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Feroz división del pueblo

EL PAÍS

POR JUAN JOSÉ RODRÍGUEZ PRATS

Las democracias se juzgan por el grado de civilidad en sus contiendas electorales. Si estas son ríspidas, si los adversarios pretenden exterminarse unos a otros, si los resultados son motivo de conflictos que cuestionan el Estado de derecho, el veredicto es evidente: esa democracia es deficiente, precaria y corre el riesgo de propiciar un retorno al régimen autoritario.

Ha habido transiciones ejemplares, como la española y la chilena. La primera tuvo líderes con gran sensibilidad para el acuerdo, con responsabilidad para anteponer deberes para con las instituciones, olvidando intereses partidistas. Adolfo Suárez insistía en la necesaria actitud de desdramatizar la política. Desafortunadamente, desde hace algunos años, con el surgimiento de movimientos que, con explicables razones, han atentado contra el Estado mismo y han derivado en partidos políticos, la armonía de antaño ha desaparecido y hoy la lucha partidista amenaza al buen orden. La institución del Parlamento habrá de demostrar su capacidad para superar la crisis mediante una sensata deliberación. Chile tiene la más madura clase política de América Latina, al igual que Uruguay. Después de padecer una brutal dictadura por 15 años, en 1988, los chilenos lograron la mayor hazaña de civilidad en la historia al ganar el plebiscito del “no” a la continuación del gobierno de Pinochet y reiniciar la democracia que con tropiezos avanza. A mi juicio, este evento se equipara a la caída del Muro de Berlín ocurrido un año después. En nuestro caso, el actual gobierno inició con buenos augurios. Por primera vez, vía el voto popular, un partido de izquierda con claro mensaje social arribaba a la primera magistratura. Su compromiso con la democracia y el Estado de derecho era reiterado machaconamente en las palabras presidenciales. Sin embargo, se fue sometiendo a los gobernadores a actos de humillación mediante abucheos prefabricados en el afán ególatra de evidenciar quién era el nuevo jefe. Con altos costos, estrategias similares se operaron en contra de otros sectores. Las consecuencias son palpables: una feroz e intransigente división del pueblo de México. Ojalá me equivoque. Vamos a ver en las próximas elecciones un choque de trenes de consecuencias desastrosas en medio de una profunda crisis de salud, seguridad y laboral, que exige un ambiente de concordia y entendimiento que ni remotamente hay la intención de propiciar. Hace muchos años un gran político humanista, Adolfo Christlieb, señalaba cómo dos palabras de origen etimológico similar se distanciaron en su significado: “política”, referida a la polis griega, y “cívico” a la civitas romana. La primera empezó a distorsionarse (posiblemente desde el siglo XVI con Maquiavelo y su libro El Príncipe) al interpretarse como maniobra, manipulación, realismo perverso para preservarse en el poder. Lo cívico en tanto remite a asumir deberes, a comportamiento ético, a conducta decente. En nuestro país, la diáspora lingüística, podríamos decir, fue aún más profunda. Fue bloqueada cualquier posibilidad de acercamiento entre fuerzas políticas en disputa. Baste mencionar el feroz enjuiciamiento a lo que se dio en denominar “Prian”.

Hoy la embestida hacia los controles del ejercicio del poder es cotidiana. La 4T ha sido congruente en una sola cosa: su propósito, enunciado desde antes de arribar al poder, de acabar con las instituciones. Efectivamente, no queda de otra. Sólo recuerdo un parangón en nuestra historia: la Revolución de Ayutla, encabezada por Juan Álvarez e Ignacio Comonfort con los ideales liberales cuajados en la Ilustración y que dieron origen a nuestro mejor texto jurídico en el Constituyente 1856-57. De ninguna manera deseo la violencia, pero el peligro es el mismo: la discordia como consecuencia de la antipolítica. El hombre que, iluminado, se siente dueño de México.

Política / EL PAÍS / 21

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