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Replicación felina por Sebastián Echegaray Rivera

por Sebastián Echegaray Rivera.

Y comenzaron a aparecer gatitos por todas partes. En un día fueron dos, y al siguiente cuatro. Desde que comenzó todo esto, hasta ahora, ya hay más de ciento cincuenta. Nos los encontrábamos en nuestra habitación, en las escaleras, en la cocina, en el baño, en la sala, en el patio. No había rincón de la casa que no se librara de la invasión de estas pequeñas plagas peludas. Los miaus prolongados que se seguían uno tras otro como ecos infinitos, perduraban las veinticuatro horas del día sin dar tregua a un pequeño descanso sonoro, lo que nos tenía en un estado de estrés agudo, tanto como por el hecho de tener que alimentar a ese gran ejército felino que cada día se volvía más insaciable.

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Al principio se nos hizo tierno. “Su majestad” y yo, pensábamos que Adolf, nuestro gato, había logrado secuestrar con éxito a sus pequeños cachorros. Lo supusimos debido al gran parecido que estos tenían con él. De un color negro azabache lustroso con un par de ojos esmeralda, una gran mancha blanca en el pecho en forma de bronquios, unas botas del mismo color que cubrían sus patas delanteras y un bigote lechoso formado por unos finos pelillos blancos que a modo de trapecio estaban estampados debajo de sus narices, he ahí el porqué del nombre de Adolf.

Los adoptamos sin pensarlo dos veces. Aunque para ser sinceros, sí fue el segundo pensamiento. El primero fue tratar de buscar a la mamá de los gatitos, y de esa forma llegar donde los dueños con quienes podríamos tranzar algún acuerdo, sin embargo, esa tarea resultaba imposible porque en todo el barrio había una cantidad cuantiosa de familias que tenían gatos. Así que nuestra segunda alternativa, y que alabamos en su momento, fue hacernos de ellos y criarlos. Dos no serían gran carga.

Pero al siguiente día aparecieron cuatro más, uno encima del sofá de la sala, otro dentro de la tina del baño, el tercero sobre nuestra cama, y el último metido dentro del cesto para ropa sucia. Sin sospechar nada, supusimos que se trataban de los mismos gatitos, pero al recordar que estos habían sido guardados con todas sus indumentarias en el cuarto de visita, se nos hizo raro. Quizás Adolf era de aquellos padres que no les gusta que sus hijos estén encerrados, por lo que su instinto paternal lo condujo a sacarlos de la habitación.

Pero al llegar ahí nos topamos con que los dos primeros gatitos estaban en su sitio. Corriendo y jugando con la pelota de lana que les habíamos dejado. Su majestad y yo nos miramos asombrados, y luego procedimos a mirar a Adolf quien se enroscaba en nuestras piernas como si nada pasara.

No sabíamos si ver a Adolf como un padre responsable que recuperaba a sus hijos para hacerse cargo de ellos, o como uno irresponsable que se hace de hijos sin pensar, sabiendo que hay unos terceros que se encargarán de ellos. Pero primaba más lo segundo porque él no tendría que hacer absolutamente nada, ni alimentarlos, ni cambiarles la arena, ni por último hacerles jugar, porque la actitud que demostraba hacia ellos era de una indiferencia total, lo cual nos hizo dudar que se tratasen de sus crías, aunque el parecido gritaba lo contrario.

Si seis eran muchos para nosotros, imagínense encontrarse con ocho más al día siguiente, que sumados a los anteriores, hacían un total de catorce. Los muchos maullidos fueron el despertador que nos hizo notar que los pequeños Adolf´s habían aumentado. “Su majestad” gritó cuando, al querer ponerse las pantuflas para ir comprobar nuestras sospechas, se topó con una bola de pelos huesuda que estaba en el lugar de estas, que, al ser pisada, sonó como esos muñecos de plástico para bebés.

Al encender la lámpara para ver de qué se trataba, la luz de esta disipó todas nuestras dudas, vimos a tres de ellos rondando por ahí, todos idénticos. La felicidad primaria había evolucionado a una preocupación agravante. Mientras desayunábamos, comenzamos a sopesar las distintas alternativas que teníamos para lidiar con aquella situación. Sin embargo, era difícil tratar de dialogar con el incesante maullido de esos gatitos. Un maullido en extremo agudo y punzante que desinflaba nuestras ideas. Era como si supieran que en ese momento se estaba debatiendo acerca de su destino; destino que obviamente era el buscarles un nuevo hogar, y trataran a como dé lugar, de evitar que esa reunión se llevara a cabo. Así que, sabiendo que su malévolo plan era tal, lo desbaratamos yéndonos al patio.

Una vez ahí, la primera alternativa que propuso “Su Majestad” a modo de broma, fue cambiarle el nombre a nuestro gato, porque de Adolf no tenía nada, a excepción del bigote. Su capacidad de reproducción era tal que bien podría ser rebautizado como Abraham. La pequeña gracia surtió su efecto deseado, y despejó el territorio de mala hierba para poder hablar con tranquilidad. Regalarlos fue lo más idóneo, pero la pregunta que vino a continuación fue, a quiénes. Yo conocía a pocas personas que gustasen de los gatos, y a los que sí, ya los tenían, por lo que carecía de opciones.

Últimamente nadie se quería hacer cargo de nadie. “Su majestad” dijo que podría hacer unas llamadas para consultar, así que cogió el celular y lo hizo. Quince llamadas después, de las cuales seis solo timbraron sin ser respondidas, no teníamos a quién regalar. Fue así como pasó un día más, y juntó con él, la nueva multiplicación de los cachorros. Ahora había dieciséis más, una cantidad exorbitante de crías para una familia, y ni qué decir para un gato, por lo que la situación ya se había tornado muy rara y sobre todo desesperante. Notamos que aumentaban de manera proporcional, la nueva cantidad era la duplicación de la anterior. Así que teníamos un total de treinta bolas de pelo. Era tanta la cantidad, que nos empezamos a sentir extraños en nuestra propia casa, invadidos por unas bestiecitas que actuaban como un virus. Teníamos que tomar medidas inmediatas antes de terminar nadando en una piscina de gatos, y más que nada porque ya se nos empezaba a agotar la comida.

Yo metí quince en una caja y “Su Majestad” la cantidad restante en otra, y nos fuimos a andar por toda la ciudad. Para el anochecer ya había logrado deshacerme de todos, mientras que ella regresó con uno, no porque no haya podido regalarlo, sino porque no hay gatito bebé al que uno no se resista. Aligerados de tremenda carga, por fin pudimos dormir tranquilos aquella noche, no sin antes reflexionar sobre tan extraño suceso.

Todo habría terminado aquí, de no ser porque las plagas no se extinguen hasta que no se haya encontrado su origen. Y eso, ni yo, ni “Su Majestad” lo habíamos previsto. Pero cuando fuimos despertados por un bullicio felino infernal, incluso mucho más estruendoso que el de la vez pasada, deducimos con horror, que la plaga había regresado, y en efecto, así fue, y mucho peor.

Al encender la lámpara, vimos que decenas de gatitos se hallaban apelotonados encima de nuestra cama. Cuando quisimos salir de inmediato de ahí, nos topamos con muchos más, dispersos por diferentes lugares de la casa. Hasta Adolf mismo estaba horrorizado, tanto que caminaba entre ellos como evitando pisar una mina. Para bien suyo, su agilidad gatuna lo rescató de esa marea esponjosa, permitiéndole sitiarse en la cima de un estante.

Mientras que, a nosotros, viéndonos vencidos, solo nos quedó abandonar la casa. Llamamos al control de plagas, quienes lo primero que hicieron fue preguntarnos sobre a qué se tenían que enfrentar para así llevar el veneno correcto. No podíamos decirles que a cientos de gatitos, era imposible que accedieran a tan descabellada petición, así que les dijimos que a ratones, de seguro el efecto del veneno en ellos sería el mismo. Llegaron tres, y una vez imbuidos en sus escafandras de exterminadores, ingresaron a la casa.

A los dos minutos, los tres salieron furiosos, pero cada uno con dos gatitos en cada brazo. Su enojo se debía a que, según ellos, los habíamos engañado vilmente, ya que por más que se dedicasen a exterminar animales, no quería decir que podían matar a cualquier animal, mucho menos a esos tiernos y encantadores gatitos.

Antes de irse nos dijeron que mejor llamásemos a alguna sociedad rescatista de animales. Ellos sabrían qué hacer, pero que esta vez hablásemos con la verdad. Lo hicimos. En media hora llegaron y se los llevaron. Tuvieron que llamar a dos furgonetas más para poder meter a todos esos animalillos. Nos preguntaron que de dónde habían salido. No supimos qué responder. Solo les dijimos lo que habíamos creído en un principio, que eran los hijos de nuestro gato. Sus rostros algo confundidos, tanto más que los nuestros, ocultaban la incredulidad reinante. Sin decir más, subieron a sus vehículos, y enrumbaron quién sabe a dónde, llevándose consigo a esas pequeñas fierecillas.

Una vez libres de nuestros indeseables inquilinos, procedimos a efectuar las operaciones de limpieza correspondientes. Ningún rincón de la casa quedó exento de nuestro poder aséptico. Trapeamos el piso, cambiamos las fundas de los muebles, reemplazamos los edredones, y hasta bañamos al gato. Tal fue nuestro afán que, ahora que ya las luces de alumbrado público están encendidas, podemos decir orgullosos que no quedó ni un solo pelillo de gato, ni siquiera los del mismísimo Adolf. Aunque por desgracia sabemos que este gusto no nos durará mucho tiempo. Mientras les cuento esto, Adolf ya debe haber expulsado una cantidad considerable de pelos. Nos empezaremos a dar cuenta cuando usemos una ropa clara, o cuando sintamos una hebra muy delicada queriendo ingresar por nuestra boca o nariz.

Por suerte, la mayoría de nuestra indumentaria es de color oscuro, así los pelillos pasan inadvertidos. No me imagino el calvario de las personas que les gusta usar ropa oscura y tienen un gato blanco, debe de ser una auténtica pesadilla. Tener que pasarle cinta de embalaje a su ropa a cada instante, o esos rodillos especiales que venden para deshacerse de los pelos.

Fue precisamente que, para evitar ese inconveniente, optamos por adoptar un gato negro, aunque como sabrán, Adolf no es del todo negro, pero la parte blanca que posee no genera tanto problema. Muero de sueño. Todo este embrollo me ha mantenido en vela por mucho tiempo. Por lo visto, al fin podremos dormir en paz, sabedores de que esas bestiecillas ya no están. Aunque hay una gran interrogante que impide que mis párpados se cierren, y es el saber de dónde aparecieron todos esos gatitos. Por más vueltas que le di a mi cabeza durante los días que duró la plaga, no logré hallar una respuesta convincente que satisficiera mi intriga. Quisiera seguir pensando y llegar al origen de todo, pero ya será mañana. ¡Oh no! Ya es de mañana, son la una de la madrugada. De razón a mi cerebro le había entrado la pensadera. Pero a esta hora, ya deberíamos estar durmiendo porque tenemos que despertarnos temprano para ir a trabajar. No creo que al jefe le guste verme con ojos de mapache, ¿qué le diría, que me trasnoché limpiando las huellas de una plaga de gatitos que invadió la casa? No, obviamente no, si no quiero que me despida por chiflado. Así que será mejor que deje de escribir, y me vaya a acostar. Pero aguarden un momento, oigo un pequeño y quedo maullido que proviene de la cocina. No, debe ser producto de la psicosis por lo recién acontecido. Algo similar a cuando sientes que te mensajean el celular, pero no es así.

Lo vuelvo a oír, ahora sí no tengo la menor duda de que lo escuché. “Su Majestad” aparece y me pregunta que si lo oí. Le respondo afirmativamente. Llamamos a Adolf por si las dudas, y aparece desperezándose, y con su cara soñadora. Nuevamente el maullido, pero se va repitiendo por otros iguales que refleja que aumentaron de cantidad. La pesadilla regresó. Nos dirigimos con sigilo al sitio de origen, y la escena que ahí acontecía sobrepasa a todo onirismo, a toda forma de sueño concebido por mente humana. En una esquina de la estancia, siguiendo un orden antinatural, muchos pelillos de esos desperdigados por el piso se apelmazaban, uno encima de otro formando una especie de ovillo, se atraían hacía sí por una especie de fuerza magnética que los juntaba, poco a poco, esa deforme bola de pelos iba adquiriendo forma, le comenzaron a salir patas, cola, cabeza, ojos, nariz y todos los rasgos felinos, dando como producto final un perfecto ejemplar de gato, una auténtica réplica de Adolf. Parados ahí, con los ojos desorbitados, “Su majestad” y yo nos miramos, y solo atiné a pensar en una cosa, sé que ella también, había que rapar al gato.

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