Aniversario FRANK LLOYD WRIGHT
LA VERDAD CONTRA EL MUNDO ASÍ REZABA EL VIEJO LEMA FAMILIAR QUE SU ABUELO GALÉS SE LLEVÓ CONSIGO A AMÉRICA Y QUE A MODO DE DIVISA ADORNÓ LA TRAYECTORIA DE LA PERSONALIDAD IMPONENTE, E INDESCIFRABLE PARA LA MAYORÍA DE SUS COETÁNEOS, QUE SE PROPUSO DOTAR A NORTEAMÉRICA DE UNA ARQUITECTURA PROPIA, AL MARGEN DE REVIVALISMOS AJENOS, Y QUE POR DISCUTIBLE INTERCESIÓN El Museo Guggenheim DE AYN RAND HA QUEDADO de Nueva York, que cumple ahora 50 años, fue la última gran obra COMO MODELO DE del arquitecto. INDIVIDUALISTA ABSOLUTO. AL CUMPLIRSE 50 AÑOS DE LA MUERTE DEL ARQUITECTO DE LA PRADERA, RASTREAMOS SUS REFERENCIAS Y SU INFLUJO. BORJA MARTÍNEZ
or semanas no llegó Lloyd Wright a ver la inauguración de su última gran obra, el genuino Museo Guggenheim, que también cumple estos días medio siglo. La institución neoyorquina lo está celebrando con una exposición antológica sobre el padre de esa fabulosa ensaimada blanca plantada frente a Central Park. El deterioro que ha padecido el museo, ahora recién restaurado, así como los problemas de su obra maestra, Fallingwater, la celebérrima Casa de la Cascada, sirvieron para que
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muchos cuestionaran la solvencia técnica del genio. Pero su legado arquitectónico y el ascendiente de su personalidad son incontestables. Lo que salta a la vista es su obra. La de un arquitecto que por reacción al abigarrado amontonamiento vertical de cajitas de madera, según sus propias palabras, que venían siendo las viviendas de su Wisconsin natal, comienza a imaginar limpias y diáfanas horizontalidades hechas a la medida del Hombre y de la pradera, de Norteamérica, o de Usonia, como le gustaba llamar al
país futuro que debiera salir de su revolucionaria idea de una arquitectura y un urbanismo específicamente concebidos para el paisaje estadounidense. El rigor con el que Wright se planteó su vocación –adivinada por su madre cuando todavía lo llevaba en el vientre– al servicio de su genial disposición le llevó a realizar una serie de imprescindibles hallazgos técnicos y estéticos, que para él eran una misma cosa –entendía la plasticidad de un modo orgánico, como una “ciencia de los materiales”.Y así revolucionó la arquitectura del siglo XX. Ese libérrimo rigor, esa absoluta confianza en estar transitando el mejor camino posible, hizo de Frank Lloyd Wright un referente intelectual más allá incluso de su oficio. Abandonó la universidad insatisfecho con una educación que consideraba inútil y castrante; buscó el aprendizaje directo con los arquitectos que a su entender le permitían desarrollar su talento; y cuando se estableció por su cuenta lo hizo para construir exclusivamente lo que se compadecía con su ideal de simplicidad orgánica. Su insobornable independencia le inscribe en la tradición del pensamiento libre norteamericano inaugurada por Ralph Waldo Emerson y los trascendentalistas, e inspirará involuntariamente posteriores movimientos de liberalismo extremo como el
objetivismo, esa filosofía del Estado mínimo y el egoísmo fructífero puesta en pie por la escritora Ayn Rand. Precisamente ella, como monumento a la personalidad de Wright, levantaría El manantial, la novela que ha quedado como una suerte de biblia de su credo ateo junto a La rebelión de Atlas. El protagonista de El manantial es Howard Roark, un arquitecto que no duda en enfrentarse a todo un país con tal de salvaguardar su independencia y su integridad. Un personaje evidentemente basado en Frank Lloyd Wright. Pero si Wright se quejó tempranamente, a comienzos de la primera década del siglo XX, de que una “cauta emulación” de sus primeras obras le producía la sensación de “estar viendo imágenes propias distorsionadas en un espejo imperfecto”, podemos decir que el propio arquitecto queda gravemente distorsionado si lo observamos a través del ojo de Rand, algo que se hace con demasiada frecuencia. Innecesario en cualquier caso teniendo a mano su monumen-
Frank Lloyd Wright en Taliesin West (Arizona), en su última época.
PROPUGNABA UN URBANISMO Y UNA ARQUITECTURA ESPECÍFICAMENTE CONCEBIDOS PARA EL PAISAJE AMERICANO 85
tal Autobiografía, un proyecto concebido por Wright en 1926 y que sobre los tres libros iniciales irá recibiendo, como su Taliesin, ampliaciones hasta un total de seis, abarcando 76 años de la vida de su autor. Personalísima, lúcidamente alucinada como todos sus proyectos, An autobiography fue publicada por primera vez en castellano en 1998 de la mano de El Croquis Editorial. El héroe de Ayn Rand La lectura de la primera edición de la Autobiografía convirtió a Wright en el particular héroe de Ayn Rand. Sus páginas le revelaron a la figura inconmensurable que necesitaba para su gran novela de tesis sobre el individuo ideal, pleno de valores, frente a un degenerado mundo de parásitos. Rand, nacida en San Petersburgo en 1905, sufrió en primera persona las peores consecuencias de la Revolución rusa y fue desarrollando una animadversión creciente hacia el régimen comunista. Su devoción por Aristóteles y Nietzsche, cultivada durante sus estudios de Filosofía e Historia en su ciudad natal, terminaron de fraguar su radical individualismo. A los 21 años logró un visado para marchar a Norteamérica, y en 1931 ya había conseguido la nacionalidad y se abría camino poco a poco como escritora, entregada en cuerpo y alma a su país de acogida.
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Aniversario A comienzos de los años 30, Rand comienza a perfilar el proyecto de lo que más adelante será El manantial. Por entonces debió de caer en sus manos uno de los 500 ejemplares de la primera edición de An autobiography, publicada en marzo de 1932, o de la reedición de 1933. El caso es que su lectura le reveló a la personalidad individualista por excelencia, el egoísta sublime que en su novela nonata debía enfrentarse, desdeñoso y sonriente, a un mundo adocenado. En los Diarios de Rand se puede seguir el proceso de elaboración del trasunto de Wright. Así, en un primer apunte correspondiente a 1935: “Howard Roark. El alma noble por excelencia. El hombre como debería ser. El autosuficiente, seguro, el fin de los fines, la razón en sí misma, la alegría de vivir personificada. Por encima de todo, el hombre que vive para sí mismo”. La entusiasta escritora no dudó en establecer contacto con su héroe. “La historia de la integridad humana es la historia de su vida”, escribe en una de las cartas que le envió durante la preparación de El manantial. “A mi juicio, usted es el único entre los hombres de este siglo que ha vivido conforme a ese ideal. Estoy escribiendo sobre algo imposible en estos días. Usted es la única persona en la cual se hace posible y realidad. No es nada definido ni tangible lo que pretendo obtener de una entrevista con usted. Quizá sólo la inspiración que me pueda ofrecer el tener ante mí un milagro viviente, porque el hombre sobre el que estoy escribiendo es un milagro al que quiero dar vida”. El caso es que Wright ignoró reiteradamente las acometidas epistolares de su devota, y ésta terminó escribiendo su novela sin haber llegado a conocerle. Sí mantuvieron relación después de la publicación y el éxito enorme del libro en EE.UU. Rand visitó a Wright en su casa-taller de Taliesin en 1945, e incluso le encargó una vivienda que no se llegó a construir por limitaciones presupuestarias. Lo cierto es que ningún proyecto en común fruc-
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tificó: Rand intercedió para que fuera él quien diseñara los planos y maquetas de Roark que se verían en la adaptación cinematográfica de El manantial, pero no fue posible. Finalmente, la impactante película dirigida por King Vidor, protagonizada por Gary Cooper en el papel de Howard Roark y Patricia Neal, ni siquiera satisfizo del todo a Rand, que ejerció de guionista. Pero aun siendo un alter ego incuestionable de Wright, Howard Roark no es más que una versión plana del modelo, deformado por
PERSONALÍSIMA, LÚCIDAMENTE ALUCINADA COMO TODOS SUS PROYECTOS, WRIGHT CONCIBIÓ SU “AUTOBIOGRAFÍA” EN 1926
la vehemencia de la Rand escritora, o por las necesidades doctrinales de la ideóloga en ciernes. Rand es una exégeta insuficiente de Wright, y hace folletón doctrinal de una trayectoria vital, artística e intelectual de primer orden. Un libro muy personal Esa enorme dimensión de Wright queda de manifiesto, como se señalaba más arriba, en su Autobiografía. En la breve presentación a la edición española, su traductor, José Avendaño, se hace eco del rumor que asegura
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que el manuscrito fue rechazado hasta dos veces por ilegible, y reconoce que “en parte es verdad. An autobiography está escrita en wrightiano, y eso sólo un estudioso de Wright podría entenderlo (…) Después de traducir una frase, uno tiende a preguntarse, ¿y qué pudo querer decir Wright?”. La confesión de Avendaño es coherente con la declaración que hace Wright en un pasaje del Libro Quinto, cuando afirma que “el libro verdadero está escrito entre líneas”. Pero no se trata de un libro ilegible, sino muy personal. Entregado a cierta poética autobiográfica animada por una renuncia deliberada a crear un discurso demasiado elaborado de algunos recuerdos y evocaciones por temor a adulterarlos. El estilo del Wright escritor, que en algún momento, y en un alarde de modestia impropio del personaje, se considera inepto en el uso de su propia lengua, evoca también la prosa impresionista de su admirado Thoreau y la poesía de Whitman: dos referentes básicos de la tertulia de trascendentalistas creada por Emerson en Concord pocas décadas antes, y que cambió el modo de pensar de Norteamérica. Wright reconoce el ascendiente de ambos en los primeros compases de su libro, cuando todavía habla de sí mismo en tercera persona (lo hará hasta que relate su deserción de la Universidad de Madison y su marcha a Chicago para aprender el oficio ejerciéndolo), al narrar un regreso de Boston a Wisconsin con su madre, Anna, y su padre, un pastor baptista de nombre William: “De regreso al ancestral Valle, procedentes del Este, gracias a la hermana Anna y a su predicador [sus padres], el Unitarismo integró al trascendentalismo del grupo sentimental de Concord: Whittier, Lowell, Longfellow, sí, y también Emerson. ¿Thoreau? Bueno, Thoreau les parecía demasiado elegante. Les hacía sentirse incómodos. Ese trascendentalismo poético iba a sumarse al propio, más rico y más austero, con resultados que se
una de las normas transmitidas por su maestro Louis Sullivan: “Pensar es pactar con la sencillez”. El reconocimiento inapelable de un maestro en la figura de Sullivan es uno de los rasgos de Wright que desmienten su identificación radical con el Roark de Rand, tan arrogante que ni siquiera acepta el ascendiente del equivalente novelesco, y degradado, de Sullivan, Henry Cameron. Wright vs Roark
verían más adelante”. Muchas claves en un solo párrafo. Habla de su familia, del clan. Y de una acendrada y severa espiritualidad. El Valle es el enclave del Sur de Wisconsin donde su abuelo y sus diez hijos se instalaron cuando llegaron de Gales, y donde con el correr del tiempo Wright construirá Taliesin, su casa-estudio, que toma el nombre de un poeta galés, y que en galés significa frente radiante. Esa devoción por la tierra propia (“trabajo, vida y amor en el Valle” fue una de las máximas de Wright) será una constante en su trayectoria, y resulta imprescindible para entender su carrera. Es el territorio lo que inspira y alimenta su idea de la simplicidad orgánica, del edificio ideal americano, “dignificado como un árbol en mitad de la naturaleza”. El arquitecto revolucionario encuentra las claves para su trabajo en la naturaleza, en su observación: “Algún día ese muchacho aprendería que el secreto de todos los estilos de la arquitectura era el mismo que daba carácter a los árboles”. Todo ello inspirado además por
La escritora Ayn Rand, autora de la novela “El manantial”.
COMO MONUMENTO A LA PERSONALIDAD DE WRIGHT, LA AUTORA RUSA AYN RAND ESCRIBIÓ “EL MANANTIAL” 87
Véase la reflexión culpable que hace al recordar su vergonzante salida del primer estudio de arquitectura que le ofreció la oportunidad de trabajar en Chicago, el de J.L. Silsbee, para marchar al de Adler y Sullivan: “Me pregunto si cada paso hacia adelante en la vida humana conlleva su propio y peculiar dolor al ser realizado (…) Pero, a pesar de todo, ¿sienten los árboles dolor cuando las ramas más altas agitan sus hojas con la brisa? ¿Y cuando ocultan el sol a las ramas más bajas para dejarlas morir? (…) Vieja como la vida moral del hombre es esta urgencia de crecer”. Reflexiones del hombre Wright que le diferencian de la máquina Roark. También aflora el sentimiento en el momento decisivo en que renuncia a tener una carrera convencional, lo cual en aquella época pasaba necesariamente por la Academia de Bellas Artes en París, donde los jóvenes arquitectos norteamericanos aprendían todos los viejos estilos europeos para aplicarlos a sus construcciones domésticas. Al recordar su rechazo a una estancia subvencionada de seis años en París y Roma para en su lugar ensayar su proyecto de una arquitectura genuinamente norteamericana, Wright dice: “Me sentí un desagradecido. Nunca mi propio ego me fue más odioso que en aquel instante”. Tampoco cabe imaginar en Roark el dolor y la reacción desesperada de Wright cuando en 1914, durante una ausencia de Taliesin por motivos de trabajo, “un negro de las Barbados, de labios apretados”, que servía en la casa, enloqueció, matando a siete per-
Aniversario sonas –entre ellas a su compañera de entonces, Mamah Borthwick– e incendió el lugar. “No tenía consuelo en ninguna fe; ni tampoco en ninguna esperanza”. A propósito de la tragedia de Taliesin, la reacción de la prensa de entonces da la medida de la dimensión subversiva que la personalidad de Lloyd Wright tenía en la América de entonces. “Oleadas de crueldad, de estúpida publicidad, rompieron sobre Taliesin otra vez (…). ‘Juzgado y
AUN SIENDO UN “ALTER EGO” INCUESTIONABLE DE WRIGHT, SU PROTAGONISTA ES UNA VERSIÓN PLANA DEL MODELO
condenado’, dijo alguien. Bueno… ¿Era otra vez un juicio por herejía? (…) Demasiadas respuestas complacientes al ‘¿Por qué Taliesin?’ se dieron de forma pública por hombres buenos y verdaderos. Tenían un texto so-
bre el cual rezar. Pero ningún argumento era más razonable que aquél que dice que lo ‘poco convencional’ cosecha enemistad”. “¡Ese joven sentimental enamorado de la verdad! ¿Existe acaso una figura más trágica sobre la tierra, en cada generación?”, dice de sí mismo Wright en un pasaje del relato de sus primeros años en Chicago, resumiendo su cruz y su grandeza. Porque lo que sí compartía Wright con el héroe randiano era la absoluta conciencia de su superioridad, que se quintaesencia en un puñado de enunciados de su Autobiografía, y en la autoridad con la que carga contra el degenerado gusto de la mayoría: “¿Eran esas monstruosidades como las personas que las habitaban, como los hombres y mu-
El emperador no tiene quien le escriba JULIO VALDEÓN BLANCO
a literatura ha sentido natural y golosa apetencia por novelar la vida de grandes personajes, de monstruos y dioses, asesinos de masas, tiranos, ángeles con pupila de diablo o viceversa. A este capítulo pertenecía, por ejemplo, la última novela de Norman Mailer, campeón de la maratón libresca que puestos a reencarnarse hubiera elegido, cuentan, a un gran atleta negro. Si el padre del Nuevo Periodismo (con o sin permiso de Tom Wolfe y cía) dedicó su póstuma creación a la infancia de Hitler, antes había hincado los colmillos en la enjundia sentimental de mitos como Marilyn, Picasso o, sí, Jesucristo. Un poco a la manera de Mailer, T.C. Boyle, uno de los escritores más prestigiosos de la reciente narrativa estadounidense, mide sus fuerzas con Frank Lloyd Wright. Natural que después de abocetar las personalidades de John Harvey Kellogg y otros reconocidos napoleoncitos Boyd sintiera la llamada de la droga dura. A los yanquis les va la marcha. Sus escribas persiguen ballenas blancas y sueñan con despertar con la barba de Ahab, aquel capitán sátrapa que salió de Nantucket para colgar de la aleta a Moby Dick. ¿Cómo no iba a picar Boyd? Al otro lado del hilo, entre elogios baboseados, sortilegios y artículos de suplemento cultural espera-
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ba el gran arquitecto americano del XX, el creador de un estilo que liberaría a su país de la dictadura de las modas importadas de Europa, el genio que diseñó edificios tan emblemáticos y arrebatadores como el Guggenheim. Hablamos, qué duda cabe, de un visionario, palabra que los anglosajones adoran, abriéndose en su lengua como una buganvilla, de un tipo obsesionado hasta el fanatismo con sus creaciones, aureolado por el prestigio que otorgaba haber puesto patas arriba la plomada de América, que desafió el sentido y sentimiento burgueses con puñales de luz que asaltan los sentidos y trituran por su combinación de practicidad y belleza, delicadeza y gusto, poesía y diamantes, que llegaba para liberar la patria del yugo de sentirse inferior, para dinamizar la vivienda doméstica y los grandes espacios comunes con una panoplia de truenos sólo al alcance de un intelecto con la potencia de un rayo láser. Precisamente en estos días Nueva York rinde tributo al gran gurú. En la exposición diseñada frente a Central Park encuentras incluso los proyectos de sus últimos días, cuando los críticos lo llamaban senil y él, ajeno al odio, lanzaba desde el ciberespacio de sus neuronas ciudades flotantes y edificios verdes que prefiguraban en me-
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dio siglo la arquitectura sostenible. Es en este contexto en el que aparece la obra de Boyle, un libro que indaga en el lado oscuro del mito. Escrita con abundantes datos y fidedigna autoridad sobre los claroscuros de alguien que hacía de sus amantes concubinas, puestas al servicio de un ego insoportable. Disecciona, o lo intenta, a un hombre capaz de hacernos felices cuando penetramos en sus creaciones y, al tiempo, putear hasta extremos intolerables a quienes cayeron en la tela de araña de su relamido, carismático encanto. Con estos mimbres podría haber saltado los plomos. Tenía al demonio y su laberinto, tenía los mimbres perfectos para levantar una catedral historicista y, al tiempo, meditar sosegado acerca de un cambio de siglo que iba a traernos la dicha universal, y se agostó en los hornillos de los campos de la muerte, alfombrado con dientes de niño. Una lástima, en fin, que Boyd fracase. Mujeres, título de su novela, alude, claro, al harén sucesivo que rodeó a Wright. Da noticia de su primer matrimonio, del que nacieron media docena de hijos, y que dinamitó para escapar con Mamah Borthwick Cheney. Su espantada alimentó durante meses a una prensa lobuna, que perfeccionaba los modales chulescos del amarillismo. Los botarates acosaron a la
PERO LO CIERTO ES QUE SU GENIO HABÍA ALTERADO LA IDEA DE CONSTRUIR, Y POCOS O NINGUNO LE SEGUÍAN jeres que vivían en ellas?”, escribe sobre el estilo estándar de la casa burguesa. El ofrecía “un espacio interior habitable bajo un cobijo ejem-
pareja y no cesaron en la montería hasta que ella pereció en un incendio. Para entonces su corazón, que sólo atendía a sus muy personales cuitas, ya volaba lejos. Ni los diálogos, falsos, ni las situaciones le sirven a Boyd para elevarse. Todo en Mujeres huele a ocasión fallida, a melodrama de cartón-piedra, a excusa para perorar sobre las esencias del arte, los movimientos culturales del XX y el feminismo, y ni siquiera la crónica de tanto amor desguazado, los chasis de las mujeres rotas, el reguero de joyas, le sirve para enamorarnos más allá de un potente arranque que no tarda en descarrilar
plar”, frente a las horribles y mentirosas viviendas que proliferaban por doquier. Pero incluso las suyas propias “no significaban para mí otra cosa que amargura después de que mis clientes entraran con sus pertenencias”, deshaciendo el meticuloso plan decorativo concebido por el artista. Quien afirmaba haber establecido un nuevo canon arquitectónico se podía permitir escribir que hacia 1913 “yo no admiraba nada de lo que ocurría en arquitectura en ninguna parte del mundo”.Y lo cierto es que su genio había alterado la idea de construir y pocos o ninguno le seguían. Gracias a su inteligencia y su intuición, y recogiendo la que quizá sea su cita más orgullosa, “todo era nuevo menos la ley de la gravedad”.
por falta de oxígeno. ¿Mala? Peor: tibia. La lees con gusto y la olvidas en cuanto la cierras. Cualquier día Hollywood contrata a Jane Champion para llevarla al cine. Como no podía ser menos, la de Boyd no ha sido la única novela que habla de Wright. Ya en 1981 Meyer Levin nos castigó con The architect. Si a Mujeres al menos la redime en parte la escritura de su autor, Levin fracasó con estrépito porque carecía de vuelo, estilo, prosa, más allá de la acumulación mecánica de frases insípidas y desodorizadas, incapaces de provocar otra sensación excepto hastío. Más recientemente, en 2007, Jane Maslin publicó When Frank Lloyd Wright scandalized Chicago. Centrada en sus desventuras con Cheney, entra con mejor pie en la historia, pero tampoco subyuga. Su novela es correcta, pulcra, interesante a ratos, nunca memorable, hipnótica, volcánica. Todavía está por llegar, si es que lo hace, la obra definitiva, o quizá sea que no siempre la literatura debiera de aceptar semejantes retos. Ni los esperamos ni nos hacemos demasiadas ilusiones. Excepto, claro, en el caso de que Mailer, siempre Mailer, dejara un mamotreto inédito al respecto.
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