Phoenix
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Literatura | Arte | Cultura ISSN 0124-83-08
Arte y terror 1
Revista Phoenix: literatura, arte y cultura Vol. 1 – N° 18 / ISSN 0124-83-08 Phoenix: literatura, arte y cultura es una publicación de carácter académico, crítico y de creación literaria. Phoenix 18 es un número el cual aborda las formas de expresión del terror y las artes. Contacto del grupo literaturaphoenix@gmail.com* Facebook: Phoenix: literatura, arte y cultura* Twitter:@PhoenixLitArtCu issuu.com/revistaphoenix
Dirección Nicolás Sepúlveda Perdomo Comité editorial Nicolás Sepúlveda Perdomo Jaime Hernán Cortés Germán Andrés Fontecha Juan Camilo Urbina Nicole Bedoya Rodríguez Gabriela Romero Nempeque Laura Rueda García Andrés Felipe Hernández Carrero Génesis Natalia Tobón Becerra Corrección de estilo Comité editorial
Derechos de Autor y Licencia de distribución.
Phoenix: literatura, arte y cultura es una revista gratuita dedicada a la divulgación académica y creativa de textos sobre las relaciones entre diversas manifestaciones literarias, artísticas y culturales. El proyecto surge como grupo estudiantil de la Universidad Nacional de Colombia, la mayoría de su comité editorial está conformado por estudiantes del pregrado de Estudios literarios de dicha universidad; sin embargo, Phoenix se desliga como grupo estudiantil hacia una estructura autónoma. Phoenix: literatura, arte y cultura publica anualmente sus números con una proyección hacia una publicación semestral.
Diagramación y Diseño Ángela Acuña Carolina Martínez Marcela Torres Ilustraciones Erika Natalia Forigua Jesús Hernández Pardo Portada Brayan Castillo Mateus
Phoenix
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Literatura | Arte | Cultura ISSN 0124-83-08
Arte y terror
Entre el amor, el odio y la soledad 5. FotografĂa, Brayan Yesid Castillo Mateus
Contenido
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Editorial - Editor El enjambre - Juan Diego Díaz González Silbido – Génesis Tobón Prueba de video – Camilo Ortega El tintinar de las llaves -Luisa Luque Oscuridad -Sebastián Goodburn Sección fotográfica - Brayan Castillo Compasión -Camilo Ortega Oruga -Camilo Ortega Amniosis -Camilo Ortega Hospital -Giovanni Clavijo
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Autores Contacto
Editorial
¡De nuevo Phoenix se complace en traer a ustedes una nueva edición! La imagen del ave fénix se traduce para este proyecto editorial en una serie de impedimentos para su realización. Algunas veces es el cambio generacional que sacude al equipo editorial, cuestiones administrativas o, en el más reciente caso, presupuestales. Nuestros seguidores curiosos pueden revisar las editoriales de los números anteriores y constatar esta cuestión. Sin embargo, siempre es grato presenciar el resurgir de la revista, cada vez con mayor alcance, con más seguidores, con mayor fuerza y más propósitos. Para reforzar esta idea nos permitimos contarle un poco más sobre el proceso de edición del número que sostiene en sus manos. Luego de Phoenix 17 —número que debido a la desfinanciación del programa PGP de la Universidad Nacional no pudo ser publicado en impreso—, la revista debía
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buscar nuevos medios para volver a su formato físico. Hay un fetiche por lo impreso que atrae a nuestros lectores; la revista en físico adquiere un carácter sentimental para los seguidores que la obtienen en nuestros lanzamientos, para aquellos estudiantes de literatura que la reciben en su semana de inducción y para todo aquel que la encuentra de repente en un estand. Para lograr traer esta revista a sus manos los miembros del comité recurrimos a las formas tradicionales de conseguir dinero: rifas, ventas de stickers, donaciones, “vacas” y en el último caso una fiesta. Todo esto nos permitió asegurar la impresión de Phoenix 18. El tema de este número surgió de una lectura en común entre el comité editorial. Frankenstein o el moderno Prometeo nos permitió ver qué tan actual es el terror en la cultura. La novela escrita por Mary Shelly, publicada en 1818, nos mostró a través de la figura de su monstruo un sinfín de reinterpretaciones terroríficas que llegan hasta nuestra actualidad. El terror en las artes debía ser abordado por su importancia histórica y por su presente en la cultura. Sumado a esto, el tema era una expectativa para atraer más seguidores y que Phoenix 18 fuera un impulso para los próximos proyectos de esta revista. Nuestra intención es abrir el panorama actual sobre el terror y sus relaciones con las artes. Los textos e imágenes que conforman este número expresan ese sentimiento oscuro y abstracto llamado terror, un sentimiento difícil de conceptualizar y de pasar por el marco de la razón. La carencia de ensayos y reflexiones en este número puede deberse en parte a esta razón. Así, más que ser una deuda de este número, se convierte en una invitación a pensar el terror, sus formas de representación, el efecto que produce y su importancia. Solo nos queda agradecer a todos aquellos que participaron en nuestros eventos, que nos siguen constantemente en conversatorios, grupos de lecturas, lanzamientos, en nuestras páginas web y en las fiestas promocionales. Un abrazo y una invitación a formar parte de este proyecto. La convocatoria siempre esta abierta para todo aquel que quiera formar parte de Phoenix y contribuir personalmente a este proyecto con más de veinte años. Expresamos nuestra gratitud con el departamento de Estudios literarios de la Universidad Nacional de Colombia, ya que gracias a ellos y el trabajo de este comité editorial la publicación continúa en su formato impreso. Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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Narrativa
La niebla. FotografĂa, Brayan Yesid Castillo Mateus 9
El enjambre Juan Diego Díaz González
En una noche lluviosa, lejos del ruido de la ciudad y el chismorreo de la gente, una joven escritora intentaba dar vida a sus personajes. Los insectos atraídos por la luz no dejaban que lograra concentrarse. Si no eran cucarrones que se estrellaban torpemente contra la pantalla del computador por su vuelo pesado, eran mariposas de horribles ojos y, aún más horribles, alas negras ataúd o blancas cementerio que dejaban caer un polvillo del mismo color. Mientras intentaba escribir, una asquerosa y enorme polilla se estrelló en su rostro tomándola por sorpresa. Manoteo y se revolcó en la silla hasta caer de espaldas. Estaba cansada de los insectos y bichos que se enredaban en su pelo suelto. Apagó la luz del cuarto donde se encontraba trabajando y dejó encendidas las de los corredores externos, las del pasillo central, que no medía más de tres metros, y la del baño; con el fin de que esas luces atrajeran los desagradables bichos y los alejara de ella. Funcionó. Sólo uno que otro llegaba a molestarla. Lejos de imaginar lo que ocurriría, siguió escribiendo por horas y horas hasta bien entrada la madrugada. Phoenix | Literatura, Arte y Cultura 11
Eran ya las tres de la mañana, cuando decidió parar su trabajo e irse a descansar. Al quitar su atención del computador, escuchó un leve murmullo de aleteos provenientes del corredor. Miró la luz bajo la puerta y vio las sombras que pasaban continuamente de un lugar a otro sin quedarse quietas. Se acercó despacio, sin hacer ruido con sus pisadas, y posó su mano en la perilla con la misma lentitud con la que caminaba. Un miedo pastoso y fangoso se acumulaba en su pecho. No sabía lo que encontraría tras la puerta. Presintió que se arrepentiría de saberlo. No prolongó más la angustia y, milímetro a milímetro, con los nervios tensionados al igual que sus músculos, cerró los ojos y la abrió. Mantuvo los ojos cerrados sin querer abrirlos, hasta que sintió un cosquilleo repulsivo en su cara. Gritó y abrió los ojos al mismo tiempo. Lamentaría durante toda su vida ver aquella grotesca imagen. Las paredes, el piso y el techo estaban llenos de insectos de todos los tipos: polillas, mantis, arañas de tamaños y colores diferentes, escarabajos, cucarachas, ciempiés y un sinfín que nunca lograría identificar. Lo que más le aterraba, lo que sin lugar a duda la llenaba de terror, era que todos tenían ojos extremadamente verdes que la observaban. Se dobló sobre sí misma y vomitó. Los insectos del piso volaron en todas direcciones, cientos de ellos se metieron en su ropa. Sentir sus diminutos pies tocarla y recorrerla, la hicieron vomitar de nuevo. Se apoyó en una pared para no caer de bruces, bajo su peso crujieron y salpicaron los restos de insectos del mismo color del vómito. Intentó sacudirse los bichos de encima, pero era inútil, estaban en todos lados. En su terror, corrió hacia el baño, sin recordar que aquella luz había quedado encendida toda la noche. Abrió la puerta de golpe y destripó miles de insectos de ojos verdes. Sin importar cuantos matara siempre habrían más, muchos más para reemplazarlos. El baño ofrecía una perspectiva asquerosa, que cambiaba de forma cada segundo con el caminar de las lisas y brillantes cucarachas, las cuales de vez en cuando volaban para posarse en otra pared. Una de estas voladoras brillantes, del tamaño de la mano de un niño de ocho años, se posó sobre el
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El enjambre
pecho de la joven. En este punto sus nervios ya estaban al límite y los insectos que caminaban bajo su ropa no dejaban de producirle ganas de vomitar. Pero lo único que salía era una especie de baba amarillenta que le ardía en la garganta. Con su mano aplastó la enorme cucaracha sobre su pecho, no quedaron más que unas patas y mucha materia viscosa, de un color pálido blancuzco, cálido al tacto que se metía entre sus dedos. Sus piernas no la sostuvieron más, cayó sentada con sus ojos llenos de lágrimas y a punto de salirse de sus cavidades; su corazón a un latido de volcarse en su pecho y sus músculos debilitados del terror. Un estruendoso trueno la hizo volver en sí o, al menos, lo que quedaba de ella. Como pudo se arrastró y a momentos gateó por entre los insectos. Mientras jadeaba, de su boca se escurría el líquido amarillento y ácido al que las polillas llegaban a posarse. Los ciempiés recorrían su espalda, las cucarachas no dejaban de correr por su cuerpo, de tocar sus senos y abdomen, era repulsivo. Afuera seguía lloviendo a raudales, el cielo estaba roto, no más que la cordura de ella. En sus ojos sólo había una imagen. La puerta. La salida. Tenía que llegar a ella. Con cada segundo que pasaba se acercaba un poco más, pero consumida lentamente. Con un último esfuerzo tomó el pomo de la puerta, volviendo una masa densa a los insectos que allí se encontraban. Al salir de la casa encontró el corredor y las paredes externas completamente infestadas de insectos, arañas y cosas horribles que parecían serpientes con patas. La lluvia caía por su rostro, le molestaba. La sensación se parecía enormemente a la de los insectos caminando por su piel; sin embargo, era aliviadora. Las gotas que resbalaban por su cuerpo ahuyentaban los insectos. Abrió la boca y salieron escarabajos y gusanos negros de patas rojas, poco a poco se fueron todos de ella. Permaneció arrodillada con sus brazos caídos, sin fuerza, mirando cómo en las ventanas se veían volar de un lado a otro las mariposas, cucarachas y quién sabe qué más. Un escalofrío recorrió su cuerpo al igual que lo hicieran los insectos y se quedó allí observando el enjambre en el que su casa se había convertido.
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FotografĂa David Alejandro Moreno MarĂn
Silbido Génesis Tobón
Un silbido ensordecedor le atravesó lo que le quedaba de cerebro y, como un escalofrío, hizo temblar su alma. Después de esto, todo quedó en silencio. Ya no escuchaba ni su propia voz ni su respiración, solo sentía las gotas de sudor helado rodar por la curvatura de su cien y caer directo en sus hombros descubiertos. Veía su pecho agitarse rápidamente, más no oía el jadear natural después de los 100 metros planos que comprendían el camino desde la cocina hasta el baño de invitados. La fría madera de la puerta oprimía sus nalgas sudorosas y sus pies se aferraban a la baldosa blanca, empujando con todo su peso la puerta para que no se abriera de nuevo. Su visión empezaba a nublarse y las rosas en la ventana ya no tenían pétalos amarillos, sino que se habían transformado en borrones que se perdían en el fondo del baño. Su respiración se había acompasado un poco, y aun sin escuchar, podía sentir los pasos recorriendo el piso de madera más allá del comedor. Al mirar sus uñas como garras incrustadas en el suelo, vio las gotas de sangre que percudían las baldosas y solo en ese momento sintió el hilito rojo que corría por su cuello, bajaba por su pecho y en la punta del pezón resbalaba directo al suelo. En rápidas escenas congeladas vio el bate blandirse por el aire y silbar, rompiendo la barrera del sonido; vio sus manos desesperadas abriendo el cajón de la cocina y alcanzando los cuchillos que estaban en el fondo; vio las botas acercarse pisando las pequeñas gotas rojas que manchaban la madera, y recordó el pánico con el que empuñaba el cuchillo y amenazaba con frases ya incomprensibles a ese hombre sin rostro. Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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Por un segundo alcanzó a escuchar su corazón latiendo y, en cámara lenta, sincronizándose con los pasos que ahora se escuchaban arriba de su cabeza revolcando las gavetas de su recamara. Los gritos empezaron a escaparse de su garganta sin ella poder escucharlos, sudaba profusamente y la sangre en el suelo hacía resbalar sus pies, haciéndole flaquear en el bloqueo de la puerta. Se vio a sí misma escapando por la ventana, intentando salir por el diminuto espacio que dejaba el vidrio, quedando atascada con medio cuerpo a 50 centímetros del suelo: el hombre lograba abrir la puerta, el bate se blandía hacia lo que aún quedaba de ella dentro del baño. No había muebles que pudiera apilar contra la puerta para ganar tiempo y lograr escapar por la ventana. Recordó que estaba desnuda: sintió el frío de la puerta intentando robar el calor de su espalda y se preocupó por salir de aquella manera a la calle. Sus gritos, aun inaudibles dentro de sí, habían alertado al hombre que ya bajaba las escaleras. Y mientras configuraba una manera de cubrirse el cuerpo sintió el vibrar de la madera en la que se apoyaba y casi pudo ver el bate golpeando la puerta. Ardían sus ojos y el sudor ahora parecía sobros de una ducha fría. Su mandíbula empezó a temblar y sus dientes mordían su lengua sin tregua. La cerradura bajo su brazo temblaba también y sus oídos volvían a silbar percibiendo el crescendo con al que se fundía el forcejeo del hombre. La vista saltaba del espejo a la bañera, al lavamanos, a la ventana, al foco de luz, al azulejo en la pared, a las rosas amarillas. Paulatinamente la tempestad en sus oídos fue divergiendo a un par de sonidos: el golpeteo de la puerta y la voz mordaz del hombre. Su cuerpo adoptó la vibración a sus espaldas y fue perdiendo la fuerza para retener la puerta. Vio el baño entero moverse hacia arriba, el borde de la bañera acercarse peligrosamente a ella y en un flash rápido todo se puso blanco. Luego solo quedó el desgarrador sonido de la cerámica hacerse añicos, y el goteo rojizo sobre la baldosa blanca. 18
Silbido
FotografĂa David Alejandro Moreno MarĂn 19
Prueba de video Camilo AndrĂŠs Ortega
Gene: It’s that documentarian who hates dad and puts wigs on cows. Tina: Werner Herzog? Bob’s Burgers
Samuel puso la cámara sobre su hombro, revisó que los repuestos estuvieran en su maleta y siguió a la mujer. Estaban en una calle oscura con tiendas cerradas a cada lado. Ella sintió los pasos detrás y caminó más rápido. No estaba muy lejos de su casa. Era paranoia, los pasos podían ser de cualquier persona. La sombra de las paredes oscurecía la toma, así que Samuel encendió la linterna que había pegado con cinta a la cámara. Nunca usaba la luz pública para grabar. Iluminada, la imagen se veía muy bien, casi como si fuera de madrugada y alguien pudiera verlos. Samuel se sintió orgulloso de haber comprado los bombillos correctos. Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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La mujer vio su sombra proyectada por la luz. Giró y solo pudo ver un destello blanco y brillante. Samuel siguió avanzando hacia ella y, sin querer, le golpeó la boca con el lente de la cámara. La mujer gritó. Había desviado un poco el ojo de vidrio. Le dio la espalda a la cámara y salió corriendo. El lente no se había dañado con el impacto. Samuel lo limpió, arregló la luz y enfocó a la mujer que corría calle abajo. No avanzaba mucho, los zapatos parecían incómodos e intentaba limpiarse la sangre que se le derramaba de la boca. Samuel caminó rápido tras ella, no podía correr sin dañar la toma. Cuando casi estuvo al lado de la mujer, la empujó con fuerza. Ella dio un giro sobre sí misma y cayó de espalda en el suelo. La mujer sintió presión en el pecho y no podía mover los brazos. Samuel se había sentado encima de ella. Le puso la cámara al lado de la cabeza y la alejó para que el lente los capturara a los dos. Luego, se puso la maleta frente al cuerpo, buscó por un rato y sacó un serrucho. La mujer, casi sin aire por la presión del cuerpo de Samuel, intentó gritar, pero sólo le salió un gruñido ahogado. Samuel dejó el filo del serrucho en la boca abierta de la mujer, ella mordió el metal intentando detenerlo. Samuel tomó aire y movió la cuchilla del serrucho de lado a lado haciendo presión hacia abajo, hasta que sintió que los dientes de la mujer se salían de la encía. Varios salieron disparados de la boca y cayeron a los lados, como una extensión de su sonrisa. La mujer forcejeaba para liberarse, pero solo ayudaba a Samuel a cortar más rápido. Los intentos de gritar se volvieron vapor sobre el metal. La cuchilla arrancó piel y músculo hasta separar la mandíbula de la cabeza. Cuando el serrucho golpeó los huesos de la nuca, la mujer dejó de sentir dolor. Vio la luz roja de la cámara que parpadeaba y rogó morir pronto para que todo alcanzara a quedar grabado en el video. *** —No hay tensión suficiente en la historia. Y siento que no conozco a los personajes — le dijo el profesor a Samuel, después de ver el video—. Y el sonido podría mejorar mucho. Por lo menos, la luz está bien. —Se nota que la sangre es falsa —gritó un estudiante al fondo de la clase.
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Prueba de video
El Ăşltimo paso
FotografĂa Brayan Yesid Castillo
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El tintinar de las llaves Luisa Luque Collazos 24
Ignacio no era más que un nómada bien vestido. Tenía una cuenta bancaria que no bajaba de ocho cifras y sufría de una extraña alergia a su casa, que lo hacía mantenerse en camino. Su oficio, discreto pero escandaloso, consistía en proporcionar nocivas diversiones a los esnobistas capitalinos, para quienes era que encontraban más sencillo drogarse en otros municipios. La noche de Ignacio soólo acababa cuando el úultimo letrero de neón vinilo era apagado y los hoteles estaban atiborrados de intoxicados soñadores. — ¡Miserable! De haberlo sabido no me hubiera quedado en este hotel de mierda— vociferó una mujer del otro lado de la puerta. Cualquier otra persona se hubiera girado en el acto y buscado otro lugar, pero no Ignacio, él ya estaba acostumbrado a los escándalos de prostitutas y sin siquiera titubear abrió la puerta que daba justo a la recepción del cochambroso motel. Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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Dentro había una mujer totalmente histérica que manoteaba el recibidor mal enchapado, Ignacio estaba tan cansado que no notó que las vestimentas de la mujer no concordaban con las de una prostituta y en su rostro no había trazos de droga alguna. — ¿Tiene habitación para uno?— preguntó Ignacio al hostelero, el cual se giró levemente para enseñarle el tablero de llaves vacías. De repente, sonó un crujido ligero y natural, como el de una hoja seca quebrándose de golpe. —Oh Dios, Oh Dios—susurró la mujer con los ojos inundados en lágrimas y la mano tan apretada como la de un muerto. Su rostro estaba totalmente desencajado, poseído por un terror absurdo. — ¡Oh mi Dios! — gritó la mujer lanzando las llaves sobre el mueble de la recepción al tiempo que emprendía una fugaz huida. A Gustavo le pareció ver que la mujer había tirado algo más pero no podía ver más allá recibidor. —Vaya noche— suspiró el hostelero alzando las llaves y haciéndolas tintinar en el aire, Gustavo tenía habitación. El motel era simplemente asqueroso, tanto como el tono de voz del hostelero que se acercaba más al gruñido de un cerdo que a una dicción humana. Las paredes tenían múltiples manchas marrones, amarillas y grisáceas, algunos productos de zapatos y otras del constante rozar de las manos, aunque las amarillas son todo un misterio, al igual que la pegajosa textura de las barandas. —Es aquí señor— dijo el hostelero presentando un profundo agujero encuadrado en un marco de puerta. Ignacio lo miró desde afuera con recelo, en su oficio la oscuridad es un arma de doble filo. Adentro algo parecía moverse, bullir si se quiere ser más específico, aunque en esa negrura era difícil saber que era. —Es aquí señor— gruñó el hostelero con una sonrisa que enseñaba los dientes. — ¿Y el interruptor de la luz?— preguntó Ignacio, —justo acá— respondió el grasiento hombre deslizando la mano por el costado interno de la puerta; lo que se arremolinaba en la penumbra no era más que el borde del cobertor de la cama, el cual conservaba aun la delgada silueta de la mujer de hace un instante. — ¿Puede decirme que asustó tanto a esa mujer? — dijo Ignacio colocando veinte mil pesos en la palma del sudoroso hostelero, —no sé y realmente no me importa últimamente llega mucho loco al pueblo. Y 26
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por cierto son cincuenta mil la noche. —Los otros treinta después, no vaya a ser que yo también tenga que salir gritando en medio de la noche— contestó Ignacio dejando afuera al hostelero, —hijos de puta, que esperaban por cincuenta mil, ¿un beso en el culo?— refunfuñó el hostelero acariciando el robusto crucifijo que le colgaba del cuello, en un intento místico de bajar su presión sanguínea. Ya con los gruñidos guturales del hostelero alejándose, Ignacio intentó entregarse al sueño pero por más que lo quiso este se mantenía elusivo, su mente solo podía concentrarse en la dislocada mueca de la mujer, cuyo olor se había impregnado sutilmente en la colcha en la que reposaba Ignacio; no era un olor malsano, no había trazos de combustión en el ambiente sino una delicada y casi desvanecida mezcla de gardenia y coco. Sin poder conciliar el sueño Ignacio encendió la luz e inventarió las pocas píldoras, polvos y papeletas que le quedaban, —LSD quizás, o posiblemente cocaína— dijo Ignacio revisando las superficies de los pocos muebles de la habitación, —vea pues ni un trazo— dijo cerrando los ojos como lo haría un detective al pensar, de nuevo la imagen de la mujer lo golpeaba esta vez con más fuerza, sus ojos sobresalientes sin marcas de rímel u ojeras, solo dos globos oculares inmensos con las pupilas constreñidas. — ¡Eso podría ser cualquier cosa!— inhaló Ignacio con violencia. De repente, algo se movió por el rabillo del ojo de Ignacio, quien se giró al instante no encontrando nada, sólo él y su sombra. —Estoy cansado— suspiró sin darse cuenta que había cerrado los ojos de nuevo. Una vez más el rostro de la mujer se proyectó en el interior de sus parpados, su boca estaba tan abierta que parecía que las comisuras de sus labios se desgarrarían en cualquier momento, tan tirante estaba la piel que las arrugas de la mueca parecían encarnarse en el mismo hueso. — ¡Basta! — se rascó Ignacio la cabeza tratando sacudirse el mal recuerdo, “no es la primera drogadicta que veo” se dijo a sí mismo, aunque no creyera del todo en su apreciación sobre la mujer. —Esto es una locura Sin quererle dar más vueltas al asunto, Ignacio apagó la luz y regresó a la cama decidido a dormir, y por veinte minutos estuvo tranquilo, la luz que entraba de la calle se introducía por los delgados surcos de la persiana y hacia que la habitación se viera más cálida, al igual que el tímido bomPhoenix | Literatura, Arte y Cultura
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billo rojo de la televisión apagada. Todo estaba en orden a excepción de una sombra casi humana que parecía introducirse por la puerta y estarse quieta en la fisura derecha de esta. El corazón de Ignacio se rebullía al igual que su cerebro, con sus ojos buscaba el origen de la sombra y con su mente esperaba el instante en que se moviera, sin embargo esta no lo hacía aunque parecía respirar. Los minutos pasaron y con ellos se llevaron la sensación de angustia que lo había mantenido en vilo, “es una sombra, una inocente sombra” pensó Ignacio entretanto sus ojos se cerraban pesados. Y de nuevo ella estaba ahí, la mujer lo miraba fijamente pero esta vez parecía tranquila, quizás demasiado para el gusto de Ignacio. Sus ojos no reflejaban ninguna chispa de vida, era una cascara vacía. Ignacio trató de apartarla de su mente, haciendo un esfuerzo por imaginar otra cosa, primero rememoró un bar cercano de luces azules con pequeñas velas sobre las mesas pero ahí estaba ella, entre la muchedumbre. Luego intentó recordar el parque al que le llevaba su madre, que como cualquier otro tenía la resbaladilla pelada y tornillos oxidados en los columpios. Aún recordaba cómo se veía su madre de joven y hubiera sido una agrade imagen antes de dormir si aquella mujer no estuviera ahí, castañeando sus dientes. Una vez más intentó imaginarse un lugar pero era imposible, el rostro de la mujer lo miraba. Ignacio se negaba a abrir los ojos, temía que si lo hacia ella estuviera en el cuarto. Repentinamente el rostro de la mujer que se había mantenido impávido comenzó a mutar, primero en una sonrisa que parecía ser sostenida con ganchos y luego en una cara de auténtico pánico. Las manos de Ignacio se aferraron violentamente a las cobijas, sentía la misma expectativa que se siente al alcanzar la cima de una montaña rusa.
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Después lo inevitable. La mujer soltó un grito espectral que le desgarró su propia boca, en ese momento Ignacio se despertó y para su desgracia ella estaba en la ranura derecha de la puerta con la mandíbula apenas sostenida por un delgado musculo ajado por la contundencia del grito. Ignacio quedó completamente inmóvil, pasmado por el terror y la incredulidad. No había bebido, fumado ni mucho menos esnifado, pero aun así su cerebro se encendía y se apagaba en dolorosas punzadas a las que Ignacio plantaba la cara, pues temía que al cerrar los ojos la mujer volviera a gritar. El encuentro duró un instante, quizás una inhalación, pero para Ignacio fueron horas de agonía observando a la estática mujer que respiraba frente a él con dificultad, estaba dormida pero atenta como los demonios cuando sueñan. Un leve pestañeo, una arremetida, un grito que se quiebra con un salto a través de la puerta. Un ciclo que se repite. — ¡Miserable! De haberlo sabido no me hubiera quedado en este hotel de mierda— vociferó Ignacio contra el hostelero hasta que la boca se le hizo espuma. — ¡Oh Dios! ¡Ahí viene! ¡Ahí viene!— gritó Ignacio mientras la llaves chocaban contra el suelo y el salía del motel para perderse en la noche umbrosa. —Mil pesos de gas para setenta mil ganar— cantó el hostelero a la par que recogía las llaves con el llavero casi partido. —Vaya noche, creo que a alguien le sentaron mal los hongos— dijo un muchacho que entraba con chamarra negra, — ¿tiene una pieza?—Claro que si— respondió el porcino hostelero,—justo se ha desocupado una.
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FotografĂa David Alejandro Moreno MarĂn
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Oí el sonido eléctrico de los transformadores fundiéndose instantes antes de que varios de los alargados bombillos de luz alógena explotaran y la oscuridad más absoluta inundara la oficina. Claro que oficina es un término demasiado halagador. Sí, era el lugar donde trabajábamos y siempre me refería a él como “la oficina”, pero aquello era más un laberinto subterráneo de cubículos y archivos improvisados. Nunca supe, a ciencia cierta, qué había sido ese lugar antes de que trasladaran ahí el Archivo Distrital de Impuestos y a sus cerca de setenta empleados, casi todos, como yo, archivadores mal pagos que pasábamos inútiles y largas jornadas organizando montañas de papeles que nunca iban a ser consultados.
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En una ocasión, reuní el valor suficiente para preguntarle a mi supervisor, ¿qué era aquel lugar al que nos estaban transfiriendo? La única respuesta que recibí fue un irónico: “¿No le gusta? Lo construyeron sin reparar en costos. Sólo para nosotros, como premio por el buen desempeño de los últimos años” y una amistosa palmada en la espalda. Algunos colegas, con quienes había tratado el tema, pensaban que había sido una instalación militar secreta, una clase de búnker de película. Pero yo nunca estuve del todo convencido, por más que esa idea encajara a la perfección con mis lecturas sobre conspiraciones y secretos gubernamentales. Como yo lo veía, nuestro país era más conocido por la corrupción y la ineficiencia del ejército, que por sus instalaciones subterráneas secretas. A mi parecer, el lugar tenía que haber sido una clase de centro de monitoreo de los niveles de agua de las alcantarillas y los túneles naturales. De cualquier manera, sí parecía una base militar secreta, no tanto por el edificio mismo, sino por ciertas reglas, como tener que dejar nuestros celulares y demás aparatos electrónicos en los casilleros del primer piso. “Para proteger la privacidad de los contribuyentes”, decían. Como si a alguien le importaran los documentos que archivábamos. Aparte de frío y deprimente, el lugar era enorme. Cada salón de trabajo podría haber albergado cuatro veces más cubículos si hubieran querido, y eso que parte de la “adecuación” que habían hecho consistió en sellar una cantidad de pasillos y bóvedas con endebles paredes de drywall. Lo que supe con total certeza tan pronto cedió el brillo, que quedó plasmado en mis retinas después de que reventaron los primeros bombillos, fue que nunca había estado sumergido en una oscuridad tan absoluta. Densa, pesada, casi tangible. Inmóvil, cubriéndome la cabeza con los brazos y con la lluvia de vidrio de los bombillos todavía repiqueteando sobre los escritorios, empecé a oír la reacción de mis colegas. Una voz femenina, tan al borde del pánico que no pude siquiera reconocer a quién pertenecía, repetía a gritos el nombre Sonia. Alguien con ínfulas de líder, seguramente el zoquete de Alfonso, gritaba con voz autoritaria que mantuviéramos la calma y nos 34
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quedáramos en los puestos. El ruido de una silla siendo volteada y de los elementos de trabajo de algún escritorio cayendo al piso indicaban que no todos hacían caso a los llamados a la calma. Casi me tranquilicé. Estuve a punto de unirme al coro de risas nerviosas que siguieron cuando Jorge, que normalmente hacía sus bromas a costa mía acusándome de “conspiranóico”, se quejó en una voz aguda y afeminada de que alguien le había agarrado la cola. Casi relajé mis músculos todavía tensos por la repentina llegada de la oscuridad, pero no tuve la oportunidad de hacerlo. La broma fue seguida de inmediato por un alarido desgarrador que me heló la sangre. El horrible grito, que pareció venir del salón de rotulación de cajas, se interrumpió tan súbitamente como había empezado y todo quedó en un silencio tan profundo como la oscuridad. Lo primero que percibí fueron los latidos acelerados de mi propio corazón y, poco después, más gritos. Algunos de miedo, otros llamando a no entrar en pánico y otros preguntando qué había pasado y si todos estábamos bien. Sin saber qué era lo que había pasado, tuve claro que tenía que salir de ahí cuanto antes. Debía llegar a la superficie o moriría en las bóvedas subterráneas. Había oído los rumores sobre las criaturas, las alusiones crípticas a seres que estaban emergiendo tras un sueño de eones. Había leído las noticias censuradas por la gran prensa sobre los trabajadores del acueducto que habían desaparecido en las alcantarillas en el último mes. Había visto en las noticias las incoherentes, aunque aterradoras, declaraciones de la yonqui cubierta de sangre, balbuceando que ella y sus compañeros de desagüe habían sido atacados por demonios. Hasta ese momento, las historias habían sido sólo eso, historias, anécdotas fragmentarias, mitos urbanos. Pero a la luz de ese grito, de la extraña falla del transformador, en esa oscuridad, supe que “todo” tenía que ser verdad. De repente, las conexiones entre los hechos se hicieron evidentes. La manera como ningún medio había investigado, ni hecho seguimiento a los extraños titulares, era típico de un encubrimiento. Ahora las criaturas estaban ahí, y yo tenía que huir. Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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“Ellas” venían de las profundidades insondables y de la oscuridad primigenia. Mantener la calma y quedarnos quietos en la negrura era esperar a ser despedazados por las garras y colmillos demoníacos que había descrito la yonqui por televisión. Tenía que salir. Pero mi huida debía ser metódica, bien planeada, no me podía dejar desorientar por las nerviosas voces de mis colegas, ni caer presa del pánico. Respiré hondo y cerré con fuerza mis párpados en un intento por bloquear todos los sonidos del exterior y concentrarme. Oí mi propia respiración, apoyé ambas manos en el borde del escritorio, empujé mi silla hacia atrás para facilitar mi salida y pensé. Debía avanzar unos diez pasos hacia la izquierda para llegar a la puerta del salón y, ahí, doblar a la derecha por el pasillo principal del piso. Si allí me mantenía pegado a la pared podría avanzar tanteando sin perderme hasta los ascensores. Con seguridad no estarían funcionando, pero más allá de ellos tendría que estar la entrada a la escalera de emergencia y, de llegar en algún momento, los rescatistas lo harían por ahí. Concentrado en mi respiración, me levanté del asiento, llegué hasta lo que consideré que era el centro del corredor entre los cubículos y empecé mi avance hacia la puerta del salón. Tres, cuatro, cinco, seis pasos. Ya debía estar cerca a la puerta, aunque era posible que la oscuridad me hiciera dar pasos más pequeños, que intentara retenerme. El séptimo paso no concluyó. Mi pie derecho tropezó con un asiento y caí con fuerza al piso. El golpe en mis rodillas quedó en un segundo plano ante el miedo momentáneo que me invadió y el nervioso chillido, que me preguntó quién estaba ahí, me permitió aferrarme a algo del mundo anterior a la oscuridad. —Eliana, soy yo, Nicolás. Tranquila —mi voz sonó entrecortada y débil. Lo único que no transmitía era tranquilidad. Sentí su mano en mi antebrazo izquierdo. —¿Qué haces? —Me largo. No me puedo quedar acá —no logré articular un motivo—. Perdón por asustarte. Voy hacia el pasillo. Todavía tendido en el piso, puse mi mano derecha sobre la de Eliana y le di un leve apretón. Esperaba transmitir la confianza de la que carecían mis palabras. 36
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—Cuidado por ahí, Nico. Casi me matas del susto —me ayudó a incorporarme. Le agradecí con un gruñido y giré un terció de vuelta para enderezar mi rumbo y evitar chocar con alguien más. Dejé de contar los pasos. Las distancias en la oscuridad no correspondían a mis cálculos. Avancé con más lentitud tanteando el suelo con los pies y con los brazos extendidos al frente. Las voces de mis colegas y el ruido de sus movimientos me desorientaban. Tuve que repetir mentalmente, como un mantra, que debía seguir en línea recta, un paso a la vez, sin desviarme. El golpe de mis manos contra la fría pared de hormigón reforzado me sorprendió. Según parecía, había atravesado el pasillo principal y chocado con la pared de enfrente a la puerta sin notar siquiera cuándo había salido del salón. La estimación de distancias y el ubicarme eran mucho más difíciles de lo que había previsto. El aparentemente sencillo plan de huida podía resultar todo un desafío y tan lento que las “criaturas” me alcanzarían. Pero no debía entrar en pánico, sólo seguir avanzando, un paso a la vez. —Un paso a la vez. Lentamente, con cuidado, pero sin parar. Un paso a la vez —mi propia voz me tranquilizaba. Era necesaria para no ahogarme en la negrura. Había logrado avanzar unos catorce pasos, cuando oí otros más rápidos y cortos que avanzaban hacia mí. Sentí como se me erizaban los pelos de la nuca y los latidos de mi corazón se aceleraban. Cuando el pánico estaba a punto de agobiarme y mandarme corriendo a ciegas por el corredor, una voz familiar se alzó sobre los demás ruidos y rompió la tensión. —¿Nico? ¿Nico? ¡Espérame! ¿Dónde estás? Me llenó de alivio reconocer la voz de Eliana y comprender que había decidido seguirme e ignorar las instrucciones que todavía seguían repitiendo, las cuales instaban a todos a permanecer en sus puestos y en calma.
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—Sigue mi voz. Estoy acá no más. Sigue avanzando. A pesar de estarlo esperando, el encuentro de nuestras manos extendidas nos hizo dar a ambos un salto de sorpresa. Un pequeño grito se escapó de los labios de Eliana, seguido por un suspiro de alivio. —Temí que no te iba a alcanzar nunca. Oía tus pasos cerca, pero esa oscuridad... —Yo sé. Yo sé —le devolví el apretón con que sostenía mis manos—, pero sigamos, no nos detengamos. Eliana me sostenía con fuerza la mano izquierda mientras yo tanteaba la pared con la derecha y llevaba la delantera. Un ciego haciendo de lazarillo para otro ciego. Llevarla de la mano me desequilibraba y ralentizaba, pero su presencia ayudaba a alejar el pánico. A pesar de la oscuridad y la situación, era imposible impedir que mi mente se fuera a recuerdos gratos de las sutiles sonrisas que Eliana me dedicaba, a veces, desde su escritorio y a los almuerzos que habíamos compartido. Ahora, su presencia me ayudaba a no ahogarme en la oscuridad. Un coro de gritos a nuestra espalda nos detuvo. Una voz distorsionada por el miedo repitió tres veces, cada vez más fuerte y más agudo: “¡¿Qué es eso?!” Y luego el más horrible aullido lo llenó todo; miedo y dolor hechos sonido. Halé a mi compañera con fuerza. —Vamos, Eliana. ¡Vamos! Teníamos que avanzar más rápido. Un torrente de gritos y pasos de docenas de personas venía hacia nosotros. —Ya debemos estar llegando a los ascensores. ¡Vamos! Mi intento por acelerar el paso y arrastrar con más velocidad a Eliana me traicionó. Su pie tropezó con el mío, me empujó mientras intentaba no caer, y por segunda vez golpeé con fuerza el suelo. Antes de poder levantarme del todo y encontrar la mano de mi compañera, la estampida de colegas que huían aterrados nos alcanzó. Oí un pie golpeando a toda carrera un cuerpo. Eliana soltó un gruñido ahogado de 38
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dolor. Alguien cayó con enorme fuerza e, instantes después, una rodilla me golpeó de forma brutal en las costillas y me lanzó dando tumbos. Oí gritos, insultos y otro par de cuerpos que caían. Cuando me empezaba a arrastrar hacia la pared, otra persona tropezó conmigo y me dio un puntapié entre el labio superior y el pómulo derecho. Di otro tumbo. Sentí como algo húmedo y cálido escurría por mi rostro. Logré formar una bola con mi cuerpo antes de que llegaran más golpes. De repente todo el ruido me pareció distante. Había gritos que venían de todas partes y el eco de las pisadas me desorientaba, pero ya no los tenía encima. Debí perder brevemente el conocimiento. Me era imposible distinguir la negrura de la inconsciencia de la oscuridad que me rodeaba. Siguiendo con el plan de arrastrarme hasta la pared, estiré mis brazos para empezar el movimiento y una intensa punzada de dolor atravesó mi pecho. Bajo otras circunstancias me habría quedado tendido esperando ayuda. Habría decidido que no podía seguir avanzando con mis lesiones, pero sintiéndome perseguido, la urgencia de huir lo superaba todo. Un aullido adolorido se filtró entre mis dientes apretados y logré ponerme en pie, sólo para perder el equilibrio y estrellarme de espaldas contra una pared. Envolví mis brazos alrededor del torso por el dolor. No haber vuelto a caer al piso me trajo cierto alivio, pero duró muy poco. En ese instante, una verdad aterradora me hizo olvidar por completo el dolor y perder toda esperanza. Estaba completamente desorientado. No sabía contra qué pared estaba apoyado ni en qué dirección podían quedar los ascensores. —¡Eliana! Mi grito fue largo y desesperado. Retumbó en los túneles negros devolviéndome pequeños vestigios de mi patética voz. Sentí como me rodaban lágrimas por las mejillas y se mezclaban con la sangre que todavía me brotaba de la nariz y el labio. Oír mis propios sollozos me sacó del ensimismamiento. Si Eliana no me respondía debía significar que había huido con los demás. Tenía que seguir. Tenía que escoger una dirección y avanzar. Todo dependía de una elección aleatoria. Cuando estaba decidido a mantener la áspera pared de concreto a mi derecha, un rugido agudo y poderoso llegó a mis oídos, era algo triunfal y hambriento que Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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definitivamente no salía de una garganta humana. El rugido llenó todo el pasillo y se hizo uno con la oscuridad, pero logré notar que venía de mi derecha, justo de donde, instantes antes, había pensado en dirigirme. Impulsado por el terror primordial que me había infundido el rugido y teniendo resuelto qué dirección debía tomar, me sobrepuse al punzante dolor en mi pecho y avancé. Había desarrollado un ritmo de avance satisfactorio, a pesar de tener que abrazar mis costillas todo el tiempo con el brazo izquierdo y mantenerme encorvado para tolerar el dolor, cuando un segundo sonido, suave y distante, se hizo perceptible. Aunque apenas podía distinguirlo por encima de mi propia respiración agitada, reconocí la voz de Eliana y entendí que estaba pidiendo ayuda. Paré en seco y escuché con atención. — ¿Nico? ¿Nico? Ayúdame. Por favor... Me duele mucho. Su voz venía de la misma dirección que el aterrador rugido, justo de donde me quería alejar. Si tan sólo Eliana siguiera avanzando y me alcanzara. Otro desgarrador rugido, esta vez notoriamente más cerca, interrumpió mis pensamientos y destruyó los planes de volver por Eliana o esperarla y guiarla con mi voz. Presa del pánico, corrí lo más rápido que pude por el pasillo, abandoné mi tanteo de la pared y me perdí en la oscuridad. No sé cuánto corrí. Sentía como si mis pulmones fueran a reventar tras un esfuerzo prolongado. Un coro de gritos, cada uno más cargado de pánico e impotencia que los anteriores, vino a mi encuentro. Me detuve y sentí una oleada de frío a lo largo de mi espalda. Al saberme atrapado, las fuerzas me abandonaron y el dolor en el costado derecho de mi torso volvió a hacerse sentir con violencia. Las criaturas me habían rodeado y sólo me quedaba esperar a ser devorado. ¿Por qué no podían, al menos, darse prisa y despedazarme con sus afiliadas garras de una vez? La tensión expectante, acompañada de los gritos de muerte de colegas de trabajo, me tenía al borde de un colapso nervioso. De repente, la voz de Eliana lo ahogó todo. —Nico, ¿por qué te fuiste? ¡No me dejes acá!
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La alucinación auditiva reemplazó mi desesperanza por un pesado sentimiento de culpa. ¿Cómo había podido dejarla atrás, sola en la oscuridad? Debería estar con ella. Al menos esperar la muerte sosteniendo su mano. Nunca había sido capaz de decirle que gracias a ella los días en el archivo eran tolerables, que apreciaba su amabilidad y cariño, que me encantaba, aun cuando sabía que no tenía ninguna posibilidad de conquistarla. Pero sí fui capaz de abandonarla. La decisión de sobrevivir me invadió. Lo mínimo que podía hacer por mi compañera era salir con vida a la superficie y buscar ayuda. Eliana podía seguir viva. Las criaturas podían haber pasado de largo. Por remota que fuera la posibilidad, tenía que intentar hacer algo después de haberle fallado y haber huido presa del pánico. El silencio que siguió al último grito de dolor me golpeó como un chorro de agua helada. No tenía más tiempo. Di dos pasos con miras a volver a encontrar la pared y estabilizarme contra ella antes de seguir mi avance, cuando mi mano extendida se topó con una portezuela metálica. Seguí su contorno con el tacto y encontré una manija. Era un gabinete contra incendios. El esfuerzo que hice por abrirlo produjo unas punzadas de dolor en mi torso, que me hicieron ver destellos blancos en medio de la oscuridad absoluta. Pero la portezuela cedió y, tanteando, hallé el mango del hacha para emergencias. Mis pasos cojos se hicieron más confiados al tener empuñada con fuerza un arma. Aun si no lograba salir, moriría peleando y daría a probar el filo del hacha a las criaturas antes de que me devoraran. Al avanzar, el piso bajo mis pies se volvió resbaloso y tuve que dar pasos más pequeños y cautelosos. Mi pie derecho chocó con algo blando, alguien. Me desvié levemente a la izquierda para evitar el cuerpo. La cabeza del hacha golpeó la pared y produjo un sonido metálico, cuyo eco hizo parecer infinito el pasillo que ya llevaba una eternidad recorriendo. Agucé mi oído buscando cualquier señal de alguna criatura que se hubiera sentido atraída por el ruido, pero el silencio estaba intacto. Si estaban viniendo por mí, lo hacían con el mayor sigilo. Tenía que estar alerta y seguir adelante. Intenté dar un paso más, pero nuevamente me topé con un cuerpo. Estiré la pierna para pasar por encima de lo que suponía era otro cadáver, pero al bajar el pie, este
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quedó apoyado sobre otro túmulo blando. Era imposible evitar tantos cadáveres. Las criaturas habían perpetrado una verdadera masacre y yo me veía obligado a caminar sobre mis antiguos colegas. El ruido de cada uno de mis pasos me llenaba de miedo y me obligaba a detenerme a escuchar. A la tercera vez que paré en un vano intento por no ser sorprendido por mis perseguidores, mi acelerado pulso me llenó los oídos. Mis nervios harían imposible detectarlos cuando se acercaran. Avanzar así y esperar no ser agarrado por la espalda era imposible. Mi única posibilidad de blandir el hacha era esperar de espaldas a la pared. Eventualmente tenían que llegar los rescatistas, la policía o alguien, y yo les diría que Eliana seguía allá, en la oscuridad. Teniendo cuidado para no perder el equilibrio sobre la irregular e inestable superficie de los cuerpos de mis colegas, giré y retrocedí esperando sentir en breve la reconfortante firmeza de la pared contra mi espalda. Un gemido de sorpresa salió de entre mis labios, cuando, en vez de sentir la plana y áspera superficie de hormigón reforzado que esperaba, un tubo horizontal me presionó la espalda a la altura de los riñones. ¡La salida de emergencia! Aquellos cuerpos que pisaba habían llegado tan cerca. Me recosté con fuerza contra la manija de la puerta, pero no cedió. Empecé a sucumbir a la desesperación. No podía morir con sólo una puerta separándome de la salvación. Abandoné la cautela a favor del afán desesperado, encaré la puerta y le asesté un golpe de hacha con todas mis fuerzas. El movimiento de los brazos me produjo la peor punzada de dolor que había sentido hasta el momento y estuve a punto de perder el conocimiento, caer de rodillas y soltar el hacha. A pesar de tener nublados los sentidos y drenada la energía, escuché un crujido chirriante en el momento del golpe. Mi intento de forzar la puerta podía no ser en vano, sólo tenía que seguir golpeando con más fuerza. El segundo hachazo requirió un esfuerzo monumental de voluntad y el tercero fue impulsado únicamente por el miedo. El dolor y el agotamiento físico y mental me superaban. Con lágrimas rodando por mi rostro y las piernas temblorosas, me encorvé y respiré profundamente. No podía correr la misma suerte de los que yacían bajo mis pies. El acceso a la escalera, que me sacaría de la oscuridad me era negado nada más que por una puerta vieja con un mecanismo disfuncional. Estaba tan cerca, pero no podía derribar la puerta.
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No podía aguantar lo suficiente para tenerme más en pie. Un impulso primitivo cargado de amargura me permitió dar un último golpe, acompañado de un grito gutural y de todo el peso de mi cuerpo. La lámina de metal chirrió y el mecanismo trabado de apertura cedió. La fuerza del impacto me arrastró con ella, me lanzó a través de la puerta y caí casi inconsciente por el dolor contra el suelo al otro lado del marco. No sé cuánto tiempo yací inmóvil, pero en algún momento fui consciente de mi cuerpo revolcándose en posición fetal y escuché mis agónicos sollozos. Una ráfaga repentina de terror detuvo momentáneamente el dolor. Había oído algo. Pisadas, golpes secos y cortos. Garras afiladas, o pesuñas que golpeaban el piso. Contuve la respiración, pero no oí nada más. Aun así, sabía que venían. Con un doloroso gruñido me arrastré hasta agarrar con fuerza el primer peldaño de las escaleras. Escalé a gatas lo más rápido que pude. Perdí toda noción del tiempo y de la distancia, y sólo me detuve cuando me encegueció el tenue brillo de una franja de luz que se filtraba por debajo de lo que parecía otra puerta. Sin dudarlo avancé hacia la luz y tras ponerme dolorosamente en pie, empujé la manija de metal. La puerta se abrió y mi mundo se convirtió en un enorme destello blanco. Caí de rodillas cubriéndome los ojos con las manos. Todavía enceguecido, oí las voces y entre sollozos de alivio pedí ayuda. —Eliana sigue allá abajo. ¡Tienen que ayudarla! Por favor. Las pesadas pisadas de botas militares se acercaron a mí. —Las criaturas. Están en los pasillos. Los rumores eran verdad —insistí —. ¡No pueden dejarlas salir! La voz apagada, que sonaba como si viniera de detrás de una máscara de gas, no atendió ninguna de mis palabras. —Señor, tenemos un sobreviviente. Pude oír la respuesta que llegó por radio: “La orden es clara. Ningún sobreviviente. Purguen todo el edificio.” Pronuncié el nombre de Eliana entremezclado con un gemido inaudible. Los instantes se ralentizaron de forma imposible, permitiéndome oír el estruendo explosivo de un único disparo de fusil. La oscuridad volvió a ser absoluta.
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FotografĂa David Alejandro Moreno MarĂn
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Brayan Castillo El terror en la fotografĂa. 46
Moira 1.
“Los personajes que represento son seres volátiles que se dislocan y juegan con las leyes de la materia y de la gravedad.”
Etéreos 2.
Etéreos 3.
“Al igual que yo, varias personas –afortunada o desafortunadamente— tenemos esta capacidad de sentir o ver presencias, energías, desdoblamientos, visiones, sueños premonitorios. Algunos incluso hemos sido atacados o hemos servido de medio para que estos seres se comuniquen.”
Etéreos 4.
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Poesía
Perro sin dientes ilustraciĂłn, Aura GarcĂa Fontecha
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Compasión
Camilo Andrés Ortega
Un hombre moribundo, saliva cáustica, dientes estallados, ruega que lo maten. Vientre agujereado. El hombre se derrama en el piso. El dolor se acumula como materia que se ve bajo la piel delgada. Se queda ciego de tanto gritar. Un carnicero le dispara en la frente un proyectil neumático. El metal a presión hace estallar el cráneo. Sangre que se eleva como un pico eléctrico, aureola de pedazos de hipotálamo. Los gritos se quedan como ruido blanco. El carnicero se compadece. Le patea el cuello hasta ahogarlo. La nariz abierta en trozos busca el sol. Sale espuma de la sangre. El hombre hace ruido. El carnicero se ajusta las botas, pide horas extra. Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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Orugas
Camilo AndrĂŠs Ortega
La fila de ambulancias nos sigue. No sĂŠ si vienen de un accidente o todos vamos para allĂĄ. Una mujer aborta a su hijo de veinte aĂąos. Sin brazos ni piernas, huye. Ciego como una oruga, grita por ayuda.
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Amniosis
Camilo AndrĂŠs Ortega
En el no-espacio uterino, el cordón umbilical rodea el cuello del bebé. Muerde sin dientes. En las encías siente la comida que se mueve en la horca biológica. Siente pánico. No sabe respirar. El cordón se tensa. Luz artificial. El útero se llena de aire.
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Moira 2
FotografĂa Brayan Yesid Castillo
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Hospital Giovanni Clavijo Castillo
Huele a matagallinas afilado. Huele a extravío, a costuras abiertas, a orilla y quiebre. A modorra. Huele a dientes de ajo picados. Huele a relatos de tu historia familiar. Son estallidos cromáticos, frivolidad, poesía de baratillo, intertítulos en una lengua inexistente. Huele a ungüentos, a cortesía falsa, a trucos de un mago de barrio. Huele a gozque de pupilas dilatadas.
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FotografĂa Natalia Matiz
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Autores
Juan Diego Díaz González Actualmente es estudiante de Licenciatura en Filología e Idiomas- Inglés en la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado cuentos como: “A plomo y pólvora” y “Amor pasajero” junto al poema el “Incrédulo imaginario”, en el periódico Corriente Alterna en el perido de 2017-I. Génesis Tobón Estudiante de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia: “Muy pesimista como para hacer una lista de las cosas que se destacan de mi vida. Sólo sé que llegué a un lugar desconocido, buscando Dios sabe qué cosa, y terminé topandome con una de las más perfectas que hay en este universo: la literatura.” Camilo Andrés Ortega Profesional en estudios literarios y magíster en escrituras creativas de la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado cuentos de ciencia ficción, fantasía y terror en las antologías Criaturas artificiales, Cuentos de terror para peluches y Cronómetros para el fin de los tiempos. Luisa Luque Collazos Tras titularse como tecnóloga en finanzas y mercadeo, ejerce su carrera. Pero la adicción al café, la lectura de noticias e historias la obligan en años muy recientes a ejercer como escritora. Su postura atenta y crítica frente a la realidad y su capacidad de entenderla desde la ficción y la fantasía convergen como un modo de entenderse a sí misma, de asimilar su lugar y visión propia del mundo. Sebastián Goodburn Tras años de trabajo independiente con las letras, tiene un acercamiento académico a la escritura creativa en el 2011, cuando se inscribe al Taller de Escritores de la Universidad Central. Posteriormente toma el taller de escrituras creativas de la Universidad Nacional en el 2014 y el taller de escritura de IDARTES en el 2016. Sus textos, fuertemente influenciados por Lovecraft, Burroughs, Poe, Howard y Barker, entre otros, han sido publicados en la Revista Reloj de Arena; en la colección de relatos En la misma nave (Editorial Pócima, 2016); en la antología de cuentos Más allá del sábado (Jübilo editorial, 2016); y en el próximo a salir Bogotá Cuenta (IDARTES, 2018). Phoenix | Literatura, Arte y Cultura
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Giovanni Clavijo Castillo Actualmente, diseñador gráfico y magíster en Escrituras creativas de la Universidad Nacional de Colombia. También es autor de la novela corta Oficina de objetos perdidos (Colección Planeta Lector, Editorial Planeta, 2017). Brayan Yesid Castillo Diseñador y fotógrafo de origen Santandereano, radicado en Bogotá hace 23 años. Diseñador industrial y especialista en fotografía de la Universidad Nacional de Colombia. Como fotógrafo se ha dedicado a la fotografía construida, principalmente a las puestas en escena, interesado en el proceso de introspección como método de creación artística. A nivel nacional ha expuesto en Fotográfica 2015, en el museo Leopoldo Rother de la Universidad Nacional; ha sido ganador del primer puesto a mejor fotógrafo en la exposición Foto 16, en Corferias; expuso en el salón Bacanika y en el SOFA, entre otros. A nivel internacional ha sido seleccionado para el Experimento Bio de Bilbao, finalista en el concurso de fotografía Agifes de España y sus fotografías se han publicado en la revista Británica Dark Beauty Magazine. Natalia Matiz Bogotana, nacida en los noventas. Ha realizado en su mayoría estudios en talleres comunitarios en su localidad Ciudad Bolívar. Aunque hace algunos años trabaja haciendo retratos comerciales y publicitarios. Le apasiona la fotografía experimental y conceptual. Cursa tercer semestre de cine y televisión en la Universidad Nacional de Colombia. Pueden ver su trabajo en nataliamatizfoto.wordpress.com
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Autores
Aura García Fontecha Lingüista de la Universidad Nacional de Colombia, con experiencia en investigación y gestión cultural relacionadas con la literatura y el arte. Interesada por el mundo editorial independiente, la fabricación de diversos objetos a mano y la ilustración con técnicas mixtas y cuyo manejo ha aprendido autónomamente a lo largo de su vida. Sus trabajos siempre van de la mano a significados encriptados, metáforas visuales y temáticas cercanas a la melancolía, la violencia y el aislamiento. David Alejandro Moreno Marín Profesional en Diseño Industrial y Especialista en Fotografía de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del grupo de investigación Saberes Implícitos de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional. Diseñador a cargo del contenido fotográfico del proyecto editorial Maestros de las Artes, Guillermo Sicard Montejo, Universidad Nacional 150 años de la Facultad de Artes, 2017. Diseñador y editor de los libros de fotografía Rrecuerdo del fotógrafo Gabriel Linares y Dulce y Salada del fotógrafo Jorge Panchoaga en el marco del proyecto Clave Color, ganador de la convocatoria de estímulos “Apoyo a emprendimiento en el campo de las artes” 2017-2018 del Instituto Distrital de la Artes IDARTES. Moderador de la mesa de discusión Bulla en el Coloquio Latinoamericano de Fotografía 2017 del Museo Cuatro Caminos (México). Tallerista “Edición y autopublicación” en Boshingtown Proyecto ganador de Barrio Bienal, Salones locales de artes plásticas. Fotógrafo e investigador del Proyecto PAN del grupo de investigación Saberes Implícitos, muestra fotográfica “Aquí huele a pan” Museo de arquitectura Leopoldo Rother, Universidad Nacional de Colombia, y colección de cartillas PAN. Exposición muestra colectiva Casa Bolívar en el marco de Fotográfica Bogotá 2017.
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