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El Síndrome Syd, por Gilberto Bautista - Cuentos

El Síndrome Syd

Por: Gilberto Bautista

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El síndrome de Syd es una enfermedad muy rara y de las más peligrosas para el ser humano. El trastorno ataca a cualquier persona sin importar edad o sexo; aunque se ha visto que en un 80 % ataca al sexo masculino. Es implacable.

Entre los primeros síntomas encontramos la falta de apetito y la concentración extrema. La obnubilación es una consecuencia del tiempo que el sujeto pasa dentro del mundo creado por él. Ese mundo se observa a veces en ruinas, pero se construye de nuevo con las notas salientes de sus pensamientos, armonizados por su consecuente falta de estabilidad emocional. A veces, también podemos observar al individuo en medio de una banda de música, dentro de cuatro paredes llenas de colores llamados “cósmicos” por los especialistas. Todo eso embota sus sentidos de tal manera que trastoca su entorno y los sonidos se agudizan. El cuerpo adquiere una tonalidad luminosa y su cabeza casi siempre está fuera de la realidad, en un mundo alterno donde su musicalidad le perfora los sentidos.

Parecen ser síntomas confusos, pero son muy comunes. Se ha detectado que gran parte de la juventud de esta década es propensa a caer en las garras alargadas de este síndrome. Con mucha frecuencia, tres de cada cinco jóvenes presentan alguno de los síntomas y los padres no pueden hacer nada para ayudar a sus hijos; son proclives a caer bajo los influjos de la enfermedad. Los alienistas —muy a su pesar— se dan por vencidos y no los tratan con los métodos aprendidos de sus maestros.

Rascándose las cabezas y mordiendo sus plumas, se enfrascan todos los días en una lucha con infinitesimales tomos de variado grosor y en alocadas charlas con otros doctores allende el mar. No pueden dar con la causa de tan recalcitrante mal y los jóvenes se pierden día con día en un universo lleno de color, tonalidades vocales extrañas y una musicalidad fuera de toda lógica.

Se les puede ver en ocasiones por la calle como volando en el espacio; ese espacio que sólo ellos ven y sienten…

— ¡Porque lo sienten! —gritan al unísono todos los doctores reunidos en el consultorio del más renombrado psiquiatra de la ciudad.

—En las calles —dice uno, relegado en una de las esquinas del consultorio—, los jóvenes se vuelven locos cuando ya han desarrollado el síndrome en su totalidad. Su actitud cambia por completo ante la sociedad.

—Eso ya lo sabemos. Díganos algo nuevo —lo interrumpió un colega.

Todos quedaron en silencio ante la ignorancia instalada en sus pequeños cerebros.

Dentro del cuarto, la veintena de doctores se quedaron estáticos, ni uno sólo se atrevió a moverse o a pronunciar palabra. Eran los únicos en el edificio de seis pisos frente al obelisco en el centro de la glorieta emblemática de la isla. El silencio apenas era horadado por los gritos de la treintena de jóvenes alborotados en la glorieta; ellos no se percataron. Todos a los ojos de los doctores, estaban enfermos, tenían el síndrome en su etapa intermedia.

En esa etapa ya casi nadie podía hacerles frente, eran una turba de “energúmenos”, como diría en su momento el doctor Jackson, la eminencia más grande del país, ahora sentado alrededor de la mesa escondido detrás de sus espejuelos redondos. Pero eso solo era a la vista de los doctores.

Los gritos no eran propiamente gritos.

Todos los jóvenes visitaban el mundo creado por ellos al estar más de dos juntos. Volaban unos y caminaban los otros. Dormían algunos en camas de nubes de colores brillantes y otros velaban a la espera del regreso de los durmientes, o de los caminantes, o de los viajeros de los aires llenos de musicalidad hecha por sus manos extendidas al querer tocar el suelo a su regreso a él. Todo era una pléyade de ideas y música dentro de sus cabezas y los adultos no lo veían así. Para ellos, sus hijos se encontraban inmersos en un mundo totalmente diferente y malvado. Ahí sus jóvenes se inmiscuían en cosas fuera de su alcance y eran libres; esa libertad para ellos negada. En ese mundo de los jóvenes, todos podían entrar y salir en cualquier momento, nada les impedía el paso. Sus ideas eran el pasaporte al mundo de los ecos y las pipas humeantes en las fábricas de sus cerebros; siempre en constante creación. A cada segundo algo surgía con la forma de edificios altos como el cielo, mares tan profundos y cristalinos para sumergirse y salir del otro lado del mundo tan sólo con una bocanada.

“¡Es tan irreal! ¡No puede ser posible!”, exclamaron un par de doctores al unísono al escuchar por fin los cánticos entonados por la multitud reunida en la plaza del obelisco. Todos se alarmaron al punto de ponerse de pie y asomarse unos cuantos por la ventana. Los tres doctores cerca de la ventana se retiraron asustados. La plancha de concreto era una masa informe de carne. Todos los jóvenes cantaban el blues de la banda Jug; muy de acuerdo con la fecha y la celebración.

Decenas de policías reunidos en la plaza desde muy temprano, vigilaban a los jóvenes cautelosamente y con la consigna de no hacer nada hasta que les fuera ordenado. Su excelente entonación los abrumaba. Ante eso no sabían como reaccionar.

Los doctores enloquecidos dentro de la oficina debatían gritándose unos a otros, la calma los había abandonado; el caos imperaba y por momentos un par de médicos llegaron a empujarse. “¿Algo debemos hacer?”, dijo uno, calmando un poco los ánimos de los rijosos. Sin prestarse atención se sentaron en silencio, desesperados sobándose las cabezas.

Afuera el sonido creado por los jóvenes, los llevó a un éxtasis jamás visto por ser humano con vida. Los policías atónitos, no lo creían.

Vieron imágenes danzando por encima de las cabezas de la multitud; llenas de color y brillantez. Eran una copia exacta de todos los jóvenes volando de un lado al otro sin tocarse, las que lo hacían, se fundían para crear un ser totalmente nuevo. Esa unión los llevaba a mejorar, a ser uno en sí mismos y el espacio circundante. Las notas musicales taladraron los oídos de los policías, haciéndolos caer de rodillas. Las figuras nunca tocaron el suelo; se elevaron hasta perderse en la tierna noche citadina.

A pesar de la fabulosa armonía originada por los cerebros y corazones de los jóvenes, los policías sólo oían vociferar a una horda de bestias. A ellos, esos ruidos infernales los volvían locos. No les importaba cuando les mostraban estar equivocados; en lugar daban un golpe con el tolete o con los puños. El salvajismo era empuñado por otros seres. A pesar de la violencia generada por los policías, un enorme muro se elevó entre las bestias y las figuras armonizadas; un muro de enormes ladrillos blancos, y en la cima un faro lanzaba un haz de luz de colores, casi igual a un arcoíris hecho de música.

— ¡Son unos lunáticos! —gritó el doctor Jackson.

—Tenemos que darle una solución al país y al mundo… —dijo otro doctor.

—No sea tonto, doctor Hawkings, no se le olvide que el mundo en estos momentos no sufre como nosotros de esta epidemia. Hasta el momento sólo hay unos brotes en América y en otros lugares del globo. Es aquí donde tenemos que ponerle fin.

Todos los doctores salieron a la calle con miedo en su interior, pero esgrimiendo jeringas con medicamentos experimentales para probarlos con los jóvenes sin el menor escrúpulo o ética medica.

Aquello fue una masacre digna de los ecos registrados en las paredes calcinadas de la ciudad de Pompeya, cientos de eones atrás. La multitud se arremolinó al centro de la plaza rodeando el obelisco. Sus imágenes se fueron desvaneciendo poco a poco. Las inyecciones mandaron a dormir a algunos jóvenes mientras sus dobles doloridos desaparecían a cielo abierto. Otras figuras iban a descansar a verdes prados en el lado oscuro de la luna. Otros se desintegraban hasta el último átomo. Algunos dicen que no eran de nuestro planeta; eran de otra dimensión parecida a la nuestra;. Venían del planeta Gumma, en la constelación de Umma. Eso dicen.

El doctor sin nombre quedó asustado debajo de una de las mesas. No pudo salir detrás de sus furibundos colegas. Sólo imaginó la masacre y tembló de miedo, de horror al sentir el dolor en carne propia, sin siquiera moverse.

Con todo y esa masacre en nuestro país —reza el artículo del doctor Louis S. Davidson—, el Síndrome Syd no se pudo erradicar y ha alcanzado a todo el mundo, se ha convertido en una pandemia mortífera. Los adolescentes fueron el primer campo de cultivo del extraño virus que desembocó en el Síndrome Syd. De ahí pasó a los adultos en pocas proporciones, sin embargo también fueron afectadas ciertas poblaciones de ancianos. En ellos el síndrome fue acuciosamente letal. Con los niños ocurrió un algo singular.

Ellos no parecían ser afectados por el síndrome Syd, sus vidas continuaron normalmente. No desarrollaron ningún síntoma y con el paso de los años, sus vidas transcurrieron sin contratiempos. Al menos eso pareció…

Este fragmento del articulo aparecido en la revista “Milenio Bizantino”, en su número de octubre del año de 1968; lo encontré en un baúl lleno de extraños objetos, éstos contenían sonidos incomprensibles para el oído común. Estaba incompleto; tal cual lo reproduje agregando las grabaciones de unas cintas dentro de una caja de un color bastante estridente.

Llevé la cajita de madera con varios especialistas y me dijeran qué color era; y digo esto porque al quedársele viendo fijamente a la caja, uno sentía alejarse del mundo real. Me sucedió en varias ocasiones y a otras personas —amigos míos—, dignas de todo crédito, también.

Pensé que debía reproducir todo lo encontrado para que no pasara… a otras personas. No he podido dormir bien en mucho… pero espero que se acabe… Ya voy a descansar por fin en mi cama… no sé qué va a suceder mañana, las noticias no dicen… Acabo de ver cómo mi buen amigo Mason se ha quedado dormido para… y Roger ha sucumbido… yo espero ser el últ… ya no sé nada… los sonidos, esos… ya voy… sólo dejaré constancia… e iré a reunirme contigo…

Peter Wright

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