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De Macuspana a Palacio Nacional

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Cartón de Orona

Cartón de Orona

ALBERGUES MARÍTIMOS S.A de C.V.

20010814

RELOJ DE LA HISTORIA

La muerte de Ignacio Zaragoza

POR RAÚL GONZÁLEZ LEZAMA

Investigador del INEHRM

Cuando la República se encontraba preparándose para sufrir una nueva embestida de los invasores franceses y sus aliados mexicanos, tuvo lugar el lamentable fallecimiento del artífice de la victoria alcan zada a las afueras de la ciudad de Puebla el 5 de mayo de 1862.

Desde aquella fecha feliz, Ignacio Zaragoza no había tenido un momento de reposo. Infatigable recorría las posiciones de sus tropas y los campamentos donde se atendía a los heridos y los numerosos soldados azotados por una terrible epidemia de tifo. En El Palmar, cuando se dirigía a Acatzingo, fue atacado por un fuerte dolor de cabeza y alta temperatura. No se preocupó, pues atribu yó ese malestar a la lluvia que durante su viaje lo empapó varias veces. Lejos de recuperarse, la salud del general Zaragoza se deterioró. Su secretario y el jefe de su Estado Mayor, sospechando que había caído víctima del tifo, de terminaron trasladarlo a Puebla. El general Jesús González Ortega recibió del enfermo el mando provisional del Ejército de Oriente.

En un guayín al que se le acondicionó un toldo, fue aco modado el general saliendo muy temprano de Acatzingo. El viaje fue penoso, pues fuertes aguaceros retrasaron su marcha. Al día siguiente de su llega a Puebla, el dolor de cabeza y la fiebre fueron insoportables. Al oro día en la mañana comenzó a ser presa de delirios que lo llevaron a imaginar que se desarrollaba una batalla, por lo que demandó sus botas de montar y su caballo. Los médicos y ayudantes del general debieron sujetarlo para evitar que abandonara el lecho en su deseo de salir a dirigir sus tropas. Al verse impedido, increpó a quienes trataban de auxiliarlo, llamándolos traidores, pues en su ofuscación se imaginó vendido a sus enemigos. Más tarde tuvo breves instantes de lucidez y los facultativos creyeron posible su restablecimiento. En la Ciudad de México la alarma había comenzado a cundir desde que se tuvieron noticias de su traslado a Puebla. La madre de Zaragoza y una de sus hermanas, sa lieron rumbo a Puebla acompañadas por el doctor Juan N. Navarro, enviado por órdenes del presidente Juárez. El mal fue en aumento; con dificultad pudo reconocer a su madre y a su hermana y fue víctima de nuevas alu cinaciones. El doctor Navarro, tras examinarlo, declaró con desconsuelo que no había nada que se pudiera hacer para salvarlo. La habitación del héroe del Cinco de Mayo se llenó de jefes, oficiales y amigos del moribundo que deseaban acompañarlo en sus últimas horas. Al amanecer del 8 de septiembre, cuatro días después de haber caído enfermo en El Palmar, un nuevo ataque se llevó consigo toda esperanza. Ignacio Zaragoza, en su mente, se creyó prisionero de los franceses. Cuando sus ojos contemplaron a la nutrida audiencia que rodeaba su lecho preguntó: “¿Pues qué, también tienen prisionero a mi Estado Mayor? Pobres muchachos… ¿Por qué no los dejan libres?”. Pocos minutos después expiró. Un telegrama del doctor Juan N. Navarro anunció a la capital la terrible noticia: “Son las diez y diez minutos. Acaba de morir el general Zaragoza. Voy a proceder a inyectarlo”. Ese mismo día, Sebastián Lerdo de Tejada en la Cáma ra de Diputados pidió que se declarara benemérito de la patria al extinto general, que le fuera otorgado el grado de general de división, que se concediera un donativo de cien mil pesos para su única hija, pero, conociendo la imposibilidad del erario para cumplir con esa disposi ción, sugirió que se le asignara una pensión de tres mil pesos anuales a la pequeña huérfana (su madre también había muerto meses atrás) en tanto no pudiera ser cu -

Ignacio Zaragoza murió poco después de derrotar al ejército francés en la batalla del Cinco de Mayo en Puebla.

bierta. Pensiones iguales debían de ser asignadas a la madre y hermanas del fallecido. El ministro de Relaciones Exteriores y Gobernación, Juan Antonio de la Fuente, tuvo la ingrata tarea de co municar a los gobernadores de los estados de la República el trágico fin del guerrero tejano y de comunicar el decreto del presidente Juárez en el cual se ordenaban la ejecución de honras fúnebres en su memoria. El 13 de septiembre fue el día fijado para la inhumación de Zaragoza. Todos los establecimientos comerciales de la Ciudad de México permanecieron cerrados y la mayo ría de los habitantes de la capital vestían de luto riguroso. A las once y media de la mañana, los niños de las es cuelas abrieron el cortejo, los seguía el comandante de la línea con sus ayudantes, tras ellos, un cuerpo de la Guar dia Nacional móvil, dos cuerpos de Guardia Nacional sedentaria, una batería de artillería y un escuadrón de lanceros; en seguida los caballos de batalla del fallecido, entre los que se encontraba el que montó durante la ba talla de Puebla, correctamente ensillado. El ataúd del general se hallaba depositado en un carro fúnebre que en uno de sus costados llevaba una manta en la que se leía “Cinco de Mayo”. Detrás del carro, ve nían los dolientes a pie, el primero el Presidente de la República acompañado por sus ministros; tras ellos, nu merosos carruajes, todos ellos vacíos en señal de respeto. La procesión funeraria se extendía a lo largo de muchas cuadras. Las calles por donde avanzó la procesión lucían adorna das con cortinas blancas y lazos negros. Pocas casas dejaron de adornar sus fachadas. Incluso la residencia del ministro de Prusia se mostraba enlutada. En la esquina de Plateros (hoy Francisco y Madero) se levantó un arco triunfal, en cuyo frente, escrito con hojas de laurel, se leía sencillamente “Cinco de Mayo de 1862”, no había necesi dad de mayor explicación. En el Panteón de San Fernando, el cadáver fue colocado en el enorme catafalco en cuyos costados se reproduje ron varios poemas en honor del fallecido. Los oradores ocuparon su lugar en la tribuna; el primero en hablar fue José María Iglesias, otros más hicieron uso de la palabra, pero sin duda, el más destacado fue Guillermo Prieto, quien conmovió hasta las lágrimas a los presentes. A las tres de la tarde la ceremonia había concluido. Francisco Zarco resumía el sentimiento de la mayoría de los mexi canos: “Inmensa, dolorosísima, tal vez irreparable es la pérdida que acaba de sufrir la República. Zaragoza era su gloria, su tesoro, y era también su esperanza”. Y pro fetizó “Su nombre no perecerá jamás, será transmitido a las más remotas generaciones, y figurará al lado de los de Hidalgo y de los padres de nuestra independencia”.

CARLOS CROTTÉ Y SIXTO

El pasado miércoles 29 de abril murió de un paro cardiaco el conductor de radio y televisión Carlos

Crotté, quien durante los años 80 y 90 personificó a Sixto, el educado, pero astuto muñequito de color azul del programa “rete divertido”. Oriundo de Orizaba, Veracruz, venía padeciendo en los últimos años una fuerte enfermedad. Tenía poco menos de 70 años de edad. El periodista Jaime García Elías escribió lo siguiente:

El mejor homenaje a su memoria, quizá, fue el que le dedicó Qucho, ayer, en estas páginas (El Informador): un niño sentado frente al televisor en que aparecía una marioneta inconfundible (“una imagen dice más que mil palabras”, ya se sabe), y un escueto mensaje marginal: “¡Gracias, Sixto!”… Todo estaba dicho. La noticia que había dado pie a ese elocuente cartón fue la muerte de Carlos (Carlitos, para sus amigos) Crotté. Técnicamente, “el productor de Sixto”. Más propiamente, su creador: el comunicador --había hecho la carrera de Ciencias de la Comunicación-- que le dio vida y lo mantuvo vigente durante casi tres lustros como animador del programa infantil “Rete Divertido” en el Canal 6 de una época en que podían contarse con los dedos de una mano los canales de televisión que podían verse en Guadalajara. “Sixto” y una serie de personajes que lo acompañaban, creados y animados asimismo por Carlitos, recogieron la estafeta que anteriormente había estado en manos de “Paquín” (Francisco Contreras, también recientemente fallecido). Ellos, con el “Tío Carmelo”, fueron los baluartes de la programación infantil del Canal 6. Su obra no tuvo, ni remotamente, la trascendencia de “Cri-Cri” (Francisco Gabilondo Soler) en los años de oro de la radio en México, ni la longevidad de “Chabelo” (Javier López) ya en la televisión. Fue, en todo caso --sin dejar de consignar que Carlitos (“Sixto”) solía aportar pinceladas de cultura general en sus parlamentos--, un buen ejemplo del “humorismo blanco”, inofensivo, dedicado primordialmente a divertir, a entretener a los niños. Cambian los tiempos, cambian las costumbres. Cuando esa máxima cerró su ciclo en la televisión, “Sixto” buscó otros espacios. Ocasionalmente encontró algunos, en la radio principalmente. Pero también cambian los niños, y aunque algunos vendedores ambulantes ofertaban réplicas del títere en los cruceros, las nuevas generaciones ya no lo conocieron. Carlitos ejerció asimismo como publicista y conductor de programas radiofónicos… Diversos quebrantos de salud lo llevaron a pasar varios años en un asilo, con su ánimo y sus facultades muy mermados. Paradójicamente, él, que tantas horas de felicidad regaló a una generación de infantes tapatíos, tuvo, quizá, más penurias y amarguras que alegrías y satisfacciones en sus últimos años. Su muerte deja un agridulce sedimento de nostalgia en muchos miles de personas. Deja la pena de que, con Carlitos, murió también “Sixto”. Pero deja, en compensación, un consuelo para sus amigos: la convicción --o la esperanza, al menos-- de que ya descansa en paz.

Carlos Crotté y Sixto.

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