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MI MADRE ATRAPADA en sus ilusiones
from Medicable 95
Mi padre era un hombre encantador, carismático, guapo y con un porte que quitaba el aliento a las mujeres. Mi madre era mujer atractiva, inteligente, amiguera, gran cocinera y con un sentido de organización innata.
Se conocieron mientras estudiaban en una universidad privada. Mi padre se sintió atraído por su belleza y le pareció que sería una buena compañera. Ella sabía que él era su mundo. Esto lo halagaba.
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Convertirse en su novia dio mucho sentido a su vida. Ella siempre había querido tener novio y ser querida. Había imaginado ser esposa de un hombre con su mismo nivel social o superior, poderoso y reconocido.
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Se hicieron novios y al terminar él los estudios, se casaron, su futuro estaba asegurado. Mi padre, hijo único, al morir mi abuelo heredó su empresa textil, la cual manejaba con éxito. Sumando así a su atractivo el ser rico, exitoso y poderoso. Mi madre, dos años menor, abandona la licenciatura al contraer matrimonio.
Vivir juntos nunca fue una opción para ella. Una boda por la iglesia era su ilusión. Durante un año mi abuela y mi madre prepararon la boda; el salón, la música, la lista de invitados, la elección del menú, viajaron al extranjero a comprar el vestido de novia, único y sagrado.
Ambos de familias tradicionales vieron la unión como una excelente elección. Mis abuelos paternos percibieron a mi madre como una buena mujer, dispuesta a amar, respetar y cuidar a su marido en las bondades y en las adversidades.
Mis abuelos maternos quedaron muy satisfechos al ver a su hija “bien casada” con un muchacho de clase, con dinero, amable y que cuidaría que nada le faltara.
La reseña y fotos de la boda salieron en los principales periódicos de la ciudad.
Así empezó su matrimonio
Soy Julia, hija de Mario y Claudia.
Nací 9 meses después de la boda, fui concebida durante la luna de miel. Independiente de nacimiento, inteligente, observadora desde que abrí los ojos e intuitiva desde que percibí la naturaleza desigual de la relación entre mis padres.
Siempre vi a mi madre centrada en las necesidades de él. Preparaba el desayuno cada mañana con esmero, la comida se preparaba con base en los gustos y antojos de mi padre y la cena se servía hasta que llegara él. No recuerdo que ella me preguntara:
¿qué te gustaría desayunar, comer o cenar?
Sentí, desde temprana edad, que tenía un segundo o tercer lugar en comparación con mi padre. Primer lugar, él. Segundo lugar, él. Tercer lugar, yo. Al menos tenía un lugar, mi madre no tenía lugar alguno. No terminó la licenciatura y al preguntarle la razón contestaba “me casé hija”.
Papá tenía múltiples compromisos laborales con proveedores, distribuidores y poten
ciales clientes de la rama textil. Los negocios se cerraban en restaurantes. La parte social relajada la organizaba mi madre con cenas a las cuales acudían los señores con sus esposas.
En casa había un comedor con cupo para 16 personas; la mesa elaborada en madera sólida con las patas talladas y 16 sillas de madera tapizadas en color ámbar. Mi madre revoloteaba como pájaro de un lugar a otro con los preparativos, cantaba, estaba de buen humor. Yo me escondía debajo del comedor para observarlo todo; elección de la vajilla, perfecta colocación de platos, cuchillería, vasos, copas y etiquetas que designaban el lugar a cada invitado.
Mi madre compraba un vestido nuevo para cada cena. Le tomaba dos horas arreglarse, iba al salón de belleza, uñas, cabello, maquillaje. Me parecía que estaba en un mundo de ilusión, donde mi mamá y papá jugaban a la casita. Llegaba mi padre del trabajo, se cambiaba de traje y juntos esperaban en la sala a los invitados.
Infinidad de cenas, carcajadas, ricos platillos, vino y buena música acompañaban la vida mis padres. Después de cada éxito social mi padre abrazaba a mi madre y le decía que era una excelente esposa. A veces, le enviaba flores y la besaba apasionadamente.
Un día la comadre Patricia se divorció. Mi madre dejó de invitarla a las cenas y se negaba al teléfono cuando llamaba. Comprendí que cuando las mujeres dejaban de tener pareja ya no formaban parte del grupo.
Mi padre nunca se involucró en mi educación y formación, daba por sentado, y ella lo asumía, que era labor de la madre.
Para vivir en paz durante mi infancia acepté el lugar que mis padres me daban. No quise más. Los libros llenaban mis vacíos y fueron compañeros inseparables. En la escuela destaqué por mis excelentes notas.
El tiempo transcurrió y cumplí 13 años. En plena adolescencia, mi madre empezó a deprimirse. Pasaba horas en su recámara, no quería comer. Sólo se arreglaba cuando llegaba mi padre por las noches.
¿Qué pasó?
Mi padre comenzó a llegar cada vez más tarde a casa. Los viajes de negocios incrementaron su frecuencia. Llegó un momento que pasaba fuera de casa 4 días de los 7 de la semana. Mi madre reprochaba su ausencia y las discusiones se volvieron interminables. Mamá contrató a un investigador privado, este comprobó con hechos sus sospechas. Papá tenía una amante de fijo. La amante vivía en un departamento que él pagaba.
La confirmación de la infidelidad hundió a mi madre, moral y socialmente. Un día tomó fuerzas y decidió vengarse de la amante. A papá no lo corrió de la casa. En su mente la otra mujer estaba en falta y había que darle una lección, pues había engatusado a su esposo.
Mi madre no podía comentar lo sucedido con nadie, era una situación vergonzosa. Decidió convertirme en su amiga y confidente. Pasé, de ser la hija, a ser su amiga y más bien su madre. La consolaba diciéndole que todo estaría bien. Le aconsejaba dejar a mi padre y continuar con su vida. Yo sabía que la venganza no traería de vuelta el amor de mi padre hacia ella.
Mamá no concebía la vida sin él. El divorcio no era una opción. Llevó a cabo su venganza, mi papá se enteró, se enojó y dejó la casa. Le dijo que era una mujer loca, celosa y vengativa. Papá nunca me buscó; al divorciarse de mamá la idea de familia se esfumó.
Una vez lo vi caminando en la calle con su nueva mujer. Ella tenía ojos sólo para él. Y la historia se repetía.