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Vida cotidiana|Conguita sin cabeza

la vastedad de posibilidades que dan la inocencia, el juego y una imaginación a la que no se le han cercenado sus filigranas escandalosas.

Para las personas que sostenemos la aberrante paradoja de que no nos gustan los niños pero nos encantan los nuestros, conmovernos con las interpretaciones del mundo que hacen esos niños que no son nuestros favoritos, no sólo es difícil, sino imposible. Más de una vez he visto la expresión de amor-orgullo-ternura en padres y madres cuando me cuentan que su hijito llegó a una conclusión inocente y graciosa, mientras que yo la encuentro insulsa.

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Como cuando una mami me contó que su hijo le preguntó cuánto tardaría en crecer un dedo si se lo cortaba con la puerta —como tantas veces le habían advertido que pasaría si seguía azotándola por el gusto de hacer retumbar las ventanas—. Ella rio tanto con su anécdota que comencé a avergonzarme; lo intenté, pero nada, no me inspiró ternura, así de simple. Mi antipatía, aunque silente, es notoria, así que no nos volvieron a invitar a los cumpleaños de ese niño que se creía con capacidades de reptil.

Los bebés provocan ternura porque son portadores de todas las tretas evolutivas para generarla. Lo malo es que duran poco en ese estado inmaculado y muy pronto se convierten en reflejo de sus cuidadores. Quizá lo más insoportable de los niños son sus padres. Pero también la niñez dura poco y los procesos de la vida nos van mutilando hasta dejar apenas un trozo nuestro, y esas catástrofes casi nunca nos dejan un aspecto delicado y dulce que conmueva a los demás.

Al volver de la calle, mis hijas contaron a su papá lo que vieron. Como si yo no estuviera ahí, una dijo y la otra completó —la forma habitual en la que platican las gemelas—: “Está aquí a la vuelta, y cuando mi mamá la vio se quedó muy seria, un poco triste, como cuando piensa cosas que va a escribir”.

Amor (Amour, 2012) Michael Haneke Anne y Georges son dos ancianos que han compartido una apacible vida en común. Su cotidianidad cambia radicalmente cuando ella sufre un ataque y pierde movilidad. Él la atiende con voluntad y paciencia. Su amor es puesto a prueba y hace de la ternura un gesto cotidiano. Haneke, cuya filmografía está habitada por sentimientos extremos y rasgos de crueldad, hace un cruce soberbio en esta entrega que, exenta de romanticismo y menos proclive a los gritos que a los susurros, le da al amor un sentido y un significado coherente y valiente. En buenas manos (Pupille, 2018) Jeanne Herry Théo es un recién nacido cuya madre ha decidido no conservarlo, y darlo en adopción. Entonces se pone en marcha la maquinaria del Estado —que no es un ogro filantrópico, sino pura filantropía— para garantizar el buen desarrollo del chamaco: desde trabajadoras sociales hasta padres adoptivos. Herry muestra aquí cómo se complementan dos acepciones de ternura, y cómo gracias a ésta —que aquí se traduce en cuidados—, que puede ser provista por adultos que se involucran más allá de la obligación laboral, la tierna edad puede tener un futuro amable. Los lobos (2019) Samuel Kishi Para Max y Leo, hermanos de ocho y cinco años, respectivamente, el sueño americano consiste en el encierro en un cuarto de motel. Su madre trabaja y los deja la mayor parte del día. La convivencia tiene altibajos, y el mayor le pasa la factura de su enojo al menor, que también tiene como destinataria a su madre. Crecer en esas circunstancias no es sencillo, pero Max descubre que el esfuerzo de su madre es otra forma de manifestar su amor. Kishi nos recuerda, además, que la imaginación tiene mucho que decir acerca de la ternura.

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