogió la escopeta de caza y unos cuantos cartuchos, lo metió todo en una bolsa de deportes y salió del hotel camino de su casa dispuesto a lo que hiciera falta para recuperar lo suyo. A medida que se iba acercando, su conciencia le iba diciendo que había mejores soluciones, que se parase a pensar, pero la rabia y la frustración le hacían seguir caminando. Cuando llegó a su casa se detuvo unos instantes, valorando si las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer compensaría el valor de aquellas cuatro paredes. Por las
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ventanas se veía luz, y a través de los visillos se apreciaban siluetas que pasaban de un lado a otro en un ir y venir constante. Por un momento, pensó que no había traído suficientes cartuchos para tanto invasor. Tenía la boca seca y sudaba a chorros. Estaba en un momento crucial de su vida. Lo que pasase a partir de entonces marcaría para siempre su destino. Podía coger el dinero que le daba el gobierno y olvidarse del asunto, o empezar a tiros con todo Dios. La decisión era suya, sólo suya. Ahora que se fijaba bien, su casa no le parecía gran cosa. De hecho, ni siquiera le gustaba. Era igual que el resto de casas de la urbanización, todas cortadas con el mismo patrón, tan sólo distinguibles por el número de la entrada. Necesitaba beber un vaso de agua o la lengua se le pegaría para siempre al paladar. Estaba a unos metros de su cocina, pero había una frontera infranqueable que le impedía entrar y saciar su sed. De pronto la puerta principal se abrió. De ella salieron una jovencita y un chico delgado con gafas. Ricardo se quedó parado sin saber qué hacer. La pareja avanzó hacía él. Si iba a disparar, aquel era el momento. La cremallera de la bolsa estaba medio abierta. Cuando estaban solo a medio metro, la joven se detuvo y reconoció a Ricardo. - ¿Usted es el dueño de la casa? – le preguntó emocionada. Ricardo guardo silencio sin saber qué decir. - ¡Fue usted el que encontró los huesos! ¿Verdad?... Gracias a usted podremos saber mucho más de nuestros antepasados… - añadió mirándole con los ojos como platos. Ricardo intentó tragar saliva pero tenía la boca tan seca que se quedó atascado en el intento. - Usted pasará a los anales de la historia – dijo el joven con un tono muy serio. - Gra… Gracias – consiguió articular Ricardo.
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La pareja se despidió amablemente y continuó su camino. Ricardo estaba fuera de juego, tan confundido como nunca. Soltó la bolsa y se puso a llorar como un niño al que acaban de robar su juguete favorito. Aunque se sintió tremendamente ridículo, no pudo frenar el llanto. Necesitaba soltar lastre. Cada lágrima iba cargada de frustración, rabia y resignación. Estuvo así un rato, luego recogió los bártulos y regresó al hotel. Mientras se secaba las lágrimas se consoló pensando que por lo menos, pasar a la historia por haber encontrado el mayor hallazgo arqueológico desde Atapuerca era mejor que hacerlo por asesinar a unos cuantos estudiantes de arqueología.
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Daniel tenía los lagrimales defectuosos. Eran como dos pozos secos en mitad del desierto. Por este motivo, siempre iba armado con unos cuantos frasquitos de colirio con el que a cada rato, se veía obligado a remojar sus globos oculares. Si no lo hacía, se le secaban, provocándole mareos, escozor y pérdida de visión. Además, sus córneas eran demasiado débiles y necesitaban cuidados constantes. Trabajaba de contable desde casa. Necesitaba de un ambiente controlado para que sus ojos no sufrieran demasiado, así que había hecho instalar una serie de aparatos para controlar la humedad y la temperatura de su casa. La iluminación también había sido diseñada para no dañar sus ojos, y las pantallas de ordenador y tele tenían unos filtros especiales con el mismo fin. Pero todo esto no le eximía de seguir usando el colirio cada pocos segundos. Había adquirido tal destreza, que ya era un acto reflejo, como pestañear o respirar. Los días de viento, lluvia o mucho sol, Daniel tenía que resignarse y permanecer en casa. Tampoco podía conducir ni hacer muchas de las cosas que cualquier mortal puede, como ducharse con agua corriente, por ejemplo. Él tenía que ponerse unas gafas de bucear para que no le entrase agua o jabón en los ojos. El cloro o los componentes químicos del jabón podrían provocarle daños irreparables e incluso dejarle ciego. Antes de irse a dormir, tenía que aplicarse una especie de colirio espeso, para que durante las horas de sueño, sus córneas estuviesen protegidas y lubricadas. Otra de las muchas cosas que no podía hacer era llorar. Lo hacía, pero sin verter lágrimas, que era como no llorar. A pesar de todas sus limitaciones, Daniel era un hombre feliz y llevaba una vida desahogada. Como era soltero y no salía mucho, no desarrolló vicios y apenas gastaba. El piso donde vivía lo había heredado de sus padres. No pagaba ninguna hipoteca ni nada por el estilo así que con su sueldo de contable le daba para vivir e incluso ahorrar. El único capricho que se daba de vez en cuando era comprarse unos zapatos de mujer con punta fina y tacones de aguja. Daniel no era homosexual, pero le encantaban los zapatos de tacón. No para ponérselos por casa, no. Daniel se conformaba con coleccionarlos. Los tenía de todos los colores y diseños. Su colección contaba con setenta y seis pares y
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casi todos eran Manolos. Su colección no era como la de Imelda Marcos con sus dos mil pares, pero se sentía orgulloso de ella y dedicaba gran parte de su tiempo libre a cuidarla con mimo y esmero… Una noche que Daniel dormía, hubo un cortocircuito en el panel de mando que controlaba la temperatura y humedad de la vivienda. El cortocircuito provocó una pequeña llamarada que se fue extendiendo a lo largo de los cables hasta convertirse en un incendio en toda regla. Daniel se despertó alertado por el olor a quemado. El colirio en crema que llevaba en los ojos le impedía ver con claridad y tuvo que limpiárselos con una toallita especial. Lo lógico hubiese sido salir de allí de inmediato, ya que las llamas empezaron a adueñarse de todo, pero Daniel corrió hasta donde estaban expuestos sus zapatos haciendo caso omiso del fuego y del daño irreparable que el humo causaba en sus delicados ojos. Sin la protección del colirio, sus ojos empezaron a secarse, sus córneas se agrietaron y en ellas se formaron pequeñas fisuras por las que se fue derramando un líquido espeso y gelatinoso. A pesar del dolor, consiguió meter todos los zapatos en varias maletas y cargando con ellas se dirigió a la salida. A ciegas alcanzó la puerta de la calle. Cuando los bomberos llegaron, le vieron tirado en el jardín abrazado a las maletas. Los zapatos se habían salvado pero Daniel pagó con sus ojos, quedando sus cuencas vacías.
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Vicente era un escritor con talento, aunque para ganarse la vida tuviera que alternar las letras con su trabajo como vendedor de zapatos. Vicente se pasaba la mayoría de los días recorriendo las carreteras y pueblos de España en busca de nuevos clientes, comiendo menús y durmiendo en hostales baratos, arrastrando sus pesadas maletas como un Sísifo del siglo XXI. Maletas cargadas con docenas de zapatos desparejados, que enseñaba a los dueños de las zapaterías para que se hicieran una idea del género. Era viernes por la noche y conducía de regreso a casa. Estaba agotado y deseando llegar. Aún le quedaban doscientos kilómetros y, aunque tenía sueño, no quería detenerse en el camino. Había tomado una carretera secundaria que conocía bien y por la que atrochaba varios kilómetros. La carretera atravesaba una zona boscosa de curvas pronunciadas y baches, pero por lo demás era una buena alternativa. Al tomar una curva, vislumbró unas extrañas luces que centelleaban desde el otro lado de un pequeño monte. Parecía como si tras la vegetación hubiesen montado un concierto de rock. Vicente aminoró y bajó la ventanilla. No escuchó música como él esperaba. Lo único que oía era el ruido de su motor y el viento que entraba por la ventanilla. Según se iba acercando, pensó que lo del concierto era ridículo. ¿Quién en su sano juicio iba a programar un concierto en medio de un monte perdido? Pero entonces, ¿de dónde venían esas luces? Vicente, que tenía una imaginación ilimitada, pensó en algunas opciones coherentes, como la inauguración de un puticlub o las obras de una autopista. Lo del puticlub le pareció excesivo por tratarse de una carretera secundaria apenas transitada. Lo de las obras le resultó más sensato, así que optó por quedarse con esa opción. A la vuelta de otra curva, un fogonazo de luz le cegó por completo. Inconscientemente, apretó el freno y el coche se caló, deteniéndose en medio de la calzada. Aquella luz cegadora había estado a punto de provocar un accidente. Entreabrió los ojos y usando sus manos como escudo, consiguió ver una especie de gran nave, sin duda extraterrestre. Aquella cosa flotaba a unos veinte metros del suelo. La tenía enfrente y aun así no podía creerse lo que estaba viendo. La cosa tenía la forma del típico platillo volante con cientos de lucecitas de colores. De su base, salía un cañón de luz
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blanquecina que recorría el suelo como si buscase algo en concreto. Vicente estaba pegado al asiento. Tan confundido y acojonado, que no sabía cómo reaccionar. ¿Quién en aquella situación hubiese sabido? Por otro lado, el escritor que había en él, estaba encantado. Mentalmente, tomaba datos de la situación, de la nave, del paisaje, de cómo se sentía, para plasmarlo después en unas cuantas páginas en la seguridad de su hogar. Sin embargo, el sensato vendedor de zapatos que también habitaba en él, se percató de que aún distaba mucho de estar a salvo, lo que le acojonó aún más. Se vio a sí mismo encima de una mesa de operaciones rodeado de seres de otro mundo que le miraban con inmensos ojos negros y almendrados. Extraños seres que le iban insertando por el ano extraños objetos metálicos. Justo cuando estaba al borde del pánico, algo llamó su atención. Una figura recortada en contraluz avanzaba hacía el coche moviendo los brazos como aspas de molino. Vicente echó los seguros y buscó desesperadamente algo con que defenderse. Finalmente, optó por un zapato con afilado tacón de aguja. La figura se fue acercando más y más. Vicente miraba aterrado a través del parabrisas sosteniendo en alto el zapato, listo para golpear y defenderse. No se rendiría sin antes luchar. Él no era una rata de laboratorio. Si querían meterle algo por el culo antes tendrían que atraparlo, y no pensaba ponérselo fácil. Entonces la figura entró en el radio de alcance de los faros del coche y comprobó asombrado que el personaje llevaba rastas a lo Bob Marley. No tenía pinta alguna de extraterrestre, más bien, de hippie alternativo. El tipo se acercó hasta él y le indicó con una señal que bajase la ventanilla. ¿Qué coño hacía un hippie en mitad de un encuentro en la tercera fase? ¿Por qué no se sorprendía de la presencia de la nave? ¿Acaso era uno de sus tripulantes disfrazado? El sujeto insistió en que bajase la ventanilla. Vicente blandió el zapato haciéndole saber que lo usaría de ser necesario. Con un poco de suerte, aquel ser no habría visto un zapato en su vida y creería que era un arma terrorífica. Pero no. No se impresionó lo más mínimo. - Tranqui, tío, sólo es una peli - dijo con marcado acento de Vallecas.
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¿Una peli? Vicente se fijó en una grúa de la que colgaba la nave. Estaba claro. Por fin todo tenía sentido. Bajó la ventanilla. - ¡Joder tío, de poco me da un ataque al corazón! Creí que era de verdad – dijo Vicente con desahogo. - Nos has jodido la toma – añadió el hippie con cara de fastidio. - Lo siento, yo sólo pretendía llegar a mi casa. - Pues por tu culpa, nosotros vamos a tener que repetir toda la escena. - Eh, eh… no te pongas borde que yo no he tenido la culpa. Esta carretera es para circular, que es lo que yo estaba haciendo. - ¿No te han avisado para que parases a un par de kilómetros de aquí? - No. - ¡Mecagüen su puta madre! – maldijo el hippie llevándose el walkie a la boca - Pizo… Pizo... ¡¡Responde, joder!! Hubo un largo silencio hasta que Pizo contestó. - Dime, Raúl… - dijo Pizo con voz adormilada. - Te has dejado pasar uno y nos ha jodido la toma – le reprochó Raúl con mala hostia. - No jodas… - Sí jodo. Por tu puta culpa vamos a tener que estar aquí hasta que los cerdos vuelen. - Lo siento, tío, me he quedao frito… - Pues, abre bien los ojos y que no vuelva a pasar. ¿Me has entendido? - Sí, tío. No te preocupes, que no… - Raúl apagó el walkie sin dejarle terminar la frase y se dirigió a Vicente. - Ya puedes seguir - dijo en tono seco. Sin mediar palabra, Vicente arrancó. Unos metros más adelante, el equipo técnico y artístico lo escudriñaban de reojo. Vicente aceleró y se alejó del lugar. El vendedor que había en él se sintió satisfecho de salir indemne y con su ano intacto. Pero el escritor, estaba desilusionado de que aquello no hubiese sido un verdadero
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encuentro extraterrestre. Le hubiera gustado visitar la nave por dentro, charlar con su tripulación y quién sabe, incluso dar un paseíto por el espacio. Y ya puestos ¿por qué no sacarles material para una antología extraterrestre? En cualquier caso, al llegar a casa, escribiría un relato contando lo sucedido.
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Román llegó a casa a mediodía, después de pasarse la mañana en la oficina del paro. Tampoco ese día había tenido suerte. Al entrar en casa, sintió lo que todos los días: una amalgama de sensaciones que desembocaban en una más profunda y palpable, la del fracaso. Se tumbó en el sofá, derrotado, y encendió la tele con el mando. A esas horas sólo ponían basura, pero necesitaba evadirse de la realidad. En la pantalla vio a un hombre de avanzada edad, vestido estrafalariamente. Román subió el volumen. Por lo que pudo deducir, el hombre afirmaba ser alienígena. El público asistente se lo estaba pasando bomba con los comentarios del tipo. Se reían a carcajadas con cada una de sus aclaraciones. Y lo malo es que se reían del individuo en cuestión. La entrevistadora, contagiada por las risotadas del público, perdió la compostura en un par de ocasiones, soltando unas sonoras carcajadas en mitad del discurso de su invitado. Aquello era un cachondeo. Todos se reían sin ningún pudor del pobre hombre que decía pertenecer a otra galaxia. ¿Por qué ese tipo aguantaba todas las burlas? Román dedujo que lo hacía por dinero. La productora del programa debía de haberle pagado una buena suma. De otra forma, no entendía que alguien se dejase humillar así delante de todo el país. Por otro lado ¿qué podía criticarle él? Ese tipo, por lo menos llevaba un sueldo a casa, cosa que él era incapaz. Tan humillante era salir en la tele vestido de marciano como regresar a casa sin haber conseguido trabajo. De pronto, se sintió identificado con el tipo de la tele y odió a todos por reírse de él. Tal vez, ese tipo se había sentido un fracasado como él, y el fracaso y la desesperación le obligaron a tomar la decisión de ser alienígena. Quizá quiso huir tan lejos que su mente viajó hasta una lejana galaxia y allí se quedó. Román se puso en la piel del tipo y se preguntó si él sería capaz de pasar por la misma pantomima. Lo pensó detenidamente. Todo dependía de la cantidad de pasta que le pagasen. Apagó el televisor y siguió pensando en ello. Al rato llegó Sonia, su mujer. Llevaba una bolsa de la carnicería del mercado. Entró directamente a la cocina y dejó las asadurillas en la nevera. Llevaban toda la semana comiendo lo mismo, era la única manera de llegar a fin de mes. Finalmente, Sonia se reunió con Román en el salón.
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- ¿Cómo te ha ido? - dijo ella con tono cansino. - Siéntate. Quiero decirte algo. Sonia intuyó que aquellas palabras escondían algo malo. - ¿Qué pasa? – dijo preocupada. Román pensó que si conseguía convencerla, tal vez tuviese una oportunidad. - Soy alienígena. Si conseguía que ella le creyese, también lo harían otros. - ¿Qué dices? - Soy un alienígena. Si lo conseguía, podría acudir a algún programa de televisión y convencer a todo el país. Si lo conseguía, podría ganar mucho dinero y dejar de comer asadurillas a diario. Si lo conseguía, habría vencido. Y una victoria para alguien que está acostumbrado al fracaso es un gran éxito. Un principio. - ¿Has estado bebiendo? - Sonia, lo soy. Soy un alienígena. Sonia acercó la nariz y trató de oler su aliento. - Apestas a vino. - Te digo que es verdad. - ¿Así buscas trabajo? Yendo de bar en bar. - Sonia, cariño, tienes que creerme. - ¿Creer qué? ¿Qué eres un puto marciano? ¿De dónde has sacado esa tontería? - No es ninguna tontería. Lo soy. - ¿Cuántos vinos te has tomado? - Lo soy.
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¿Cuántos? Cinco o seis, no sé. Por las bobadas que estás diciendo, seguro que son algunos más. Sonia, por favor. Tienes que creerme. Estás borracho. No. No lo estoy. Pues entonces te has vuelto loco, que es peor.
Román estrelló el mando del televisor contra la pared. La rabia le hizo ponerse en pie con aspecto amenazante. - No estoy loco. Sonia se quedó paralizada por el miedo. - Soy un extraterrestre. Sonia lo miró fijamente. Después se llevó las manos a la boca echándose a llorar. - ¡Ay, Dios mío! Que lo dices de verdad. - Lo soy. - ¡Ay, Dios! ¡Que te has vuelto loco! Sonia retrocedió hasta la puerta. Román avanzó hacia ella gritando cada vez más alto. - Soy alienígena. Lo soy. Lo soy. Lo soy… Sonia huyó de la casa gritando a su vez. - Mi marido se ha vuelto loco. Loco… - Lo soy. Lo soy. Soy alienígena… Román siguió gritando con todas sus fuerzas para que todos pudieran oírle. Quería sacarse el fracaso de sus entrañas. Expulsarlo a base de gritos. Un autoexorcismo. Al cabo de unos minutos, se
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quedó sin voz y se recostó en el sofá. Se sintió aliviado, aunque los gritos de su mujer seguían rebotando dentro de su cabeza como ecos lejanos de voces extrañas. - Loco. Loco. Loco. Loco. Loco. Loco. Loco. Loco…
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Chano poseía la fea costumbre de ir mordiendo las esquinas de los edificios. Esa singularidad le originó el mote: “Muerdesquinas”. Chano era un poco más lento de lo normal a la hora de hacer funcionar sus neuronas. En compensación, la naturaleza le había dotado de gran estatura y corpulencia, motivo de más para que los chavales le temiesen. Chano no tenía amigos, así que siempre andaba solo, deambulando de un lado para otro, mordisqueando las esquinas. También toreaba los coches que pasaban por una concurrida carretera que atravesaba en diagonal la vecindad. Chano se quitaba la camisa, saltaba en medio de la calzada y recibía a los coches con arriesgados pases de pecho, naturales, e incluso alguna que otra chicuelina. Chano se crecía ante los olés de la chavalería congregada en las aceras. Clavaba las rodillas en el suelo y esperaba la embestida del siguiente vehículo. Los conductores le pitaban y sacaban sus cabezas por la ventanilla para insultarle. Por el contrario, los chavales le aplaudían y vitoreaban estimulando su valentía. Él, por no defraudarles, se superaba en cada faena. Sentía que había una especie de conexión entre los chavales y él. Eso le reconfortaba por encima de cualquier cosa. Un día tras otro los chavales acudían a verle torear. Él se acercaba más y más a los coches. Poniendo en serio riesgo su vida. En un par de ocasiones se formó tal atasco que tuvo que venir la policía. Ambas veces la familia se vio obligada a pagar la multa. Entonces el padre de Chano se quitaba el cinturón y perseguía a su hijo a correazos por todo el barrio. Pero no importaba, al día siguiente Chano volvía a quitarse la camisa para saltar al tráfico. Eran más quince los que aplaudían aquel día. Chano nunca antes había tenido un público tan numeroso, y claro, estaba pletórico. Como siempre, quiso acercarse todo lo posible, pero en esa ocasión el conductor del camión había bebido. Se lo llevó por delante. El golpe lo mando volando contra una afilada esquina, una de sus favoritas. Ese día la esquina se vengó de todos los mordiscos recibidos, abriéndole el cráneo y desparramando sus sesos por el suelo. Nadie culpó al camionero.
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Llevaba todo el día con el estómago revuelto. No sabía si por los nervios previos a la corrida o por algo que no terminaba de digerir. Su subalterno le había ayudado a enfundarse en el traje de luces. Después se quedó solo para rezar sus oraciones a la colección de estampitas expuestas en el altar plegable con el que viajaba. Se arrodilló y rogó a vírgenes y santos por una tarde de gloria, sin percances ni cogidas. Finalmente se santiguó y se dispuso a levantarse, pero al hacerlo las tripas se le aflojaron y un chorro de excremento líquido se le escapó del esfínter. De puntillas y con las nalgas apretadas se dirigió al baño. Al ponerse de espaldas al espejo, pudo apreciar el alcance de los daños. ¡Joder, se había cagado en el único traje que tenía! El estómago le dio otro aviso. Tuvo que desvestirse a toda prisa. Se sentó en la taza del váter justo cuando otra descarga de heces licuadas salió disparada. Un segundo de retraso y se lo hubiera hecho de nuevo encima. Sólo de pensarlo se le revolvieron las entrañas otra vez y una nueva descarga de heces impactó dentro del váter. El sudor le caía de las sienes humedeciendo el cuello de la camisa. ¿Qué coño le estaba pasando? ¿La menestra? ¿O quizá algo que había bebido? Cualquiera que lo hubiera visto en esas circunstancias pensaría con razón que estaba acojonado y que era el miedo el que aflojaba sus tripas. Pero él sabía que valor en el ruedo no le faltaba, ya lo había demostrado en cientos de ocasiones, delante de toros de más de seiscientos kilos y cuernos como estacas. Él siempre acometía cada corrida intentando hacer la mejor de las faenas, cortando orejas y rabos. Sus incontables salidas por la puerta grande lo dejaban bien claro, su valentía era incuestionable. - Maestro, se nos hace tarde. - dijo el subalterno desde la habitación de al lado. - En seguida salgo. - contestó el torero intentando aparentar normalidad. Una nueva descarga salió de su cuerpo escoltada por una amalgama de sonoras ventosidades, todas de tonos bien dispares. Todo un recital. La mala suerte se estaba cebando con él. No sólo se había
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cagado el único traje que tenía, sino que además no podía parar. El tiempo corría en su contra. Intentó en vano encontrar una solución pero el agobio y la vergüenza se lo impedían. ¿Qué podía hacer? Si salía al ruedo con la culera cagada se convertiría en el hazmerreír de todos, especialmente en el gremio. Se imaginó a sus compañeros de capote comentando la jugada entre risas y bromas de mal gusto. Estaba claro que así no podía salir. Parecía que sus tripas se habían calmado e intentó levantarse, pero de la nueva descarga lo retuvo sobre la taza. - Perdone que insista Maestro, pero llegamos tarde – dijo el subalterno. - Sólo es un momento, Manuel – apostilló el torero sin saber muy bien qué decir. - ¿Se encuentra bien? - Perfectamente… Enseguida salgo. Un pequeño pedo desafinado puso fin a su ataque cólico. Por fin, pudo limpiarse el culo y vestirse. Se miró otra vez al espejo deseando que el plastón hubiese desaparecido de su culera, pero ni todos los rezos del mundo ante todas las estampitas del planeta hubieran podido borrar semejante mancha. Estaba perdido. Su carrera pendía de un hilo. No sabía qué hacer. En su desasosiego, paseaba de un lado al otro de la habitación deteniéndose de vez en cuando ante el espejo del baño. Cada vez que miraba la mancha le parecía más grande. Su desesperación llegó hasta el punto de que el único consuelo que le quedó fue el de echarse a llorar. - ¿Le pasa algo, Maestro? – dijo Manuel desde la otra habitación. - Me he cagao encima, Manuel. – reconoció al fin el torero. Manuel entreabrió la puerta y asomó la cabeza. - ¿Decía usted? El torero, con el culo en pompa, le mostró la causa de sus lloros. - No pasa nada. Eso le puede pasar a cualquiera.
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- ¿Que no pasa nada? ¡Me he cagao el único traje que tengo para esta tarde! – gritó el torero descargando la mala hostia con su empleado. - Eso lo arreglo yo en un periquete – dijo Manuel ignorando el mal humor de su jefe. - ¿Cómo, Manuel? ¿Cómo?... Manuel despojó al torero de sus calzones. Los colocó bajo el grifo y aplicó jabón justo encima de la mancha, procurando humedecer únicamente la zona afectada. Frotó y cuando la mancha desapareció, secó el exceso de agua con una toalla y remató la faena con el secador. Todo estaba arreglado. Aquella tarde el maestro cortó cuatro orejas y salió a hombros por la puerta grande entre aplausos y vítores unánimes, consciente de que todo, absolutamente todo, se lo debía a él, a su subalterno.
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Hay días que es mejor no levantarse. Eso pensó Lucas mientras ensamblaba piezas en una cadena de montaje de una fábrica apestosa en la que llevaba trabajando más de doce años. Su tarea consistía en ensamblar dos piezas metálicas con una tuerca y una llave del diecinueve. Debía asegurarse de que ambas piezas quedasen bien sujetas para seguir con las siguientes. Las piezas nunca se acababan, y antes de dar la última vuelta de tuerca, ya estaban llegando otro par de piezas por la cinta transportadora. Tenía que realizar su trabajo a toda prisa y no podía dejar pasar ninguna pieza sin ensamblar. Lucas no tenía tiempo para pensar pero cuando lo hacía, pensaba que su trabajo era el más inhumano del mundo. Ese día en concreto estaba siendo un mal día, y lo estaba siendo porque Matías, el encargado, no paraba de tocarle los cojones. - ¿Se puede saber qué coño te pasa esta mañana? Estás dormido, Lucas. A ver si espabilas. A Lucas no le pasaba nada, trabajaba al ritmo de todos los días, es decir, a toda hostia, pero Matías, vete tú a saber por qué, esa mañana se estaba desahogando a placer con el pobre Lucas. Éste guardaba silencio, haciendo caso omiso de los comentarios de su encargado, concentrándose única y exclusivamente en hacer su trabajo lo mejor posible. Cuanto más pasaba Lucas de Matías, éste más se metía con él. - Me cago en Dios, Lucas. Esa pieza va floja. Repásala. Lucas repasó la pieza. - La pieza está bien. - Ahora vas a saber más que yo… Venga joder, que no tenemos todo el día.
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Claro que él sabía más, de hecho llevaba doce años haciendo el mismo trabajo y sabía que para que las piezas quedasen bien ensambladas había que darle cinco vueltas a la tuerca, ni una más ni una menos. Cinco vueltas, que son las que había dado. Pero si Matías decía que había que comprobar la pieza, se comprobaba y ya está. Lucas siguió con su trabajo, tratando de recuperar el tiempo empleado en la pieza que estaba bien. - Espabila, Lucas. Lucas se preguntaba por qué Matías la había tomado con él. Él era un buen trabajador, nunca había faltado a su trabajo, siempre puntual, no causaba problemas y se llevaba bien con todo el mundo, con todos excepto con Matías, y que conste que no era por su culpa, él siempre fue cortés y educado con Matías, nunca le faltó al respeto y siempre obedecía sus órdenes. No, Lucas no podía entender la antipatía que Matías sentía por él. - Venga joder, que estás dormido. Lucas sudaba a mares a causa del esfuerzo y la presión. Maldijo su suerte por dentro, tragándose el orgullo y la vergüenza de ser humillado delante de sus compañeros. - ¿Qué pasa? ¿Te pasaste la noche follando con la parienta y ahora no rindes? A Lucas le hubiera gustado decirle que eso no era asunto suyo, pero prefirió callarse. Tenía miedo de dejarse llevar. Temía despertar a la bestia que durante tanto tiempo había encerrado en lo más profundo de su ser. Sí, era mejor callarse y aguantar. El tiempo pasaría y podría regresar a casa con su mujer. Por unas horas podría olvidarse del trabajo y del malnacido de su encargado. - ¿Se puede saber en qué cojones estás pensando? Métele caña, joder. Que en vez de sangre parece que tienes horchata.
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Aguanta Lucas, aguanta. Sólo es un mal día, ya has tenido otros y los has superado. Aguanta, sólo unas horas más y regresarás a casa, podrás servirte una copa y sentarte junto a tu mujer en el porche. Y ahí estaba Lucas, ensamblando la pieza de turno. Sudando como un condenado, con calambres en espalda y brazos, con el orgullo dolorido y haciendo todo lo que estaba en su mano para aguantar los envites de su jefe. -
¿Seguro que esa pieza va bien? Seguro. Revísala. Te digo que va bien. Y yo te digo que la revises, cojones.
Lucas obedeció y revisó la pieza a sabiendas de que estaba bien. - Está bien, como te he dicho. - Date caña que se te pasa esa otra pieza. Cada pieza que tenía que revisar le retrasaba con la siguiente. Lucas tuvo que esforzarse al máximo para volver a coger el ritmo. Su trabajo de por sí era un coñazo, pero con Matías encima llegaba a ser insoportable. Lucas rogó para que pasase rápido el tiempo que le quedaba de jornada. Además, con tanto sudar se estaba deshidratando. Necesitaba beber unos tragos de agua. Tenía la botella a sus pies, pero estando Matías cerca era mejor aguantarse la sed. Lucas estaba seguro de que si hacía mención de beber agua, Matías se lo iba a reprochar. Prefería pasar sed que aguantar otra de sus broncas. Siguió con su trabajo a pesar de tener la lengua seca como un felpudo. Ni siquiera podía beber un trago de agua sin que se lo recriminasen. - ¡Me cago en Dios, Lucas! Estate atento, ¿no ves que esa no está bien? - Esa pieza está bien, como lo estaban las otras. - Que no me repliques, joder. Tú haces lo que yo te digo y basta.
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Lucas dejó la llave a un lado y se agachó a por la botella de agua. - Deja la puta botella y revisa la pieza. Lucas se quedó mirándole, sopesando si debía partirle la cara o continuar tragando mierda. - Te digo que dejes la botella y revises la pieza. Lucas dejó la botella en el suelo, cogió la llave y revisó la pieza. - La pieza está bien. - Pues me alegro, pero métele caña que se te acumula el trabajo. - Si no estuvieses tocándome los cojones seguro que no se me acumulaba. - A mí me pagan para tocarle los cojones a holgazanes como tú. Así que vamos. Las piezas se acumulaban y él no podía más. Le dolían los músculos de la espalda, tenía las manos entumecidas, la frente perlada de sudor y la boca seca. - Vamos Lucas, vam… Lucas no fue consciente de asestar el golpe, solo escuchó un crujido, un crujido sordo como el reventar de una nuez. Matías cayó al suelo con la cabeza abierta. Lucas dejó la llave manchada de sangre sobre la cinta transportadora y la observó mientras se alejaba. Luego cogió la botella de agua y se sentó sobre un palé de cajas para beber.
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Desde el tejado tenía una perspectiva estupenda de toda la calle. Una señora salió de la panadería y Nico apuntó con la carabina. Jacinto, que estaba tumbado sobre las tejas, se fijó en que su amigo estaba apuntando a alguien. Se incorporó y se acercó sigiloso. - ¿A quién apuntas? - A esa gorda que lleva la barra de pan. Nico apretó el gatillo y el perdigón impactó en una de las nalgas de la señora. Al sentirlo, la pobre mujer no pudo reprimir un sobresalto acompañado de un grito. Los chavales se ocultaron para no ser interceptados por las miradas de la confundida señora, que dolorida atisbaba de un lado a otro buscando el origen del ataque. Nico y Jacinto reprimieron sus carcajadas, aunque desde donde estaba la señora era imposible que les oyese. Asomaron sus cabezas por la repisa y echaron un vistazo a la calle. La señora seguía mirando a su alrededor mientras se pasaba la mano por la nalga herida. Se replegaron de nuevo ocultándose de la vista de los viandantes y rieron, esta vez sí, sin cortarse. - Ahora me toca a mí. – dijo Jacinto arrebatándole la carabina a su amigo. - Antes cambiemos de sitio. – dijo Nico, dándoselas de profesional. Ambos habían trabajado durante meses repartiendo publicidad por los buzones. Con lo ganado se habían comprado la carabina. Desde entonces no habían parado de disparar a todo lo que se movía, especialmente a otras personas. Empezaron disparando a pájaros y lagartijas, más tarde a ratas de basurero, de ahí dieron el salto a gatos y perros y finalmente pasaron a la caza mayor, es decir, a las personas. Una vez probado no quisieron volver a malgastar sus balines con animales. Era mucho más divertido y emocionante disparar a la gente.
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- ¿Vamos a la vía a por los que pasan asomados en los trenes? – sugirió Jacinto, con la inconsciencia y el entusiasmo propio de su juventud. Llegaron a un descampado cercano a la salida de la estación. Por allí los trenes pasaban a una velocidad moderada, además había cañaverales para ocultarse. Era el sitio perfecto para disparar. Escondidos entre las cañas esperaron la llegada de un tren de pasajeros. - Yo de mayor quiero ser asesino a sueldo. – dijo Nico en tono serio. - Mi padre quiere que yo sea abogado, pero a mí lo que me gustaría ser es millonario. –añadió Jacinto siguiendo con la conversación. - Toma, y a mí, pero como no acertemos una quiniela, lo tenemos claro. - Entonces, no me va a quedar más remedio que hacerme abogado. - Guay, si un día la poli me coge, tú me defiendes y me sacas de la cárcel. - Vale, colega. Ambos chocaron sus puños cerrando el trato. Jacinto se preguntó mentalmente quién ganaría más dinero, si los asesinos a sueldo o los abogados. Nico, por su parte, pensó que si viviera en Norteamérica en vez de una carabina tendría un UZI.
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Félix era abogado, un mal abogado. Pidió el décimo Dyc. Tenía pensado agarrarse una buena. Necesitaba limpiar su conciencia a base de lingotazos de segoviano. Por su ineficacia, desidia, falta de profesionalidad y, sobre todo, por su adicción al alcohol había mandado a la cárcel a un joven inocente. ¿Motivo? No haberle defendido correctamente pese a tener todos los argumentos a su favor. Había fuertes indicios que constataban la inocencia del joven, pero el fiscal fue en todo momento mucho más elocuente y convincente que Félix y al final, el jurado se decantó por la acusación. Se bebió el whisky de un trago y pidió otro. El camarero, cansado de tanto ir y venir, dejó la botella junto a Félix para que él mismo se fuera sirviendo. Antes de que el camarero se exiliase al otro extremo de la barra, Félix le preguntó por la canción que estaba sonando. - No lo sé, pero el cantante se llama Peter Hammill. – contestó el barman sin ningún entusiasmo. Félix asintió con un cansado gesto y luego desvió su mirada a la botella. En un acto de amabilidad sin precedentes, el camarero se acercó hasta la estantería de los CDs y miró el nombre de la canción, con la información recién adquirida se acercó hasta Félix. - Curtains. - ¿Qué? – preguntó Félix sin saber muy bien de qué le estaba hablando. - Curtains. La canción – recalcó el camarero señalando a los altavoces del local. Félix levantó el pulgar para expresar su agradecimiento y seguido se sirvió su décimo whisky. Intentó concentrarse en los acordes de la canción pero el recuerdo del joven inocente se metió por medio. Nuevamente vació el vaso y se sirvió otro, que a su vez vació de nuevo. Bebió toda la noche. Por la mañana, a primera hora, tenía otro juicio importante.
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Se despertó tirado en el suelo del váter con la espalda empapada de orina y vómitos. Nada más abrir los ojos, notó que algo raro pasaba. Se percató de que el silencio era absoluto, cosa anormal en aquel garito. Se incorporó como pudo y salió del baño. El local estaba a oscuras, tan sólo se colaba algo de luz a través de la vidriera de la entrada y de la claraboya del techo. Se dirigió hacia la puerta e intentó abrirla. Estaba cerrada. Le habían dejado encerrado. En un primer momento se inquietó un poco, pero pronto se dio cuenta de que tenía todo el bar para él solo. Un sueño que siempre había querido cumplir y que ahora podía disfrutar. Lo primero que hizo fue poner el morro debajo del surtidor de cerveza. Bebió hasta que su estómago estuvo a punto de reventar. Se lo había visto hacer a Homer Simpson en algunos capítulos y no se resistió a imitarlo. Se sintió cojonudamente. La cosa no había hecho más que empezar. Se metió en la barra y desfiló por delante de las estanterías seleccionando unas cuantas de las mejores botellas: rones añejos, güisquis de doce años, grandes reservas, en resumen: lo mejor de lo más caro. Bebió y saboreó cada uno de los licores. ¡Joder! Estaba claro que no era el garrafón al que estaba acostumbrado. El licor seleccionado entraba en su estómago sin abrasarlo, dejándole una amalgama de sensaciones únicas en paladar y cerebro. Para que fuese del todo perfecto, necesitaba algo para fumar y un poco de buena música. Conectó el equipo y se aseguró de que la música no se escuchase desde la calle. Rebuscando en un cajón encontró la caja de los habanos y se encendió uno, el mejor. Así debía de ser el paraíso, pensó, un bar para él solo. Se acomodó en un butacón con un vaso de Chivas etiqueta negra. Caprichos del azar, aquella tarde se había bebido los cuatro cuartos que le habían pagado por descargar un camión de congelados. Sin dinero, la noche se presagiaba dura y al raso. Sin embargo, allí estaba él, disfrutando de todo lo que se le podía antojar. La suerte era su amiga, al menos esa noche. Degustó el Chivas despacito, sin el agobio habitual. Sabía que había cientos de botellas esperándole y que esa noche su insaciable sed sí sería saciada. Por una vez no tendría que preocuparse por la falta de bebida. Para celebrarlo se llegó hasta el surtidor de cerveza, lo abrió
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y bebió a morro hasta hartarse. La cerveza se saboreaba mucho mejor así. Homer sabía lo que se hacía. A la mañana siguiente, la mujer de la limpieza lo encontró tirado debajo del surtidor de cerveza. Estaba en medio de un gran charco de bebida fermentada. Al parecer, se quedó sin aire debajo del chorro del surtidor. Tenía el estómago tan hinchado como una pelota de playa. Aun así, su cara mostraba un evidente gesto de satisfacción.
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Paseaban por la orilla del lago hablando de sus cosas. Marta tenía once años y Rebeca estaba a punto de cumplir los doce. Eran amigas inseparables desde párvulos. Se sentaban siempre juntas en clase, salían siempre juntas al recreo y después del colegio comían siempre juntas en casa de una u otra. Sólo se separaban para dormir. Y ni eso, porque la mayoría de las noches, pedían a sus familias que las dejasen dormir juntas. Facilitaba mucho las cosas que fuesen vecinas. Quizá por eso sus padres consentían. Aquella mañana, las dos paseaban por la orilla hablando, sobre todo, de chicos. Las hormonas empezaban a dar guerra y sus cuerpos comenzaban a desarrollarse. - A mí el que me gusta es Pedro. Jo, tiene unos ojos… y es tan así, no sé… como tierno – dijo Marta, haciéndose la interesante. - Y además tiene un paquetón… que me he fijado yo – añadió Rebeca poniendo el puntito picante. - ¿Tú también te has fijado? - confesó Marta tímidamente. Y las dos se echaron a reír cómplices de tal desvergüenza. Siguieron bordeando el lago. El sol trepaba por las copas de los árboles, las lagartijas abandonaban sus agujeros para calentarse y la primavera se dejaba sentir en cada matiz del paisaje. Las chicas siguieron hablando de chicos y la conversación, poco a poco, fue haciéndose más íntima. Ambas exponían su desconocimiento sobre amor y sexo, compartiendo sus deseos y los secretos sobre los evidentes cambios en sus cuerpos. De pronto, lo vieron. Estaba flotando boca abajo, muy cerca de la orilla, enredado entre juncos y ramas. Era el cadáver desnudo de un joven. A juzgar por su estado, no llevaría ahogado más de un día. Marta quiso salir corriendo pero Rebeca la convenció para examinar un poco más de cerca el cadáver. Marta estaba aterrorizada. Sin embargo Rebeca se sintió ligeramente atraída por la desnudez masculina de aquel cuerpo. Rebeca se ayudó de un palo para darle la vuelta al cadáver. Marta no pudo reprimir un grito al verle los ojos abiertos y la panza tan hinchada. Rebeca se fijó en el pene que le colgaba entre las piernas.
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- Pero… ¿qué haces, tía? ¡¡Vámonos de aquí!! – dijo Marta a punto del desmayo. - Espera un poco… - Hay que avisar a la policía. - Sí, pero espera... Marta no podía creerse el extraño comportamiento de su amiga: Apenas se la veía afectada. Rebeca extendió el palo como si fuese una prolongación de su mano y con él rozó el pene del ahogado. Marta volvió a gritar tapándose los ojos con las manos. No quería ver lo que estaba haciendo su amiga. - ¡Rebeca, por favor, vámonos! – rogó Marta con lágrimas en los ojos. - ¿Tú no quieres verlo? Estoy segura de que Pedro la tiene igual de grande – dijo Rebeca sin dejar de toquetear el pene con el palo. - ¡Calla! - Es que yo nunca había visto uno de verdad… ¿Tú sí? - Sabes perfectamente que no. - ¡Joder, si es enorme! - No quiero escucharte… – gritó Marta a la vez que echaba a correr. Rebeca siguió jugueteando con el palo unos minutos más, explorando cada palmo del ahogado. Una vez que hubo saciado su curiosidad, tiró el palo al agua y regresó. Desde entonces Marta y Rebeca dejaron de ser inseparables.
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Cuando Susana le llamó, supo por el tono de su voz que pasaba algo. Aunque ella no quiso anticiparle nada, sólo dijo: - Pásate por mi casa de inmediato. Quiero que veas algo – y colgó. Susana era su mejor amiga. Nada de sexo, sólo amistad y de la buena. Tras la desconcertante llamada, Alberto se sintió preocupado. Rápidamente salió de casa. Cogió un taxi y en pocos minutos estaba frente a la puerta de Susana. Ella le recibió y le hizo pasar directamente al cuarto de baño. - Estate atento al agua que gotea. - le dijo señalando al grifo de la bañera. Alberto observó cómo una gota de agua fue ganando peso y volumen hasta precipitarse hacia el vacío, hasta ahí todo normal. Pero en su descenso la gota se detuvo y se quedó flotando en el aire por un instante. Como si la gravedad hubiese dejado de actuar sobre ella. Después continuó su caída hasta estrellarse contra el fondo de la bañera. - ¿Lo has visto? – preguntó Susana emocionada. Claro que lo había visto pero, aun así, no podía creerlo. Con la siguiente gota pasó lo mismo, y con la siguiente y con todas las que fueron cayendo del grifo. Estuvieron más de media hora mirando alucinados cómo las gotas se detenían un instante en su caída. No supieron encontrarle una explicación que le diera sentido a aquel suceso, sin duda paranormal. Cuando se cansaron de mirar, Susana preparó unos bocadillos. Se los comieron en la terraza hablando de lo sucedido. Alberto se fue un poco más tarde, no sin antes echar un último vistazo al grifo de la bañera. Las gotas seguían deteniéndose durante un segundo en su recorrido hasta que finalmente se precipitaban al fondo de la bañera. De camino a casa le fue dando vueltas al asunto. Siguió pensando en ello mientras se acostaba, y
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continuó haciéndolo hasta que se quedó dormido. A la mañana siguiente volvió a recordar lo sucedido pero no le dio mayor importancia. A medida que el día fue avanzando se fue olvidando del tema. Esa tarde, volvió a sonar el teléfono: - ¡No te lo vas a creer, tío, tienes que verlo tú mismo! Es… ¡Ven echando leches! - dijo Susana atropelladamente. - ¿Te refieres a lo del grifo? - Olvídate del grifo… Lo de ayer no es nada comparado con esto. Te vas a cagar… - Pero, ¿entonces de qué se trata? - Te digo que tienes que verlo con tus propios ojos… Venga, coño, vente para acá… - Cuéntame… - ¡Cuelgo! A Alberto no le gustaba nada que Susana le dejara con la palabra en la boca. Pero una amiga es una amiga para lo bueno, lo malo, e incluso para lo paranormal. Así que sin mayor dilación Alberto partió hacia su casa. Susana le recibió y le hizo entrar de inmediato. Esta vez se trataba del salón, de un punto en concreto en el que la medida y velocidad del tiempo se aceleraban sobremanera precipitando el crecimiento de una planta. Sin embargo, si apartaban la maceta de ese lugar, la planta dejaba de crecer. Durante las dos semanas siguientes se produjeron otros extraños fenómenos: repentinas bajadas de temperatura en algunas de las habitaciones, muebles que se movían solos, extraños resplandores que salían de las paredes, etc. Susana mostraba todos estos sucesos a Alberto como quien presume de coche nuevo o tele de plasma, sintiéndose privilegiada por tener una casa donde pasaban cosas raras. Alberto acudía a cada una de las llamadas y asistía a cada acontecimiento con cierta preocupación. A él, aquello no dejaba de inquietarle, pero ella lo disfrutaba tanto... hasta un miércoles a las tres y cuarto de la mañana. Sonó el teléfono en casa de Alberto. Era Susana. Estaba muy alterada, no como las otras veces donde se apreciaba verdadero entusiasmo en su voz. Esta vez su voz sonaba aterrorizada.
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- Alberto… Por favor… ¡Ven enseguida! - Pero, ¿sabes qué hora es? – protestó Alberto mirando su reloj. -Por lo que más quieras, ven… Estoy muy asustada. - ¿Qué pasa ahora? - No lo sé… algo le ocurre a mi sombra. - ¿Qué? - Por favor te lo pido, Al. Ven enseguida… - imploró echándose a llorar. Nunca antes Susana había llorado para Alberto. Fue entonces cuando él supo que algo grave pasaba. Susana era una tipa dura que no se asustaba fácilmente. Su arrolladora personalidad, fuerte carácter y valentía siempre fueron su estandarte. Había viajado sola a lugares a priori peligrosos para una mujer, pero nunca se había acobardado con nada. Por eso, cuando Alberto la escuchó llorar, los huevos se le pusieron por corbata. - Vale, enseguida estoy ahí. – exclamó. Susana le recibió a oscuras. Tenía mal aspecto. Estaba despeinada, con grandes ojeras y la mirada perdida. - Gracias por venir... - Espero que haya un motivo de peso o me voy a mosquear... – le dijo Alberto muy serio. - Por favor, no me eches la bronca que bastante tengo ya con lo mío... - Pero ¿qué te pasa? - Mi sombra… que no es la mía. - Pero, ¿qué bobadas estás diciendo? Alberto aún estaba adormilado y su humor, en aquel estado, no era de lo mejor. Además, estar casi a oscuras le incomodaba. - ¿Por qué no encendemos la luz? Así casi no se ve nada… - ¡¡NOOO!!... ¡La luz, no! – dijo ella sobresaltada. – Con la luz se ve la sombra y me da miedo.
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- ¿Qué sombra? - La mía… - y de nuevo rompió a llorar como una niña. Aquello parecía que iba en serio. Susana estaba asustada y él, que no era tan valiente, intuía que pronto sucumbiría al miedo. Después de mucho insistir, convenció a Susana para que encendiese la luz de la cocina y comprobó que efectivamente, la sombra proyectada por su amiga no se le parecía en nada. Ella era bajita y bastante delgada. La sombra, por el contrario, era alta y corpulenta. La ropa tampoco coincidía y mucho menos el género. La sombra claramente pertenecía a un hombre desgarbado, cargado de espaldas y vestido con abrigo largo y botas altas. Eso sí, la sombra imitaba cada movimiento de Susana. En eso, al menos, sí era una sombra al uso. La verdad es que acojonaba verla acompañar a su amiga. Esa noche Alberto se quedó a dormir allí. Ambos estaban asustados y además era muy tarde. A la mañana siguiente, Susana tenía mejor aspecto. Su ánimo estaba bastante reforzado y parecía que hubiese superado el trauma. Desayunaron y Alberto se fue a trabajar. Durante más de un mes no volvió a saber nada de Susana. La llamó por teléfono pero ella nunca respondió a sus llamadas ni contestó a sus mensajes. Se acercó varias veces por su casa pero tampoco le abrió. Ni rastro de ella. Alberto se imaginó que habría embarcado en alguno de aquellos viajes improvisados a los que ella era tan aficionada. Se despreocupó y siguió con su vida. Alrededor de un mes más tarde se la encontró en la calle. Apenas la reconoció. Iba con un abrigo largo de grandes hombreras y calzaba botas altas. Caminaba encorvada hacia adelante. Se diría que trataba de imitar a la sombra que salía de sus pies. - ¡Joder, tía!... ¿Dónde te metes? Hace más de un mes que no sé de ti. - Sí, bueno… es que he andado liada. - Pasé por tu casa varias veces pero nunca estabas. - Es que ya no vivo allí. Al final esa casa me daba miedo. Ahora vivo en un piso de la calle Mayor. - Podías haberme avisado… ¿Y se puede saber por qué vas vestida así?
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- Trato de que la gente no note lo de la sombra… Por no asustarles, ¿sabes? Siguieron charlando mientras tomaban un café en un bar cercano. Susana había cambiado tanto que Alberto tuvo la impresión de que se trataba de otra persona. Después, se despidieron y cada uno siguió su camino.
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Esa maldita sombra lo jodía todo. Si no fuera por ella, en los días de sol, el porche se llenaría de luz. La sombra era la de un nogal centenario que estaba plantado a pocos metros del jardín. Matías odiaba al árbol y a su sombra. Lo odiaba desde el mismo día en que su madre apareció colgada de una de sus ramas. Matías solo tenía diez años. Todavía le parecía sentir las piernas agarrotadas y frías de su madre cuando se abrazó a ella. Su sombra se balanceaba recortada en el porche aun cuando Matías ya le había dado la espalda al árbol. El nogal y su sombra eran un recordatorio permanente de aquel desgraciado acontecimiento. Matías se había prometido a sí mismo que un día talaría el árbol y acabaría con todos los malos recuerdos. Pero nunca había llegado a hacerlo. Una tarde en la que tirado en la cama mataba las horas a base de hachís y lectura, escuchó un fuerte frenazo y acto seguido un estruendoso choque metálico. Se asomó a la ventana y comprobó con agrado cómo un camión se había estrellado contra el nogal. El impacto había arrancado el árbol casi de raíz. Matías salió a auxiliar al camionero. En cuanto estuvo en el porche, notó como el sol lo llenaba de luz y calor. El camionero estaba bien. Había tenido un fallo en los frenos y no había podido hacer nada por evitar el golpe. Tres días después, los operarios del ayuntamiento retiraron el nogal y con él su fría y negra sombra. Y así fue como Matías comenzó a pasar las tardes en el porche, al sol. Se sentaba allí con una cerveza y un porro hasta la hora de cenar. El recuerdo del suicidio de su madre seguía en su cabeza, pero la ausencia del nogal lo hacía mucho más llevadero.
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De regreso del colegio, Claudia acudía todos los días a un parque infantil. Allí hacía una breve parada, pero ella nunca se montaba en los columpios ni en los toboganes. Claudia se limitaba a sentarse en un banco próximo y observar a las madres de los otros niños. Mentalmente, elegía a la más atenta y cariñosa. A la que más amor demostraba, y se la imaginaba como su propia madre. Cada día elegía a una madre distinta. Todas eran mejores que su verdadera madre. Veía cómo esas mujeres se comportaban con sus hijos y sentía envidia y tristeza a partes iguales. A menudo, maldecía su suerte. Se preguntaba por qué le había tocado la peor madre del mundo. Después regresaba a casa. Hacía los deberes. Cuando terminaba, preparaba la cena. Y nunca, nunca, se olvidaba de añadir un poquito de raticida al plato de su madre.
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Desde niña, Mercedes supo que convertirse en madre sería una máxima en su vida. Como era soltera, se sometió a varias sesiones de inseminación artificial hasta que tuvo éxito. Embarazada de cinco meses, se sentía feliz porque en apenas cuatro, sería madre de una niña. Tenía pensado llamarla Azucena porque era un nombre dulce que siempre le había gustado. Incluso si lo gritas, suena como un susurro. - solía decir. Tenía todo preparado para cuando llegase su hija. Había decorado la mejor habitación de la casa con motivos infantiles y muchas flores de colores, sobre todo azucenas. En el centro, había instalado una preciosa cuna con sábanas y colcha a juego con las paredes. Los armarios y cajones rebosaban ropita de bebé, pañales, juguetes y colonias suaves. Pero una mañana despertó y al apartar el edredón, comprobó con espanto que yacía sobre un enorme charco de sangre. Los médicos le extirparon todo lo que el aborto había dañado. La vaciaron de órganos, vísceras y sentimientos. No podría dar a luz nunca jamás… Habían pasado tres meses de la tragedia y aún no se había recuperado. La depresión y el frío sentimiento de vacío interior la mantenían en un estado lamentable. Nada le importaba. Dejaba pasar los días como si no fueran con ella. Una tarde que estaba paseando, se detuvo delante de un escaparate del centro comercial y se quedó mirando la ropita de bebé que estaba expuesta. Las lágrimas hicieron acto de presencia. Se las secó con un clínex y mientras lo hacía, descubrió su reflejo en el cristal. Parecía un fantasma del pasado, alguien a quien había conocido y olvidado. Estaba tan desmejorada que ni se reconocía. Siguió caminando sin rumbo. Llegó a la puerta del supermercado y entró. Se arrastró por la tienda tratando de olvidar sus penas. Una mujer con un cochecito de bebé la adelantó. Un impulso irrefrenable la obligo a seguirla. La persiguió por todo el supermercado. La mujer se separó del cochecito unos pocos metros para comprobar el precio de unos forros polares que
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estaban expuestos en un perchero circular. Ésa era la oportunidad que Mercedes estaba esperando. No se lo pensó y se fue directamente hacia el cochecito. Cogió al bebé en brazos y se dirigió a la salida. Nadie la detuvo. Siguió caminando por el aparcamiento sin volver la vista atrás. Llegó a su coche, lo abrió y entró. El bebé la miraba con los ojos muy abiertos. Mercedes comprobó con agrado que en sus orejitas llevaba unos pequeños pendientes de oro. Evidentemente era una niña. - Te llamaré Azucena – dijo con voz suave. La acomodó en la parte de atrás, accionó el contacto y abandonó el aparcamiento.
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Eran las nueve de la mañana cuando Julia llamó al timbre. Pepe estaba acostado y que le despertasen a esas horas no le gustaba nada. Enfurecido, se levantó de la cama. Su cabreo se incrementó al abrir la puerta y ver que era ella. Hacía un par de semanas que habían cortado y no comprendía qué hacía Julia en el umbral de su puerta. La miró con desdén y sin dirigirle la palabra, regresó a la cama. Julia cerró la puerta y le siguió hasta el dormitorio. Cuando entró, él yacía de espaldas en la cama. Julia extendió el brazo y le ofreció un sobre abierto con un simple y entrecortado: “Toma”. Pepe se volvió y cogió el sobre con enfado. Extrajo el folio escrito a máquina y lo leyó. No entendía muy bien el contenido del escrito. Julia le aclaró que era un test de embarazo y recalcó que además, era positivo. Jamás en su vida se había sentido tan confundido como entonces. Nunca antes había sufrido un despertar tan amargo y desconcertante. Miró directamente a los ojos de Julia buscando la clave, la pista que revelase la pesada broma. Al contrario, ella sólo le devolvió miedo y confusión. Aquello era suficiente, no necesitaba más pruebas. - ¿Qué vamos hacer? - preguntó Pepe. - Abortar - respondió Julia. - ¿Un aborto?... Me parece bien y seguramente sea lo más sensato – añadió Pepe ligeramente aliviado. Luego hubo un silencio muy largo. Tan denso, que se hacía difícil respirar… Silencio Silencio Silencio Silencio Silencio Silencio Silencio Silencio Silencio
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Silencio Pepe no pudo aguantar la presión y decidió acabar con aquel mutismo sepulcral, pero las palabras se negaban a salir de su boca. SILENCIO… Al final fue ella la que habló: - Ya he hablado con una clínica de Madrid y me han dado cita para mañana, a las diez de la mañana. ¿Me acompañas? - Sí, claro… Entonces, habrá que mirar los horarios de trenes o autobuses. - Una amiga nos lleva en su coche, si no te importa. - No, todo lo contrario. Odio viajar en tren o autobús, prefiero el coche… SILENCIO. De pronto una pregunta le golpeó y sin pensar, la dejó caer. - ¿Y sabes ya cuánto nos va a costar…? – “…la broma”, estuvo a punto de añadir. - Aún no… pero lo pagaremos a medias. - Me parece justo – asintió Pepe. Silencio… Los dos intentaron no cruzar miradas. …SILENCIO… ‐ ¿Hablamos esta tarde y quedamos para mañana? – preguntó Julia acosada por el denso silencio. ‐ Vale. Te paso a buscar a eso de las seis. ‐ ¿Me das un beso de despedida?
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Pepe se inclinó para besarla en la mejilla pero ella puso la boca. Él se apartó y finalmente se hicieron un lío. Los dos se rieron sin ganas, sintiéndose como torpes adolescentes. Julia se fue y Pepe intentó dormir un poco más, pero le fue imposible. SILENCIO.
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Allí estaban los dos, Ramón tratando de abrir la caja fuerte y Santiago vigilando la entrada del local. Santiago no podía estarse quieto y se balanceaba cambiando el peso de su cuerpo de una pierna a otra. - ¡Quieres estarte quieto de una puta vez! – dijo Ramón perdiendo la paciencia. - Si no he hecho nada. - Silencio, joder. Necesito concentrarme. Ramón pegó la oreja a la ruleta de la caja fuerte y la hizo girar lentamente. Santiago intentó tranquilizarse. Aspiró aire y lo fue soltando poco a poco. - Pareces un búfalo. Respira sin hacer ruido. - le reprendió Ramón. Santiago estuvo a punto de perder la paciencia. Rebuscó en sus bolsillos sin encontrar lo que buscaba. Ramón lo miró enfadado. -
¿Qué he hecho ahora? – se excusó Santiago. Ruido. No paras de hacer ruido. Sólo estaba buscando un cigarro. Ni se te ocurra fumar. Ya sólo falta que me causes un cáncer.
Santiago estaba cada vez más irritado, aun así se quedó junto a la puerta. Ramón estiró el cuello a ambos lados para relajar sus músculos. Estaba cansado y la vista se le nublaba. Después de un breve respiro, centró toda su atención en la ruleta. Santiago le miró de reojo, con desprecio. Hacía más de una hora que su vejiga estaba pidiendo un desalojo pero, viéndose el percal, no quiso interrumpir a Ramón. Aguantaría hasta que la caja estuviera abierta. Sin darse cuenta, se puso a tamborilear con los dedos en el marco de la puerta. Ramón se giró hacia él con el ceño fruncido. - ¿Qué? – dijo Santiago, cansado de tanta llamada de atención. Ramón dirigió su mirada al marco de la puerta.
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-
Perdona… Es que estoy nervioso. – volvió a excusarse Santiago. Por favor, seamos profesionales. Vale. Sólo te pido un poco de silencio. Que sí.
Santiago sintió ganas de golpear a Ramón por cuestionar su profesionalidad, pero se contuvo y siguió vigilando la puerta. Llevaban años trabajando juntos, pero en realidad no se aguantaban. Ramón sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente. La caja se le estaba resistiendo. Santiago seguía esforzándose para no mearse encima. - ¡La puta que la parió! – dijo Ramón malhumorado. - Ramón… ¿te importa si meo en aquella esquina? Es que ya no aguanto más. - Si, claro… siempre que no te importe dejar tu ADN por ahí. - ¡Joder, entonces necesito ir al baño! Se veía que Santiago estaba realmente angustiado. - Está bien, pero ten cuidado. - Vuelvo enseguida. Santiago salió de la habitación a toda prisa. Ramón trató de calentar la punta de sus dedos con su aliento. Padecía un principio de artrosis y sus manos ya no eran las de antes. Diez años atrás no había caja fuerte que se le resistiera. Aprovechando la ausencia de Santiago, decidió probar suerte otra vez. Quizá lo lograse ahora que tenía el silencio que necesitaba para concentrarse. Acercó la oreja a la ruleta y la hizo girar. Tuvo el presentimiento de que lo iba a conseguir. - ¡Ánimo, viejo, que tú puedes! – dijo tratando de infundirse un poco de seguridad. Justo en ese momento entró Santiago con los pantalones mojados.
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- ¡Joder, no me ha dado tiempo a llegar y me lo he hecho encima! - ¡Mierda puta! - maldijo Ramón- … Contigo no se puede trabajar... - Mira, Ramón. No me toques las pelotas que ya he aguantado suficiente. - Eres un inútil que no sirve para nada… - Ramóoooon… - No vales ni para mantener seca la entrepierna. - Me he meado por tu culpa. - ¿Por mi culpa? - Sí. Llevamos aquí una eternidad y no eres capaz de abrir la puta caja. Si hubieras terminado ya, esto no hubiera ocurrido. - ¿Qué quieres decir? - Lo que tú ya sabes. Que ya no sirves para esto. Ramón se puso en pie y se abalanzó sobre su compañero. Santiago esquivó la embestida. Ramón se estrelló contra una mesa, cayendo de bruces al suelo. Santiago preparó sus puños para una nueva envestida y esperó a que Ramón se levantara, pero Ramón continuó tirado en el suelo. Santiago pensó que tal vez se había hecho daño. Pasados unos segundos empezó a preocuparse. - ¿Ramón, estás bien? Ramón se incorporó quedando de rodillas y de espaldas a su compañero. Santiago bajó los puños y avanzó un paso hacia él. - ¿Te has hecho daño? Ramón estaba llorando. Al darse cuenta, Santiago se acercó a él, se arrodilló a su lado y trató de consolarle. - Venga Ramón, que no lo he dicho en serio… Lo que pasa es que me da vergüenza por haberme meado y he querido pagarlo contigo… Ramón siguió llorando, inconsolable.
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-Tú eres un artista de la profesión. Un maestro… No ha habido caja que se te haya resistido… Ramón, y no lo digo por hacerte la pelota, que yo he estado de testigo. - ¿Lo dices en serio? - dijo Ramón sorbiéndose los mocos. ¿Que si lo digo en serio? Pues, claro. No hay otro mejor que tú. ¿Te acuerdas de aquella vez en el museo? - Aquélla fue una buena noche. - ¿Cuántas abriste? ¿Cinco cajas? - Fueron cuatro. - Me da lo mismo cuatro que cinco. ¿Quién en una noche abre cuatro cajas?... Sólo tú. Santiago se puso en pie y ayudó a su compañero a incorporarse. -
Venga Ramón. Arriba ese ánimo y abre la puta caja. No sé si podré. Claro que sí. Eres el mejor. El puto amo. Antes de que entrases, estaba a punto de conseguirlo. Ramón. Tú puedes.
Ramón se llevó la punta de los dedos hasta su boca y echó aliento sobre las yemas. Luego se acercó con decisión hasta la caja, pegó la oreja cerca de la ruleta y la hizo girar. Santiago se quedó quieto y en silencio junto a la puerta. La caja se abrió. Ramón lo había conseguido. - ¡Sííííí!... – dijo Santiago conteniéndose para no gritar de alegría ¡Eres el puto amo! Ramón sonrió orgulloso y se apartó para cederle el sitio a Santiago. - Ábrela tú. Te lo has ganado. - Gracias Ramón. Es todo un honor. Santiago se acercó y terminó de abrir la puerta de la caja. De golpe, un desagradable olor salió del interior e inundó la estancia. Dentro había una cabeza de mujer y un par de manos con las uñas pintadas de rojo.
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Desde la calle se escuchó un disparo. Al poco, del supermercado salió corriendo un tipo con pasamontañas. Llevaba un puñado de billetes en una mano y un revólver en la otra. Corrió para alejarse de la zona y siguió corriendo hasta que cruzó la ciudad y llegó a las proximidades de la vía. Atravesó los raíles y se escondió en un oscuro túnel que estaba a las afueras. El esfuerzo de la carrera le hizo vomitar con el pasamontañas puesto, no le dio tiempo a quitárselo. Había sido un fallo tremendo recorrer todo el camino con él, se lo tendría que haber quitado. También cayó en que había llevado todo el tiempo los billetes y el revólver a la vista. Terminó de vomitar y se quitó el pasamontañas. Estaba tan pringado que no merecía la pena conservarlo, así que lo dejó caer al suelo. Guardó los billetes y el revólver. Se quitó la camiseta roja que llevaba puesta. Debajo tenía otra de color amarillo, una táctica que siempre le había funcionado para despistar a testigos y policía. Con un mechero, prendió fuego a la camiseta roja y al pasamontañas. Permaneció contemplando las llamas mientras recuperaba algo de aire. Sabía que debía deshacerse del revólver, pero el arma costaba más que lo obtenido en el atraco. Pese a todo, era prudente hacerlo. Tal vez el dueño del supermercado hubiese muerto a consecuencia del disparo. Desprendió el tambor de la culata y lo arrojó por el hueco de una alcantarilla. El resto lo limpió de toda huella y lo arrojó en un contenedor de basura unas calles más abajo. Al llegar a casa, le recibió su hija de cinco años. La cogió en brazos y la besó. Su mujer estaba en la cocina preparando la cena. Se saludaron rozándose las mejillas, en un amago de beso. Él le entregó los billetes y ella se los guardó sin preguntar. Más tarde, se sentó con su hijita en las rodillas a ver los dibujos animados. El conejo Bugs Bunny le disparaba con un trabuco en plena cara al Pato Lucas, haciendo que su pico girase trescientos sesenta grados sobre su misma cabeza. La niña soltó una carcajada limpia y sonora. Él no pudo evitarlo y se puso a llorar. No podía quitarse de la cabeza al dueño del supermercado. Las risas de la niña se apagaron con sus sollozos.
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- ¿Por qué lloras, papá? – le preguntó a punto de hacerlo ella también. - No pasa nada… se me ha metido un poco de polvo en los ojos mintió él, intentando quitarle importancia al asunto. La niña era muy lista y no se creyó la mentira de su padre, y éste para desviar su atención le hizo cosquillas en la barriga. La niña rió a carcajadas y al poco se olvidó del asunto. Continuaron viendo la tele. En la pantalla, el pato Lucas le arrebataba el trabuco al conejo de la suerte. Le apuntaba y apretaba el gatillo, con tan mala suerte que la detonación salía por la culata, impactando de lleno en su cara. Esta vez su pico cayó al suelo totalmente chamuscado y él, muy digno, lo recogió y se lo encajó de nuevo en la cara. La niña volvió a reírse y él, disimuladamente, se secó las lágrimas de los ojos.
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Bugs Bunny y Pato Lucas. Así los llamaban porque siempre vestían camisetas con estampados de estos personajes. Lorenzo era Bugs y Pancho era Lucas, más conocidos en el barrio por “el pato” y “el conejo”. Tenían catorce años y eran los mejores bailarines de breakdance del barrio y alrededores. Su estilo era único. Nadie les hacía sombra en sus six step, turtles, handglides o en sus increíbles crickets. Se habían ganado el respeto de la peña y gozaban por ello de cierto prestigio. Para ensayar necesitaban un suelo pulido donde poder girar y contorsionarse sin sufrir daños, y lo encontraron en un mausoleo del cementerio. Mármol de primera y además cubierto y alejado de las miradas de monjes fosores y guardianes de camposanto. Al interior del panteón se accedía por una puerta metálica cubierta de musgo y óxido. Allí, cada noche, los chavales corregían y perfeccionaban su técnica. A la luz de una linterna, improvisaban nuevas coreografías que al día siguiente exhibían en los túneles del metro de la estación de Atocha a cambio de la voluntad. Así ayudaban a sus familias con un sobresueldo que no venía nada mal. En el barrio, el que no tenía deudas era porque algo chungo e ilegal tenía entre manos. Las familias de Pato y Conejo llevaban meses en el paro y los mayores ingresos que entraban en sus casas los aportaban ellos… Una noche en el cementerio después de ensayar, divisaron una especie de neblina fosforescente que salía del interior de una de las tumba. Parecía un fuego fatuo. Nunca antes habían contemplado uno, sólo sabían del fenómeno de oídas o quizá de haberlo visto en algún documental. Al poco, los gases se difuminaron en la oscuridad de la noche sin dejar rastro. - Eso era una señal – dijo Pato con el semblante muy serio. - Sólo era un jodido fuego fatuo - añadió Conejo sin darle mayor importancia. - No, tronco. Te digo que era una señal… A partir de ahora, debemos tener cuidado. - Pero… ¿qué dices, tío? Se te va la olla pero bien… - Lo digo en serio. Con estas cosas es mejor estar al loro, por si acaso…
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Conejo se rió de Pato y continuó tomándole el pelo. Le llamó Rappel y le vaciló con ponerle dos velas negras, pero Pato no entró al trapo y se limitó a guardar silencio. Su familia le había enseñado a respetar las señales que el destino mostraba como advertencia a quienes sabían leerlas. La preocupación le tenía tan abstraído que las burlas de su amigo le entraban por un oído y le salían por el otro. Caminaron hacia el barrio. Conejo siguió con las bromas mientras que Pato, pensativo y serio, iba tratando de descifrar aquel mensaje. Esto sucedía en Madrid el 10 de marzo del 2004. Al día siguiente, la capital era un infierno.
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Un corte por cada día concluido sin ella, una nueva quemadura para recordar que ella se había marchado. Puso el marco de su fotografía delante y mirando a los ojos de la retratada, hundió la cuchilla en la carne. La sangre brotó de inmediato, corriéndole por el brazo y cayendo finalmente sobre las baldosas del suelo del cuarto de baño. La herida era más profunda que la del día anterior, aun así no se sintió satisfecho. Se miró en el espejo, tenía cicatrices por todo el cuerpo. Muescas en la piel por cada día sobrevivido sin ella. La sangre seguía brotando. Se pasó la palma de la mano por el rostro, tiñéndolo de rojo. Pinturas de guerra para luchar contra el dolor. Sí, estaba preparado para batallar, combatiría el dolor con dolor, como lo llevaba haciendo desde que ella se marchó. Encendió el mechero, aplicó la llama a su escroto y mientras la habitación se llenaba de un desagradable olor a carne quemada, él siguió contemplando su fotografía, la de ella.
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El paisaje era dantesco. Hierros retorcidos y carbonizados, fuego aquí y allá, equipajes desperdigados y abiertos, dejando un rastro de ropa tirada, zapatos y neceseres. Y sangre y miembros amputados de cuajo y cadáveres por donde quiera que mirases. Había gente que gritaba de dolor, otros agonizaban en medio del caos. Y prevaleciendo por encima de todo, el olor a carne quemada de los cuerpos carbonizados. Mariano caminaba sin rumbo entre los restos del accidente, llevaba el brazo izquierdo totalmente desmembrado, solamente se sujetaba al cuerpo por una fina hebra de carne ensangrentada. Se podían ver los huesos astillados que atravesaban la piel, los tendones y músculos arrancados, y la sangre fluyendo sin parar. De pronto, se sintió mareado y tuvo que vomitar junto al cuerpo de un bebé aplastado. La radio del siniestrado autobús seguía funcionando y por los altavoces sonaban los acordes distorsionados de “Paquito el chocolatero”. El contraste de la música con lo que allí estaba sucediendo era como una broma pesada y de mal gusto. Mariano siguió andando de un lado a otro, cambiando de dirección sin un motivo aparente, confundido. Un cerdo pasó corriendo a su lado cojeando de una de las patas traseras. Unos metros por delante había varios cerdos muertos en medio de la carretera, mezclados con los cadáveres del autobús. Varios de los cerdos que quedaban con vida chillaban prisioneros dentro de las celdas del camión volcado mientras se achicharraban en medio de las llamas, el resto habían escapado campo a través. El cerebro de Mariano no podía asimilar tanta desgracia, por eso deambulaba absurdamente confundido y sin ser consciente del infierno que le rodeaba. Lo que iban a ser unas plácidas vacaciones, sin más, se habían convertido en la peor de las pesadillas. De pronto, de la distancia empezaron a llegar los sonidos desbocados de las sirenas de las ambulancias añadiendo a la bestial banda sonora un acorde de esperanza.
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La ambulancia circulaba a toda velocidad haciendo sonar su sirena. Llevaban a Tino, un tipo que se había pasado con la dosis de LSD y no paraba de reírse de manera desaforada. Tino miraba a la pareja de enfermeros que le acompañaban y veía sus caras distorsionadas. Entonces las carcajadas le salían del estómago descontroladas, generándole falta de aire en los pulmones. Estuvo varias veces a punto de asfixiarse pero la mascarilla de oxígeno consiguió reanimarle. A pesar de todo, seguía riéndose sin control. Las luces que entraban por la ventanilla de la ambulancia se movían zigzagueantes dejando estelas luminiscentes de tiovivo. Tino tenía las pupilas totalmente dilatadas y un entumecimiento caliente le recorría todo el cuerpo. Poco a poco, a ojos de Tino, las estelas que dejaban las luces se fueron convirtiendo en llamas abrasadoras. En su mente narcotizada le pareció que el interior de la ambulancia estaba ardiendo. Aquello le pareció muy gracioso. Y sus risas se intensificaron. A pesar de las carcajadas, Tino consiguió decir: - Vamos a trastornado.
morir
abrasados…
- y
siguió
riéndose
como
un
Los ATS trataban de conectar con él intentando dilucidar qué había ingerido, pero Tino les escuchaba sin llegar a entender el significado de sus palabras. Todos sus envenenados sentidos estaban sometidos a la risa histérica y descontrolada que le invadía. Nunca imaginó que unas carcajadas pudieran causar tanto dolor físico. Una mancha húmeda fue esparciéndose por su entrepierna. Uno de los enfermeros probó a inyectarle una dosis de vitamina B-12 que no le hizo efecto alguno. Tino lloraba de risa, tenía los abdominales tan contraídos que a penas podía respirar, aun así, siguió desternillándose. De pronto, sintió la necesidad de salir de aquel lugar asfixiante y abrasador. En un ramalazo de locura empujó a los enfermeros, llegó hasta la puerta trasera, la abrió y saltó al duro asfalto. Cayó como un pelele y después de dar varias vueltas sobre sí mismo, quedó tirado en medio del tráfico. Algunos coches tuvieron que frenar para no atropellarle y hubo varios choques en cadena. Tino quedó inconsciente bajo los faros de los coches, inmóvil
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en una postura imposible, como un muñeco de trapo. Se había roto infinidad de huesos pero había logrado acabar con la incontenible risa que lo estaba matando. Después de muchos meses de recuperación y rehabilitación, su cuerpo sanó. Su mente, no. A día de hoy, continúa en manos de los psiquiatras.
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En la consulta un hombre de mediana edad estaba tumbado en el diván. A un par de metros, el psiquiatra permanecía sentado en un butacón de cuero negro. En sus manos, un bloc y un bolígrafo. El hombre del sofá guardaba silencio analizando sus pensamientos en busca de respuestas. El psiquiatra empezaba a impacientarse y para distraerse dibujó una guillotina en su bloc... Por fin, el paciente se decidió a hablar: - Supongo que miento porque no tengo verdades que contar. - Explíquese – se interesó el psiquiatra. - Usted sabe que me paso el día solo, sin salir, ni hablar con nadie. Por suerte o por desgracia, trabajo desde casa y eso hace que mi vida social sea casi nula – aclaró el hombre. - ¿Y cómo se siente por eso? - Como un envase vacío. - ¿Un envase vacío? - Bueno, creo que está muy claro. No hay nada en mi vida que sea de interés. Nada. Por eso, cuando establezco algún tipo de relación personal, miento sobre cómo soy o cómo vivo. Supongo que prefiero ser un recipiente lleno de mentiras que un envase vacío. ¿Comprende? El psiquiatra miró aburrido el reloj y dijo: - Vamos a dejarlo aquí. La próxima semana seguimos con este tema. Al hombre no le gustó nada que el psiquiatra diese por terminada la sesión justo cuando él había encontrado las palabras para expresarse. - Antes de irme me gustaría hacerle una pregunta – dijo chasqueando la lengua. - Usted dirá.- dijo el psiquiatra volviendo a mirar de soslayo el reloj. El hombre se tomó unos segundos antes de formular la pregunta.
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- ¿Es normal que piense continuamente en rebanarle el pescuezo? La contundencia de la macabra interrogante le cogió por sorpresa y el psiquiatra estuvo a punto de perder su característica templanza. Aun así, logró mantener la calma. - ¿Cómo dice? – replicó el profesional con un hilillo de voz. - Digo ¿qué si le parece normal que yo tenga unos deseos incontenibles de rebanarle el pescuezo? Al psiquiatra se le hizo un nudo en la garganta. Finalmente, tragó saliva. - No… no creo que sea normal – consiguió decir con poco empaque. - ¿Y qué me aconseja? - Lo pri… mero… lo primero y más importante es que evite esos siniestros pensamientos y lo segundo… le voy a pedir que por favor deje de acudir a mi consulta... Ahora… si me disculpa tengo… que atender a otros pacientes. El psiquiatra intentó aparentar normalidad aunque estaba aterrorizado. Creyó que en cuanto el tipo oliese su miedo se le echaría encima. Pero no. El hombre le miró fijamente, chasqueó de nuevo la lengua y dijo: - Intentaré hacer lo que me dice. El hombre tendió la mano para despedirse. El psiquiatra dudó pero terminó estrechándola. - Muchas gracias por su ayuda. - dijo el hombre sin dejar de mirarle fijamente ni soltar su mano. - De nada – añadió el psiquiatra con frialdad. Después el hombre salió de la consulta. En cuanto lo hizo, el psiquiatra abandonó su fingida pose y se recostó en la pared para no desfallecer. Al poco, el hombre volvió a entrar en la consulta
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sorprendiendo al psiquiatra. El hombre formuló una segunda pregunta: - ¿Cómo se evita un pensamiento siniestro? - Expulsándolo de la cabeza – acertó a decir el psiquiatra. - Expulsándolo de la cabeza – repitió el hombre sopesando cada palabra. – Es un buen consejo. Lo seguiré… Y sin más, el hombre volvió a abandonar la consulta. Esta vez, el psiquiatra se apresuró a echar el seguro a la puerta. Con el seguro puesto respiró aliviado, aunque sus piernas seguían temblando tras la inquietante y absurda conversación.
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Eran un par de esnobs, una pareja de “poetas” maduritos que mantenían una vana conversación mientras tomaban unos Bloody Mary en una terraza de moda. Ambos llevaban gafas de sol, de marca, a pesar de ser de noche. Él se hacía llamar Ataulfo Anilinas y ella, La Reina de la Sinrazón. Se creían estupendos por vestirse a la última y por haber sido mencionados unas cuantas veces en las páginas de eventos literarios del diario local. Ataulfo se jactaba de haber publicado una obra de teatro. A su estreno acudieron más de doscientas personas pero antes del descanso sólo quedaron una decena, la mayoría amigos y familiares que no tuvieron más remedio que aguantar hasta el final. Un tremendo bodrio, según la crítica. Por su parte, ella alardeaba de ser la poeta más incisiva y minimalista del planeta. Había escrito varios libros de poemas pero ninguno se había publicado. Quizá ambos tenían cierto talento, pero lo exagerado de su estupidez lo eclipsaba por completo. La conversación discurría tal que así: - Muérdeme entre las piernas si quieres verme llorar – dijo él aspirando exageradamente del pitillo que estaba fumando. - Encontré tus lágrimas escondidas en el cajón de mis compresas – respondió ella, mientras daba manotazos al aire tratando de deshacerse del mosquito que la merodeaba desde hacía un buen rato. - A ambos lados de mis orejas, se extiende el infinito – siguió él, expulsando el humo del cigarro. - Todos los caminos terminan en mi boca. - Conserva largas tus uñas si quieres atraparme, lagarta. - Me duele la espalda de tanto follar, decía un castrado a su loro. - Si quieres que te coma el coño, mejor será que lo saques del lodo. - Adivina cuántos pelos hay en mis sobacos y te dejaré entrar. - Estornudé mi pasado en una copa de tinto y salpiqué tu escote con mis pecados. - Cuenta conmigo para lo que no quieras hacer… Cerca de su mesa, pasó una gitanilla de unos cinco años que tarareaba la letra de un anuncio de la tele. Ambos la observaron en silencio y con cierta repugnancia. Cuando finalmente la niña se
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alejó, La Reina de la Sinrazón siguió con el juego y, muy digna, exclamó: -
Los gases de tu vientre no siempre son la causa de mi desconsuelo. Seamos claros: comerse las palabras no es de hambrientos. El hambre acalla las palabras. Tus palabras se disfrazan de excusas mutiladas. Después de un gatillazo, siempre vienen las excusas.
Hicieron otra larga pausa. Él bebió de su vaso, ella le puso una larga boquilla a un cigarro y le prendió fuego. - ¿Seguimos? – preguntó Ataulfo sin demasiado entusiasmo y más preocupado de mantener una postura elegante que de continuar con el juego. - Regresa con un ramo de cuervos y una receta venenosa tatuada en tu lengua – dijo ella con la voz engolada, a la vez que agitaba las manos tratando de espantar al dichoso mosquito. - Usaré mi lengua como afilado puñal y te chuparé profundamente la garganta – continuó él, quedando muy satisfecho con el resultado de la frase. - Con tus entrañas tejeré una sombría mazmorra y arrojaré tus sueños dentro. - Mis sueños no saben de fronteras. - Mis fronteras no cobijan sueños. - Almorzaré migrañas salteadas y de postre tomaré una idea equivocada. - Escaparé de tus celos y echaré raíces en el viento taciturno de una noche amarga. - Escupiré todas tus mentiras y tornaré mis pasos hacia un fértil camino que no sea el tuy… - él no pudo acabar la frase. El mosquito se había posado sobre la mesa y La Reina de la Sinrazón, aprovechando su inmovilidad, trató de aplastarlo con un libro del genial David González. Pero no calculó bien y el golpe hizo que las bebidas saltaran por los aires y se derramaran sobre ellos. - ¡Joder, tía! ¿Pero qué coño haces? – dijo Ataulfo malhumorado.
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- ¡Oh, no! Mi chaqueta Coco… - balbuceó ella, al borde del llanto. “A veces, la estupidez humana es ilimitada” - pensó para sus adentros un abuelo que estaba sentado a la vera de una mesa cercana a la suya y que, desde hacía un buen rato, escuchaba anonadado la absurda conversación de la pareja.
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Caminaba por el parque de la mano de María, su nieta de ocho años. Hacía un día estupendo. Daba gusto pasear por la sombra. Guiados por la pequeña, habían encaminado sus pasos hasta los columpios. Allí había varios niños más y María pronto se sumó al grupo. El abuelo se quedó fuera, al otro lado de la verja, atento a cada uno de sus movimientos. María se había puesto a la cola para subir al tobogán, por delante tenía a dos niños mayores que ella. Después de que ellos se tirasen, María llegó al último de los escalones y antes de sentarse sobre la rampa, llamó la atención de su abuelo para que la viese deslizarse. El abuelo sonrió y la saludó agitando la mano. Ella descendió y acabó aterrizando con el culo en el suelo. María siguió jugando. El abuelo sonreía al verla, pero su mente estaba muy lejos ocupada en otras preocupaciones. Al día siguiente, en torno a esa misma hora, le estarían operando. Sus pulmones, además de viejos, estaban rotos. Aquel podría ser el último paseo que diera con su nieta. Pese a todo, siguió sonriendo y jaleando cada uno de sus gestos.
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Iván iba a ser trasladado a la capital por motivos laborales y en mucho tiempo, aquel paseo iba a ser el último que diera por la ciudad que le había visto nacer. Sus muebles y demás enseres ya estaban de camino a destino, y él saldría tras ellos a primera hora de la mañana. En el piso sólo quedaban un par de bolsas de viaje y un viejo colchón que no valía el coste del transporte, por eso aún seguía en la casa y en él dormiría aquella noche. Enfiló la calle Portales con paso tranquilo. No había prisa. Tenía todo el día para despedirse de su ciudad. Sus seres queridos estaban muy contentos por él. Todos le habían felicitado por el ascenso y la espectacular subida de sueldo. Pero él no lo tenía tan claro. No estaba seguro de que el cambio fuera a ser compensado con las mejoras laborables. Él amaba su ciudad y a las personas que la habitaban. Abandonarla era un gran esfuerzo emocional y eso raramente se compensaba con dinero. Había tomado la decisión más que nada, aconsejado por sus familiares y amigos. Sin embargo, Iván ya era feliz así, no necesitaba un despacho o una nómina más grandes para sentirse mejor. Si por él fuera, hubiera seguido como siempre. Su vida ya era perfecta. ¿Por qué cambiarla? La cuestión le rondaba desde hacía semanas y aún no había encontrado respuesta. En su camino, pasó por delante de un panel digital que mostraba la hora y temperatura, pero a él le pareció leer: “QUÉDATE”. Fijó la mirada en el mensaje y entonces las lucecitas bailaron hasta convertirse en ‘las once y treinta y siete’. Pensó que todo era producto de su imaginación y siguió andando. Llegó hasta los pies de la catedral de La Redonda y levantó la vista hasta la punta de sus torres. El cielo gris las envolvía. Se le hizo un nudo en la garganta y se le escaparon unas pocas lágrimas. Se sorprendió de su propia reacción. No la esperaba. Se limpió con un clínex y mientras se sobreponía, se sentó en una de las terrazas de La Plaza del Mercado. Eligió una mesa al cobijo de un árbol, pidió un cortado y se lo fue bebiendo lentamente, a sorbitos. Un músico callejero y su saxofón pusieron banda sonora al contorno de la plaza. Las acarameladas notas se pegaban a la piel como el bochorno de una tarde de verano. Al cabo de unos veinte minutos se levantó y siguió caminando por la calle Herrerías. Se desvió hasta El Puente de
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Piedra para ver desde lo alto de sus arcos el Ebro y su ribera. Las aguas bajaban tan sucias como siempre, algunos patos nadaban contra corriente. Después de fumarse un cigarro observando a las cigüeñas, regresó al centro callejeando por el casco viejo. Al llegar a la calle Laurel comenzó a llover. Aprovechó para entrar en El Sebas a comer un par de orejitas de cerdo y beber un crianza. La lluvia arreciaba. De dos bocados, terminó con las deliciosas orejitas. Aún tenía hambre, así que pidió un pimiento relleno de carne y otro vino. No había prisa, allí se estaba bien. Mejor esperar a que el chaparrón amainase. Aún debía pasar por muchos lugares para llevarse un poco de su esencia. Sabía que en Madrid le esperaban días difíciles, lejos de los suyos. Serían días de adaptación y nostalgia, y todos los recuerdos serían pocos para combatirlos. Un cuarto de hora después, la lluvia persistía, así que decidió proseguir su paseo. Pagó y salió. Antes de alejarse definitivamente, se giró para despedirse del Sebas y retener su imagen en la cabeza. A medida que avanzaba se iba sintiendo más y más triste, la lluvia que le empapaba alimentaba ese amargo sentimiento. Vio otro panel electrónico y buscó un segundo mensaje cómplice. Sólo encontró hora y temperatura, pero cuando estaba a punto de apartar la mirada, una hilera de letras recorrió de izquierda a derecha el soporte configurando: “NO TE VAYAS”. Iván clavó sus ojos en la pantalla pero para cuando quiso darse cuenta, el mensaje ya había desaparecido. De nuevo, atribuyó todo a su imaginación y continuó caminando. Empezó a cuestionarse seriamente su decisión. ¿Qué se le había perdido a él en Madrid? ¿Por qué tenía que cambiar de vida y mudarse a otra ciudad si su vida ya era buena así? Un trueno estremeció las calles. La lluvia se intensificó. Iván buscó refugio debajo de las marquesinas del Teatro Bretón y se encendió otro cigarro. Expulsó el humo hacia los enormes goterones que caían fuera de las marquesinas y observó a la gente que corría para refugiarse. Un pensamiento narcisista le hizo sonreír levemente. Quizá la ciudad, desconsolada lloraba su inminente partida. Le gustó la sensación de sentirse amado por su ciudad y en compensación quiso darle el mismo amor telepáticamente. Cerró los ojos con fuerza e intentó transmitir a las calles aquel sentimiento. Un relámpago iluminó el cielo. A pesar de
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tener los ojos cerrados, pudo notar el resplandor a través de sus párpados. Los abrió justo cuando el estrépito del trueno hizo temblar los escaparates de los comercios. Si realmente eran lágrimas lo que caían del cielo, la ciudad debía de estar muy apenada por su abandono. Era el diluvio universal. La calzada empezaba a inundarse y las alcantarillas no daban abasto con tanta agua. Para cuando el cigarro estaba a punto de acabarse, la lluvia bajó de intensidad. Es lo que tienen las tormentas de verano, que tal y como vienen se van. Iván apuró la última calada y arrojó la colilla al suelo mojado, dispuesto a seguir su camino. Ya había comenzado a andar cuando se fijó en el letrero de un parking próximo. El mensaje de “ABIERTO” fue sustituido por: “DETENTE”. Iván se detuvo en seco y justo en ese momento, un pedazo de cornisa cayó delante de él. Si hubiera dado un paso más, estaría muerto. De no ser por aquel aviso, hubiera sido aplastado. Retrocedió asustado, sin dejar de mirar los restos de cornisa desmenuzados por el suelo. Volvió a mirar al letrero. Quería cerciorarse de que realmente le había avisado, de que no era producto de su imaginación. Efectivamente, la palabra “DETENTE” permanecía fija en la pantalla. Segundos después, las letras empezaron a cambiar lentamente hasta que volvió a: “ABIERTO”. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso la ciudad trataba de comunicarse con él e incluso protegerle? O era eso, o se estaba volviendo loco... Iván todavía temblaba por el susto de ver la muerte a tan sólo un paso, cuando alguien se le acercó y le preguntó si estaba bien. Él asintió con la cabeza. No podía hablar. Entonces, mientras la gente se arremolinaba a su alrededor, se fijó en las carteleras del teatro dónde pudo leer: “ÉSTE ES TU SITIO”. Aquel mensaje era claro. Su ciudad le quería y se lo había demostrado salvándole la vida. No lo dudó más. Se quedaría allí. La decisión estaba tomada y nada ni nadie lograría cambiarla.
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Pepe estaba trabajando en la penumbra del telar del teatro. - Prevenido telar para movimiento veintinueve.- dijo la regidora a través de su intercom. - Prevenido. – respondió Pepe por el suyo. Soltó el freno de la cuerda y la agarró con fuerza, quedando listo para tirar cuando la regidora se lo ordenase. Después de ese movimiento terminaba la primera de las funciones que estaban programadas para ese día y podría tomarse un respiro. - Arriba – ordenó la regidora con tono autoritario. - Subiendo –dijo Pepe a la vez que tiraba de la cuerda. Una vez acabado el movimiento del telar, la regidora volvió a hablar por el intercom. - Telar, por mí habéis acabado. Gracias chicos, nos vemos luego para la segunda función. Los actores saludaron y recibieron los aplausos del público, luego se cerró el telón y los presentes abandonaron la sala. Pepe tenía una hora de descanso. Podía ir a cenar algo a algún bar cercano o subirse a la azotea del teatro a fumarse un porro. Optó por lo segundo. Al salir por la angosta puerta metálica del tejado se veían las chimeneas y las salidas del aire acondicionado del teatro y más allá, los tejados de la ciudad. El suelo de la azotea estaba cubierto de gravilla y a su izquierda subía, en un ángulo de unos treinta grados, un tejado que en vez de tener tejas estaba embreado. Pepe solía tumbarse en él para ver el cielo. Se lió el porro y escondió los restos debajo de la grava para no dejar pistas. Encendió el canuto tumbado sobre el tejado de brea y dejó volar sus pensamientos junto a las volutas de humo que subían a reunirse con las estrellas. Estaba triste y cansado, dos funciones al día
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agotaban a cualquiera y ya llevaba así casi una semana. El porro se había consumido y él aún tenía ganas de fumar. Se incorporó y se lió otro. Cuando lo terminó se tumbó de nuevo y fumó de él… Unos ruidos le sacaron de su sopor. Los ruidos los producía un enano con alas vestido con un traje blanco. El enano alado bajó por la escalera de incendios del edificio que estaba pegado al teatro y se dirigió directamente hasta donde estaba Pepe, haciendo chirriar las piedrecillas bajo las suelas de sus zapatos. - Hola, soy el Arcángel San Miguel… ¿Es Usted Josefa Pérez Gil, con DNI dieciséis, cuarenta y cuatro, diecisiete, doce, letra P, con domicilio en calle Oviedo uno, primero derecha? – preguntó el enano. - Excepto lo del género femenino, sí a todo. – respondió Pepe, extrañado de la presencia del enano e intrigado por las alas que salían de su pequeña espalda. - ¿Género femenino? - Soy José, no Josefa. - Eso da lo mismo, el género no importa. Lo que importa es que Dios me ha mandado… - Sí, ya sé, para que sea uno de sus apóstoles… En su día, ya hablé con él y le dije que no me interesaba. - ¿De qué coño me está hablando? – dijo el enano con cara de pocos amigos. - ¿No se van a celebrar unas elecciones mundiales para elegir una única religión? – dijo Pepe haciéndose el interesante por tener esa información. - No tengo ni puta idea de lo que hablas. Yo he venido para anunciarle que vas a ser la madre del hijo de Dios. - ¿La madre? - Sí, la madre ¿algún inconveniente? - Pues sí, uno y bien gordo: soy un hombre. - ¿Y? - Me refiero a que yo no puedo engendrar un hijo, más que nada porque no tengo útero. - Tú engendrarás lo que yo quiera que engendres. Mi semilla es infalible, que te quede claro.
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- ¿Tu semilla? - Sí, mi semilla. Tengo que ponerla en su seno… ya sabes, embarazarte. - Esto es ridículo… - ¿Quién es ridículo? – espetó el enano dándose por aludido. - Nadie, sólo digo que “esto” es ridículo. Me refiero a la situación. - No veo qué tiene de ridículo, es mi trabajo… ¿Ves en mí algo que sea ridículo? - A decir verdad, me imaginaba a los arcángeles más… - ¿Más qué? - No quiero ofenderte pero me los imaginaba más… altos. - Ya empezamos. - No sé, quizá sea la imagen que nos han vendido. - ¿Vendido? - Sí, ya sabes… el cine, la publicidad. - Sí, ya sé. - ¿Los otros arcángeles también son así? - ¿Así cómo? - Quiero decir si también son… bajitos. - Sí, también son bajitos, ¿pasa algo? - No, no, no pasa nada.... Sólo que me imaginaba… - Que éramos más altos. - Quiero decir que ya que sois la mano derecha de Dios, qué menos que os hubiera diseñado con una estatura media… incluso más altos de lo normal, para que se note que sois sus arcángeles. - Bueno, bueno… centrémonos en el tema que me ha traído aquí. - Lo de dejar tu semilla en mi seno ya lo puedes ir olvidando. - Mira, hay dos maneras de hacerlo: por las buenas o por las malas. Tú eliges. El enano avanzó un par de pasos hacía Pepe, intentando amedrentarlo. - No se te ocurra ponerme la mano encima – dijo Pepe poniéndose a la defensiva. - ¿Así que eliges por las malas? Está bien…
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El enano desplegó sus alas y se lanzó sobre Pepe, que opuso toda la resistencia que puedo. El Arcángel era pequeño pero muy fuerte y el impulso de sus potentes alas le hacía aun más fuerte. Empezó a rasgarle las vestiduras y Pepe, viéndose vencido, optó por pedir auxilio. - ¡¡¡Socorro!!! ¡Ayuda!... Justo en ese momento la voz de la regidora sonó por el altavoz del intercom. - Hola chicos. Cinco minutos para que empiece la función. Pepe se despertó sobresaltado, con el porro apagado entre los dedos. Todo había sido un sueño. Pensó en el motivo de aquellos extraños sueños, pero sabía que los sueños no tenían razones de ser, al menos aparentes. Se encendió el porro y se acercó a la barandilla de la azotea. Observó a los paseantes. - A vuestros puestos que vamos a empezar – dijo la regidora. Pepe apuró la colilla. Luego bajó al telar, se enfundó los guantes de lona y se situó en su puesto. La función estaba a punto de empezar.
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PEPE PEREZA 123
LOGROÑO, 2008-2009
En medio de tanta dicha, sentía una especie de dolor, en medio de todos aquellos fantasmas de una presencia, la penosa marca de la ausencia. (El nombre de la rosa. Umberto Ecco).
JUEVES 18 DE JUNIO DE 2009 LA SUICIDA PUBLICADO POR PEPE PEREZA EN 00:05 ETIQUETAS: MOMENTOS EXTRAÑOS Awixumayita dijo... La versión de Radiohead es acojonante. Volveré a leerlo con la canción de fondo, que seguro que se me mete hasta... No viene al caso, pero me recuerda a una de las microchorradas que tengo escritas en mi moleskine: Escuchar Radiohead me hace daño. Será porque te quiero. 18/06/09 01:46 I Anoche soñé con una carretera nocturna. Corría por la línea blanca del andén derecho. Los coches circulaban caóticamente. Nerviosos y con miedo. Parecían más pequeños que yo. La carretera interminable y oscura se asemejaba a mi idea de eternidad. Un plano de oscuridad infinito. Como el universo si lo fuera. Como la muerte. Mi viaje terminó con la noche y vi a un Dios crucificado en el portón de un garaje. Estaba dentro de un relato de Pepe, pensé al despertar. II Las noches eran terriblemente frías y temía quedarme dormida por si mi boca se llenaba de insectos buscando cobijo. Yo buscaba
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cobijo en Asperezas y en Radiohead. Reckoner. Lucky. Creep. Pepe me hablaba de suicidas. Me hablaba de un Dios mundano. De gente aburrida que de pronto se veía viviendo momentos extraños. De amores breves. Me imaginaba al niño Pepe como un Léolo que escapaba de la sucia rutina de la vida con su imaginación y su escritura. Y aunque mi soledad, el frío y el dolor inmenso de la ausencia me habían devuelto la entomofobia irracional que me perseguía de niña, las noches dejaron de ser tan espantosas. III Hoy releo a Pepe y es de día y es primavera. Usted, lector, ha recorrido una carretera. La carretera de la suicida, de Vicente y su encuentro con los extraterrestres. La carretera cortada del barrendero que soñaba con Cuba. Escucho Radiohead pero no hace frío. Usted, lector, ha compartido la última tarde de un abuelo con su nieta. Yo me he emocionado igual. Las últimas frases de Pepe son golpes afilados. Ha recorrido las calles de Logroño en un último paseo que podría ser el primero de una nueva etapa renovada. IV Madrugada. Marzo ha muerto para dar paso a abril. Se cumplen dos años de Asperezas. Lotus Flower. Fumo hachís a falta de rosas. Observo las luces que las farolas del puente dibujan en el agua. Busco un personaje en un momento extraño. Sobre quién verterá su tristeza. No será sobre mí.
Adriana Bañares Camacho (Abril del 2011) 125
Lo extraño, lo real (prólogo)
3
El apóstol cobarde
8
El recogepelotas
13
Automutilaciones
16
La manzana
19
El pederasta
21
Las estrellas
24
La tristeza
26
La suicida
28
El barrendero (guión para cortometraje)
29
La embarazada
35
El ángel
36
La virginidad
38
Las rosas
41
Los cigarrillos
42
Urgencias
43
El vagabundo
45
La película
47
El restaurante
48
Combustión espontánea
49
Las cenizas
51
El drogadicto
52
Los relámpagos
54
La caseta
56
Las obras
57
Las lágrimas
60
126
El vendedor de zapatos
62
Alienígena
66
El loco
70
El torero
71
El subalterno
74
El asesino
78
El abogado
80
El alcohólico
81
El ahogado
83
La amiga
85
La sombra
90
La madre
91
La hija
92
El aborto
94
Silencio
97
El atracador
101
Bugs Bunny y el pato Lucas
103
Las señales
105
Olor a carne quemada
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La ambulancia
107
El psiquiatra
109
Conversación absurda
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El abuelo
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El último paseo
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El teatro
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Epílogo
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