MI VIDA CON EL LAMA (LOBSANG RAMPA)

Page 1


Introducción Este libro, escrito por mi colega la señora Fifí Bigotes-grises, es un trabajo muy original. El jefe lo pasó a máquina porque los dedos de la pobre Feef eran demasiado cortos. Dios sabe que lo intentó, y por poco se carga la máquina. Así es que el viejo le daba al teclado por ella. ¡Las partes hechas por mí son muy buenas! Todo el mundo me conoce, claro. Mi fotografía ha dado la vuelta al mundo en la Prensa. Así es que no hablemos de mí; dejen que les cuente algo de Feef, el jefe y el ilustrador. La señora Fifí Bigotesgrises es una vieja (dicho sea claro) gata siamesa francesa de una raza pura con un pedigree tan largo como el cuello de una jirafa. Se vino a vivir con nosotros después de una dura, durísima vida. ¡Jo!, era un viejo pelacho cuando la vi por primera vez. Su pelo erizado como los mechones de una vieja escoba, pero la hemos pulido y puesto en forma; ahora la vieja Biddy es inferior tan sólo a mí. Éste es su libro, su obra y si no creen que un gato siamés pueda escribir un libro, corran (no tienen tiempo de andar) al psiquiatra más próximo y díganle que tienen un agujero en la cabeza por el que se les escapa el cerebro. El jefe es un genuino lama del Tibet. Ahora es viejo, gordo, calvo y barbudo, pero no es necesario anunciarle con

trompeta.

Historia

de

Lean

Rampa.

ellos

llamen

estar

muertos,

jefe,

no

el

dictado

El

al

el de

tercer

Son

enterrador hombre,

de la

la vieja

ojo,

El

médico

de

libros

verídicos.

Si

más

próximo,

pues

muertos.

Bueno

funeraria) gata.

¡Por

escribió poco

el

no

le

e

creen

en

deberán

de

pobre este

Lhasa

tipo

libro

mata

Buttercup hizo la cubierta y las ilustraciones. Butter-

9

(el bajo

también!


cup es en realidad Sheelagh M. Rouse, una alta y cimb re ante ru b ia qu e hab la co n a ce n to in glés , q ue no de ja de asombrar de la noche a la mañana a los canadienses y ame rica nos de po r aq uí . H a hecho u nas ilustrac iones mu y buenas, pero claro yo le di consejos. Si no entiende el lenguaje gatuno peor para ella. A pesar de todo, trabajó mucho y la señora Bigotesgrises está satisfecha con los dibujos. De todos modos es ciega y no puede verlos, ¡Deberían ustedes dejar que Buttercup ilustrara su próximo libro! Ma, claro está, es mi Ma. Nos ama, y sin Ma todos nosotros estaríamos ya en la perrera. Este libro está dedicado a ella. Sus antepasados eran escoceses, pero nunca lo diría con lo generosamente que reparte la comida. La vieja gata come como un caballo. Yo como poquito. Ma nos alimenta a las dos. Bueno, amigos, así es. Ahora a leerlo ustedes solos. ¡Ta! ¡Ta! LADY KU'EI


Prólogo

«Te has vuelto loca, Feef —dijo el lama—. ¿Quién va a creer que tú escribiste un libro?» Me sonrió con condescendencia y me acarició debajo de la barbilla del modo qu e más m e gu s taba , a n te s de s al i r de l a hab i ta ció n para algún recado. Yo me senté a deliberar. «¿Por qué no iba a poder yo escribir un libro?», pensé. Es verdad que soy un gato, pero no un vulgar gato, ¡oh no!, soy una gata siamesa que ha viajado y visto mucho. «¿Visto?» Bueno, claro, ahora estoy completamente ciega y tengo que confiar en el lama y lady Ku'ei para que me expliquen el presente escenario, pero tengo mis memorias. Claro está que soy vieja, muy vieja desde luego, y no poco enferma, pero ¿no es ésta una buena razón para dejar escritos los hechos de mi vida, mientras pueda? Aquí está, pues, mi versión sobre la vida con el lama y los días más felices de mi vida, días de sol después de una vida de sombras. FIFÍ BIGOTESGRISES



Capítulo primero

L a fu tu ra m a d re g r i t a b a a p u n to d e e s ta l l a r . « ¡ Q u i e ro un gato! —chillaba—. ¡Un bonito y fuerte gato!» El ruido, dijo la gente, era terrible. Pero, claro, a madre s e l a c o n o c í a p o r s u a l t í s i ma v o z . A n te s u p e rs i s t e n te d e m a nd a , l a s m e j o r e s g a te r í a s d e P a r í s fu e ro n re p a s a d a s e n b u s c a d e u n b u e n g a to s i a m é s c o n e l n e c e s a ri o p e d i g re e . C u a n t o m á s a g u d a s e v o l v í a l a v o z d e l a f u t u r a ma d re , m á s s e d e s e s p e ra b a n l a s p e rs o n a s mi e n tr a s s e g u í a n l a b ú s q u e d a i nc a n s a b l e m e n te . F i na l m e nt e s e e n c o n t ró u n c a nd i d a to mu y p re s e n ta b l e y é l y l a fu tu ra ma d re fu e ro n p re s e n ta d o s f o r ma l m e n te . D e e s te e nc u e n tro , a s u d e b i d o ti e m p o , a p a re c í y o , y s ó l o a m í s e m e p e r m i ti ó v i v i r ; m i s h e rma no s y h e rma n a s fu e ro n a ho g a d o s . M a d re y y o v i v í a m o s c o n u n a v i e j a f a m i l i a fr a n c e s a q ue t e n í a n u n a e s p a c i o s a f i nc a e n l a s a fu e ra s d e P a rí s . E l ho m b re e r a u n d i p l o m á t i c o d e a l to ra ng o q u e i b a a l a c i u d a d c a s i to d o s l o s d í a s . A me nu d o n o v o l v í a p o r l a noche y se quedaba con su amante. La mujer, q u e v i v í a c o n n o s o t r a s, m a d a m e D ip l o m a r e r a u n a m u j e r muy dura, superficial e insatisfecha. Nosotros los gatos no éramos

«personas»

para

ella

(como

en

cambio

lo

somos para el lama) sino meros objetos para ser mostrados en los tés. M a d re t e n í a u n g l o r i o s o t i p o , c o n e l m á s n e g ro d e l o s rostros y una recta cola. Había ganado muchos premios. Un día, antes de que yo dejara de mamar, estaba cantando una canción más alto que de costumbre. A madame Diplomar le dio un ataque y llamó al jardinero. «Pierre —gritó--, llévala al lago inmediatamente, no puedo soportar más el ruido.»

13


Pierre, un francés de corta estatura y rostro chupado, que nos odiaba

porque

a

veces

nosotras

ayudábamos

en

el

jardín

inspeccionando las raíces de las plantas para ver si crecían, recogió a mi preciosa madre, la metió dentro de un viejo saco de patatas y se alejó en la distancia. Esa noche, sola y atemorizada, lloré hasta caer dormida en un frío cobertizo donde no podía estorbar a madame Diplomat con mis lamentos. Iba dando vueltas nerviosamente, enfebrecida en mi fría cama hecha con viejos periódicos de París echados sobre el suelo de cemento. Retortijones de hambre estremecían mi pequeño cuerpo y me preguntaba cómo iba a arreglármelas. Cuando los pequeños rayos del alba se colaron con desgana a través de las ventanas cubiertas de telarañas del cobertizo, me sobresalté al oír el ruido de pesados pasos que subían por el camino. Dudaron ante la puerta y entonces la empujaron y abrieron. «¡Ah! — pensé con alivio—, es sólo madame Albertine, la mujer de limpieza.» Crujiendo y con la respiración entrecortada, bajó su masiva forma hasta el suelo, metió un gigantesco dedo en un bol de leche caliente y poco a poco me persuadió para que bebiera. Durante días me moví en el valle del dolor, penandc por mi madre asesinada, asesinada únicamente por su gloriosa voz. Durante días no sentí el calor del sol, ni me emocioné ante el sonido de una voz bien amada. Pasé hambre y sed y dependía absolutamente de los buenos oficios de madame Albertine. Sin ella me habría muerto de hambre ya que era demasiado joven para comer sin ayuda. Los días fueron convirtiéndose en semanas. Fui aprendiendo a cuidar de mí misma, pero las durezas de

mis

primeros

tiempos

constitución bastante débil.

14

me

dejaron

con

una


La finca era enorme y a menudo paseaba por ella, alejándome de la gente y de sus patosos y mal dirigidos pies. Los árboles eran mis favoritos, me subía a ellos y me estiraba a lo largo de una amistosa rama, tomando el sol. Los árboles susurraban anunciándome los días más felices que me llegarían en el ocaso de mi vida. Entonces no los entendí pero confié en ellos y siempre retuve las palabras de los árboles ante mí, incluso en los momentos más oscuros de mi vida. Una mañana me desperté con extraños deseos, difíciles de definir. Solté un quejido interrogante que desgraciadamente madame Diplomat oyó. «¡Pierre! —gritó—. Busca un gato cualquiera, para empezar ya servirá.» Más tarde durante el día, me cogieron y me metieron bruscamente en un cajón de madera. Antes de que pudiera darme cuenta de la presencia de alguien, un viejo gato de mal aspecto se subió a mi espalda. Madre no había tenido mucho tiempo de explicarme «los hechos de la vida», así es que no estaba preparada para lo que siguió. El viejo y apaleado gato se deslizó sobre mí y sentí un espantoso golpe. Por un momento pensé que u n a d e l a s p e r s o n a s m e ha b í a d a d o u na p a ta d a . Se nt í u n cegante dolor y como si algo se rompiera. Di un grito de agonía y terror y me volví fieramente contra el viejo gato. Salió sangre de una de sus orejas y sus gritos se sumaron a los míos. Como el rayo, la tapadera de la caja fue retirada y unos ojos asombrados espiaron. Me deslizé fuera, al escapar vi al viejo gato escupiendo y revolcándose, saltar derecho a Pierre qu e cayó hacia atrás a los pies de madame Diplomat. Corrí a través del césped y me dirigí al refugio de u n a mi s t o s o m a n z a no . M e e n c a r a m é s o b r e e l a m a b l e t ro n co, llegué a uno de sus miembros y me eché a lo largo con la respiración entrecortada. Las hojas susurraban en la brisa y me acariciaban dulcemente. Las ramas se 15


mecían y crujían y despacio me llevaron al sueño del agotamiento. Durante el resto del día y toda la noche estuve echada en la rama, hambrienta, aterrada y enferma, preguntándome por qué los humanos son tan crueles, tan s al va jes , t an poco cu id adosos po r los se nti m ie ntos de los pe que ños an im al es que d epe nde n abso lu ta me n te d e e l los. La noche era fría y caía una ligera llovizna proveniente de París. Estaba empapada y temblando, sin embargo me aterrorizaba bajar y buscar refugio. L a f r í a l u z d e l a m a ne c e r d i o p a s o p o c o a p o c o a l g ri s de un día cubierto. Nubes de plomo se deslizaban precipitadamente a través del bajo cielo. De vez en cuando caían unas gotas de lluvia. Hacia media mañana una figura familiar apareció a la vista; venía de la casa. Madame Albertine, tambaleándose pesadamente y emiti e ndo so nido s a mi s tosos , s e a ce rcó al á rbo l y m i ró hac ia arriba con su mirada de corta de vista. La llamé débilmente y alargó su mano hacia mí. «Mi pobre pequeña Fifí, ven a mí corriendo, que tengo tu comida.» Me deslizé de espaldas por el tronco. Se arrodilló sobre la hierba junto a mí, acariciándome mientras yo bebía la leche y comía la carne que había traído. Al terminar mi comida, me restregué contra ella con gratitud, sabiendo que no hablaba mi lengua y yo no hablaba francés (aunque lo comprendía perfectamente). Subiendo a su a nc h o h o m b r o m e l l e v ó a l a c a s a y a s u h a b i t a c i ó n . M i r é a mi alrededor con los ojos abiertos de sorpresa e interés. Ésta

era

una

habitación

nueva

para

y

pensé

lo

apropiada que sería para estirar las patas. Conmigo todavía sobre su hombro, madame Albertine se dirigió pesadamente hacia un ancho asiento en la ventana y miró hacia fuera. «¡Ah! —exclamó suspirando pesadamente—. ¡Qué lástima! Entre tanta belleza, tanta crueldad.» Me subió a su anchísimo regazo y me miró a la

16


cara al decir: «Mi pobre preciosa y pequeña Fifí, mada me Dip lom at es u na mu jer du ra y c ru e l. Una a spi rante , si la hubo nunca, a subir en la escala social. Para ella no eres más que un juguete para ser mostrado; para mí tú eres una de las pobres criaturas de Dios, pero claro no entenderás lo que te estoy diciendo, gatita». Yo ronroneé para demostrar que sí la entendía y le lamí las manos. Me dio unas palmaditas y dijo: «Oh, tanto amor y afecto desperdiciados. Serás una buena madre, pequeña Fifí». Mientras me enroscaba cómodamente en su regazo m i ré p o r la v en t a na . L a vi sta e r a t an i n ter e sa n te que tuv e que levantarme y pegar la nariz contra el cristal para tener mejor vista. Madame Albertine me sonrió amistosamente al tiempo que jugueteaba con mi cola, pero la vista ocupaba toda mi atención. Volviéndose se levantó de golpe y, con las mejillas juntas, observamos. Debajo de nosotros los bien cuidados céspedes parecían una lisa alfombra verde bordeada de dignos cipreses. Girando suavemente hacia la izquierda, el suave gris de la avenida se prolongaba hacia la distante carretera de donde llegaba el sordo ruido del tráfico rodado procedente y en dirección hacia la metrópolis. Mi viejo amigo el manzano estaba solitario y erguido junto al pequeño lago artificial, cuya superficie reflejaba el pesado gris del cielo y brillaba como el plomo. Al borde del agua, crecía una cinta de cañas que me recordaba la franja de pelo del viejo cura que venía a ver al «duque», el marido de madame Diplomat. Volví a mirar el estanque y pensé en mi pobre madre que la habían matado allí. «¿Y a cuántos otros?», me pregunté. Madame Albertine me miró repentinamente y dijo: «Pero mi pequeña Fifí, si creo que estás llorando. Sí, has vertido una lágrima. Es un mundo muy cruel peque5a

cruel para todos nosotros». En la distancia se

17


vieron de repente pequeños puntos negros que yo sabía que eran coches, los cuales entraron en la avenida y \se acercaron a gran velocidad hacia la casa frenando entre una nube de polvo y un gran rechinar de neumáticos. La campana sonó furiosamente haciendo que se me erizase el pelo y que mi cola se esponjara. Madame cogió una cosa que yo sabía que se llamaba teléfono y oí la aguda voz de madame Diplomar, agitada: «Albertine, Albertine, ¿por qué no atiendes a tus deberes?». La voz paró de golpe y madame Albertine suspiró frustrada: «¡Ah! Que la guerra me haya llevado a esto. Ahora trabajo dieciséis horas al día por pura pitanza. Tú descansa, pe que ña F i fí ; a quí tie ne s un ca jó n de tierra », Su sp i ra ndo otra vez volvió a darme unas palmaditas y salió de la habitación. Oí crujir la escalera bajo su peso, luego silencio. La terraza de piedra bajo mi ventana estaba llena de gente. Madame Diplomat iba y venía inclinando la cabeza sumisamente, así que supuse que eran personas importantes. Aparecieron, como por arte de magia, mesitas cubiertas de finos manteles blancos (yo usaba periódicos —el Paris Soir— como mantel), y criadas que iban sirviendo comida y bebidas en profusión. Me volví para enroscarme cuando un pensamiento repentino me h i zo e nd e re z a r l a co la c o n a l a r m a . H a b í a o l v i d a d o la m á s e l e m e nt a l d e l a s p re c a u c i o ne s ; h a b í a o l v i d a d o l a p r i m e ra cosa que mi madre me había enseñado. «Siempre investiga una habitación extraña Fifí —había dicho—. Recórrelo todo minuciosamente. Asegúrate de todos los caminos. Desconfía de lo poco corriente, lo inesperado. Nunca descanses hasta conocer la habitación.» Sintiéndome llena de culpa me puse sobre mis pies, h u s m e é e l a i r e y d e c i d í c ó m o p r o c e d e r . To m a r í a l a p a r e d izquierda primero y daría la vuelta. Salté al suelo, miré bajo el asiento

18

de la ventana husmeando por si había algo


e sp ec ia l , emp ez a ndo a r eco noc e r la s i tua ció n , los p e l ig ro s y las ventajas. El papel de la pared era floreado y gastado. Grandes flores amarillas sobre un fondo púrpura. Altas sillas escrupulosamente limpias pero con el rojo terciopelo del asiento gastado. Los bajos de las sillas y mesas estaban Impíos y no tenían telarañas. Los gatos ven los bajos de las cosas, no solamente lo de encima y los humanos no reconocerían las cosas desde nuestro punto de vista. Un alto armario se erigía contra una de las paredes y yo me moví hacia el centro de la habitación para estudiar cómo subirme a lo más alto. Un rápido cálculo me mostró que podía saltar de una silla a la mesa —¡oh cómo resbalaba!— y llegar a lo alto del armario. Durante un rato estuve allí lamiéndome la cara y las orejas mientras iba pensando. Casualmente miré detrás mío y por poco caí alarmada; una gata siamesa me miraba, evidentemente la había estorbado mientras se lavaba. «Raro —p e n s é — , n o e s p e ra b a e nc o n t ra r a q u í u n a ga ta . M a d a m e Albertine debía de tenerla secretamente. Le diré "hola-.» Me volví hacia ella, y ella al parecer tuvo la misma idea y se volvió hacia mí. Nos miramos con una especie de ventana entre nosotras. «¡Extraordinario! —murmuré—, ¿cómo puede ser?» Cautelosamente, anticipando una trampa, observé alrededor de la parte trasera de la vent a n a . N o ha b í a n a d i e a l l í . C u r i o s a me n te c a d a m o v i m i e n to q u e y o h a c í a e l l a l o c o p i a b a . A l fi na l c a í e n l a c u e n t a . E s t o e ra u n e s p e j o , u n ra ro a r te fa c to d e l q u e m i ma d re m e h a b í a h a b l a d o . C i e r t a m e nt e é s te e ra e l p ri m e ro q u e yo v e í a , y a q u e é s ta e ra m i p ri m e ra v i s i ta d e n t ro d e l a c a s a . M a d a m e D i p l o ma t e r a mu y p a r t i c u l a r y a l o s g a to s no s e l e s p e rm i t í a e s ta r d e n tro d e l a c a s a a me nos d e que quisiera mostrarlos. Yo hasta el momento me había escapado de esta indignidad. «De todos modos —me dije a mí misma— debo con-

19


tinuar con mi investigación.» El espejo puede esperar Al otro lado de la habitación vi una gran estructura de metal con tiradores de bronce en cada esquina y todo el espacio entre los tiradores, cubiertos con un mantel. Rápid a m e n te me d e s l i z é d e l a rm a ri o a l a me s a , p a ti na n d o u n poco sobre el encerado y salté directa sobre la estructura de metal cubierta por un mantel. Aterrizé en el medio y ante mi horror la cosa me lanzó al aire. Al volver a aterrizar eché a correr mientras decidía qué hacer. Por unos instantes me senté en el centro de la alfom. bra roja y azul de un dibujo como de «remolinos» que aunque escrupulosamente limpia, había visto mejores días en otros lugares. Parecía ser perfecta para estirar las patas, así es que le di unos suaves estirones y parecía ayudarme a pensar más claramente. ¡Claro! Esa gran estructura era una cama. Mi cama cra de viejos periódicos echados sobre el su elo de cemento de un cobertizo Madame Albertine tenía como un viejo mantel echado sob re u na espe ci e d e e s truc tu ra de h ie rro . Ron ro ne ando de placer por haber resuelto el problema, me dirigí hacia é s t a y e x a m i n é l a p a r t e i n f e r i o r c o n g r a n i n t e r é s . I n mensos muelles cu biertos por lo que obviamente era una e s p e c i e d e t r e m e n d o s a c o r a s g a d o , s o p o r t a b a n l a c a r g a a m o n to na da s o b re é s to s . P o d í a v e r c l a ra m e n te d o n d e e l p e s a d o c u e r p o de

madame

Albertine

había

destrozado

algunos de los

muelles que colgaban. Con espíritu de investigación científica tiré de una tela a rayas que colgaba de una esquina al otro lado cerca de la pared. Ante mi increíble horror, salieron

p lumas

volando. «¡Por todos los gatos! —exclamé yo—.

Guarda pájaros muertos aquí. No me extraña que sea tan enorme, debe comérselos durante la noche.» Unos cuantos rápidos husmeas alrededor y había ya agotado todas las posibilidades de la cama. Mientras observaba a mi alrededor y me pregun. 20


t a b a d ó n d e mi r a r l u e g o , v i u n a p u e r t a a b i e r t a . D i m e d i a docena de pasos y sigilosamente me agaché junto a un poste de la puerta, inclinándome un poco hacia delante para que un ojo pudiera echar un primer vistazo. A primera vista el cuadro era tan extraño que no podía comprender lo que estaba viendo. Algo brillante en el suelo c o n u n d i b u j o b l a n c o y ne gr o . C o n t ra u na d e l a s p a re d e s una especie de abrevadero (sabía lo que era porque los había cerca de los establos), mientras que contra otra pared sobre una plataforma de madera, había la taza de p o rc e l a na m á s g r a nd e q u e j a m á s h a b r í a p o d i d o i ma g i n a r . Estaba sobre la plataforma de madera y tenía una tapadera de madera blanca. Mis ojos se iban agrandando y tuve que sentarme y rascarme la oreja derecha mientras deliberaba.

Quién

bebería en algo de semejante tamaño,

me preguntaba. En aquel momento oí el ruido de madame Albertine subiendo las crujientes escaleras. Apenas parándome a ver si mis mostachos estaban en orden, corrí hacia la p u e r ta p a r a s a l u d a r l a . A n te m i s g ri to s d e j ú b i l o , l l e na d e contento, dijo: «¡Ah!, mi pequeña Fifí, he robado lo mejor de la mesa para ti. Esos cerdos se están hartando, ¡uf! ¡Me dan ganas de vomitar!». Se agachó y me puso los platos,

¡verdaderos platos!,

delante mío, pero no tenía

tiempo para la comida todavía, tenía que decirle lo mucho que la quería. Ronroneé mientras ella me acogía en su ancho pecho. Esa noche dormí a los pies de la cama de madame Albertine. Echa un ovillo en la inmensa colcha, estuve más cómoda que nunca desde que me habían separado de mí madre. Mi educación fue en aumento; descubrí la razón de lo que en mi ignorancia había creído que era una taza de porcelana gigante. Me hizo enrojecer rostro y cuello al pensar en mi ignorancia. A la mañana siguiente madame Albertine se vistió

21


y bajó la escalera. Se oían los ruidos de mucha conmoción, muchas voces altas. Desde la ventana vi a Gaston, el chófer, limpiando el gran Renault. Al poco rato desapareció para volver después con su mejor uniforme. L l e v ó e l c o c he a l a e n t ra d a d e l a c a s a y l o s c r i a d o s l l e n a ron el portaequipaje de maletas y paquetes. Me agaché más, monsieur el duque y madame Diplomat se dirigieron al coche y fueron conducidos por Gaston avenida abajo. El ruido debajo mío creció, pero esta vez era como d e g e n te c e l e b r a nd o a l g o . Ma d a m e A l b e rt i n e s u b i ó ru i d o samente las escaleras con el rostro rebosante de felicidad y rojo por el vino. «Se han ido, pequeña Fifí —gritó, aparentemente creyendo que yo era sorda—. Se han ido, durante toda una semana estaremos libres de su tiranía. Ahora nos divertiremos.» Estrujándome contra e l l a m e l l e v ó a b a j o d o n d e s e c e l e b ra b a u n a f i e s t a . T o d o s l os c riado s p are cí an más conte ntos a ho ra , y yo m e se ntía o rg u l l o s a d e q u e m a d a m e A l b e r ti n e m e l l e v a ra e n b ra z o s a pesar de que temía que mi peso de cuatro libras la cansara. Por una semana todos ronroneamos juntos. Al final de esa semana lo arreglamos todo y asumimos la más miserable de nuestras expresiones preparándonos para la vuelta de madame Diplomat y su marido. Él no nos preocupaba, solía pasearse por ahí tocándose su Legión de Ho no r e n el bo tón d e l a so lap a . Sea como fu e re e s taba siempre pensando en el «servicio», no en los criados ni gatos. El problema era madame Diplomat. Era una mujer regañona, desde luego, y fue como el perdón de la guillotina cuando oímos el sábado que volverían a irse una semana o dos, ya que tenían que verse con lo «mejorcito». El tiempo pasaba rápidamente. Por la mañana ayu-

daba a los jardineros levantando una planta o dos para 22


ver si las raíces crecían satisfactoriamente. Por las tardes me re t i ra b a a u n a c ó m o d a ram a d e l v i ejo m a nz ano s o ñ a n do en climas más cálidos y antiguos templos donde los sacerdotes vestidos con túnicas amarillas daban vueltas silenciosamente siguiendo sus oficios religiosos. Repentinamente me despertaba el sonido de aviones de las Fuerzas Aéreas francesas rugiendo locamente a través del cielo. Estaba empezando a ponerme pesada ahora y mis gatitos empezaban a moverse dentro de mí. No me era f á c i l mo v e rm e a h o ra , te n í a q u e m e d i r m i s p a s o s . D u r a n t e los últimos días cogí el hábito de ir a la lechería a mirar cómo ponían la leche de las vacas dentro de una cosa que daba vueltas y producía dos chorros, uno de leche y otro de crema. Me sentaba sobre un estante bajo para no molestar. La lechera me hablaba y yo le contestaba. Un atardecer estaba sentada sobre el estante a unos s ei s p ie s de un cu bo l le no de lec he . La leche ra me es taba hablando de su último novio y yo le ronroneaba asegurándole que todo iría bien entre ellos. De repente se oyó un chillido que atravesaba el tímpano como cuando a un gato macho se le pisa la cola. Madame Diplomat entró en la lechería corriendo y gritando: «Te dije que no tu vieras gatos aquí, nos e n v e n e n ar ás ». Cogió lo primero que encontró a mano, una medida de cobre y me la tiró con toda su fuerza. Me dio en el costado con mucha violencia y me hizo caer en el cubo de la leche. El dolor fue terrible. Apenas podía chapotear para mantenerme a fl o te . Se ntí sal í rsem e l as entra ña s . El suel o se tamb al eó bajo pesados pasos y madame Albertine apareció. Rápidamente inclinó el cubo y tiró la leche manchada de sangre. Pasó suavemente sus manos sobre mí. «Llama al señor veterinario», ordenó. Yo me desmayé. Al despertar estaba en la habitación de madame Albertine en un cajón forrado y caliente. Tenía tres

23


costillas rotas y había perdido mis gatitos. Durante algún tiempo estuve muy enferma. El señor veterinario venía a verme a menudo y me dijeron que le había dicho pa lab ras du ras a m adam e D iplo ma r. «C rue ldad . C rueldad innecesaria», había dicho. «A la gente no le gustará. Dirán que es usted una mujer mala.» «Los criados me han dicho —dijo él— que la futura madre gatita era muy limpia y muy honrada. No, madame Diplomat, fue muy malvado de su parte.» M a d a m e A l b e rt i ne m e m o j a b a l o s l a b i o s c o n a g u a , ya que tan sólo pensar en leche me hacía palidecer. Día tras día intentaba convencerme para que comiera. El señor veterinario dijo: «Ahora no hay esperanza, morirá, no puede vivir otro día sin comer». Pasé a un estado comat o s o . D e s d e a l g ú n l u g a r m e p a re c í a o í r e l s u s u r ro d e l o s árboles, el crujir de las ramas. «Gatita —decía el manzano—, gatita, esto no es el fin.» Extraños ruidos me z u m b a b a n e n l a c a b e z a . V i u n a b r i l l a n te l u z a m a r i l l a , v i maravillosos parajes y olí placeres celestiales. «Gatita —susurraban los árboles—, esto no es el fin, come y vive. No es el fin. Tienes una razón para vivir, gatita. Tendrás días felices en el ocaso de tu vida. No ahora. Esto no es el fin.» Abrí los ojos pesadamente y levanté algo la cabeza. Madame Albertíne con grandes lágrimas corriéndole por las mejillas, se arrodilló junto a mí aguantando algunos finos pedazos de pollo. El señor veterinario estaba de p i e j u n to a l a m e s a l l e n a n d o u n a j e r i n g a c o n a l g o d e u n a botella. Débilmente tomé uno de los pedazos de pollo, lo retuve un instante en la boca y lo tragué. «¡Milagro! ¡Milagro!», dijo madame Albertine. El señor veterinario se volvió con la boca abierta y poco a poco fue dejando la jeringa y vino hacia mí. «Es como usted dice, un milagro —remarcó--. Estaba llenando la jeringa para administrarle el golpe de gracia y evitar así más sufri-

24


miento.» Les sonreí y emití tres ronroneos, todo lo que pude. Mientras volvía a adormecerme les oí decir: «Se recuperará». Durante una semana continué en un pobre estado; no podía respirar hondamente, ni podía dar más que unos pocos pasos. Madame Albertine me había traído mi cajón de tierra muy cerca, ya que madre me había enseñado a ser muy cuidadosa con mis necesidades. Una semana más tarde madame Albertine me llevó abajo. Madame Diplomat estaba de pie ante una habitación con una mirada burlona y de desaprobación. «Hay que llevarla a un cobertizo, Albertine», dijo madame Diplomat. «Con perdón, señora —dijo madame Albertine—, todav ía no es tá lo su fic ie n te me n te bi en, y si se l a ma l tra ta , yo y otros criados nos iremos.» Con un altivo resoplido y mirada, madame Diplomat volvió a entrar en la habit a ció n . Ab ajo e n la s coc in as a l gu nas d e l as v ie jas mu je res vinieron a hablarme y dijeron que se alegraban de que estuviera mejor. Madame Albertine me dejó en el suelo suavemente para que pudiera moverme y leer todas las noticias de cosas y de la gente. Pronto me cansé, ya que aún no me encontraba bien, y me dirigí a madame Albertine, levanté la mirada hacia su rostro y le dije que quería ir a la cama. Me cogió y volvió a lo más alto de la casa. Estaba tan cansada que me dormí profundamente antes de que me metiera en la cama.


Capítulo II E s fá c i l s e r s e n s a to d e s p u é s d e l o s a c o n te c i m i e n to s . Escribir un libro trae recuerdos. A través de la dureza de los años, pensé a menudo en las palabras del viejo manzano: «Gatita, esto no es el fin. Tienes un propósito en la vida». Entonces pensé que no era más que una amabilidad para animarme. Ahora lo sé. Ahora en el ocaso de mi vida tengo mucha felicidad; si estoy au sente, aunque no sea más que unos minutos, oigo: «¿Dónde está Fifí? ¿No le ha pasado nada?». Y sé que soy amada po r mí mis ma no só lo po r mi apa rie nc ia. E n m i ju ve ntud era distinto, no era más que una pieza de escaparate o como diría la gente moderna una «pieza de conversación». Los americanos dirían un «juguete ingenioso». Madame Diplomar tenía sus obsesiones. Tenía la obsesión de ascender más y más en la escala social de Francia, y mostrarme en público era un seguro amuleto para el éxito. Me odiaba, ya que odiaba a los gatos (excepto en público) y no se me permitía entrar en la casa a menos de que hubiera invitados. El recuerdo de mi primera «presentación» lo tengo vívido en mi mente. Estaba en el jardín un día caluroso y soleado. Dura nte un ra to h ab ía es tado m i ra ndo a l as ab ej as l lev ando p o l e n s o b re s u s p a ta s . En to n c e s m e m o v í p a ra e x a m i na r e l p i e d e u n c i p ré s . El p e r ro d e u n v e c i n o h a b í a re c i e n te mente estado allí y dejado un mensaje que yo quería leer. Echando frecuentes miradas sobre mi hombro para ver si estaba a salvo, dediqué mi atención al mensaje. Poco a poco me fui interesando más y más y fui perdiendo la conciencia de cuanto me rodeaba. Inesperadamente unas ásperas manos me agarraron y me despertaron de mi contemplación del mensaje del perro. Pzzt, silbé 26


mientras me liberaba dando un fuerte golpe hacia atrás al hacerlo. Subí al árbol y miré hacia abajo. Siempre corre primero y mira luego —había dicho madre—. Es mejor correr sin necesidad que parar y no poder volver a correr.» M i ré ha c i a a ba j o . Es ta b a P i e r re , e l j a rd i n e ro , a ga rr á ndose la punta de la nariz, un reguerillo de sangre le iba corriendo por entre sus dedos. Mirándome con odio, se agachó, cogió una piedra y la tiró con toda su fuerza. Di la vuelta al tronco del árbol, pero así y todo la vibración de la piedra contra el tronco casi me hizo caer. Volvió a agacharse para coger otra piedra en el mismo m o m e n t o q u e m a d a m e A l b e r t i n e a n d a n d o s i l e n c i o s a m e n te sobre el musgoso terreno adelantó un paso. Recogiendo l a escena en una mirada, adelantó ágilmente la pierna y Pierre cayó al suelo cara abajo. Le cogió por el cuello y lo levantó sacudiéndolo. Lo agitó con violencia, no era más que un hombre pequeñito, y le hizo tambalear. «Dañas a la gata y te mato, ¿me oyes? Madame Diplomat te envió a buscarla, hijo de perra, no para que la dañaras.» «La gata se me escapó de las manos y me caí contra el árbol y me sangra la nariz —balbució Pierre—, perdí los estribos a causa del dolor.» Madame Albertine se encogió de hombros y se volvió hacia mí. «Fifí, Fifí, ven con mamá», llamó. «Ya voy», grité mientras ponía mis brazos alrededor del tronco y me deslizaba de espaldas. «Ahora tienes que comportarte lo mejor que puedas, pequeña Fifí —dijo madame Albertine—. La señora

1

quiere mostrarte a sus visitas.» La palabra

señora siempre me divertía. El señor duque tenía una señora en París así que, ¿cómo era madame Diplomat la señora? De todos modos, pensé, sí quieren que también se la llame «señora», por mí no hay problema. Esta era gente muy rara e irracional. 1. En inglés mistress significa señora y amante.

27


Andamos juntas a través del césped, madame Albertine me llevaba para que mis pies estuvieran limpios para l as v is i tas . Sub imos lo s a nchos p eld año s de pi ed ra do nde vi un ratón escurriéndose en un agujero junto a un arbusto y atravesamos la galería. Al otro lado de las puertas abiertas del salón vi a una multitud de gente sentada y charlando como un grupo de gorriones. «He traído a Fifí, señora», dijo madame Albertine. La «señora» se levantó de un salto y me tomó con cuidado de los brazos de mi amiga. «¡Oh, mi querida dulce y chiquitina Fifí! », exclamó mientras daba la vuelta tan aprisa qu e me ma re é. L as muj e res s e l eva n ta ro n y se agrup a ron cerca de mí profiriendo exclamaciones de admiración. Los gatos siameses en Francia eran una rareza en aquellos t i e m p o s . I nc l u s o l o s ho m b re s a l l í p re s e n te s s e mo v i e ro n p a ra m i ra r . Mi n e g ro ro s t ro y b l a n co c u e rp o t e rm i n an d o en una cola negra, parecía intrigarles. «Excepcional entre lo ex cepc io na l

—d i jo

la

se ño ra — .

Un

magn í fico

pedigree;

costó una fortuna. Es tan cariñosa, a veces duerme conmigo por la noche.» Yo grité protestando ante tales mentiras y todo el mundo retrocedió alarmado. «Está hablando», dijo madame Albertine, a quien se le había ordenado que se quedara en el salón «por si acaso». Como el mío, el rostro de madame Albertine reflejaba s o r p r e s a d e q u e l a s e ñ o r a d i j e r a t a n ta s f a l s e d a d e s . « A h , Renée —dijo una de las invitadas—, deberías llevarla a América cuando vayas. Las mujeres americanas pueden ser una gran ayuda en la carrera de tu marido si les gustas y la gatita ciertamente llama la atención.» La señora apretó sus delgados labios de modo que su boca desapareció

por

completo.

«¿Llevarla?

—preguntó—.

¿C ó m o l o ha rí a ? A rm a r í a j a l e o y te nd r í a m o s d i f i c u l ta d e s cuando volviéramos.» «Tonterías, Renée, me sorprendes —replicó su amiga—. Conozco a un veterinario que te dará una droga con la que dormirá durante todo el 28


vuelo. Puedes arreglártelas para que vaya en una caja acolchada como equipaje diplomático.» La señora asintió con la cabeza: «Sí, Antoinette, tomaré esta dirección». Durante un rato tuve que quedarme en el salón. Hacían comentarios sobre mi tipo, se admiraban de lo largo de mis piernas y la negrura de mi cola. «Yo creía que todos los mejores tipos de gato siamés tenían la cola enroscada», dijo una. «Oh no —contestó la señora—, gatos siameses con colas enroscadas no están de moda ahora, cuando más recta la cola mejor el gato. Pronto enviaremos a ésta a juntarse y entonces tendremos gatitos para dar.» Finalmente madame Albertine dejó el salón. «¡Puff! —exclamó—. Dame gatos de cuatro patas en cualquier momento antes que esta variedad de dos patas.» Rápidamente di una ojeada a mi alrededor; no ha b í a v i s to n u n c a g a to s c o n d o s p a ta s a n te s y no c o mprendía cómo podían arreglárselas. No había nada detrás mío excepto la puerta cerrada, así es que meneé la cabeza con un gesto de extrañeza y seguí andando junto a madame Albertine. Estaba oscureciendo y una ligera llovizna golpeaba las ventanas cuando el teléfono en la habitación de madame Albertine sonó irritablemente. Se levantó para contestarlo y la aguda voz de la señora rompió la paz. «Albertine, ¿tienes a la gata en la habitación?» «Sí, señora, todavía no está bien», replicó madame Albertine. La voz de la señora subió un octavo de tono: «Te he dicho, Albertine, que no la quiero en la casa a menos de que haya visitas. Llévala al cobertizo inmediatamente. ¡Me asombro de mi bondad dejándote quedar; eres tan inútil!». Muy a pesar suyo madame Albertine se puso un grueso abrigo de punto, se metió dentro de un impermeable y se enroscó un pañuelo en la cabeza. Cogiéndome en brazos me arropó con un chal y me bajó por la escalera trasera. Se paró en la sala de los criados para coger una lin29


terna y fue hacia la puerta. Un viento tempestuoso me dio en la cara; unas nubes bajas corrían a través del cielo nocturno; desde un alto ciprés un búho ululó desmayada me nte , ya q u e nu es t ra p re se nc ia hab ía esp ant ad o al ratón que había estado cazando. Ramas cargadas de lluvia nos rozaban y echaban su carga de agua sobre n o s o t r a s . E l c a m i n o e ra r e s b a l a d i z o y t ra i d o r e n l a o s c u ridad. Madame Albertine se arrastraba cautelosamente escogiendo sus pasos a la tenue luz de la linterna murm u r a n d o i m p re c a c i o n e s c o n t r a m a d a m e D i p l o ma t y t o d o lo que ésta representaba. A n te noso tras ap a rec ió el cobe rti zo , como u na ma rca más negra en la oscuridad de los sombríos árboles. Empujó la puerta y entró. Hubo un golpe tremendo al deslizarse al suelo una maceta que había quedado cogida a sus voluminosas faldas. Muy a mi pesar se me erizó la co la d e mi edo y se m e fo rmó u n agu do trazado a lo l a rgo de mi espinazo. Iluminando con su linterna un semicírculo delante de ella, madame Albertine se adentró en el cobertizo y fue hacia el montón de viejos periódicos que eran mi cama. «Me gustaría ver a esa mujer encerrada en un lugar como éste —murmuró para sus adentros—. Ya le bajarían un poco los humos.» Me dejó con cuidado en el suelo, se aseguró de que tenía agua, nu nca bebía leche ahora, sólo agua, y pu so unos cuantos pedacitos de pata de rana a mi lado. Después de darme unas palmaditas en la cabeza, fue retrocediendo poco a poco y cerró la puerta tras ella. El difuso sonido de sus pasos fu e ahogándose bajo el mordaz viento y el chapoteo de la llu vi a sob re e l ga lva nizado te jado d e hi e rro . Od iab a este cobertizo. A menudo a la gente se le olvidaba mi existencia por completo y yo no podía salir hasta que abrían la puerta. Con demasiada frecuencia me había quedado a llí s i n comida ni bebida du ra nte dos o inclus o tres días. Los gritos no servían de nada, ya que estaba dema30


siado lejos de la casa, escondida en un bosquecillo de á rb o l e s , l e j o s , d e t rá s d e t o d o s l o s r e s t a n t e s e d i f i c i o s . M e estiraba hambrienta poniéndome más y más arrugada esperando a que alguien de la casa se acordara de que no se me había visto por ahí por algún tiempo y viniera, a investigar. ¡Ahora es tan distinto! Aquí me tratan como a un ser humano. En vez de casi morir de hambre tengo siempre comida y bebida y duermo en un dormitorio con mi propia cama de verdad. Mirando hacia atrás a través de los años, parece como si el pasado fuera un viaje cruzando una larga noche y como si ahora hubiera salido a la luz del sol y al calor del amor. En el pasado tenía qu e es ta r a le rta a los pa sos pa to sos , aho ra todo e l mu ndo vigila por si

yo

estoy ahí. Los muebles no se cambian

nunca de lugar a menos de que se me enseñe su nuevo sitio porque soy ciega y vieja y ya no puedo cuidar de mí misma; como dice el lama soy una querida vieja abuela que goza de paz y felicidad. Mientras dicto esto estoy sentada en una cómoda silla donde los calientes rayos del sol se posan sobre mí. Pero todo a su debido tiempo, los días de las sombras estaban todavía conmigo y todavía el sol tenía que aparecer después de la tormenta. Sentía extraños movimientos dentro de mí. En voz baja, ya qu e me sentía insegura, canté una canción. Deambulaba por el terreno en busca de

algo.

Mis deseos eran

vagos y sin embargo apremiantes. Sentada junto a una ventana abierta, sin atreverme a entrar, oí a madame Diplomat usando el teléfono. «Sí, está llamando. La enviaré inmediatamente y la recogeré mañana. Sí, quiero vender los gatitos tan pronto como sea posible.» Poco después Gaston vino a mí y me puso en una caja de madera donde no se podía respirar con la tapa bien cerrada. El olor de la caja, aparte del ambiente irrespi31


rable, era de lo más interesante. Había servido para llevar comida, patas de rana, caracoles, carnes crudas y verduras. Estaba tan interesada que apenas noté cuando Gaston cogió la caja y me llevó al garaje. Durante un rato dejó la caja sobre el suelo de cemento. El olor a aceite y gasolina me daba ganas de vomitar. Por fin Gaston volvió a entrar en el garaje, abrió las grandes puertas de entrada y dio el contacto a nuestro segundo co che , u n v ie jo C i troe n . Tra s ec ha r m i c aj a con bas tante r ud e za e n e l p o r ta equ ipa jes e nt ró d el an t e y s al imo s . F u e un viaje terrible, tomábamos las curvas tan aprisa que mi caja rodaba con violencia y paraba con un golpe. A la próxima curva volvería a repetirse el proceso. La oscuridad era intensa y los humos del tubo de escape me ahogaban y me hacían toser. Creí que el viaje no t e rm i na rí a nu n c a . D e re p e nt e e l c o c h a s e d e s v i ó , s e o yó un espantoso chirrido de los neumáticos al patinar, y cuando el coche volvió a ponerse recto y siguió corriendo, mi caja dio la vu elta y se quedó boca abajo. Me di contra una aguda astilla y mi nariz empezó a sangrar. El Citroén se ta mba leó a l pa ra r y p ro nto o í voce s . Abri e ro n el po rta equipajes y por un momento hubo silencio y entonces «Mira, hay sangre!», dijo una voz extraña. Levantaron mi caja, la sentí balancearse mientras algu ien la llevaba. Subieron unos peldaños, se veían sombras a través de las rendijas de la caja y adiviné que estaba dentro de una casa o cobertizo. Se cerró una pu erta, me levantaron más alto y me colocaron sobre una mesa. Desmañadas mano s a ra ñaba n l a supe rf ici e ex te rna y ab rie ro n la c aja . Yo guiñé los ojos ante la repentina luz. «Pobre gatita», dijo una voz de mujer. Alargando los brazos puso la mano debajo mío y me cogió. Yo me sentía enferma, con ganas de vomitar y mareada por los humos del tubo de escape, medio ida por la violencia del viaje y sangrando bastante por la nariz. Gaston, allí, de pie, estaba blanco 32


y asustado. «Debo telefonear a madame Diplomat», dijo un hombre. «No me haga perder mi trabajo —dijo Gaston—, conduje con mucho cuidado.» El hombre cogió el teléfono mientras la mujer me secaba la sangre de la nariz. «Madame Diplomat —dijo el hombre—, su gatita está enferma, está desnutrida y ha sido espantosamente a g i tada po r e st e v ia je . P e rderá su g a t a , mad ame , a me nos de que se la cuide mejor.» «Por Dios —oí que replicaba la voz de madame Diplomat—, tanto jaleo por un gato. Ya la cuidamos. No la tenemos consentida y mimada, qu i e ro qu e ten g a g a t i to s .» «Ti e n e u s ted un a ga ta s i am es a muy valiosa, del mejor tipo en toda Francia. Descuidar a esta gata es un mal negocio, como usar sortijas de diamantes para cortar cristal.» «Ya la conozco —contestó madame Diplomat—. ¿Está el chófer aquí?, quiero hablar con él.» El hombre pasó el teléfono a Gaston en s i l e nc i o . P o r a l gu n o s i n s ta nte s e l t o r re n te d e p a l a b ra s d e la señora fue tan grande, tan vitriólico que no podía perseguir su fin, simplemente atontaba los sentidos. Finalmente, después de mucho estirar llegaron a un acuerdo. Yo tenía que quedarme ¿dónde estaba yo?, hasta que estuviera mejor. Gaston se fue temblando todavía al pensar en madame Diplomat. Yo seguí echada sobre la mesa mientras el hombre y la mujer me atendían. Tuve la sensación de un ligerísimo pinchazo y casi antes de que pudiera darme cuenta me quedé dormida. Fue una sensación de lo más peculiar. Soñé que estaba en el cielo y que muchos gatos me hablaban, preguntándome de dónde venía y q u i é n e s e r a n m i s p a d r e s . H a b l a b a n e n e l m e j o r f ra nc é s gatuno siamés además. Levanté la cabeza pesadamente y abrí los ojos. La sorpresa ante el lugar donde estaba causó el erizamiento de mi cola y un escalofrío en mi espinazo. A pocos centímetros de mi rostro había una puerta de red de hierro. Yo estaba echada sobre paja lim33


pia. Detrás de la puerta de alambre había una gran habitación que contenía todo tipo de gatos y algunos perritos. Mis vecinos a cada lado eran gatos siameses. «Ah, la desgraciada está moviéndose», dijo uno. «¡Uf! ¡Cómo te colgaba la cola cuando te trajeron!», dijo el otro. «¿De dónde vienes?», chilló un persa desde el otro lado de la habitación. «Estos gatos me ponen enfermo», gruñó un pequeño poodle desde una caja en el suelo. «Yeh —murmuró un perrito justo fuera de la órbita de mi vista—, a estas damas les darían una buena paliza en mi Estado.» «Oíd a este perro yanqui lleva

dándose

aquí

el

aires

tiempo

—dijo

alguien

suficiente

como

cerca—, para

no

tener

derecho a hablar. No está más que a pensión, eso es!» «Yo soy Chawa —dijo la gata de mi derecha—. Me han sacado los ovarios.» «Yo soy Sang Tu —dijo la gata

de

mi

izquierda—.

Yo

luché

con

un

perro,

pequeña, deberías ver a ese perro, desde luego poco q u e d a d e é l.» « Y o s o y F i f í — r e s p o n d í t í m i d a m e n t e — . N o s a b í a q u e había más gatos siameses aparte de mí y de mi desapar ecida mad re.» Po r algú n tiempo se hizo el silencio en la gran habitación y entonces surgió un gran rugido

al

entrar el hombre que traía la comida.

T o d o e l m u n d o hablaba a la vez. Los perros pedían que se les alimentan primero, los gatos llamaban a los perros cerdos egoístas. S e o í a e l e n t r e c h o c a r r u i d o s o d e l o s p l a t o s d e c o mi d a

y

el gorjeo de agua al llenar los botes

p a r a b e b e r y l u e g o el

glup glup

de los perros al comenzar a

comer. El hombre se acercó a mí y me miró. La mujer

entró

y

atravesó viniendo hacia mí. «Está despierta», dijo el hombre. «Preciosa gatita —dijo la mujer—. Tendremos que fortalecerla, no puede tener gatitos en su presente estado.» Me trajeron una abundante porción de comida y siguieron con los otros. Yo no me encontraba denla. 34

siado bien, pero pensé que sería de mala educación no


comer, así es que me lo propuse y pronto lo hube terminado todo. «¡Oh! —dijo el hombre cuando volvió—, estaba hambrienta.» «Vamos a ponerla en el anexo —dijo la mujer—, tendrá más luz solar allí, creo que todos estos animales la molestan.» El hombre abrió mi jaula y me acunó en sus brazos mientras me llevaba a través de la habitación y a través de una puerta que no había podido ver antes. «Adiós», chilló Chawa. «Encantada de conocerte —gritó Sang Tu—. Dales recuerdos míos a los gatos machos cuando les veas.» Cruzamos el umbral de la puerta y entramos en una habitación iluminada por el sol, donde había una gran jaula en el centro. «¿Va a meterla en la jaula de los monos, jefe?», preguntó un hombre a quien no había visto antes. «Sí —replicó el hombre que me llevaba—, necesita cuidados, ya que no llevaría en su presente estado.» ¿Llevaría?

¿Llevaría?

¿Qué es lo que suponían

que iba a llevar? ¿Creían que iba a trabajar yo aquí llevando platos o algo parecido? El hombre abrió la puerta de la jaula grande y me metió. Se estaba bien aparte del olor a desinfectante. Había tres ramas y estantes y una agradable caja de paja forrada de tela para dormir. Me paseé alrededor con cautela, ya que madre me h a b í a e n s e ñ a d o a q u e i nv e s t i g a ra c o m p l e ta m e n te c u a l quier lugar extraño antes de instalarme. Una rama de árbol me invitaba, así es que saqué mis pezuñas para demostrar que ya me sentía instalada. Al encaramarme por la rama vi que podía mirar sobre un pequeño cercado y ver más allá. Había un gran espacio cerrado con alambre todo alrededor y por encima. Pequeños árboles y arbustos llenaban el terreno. Mientras observaba, un gato siamés de lo más magnífico salió a la vista. Tenía un tipo fantástico, largo y delgado con pesados hombros y la más negra de las colas negras. Mientras atravesaba despacio 35


el terreno iba cantando la última canción de amor. Yo escuché extasiada, pero por el momento tenía demasiada vergüenza para contestar cantando. Mi corazón latía y tuve una sensación de las más extrañas. Se me escapó un gran suspiro mientras él desaparecía. Durante un rato me quedé sentada en lo más alto d e e s a ra m a , l l e na d e s o rp re s a . Mi c o l a s e mo v í a e s p a s . módicamente y mis piernas temblaban tanto de la emoción que apenas podían soportarme. ¡Qué gato!, ¡qué tipo más formidable! Podía imaginármelo llenando de gracia un templo en el lejano Siam, con sacerdotes de amarillas túnicas saludándole mientras dormitaba al sol. ¿ Y m e equ ivo cab a? Se ntía que hab ía mi rado e n mi d i rección, que lo sabía todo de mí. Mi cabeza era un torbellino con pensamientos sobre el futuro. Despacio, temb l a n d o , d e s c e n d í d e l a ra m a , e n t ré e n l a c a j a d e d o rm i r y me eché para seguir pensando. Esa noche dormí inquieta; al día sigu iente el hombre d ijo que yo tení a fieb re a cau s a de l ma l v ia je e n co che y los humos del tubo de escape. ¡Yo sabía por qué tenía fiebre! Su bello rostro negro y su larga cola arrastrandose se habían apoderado de mis sueños. El hombre dijo que me encontraba débil y que tenía que descansar, Durante cuatro días viví en esa jaula descansando y comiendo. A la mañana siguiente me condujeron a una casita dentro del cercado con redes. Al instalarme miré a mi alrededor y vi que había un muro de red entre mi compartimiento y el del guapo gato. Su habitación estaba cuidada y arreglada, su paja estaba limpia y vi que su bol de agua no tenía polvo flotando sobre la superficie. No estaba dentro en aquel momento, adiviné que estaría en el cercado jardín dando un vistazo a las plantas. Llena de sueño, cerré los ojos y di unas cabezadas. Una poderosa voz me hizo saltar despertándome y miré tímidamente al muro de red. « ¡Bueno! —dijo el gato

36


s i a m é s — , e n c a n ta d o d e c o n o c e r te , d e s d e l u e g o .» S u g ran rostro negro estaba contra la red, y sus vívidos ojos azules disparaban sus pensamientos hacia mí. «Nos vamos a casar esta tarde —dijo él—. Me gustará, ¿y a ti?» Enrojeciendo toda yo escondí mi cara entre la paja. «Oh, no te

preocupes tanto

—exclamó él—. Estamos haciendo

un noble trabajo; no hay los suficientes de nosotros en F ra n c i a . T e g u s ta rá , y a v e r á s » , r i ó m i e n t r a s s e s e n t a b a a descansar después de su paseo matinal. A la hora de comer, vino el hombre y rió al vernos sentados cerca el uno del otro con sólo la red entre noso t ro s y c a nt a nd o u n d ú o . E l g a to s e a l z ó s o b re s u s p a ta s y le rugió al hombre: «¡Saca esa... puerta de en medio!», usando algunas palabras que me hicieron enrojecer toda otra vez. El hombre sacó despacio la clavija, volvió a colgarla fuera de peligro, dio la vuelta y nos dejó. ¡ O h ! Es e ga to , e l a rd o r d e s u s a b ra z o s , l a s c o s a s q u e me dijo. Después nos qu edamos echados uno junto al otro en un dulce calor y entonces tuve el escalofriante pensamiento: yo no era la primera. Me levanté y volví a mi habitación. El hombre entró y volvió a cerrar la puertecilla entre nosotros. Por la noche vino y me volvió a llevar a la jaula grande. Dormí profundamente. Por la mañana, vino la mujer y me llevó a la habitación en la que había estado al ingresar en este edificio. Me colocó sobre una mesa y me aguantó fuertemente mientras el hombre me examinaba a fondo cuidadosamente. «Tendré que ver al dueño de esta gata porque la pobrecita ha sido muy maltratada. ¿Ves? —dijo indicando mis costillas izquierdas y tocando donde todavía me dolía—. Algo espantoso le ha pasado y es un animal demasiado valioso para que se le descuide.» «¿Damos un paseo en coche y nos acercamos a hablar con la dueña?» La mujer parecía estar realmente interesada en mí. El hombre contestó diciendo: «Sí, la recogeremos, y 37


de paso qui zá pod re mos cob ra r nu es tros hono ra rios ta mbién. La llamaré y le diré que devolveremos la gata y re cog e remo s e l d ine ro» . D esco lgó el t el é fono y hab ló co n m adam e D ip lom a t. La so la p reo cupac ió n de és ta pa re cía ser que «el parto de la gata» pudiera costarle unos pocos f r a nc o s d e m á s . C o nv e n c i d a d e q u e no s e r í a a s í , e s tu v o de acuerdo en pagar la cuenta tan pronto como me devolvieran. Y eso fue lo que decidieron: me quedaría hasta la tarde siguiente y luego me devolverían a madame Diplomat. «Eh, Georges —gritó el hombre—, devuélvela a la jaula de monos, se queda hasta mañana.» Georges, un v ie jo e nco r vado a qu ie n no h ab ía v is to a nt e s , v ino h ac ia mí tambaleándose y me cogió con sorprendente cu idado. M e p u s o s o b re s u ho mb ro y e m p e z ó a a n d a r . Me l l e v ó a la gran habitación sin parar para poder hablar con los otros. La habitación donde estaba la jaula de monos y cerró la puerta tras nuestro. Durante unos segundos a r r a s t r ó u n p e d a z o d e c u e r d a d e l a n t e d e m í . « P o b r e c i ta — m u rmu ró p ar a s í— , ¡es t á c l a ro que n ad ie ha ju gado contigo en tu corta vida!» Sola otra vez, subí a la empinada rama y miré más allá del cercado metálico. Ninguna emoción se movía d e n t r o m í o a h o ra , s a b í a q u e e l g a t o t e n í a c a n ti d a d e s d e Re in as y yo no era m ás que u na d e ta n tas . La gen te que conoce a los gatos, llama siempre a los gatos machos «Toms» y a las hembras «Reinas». No tiene nada que ver con el

pedigree,

no es más que un nombre ge-

nérico. Una rama solitaria se mecía cu rvándose bajo un peso considerable. Mientras estaba mirando, el gran Tom saltó del árbol y se plantó en el suelo. Se encaramó a toda velocidad por el árbol y volvió a hacer lo mismo una y otra vez. Yo miraba fascinada y entonces se me ocurrió que estaría haciendo sus ejercicios matinales. Perezosa. 38


mente, porque no tenía nada mejor que hacer, seguí echada en mi cama y afilando mis pezuñas hasta que brillaron como las perlas alrededor de la garganta de madame Diplomat. Luego aburrida, me dormí bajo el reconfortante sol del mediodía. Algún tiempo después cuando el sol ya no estaba justo encima mío sino que se había ido a calentar algún otro lugar de Francia, me despertó una dulce, maternal voz. Observé con cierta dificultad por una ventana casi fuera de mi alcance y vi una vieja reina que había visto muchos veranos. Estaba decididamente llenita y mientras estaba allí en la repisa de la ventana lavándose las orejas, pensé lo agradable que sería charlar un rato. «¡Ah! —dijo ella—. Ya estás despierta. Espero que s ea d e tu a g rad o la e s ta nc ia a quí ; nos e no r g u l le ce pe ns ar que ofrecemos el mejor servicio de Francia. ¿Comes bien?» «Sí, gracias —contesté—. Me cuidan muy bien. ¿Es usted la señora propietaria?» «No —contestó—, a pesar de que mucha gente cree que lo soy. Tengo la responsable tarea de enseñarles a los nuevos Toms sementales sus deberes; yo les sirvo de prueba antes de que sean puestos en circulación general. Es un trabajo muy importante, muy preciso.» Nos quedamos un rato absortas en nuestros propios pensamientos. «¿Cómo se llama?», pregunté. «Butterball»,' replicó ella. «Yo estaba muy llenita y mi pelo brillaba como la mantequilla, pero esto era cuando era mucho más joven», añadió. «Ahora hago varios trabajos aparte d e e s e d e q u e t e h a b l é , ¿ s a b e s ? Ta m b i é n h a g o d e p o l i c í a e n l o s a l ma c e n e s d e l a c o m i d a p a ra q u e no no s m o l e s te n los ratones.» Se relajó pensando en sus deberes y luego dijo: «¿Has probado ya nuestra carne cruda de caballo? ¡Oh! t i e n e s que probarla antes de que te vayas. Es real1. Bola de mantequilla.

39


mente deliciosa, la mejor carne de caballo que se puede comprar en lugar algu no. C reo que a lo mejor la tendre. mos para cenar, vi a Georges, el ayudante, cortándola hace poco». Después de una pausa dijo con voz satis. fecha: «Sí, estoy

segura

de que hay carne de caballo para

cenar». Nos quedamos sentadas pensando y nos lavamos un poco y entonces madame Butterball dijo: «Bueno, tengo que irme, ya miraré de que te den una buena r a c i ó n ; c re o q u e p u e d o o l e r a G e o r ge s q u e t ra e l a c e na ahora». Saltó de la ventana. En la gran habitación detrás mío, podía oír gritos y chillidos. «Carne de caballo», «dame a mí primero», «¡estoy 'hambriento, aprisa Georges!», pero Georges no se inmutaba; al contrario, atravesó la gran habitación y vino directo a mí, sirviéndome a m í p r i m e r o . « Tú p r i m e r o , g a t i t a — d i j o é l — , l o s o t r o s p u e d e n e s p e ra r . Tú e re s l a m á s c a l l a d a d e to d o s , o s e a que tú primero.» Ronroneé para demostrarle que apre ciaba completamente el honor. Me puso delante una gran cantidad de carne. Tenía un perfume maravilloso. Me froté contra sus piernas y emití uno de mis más altos ronroneos. «Tú no eres más que una gatita pequeña —d i j o é l — , t e l a c o r ta ré . » Mu y e d u c a d a m e n te c o r tó to d a la pieza en pequeños trocitos y entonces con un «que comas bien, gata», se fue a atender a los otros. La carne era sencillamente maravillosa, dulce al paladar y tierna a los dientes. Finalmente me senté hacia atrás y me lavé la cara. Un ruido como de arañazos me hizo mirar hacia arriba justo cuando un negro rostro con ojos relampagueantes apareció en la ventana. «Buena, ¿verdad?», dijo madame Butterball. «¿Qué te dije? Servimos la mejor carne de caballo que aquí pueda encontrarse. Pero espera.

Pescado

para desayunar. Algo

d e l i c i o s o , a c a b o d e p ro b a r l o y o . B u e no , q u e t e n g a s u na buena noche.» Al decir esto se dio la vuelta y se marchó ¿Pescado? Yo no podía pensar en comida ahora,

40


estaba llena. Esto era un cambio tan grande en comparación a la comida de casa; allí me daban trozos que los humanos dejaban, porquerías con salsas tontas que a menudo me quemaban la lengua. Aquí los gatos vivían con un verdadero estilo francés. La luz iba desapareciendo al ponerse el sol en el c ie lo oc cid ent al . Lo s p áj a ros vo lv ía n a c asa a le tea ndo , vi ejos cuervos llamaban a sus compañeros y discutían los sucesos del día. Pronto la oscuridad se hizo más profunda y llegaron los murciélagos batiendo sus afelpadas alas mientras iban y venían persiguiendo a los insectos de la noche. Encima de los altos cipreses aparecía la luna naranja, tímidamente, como dudosa de meterse en la oscuridad de la noche. Suspirando de satisfacción, me subí perezosamente a mi cajón y caí dormida. Soñé y todas mis esperanzas salieron a la superficie. Soñé que alguien me quería simplemente por mí misma, simplemente como compañía. Mi corazón estaba lleno de amor, amor que tenía que ser reprimido porque nadie e n m i c a s a s a b í a n a d a d e l a s e s p e ra n z a s y d e s e o s d e u n a joven gatita. Ahora, gata vieja, estoy rodeada de amor y doy el mío también. Ahora conocemos momentos duros, pero para mí

esto

es la vida perfecta donde familia y

yo somos uno, y soy amada como una persona real. La noche pasó. Estaba nerviosa e incómoda porque me iba a casa. ¿Volvería a sufrir penalidades otra vez? ¿Tendría una cama de paja en vez de viejos y húmedos p e ri ó d i c o s ? , me p re g u n ta b a . A n te s d e q u e p u d i e ra d a rm e cuenta, era de día. Un perro ladraba penosamente en la h a b i ta c i ó n g ra n d e . « Q u i e ro s a l i r , q u i e ro s a l i r» , d e c í a u n a y otra vez. «Quiero salir.» Por ahí cerca un pájaro estaba rega ña ndo a su co mpa ñera po r habe r retrasado e l desayuno. Gradualmente iban apareciendo los sonidos normales del día. La campana de una iglesia tañía con su áspera voz llamando a los humanos a algún servicio. «Después 41


de la m is a voy a l pueb lo a comp ra rme u na blu sa nu ev a , ¿Me acompañarás?», preguntaba una voz femenina. Siguieron su camino y no pude oír la respuesta del hombre. E l e nt re c ho c a r d e c u b o s me r e c o rd a b a q u e p ro n to s e rí a la hora de desayunar. Desde el cercado de red el guapo Tom alzó la voz con una canción de saludo al nuevo día. La mujer vino con mi desayu no. «Hola, gata —dijo—, co me b ie n, ya qu e te va s a ca sa es ta ta rde.» Yo emi tí u n ronroneo y me froté contra ella para demostrar que la e n te nd ía . Lle vab a rop as nuev as y co n vo lant es y p a rec ía e s ta r muy an im ada . A me nudo me so nrío pa ra m is ade nno s c u a nd o p i e ns o e n c ó m o n o s o tro s , l o s g a to s , v e r n o s l a s c o s a s . S o l e m o s s a b e r e l h u m o r d e u na p e r s o n a p o r su ropa interior. Nuestro punto de vista es distinto, ¿entiendes? El pescado era muy bueno pero estaba cubierto de una comida, algo como de trigo, que tuve que sacar. «Bueno, ¿verdad?», dijo una voz desde la ventana. «Buenos días, madame Butterball», repliqué. «Sí, esto es muy bueno pero ¿qué es esta especie de cubierta de trigo qu e hay?» Madame Butterball rió con benevolencia. «¡Oh! —exclamó—, debes de ser una gata de campo. Aquí siempre, pero

siempre,

tomamos cereales por la

mañana para tener vitaminas.» «¿Pero por qué no me las dieron antes?», persistí. «Porque estabas bajo tratamiento y te las daban en forma líquida.» Madame Butterball suspiró: «Tengo que irme ahora, hay tanto que hac e r y ta n poco ti empo . I nte nta ré v e rte antes de qu e te vayas». Antes de que pudiera contestarle había saltado de la ventana y pude oír su crujir por entre los arbustos. Se oía un confuso murmullo procedente de la habitación grande. «Sí —dijo el perro americano—, así que le digo a él, no quiero que metas las narices en mi lamparilla,

42

¿ves? Siempre está vagando por ahí para ver lo


q u e p u e d e hu s me a r . » To ng F a , u n g a to s i a m é s q u e h a b í a llegado la tarde anterior, estaba hablando con Chawa. «Dígame, señora, ¿no nos permiten investigar el terreno por aquí?» Yo me enrosqué y eché un sueñecillo; toda esta charla me estaba dando dolor de cabeza. «¿La metemos en un cesto?» Me desperté con un sobresalto. El hombre y la mujer habían entrado en mi habitación por una puerta lateral. «¿Cesta? —preguntó la mujer—, no necesita que se la ponga en una cesta, la llevaré sobre mi regazo.» Se dirigieron a la ventana y se quedaron hablando. «Ese Tong Fa —murmuró la mujer—, es una lástima acabar con él. ¿No podemos h a c e r n a d a p a r a e v i ta r l o ? » E l h o m b r e s e m o v i ó i n c ó m o d o y se acarició la barbilla. «¿Qué podemos hacer? El gato e s viejo

y

casi

ciego.

Su

dueño

no

quiere

perder

el

tiempo con él. ¿Qué podemos hacer?» Hubo un largo silencio. «No me gusta —dijo la mujer—, es un crimen.» El hombre siguió silencioso. Yo me hice tan pequeña como me fue posible en una esquina de la jaula. ¿Viejo y c ie go ? ¿ E ra n és t as ra zon es pa r a u na s en t enc ia de mu e rt e ? Ningún

recuerdo

de

los

años

de

amor

y

devoción;

matar a los viejos cuando no se pueden cuidar ellos mismos. Juntos, el hombre y la mujer entraron en la habitación grande y cogieron al viejo Tong Fa de su caja. La mañana fue pasando lentamente. Yo tenía pensamientos sombríos. ¿Qué me pasaría a mí cuando fuese vieja? El manzano me había dicho que sería feliz, pero c u a n d o u n o e s j o v e n e i n e xp e r t o , e s p e r a r p a r e c e a l g o s i n fin. El viejo Georges entró. «Aquí tienes un poco de carne de caballo, gatita. Cómela que te vas a casa pronto.» Yo ronroneé y me froté contra él, y él se agachó para acariciarme la cabeza. Apenas hube terminado de c o m e r y h a c e r m i toilette c u a n d o l a m u j e r v i n o p o r mí. «Bueno, vamos, Fifí —exclamó, a casa con madame Diplomat (la vieja perra).» Me cogió y me llevó a través

43


de la puerta lateral. Madame Butterball estaba esperando, «Adiós, Feef —gritó---, ven a vernos pronto.» «Adiós, m a d a m e B u t te r b a l l — re p l i q u é yo —, m u c ha s gr a c i a s p o r su hospitalidad.» La mujer fue hacia donde estaba el hombre espe. rando junto a un enorme y viejo coche. Ella entró y se aseguró de que las ventanas estuvieran casi cerradas; entonces entró el hombre y conectó el motor. Arrancamos tomamos la carretera que conducía a mi casa.


Capítulo III El coche iba zumbando por la carretera. Altos cipreses se erguían orgullosos al lado de la carretera con frecuentes huecos en sus filas como testimonio de los de sas tres d e u na gra n gu e rra , una gue rra qu e yo co noc ía sólo por haber oído hablar de ella a los humanos. Seguimos corriendo, parecía no tener fin. Me preguntaba cómo funcionaban estas máquinas, cómo corrían tanto y durante tanto rato; pero no era más que un pensamiento intermitente, toda mi atención estaba puesta en las vistas del campo que iba pasando. Durante la primera milla o así había ido sentada sobre el regazo de la mujer. La curiosidad me ganó y con pasos inseguros me dirigí a la parte trasera del coche y me senté sobre un estante al mismo nivel de la v e n ta n a t ra s e ra d o nd e h a b í a u n a g u í a M i c h e l í n , ma p a s y otras cosas. Podía ver la carretera detrás nuestro. La mujer se movió más cerca del hombre y se murmuraban dulzuras. Me preguntaba si ella también iría a tener gatitos. Al sol le faltaba una hora a través del cielo cuando el hombre dijo: «Deberíamos estar casi allí». «Sí —replicó la mujer—, creo que es la casa grande a una milla y media de la iglesia. Pronto la encontraremos.» Seguimos conduciendo

más

despacio

ahora,

disminuyendo

la

velocidad hasta parar al girar hacia el camino y encont r a r e l p o r ta l c e r ra d o . U n d i s c re to b o c i n a z o y u n ho mb r e salió corriendo de la portería y se acercó al coche. Viendo y reconociéndome, se volvió y abrió el portal. Sentí una gran emoción al darme cuenta de que

yo

había sido el

motivo de que se abrieran las puertas sin que tuvieran que dar ninguna explicación. 45


Cruzamos el portal y el portero me saludó grave. mente al pasar. Mi v ida habí a sido muy ex tra ña, decidí, ya que ni sabía la existencia de la portería o el portal Madame Diplomat estaba al lado de uno de los céspedes h a b l a n d o a u n o d e l o s a yu d a n t e s d e P i e r re . Se v o l v i ó a l acercarnos y anduvo despacio hacia nosotros. El hombre paró el coche, salió e inclinó la cabeza educadamente. «Hemos traído su gatita, madame —dijo él—, y aquí tiene una copia certificada del

pedigree

del gato semen-

tal.» Los ojos de madame Diplomat se abrieron asombra. dos cuando me vio sentada en el coche. «¿No la encerraron en una caja?», preguntó. «No, madame —rep licó e l homb re — , e s un a gatita m uy bu ena y ha estado quieta y comportándose todo el tiempo que ha estado con nosotros. Consideramos que es una gata que se comporta excepcionalmente bien.» Me sentí enrojecer ante tamaños cumplidos y fui lo suficiente maleducada para ronronear dando a entender que estaba de acuerdo. Madame Diplomat s e volvió

imperiosamente

al

jardinero

ayu da nte y d i jo :

« Co rre a l a ca sa y di le a m ada me A lb e rt i n e q u e l a q u i e r o ver inmediatamente». «¡Pub! —gritó el gato del po rte ro de sd e d e trá s de u n á rb ol —, ya sé dónde has estado. N o s o t r o s l o s g a t o s d e c l a s e b a j a n o somos suficiente para-ti, tienes que tener niños bonitos!» « D i o s m í o — d i j o la mujer en el coche—, hay un gato. Fifí no debe tener contacto

con

Toms.»

Madame

Diplomat

r e d o n d o y t i ró u n p a l o q u e a r ra nc ó d e

la

se

g i ró

en

tierra. Pasó a

un pie de distancia del gato del portero « Ja, ja — rió mientras corría—, no podrías dar con la aguja de una iglesia, con un cepillo de la ropa a seis pulgadas de d istancia... vieja !», volví a enrojece r. El lenguaje era terrible y

sentí

un gran descanso al ver

a

madame

Albertine andando patosamente a toda prisa por el camino con su rostro radiante en señal de bienvenida. Le grité y salté derecha a sus brazos, diciéndole lo mucho 46


que la quería, cómo la había encontrado a faltar y todo lo que me había pasado. Por unos momentos nos olvidamo s d e to d o ex ce p to d e no s o tr a s , e nto n c e s la ra sp o s a v o z de madame Diplomat nos hizo volver al presente. «Albertine —chilló ásperamente—, ¿se da cuenta de que me estoy dirigiendo a usted? Haga el favor de atender.» «Madame —dijo el hombre que me había traído—, es ta ga ta h a s i d o ma l t ra t a d a . N o h a c o m id o lo s u f ic i e n t e . Las sobras no son lo suficientemente buenas para gatos siameses con

pedigree

y debería tener una cama caliente y

cómoda.» «Este gato es

valioso

—siguió diciendo—, y

sería una gata de concurso si se la tratara mejor.» Madame Diplomat fijó su mirada altanera. «Esto no es más que un animal, hombre, le pagaré su cuenta, pero no intente enseñarme lo que tengo que hacer.» «Pero, madame, estoy intentando salvar su valiosa propiedad», dijo el hombre, pero lo redujo al silencio mientras leía la cuenta, cloqueando con desaprobación de todo lo que veía. Luego, abriendo su monedero, sacó su talonario de cheques y escribió algo en un trozo de papel antes de dárselo. Madame Diplomat se volvió con rudeza y se fue con paso airado. «Tenemos que vivir esto cada día», le susurró madame Albertine a la mujer. Asintieron con simpatía y se fueron conduciendo despacio. Había estado fuera casi una semana. Mucho debía de haber pasado durante mi ausencia. Pasé el resto del día yendo de un lado a otro renovando asociaciones pasadas y leyendo todas las noticias. Durante un rato descansé segura y recogida sobre una rama de mi viejo amigo el manzano. La cena fueron las acostumbradas sobras, de buena calidad, pero así y todo sobras. Pensé lo marav i l l o s o q u e s e r í a t e ne r a l go c o m p ra d o e s p e c i a l m e n te p a ra mí en vez de siempre tener «restos». Al llegar el crepúsculo Gaston vino a buscarme, y al encontrarme me 47


arrancó d el sue lo y co rrió a l cobe rtizo co nm igo . Empujó l a p u e rt a h a s ta a b r i rl a y m e e c h ó e n e l o s c u ro i n te ri o r , dio un portazo tras él y se fue. Siendo francesa yo misma, me duele mucho tener que admitir que los humanos hanceses son, desde luego, muy duros con los animales. Pasaron días y semanas. Gradualmente mi tipo se convirtió en el de una matrona y mis movimientos fueron más lentos. Una noche cuando estaba casi al final, Pierre me tiró con rudeza al cobertizo. Al aterrizar en el duro suelo de cemento, sentí un dolor terrible, como si me estuvieran rompiendo. Dolorosamente, en la oscuridad de ese cobertizo, nacieron mis cinco bebés. Cuando me hube recuperado un poco, rompí un poco de papel y les hice un nido caliente y los llevé allí uno a uno. Al día siguiente nadie vino a verme. El día fue pasando lentamente pero tenía trabajo alimentando a mis bebés. La noche me encontró mareada de hambre y completamente seca, ya que no había ni comida ni bebida en el cober. tizo. El nuevo día no trajo alivio, no vino nadie y las horas se alargaron más y más. Mi sed era casi insoportable y me preguntaba por qué tenía que sufrir tanto. Al caer la noche los búhos ululaban y se precipitaban sobre los ratones que habían cogido. Yo y mis gatitos e s t á b a mo s e c h a d o s j u n to s y yo me p re g u n ta b a c ó m o i b a a seguir viviendo el próximo día. El d ía sigu iente hab ía ya ava nzado cuando oí paso s. Se abrió la puerta y allí, de pie, estaba madame Albertine, pálida y enferma. Se había levantado especialmente de su cama porque había tenido «visiones» de mí en apu ro s . Co mo l o si ntió , tra ía com ida y agua . Uno de mis bebés había muerto durante la noche y madame Albertine estaba demasiado furiosa para poder hablar. Su furia era tal al ver la manera como me habían tratado que fue y trajo a madame Diplomat y al señor duque. Madame Diplomat sintió haber perdido un gatito y el dinero

48


que eso representaba. El señor duque sonrió desamparadamente y dijo: «Quizá tendríamos que hacer algo. Alguien tendría que hablar a Pierre». Poco a poco mis gatitos fueron cogiendo fuerzas, gradualmente iban abriendo sus ojos. Vino gente a verlos, el dinero cambió de manos y antes de que dejara de amamantarlos me los sacaron. Yo divagaba por la finca d e s c o n s o l a d a m e n te . Mi s l a m e n to s e s to rb a b a n a m a d a m e Diplomat

y

ordenó

que

me

encerraran

hasta

que

callara. Ahora ya me había acostumbrado a ser exhibida en l a s r e u n i o n e s s o c i a l e s y n o d a b a n i n g u n a i m p o r t a n c i a q ue me sacaran de mi trabajo por el jardín para pasearme p o r el

salón.

Un

día

fue

distinto.

Me

llevaron

a

una

habitación pequeña donde madame Diplomat estaba sentada ante un escritorio y un hombre extraño estaba sentado en frente. «¡Ah! —exclamó él, cuando me entraron en la habitación—, así que ésta es la gata.» Me examinó e n s i l e n c i o , to r c i ó e l s e mb l a n te y s e re s t re gó u na d e s u s orejas. «Está algo descuidada. Drogarla para que se la pueda llevar como equipaje en un avión puede dañar su constitución.» Madame Diplomat frunció el ceño enfadada: «No le pido un sermón, señor veterinario —dijo ella—, si no hace lo que le pido muchos otros lo harán». Postuló furiosamente: «¡Cuánta tontería por un mero gato!». El señor veterinario se encogió de hombros impotente. «Muy bien, madame —replicó—, haré lo que usted quiera, ya que tengo que ganarme la vida. Llame u na ho ra o as í a ntes de co ger e l av ión .» Se l ev an tó , buscó a tientas su cartera y salió tropezando de la habitación. Madame Diplomat abrió el balcón y me envió al jardín. Había un aire de reprimida animación en la casa. Sacaban el polvo y limpiaban las maletas y pintaban en e l l a s e l n u e v o r a n go d e l s e ñ o r d u q u e . L l a m a ro n a u n c a rpintero y le dijeron que hiciera una caja de viaje de ma49


d e ra q u e c u p i e ra e n u na m a l e ta y c a p a z d e c o n te ne r u n gato. Madame Albertine corría de un lado para otro y tenía el aspecto de esperar que madame D iplomat cayera muerta. Una mañana, como una semana más tarde, Gaston vino al cobertizo por mí y me llevó al garaje sin darme desayuno. Le dije que tenía hambre, pero como de costumbre no me entendió. La doncella de madame Diplomat, Yvette, esperaba en el Citroén. Gaston me metió en una cesta de caña con una tapadera con correas y me colocaron en el asiento de atrás. Arrancamos a gran velocidad. «No sé por qué quieren que droguen al gato —dijo Yvette—, las reglas dicen que se puede llevar un gato a USA sin ninguna dificultad.» «¡Uh! —dijo Gaston—. Esa mujer está loca, ya he dejado de intentar adivinar lo que le hace gracia.» Se quedaron callados y se concentraron en conducir más y más aprisa. Los saltos e ran te rribl es . Mi po co pe so no e ra su fic ien te p a ra ap retar los muelles del asiento y me iba poniendo más y más morada dándome con los lados y la parte de arriba del cesto. Me concentré en estirar las patas y hundí las pezuñas en la cesta. Fue realmente una triste batalla para p re v e ni r l a p é r d i d a d e l c o n o c i m i e n to a c a u s a d e l o s g o l pes. Perdí toda noción del tiempo. Finalmente paramos patinando y rechinando. Gaston agarró mi cesta, subió unas escaleras y entró en una casa. Dejó caer la cesta sobre una mesa y sacó la tapadera. Unas manos me cogieron y me sentaron sobre la mesa. Inmediatamente caí, mis piernas ya no me soportaban, había estado agarrotada demasiado rato. El señor veterinario me miró horroriz a d o y l l e no d e c o mp a s i ó n . « P o d rí a ha b e r m a ta d o a e s ta g a ta —exc la mó e nfad ado a G a s ton— , no pu edo d a rl e una inyección hoy.» El rostro de Gaston se hinchó de furia. «Drogue al... gato, el avión sale hoy. Le han pagado, ¿no?» El señor veterinario descolgó el teléfono. «No 50


puede telefonear —dijo Gaston—, la familia está en el aeropuerto de Le Bourget y tengo prisa.» Suspirando el señor veterinario cogió una gran jeringa y se volvió hacia mí. Sentí un agudo y doloroso pinchazo en lo más profundo de mis músculos y todo a mi alrededor se volvió rojo, luego negro. Oí una lejana voz decir: «Ya está, esto la mantendrá callada durante...». Entonces el completo y absoluto olvido descendió sobre mí. Se oyó un horroroso rugido, tenía frío y respirar era un esfuerzo espantoso. Ni una pizca de luz en ningún sitio; nunca había conocido una oscuridad semejante. Durante un rato temí haberme vuelto ciega. Mi cabeza pa rec ía que se es tu vi e ra p arti e ndo e n p eda zos ; nu nc a me había sentido tan enferma, tan maltratada, tan miserable. El horroroso rugido continuaba hora tras hora; creí que me iba a estallar la cabeza. Sentía extrañas presiones en mis oídos y las cosas de dentro hacían

pop.

click

y

El rugido cambió haciéndose más fiero, luego una

sacudida, un fuerte ruido metálico y fui enviada con v i o l e n c i a c o n tr a l a ta p a d e ra d e m i c a j a . O t r a y o t ra s a c u dida y el rugido disminuyó. Ahora un extraño retumbar como las ruedas de un coche rápido sobre una pista de cemento. Más extraños movimientos y retumbos y entonces el rugido murió. Otros ruidos aparecieron sin embargo, el rascar de metal, voces ahogadas y un

chug chug

justo debajo mío. Con un golpe perturbador se abrió una gran puerta de metal a mi lado y extraños hombres e nt ra ro n c o n g ra n e s t r u e n d o e n e l c o m p a r t i m i e n t o d o n d e yo e s t a b a . Ru d a s m a n o s a g a r r a b a n m a l e ta s y l a s t i r a b a n a un cinturón moviente que se las llevaba fuera de la vista. Entonces me llegó el turno. Volé por el aire y aterricé con un golpe como para romper los huesos. Debajo mío algo daba tumbos y siseaba. Otro golpe y mi viaje terminó. Me eché de espaldas y vi el cielo del ama51


necer a través de algu nos agujeros para el aire. «Eh, ahí h a y u n g a to » , d i j o u n a e x tr a ñ a v o z . « O k a y , B u d , n o no s i ncu mbe » , rep li có el o tro homb re . Si n c e re monia al gu na agarraron mi caja y la echaron sobre una especie de vehículo; apilaron otras maletas encima y alrededor

y

ese algo con motor arrancó con un ruido rum, rum, rum, Perdí el conocimiento, debido al dolor y al susto. A b rí mis o jos y mi rando a tra vés de l a tel a me tál ica v is lu mb r é u na des nuda bomb il la e léc t r ic a . M e mov í con dificultad y débilmente me tambaleé hasta un plato de agua que había cerca de allí. Era casi demasiado esfuerzo beber, casi demasiado problema seguir viviendo pero después de beber me encontré mejor. «Bien, bien, señ o r a , ¿ e s t á s d e s p i e r t a ? » M i r é y v i a u n v i e j o y p e q u e ño ho m b re n e g ro q u e e s ta b a a b ri e nd o u n a l a ta d e c o m i d a , «Sí, señora, tú y yo, los dos, tenemos caras negras, espero cuidarte bien, ¿eh?» Me metió la comida dentro y yo intenté un ronroneo para demostrarle que aprec iab a su am abi l idad . Me a cari c ió la c abe za. « E h, ¿a que esto es algo? —murmuró para sí mismo—. Espera que le cuente a Saddie, ¡hombre, hombre!» Poder volver a comer era maravilloso. No podía comer mucho porque me sentía muy mal, pero lo intenté p a ra q u e e l h o m b re ne g ro n o s e s i n ti e r a i n s u l ta d o . M á s tarde di otro mordisquito y bebí un poco y luego me entró sueño. Había un trozo de manta en la esquina así es que me enrosqué en ella y me dormí. Más tarde me di cuenta de que estaba en un hotel. El personal iba bajando al sótano para verme. «Oh, ¿verdad que es lista?», decían las sirvientas. «¡Caray! Mira, hombre, esos ojos, son bellísimos», decían los ho m b re s . Una d e l a s v i s i t a s f u e mu y b i e nv e ni d a , u n c he f f r a nc é s . U no d e m i s a d m i ra d o re s l l a m ó p o r u n te l é fo n o : «Eh, FranÇois, baja aquí, tenemos un gato siamés francés». Unos minutos después un hombre gordo venía taro52


baleándose por el corredor. «Tú eres el ch at f r ar k aí s, ¿no?», dijo mirando a los hombres que estaban de pie alrededor. Yo ronroneé más y más alto, era como un lazo con Francia el verle. Se acercó y miró con ojos de miope y ec hó a hab la r e n un to rren te de fra nc és pa ris ino. Yo ronroneé y le chillé que le entendía perfectamente. «Ja —dijo una voz oculta—, ¿sabéis?, el viejo FranÇois y el gato se tocan en todos los cilindros.» El negro abrió mi jaula y yo salté directamente a los brazos de Francois, me besó y yo le di algunos de mis mejores lengüetazos y cuando me volvieron a meter en la jaula tenía lágrimas en los ojos. «Señora —dijo el ne gro qu e se cu idaba de mí—, no dudes de que has he cho un ligue. Supongo que vas a comer bien ahora.» Me gustaba mi asistente, como yo, tenía el rostro negro; pero las cosas agradables no duraron para mí. Dos días más tarde nos trasladamos a otra ciudad de los Estados Unidos y me dejaron en una habitación subterránea casi todo el ti empo . Du rante los año s s igu i entes la v ida e ra la mism a , día tras día, mes tras mes. Me usaban para producir gatitos que me sacaban antes casi de que dejaran de mamar. Finalmente el duque fue reclamado a Francia. Otra vez me drogaron y no supe nada más hasta despertar mareada y enferma en Le Bourget. La llegada a casa que yo había contemplado con placer fue, en cambio, un triste suceso. Madame Albertine ya no estaba allí, había muerto pocos meses antes de que volviéramos. Habían cortado el viejo manzano y habían hecho muchos cambios en la casa. D u r a n te a l g u no s m e s e s v a g u é d e s c o ns o l a d a me n t e p o r ahí trayendo algunas familias al mundo y viendo cómo me las sacaban antes de que yo estuviera preparada. Mi salud empezó a empeorar y más y más gatitos nacían muertos. Mí vista fue volviéndose insegura y aprendí 53


a « s e n t i r » m i c a m i n o . ¡ N u n c a o l v i d é q u e a T o n g F a lo habían matado porque era viejo y ciego! C a s i d o s a ño s d e s p u é s d e ha b e r v u e l to d e A m é r i c a , m a d a m e D i p l o ma t q u i s o i r a I r l a nd a p a ra v e r s i e ra u n lu gar apropiado para vivir ella. Tenía la idea fija de que yo le había traído su erte (aunque no por eso me trataba mejor) y yo tuve que ir a Irlanda también. Otra vez me l l e v a ro n a u n s i t i o d o n d e m e d ro g a ro n y p o r u n t i e mp o l a vida dejó de existir para mí. Mucho más tarde des. p e r té e n u n a c a j a f o r ra d a d e t e l a e n u n a c a s a e x t ra ña , S e o í a u n c o ns t a n t e z u mb i d o d e a v i o n e s e n e l c i e l o . El olor de carbón quemado me cosquilleaba los orificios nasales y me hacía estornudar. «Está despierta», dijo una abierta voz irlandesa. ¿Qué había pasado? ¿Dónde es. tab a yo ? Se ntí pá ni co p e ro es taba demas iado déb il pata moverme. Sólo más tarde oyendo voces humanas

y

explicándomelo un gato del aeropuerto comprendí

la

historia. El av ió n había a te rrizado en el ae ropue rto i rlandés Los hombres habían sacado las maletas del departamento de equipajes. «Eh, Paddy, hay un viejo gato aquí!»,

muerto

dijo uno de los hombres. Paddy, el capataz, se

acercó a mirar. «Busca al inspector», dijo. Un hombre habló por el micro y pronto apareció un inspector Departamento de Animales en escena. Abrieron mi

del

caja

y

m e c o g i e ro n c u i d a d o s a me n te . « B u s c a d a l d u e ño » , d i j o e l inspector.

Mientras

esperaba

me

examinó.

Madame

Diplomat se acercó furiosa al pequeño grupo que

me

r o d e a b a . Em p e z a n d o a b ra ma r y a c o n ta r l o i m p o r ta n te que ella era, fue cortada muy pronto por el inspector. «La gata está muerta —dijo el inspector—, por viciosa crueldad y falta de cuidado. Está embarazada y usted la ha drogado para evadir la cuarentena. Esto es una seria ofensa.» Madame Diplomat empezó a llorar diciendo que afectaría la carrera de su esposo si la llevaban 54


a los tribunales por una ofensa tal. El inspector tiró de su labio inferior y entonces con una decisión repentina dijo: «El animal está muerto. Firme una renuncia conforme podemos disponer del cuerpo y por esta vez no diremos nada. Pero le aconsejo no volver a tener gatos». Madame Diplomat firmó el dicho papel y salió medio llorando. «Bien, Brian —dijo el inspector —deshazte del cuerpo.» Se fue y uno de los hombres me metió otra vez en la caja y se me llevó. Muy vagamente oí el sonido de tierra revuelta, el ruido de metal sobre piedra y quizás una pala rascando contra una obstrucción. Entonces me cogieron y oí débilmente: «¡Glorioso sea! ¡Está viva!». Ante esto volví a perder la conciencia. El homb re , as í m e lo co n ta ro n , m i ró de sco n fi ad ame n te al reded o r

y

entonces seguro de que no le observaban, llenó el foso que había cavado para mí y se me llevó corriendo a una casa próxima. No volví a saber nada hasta «Está despierta», dijo una abierta voz irlandesa. Manos dulces me acariciaron, alguien me mojó los labios con agua. «Sean —dijo la voz irlandesa— esta gata está ciega. Le he balanceado la luz delante de sus ojos y no la ve.» Yo estaba aterrorizada pensando que me matarían por mi edad y ceguera. «¿Ciega? —dijo Sean—. Realmente es una bonita criatura. Iré a ver al vigilante para ver si puedo quedarme sin trabajar el resto del día. Bueno, y después la llevaré a mi madre, la cuidará. No podemos tenerla aquí.» Se oyó el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose. Unas suaves manos me aguantaban y me ponían la comida justo debajo de mi boca, y hambrienta comí. El dolor dentro de mí era terrible y pensé que pronto moriría. Mi vista había desaparecido por completo. Más tarde, cuando vivía con el lama, gastó mucho dinero para ver si se podía hacer algo pero descubrieron que mis nervios ópticos se habían roto con los golpes que había tenido. 55


L a p u e r ta s e a b ri ó y s e c e rr ó . « ¿ B i e n? » , p re g u n tó l a mujer—. «Le dije al vigilante qu e me sentía mal después de ver cómo trataban a una criatura de Dios. Dijo: "CIa. ro, Sean, tú siempre fuiste único para sentir tales cosas, bueno, puedes marcharte". Así que aquí estoy. ¿Cómo sigue?» «Mm, así así —contestó su mujer—. Le mojé los labios y comió un pedazo de pescado. Se pondrá bien pero ha pasado un mal trago.» El hombre deambulaba por ahí: «Dame algo de comer, Mary, y llevaremos el gato a madre. Voy a salir ahora y miraré los neumáticos». Yo suspiré. Más viajes, pensé. El dolor dentro de mí era u n rep e tido do lo r esp asmód ico . Po r ahí se o ía el entrechocar de platos y el sonido de un fuego que atizaban. Pronto la mujer fue hacia la puerta y llamó: «El té, Sean, el agua está hirviendo:>. Sean entró y oí cómo se lavaba las manos antes de sentarse para comer. «Tenemos que callarnos —dijo Sean—, si no nos perseguiría el guarda. Si podemos ponerla bien, sus gatitos nos da rán d ine ro . Es ta s c ria tu ras so n va li os ís ima s , ¿s abe s? » Su mu j er l le nó o tra taz a de té a nte s de co n te s ta r. «Tu madre lo sabe todo sobre los gatos, ella hará que se reponga, ella es capaz si es que hay alguien que lo sea. M á rc h a t e a n te s d e q u e l o s o tro s te rm i n e n d e t ra b a j a r.» «Y tanto» —dijo Sean mientras retiraba su silla ruidosamente y se levantaba. Se acercaron a mí y sentí que cogían mí caja. «Puedes poner la caja en la bolsa, Sean —dijo la mujer—, llévala bajo tu brazo, voy a hacer un cabestrillo para que puedas llevar el peso en tus homb ro s , a u n q u e n o e s q u e p e s e mu c ho , ¡ p o br e c i l l a ! » S e a n , con un tirante en sus hombros y alrededor de mi caja, se volvió y salió de la casa. El frío aire irlandés se colaba de l ic iosa me n te e n mi ca ja , tra ye ndo co ns ig o su v i go roso aliento del mar. Me hizo sentir mucho mejor, ¡si tan sólo el espantoso dolor se fuera! Un viaje en bicicleta 56


era una experiencia completamente nueva para mí. Una dulce brisa me llegaba a través de los orificios para el aire y el ligero mecimiento que no era desagradable me r e c o rd a b a e s ta r e c ha d a s o b r e l a s a l ta s ra m a s d e u n á rb o l que se mecía al viento. Un ruido como un crujido me llenó de curiosidad durante un rato. Primero pensé que mi caja se estaba rompiendo, luego concentrándome muc ho d e c i d í q u e l a c o s a d e l a s i e n to d o nd e s e s e nt a b a Se a n necesitaba aceite. Pronto llegamos a un terreno empinado. La respiración de Sean empezó a raspar en su garganta, los pedales se movían más y más despacio hasta parar por completo. «¡Uf! —exclamó—, es una p e s a d a c a j a l a q u e t i e n e s » , p u s o m i c a j a s o b re e l a s i e n t o , sí,

¡rechinaba!,

siguió a pie pesadamente empujando su

bicicleta despacio. Luego se detuvo, abrió el picaporte de un portillo y empujó la bicicleta dentro; se oía el raspado de la madera con el metal y el portillo se cerró de golpe detrás nuestro. ¿Dónde me meto ahora?, pensaba yo. Me llegó a la nariz el agradable olor a flores. Lo inhalé apreciativamente. «¿Y qué me has traído, hijo mío?», preguntó una voz de vieja. «Te la he traído para ti, madre», replicó Sean orgullosamente. Apoyando la máquina contra la pared, cogió mi caja, se limpió los pies con cuidado y entró en el edificio. Se sentó con un suspiro de alivio y le contó toda la historia que sabía de mí a su madre. Después de manosear la tapa la levantó. Hubo un silencio durante un momento. Luego, «¡Ah!

¡Qué

preciosidad de criatura debió de ser en sus

tiempos! Mírala ahora con su pelo burdo por la falta de c u i d a d o . M i r a c ó m o s e l e v e n l a s c o s t i l l a s . ¡ Q u é c ru e l d a d tratar así a estas criaturas!». F i n a l m e nt e me c o gi e ro n y m e p u s i e ro n s o b re e l s u e l o . Es desconcertante perder la vista repentinamente. Al principio mientras me movía con pasos vacilantes me daba contra las cosas. Sean murmuró: «Madre, crees 57


que... ¿sabes?». «No, hijo mío, éstos son gatos mu\ inteligentes, desde luego, gatos

muy

inteligentes. Re.

cuerda que te dije qu e los había visto en Inglaterra. No, no, dale tiempo y verás cómo se las arregla.» Sean se v o l v i ó h a c i a s u m a d re : « Ma d r e , v o y a l l e v a r m e l a c a j a y dársela al vigilante por la mañana, sabes.» L a v i e j a c o r r í a d e u n l a d o a o tro t ra ye n d o c o m i d a

v

agua y muy oportunamente me llevó a un cajón de tierra. Finalmente Sean se fue prometiendo volver dentro de unos días. La vieja cerró la puerta con cuidado y echó otro pedazo de carbón en el fuego hablando para

m is ma todo e l ra to en lo que pe ns é s e rí a i rl and és . Pa ra los gatos, claro está, la lengua no tiene mucha impon ta nc ia , ya que co nve rsa n y e scuc ha n po r te lep a tí a . Los hu m a no s

piensan

e n s u p ro p i o i d i o m a y e s a v e c e s u n

poco confuso para un gato siamés francés aclarar pensa. mientosimágenes enmarcados en alguna otra lengua desconocida. Pronto nos echamos para dormir, yo en una caja j un to al fu ego y l a v ie ja e n u n ca mas tro al o t ro l ad o d e la habitación. Yo estaba absolu tamente agotada, sin emb a rg o , e l d o l o r m o rd i é n d o m e d e n tro , n o m e d e j a b a d on m i r. F i na lmente el ca nsancio ga nó a l dolor y me do rmí. M i s s u e ño s fu e ro n te r ro r í f i c o s . ¿ A d ó n d e ha b í a i d o ? Me preguntaba en mis sueños. ¿Por qué tenía que sufrir tanto? Temía por mis gatitos que tenían que llegar. Temía que murieran al nacer, temía que no muriesen, ya que ¿qué futuro tenían? ¿Podría yo en mi débil estado alimentarlos? P o r la m añ an a, l a v ie ja e mp ez ó a mo ve rs e . L o s mu elles del camastro crujieron al levantarse y se acercó a atizar el fuego. Arrodillándose junto a mí, me acarició l a cab eza y d ijo : « Yo vo y a i r a m is a y lue go com e remo s a l g o » . S e l e v a n t ó y p r o n t o s e f u e . O í s u s p asos des va . n ec e rse po r el c am ino . Se o yó e l c l ic de la ve r ja d el ja t .

58


din y luego silencio. Yo me di la vuelta y volví a dormirme. Al final del día había recuperado algunas fuerzas. Pude moverme despacio. Primero me daba contra casi todo, pero pronto aprendí que no cambiaban los muebles muy a menudo. Con el tiempo aprendí a encontrar mi camino sin darme demasiados golpes. Nuestros vibrissae (bigotes de gato) actúan como un radar y podemos encontrar el camino en la más negra de las noches cuando no hay ni un destello de luz que ver. Ahora mis antenas tenían que trabajar todo el tiempo. Unos días más tarde la vieja le dijo a su hijo, que había ido a verla: «Sean, limpia el cobertizo de la leña que voy a ponerla allí. Con eso de que es ciega y yo que tampoco veo bien, tengo miedo de darle una patada y dañar a los gatitos y significa mucho dinero para nosotros. Sean salió y pronto oí una gran conmoción procedente del cobertizo de la leña al mover cosas y hacer montones de carbón. Entró y dijo: «Ya está todo arreglado, madre,, he puesto montones de periódicos en el suelo y he cerrado la ventana». Así que otra vez mi cama era de periódicos. Irlandeses esta vez. «Bueno —pensé—, el manzano dijo hace años que la suerte me llegaría en uno de los momentos más negros. Ya casi era hora.» El cobertizo era de planchas de madera embreadas con una desvencijada puerta y e l s u e l o e ra d e t i e r r a p i s a d a y e n l a p a re d s e gu a rd a b a una increíble colección de cosas de la casa, trozos de carbón y cajas vacías. Por alguna extraña razón la vieja tenía un enorme candado para cerrar la puerta. Cuando venía a verme se quedaba ahí murmurando y rebuscaba sin cesar entre las llaves hasta encontrar la correcta. Finalmente con la puerta abierta entraba a trompicones, tanteando el camino, en el triste interior. Sean quería reparar las ventanas para que entrara algo de luz; ningún 59


r a yo e n tr a b a e n e s te o s c u ro a g u j e ro , p e ro , c o m o d i j o

la

vieja, «el vidrio cu esta dinero, hijo mío, el vidrio cuesta dinero. Espera a que tengamos los gatitos para vender» L o s d í a s i b a n a r r a s t r á n d o s e . Te n í a c o m i d a y a g u a pero tenía también un constante dolor. La comida era escasa, suficiente para vivir, pero no suficiente para fortalecerme. Viví para dar a luz a mis gatitos y seguir viviendo era una lucha. Ciega, enferma y siempre hambrienta mantuve un débil agarramiento a la vida y fe en esos «mejores días que llegarían». Pocas semanas después de llegar a Irlanda sabía que mis gatitos nacerían pronto. Los movimientos se volvían d i fí ci le s y e l do lo r au me ntaba . Ya no podía es ti ra rme a todo lo largo ni enroscarme en un círculo. Algo había pasado dentro de mí y sólo podía descansar sentada con m i pe cho apoyado contra a lgo du ro pa ra ev i ta r p eso e n mis partes bajas. Dos o tres noches más tarde hacia medianoche

me

asaltó un espantoso dolor. Chillé en la agonía. Poco a poco con un inmenso esfuerzo mis gatitos vinieron

al

mundo. Tres de los cinco estaban muertos. Me quedé echada jadeando durante horas, todo mi cuerpo como llamas. Esto, pensé, era el fin de la vida, pero no, no

iba

en

a

serlo. Seguí viviendo. L a v i e j a e n t ró e n e l c o b e r ti z o p o r l a m a ñ a n a y d i jo cosas terribles al encontrar tres gatos muertos. Dijo

cosas

tan terribles que luego dijo una plegaria para ser perdonada. Yo pensé que ahora con dos gatitos que cuidar, pod ría i r d en tro d e la cas a do nde hab ía ca lo r y al go

más

que periódicos para echarse. Pero la vieja parecía odiarme por tener sólo dos gatitos vivos. «Sean —le dijo un atardecer a su hijo—, esta gata no vivirá más de dos o tres semanas. A ver si puedes dar voces de que tengo dos gatos siameses para vender.» Me iba debilitando cada día. Ansiaba la muerte pero 60


temía por mis gatitos. Un día, cuando ya casi dejaban de mamar, un coche aparcó junto a la entrada. Oí el clic de la verja al abrirse y dos personas acudieron por el caminito. Un golpe a la puerta de la casita. Unos segundos más tarde se abrió. La voz de una mujer dijo: «Creo entender que tiene un gatito siamés para vender». «Ah, claro, ¿quiere usted pasar?», replicó la vieja. Por un tiempo hubo silencio, luego la vieja vino desordenadamente y agarró a uno de mis bebés. Unos minutos más tarde volvió murmurando con mal humor: «Bah, ¿por qué querrán verte?». Me agarró tan violentamente que grité de dolor. Me llevó dentro de la casa mostrándome un gran afecto. Voces suaves dijeron mi nombre y me tocaron ligeramente. El hombre dijo: «Queremos llevarnos a la madre también. No vivirá a menos de que sea tratada». «¡Ah! —dijo la vieja—, es una gata muy saludable y buena, lo es.» Yo leí los pensamientos en la mente de la vieja: «Sí —pensó—, ya lo he leído todo acerca de usted, puede pagar mucho». Empezó a hacer mucho jaleo diciendo cuánto me quería y lo valiosa que yo era. Que no tenía intención de venderme. Yo me volví en dirección al hombre y dije: «Me estoy muriendo, ignóreme y cuídese de mis dos hijos». El hombre se volvió a la vieja y dijo: «¿Dijo que tenía dos gatitos?». Ella admitió que así era, así que el hombre dijo con firmeza: «Nos llevaremos los tres gatos o ninguno». La vieja dijo un precio que me sorprendió enormemente, pero el hombre sólo dijo: «Bueno, prepárelos que nos los llevaremos ahora». La vieja salió aprisa de la habitación para esconder su alegría y para poder volver a contar el dinero. Pronto mis dos chicos fueron puestos en una cesta muy especial que el hombre y la mujer habían traído. La mujer se sentó en la parte trasera del coche conmigo en su regazo y la gran cesta la colo caro n en el asiento delantero junto al hombre. Despacio y con 61


c u i d a d o e m p e z a m o s l a m a r c h a . « Te n d re m o s q u e l l a m a r al vet para que vea a Fifí inmediatamente, Rob», dijo el hombre. «Está muy enferma, llamaré tan pronto corno l l e gu e m o s a c a s a , v e nd r á h o y . ¿ D e j a rá s q u e l o s g a t i to s vayan juntos?» «Sí», dijo el hombre. «Entonces no estarán solos.» Seguimos marchando con tanto cuidado que no sentí ningún dolor. Las palabras del manzano volvieron a mi mente: «Conocerás la felicidad, Fifí» ¿Era esto?, me preguntaba. Segu imos rodando po r la ca rre tera du ra nte muc has m i ll as , ento nce s g i ramo s por una agud a cu rv a con cu í• dado y tomamos u na subid a mu y e mpinada. «Bu eno , ya e s tamo s en cas a , ga to s» , d ijo e l ho mb re . Pa ró e l mo to r, salió y se llevó la cesta que contenía a mis gatitos. La mujer salió con cuidado sin sacudirme y me llevó en brazos, subimos dos o tres peldaños hasta la casa. ¡Qué diferencia! Aquí sentí inmediatamente que se me qu ería y e ra b i e nv e ni d a ; d e c i d í q u e e l á rb o l te ní a ra z ó n . ¡ P e ro me sentía tan terriblemente débil! La mujer se dirigió a l t e l é fo no y h a b l ó c o n e l ve t q u e h a b í a n m e nc io nad o . D e s p u é s d e d a r l a s g ra c i a s c o l g ó . « V e n d rá e n s e g u i d a » , dijo ella. No tengo la intención de escribir sobre mi operación o mi larga lucha para volver a la vida. Bastará decir que m e hic ie ro n un a ope ració n mu y di fíc i l para s aca rme u n i nme nso tu mor u te rino . Me h i ci e ron u na hi s te re c tom ía, así que me quedé libre de la dureza de tener más bebés. El hombre y la mujer se quedaron conmigo noche tras noche, ya que la operación fue tan severa que creyeron que no me recuperaría. Yo sabía que no sería así porque ahora estaba en casa y me querían.


Capítulo IV Mi operación ya pasó, todo lo que tenía que hacer ahora era recuperarme. Antes había estado demasiado enferma para preocuparme de

quién

vivía en la casa o

cómo era. El señor veterinario irlandés había dicho: «Deben llevarla a casa y darle cariño, lo necesita mucho y no vivirá si sigue viviendo aquí». Así que a casa me llevaron. Durante los dos primeros días estuve muy quieta, con el hombre y la mujer cuidándome todo el tiempo y persuadiéndome para que probara las más exquisitas comidas. No las tomaba muy fácilmente porque yo quería que tuvieran que persuadirme. Quería saber que me consideraban lo suficiente importante para tomarse el tiempo necesario para persuadirme. El tercer día después de que el veterinario irlandés hubiera estado allí, el hombre dijo: «Voy a dejar entrar a lady Ku'ei, Feef». Salió y pronto volvió murmurando con afecto a alguien. Al acercarse dijo: «Feef, ésta es lady Ku'ei. Ku, ésta es la señora Fifí Bigotesgrises». Inmediatamente oí la más bella voz de una joven señora gata siamesa que hubiera oído jamás. ¡El tono! ¡La fuerza! Yo me quedé emocionada y deseé que mi pobre madre hubiera podido oír una voz tal. Lady Ku'ei se sentó en la cama con el hombre sentado entre nosotras. «Yo soy lady Ku'ei —dijo ella—, pero como vamos a vivir juntas, puedes llamarme miss Ku'ei. Estás ciega, así que cuando puedas andar te enseñaré el lugar y te indicaré los obstáculos, el excusado, donde comes, etcétera. Y hablando de esto —remarcó en un tono de satisfacción—, aquí

no

comemos restos, ni rebuscamos las

basuras (cuando nadie mira); nuestra comida la compran especialmente para nosotras y es de la mejor calidad.

63


A ho ra a tie nde po rqu e vo y a hab la rte un po co de la cas a y no voy a hacerlo dos veces.» «Sí, miss Ku —repliqué hu m ild e m en te — , te p res to to d a m i a te nc i ó n . » Me es ti ré un poco para aliviar la presión en mis puntos. «Esto es Howth, condado de Dublín —comenzó m i s s Ku — , v i v i m o s e n u n a c a s a c o l ga d a e n l o m á s a l to de una colina. El mar está a ciento veinte pies bajo nues. tro, justo debajo, así es qu e no caigas o la gente se mo• lestaría si dieses con un pez. Debes mantener tu dignidad con las visitas, recuerda que eres un P.S.G., pero puedes alborotar libremente con la familia.» «Por favor, miss Ku —intercedí—, ¿qué es

1 1 1 7

P.S.G.?» « ¡Bu eno , vamos !

Eres

u na es túp ida vi ej a g a ta — re .

plicó miss Ku—, cu alquier a sabe qu e P.S.G . indica qu e e re s u n

Pedigree

gato siamés a pesar de que no estás

demostra ndo la inte lige nc ia esperad a de noso tros. P e ro no interrumpas, te estoy dando la información esencial.> « L o s i en to , mi ss Ku , no te in te r ru m p i ré o t r a ve z .» Mi s s Ku pensativa se rascó la oreja con el pie. «El hombre, como tú le llamas, es el lama T. Lobsang Rampa del Tibet. Entiende el siamés gatuno tan bien como tú y yo, así que no puedes esconderle los pensamientos. Es gran d e , b a rb u d o y c a l v o y e s tá c a s i m u e rto d e l c o ra zó n , ha t e n id o u na o d o s a fe cc io n es c o ron a ri as . H a es t ad o mu y enfermo, desde luego, y todos pensamos que íbamos a perderle.» Yo asentí gravemente sabiendo lo que era e s t a r e n f e r m a . M i s s K u c o n t i n u ó : « S i t i e n e s p ro b l e m a s díselo y te ayudará en seguida, si quieres alguna comida e n p a r ti c u l a r , d í s e l o , l e p a s a r á e l re c a d o a M a » . « ¿ Ma ? — p r e g u n t é y o — , ¿ e s t á t u m a d r e c o n t i g o ? » « N o s e a s tan ridícula —replicó miss Ku con cierta aspereza—. Ms es Rab, la mu jer, ya sabes, la que hace nuestra compra, lava nuestros platos, nos hace la cama, cocina para nos. o t r o s y nos deja dormir en su cama. Yo soy su gata,

64


¿ s a b e s ? , t ú e re s l a g a t a d e l l a m a — d i j o m i s s K u c o m o d e pasada—. Dormirás aquí, en esta habitación, a su lado. Oh, claro, no puedes ver a Ma. Es algo baja, bonitos ojos y tobillos y una cómoda gordura en todas las otras partes. Ningún hueso se te clavará cuando te sientes en su regazo.» Hicimos una pausa por un momento. Miss Ku para r e c o b ra r l a re s p i ra c i ó n y yo p a ra a s i mi l a r l a i n fo rma c i ón que se me había dado tan repentinamente. Míss Ku jugueteaba con la punta de su cola perezosamente y continuó: «Tenemos a una joven señora inglesa viviendo con nosotros como uno de la familia. Es muy alta, muy delgada y tiene el pelo del color de un Tom mermelada qu e v i una ve z. B a s ta nte amab le al f in y al cabo y te hará caso a pesar de que le

gustan

los grandes apestosos perros y

niños chillones». «Bueno, Ku'ei —dijo el lama—, Feef debe descans a r , y a l e c o n ta rá s m á s l u e g o .» C o g i ó a m i s s K u y l a s a có de la habitación. Durante un rato seguí echada en su cama ronroneando de contento. Se acabaron los restos, siempre había pensado que me gustaría tener algo comprado especialmente para mí. Ser querida, ésta había sido mi ambición a través de los largos y míseros años. Ahora me

querían,

y mucho. Sonreí satisfecha y caí

dormida. Cuando mis heridas de operación se cerraron y me s a c a ro n l o s p u n to s , p u d e i r m o v i é nd o m e má s y m á s . Mu y cautelosamente al principio por mi ceguera, pero más segura cuando me enteré de que no se movía nada sin que antes me llevaran allí y me enseñaran su posición en relación con las otras cosas. Miss Ku'ei iba conmigo diciendo dónde estaba todo y a las personas que venían se las avisaba de que era ciega. «¿Qué? —replicaban—. ¿Ciega? Pero tiene unos ojos tan grandes y bonitos, ¿cómo puede ser ciega?» 65


Finalmente consideraron que estaba la suficientemente bien como para salir al jardín. El aire era maravilloso con el lor del mar y las plantas. Durante muchos días no dejaba a nadie entre la puerta y yo, estaba constantemente aterrorizada de que me dejasen fuera. Miss Ku me regañaba: «No seas una vieja absurda, Feef, somos per. sopas aquí, nadie te dejará fuera nunca». Nos echába-

mos en la cálida hierba y miss Ku me describía la es. cena. D ebajo nuestro los movimientos de las olas llega. ban a nosotras con su blanca espuma. El agua en la cueva debajo de la casa gruñía y rugía y en días tormentosa pa rec ía ag i ta r todo el ac an ti l ado . A la i zqu ie rda es taba e l aca nt il ado co n e l f a ro a l f in a l . A u n mi l la o a sí e n e l mar, se erigía el Ojo de Irlanda cobijando al pequeño puerto de los peores estampidos del turbulento mar l a nd é s . A l a d e re c ha s e v e í a e l D i e n t e d e l D i a b l o p ro t e giendo de las altas olas el lugar donde se bañaban los hombres. A miss Ku le gustaba muchísimo mirar baña rs e a lo s homb res , y p robab le me n te a mí me hu bi era g us tado t amb ié n s i hub ie ra pod ido ve r toda s l as cos as, como los demás. Detrás de la casa se erigía el pico del monte de Howth desde cuya cima se veían, en un día claro, las mon. tañas del País de Gales en la tierra firme y las montañas de Mourne en Irlanda del Norte. Esos fueron días felices mientras nos desperezábamos a la luz del sol y miss Ku m e hab laba d e

nuestra

fam i li a . G radu a lm ente fu i pe r-

d ie nd o m is t emo r es d e que m e de ja ra n fu e r a . Ya no me enviaban a un gran y rudo Tom. Ahora se me quería pura y simplemente por mí misma y como la misma miss Ku dijo, me ensanché bajo la influencia como una flor a la que se llevara a la luz del sol después de haber estado encerrada en la oscuridad de un solitario sótano Fueron días maravillosos; el lama me ponía en las ramas bajas de un arbolito y me tenía cogida para que no 66


pudiera caerme y yo soñaba que aquí finalmente había entrado en el cielo. Las gaviotas me preocupaban al principio mientras volaban por encima y decían con sus gritos: «Mira esa gata ahí abajo, la llevaremos al acantilado y entonces nos la comeremos». Miss Ku rugía nuestro famoso grito siamés de guerra y desenvainaba sus pezuñas preparada para cualquier ataque. En el aire se oía débilmente sus

z u g - z u g - z u g,

y todos los pájaros encima daban vueltas

locamente y se escapaban. Por un tiempo no comprendí lo que pasaba, no podía estar siempre haciendo preguntas y entonces encontré la respuesta. Los barcos de pesc a d o e s ta b a n e nt ra nd o y l o s p á j a ro s i b a n e n b u s c a d e l o s desechos de pescado que se quedaban en los muelles. Ya estaba descansando en la agradable sombra de u n a rb u s to V er on ic a u n a t a r d e s o l e a d a c u a nd o m e l l a m ó miss Ku: «Prepárate, Feef, vamos de paseo en coche». Un coche y miss Ku estaba

contenta.

«Pero, miss Ku

—expuse yo—, simplemente no podría ir en coche, ¿y si me dejaran en algún sitio?» «Feef —gritó el lama—, ven, vamos todos a paseo.» Yo estaba casi desmayada del susto y me tuvieron que coger y llevarme en brazos al coche. No así miss Ku, que cantaba de contento y corrió al coche gritando: «Yo tengo el sitio de delante». «¿Conducirá el lama, miss Ku?», pregunté tímidamente. «Claro que sí, y no le llames el lama todo el tiempo, llámale jefe como yo.» Así que el lama, perdón, el jefe, e nt ró e n e l c o c h e y s e s e n tó e n e l a s i e n to d e l a n t e ro j u nt o a miss Ku. Ma se metió en el coche y se sentó detrás conmigo en la falda. La joven señora inglesa (no podía decir su nombre todavía) se sentó junto a Ma. «¿Seguro que has cerrado las puertas?», preguntó el jefe. «Claro, siempre lo hacemos», replicó Ma. «Venga, venga, ¿para qué perdemos el tiempo?», gritó miss Ku. El jefe hizo lo necesario para poner el coche en marcha y nos fuimos.

67


Quedé sorprendida de la suavidad de nuestro tta. yecto. Esto era muy distinto de ser tirado violentamente d e un lado a otro como había sido mi experiencia en F ra nc i a y A m é r i c a . B a j a m o s u n a p e n d i e n te m u y f u e rt e y tomamos u na cu rv a d i fí ci l . Rod ando qu izá , ¿q ué e ra n aquí, millas, kilómetros?, tres o cuatro minu tos girarnos a la derecha, seguimos otro minuto o dos y paramos Pararon el motor. El olor del mar era fuerte. Unas ligeras gotas que llegaban con la brisa me cosquilleaban la nariz Ruidos de muchos hombres, sonidos de motores de pu/. p u f. U n fu e r te o l o r a p e s c a d o , y p e s c a d o q u e h a b í a e s . t a d o d e m a s i a do r a to a l s o l . O l o r d e hu m o y d e c u e rd a s alquitranadas. «Ah, pescado bueno —dijo la joven in. g l esa resp i ra ndo el ai re—. ¿Vo y a busc a r u n poco ? » Así que fue a ver a un viejo amigo que nos vendería pescado recién salido del mar. ¡C ling!, hizo la cosa del equipaje en la parte trasera del coche cuando echaron el pescado allí. ¡Bang!, hizo la puerta al entrar en el coche la joven inglesa y cerrarla de golpe. «Miss Ku — m u r m u r é — . ¿ Q ué es e s te lugar?» «¿Es to? Éste es e l pu erto de pesca do nde toda s la s ba rca s vi en en a tra e rno s nu e s tra c en a , grandes naves para guardar pescado junto a nosotros y al o t r o l a d o agua. Barcos atados con pedazos de cuerda para que no

se

vayan

antes

de

que

todo

el

mundo

esté

preparado.» «¿Y ese humo?» «Oh, cuelgan pescado en el humo, así no se corrompe tan aprisa o por lo menos no puedes olerlo en seguida a causa del humo.» Saltó sobre el respaldo del jefe y gritó: «¿A qué esperamos? Vamos a Portmarnock». «Oh, Ku, eres un desastre de impaciente», dijo el jefe, mientras ponía el coche en marcha. «Miss Ku —dije yo, me temo que en un tono preocupado—, esta joven inglesa, no puedo decir su nombre y l a ma ne ra com o lo p ro nu nc io e s u n i nsu l to p a ra u n Tom demasiado embalado. ¿Qué hago?» Miss Ku se sentó y

68


pensó durante un rato y entonces dijo: «Bueno, no

sé».

De repente se animó y dijo: «Eh, ya lo sé. Lleva un vestido verde, es muy alta y delgada y el pelo encima es una especie de amarillo. Oye, Feef, llámala Buttercup,' ella no lo sabrá». «Gracias, miss Ku —repliqué yo—, la llamaré miss Buttercup.» «Miss Nada —respondió m i s s K u — , s i d e b i é ra mo s d a r l e t í t u l o s e r í a m i s s i s , c o m o t ú h a t e n i d o g a t i t o s t a m b i é n . N o , F e e f , n o e s t á s e n t r e la educada sociedad francesa ahora; estás en

casa

así que

dices, jefe, Ma y Buttercup. Yo soy miss Ku.» El coche siguió avanzando despacio y suavemente. Casi antes de saber lo que pasaba habíamos llegado allí y paramos. Se abrieron las puertas del coche y me sacaron en

brazos.

«¡Ah!,

esto

es

vivir»,

gritó

miss

Ku.

Unas

manos suaves cogieron las mías y las hundieron en la arena. «Mira, Feef, arena», dijo el jefe. El rugido y el rumor de las olas contra las rocas me calmaba, el sol calentaba mi espalda. Miss Ku corría como loca por la arena chillando con alegría. La familia (mi familia) estaba sentada al lado tranquilamente. Yo me senté a sus pies y jugaba con un guijarro. Yo era demasiado vieja y no me había curado lo suficiente todavía como para correr como u n c a b a l l o d e s b o c a d o c o m o m i s s K u . C o n l a a g r a dable y cálida luz solar me quedé dormida... Había nubes encima del sol y el débil gotear de lluvia. «Raro —pensé—, ¿cómo puedo estar

a q uí ? »

En-

tonces lo comprendí, estaba viajando en Astral. Ligera como una nube, me sentí empujada pasando sobre carreteras costeras y moviéndome hacia el interior. Más y más al interior, el gran aeropuerto «Le Bourget». Una l a rga h il e ra de e rgu idos cip re ses qu ie tos como ce ntinel as a l o la r go d e u n a ca r re te ra r e c ta . La a gu ja d e u na i g les ia medio tapada de niebla y los árboles en el cementerio 1. Flor (Botón de oro).

69


l lo rando ba jo l a l luv ia po r aqu el los qu e estab an deb ajo . Me moví llevada por la corriente como un fantasma, seguí moviéndome y bajé. De repente vi, ya que no se es ciego en el Astral. «En memoria de...» Por un momento no comprendí, luego sí. «Madame Albertine —grité— enterrada aquí.» Se me escapó una lágrima. O sea que había sido la única que me había a mado . A ho ra s e hab ía ido y y o h abí a co nse gu ido la f e licidad y cariño. Pero entonces pensé que ella se había ido de este malvado mundo y entrado en el amor y la f e l i c i d a d ta mb i é n . C o n u n s u s p i ro y u n a ú l t i ma m i ra d a volví a ascender y seguí mi camino. Debajo mío el portero estaba barriendo un patio detrás de la portería. Un perro atado al muro, gruñó y gimió intranquilo a mi paso. La casa apareció amenazante a n te m í , m a j e s tu o s a , f rí a c o n a s p e c to d e p o c o s a m i go s , co mo p ro h ibi endo que se e ntra se e n e l la . Mad ame D ip lomat salió a la terraza. Instintivamente me volví para c o r re r, p e ro c l a ro , e l l a n o me v i o p l a ne a nd o a l a a l tu ra de sus hombros. Parecía delgada y cansada. Grandes arrugas de descontento destruían sus facciones. Los lados de su boca se volvían hacia abajo y con delgados labios y apretados orificios nasales, se la veía desde luego amargada. Seguí mi camino, me moví hacia el viejo manzano y me paré en seco aterrada. El árbol había desaparecido, l o habían talado e incluso su base había sido extraída Silenciosamente, dolorosamente planeé alrededor. Movida por un extraño impulso me moví hacia el viejo cobertizo que había sido mi única casa. Mi corazón casi se paró; los restos de mi amigo el manzano estaban apilados co n tra u n mu ro como le ña pa ra e l fu ego . Un mov imie n to d e l a p u e r ta y a hí e s t a b a P i e r re c o n e l h a c ha l e v a n ta d a . Yo grité y desaparecí del lugar... «Pobre, pobre, Feef», dijo el jefe levantándome en

70


su hombro y echó a andar conmigo. «Has tenido una pesadilla y a la luz del sol. Me asombras, Feef.» Yo tuve u n e s c a l o f r í o y r e p e n t i n a me n t e s e n tí g ra ti tu d . V o l v i e n do mi cabeza le lamí la oreja. Me llevó a la orilla del agua y se quedó allí de pie conmigo sobre el hombro. «Sé lo que sientes, Feef —dijo él—, yo también he pasado por cosas d u r a s , ¿ s a b e s ? » M e a c a r i c i ó l a e s p a l d a , y v o l v i é n dose e chó a a nd a r e n d i re cc ión a lo s d e más . « ¿ Vo lvemo s? — p re gu n tó — . La v ie ja ab u e la B i go te s g ris es e s tá ca n sada.» Yo

ro n ro ne é ,

ro n ro n e é

y

ro n ro n e é .

Era

s i m p l e m e n te

maravilloso tener a alguien que pensara en mí, que me pudiera hablar. Subimos todos al coche y emprendimos el camino de vuelta a casa. Supongo que soy una vieja gata chalada o algo así, pero tengo unas cuantas fobias. Ni ahora me gustan los coches. El ser ciega tiene algo que ver con ello, pero todavía ahora tengo el temor de que me van a dejar en algún sitio. Miss Ku'ei es serena, una experimentada dama de sociedad a quien nada sorp re nde . En todos lo s momentos es due ña d e la s i tu ac ió n. Yo, bueno, como digo, soy a veces algo excéntrica. Esto hace todavía más maravilloso el que me quieran tanto. E s u n a s u e r t e q u e a s í s e a p o r q u e a h o r a n o p u e d o s o p o rta r es ta r sol a . D u ra nte año s e s tuve ha mb ri e n ta de a fec to y ahora quiero todo el que me faltó. Corrimos sobre la montaña de Howth a lo largo de donde las vías de los trenes hacían meandros junto a la c a r re te ra , ha s t a l l e g a r a l p u n to má s a l to . L u e g o b a j a m o s al pueblo, giramos a la izquierda antes de llegar a la iglesia, pasada la casa de los O'Grady otra vez a la izquierda y llegamos a casa. El querido y viejo señor Loftus, «nuestro policía», estaba mirando por encima del muro. Nunca pasábamos junto a él sin hablarle, porque el jefe decía que era uno de los mejores hombres d e I rl a nd a o c u a l q u i e r o t ro s i t i o . Y o e s ta b a c a n s a d a , c o n tenta de llegar a casa. Todo lo que quería era un poco

71


de co mid a , algo de beber y lu ego do rmir en la c ama de l jefe con el rumor de las olas adormeciéndome, recordando los tiempos en que madre me cantaba hasta que me dormía. Lo último que oí antes de dormirme fue a m is s Ku : «H i , qu ie ro ba ja r co nti go a l ga raje y gu arda r e l co ch e» . El ru ido so rdo de u na pu e rta y t odo se quedó qu ie to . Era ma rav il loso do rm i r, sab ie ndo qu e nad ie ve ndría a perseguirme o buscarme para llevarme a un oscuro cob e rti zo . S abi e ndo que s e me respe taba co mo a un se r humano, tenía los mismos derechos que los demás en la casa. Con un suspiro de satisfacción me enrosqué v ronqué un poco más fuerte. «¡Feef! ¡Abuela Bigotesgrises! Sal de esta cama, el jefe quiere meterse.» «Ku'ei, no seas tan mandona. Por supuesto que Fifí puede quedarse en la cama. ¡Va, cállate!» El jefe parecía enfadado. Levanté un poco la cabeza para oír m ejo r, ento nc es ad iv iné dónde e s taba el suelo y salté. Unas manos suaves, pero firmes, me cog i e ro n y v o l v i e ro n a me t e rme e n l a c a m a . « B u e no , F e e f, e re s t a n ma l a c o m o K u ' e i . Q u é d a te e n l a c a m a y ha z m e compañía.» Me quedé. El lama (perdón, el jefe) era un hombre enfermo, Hacía ya algún tiempo que había tenido tuberculosis (uno de mis bebés había muerto de esto hacía años) y a pesar de que le curaron sus pulmones no se habían quedado igual. Había tenido una trombosis coronaria tres veces y otras cosas también. Como yo, tenía que descansar mu cho . A vec es du rante l a noc he se pa seaba d e un lado a otro de la habitación a causa del dolor. Yo paseaba ju nto a él intentando consolarle. Esas largas horas de la noche cuando estábamos solos eran las peores. Yo dormía mucho durante el día para poder estar con él du. rante la noche. Ma dormía en u na habitación al otro lado de la casa y miss Ku la cuidaba. Buttercup dormía en una habitación del piso de abajo desde donde podía

72


mi ra r m ás al lá de l ma r i rlan dés y po r l as ma ña na s ve r e l barco de Liverpool dirigiéndose al puerto de Laoghaire. El jefe y yo dormíamos en una habitación que daba a l a b ahía de B al sc adde n y al pu e rto y e l mar d e I rl and a . S e quedaba echado en la cama durante horas mirando la siempre

variada

escena

con

sus

poderosos

binóculos

japoneses. Nuestro gran amigo, Brud Campbell, había extraído el deficiente cristal de origen e insertado uno del más pu ro cristal plata para que el paisaje no perdiera en nada. Mi e n tras es tába mos se n tados ju n tos , él e scu d riñando el paisaje, me iba diciendo todo lo que veía, poniéndolo en pensamientos-imágenes telepáticas, así que yo podía verlo tan bien como él. El Ojo de Irlanda; me contaba cosas sobre los monjes que muchos años atrás habían intentado construir una pequeña iglesia allí, pero finalmente se habían tenido que rendir a las tormentas que azotaban el lugar. Miss Ku me habló del Ojo de Irlanda también. Había sido lo suficientemente valiente como para ir con el jefe en un bote hasta allí atravesando el mar, para jugar con la a re na d e l a i s l a . Me c o n tó c o s a s d e l o s g a t o s p i ra ta s q ue v i v í a n e n l a i s l a y a s u s t a b a n a l o s p á j a ro s y l o s c o ne j o s . E l j e f e n o m e e x p l i c ó na d a s o b re l o s g a to s p i ra ta s ( q u i z á no creía que los gatos pudieran caer tan bajo), pero sí me contó cosas sobre los contrabandistas humanos e incluso podía nombrarlos. Había bastante contrabando en el distrito y el jefe conocía a casi todo el mundo conectado con éste, había tomado muchas fotos con una máquina telefoto. Ma también hacía fotografías y donde quiera que fuese llevaba una cámara en su bolso. Pero la mayor p reo cupac ió n de Ma e ra cu ida rnos a todo s e in tenta r que e l jefe siguiera viviendo unos cuantos años más. Estaba siempre ocupada. Miss Ku, claro está, lo supervisaba todo

73


y se aseguraba de que nadie hiciera el vago y de tener todos los viajes en coche que quisiera. Buttercup estaba muy ocupada también. Ayudaba en las cosas de la casa y cuidaba al jefe y daba grandes paseos para coger ideas para dibujar y pintar. Es una artista muy hábil, me dicen miss Ku y el jefe. Ésta es la razón por la que le pedí que me ilustrara este librito mío. Y miss Ku dice que lo está haciendo mejor de lo que nadie podría hacerlo. Ojalá pudiera verlos pero nadie puede darme la vista. Siempre metíamos al jefe en cama antes de que le diera un ataque de corazón y entonces venía el señor Loftus a hablar con él. El señor Loftus era un hombre e no rm e , a l to y cu ad rado y todos le adm i rab an i nme ns a . mente. Miss Ku, que me ha dado permiso para decir que es un

flirt,

l e a d o ra b a . L a s e ñ o r ' . O ' G r a d y e ra o tr a

visita bienvenida, una que llegaba en cualquier momento Una a quien se la aceptaba como a una de la familia. Bru d Campbell no venía tan a menudo como hubiéramos d e s e a d o , e ra u n ho m b re m u y o c u p a d o , o c u p a d o p o rq u e era un trabajador tan bueno, y sus visitas eran demasiado escasas. U n d í a e s ta b a n h a b l a n d o d e v i a j e s , d e v i a j e s a é r e o s en particular. Miss Ku dijo: «10h! cuando vinimos de Inglaterra (con gritos de alegría) la línea aérea no per. mitía ir a los

gatos

e n e l m i s m o c o m p a r t i m e n to q u e l o s

humanos. El jefe dijo: "Bueno, si no quieren a mi gato tampoco me quieren a mí, alquilaremos un avión y nos llevaremos todas nuestras cosas también". —Miss Ku hizo una pausa para crear más efecto dramático y continué—: Así que alquilamos un avión y tenían una botella de oxígeno para el jefe y se enfadó en el aeropuerto de Dublín porque querían ponerle en una silla de ruedas como a un inválido». Me dio como una sensación de calor el pensar que la familia nos tenía tanto en cuenta

74


a miss Ku y a mí, como a cualquier ser humano. Entonces el jefe se rió de nosotras y nos dijo que éramos un par de gatas criticonas. «Miss Ku —dije yo una mañana—, la señora O'Grady viene mucho por aquí, pero ¿por qué no el señor?» «Querida, querida —replicó miss Ku—, tiene que trabajar, se cuida de la electricidad de Irlanda y si no la metiese en los hilos, ¿cómo íbamos a cocinar?» «Pero miss Ku, nosotros utilizamos gas en una cosa de metal y unos hombres traen esas cosas de metal cada tres semanas.» Miss Ku suspiró exasperada. «Feef —dijo ella, después de respirar hondo para calmarse, como nos había enseñado el jefe—. Feef, la gente ve y para ver necesita la electricidad, ¿entiendes? Tú no ves, por eso no lo sabes. Tenemos unas botellas de cristal atadas a unos palos y colgadas del techo. Cuando la gente les echa electricidad nos llega la luz a través de los hilos. U t i l i z am o s e l e c tr i c i d ad , F e e f . » S e v o l v i ó m e d i o m u r m u rando: «Los gatos me ponen enferma, siempre pregunt a n d o t o n te r í a s » . S i n l u g a r a d u d a s , u t i l i z á b a m o s e l e c t r i cidad. El jefe y Ma tomaban muchas fotos de color y las e ns eñ aba n en u na pa n ta ll a co n una lá mpa ra espe ci al . Me g u s t a b a s e n t a r m e d e e s p a l d a s a l a l á m p a r a y d e c a r a a la pa n ta l la p o rque los r a yos de la l ámpa r a e r an ma r av ill osamente calientes. No teníamos teléfono en Howth, alguien me dijo q u e l a g e n te d e l o s te l é fo no s i rl a nd e s e s n o t e n í a n l í ne a s . No comprendía por qué no ponían más como hacían otros países, pero a mí no me importaba. Usábamos el teléfono de la señora O' Grady, que lo ofrecía muy contenta. A Ma le gustaba mucho «Ve O'G», como la llamábamos nosotras. Al jefe le gustaba también, pero veía más al señor Loftus. Desde el gran ventanal que daba a la bahía, se podía ver al señor Loftus viniendo por la curva al pie de la alta montaña y luego avanzando pesa-

75


damente por la carretera de Balscadden hasta el final donde iba todo el mundo de picnic. Cuando no estaba de servicio solía venir a hacer una visita y era siempre una visita bien acogida. El jefe estaba en la cama y el señor Loftus se sentaba enfrente de él y de la ventana. Escuchábamos la voz del mundo también. El jefe tenía una

poderosa

radio

de

onda

corta

que

transmitía

programas de China, Japón, India y de los puestos de Policía y Bomberos de Irlanda. Yo prefería música de Siam o Thailandia o como sea que llamen ahora al pais de mis antepasados. Escuchando la música de Siam yo me quedaba sentada meciéndome suavemente y seguía la melodía con la cabeza. Yo veía con los ojos de mi mente, los templos, los prados y los árboles. Volvía

los

ojos

atrás

a

toda

la

historia

de

mis

antepasados. Algunos de nosotros fueron al Tibet (el país

del

jefe)

lamaserías.

y

allí

Como

guardaban

protectores

los del

templos Tibet,

y

las

también

nosotros fuimos enseñados a ahuyentar a los ladrones y a guardar las joyas y los objetos religiosos. En el Tibet estábamos casi negros a causa del intenso frío. Tal vez no sea un hecho generalmente conocido que mi raza altera el color de acuerdo con la temperatura ambiente. En un país frío, helado, nos volvemos muy oscuros. En los países tropicales somos casi blancos. Nuestros gatitos nacen absolutamente blancos y poco después mismo

aparecen modo

colores,

las

que

como

«marcas»

los

blanco,

características.

humanos amarillo,

tienen marrón

Del

distintos y

negro,

también nosotros. Yo soy un gato con características foca,

mientras

que

miss

Ku

tiene

características

marrón chocolate. Su padre, por cierto, fue el soldado

76

campeón

de

pedigree.

Mis

chocolate. papeles,

Miss por

Ku

tenía

supuesto,

un se

gran

habían

perdido. Miss Ku y yo lo discutíamos un día. «Ojalá pudiera enseñarte mis papeles, miss Ku —dije yo—. Me apena pensar que se quedaron en Francia. Me


siento, bueno, un poco como

desnuda

sin ellos.» «Bueno,

bueno, Feef —me consoló miss Ku—, no pienses más en ello. Hablaré con el jefe y le pediré que destruya los míos y entonces las dos estaremos sin papeles.» Antes de que pudiera contestarle, se había dado la vuelta y salido de la habitación. La oí bajar las escaleras y dirigirse donde estaba el jefe haciendo algo con un largo t u b o d e b ro n c e q u e te n í a c ri s t a l e n a m b a s p u n ta s . P a re c e que ponía la cosa encima de un ojo para poder ver me j o r m á s l e j o s . P o c o d e s p u é s , e l j e fe y m i s s Ku s u b i e r o n todavía discutiendo. «Bueno —dijo él—, si así lo quieres. Siempre fuiste una gata alocada.» Se dirigió a un cajón y o í el ro za r de pap el es y el ras ca r de u na ceri l la a l fro ta rla . Me llegó el olor a papel quemado y luego también el sonido de las tenazas al ser removidas las cenizas. Miss Ku vino y me dio un empujón. «Bien —dijo con una sonrisa—, ahora deja de preocuparte por tonterías. Al jefe y a Ma les importan un pito estos papeles o nosotros somos

pedigrees,

sus hijas.»

Mi nariz se arrugó y estornudé. Había un olor delicioso en el aire, algo que no había oído nunca antes. «¡Feef! ¿Dónde estás, Feef?» Ma me llamaba. Le dije que ya venía mientras saltaba de la cama. Siguiendo mi olfato, conducido por ese maravilloso olor, bajé las escaleras. «Langosta, Feef —dijo Ma—, pruébala.» Nuestra cocina tenía un suelo de piedra y el jefe nos dijo a miss Ku y a mí que había una historia al efecto, que había un pasadizo bajo las losas que conectaba la c o c i n a c o n e l s ó t a n o . M e p o n í a ne rv i o s a p e n s a r q u e a l gú n pirata o contrabandista podía empujar las losas desde abajo y yo cayera. Pero Ma me estaba llamando y me llamaba para que probara un nuevo tipo de comida. Siendo una gata siamesa francesa, sentía un interés natural por la comida. Ma me pellizcó las orejas con cariño y me llevó al plato de langosta. Miss Ku estaba ya 77


delante del suyo. (Atácalo, Feef —dijo ella—, estás h u r g a n d o c o m o u n a v i e j a c r i a d a i r l a n d e s a .» C l a r o e s t á nu nc a m e i m p o rt a b a l o q u e m e d e c í a m i s s Ku ; te ní a e l corazón tan bueno como la más pura carne de gambas y m e ha b í a a c e p ta d o a m í , u n a d e s c o no c i d a , s o l a y m u riéndose, en su casa y con alegría. A pesar de toda su severidad, todas sus maneras autocráticas, era una per. sona a la cual si se la conocía se la amaba. La langosta era deliciosa. «Es del Ojo de Irlanda, Feef —dijo miss Ku—, el jefe creyó que nos gustaría como algo especial.» «Oh —repliqué yo—, ¿no la come?» «Nunca, cree que es una porquería. De todos modos si a ti y a mí nos gusta, nos la comprará pata nosotros. ¿Recuerdas esas gambas, Feef?» Desde luego q u e m e a c o rd a b a . C u a n d o e l j e f e y M a m e t ra j e ro n a l a c asa po r p ri me ra ve z, yo e s tab a ha mb ri enta , pe ro de masiado enferma para comer. «Dale una lata de gambas — d i j o e l j e f e — . E s t á d e b i l i t a d a p o r e l h a m b r e . » A b r i e . ro n l a l a t a p e ro a s í y to d o no q u e rí a n i p ro b a r l o . E l j e f e c o g i ó u n a ga mb a y m e l a p a s ó p o r l o s l a b i o s . P e n s é q ue nunca había comido nada tan celestial. A ntes de que me d i e r a cuenta me había terminado toda la lata, Real. mente sentí vergüenza de mí misma y aún ahora enrojezco cuando

pienso

en

ello.

Si

miss

Ku

quiere

hacerme

enrojecer, me dice: «¿Recuerdas esas gambas, Feef?». «Feef —dijo miss Ku—, el jefe va a llevarnos a dar un paseo en coche. Pasaremos por delante de la casita donde viviste. Bu eno, qu e no te dé un ataque; pasamos.» Miss Ku salió para dirigirse al garaje con el jefe a buscar el coche, un buen

Halcón Humber.

Yo me quedé con Ma

ayudándola a arreglarse, luego bajé abajo para asegurarme de que Buttercup había cerrado la verja lateral del jardín. E n t ra mo s e n e l c o c h e y b a j a m o s l a c o l i na , b a j o e l p u e n te del ferrocarril y hacia Sutton (donde otro viejo amigo, el doctor Chapman vivía). Seguimos tragando muchas 78


millas y a su debido tiempo llegamos a Dublín. Miss Ku ayudaba a condu cir al jefe, diciéndole cu ándo ir de prisa, s i venían coches y por dónde girar. Yo aprendí mucho grac ia s a e l la . Ap re nd í cos as sob re Du b lín. Mi en tras d iri gía al jefe, «¡Para, para! ¡Cuidado con esa esquina, rápido! ¡No dejes pasar a ese coche!», me iba describiend o lo que veía. «Esto es la estación de Westland Road d e s d e d o n d e s a l e n l o s t re n e s . A q u í v e a l a d e r e c h a , j e f e . S í , F e e f , a ho ra e s ta m o s e n l a c a l l e N a s s a u . V e d e s p a c i o , jefe, le estoy describiendo esto a Feef. Antes vivíamos aquí, Feef, enfrente los terrenos de Trinity College. Jefe, vas tan aprisa que no pu edo contárselo a Feef. Esto es el parque de St. Stephen, yo he estado aqu í. Los patos hacen

cuac-cuac

aquí. Cuidado, jefe, con el guardia en

esa esquina. Compramos las radios en esta calle, Feef.» Así fuimos siguiendo por las calles de Dublín con miss Ku comentando sin parar. Entonces, dejando las calles y las casas atrás, el jefe apretó algo con el pie y el coche corrió más aprisa al ser más alimentado. Fuimos siguiendo por las carreteras de la ladera de la montaña junto a lo que miss Ku llamó un

reservoir,

lo

que parecía ser un bol de agua para beber los de Dublín. Llegamos a la casita. El coche paró . El jefe miró en mi dirección

y

viendo

lo

afectada

que

estaba,

apretó

el

acelerador. Respiré hondo, aliviada, medio temiendo que a p e s a r d e to d o m e i b a n a d e v o l v e r c o mo u n a i nú ti l , c i e g a y vieja gata. Para demostrar mi felicidad ronroneé y lamí la mano de Ma. «¡Por todos los Toms! Feef —dijo mi s s Ku—.

Creímos

que

te

iba

a

dar

un

ataque

y

que

morirías en olor de santidad. ¡Agárrate, niña, eres un miembro de la familia!» Jugamos entre el brezo durante un rato. Miss Ku gritando cuántos conejos iba a coger. Entonces vio lo que el jefe dijo que era una oveja, y calló de r ep e n te . Yo no podía ver a la extraña criatura, pero en cambio detecté

79


un raro olor ovejuno y la peste de vieja lana. Pronto vol. v i m o s a s u b i r a l c o c h e y s a l i m o s c o r r i e nd o e n d i re c c i ó n a cas a . A l pasa r el fa ro de B a i le y , l a s i ren a de l a n ieb la mugía como una vaca a punto de dar a luz. Un tranvía p a s ó d a n d o tu m b o s c o n s u s r u e d a s h a c i e nd o c l an q u e ty . clan k, cl an que ty-c l an k sobre l as ví as de h ie rro . «P a ra en Correos —dijo Ma—. Debería haber unos paquetes ahí.» « F e e f — d i j o m i s s K u m i e n t ra s e s p e r á b a m o s a M a — , F ee f , u n ho m br e le d i jo a l j ef e qu e tu s dos g a t i tos e s tán muy bien. Crecen muy bien y tienen rostros negros y c o l a s a h o ra .» S u s p i ré c o n te n t a . L a v i d a e r a b u e n a p a r a c o n mi g o . Mi s n i ño s e ra n f e l i c e s y e s ta b a n j u n to s . E ra n los últimos gatitos que jamás tendría y me sentía orgullosa de ellos, orgu llosa de qu e hubieran sido aceptados y de que fueran felices.


Capítulo V «¡Ah! Buenos días —dijo Pat el cartero cuando Ma y yo abrimos la puerta después de oír su llamada—. Hay una gran cantidad de cartas para él esta mañana. Por poco me rompo la espalda, de veras, trayéndolas cuesta arriba.» Pat, el cartero, era un viejo amigo nuestro. Son muchas las veces que el jefe le recoge en su coche y le acompaña en sus rondas de cartero, cuando sus piern a s ya no pueden más. Pat lo conocía todo y a todo el mundo del distrito y nos enterábamos de muchas cosas p o r é l . Y o s o l í a h u s m e a r e l d o b l a d i l l o d e s u s p a n ta l o ne s para saber si había pasado por la cuesta o a través de las laderas de brezo. Solía saber también cuándo Pat hab ía emp inado el codo pa ra ma nte ne rs e ca l ie nte en su s rondas al anochecer. Ma llevó las cartas dentro y yo me subí a la cama de l je fe pa ra ay uda r le a l ee rla s . Hab ía much as es a ma ña na, cartas de Japón, de la India y de amigos de A lemania. Una carta de Dublín. Se oyó el ruido de un sobre al ser rasgado y del papel al ser extraído. «Mm —dijo el jefe—. Los oficiales de impuestos de Irlanda son tan malos como los ingleses. Lo que piden es un puro robo. No tenemos recursos para seguir viviendo en Irlanda.» Se quedó en un silencio lleno de tristeza. Ma revoloteaba j un to a la cam a . Bu tte rcup s ubió co rrie ndo la s e sca le ras para ver lo que había en el correo. «Me sorprende —dijo e l j e fe — q u e l o s d e l o s i m p u e s to s i rl a n d e s e s no i n te n te n que gentes como nosotros nos quedemos en el país, en v e z d e e c h a r n o s c o n s u s e xc e s i v o s y s a l v a j e s i m p u e s t o s . Gastamos mucho aquí, pero la Oficina de Impuestos no e s t á n u n c a s a t i s f e c h a , q u i e r e n c o m e rs e a l a g a l l i na y l o s huevos al mismo tiempo. A nosotros, los escritores, se

81


nos trata más duramente que a nadie, aquí.» Yo asentí con simpatía y empujé mi cabeza contra la pierna del j e f e . Q u e r í a n a c i o n a l i z a r s e i r l a n d é s , ad or a ba a l o s i r l a s . deses, a todos menos a los de los impuestos. Este cuerpo, para el jefe era de una peste peor que la de una lata sucia de un gato Tom, eran tan poco razonables, tan ciegos. El jefe sacó una mano y me pellizcó una de mis o re j a s . « S i n o f u e ra p o r v o s o t ra s , ga ta s , F e e f , i r í a m o s a Tánger o a Holanda o a algún otro sitio donde nos dieran l a b i e n v e n i d a ; p e r o t ú e r e s m i v i e j a g a t a a b u e l a y n o te molestaría aunque mi vida dependiera de ello.» «Uf, jefe! —repliqué yo—. ¡Mira quién habla! Aguantaré tanto como tú y un poco más. Mi corazón está bien,» «Sí, Feef —contestó él mientras me frotaba mi barbilla y pescuezo—. Tu corazón está bien, eres la gata abuela más b u e n a q u e ha h a b i d o nu n c a . » Q u i zá — re p l i q u é yo — t ú y yo

moriremos

al

mismo

tiempo

y

entonces

no

nos

separaremos. Me gustaría esto.» Todos estuvimos algo tristes durante el resto del día. Estaba claro que era una pérdida de tiempo intentar vivir en Irlanda si los de los impuestos se lo iban a quedar t od o . Y a t en íamo s b as ta n te s p ro bl em a s s in és te . Los pe. riodistas estaban siempre merodeando por ahí, a veces mirando la casa a través de binóculos y colgando espejos d e unos

palos

y o r i e n tá nd o l o s

hacia

los

d o r m i to ri o s . L a

Prensa había contado mentiras sobre el jefe y en ningiín momento le habían dejado dar su versión sobre las cosas. El jefe considera a los periodistas como a lo más canalla del mundo, lo sé, se lo he oído decir demasiado a men u d o . P o r l o q u e m e d i j o m i s s K u , s é q u e t i e n e t o d a la razón. «Voy a casa de la señora O'Grady a telefonear a B ru d C a m p b e l l — d i j o M a — , c re o q u e a l g u i e n h a f o r za d o la cerradura de la puerta trasera y hay que repararla.» «¡Oh! Supongo que fueron esos turistas de Liverpool 82


—replicó el jefe—. Brud me contó que su padre había tenido turistas acampando en su jardín delantero.» Ma s a l i ó h a c i a l a c a r re te ra y m i s s K u l l a m ó d e s d e l a c o c i n a diciendo que había una comida muy buena lista para nosotras. Yo bajé y encontré a miss Ku al pie de la escalera. «¡Ah!, estás ahí, Feef —dijo ella—. He convenc ido a B u tte rcup pa ra qu e nos d ie ra nues tra co mid a temprano, para que así podamos ir al jardín a ver si las flores crecen bien. Gruñó un poco, pero hizo lo que le dije al final. ¡Ataca!» Yo siempre «atacaba». Me gustaba la comida y siempre creí en comer para estar fuerte. Ahora pesaba siete libras completas y nunca me había sentido mejor. Encontraba mi camino sin dicultad, también. El jefe me enseñó cómo hacerlo. «Eres una vieja tonta y despistada, Feef», dijo él. «¿Por qué, jefe?», p re gu n té y o . « B u e n o , e r e s c i e g a y a s í y to d o e n e l A s t ra l p u e d e s v e r . ¿ P o r q u é c u a n d o d e s c a ns a s n o t e c o l o c a s e n el plano astral para ver si se ha movido alguna cosa? ¿Por qué no das un buen vistazo al lugar? Vosotros los gatos no usáis el cerebro que se os dio.» Cuanto más pensaba en ello más me gustaba la idea, así que cultivé el hábito de viajar al modo astral cuando dormía. Ahora no me doy golpes ni tengo morados, sé el lugar de casi cada cosa. «Ha venido Brud», gritó Ma. Miss Ku y yo estábamos encantadas, quería decir que ahora podríamos ir al jardín porque el jefe siempre salía y hablaba con Brud Campbell mientras éste trabajaba. Corrimos hacia la puerta y miss Ku le dijo al jefe que debería tomar un tónico, ya que empezaba a andar despacio. «¿Ir despacio? —replicó él—; podría cogerte en cualquier momento.» Al principio la situación de la casa me había sorprendido porque se entraba por el piso de arriba y el piso primero estaba por debajo del nivel de la carre83


tera. Miss Ku me lo explicó: «Ves, estamos colgados sobre el lado del acantilado como un grupo de gallinas c l u e c a s . E l a c a n ti l a d o d e s c i e nd e p o r l a c a r re te ra y ha y un muro para impedir que caiga la gente. Bueno, el caso es que esta casa tenía dos pisos hasta que llegamos nosotros y la convetimos en uno». Teníamos sitio de sobra en la casa y el jardín. Había dos jardines, uno a cada lado de la casa. Antes los inquilinos de arriba tenían el jardín de la derecha y los de abajo el de la izquierda. Nosotros los teníamos todos. Había árboles con ramas bajas, pero a mí no me permitían salir nunca so la po rqu e la f am il ia te nía m iedo de que me ca ye ra de l acantilado o de que me subiera a un árbol y cayera, Claro está, no habría caído de hecho, pero era agradable te ne r a ge nte qu e se p reo cupa ra tanto d e mí . B u tte rcup so l ía s enta rse e n el j a rdí n tom ando e l so l , ha ci endo que su amarillo de encima se volviera más amarillo, como decía miss Ku. Nos gustaba que estuviera en el jardín p o rq u e s o l í a o l v i d a rs e d e n o s o t ra s y p o d í a mo s e x p l o ra r más. Una vez fui al lado del acantilado e intenté des. cender. Miss Ku llamó al jefe rápidamente y éste vino y m e c o g i ó a n t e s d e q u e p u d i e r a c a e rm e . T e n í a m o s q u e tener cuidado cuando estábamos en el jardín, todavía por otra razón. Había gente merodeando por ahí para ver si podían fotografiar al lama. Dos coches paraban junto a los muros del jardín y la gente se encaramaba para ver dónde vivía Lobsang Rampa. Una soleada tarde, el jefe miró por la ventana y vio un grupo de mujeres haciendo un pícnic sobre el césped. Se enfadaron mucho cuando él salió y las echó. Muchos residentes en estas carreteras con vistas panorámicas de Howth, tenían ex periencias similares; los turistas creían que podían ir a todas partes, hacer tantos daños como quisieran y dejar

sus basuras para que las recogieran los otros. «Feef, acabo de oír al jefe y a Ma hablando», dijo 84


miss Ku. «¿Dónde está Marruecos?» «¿Marruecos? Miss Ku, esto será Tánger, un lugar en el Mediterráneo. A mí me llevó allí madame Diplomat. Casi fuimos a vivir allí. Hace calor, es apestoso e incluso los peces son contrabandistas.» Desde luego que conocía el lugar. Me habían llevado allí en un barco desde Marsella y me había mareado durante todo el viaje. Por aquellos días veía, y los fieros nativos con sus sucias túnicas me habían asustado bastante. Yo esperaba que no fuéramos a Tánger. Miss Ku y yo dormimos toda la tarde. El jefe y Ma se habían ido a Dublín y Buttercup estaba ocupada limpiando su habitación. Sabíamos que no podríamos salir, así es que dormimos y viajamos un poco en astral. Como todas las mujeres del mundo, ya sean mujeres gatas o mujeres humanas yo tenía mis temores. Vivía con el temor de que algún día me despertaría y me encontraría en alguna sofocante y apestosa caja en algún aeropuerto. Claro está, cuando estaba despierta y oía voces, la gente me tocaba y se preocupaban tanto de mí, sabía que lo malo había desde luego pasado, pero cuando se duerme, uno teme las pesadillas. A menudo por las noches el jefe me tomaba en sus brazos y decía: «Venga, venga, Feef, no seas una vieja tonta. Claro que estás en casa y te quedarás con nosotros para el resto de tu vida». Entonces ronroneaba y me sonreía a mí misma y me sentía reasegurada. Entonces me volvía a dormir y volvía a tener una pesadilla. «Feef, ya vuelven, están subiendo la colina.» Miss Ku se dio la vuelta e hizo una carrera conmigo hasta la puerta de entrada. Llegamos allí justo a tiempo, cuando el coche paraba. Miss Ku se metió en el coche para ayudar al jefe a guardarlo y comprobar que se cerraba bien e l g a r a j e . L u e g o t u v o q u e p a s e a r s e a l o largo del alto muro

para

asegurarse

de

que

los

caracoles

estaban

85

no

se


comiendo el cemento. Saltó por encima del portillo verde y g ri tó an te la pue rta: «¡Ab re, ab re! Es tamos aqu í». En . tonces el jefe llegó junto a ella, abrió la puerta y en. traron. « ¿B u e no ? » , d i j o B u t t e r c u p c u a n d o e s t u v i m o s t o d o s sentados. «¿Cómo te fue?» «Una pérdida de tiempo», dijo el jefe. «Fuimos a la Embajada marroquí, pero el tipo de allí no nos ayudó en nada.

No

iremos a Tánger,»

S e q u e d a ro n e n s i l e n c i o y y o ro n ro ne é p a r a m i s a d e n• tros ante el placer de la señora

vet

no

Marruecos. «Vimos al señor y

en Dublín —dijo Ma—. Vendrán mañana a

tomar el té con nosotros.» Sentí un bajón, el señor v e te rin a rio i rla ndé s e ra u n homb re a g radab le , un ho m . b re m u y a m a bl e y b u e no , p e ro ni ng ú n

vet,

n o i m p o rt a

lo bueno que sea, es un héroe para sus pacientes gatos. M i s s K u f ru nc i ó e l c e ño . « ¡ La s o re j a s , F e e f , l a s o re j a s! Tendremos que escaparnos mañana o nos limpiarán los o ídos .» La fami l ia s igu ió h abl a ndo , d iscu tie ndo qué

ha.

c e r , d ó nd e i r . N oso t r as s al imos d e la hab i ta ció n y b aj amos las escaleras para tomar nuestro té. El señor

vet

irlandés llegó con la señora

vet

irlan-

desa. Nos gustaba mucho, pero sus ropas olían horriblemente a entrañas de animales y a medicinas. El señor

vet

irlandés estaba muy interesado en un gran telescopio

q u e u ti l i za b a e l j e fe p a ra m i r a r l o s b a rc o s e n l a d i s t a ncía. Miss Ku y yo estábamos escondidas debajo de un sillón que tenía unos volantes alrededor y escuchábamos todo lo que decían. «Fifí está muy bien», dijo el jefe. «Sí, desde luego», dijo el señor

vet

irlandés. «¿Crees que aguantaría un

viaje a Cork o a Belfast?», preguntó el jefe. «Desde luego —respondió el señor

vet

irlandés—, aguantaría

cualquier cosa mientras estuviera segura de que se la quiere. Tiene más salud como mínimo que tú.» «¡Anda, anda! —murmuré yo para mis adentros—. Todo lo que 86


deseo es ser querida y ya lo puedo aguantar todo.» Salieron al jardín y colocaron el gran telescopio. Miss Ku corrió a esconderse detrás del marco de la ventana para poder ver sin ser vista. «Están mirando un barco, Feef —dijo miss Ku; y entonces repentinamente—: Escóndete, entran!» Se oyó el ruido del frotar de pies en la alfombrilla y entonces entraron. «¿Has visto a las gatas, hoy?», preguntó el jefe. Sólo sus colas desapareciendo p o r l a s e s q u i n a s » , d i j o e l s e ño r v e t i rl a nd é s . « D e s d e l u e go me siento orgulloso de Feef —siguió—, fue una madre muy buena. He examinado a los gatitos. Están muy bien.» Yo empecé a ronronear de placer. Miss Ku me hizo callar. «Cállate, vieja loca. Nos oirán.» Esa noche el jefe se puso enfermo, más de lo normal. Algo había ido mal dentro suyo. Yo pensé que quizá tenía el mismo problema que yo había tenido y se lo dije a miss Ku. «Feef —replicó ella, medio divertida medio enfadada—, ¿cómo iba a tener el jefe un tumor uterino? Eres todavía más corta de lo que creía, Feef.» Al día siguiente fue a ver al médico especialista irlandés. Vino un taxi a la puerta y el jefe y Ma se fueron, bajaron la colina, giraron la curva desapareciendo de la vista de miss Ku y hacia Dublín. El tiempo apenas pas a b a . El t i e mp o i b a a r ra s t rá n d o s e m á s y m á s . Es tá b a m o s preocupadas. Finalmente miss Ku percibió el ruido de u n c o c he s u b i e nd o p e s a d a m e nt e l a c o l i n a . C a m b i a ro n l as marchas, el coche corrió más, luego aminoró la marcha y paró ante la puerta. Ma y el jefe entraron, el jefe parecía más pálido y más cansado que normalmente y miss Ku me lo susurró rápidamente. Nos movimos a un lado para no estar por enmedio pero el jefe enfermo o no, siempre tenía tiempo y energía para agacharse y hablar a sus «criaturas». Yo noté la falta de vitalidad en sus manos cuando me acariciaba y me sentí enferma del estómago de tan preocupada. Poco a poco fue en87


trando en su habitación y se echó en la cama. Esa noche m is s Ku y yo n os tu rnamo s para es tar desp iertas co n é l . S í , y a s é q u e m u c ho s h u m a no s s e re i rí a n d e e s to , p e n . sando que los «animales» no tienen sensibilidad, ni razón, ni sentimientos por los otros, pero los humanos son animales también. Miss Ku y yo entendemos todas y cada palabra dicha o pensada. Nosotros entendemos a l o s hu m ano s , p e ro lo s hu man o s no nos e n ti e nde n a no sotros, ni lo intentan prefiriendo tomarnos por «criaturas inferiores», «animales mudos» o algo así. No nos hace. mos la guerra los unos a los otros, ni nosotros animales m a tamo s si n n ec es idad , si no ta n só lo pa ra pode r com e , No torturamos ni metemos a nuestros compañeros en campos de concentración. Nosotros los gatos siameses tenemos probablemente el coeficiente más alto de inteligencia entre todos los animales. Sentimos, amamos y a m e nu d o t e n e m o s m i ed o , pe ro nu nc a o d ia mo s . L o s b u ru anos nunca tienen tiempo de investigar nu estra inteligencia, ya que están demasiado ocupados intentando hacer dinero de un modo honesto o deshonesto, según lo que se presente. El jefe nos conoce tan bien como a s í m i s m o . P u e d e h a b l a r no s p o r t e l e p a tí a ta n b i e n c o mo hablamos miss Ku y yo. Y nosotras podemos (y lo hacemo s) hab la r con él . Como di ce e l je fe , human os y a ni males podían hablar por telepatía en los viejos tiempos, p e r o e l homb r e abusó de l p ri vi le g io y a sí pe rd ió e l pod e r. Los animales todavía tienen este poder. Los días se convirtieron en semanas y el jefe no mejoraba. Se hablaba ahora de una clínica, de una operación y todo el tiempo tenía que descansar más y se volvía más pálido. Miss Ku y yo estábamos muy quietas, muy preocupadas y no pedíamos para ir al jardín. Nos dol í a m o s p r i v a d a m e n t e e i n t e n t á b a mo s e s c o n d e r n u e s t ro s temores al jefe. Una mañana, después de desayunar, cuando yo estaba

88


sentada en la cama con él y miss Ku estaba en la ventana diciéndoles a las gaviotas que no hicieran tanto ruido, el jefe se volvió hacia Ma y dijo: «Lee este artículo. Dice las grandes oportunidades que hay en Canadá . P a rec e qu e es c ri to res , a rtis tas , do cto re s ,

todos

so n

apreciados. Tal vez sea el lugar para nosotros. ¿Qué crees?» Ma cogió el artículo y lo leyó. «Por lo que puedo leer está bien» —dijo ella—, pero no me fío de ninguno de estos artículos. Creí que querías ir a Holanda. De todos modos no estás suficientemente bien.» «No podemos quedarnos aquí —dijo el jefe—, los de los impuestos irlandeses lo hacen imposible. ¡Sheelagh!», le gritó a Buttercup. El jefe siempre seguía la costumbre oriental de consultar a toda la familia. «Sheelagh —preguntó—, ¿qué piensas de Canadá?» Buttercup le miró como si no estuviera del todo bien de la cabeza. Miss Ku trabajaba extra poniéndome al corriente de las cosas que yo no podía ver. «Sí —dijo en un susurro—, Buttercup cree que está tan enfermo que no sabe lo que se dice. ¿Canadá? ¿Canadá? ¡Caramba! Más tarde, durante la mañana, el jefe salió de la cama y se vistió. Yo intuía que no sabía qué hacer. Llamó a miss Ku, me levantó sobre su hombro y salió al jardín. Andaba despacio, bajando por el camino del jardín y se quedó de pie mirando al mar. «Me gustaría quedarme aquí para el resto de mi vida, gatas —dijo él, pero los de los impuestos aquí, hacen unas demandas tan contorsionantes que tenemos que irnos para poder vivir. ¿Os gustaría ir a Canadá?» «Claro, jefe —dijo miss Ku—. Iremos donde tú digas.» «Sí, yo estoy bien para viajar —dije yo—, estoy preparada para ir donde sea, pero tú no estás suficientemente bien.» Esa tarde, el jefe tuvo que ir al especialista irlandés o tra v ez . Volv ió hora s más ta rde y yo me di cuenta de que las noticias eran malas. Así y todo todavía tuvo una

89


discusión sobre Canadá. «El ministerio canadiense de in. migración pone anuncios en los diarios —dijo él—. Vamos a pedir detalles. ¿Dónde está la Embajada?» «En 11 plaza Menion», dijo Buttercup. Unos días más tarde cantidades de anuncios llegaron procedentes de los canadienses en Dublín. La familia s e p us ie ro n a l e e rlo s tod os . « H a ce n mu cha s p rom esa s» , dijo el jefe. «Sí, pero este no es más que publicidad», dijo Ma. «¿Por qué no llamamos a la Embajada?», preguntó Buttercup. «Sí —replicó el jefe—. Tenemos que estar muy seguros de que admitirán a las gatas, ni

lo

pensaría un momento si tuvieran que quedarse en cuarente na o a l go pare cido . La cu are nte na d e todos modos es algo malvado.» E l j e f e y M a c o g i e r o n el H umb e r y s e m a r c h a r o n

a

Dublin. La mañana pasó lentamente, el tiempo siempre parece arrastrarse cuando el futuro es incierto y los seres amados están ausentes. Finalmente volvieron. «Burocracia, burocracia —dijo el jefe—. Siempre me sorprende que estos desgraciados funcionarios sean tan desagradab l e s . Me g u s ta rí a p o ne r a a l g u no s d e e s to s ti p o s s o b re mis rodillas y darles una paliza en...» «Pero no tienes q u e ha c e rl e s n i n gú n c a s o —d i j o Ma — . No s o n m á s q u e oficinistas que no saben nada.» Miss Ku solapadamente susurró: «El viejo les ganaría a todos. Sus brazos son mucho más fuertes que los de los occidentales y ha t e n i d o q u e l u c h a r m u c ho .» « ¡ Ja ! M e gu s ta r í a v e rl e d a rles una buena tu nda», suspiró. El jefe era grande, había e s p a c i o d e s ob ra s p a ra s e n t a rn o s j u n ta s s o b re é l . C a s i doscientas treinta libras y todo era músculo y hueso. A mí me gustan las personas grandes, probablemente porqu e nunca tu ve la suficiente comida para permitirme crecer del todo. « Ll e na m o s t o do s l o s p a p e l e s , n o s to m a ro n n u e s t ra s huellas dactilares y todas estas tonterías —dijo el jefe90


Mañana os llevaré a verlas. Tú tendrás que ir como nu estra hija adoptiva, si no hay que tener una cierta suma de dinero, alguien que te garantice o alguna otra tontería. Los canadienses que he visto hasta ahora parecen infantiles.» «Se te ha olvidado decir que todos tenemos que ir a que nos hagan un examen médico», dijo Ma. «Sí —replicó el jefe—, le pediremos a la señora O'Grady si puede quedarse con las gatas, no las dejaría solas por nada, significan más para mí que todo el Canadá junto.» La co mid a es tab a l is t a , as í qu e a te nd imos a es to p rime ro ; yo siempre he creído que se pueden discutir las cosas con más calma después de una buena comida. Vivíamos b i e n , n a d a e ra d e m a s i a d o b u e no p a ra n o s ot r a s , l a s g a ta s . Miss Ku era y es poco comilona, tenía mucho cuidado con su tipo y desde luego era una mujer gata de lo más elegante y bonita. «¡Eh! —gritó el jefe—, la señora O'Grady se acerca por la carretera.» Ma se apresuró a salirle al encuentro y hacerla entrar. Miss Ku y yo bajamos abajo a ver lo que hacía Buttercup, teníamos la esperanza de que estuv i e ra s e n ta d a e n e l j a rd í n , y a q u e a s í no s o tr a s p o d rí a mos salir y hacer un poco de jardinería. Yo ya hacía algún t i e m p o q u e t e n í a p l a n e a d o a r ra n c a r l a s ra í c e s d e a l g u n a s p l a n ta s p a ra a s e g u ra rm e d e q u e c re c í a n s a t i s fa c to r i a me nte. A miss Ku le había dado por observar atentamente la casa del señor conejo. Ambas queríamos decirle unas pocas palabras acerca de lo poco amable que era. De todos modos no fue así, Buttercup estaba haciendo algo en su habitación, así es que divagamos por ahí y nos sentamos en la habitación donde guardaban las maletas. A la mañana siguiente hubo mucho trabajo. El jefe nos llevó fuera temprano para que pudiéramos hablar con el señor conejo. Miss Ku descendió como unos doce pies por la parte delantera del acantilado y le gritó su mensaje a través de su puerta. Yo estaba sobre el hom-

91


b ro d el j e fe , no me de jab a ba ja r , y l e g r i taba a m iss Ku las cosas que yo quería decirle. Estábamos muy enfada. das con el señor conejo. Lu ego nos hicimos las pezuñas en uno de los árboles. Teníamos que estar bien para cu ida r a l a s eñ o ra O 'G rad y cu and o l a f ami l ia es tu vi e ra e n D u b l í n . C a d a u na d e no s o tr a s to ma m os u n b a ñ o e n el polvo al final del jardín, restregándolo bien por nues• tro pe lo y en to nce s ya es tába mos p rep a rad as pa ra un a carrera loca por el jardín. Yo seguía de cerca a miss Ku porque así me guiaba y yo no me daba contra nada S i e m p re to má b a m o s e l m i s m o c a m i n o a s í e s q u e yo y a conocía todos los obstáculos. «¡Venga, venid dentro, salvajes!», dijo el jefe. Arras. trando los pies y pretendiendo ser fiero hizo correr a miss Ku tanto como podía para entrar en la casa. Me cogió, me deslizó sobre su hombro y me llevó dentro y ce rró la pue rta tras él. «¿Ap risa , ap risa!, Fe ef —gritó m is s Ku —. A qu í hay u na nu e va c aj a de l co lmado y e s tá l l ena de no ti cia s .» E l j e fe m e de jó e n el suel o y yo co rrí a la caja para poder leer las últimas noticias de la tienda del pueblo. La familia estaba lista para irse. El jefe nos dijo adiós ti rá ndono s de l as o rej as , y nos ro gó qu e cu idá ra mos de la señora O'Grady. «Bueno —dijo miss Ku—, estará a salvo con nosotras, ¿tenemos que poner la cadena en la puerta?» Por un momento pensé sugerir que le pidieran al señor Loftus que viniese a cuidarla, pero luego d e c i d í q u e e l j e fe l o hu b i e r a h e c h o s i l o hu b i e ra c re í d o n ec esa r io . La s eño r a O 'G ra d y s e i ns taló y m is s K u d i jo : «Venga, Feef, ahora es el momento de hacer algunas de esa s fa enas qu e no podemo s hace r cuan do l a fa mi li a está aquí». Dio la vuelta y encabezó el camino hacia abajo. Recorrimos todas las habitaciones de la casa para as e g u ra rno s d e q u e e l s e ño r c o ne jo no ha b í a e n t ra d o y robado nada. De vez en cuando miss Ku decía: «Subiré

92


un momento arriba a ver si Ve O'G está bien. Debemos

cuidarla». Se

iba, dando tumbos por la escalera, haciendo

ru ido ad rede pa ra ve r que V e O 'G no se s i nti e ra esp iada . C a d a v e z m i s s K u v o l v í a y d e c í a : « Sí , e s tá b i e n » . E l ti e m po iba arrastrándose poco a poco, peor aún, parecía retroceder. «¿Crees que están bien, miss Ku», pregunté por milésima vez. «Claro que están bien, ya he pasado por momentos como éste antes. ¡Claro que están bien!», exclamó ella intentando convencerse a sí misma. Sólo por el movimiento nervioso de la punta de su cola, traicionaba su emoción. «Ya sabes de sobras que tienen que ir al médico, tienen que examinarlos a los tres y luego tienen que ir a un hospital para qu e les vean por rayos X los pulmones.» Se lamió una mano nerviosamente, murmurando,

tut-tut, tut-tut,

mientras se examinaba sus bien

cuidadas pezuñas. No podíamos soportar la comida. La comida nunca pod ía tom a r el l ug a r d el amo r. Mi en tras se gu ía ne rv ios a, recordé las palabras de mí querida madre: «Bueno, bueno, Fifí —había dicho—, conserva la calma bajo cualqu ie r c i rcu ns ta nc ia . La p reocup ac ión nu nca re sol vió ningún problema. Si estás ocupada preocupándote, no tienes tiempo de ver la salida de una dificultad.» «¿Crees que están bien, Feef?», preguntó miss Ku. «Sí, miss Ku —repliqué yo—. Estoy segura de que ya están de vuelta.» «Pobre señora O' Grady —dijo miss Ku—. Creo que deb e rí amos i r a rriba y consol a rla .» Nos leva n ta mos y nos dirigimos por el corredor, miss Ku en cabeza y yo siguiendo sus pasos. Ju ntas subimos las escaleras y seguimos por el corredor de arriba y entonces estallamos en gritos de júbilo ante la puerta, que se abrió dejando entrar a la familia. E l h o s p i t a l p ro n t o n o t ó l a s e nf e r me d a d e s d e l j e f e , se dieron en seguida cuenta de que había tenido tuberculosis y muchas otras cosas. «Escribiré una recomenda93


ción para que le permitan ir —dijo el doctor del hospital—, ya que con su educación y su habilidad para escribir, sería usted una persona grata para el C anadá.» Pasaron más días y entonces el jefe recibió una carta que decía que podía ir al Canadá si firmaba esto y aquello y se presentaba al O ficial Médico de Sanidad en C anadá El jefe estaba tan enfadado por todas las tonterías buroc rá ti c a s q u e c a s i ra s gó to d os l o s p a p e l e s , d e s g ra c i a d a . m e n te ( c r e e m o s a h o ra ) , s e l i m i t ó a f i r m a r l o s e n c o g i é ndose de hombros. « ¿ C ó m o l l e v a r e m o s a l a s g a t a s a l l í ? » , p re gu n t ó M a . «Irán con nosotros en el avión o no iremos ninguno de no s o t ro s . Es to y h a s ta l a c o ro n i l l a d e to d as e s a s re g l a s tan tontas», dijo el jefe. Durante días preguntaron en d i s t i n ta s l i n e a s a é re a s p a ra p o d e r c o ge r u n a e n l a q u e nos permitieran ir con la familia en vez de ir en un o s c u ro y d e s a g ra d a b l e p o rta e q u i p a j e s . F i n a l me n t e u n a l í n e a S w i s s a i r a c o rd ó q u e s i e l j e f e y l a f a m i l i a i b a n e n primera y pagaban los

precios del equipaje

de miss Ku y

yo, podríamos estar en el compartimento de primera clase con ellos a condición de que viajáramos cuando hubiera muchos asientos vacíos. El jefe dejó bien sentado que no se separaría de nosotras, así es que pagó las muchas libras que pedían. Luego tuvo otro pensamiento. íbamos a volar directamente al aeropuerto de Idlewild, Nueva York en vez de Montreal. Si una línea aérea canadiense nos hubiera cogido, hubiéramos hecho el viaje por la ruta más corta, directamente a Canadá pero como Swissair volaba directo a Nueva York no pod íamo s esco ger. La cues tió n a ho ra e ra que Swis sa i r nos dejaba ir en el compartimento de los pasajeros, pero ¿ y l a l í n e a a m e ri c a na q u e n o s l l e v a rí a d e N u e v a Y o rk s D e t ro i t? E l j e fe t e m í a q u e s i n o l o a r re g l a b a to d o d e s d e a quí ac aba ríamo s qu edá ndonos col gado s e n Nu eva Yo rk sin transporte. Llevaba nuestras cosas una agencia de 94


viajes de Dublin, así que el jefe les hizo preguntar definitivamente lo que pasaría con la línea americana y si estaban conformes, reservar y pagar nuestros billetes de primera clase desde Nueva York a Detroit y alquilar un coche que nos llevaría a través de la frontera americanocanadiense hasta W indsor donde íbamos a vivir . El de la agencia lo miró y viendo que la línea de Nu eva York estaba de acuerdo en llevarnos en compartimento de pasajeros, pagó todas las cuentas. «Bueno —dijo—, ya no hay nada más de que preocuparse. Ahora tiene qu e llevar este recibo a la Embajada, demostrarles que tiene suficiente dinero para vivir en Canadá hasta encontrar trabajo y ya está. Gracias por acudir a nosotros. Si qu iere volver alguna otra vez estaré muy contento de servirles.» O tra vez el jefe y Ma fu eron a la Embajada canadiense y mostraron que todo estaba en orden. «¿Tiene un certificado del

veterinario

preguntó

un

diciendo

qu e

amargado

las

gatas

oficinista.

están

«Sí»,

dijo

bien?», el

jefe

enseñando los papeles pedidos. Ahora, sin nada más de que quejarse,

los

necesario

oficiales

para

tuvieron

entrar

en

que

Canadá

darles

el

permiso

como

«inmigrante

aterrizado», como dice ahora el jefe crudamente, «desde luego que nos aterrizaron». Con los papeles en orden, Ma y el jefe volvieron agotados a Howth. «Bueno, gatas —dijo el jefe—, cuando salgamos tendréis que ir en vuestras cestas, pero tan pronto como volemos podréis salir y sentaras con nosotros. ¿Está claro?» «Está claro,

jefe

preocupes.»

—dijo

miss

«Seguro

Ku—,

qu e

querremos

saldréis;

salir,

ahora

no

dejad

te de

preocuparos, me habéis costado vuestro peso en oro.» Luego se quedó pensando por un minuto y añadió: «Y os lo merecéis

absolutamente».

El

señor

veterinario

irlandés

conocía a unos humanos ciegos que hacían cestas, así que el jefe hizo que nos hicieran una para cada una,

95


miss Ku y yo. C ada u na era del tamaño máximo y teníam o s m u c ho e s p a c i o l i b re . E l j e f e s u gi r i ó q u e u s á ra mo s las cestas como dormitorio durante una semana o dos para acostumbrarnos. Así lo hicimos y era divertido. La salud del jefe empeoró. Según todas las leyes d e l s e n ti d o c o m ú n, hu b i é r a m o s t e n i d o q u e d e s i s t i r d e l viaje a Canadá. En vez de esto, el jefe fue al especialista i r l and és o tra v ez y le h ic ie ro n al go p a r a qu e pu d ie r a i r aguantando. Tenía que descansar más y más y yo, sabiendo lo que era estar viejo y enfermo, temía mucho por lo que pudiera ocurrir. El jefe había pasado sufrim i e n to s y d u re za s e n m u c ho s l u g a re s y a ho ra s e v e í a n los resultados. Miss Ku y yo lo cuidábamos lo mejor que podíamos. «¿Cómo vamos a ir hasta Shannon?», preguntó Bu tercup—. «En el tren irlandés, no —replicó el jefe—. Tendríamos que cambiar en Limmerick y yo no me siento con fuerzas. Tú y Ma tendréis que ir a Dublin y ver si algún garaje puede llevarnos en un minibús o algo parecido.» «Iremos un día antes —dijo Ma—, porque necesitas un día de descanso antes de emprender el v u e l o . S e r á m e j o r p a r a l a s g a t a s t a m b i é n . » S e f u e ro n a Du b lí n de já ndo no s a m iss Ku y a m í a l cu idado d el j e fe y vigilando que no saliera de la cama. Mientras espe, rábamos a que Ma y Buttercup volvieran, el jefe nos contó historias de gatos que conooió en el Tibet. « Es tá to d o a r re g l a d o —d i j o M a — . E s t á n d e a c u e rdo en llevarnos y tienen un minibús que utilizan para visitas de turistas. El hombre que conducirá suele ir a Shannon a recoger a turistas americanos.» Ahora ya quedaba poco que hacer. El jefe tuvo que ír todavía otra vez al espe. c ia l is ta i rla ndé s . Todo s nues tro s p rep a ra ti vos lo s ha cí am o s mu y e n s e c re to p o rq u e l a P r e n s a no no s d e j a b a e n paz. Recuerdo poco antes cuando el jefe había estado muy enfermo y fue a ver al especialista por vez primera 96


Tan pronto como el jefe salió de la casa, se le acercó un periodista en el coche y empezó a preguntarle impertinencias. Siempre le sorprendió al jefe que los periodistas creyeran que tenían una especie de derecho divino para hacer preguntas. «Chismosos pagados», les llamaba el jefe y realmente le hubiera gustado tirarlos por el acantilado. «¡Eh, conejo irlandés! —chilló miss Ku, a unos doce pies del lado del acantilado—. Nos vamos, conejo, así que no destroces el jardín durante nuestra ausencia.» El señor conejo irlandés no contestó. Miss Ku se contentó con respirar pesadamente y luego subió corriendo a la cima del

acantilado.

«Pájaros,

pájaros

—gritó

miss

Ku—,

vamos a volar como vosotros, vamos a volar más lejos que vosotros.» «Chitón, chitón, miss Ku —la reñí yo—. Se supone que es un secreto. Ahora todos los pájaros y el señor conejo irlandés lo saben.» Miss Ku miró por encima de su hombro y la sentí ponerse rígida. «Fúgate, Feef —exclamó ella—, sígueme. Se acerca el rostro del viejo vet.» Corrimos dentro, atravesamos la cocina y nos metimos en la carbonera. «¡Uf! —tembló míss Ku—, casi puedo sentir un hormigueo en mis oídos sólo de pensar que puedan limpiármelos.» Cautelosamente miss Ku sacó la cabeza por la esquina, vio que la costa estaba libre y se aventuró fuera. Voces, voces arriba de la escalera. «Tranquilizantes —decía el señor vet irlandés—. Dales uno de éstos a cada una antes de subir al avión y descansarán

en

paz,

son

tranquilizantes

especiales.»

Hubo un silencio durante un rato y luego el jefe dijo dudoso: «eLe irán bien a Feef?» «Claro que le irán bien, y a

vosotros

también»,

encaminaron

a

Ciertamente

no

acercándonos

una

dijo

señor

habitación

íbamos

para

el

que

a nos

y

vet

ya

arriesgar cogieran.

irlandés.

no

oímos

nuestros El

más. oídos

señor

irlandés era muy eficiente limpiando oídos.

97

Se

vet


Y a ha b í a n e nv i a d o l a s m a l e ta s p a ra q u e f u e ra n e n barco. Ropa, libros, equipo fotográfico y una nueva máquina de escribir que había comprado el jefe justo antes de decidir emigrar. Ahora el equipaje que iba a ir con nosotros estaba amontonado en la entrada. No mucho porque no se podía llevar mucho yendo por aire. Miss Ku y y o l l e v á b a m o s c a d a u n a nu e s t ra l a ta p e rs o na l d e toilette, una gran cantidad de musgo (que utilizábamos en vez de tierra) y una reconfortante cantidad de comida. No pasaríamos hambre. El jefe estaba sentado hablando c o n la señora O'Grady. El señor Loftus estaba de pie fuera, parecía

muy

pálido

y

preocupado.

Miss

Ku

y

yo

r e c o r ri m o s l a c a s a q u e i b a a q u e d a r d e s i e r ta , d i c i e nd o ad iós a lo s que ridos mu ebl es . Mi ss Ku s alt ó a u na v entana y gritó: «Adiós, señor conejo, adiós, pájaros». «El autobús está aquí», dijo 1\42. Ansiosas manos co g ie ro n las m al e tas y l as co loc a ron de trá s . El se ño r \ l a se ño ra O 'G r ad y i n te n taban h ac e r c his tes pa ra h ace r más ligera la despedida. El querido señor Loftus estaba de pie allí, triste, limpiándose a escondidas los ojos con el revés de la mano. El jefe recorrió la casa despacio para a s e g u ra rs e d e q u e no no s d e j á b a m o s na d a y l u e go c o n u n g es to de ca ns ancio ce rró l a pue rta de la n te ra y s acó la llave entregándosela al señor O'Grady para que la enviara al abogado que iba a ocuparse de la venta de la casa. D espués de saludar al señor O'G rady y al señor Loftus otra vez, el jefe se volvió y entró en el autobús La puerta se cerró. Poco a poco el au tobús bajó rodando p o r l a c o l i n a , a l e j á n d o n o s d e l a p re s e n c i a f í s i c a d e l o s m ejo res ami gos qu e te n íamos e n el mu ndo. Gi ra mos p o r la curva y empezamos una nueva vida.


Capítulo VI

El autobús iba rodando a lo largo del puerto, pasó por debajo del viejo puente del tren, apresuró la marcha y pronto dejamos el castillo de Howth detrás. íbamos todos en silencio, el jefe cansado y agotado ya, mirando a la tierra que amaba y que le pesaba dejar. «Si tan sólo l o s d e l o s i m p u e s t o s n o fu e ra n t a n ra p a c e s » , p e ns a b a yo . Nos sentamos junto a él en silencio. En Sutton todos mi ra mos hac ia l a i zqu ie rda pa ra d ec i r u n s i le nc ioso ad iós a otro viejo amigo, el doctor Chapman. Seguimos, seguimos hasta Dublín con el olor de las algas que venía de la boca del río Liffey y las gaviotas que gritaban un triste adiós por encima nuestro. Miss Ku se sentó detrás sobre una rejilla de equipaje desde donde podía ver fuera. «Escucha bien esto, Feef —me llamó. Yo estaba sentada junto al jefe—. Voy a ir dándote un comentario corriente de todas las cosas que no has visto nunca. Esto es Clontarf, estamos pasando por los jardines en este momento.» Había poca charla en el autobús, nadie hablaba aparte de miss Ku. Yo hab ía te nido se is me ses de pa raí so e n I rla nda , s eis m es es en los que darme cuenta de que se me quería, de que «pertenecía». Ahora nos íbamos, ¿adónde? El autobús siguió rodando sin maniobras bruscas ni saltos ya que la gente de Irlanda son muy corteses y siempre consideran los derechos de los otros conductores. Ahora el tráfico se iba volviendo más intenso. A veces parábamos cuando las luces estaban en contra nuestra. De repente miss Ku dijo: «Estamos pasando Trinity College, Feef, dile adiós». Trinity College, justo enfrente estaba la agencia de viajes que lo había arreglado todo. Hubiéramos deseado poder parar y haberlo cancelado 99


todo. El jefe se agachó, me acarició debajo de la barbilla y me estrechó más cerca suyo. El tráfico fue disminuyen. d o al ir llegando a la salida de la ciudad. El conductor apresuró la marcha. « V a m o s a L i m me r i c k , F e e f — d i j o mi s s Ku — , p o d rí a explicarte una..., había una joven gata en Kildare que tenía hierba gatera en el pelo...» «Calla, Ku —dijo el jefe—. ¿Cómo puede nadie pensar, si tú estás munanrando continuamente?» Durante un rato todo se quedó en silencio, pero miss Ku nunca se quedaba callada mucho t i e mp o . S e n ta d a e rgu i d a , i b a ha c i e n d o c o me n t a ri o s de todas las cosas interesantes que creía que yo debería s ab e r . Y o soy v ie ja y h e te nid o u na v id a d u ra . A r r e g l á r s e l a s s i n v i s ta e s d i f í c i l . E l v i a j e m e c a ns a b a , a s í e s q u e dormí un poco. De repente sentí un cambio en el movimiento y rápidamente me erguí. ¿Habíamos llegado? ¿Cuánto había dormido? ¿Qu é pasaba? El au tobús resbaló hasta pararse. «No pasa nada, Feef —dijo el jefe—, sólo hemos parado para tomar el té.» «Estamos a mitad de camino de Shannon —anunció el conductor—, siempre paro aquí, sirven muy buenos tés.» «Vosotras dos id dentro —dijo e l j e f e — . L a s g a t a s y yo no s q u e d a re mo s a q u í . » « B u e n o —dijo Ma—, te traeré el té aquí. Ku'ei y Fifí pueden tomar el suyo al mismo tiempo.» Ma y Buttercup salieron del autobús y yo podía oírlas andar. El clic de una puerta y ya estaban dentro de la tienda. «Un

pueblo

con

mercado

—dijo

miss

Ku—

muchos

coches aparcados. Un lugar pequeño y tranquilo. La gente p a re c e s i m p á ti c a . H a y u n a v i e j a q u e t e e s t á s o n r i e nd o , F ee f , d evué lv el e la so nri sa . Es tá c ie ga —g ri tó m iss Ku a la vieja—, no puede verte, háblame a mí en cambio.» «¡Oh,

c l a ro !

—dijo

la

vieja,

a c e rc a n d o

su

ro s t ro

a

la

ventanilla—, ¡qué bonitas sois! Yo hablaba a la pequeñ i ta . M a r a v i l l o s o l o q u e ti e ne n ho y e n d í a .» « E h , v e n g a ,

100


Maw, tienes que preparar el té de Pew o se irá a tomarlo al bar de Schaughnesseys». «Sí, sí, tienes razón, tengo que irme», dijo la vieja mientras se iba arrastrando los pies. «Me gusta su echarpe —dijo miss Ku—. Me gustaría tenerlo como colcha.» Ma salió trayendo comida y bebida para el jefe. Nos dio nuestra merienda también, pero estábamos demasiado excitadas para comer mucho. «¿Qué tienes, jefe?», pregunté yo. «Pan con mantequilla y una taza de té», replicó él. Me hizo sentir mejor saber que estaba comiendo aunque fuera poco, así que fui y di algunos deshilvanados mordiscos a mi merienda, pero ¿cómo va a comer una gata cuando está tan excitada? Pensé en los viajes que había hecho antes, traqueteada en un coche de carreras o drogada y medio sofocada en una caja de madera casi sin aire.

Ahora

iba a viajar en primera y sin sepa-

rarme de mi

f a mil ia .

Me instalé al lado del jefe y ron-

roneé un poco. «La vieja Feef lo aguanta muy bien —le dijo a Ma—, creo que se está divirtiendo aunque no lo admita.» «Di algo de mí», gritó miss Ku desde la parte trasera del autobús donde estaba vigilando el equipaje y dirigiendo al conductor. «No sé cómo nos las arreglaríamos sin Ku'ei para cuidarnos y mantener el orden —dijo el jefe pellizcándome una oreja—. «Miss Ku organiza más jaleo que todos los gatos de Kilkenny juntos.» El autobús siguió rodando, tragándose las millas, alejándonos de todo lo que amábamos y conocíamos, ¿para ír adónde? Dejamos el condado de Típperary y entramos en el condado de Limmerick. La oscuridad se cernió sobre nosotros ahora y teníamos que ir más despacio. El viaje era largo, largo, y yo me preguntaba cómo aguantaría el jefe. Miss Ku dijo que se iba poniendo más y más pálido al ir pasando las millas. El tiempo ya no tenía ningún significado, horas y minutos simplemente corrían juntos como si estuviéramos viviendo en la eter-

1 01


nidad. El monótono zumbido del autobús, el rechinar de los neumáticos, las millas haciendo carreras con nosotros pasando debajo de nosotros y cayendo en la nada detrás. Incluso miss Ku se había quedado en silencio. Nadie h a b l a b a a ho ra , s ó l o e l s o ni d o d e l a u to b ú s y l o s ru i d o s de la noche. El tiempo se quedó quieto mientras las millas volaban hacia el anonimato de la oscuridad. Miss Ku saltó sobre sus pies; del más profundo su eño s e d espe rtó co mpl e tam ente en u n ins ta nte , «Fe e f — l l a m ó — . ¿ E s t á s d e s p i e r t a ? » « S í , m i s s K u » , r e p l i q u é yo. «Unos dedos de luz están barriendo el cielo, sacandc l a s n u b e s p a r a l o s a v i o n e s — e x c l a m ó e l l a — . D e b e m o s de e s ta r c e rca d e S hanno n , debe mos de es tar c as i a ll í .» El autobús

siguió

zumbando

monótonamente,

pero

ahora

había un aire de expectación, la familia se irguió y miró. El c o nd u c to r d i j o : « C i nc o m i nu to s m á s . ¿Q u i e r e n l a e n t r a d a principal?

¿Salen

esta

noche?»

«No

—dijo

Ma—,

descansaremos aquí esta noche y todo mañana, y saldremo s p a ra N u e v a Y o rk m a ñ a n a p o r l a no c h e . » « En to n c es querrán ir al motel _____ dijo el conductor—, hay un sitio muy elegante.» Siguió conduciendo un poco más, giró bruscamente y siguió quizás una media milla por una carretera del aeropuerto antes de pararse ante un edificio. Saliendo del autobús se dirigió a recepción. «No —dijo al volver al autobús—, no les han reservado sitio, tenemos q u e i r a l q u e e s tá c e rc a d e l a e nt ra d a , y a s é d ó nd e e s . » Tal vez otra media milla antes de parar enfrente de o t r o e d i f i c i o . E l c o n d u c t o r h i z o l o s t r á m i t e s y a n tes de marchar

esperó

a

que

llegáramos

al

edificio

que

nos

co rrespo ndí a . L l eva mos nuestro e quip aj e de n tro o al menos las cosas que necesitaríamos para la noche, mientras que el equipaje más pesado se llevó directamente al aeropuerto. «Necesito el tocador de señoras», gritó miss Ku. «Aquí lo tienes», dijo Ma mostrándole la lata especial que había colocado en el cuarto de baño. Cogiéndome

102


suavemente me llevó al cuarto de baño y me dejó tocar cuál era mi lata. Luego, cuando entramos en el dormitorio, nos sentíamos mucho mejor. Como de costumbre la f a m i l i a te ní a u n a h a b i ta c i ón p a ra c a d a u n o . Y o d o rm í c o n el jefe, miss Ku durmió con Ma y la pobre Buttercup tuvo que dormir sola. Miss Ku y yo trabajamos duro investigándolo todo y asegurándonos que sabíamos todas las rutas de escape y el lugar exacto de todas las cosas necesarias. Entonces nos volvimos para cenar. Ningún gato debería ser molestado hasta después de haber tenido todas las oportunidades de investigar la habitación. Los gatos tienen que saber siempre exactamente dónde está todo. Nuestra vista es muy distinta de la de los humanos y casi siempre vemos en dos dimensiones en vez de tres. Podemos

detener

el movimien-

to, esto sorprendería a los humanos, podemos alterar nuestros ojos así que podemos aumentar el tamaño de un objeto del mismo modo que un humano con un cristal adecuado. Podemos alterar nuestra vista, así es que podemos ver claramente a mucha distancia o ver cosas a un palmo de nuestra nariz. El rojo está más allá de nosotros, se nos muestra como color plateado. La luz azul es para nosotros tan brillante como la luz del sol. El grabado más fino, el insecto más pequeño es claro para nosotros. Los humanos no comprenden nuestros ojos, son instrumentos maravillosos y nos permiten ver incluso luz infrarroja. Pero no mis ojos, ya que soy ciega. Mis ojos, según dicen, parecen ser perfectos, son de un azul violeta y están muy abiertos, pero a pesar de esto no ven nada. Todos dormimos esa noche, sin que nos molestaran los zumbidos de los aviones cuando aterrizaban o despegaban para irse lejos a través del océano. A la mañana siguiente Ma y Buttercup salieron y trajeron desayuno para todos. Nosotras no hicimos nada. Miss Ku sentada

103


en la ventana admiraba los vestidos de las mujeres que iban y venían del aeropuerto. El jefe se vistió y nos llevó a jugar en la hierba fuera del edificio, Yo me aseguré de e s t a r c e r c a d e s u s m a n o s . N o q u e r í a r i e s g o s y p e r . derme ahora. «Feef —dijo miss Ku—. ¿Es éste el aeropuerto d o n d e v i n i s te a l l l e g a r d e F r a n c i a ? » « S í , m i s s Ku — re . pliqué yo—, pero entré por la puerta del equipaje, nunca había tenido una experiencia tan feliz como ésta. Desde aquí volamos al aeropuerto de Dublín pero claro yo e s taba i nco nsc ie nte .» «Es tá b ie n , v ie ja ga ta —di jo m is s Ku—, ya te vigilaré y me aseguraré de que hagas lo que tienes que hacer. Yo tengo mucha experiencia en estas cosas.» «Gracias, miss Ku —repliqué yo—. Te agradeceré mucho que me hagas de guía.» Llegó la hora de la comida y Ma nos hizo entrar den. tro porque teníamos que comer y luego descansar. Terminada la comida, nos echamos todos, miss Ku y Ma, B u t te rc u p s o l a y e l j e fe c o n m i g o . D e s c a n s a mo s m u c ho y a q u e n o s a b í a m o s l o q u e p o d r í a m o s d e s c a ns a r e n e l avión. A mí me despertaron las caricias del jefe que me decía: «Feef, eres una vieja dormilona, tú y Ku'ei i d a c o r re r p a r a a b ri ro s e l a p e ti to p a ra e l té » . « ¡ V e n g a , Feef! —gritó miss Ku—. No hemos explorado el corre do r, no ha y nad ie a ho ra. ;Va mos !» Yo sa l té d e la c ama, me rasqué la oreja por un momento mientras pensaba qué camino tomar, y entonces encontré las manos del j e fe gui ándo me has ta l a p u ert a ab ie r t a . M is s Ku iba en cabeza e hicimos nuestra investigación científica del corredor y analizamos a la gente que había pasado por allí «Vamos a recepción —dijo miss Ku—, podremos prei sumir.» Mucha gente no han visto gatos siameses y debo admitir, a pesar de correr el riesgo de inmodesta, que causamos sensación. Me enorgullecí enormemente cuando la gente pensó que yo era la madre de miss Ku. Dimos la 104


vuelta por la oficina de recepción y luego volvimos a nuestra habitación para dormir otro rato. Todas las luces del aeropuerto brillaban cuando nos levantamos otra vez y cenamos. La oscuridad se fue volviendo más profunda y se convirtió en noche. Despacio, recogimos nuestras cosas, salimos a la cálida noche irlandesa, y atravesando la carretera nos dirigimos al aeropuerto. Los empleados cogieron nuestro equipaje y lo dejaron preparado para la inspección de aduanas. El jefe tenía siempre palabras amabilísimas con los aduaneros irlandeses, nunca había problemas con ellos. Nuestro único problema con oficiales irlandeses fue con los de los impuestos y era precisamente su codicia lo que nos hacía abandonar Irlanda. Un hombre de Swissair muy cortés nos saludó y nos dirigió un par de palabras a miss Ku y a mí. «La Compañía desearía que cenaran como invitados nuestros», dijo educadamente a la familia. «No gracias —replicó el j e f e — , y a h e m o s c e n a d o y n o d e j a r í a m o s a n u e s t ra s g a t a s ni por tan poco rato.» El hombre les dijo que le hiciéramos saber si había algo que podía hacer por nosotros y luego se fue dejándonos solos. Ma dijo: «¿Les das los tranquilizantes a los gatos?». «Aún no —dijo el jefe—, y no voy a darle ninguno a Feef, siempre está quieta. Ya veremos cómo estará Ku cuando subamos al avión.» Como soy ciega tengo grandes dificultades cuando i nten to de sc rib i r los s i gui ente s suce sos . Mi ss Ku , d espués de mucha persuasión y muy incomodada por ello, se ha puesto de acuerdo para escribir las próximas pocas páginas. Bueno allí estábamos sentados como unos desgrac iado s e n l a en trada p ri nc ipa l de l a e ropu erto de Sha nnon. Había cantidades de gente allí sentadas como gallinas c l u e c a s . L o s ni ño s c h i l l a b a n h a s ta ro m p e rs e l a c a b e z a d e l mal humor y haciendo que la mía me doliera a causa

105


del bullicio. Algunos tipos yanquis que estaban sentados en una esquina parecían patos rellenos. Creían que eran i mpo rta nte s po rqu e ll evab an bo ls as qu e po ní an C D co n etiquetas para París, de donde venía la vieja gata. El reloj del aeropu erto debía estar oxidado o algo parecido p o rq u e e l t i e m p o p a s a b a mu y d e s p a c i o . F i na l m e nt e u n tipo vestido todo de azul vino hacia nosotros y casi besó el polvo del suelo mientras nos decía que el vuelo Swiss air de Shannon al aeropuerto internacional de Nueva York estaba listo. Yo pensé que vaya una tontería, cómo iba a ser el vuelo si todavía estaba en tierra. Intentó aga rrar m i cest a p e ro el je fe y Ma no lo pe rmitiero n. E l jefe cogió la cesta de la vieja gata y Ma agarró la mía. Bu tte rcup sólo D io s sabe lo qu e cogió , yo e s taba de masiado ocupada para mirar. Como un grupo de colegiales en domingo, atravesamos la sala principal y salirnos fue ra , a la os cu ridad , que e n rea l idad no lo e ra . Lo hub ie ra s ido pe ro pa re cí a que toda s la s lu c es de Shan non b ri l l a s e n . F u e r a , e n l a p i s ta , h a b í a n to d o t i p o d e l u c e s de colores. Otras luces hacían señales como dedos en el cielo. Entonces miré delante y vi el avión. ¡Jo! Vaya si era grande, más grande que cualquiera de los que habíamos visto en el aeropuerto de Dublín. Me pareció casi tan grande como Howth sobre ruedas. Seguimos andando en fila y nos acercamos más y más al avión, que parecía hacerse más y más grande. En la entrada delantera había como una escalera tapada por los lados para que los hombres en tierra no pudieran ver lo que nosotros gatos podemos ver siempre. Las mujeres quiero decir. El vi ejo , co n l a v ie ja ga ta e n b ra zos , subió de spac io l a escalera o escalinata o como quiera que lo llamen. Un bien alimentado comisario de a bordo (¡jo!, si debía de c o m e r b i e n ) s e i n c l i nó t a n to q u e c a s i h i z o

crak.

U na

azafata todavía mejor alimentada, vestida de azul marino y cuello blanco nos saludó. No se inclinó, su faja no 106


se lo permitía. Todas las camareras y azafatas llevan fajas; sé esto por un libro que el jefe escribió hace ya tiempo. Bueno, nos colocaron a todos en el compartimento de p ri m e ra c l a s e y l u e go s e f u e r o n a b u s c a r a l o s p a s a j e r o s de pan y mantequilla para meterlos a bordo. Los colocaron en la parte de donde procedía el ruido. Se encendió una luz para decir que no debíamos fumar ( e quién oyó jamás de un gato que fumara?), y que debíamos atar nuestros cinturones. Así lo hicimos. El jefe agarró su cesta como si fuera algo precioso. Ma agarró la mía sabiendo que lo era. Una desmesu rada gran puerta de metal se cerró ruidosamente y todo el avión tembló como si fuera a romperse en pedazos. De todos modos no ocurrió así, sino que poco a poco se fu e moviendo a lo largo de muchas luces. Multitud de gente fuera saludaba con la mano. Vimos sus bocas abiertas al gritar. Parecían como unos peces que habíamos tenido en un recipiente hacía algún tiempo. Seguimos rodando, hac ie nd o u n ru ido ho r ro ro so , e nto nce s cua nd o ya c reí a que habíamos conducido hasta América, toda la cosa giró en redondo casi punzando mi oído y el ruido aumentó. Yo chillé para que el piloto parase pero no podía oírme con todo el ruido que estaba haciendo. Hubo una repentina sensación de violenta velocidad, tan repentina que casi mezcló mi comida con mi cena, y ya estábamos en el aire. El piloto debía ser inexperto, ya que puso el avión de lado y dio la vuelta al aeropuerto para realmente asegurarse de que había salido. Vi luces debajo de mí, cientos de ellas, luego vi mucha agua brillando a la luz de la luna. «Eh —le grité—, hay agua ahí debajo, no s a h o ga re mo s s i c a e m o s . » D e b i ó d e o í rm e p o rq u e p u s o el avión bien y en seguida puso la cosa en dirección a América. Subimos más y más alto arriba entre las nubes pintadas de plata por la luz de la luna, más arriba y más

107


a l to todav ía . Se gu i mos má s y más ráp idamen te y más más alto y yo miré hacia fuera por la ventana y vi llamas detrás de las alas. «¡Jolines! —me dije a mí misma— ya que no han conseguido ahogarnos, van a freímos.»

Ss

lo dije al jefe y me contestó O.K. (esto es americano, p a ra d e c i r q u e e s tá b i e n) y q u e no d e b í a p r e o c u p a rm e Miré un poco más y vi que unos tubos del motor estaban blancos de calientes. Yo también me sentía así. El piloto debió de recoger mis pensamientos porque nos habla desde el techo y en su arenga nos dijo que no nos preocupáramos, que siempre salían llamas mientras ganábamos altura. La gorda azafata se nos acercó, me perdí lo que dijo porque yo estaba muy alarmada por los crujidos cuando se inclinaba. «Sus ropas no podrán aguantarlo», pensé yo. Una pareja de estúpidos yanquis estaban echados en primera. Aparte de éstos, ¡qué gordos y miedosos eran!, estábamos solos. Subimos a más de treinta mil píes o así, cerca del cielo, y entonces el avión se niveló y seguimos navegando junto a las estrellas. «Vo y a darle a Ku u n a t a bl e ta » , dijo Ma , de s lizándo me una sustancia nociva entre los labios antes de que yo o e l v ie jo p ud ié ra mo s o b je t a r . Yo g u i ñé los o jos y t r a gu é . P o r u n mome nto no p asó nada, lu ego se n tí un de li cio sa ligereza de cabeza qu e me iba ganando. El deseo de cantar era irresistible. ¡Jo! Desde luego estaba alta. Los viejos se iban enfadando más y más mientras que yo me sentía más y más feliz. Nota especial para los aficionados a los gatos: el viejo preguntó en el zoo de Detroit después y se enteró de

que

los

tranquilizantes.

gatos

no

Simplemente

se nos

tranquilizan

con

emborrachan.

Un

tipo en el zoo de Detroit dijo que había tenido la misma experiencia que el jefe con un gato borracho. Bueno

fue

divertido

mien•

tras

supongo que ya he hecho mi parte

108

duró.

Bien,

ahora


y le volveré a pasar la tarea a la vieja gata, después de todo ella lo empezó y es su paloma blanca. El avión siguió monótono cubriendo cientos de millas cada hora. Las luces

se

habían vuelto tenues y finalmen-

te se convirtieron en una desmayada luz azul. Miss Ku estaba echada en su cesta, riéndose bajo para sus adentros. Risita tras risita se le iba escapando. Al final ya no pude resistirlo más, la curiosidad pudo más que los buenos modos. «Miss Ku —dije yo bajo para no molestar a nadie—, miss Ku, ¿de qué te estás riendo?» «¿Qué? ¿Yo riendo? Oh, sí, ¡ja, ja, ja!» Yo sonreí para mis adentros, miss Ku realmente estaba encendida, como d ice n los huma nos . Yo só lo hab ía vi sto una ve z a nte s a u n gato en este estado y éste era un Tom que tenía la costumbre de meterse en una bodega de vino y beber las gotas de vino. Ahora miss Ku estaba así. «Feef —rió—, es demasiado bueno para callármelo, Feef, ¿estás escuchando? ¡Feef!» «Sí, miss Ku —respondí yo—, claro qu e es toy e scuc ha ndo , es ta ré e nca ntad a de o í r tu cu ento .» «Bueno —empezó ella—, pasó justo antes de que tú llegaras a Howth. El jefe es un sacerdote budista o lama, como ya sabes. Estaba un día sentado sobre una roca junto al agua, cuando un monje católico, que estaba de vacaciones con todo un grupo de ellos, se sentó junto al jefe. «Hijo mío —dijo el monje (el jefe era suficientemente viejo como para ser su abuelo)—. Hijo mío, no has ido a misa hoy.» «No padre, no he ido», dijo el jefe educadamente. «Debes ir a misa, hijo mío —dijo el joven monje—, prométeme que irás hoy.» «No, padre, no puedo prometerle esto.» «Entonces no eres un buen cristiano, hijo mío», respondió enfadado el joven monje. «No, padre —contestó el jefe humildemente—. Soy un sacerdote budista, un abad de hecho.» Miss Ku paró un momento y rompió a reír. «Feef —dijo finalmente—, Feef, deberías haber visto a ese 109


joven monje, se escapó corriendo como si le persiguiera el diablo.» Finalmente incluso miss Ku se cansó de hablar y reír y se quedó dormida. El jefe estaba enfermo cuando yo me desperté; el comandante de a bordo estaba inclinado sobre él, dándole una droga. El jefe es viejo y ha pasado muchas pruebas y enfermedades, en el avión tuvo un ataque de corazón y y o no esperaba que llegara al final del viaje. De todos modos, me dijo a mí antes de salir: «Si tú puedes aguantarlo, Feef, yo también. Es un desafío al qu e te someto», Yo tenía un sentimiento muy especial por el jefe, un sentimiento muy especial porque él y yo podemos hablar juntos tan fácilmente como miss Ku y yo podemos. «¡Jolines! —dijo miss Ku en un tono apesadumbra. do—, ciertamente tengo resaca. Me gustaría darle al viejo

vet

alguno de sus tranquilizantes para que viese

cómo son. ¿Qué saben los veterinarios humanos sobre los g a t o s d e s p u é s d e to d o ? » « ¿ Q u é ho ra e s , p o r fa v o r , mi s s Ku?», pregunté yo. «¿Hora? ¿Eh? ¡Oh! No lo sé, estoy trastornada con la hora, pero bueno, la lucecita azul está apagada y todas las luces están encendidas. Pronto se rá la h o ra d e

show

p a ra e l l o s .» Me d i c u e n t a d e l e n tre -

chocar de platos y los pequeños ruidos que hace la gente al despertarse. Casi me había acostumbrado a mi ceguera, pero era frustrante no ver lo que pasaba a mi alrededor, n o p o d e r v e r . L a s m a n o s d e l j e f e b a j a r o n p a r a a c a ri c i a r me. «Tonta vieja gata —dijo él—, ¿de qué te preocupas ahora? Despierta, es la hora del desayuno y pronto aterrizaremos.» Una voz en el techo explotó llena de vida. «Abróchen• se los cinturones, por favor, estamos aterrizando en el Aeropuerto Internacional de Nueva York.» Oí el

cling

de metal y entonces el jefe cogió con firmeza mi cesta. La nariz del avión se inclinó y el sonido del motor cambió. Hubo una sensación como de planear, de flotar y

110


entonces el motor puso toda su fuerza. Un golpe y un rechinar de neumáticos. Otro pequeño golpe y el avión rodó por la pista. «Quédense en sus asientos, por favor —dijo la azafata—. Esperen a que el avión esté completamente parado.» Seguirnos rodando con el ocasional rechinar de los frenos cuando el piloto movía el volante y vigilaba la velocidad. Un tirón final y nos quedamos quietos. Los motores disminuyeron su marcha y pararon. Por un momento se oyó sólo el ruido de los pasajeros respirando, entonces un gran golpe vino de fuera, seguido del rozar de metal contra metal. Una puerta se abrió ruidosamente y entró una racha de viento helado. «Adiós —dijo el comandante de a bordo—, vuelvan a volar con nosotros.» «Adiós —dijo la azafata—. Esperamos tenerlos con nosotros otra vez.» Bajamos por la rampa con el jefe que me llevaba, Ma llevando a miss Ku y Buttercup a la cola. Hacía un frío espantoso y no podía entenderlo. «Brr —dijo miss Ku con asco—. Una resaca primero y ahora... nieve.» La familia se apresuró para que no tuviéramos que estar fuera en el frío más de lo necesario. Pronto entramos en un enorme vestíbulo. Miss Ku, que lo sabía todo, dijo que era la Sala de Inmigración y Aduanas y era el edificio más grande de este tipo en el mundo. El jefe sacó todos nuestros papeles y todos pasamos por Inmigración y fuimos a la Aduana. «¿Qué lleva usted?», preguntó la voz de un hombre. «Nada para declarar —dijo el jefe—, estamos de tránsito a Canadá.» «¿Qué son esos gatos?», preguntó el aduanero. «¡Ohhh! —dijo una aduanera con un suspiro bobo—, ya he visto antes. Pre-

c io - so s.» S e g u i m o s n u e s t r o c a m i n o , p o r l a d i f e r e n c i a d e olor sabía que un hombre de color llevaba nuestras maletas, pero el jefe y Ma todavía nos cogían a mí y a miss Ku. En la sala principal el jefe se sentó porque estaba tan enfermo y Ma fue a ver al personal de la compañía

111


aérea

americana

que

nos

iban

a

llevar

a

Detroit.

Tardó mucho en volver. Cuando volvió hervía por lo enfadada que estaba. «Han roto su contrato —dijo ella—. No quieren a los gatos en el compartimento de los pasajeros, dicen que tienen que ir con el equipaje, es algo que tiene que

ver

con

sus

reglamentos.

Dicen

que

los

de

Shannon se equivocaron.» De repente sentí mi edad, me sentí muy vieja. No me sentí capaz de sobrevivir en el compartimento del equipaje, ya había tenido demasiada experiencia en estas

cosas

y

me

sorprendía

que

alguien

pudiera

pensar que miss Ku lo aguantaría. El jefe dijo: «Si los gatos no pueden ir, nosotros tampoco iremos. Vuelve y diles que armaremos un escándalo y reclamaremos el dinero, ya que se pusieron de acuerdo en llevar a los gatos si pagábamos por adelantado.» Ma volvió a irse y otra vez volvimos a sentarnos esperando. A su debido tiempo Ma volvió y dijo: «Les he dicho que estabas enfermo, nos enviarán a La Guardia en un coche

especial.

motel

de

allí

Sugieren

y

que

que

veamos

nos si

instalemos

la

compañía

en

el

aérea

cambia de opinión.» Pronto inmenso

estuvimos Cadillac

en

un

que

enorme

incluso

coche, tenía

un aire

acondicionado. «Caramba —dijo Buttercup, mientras deshilvanábamos

nuestro

camino

por

el

intenso

tráfico de las autopistas americanas—, no me gustaría conducir aquí.» «No pasa nada si uno se queda en su propia fila, señora», dijo el conductor. Veinte minutos más tarde paramos ante lo que miss Ku me dijo luego, era

el

motel

más

grande

que

jamás

había

visto.

Entramos todos. «Hay alguna objeción en tener gatos

112

siameses

aquí?»,

preguntó

el

jefe.

«Son

muy

bienvenidos», dijo el hombre de recepción, echándonos una

buena

bienvenidos»,

mirada. repitió

habitaciones. Parecía

«Desde mientras

luego nos

son

asignaba

muy las


que nos estaban llevando por millas de corredor antes de llegar a nuestras habitaciones. «¡El tocador de señoras, corriendo!», chilló miss Ku. Yo le estaba agradecida por haberlo dicho. Sacaron las necesarias facilidades rápidamente y contribuyeron en gran manera a nuestra comodidad y paz mental. «Comida», dijo Ma. «Prepara la de las gatas primero», replicó el jefe. Nuestra rutina estaba muy alterada, pero así y todo creímos que podríamos comer. V agamos al rededo r, m i ra ndo e n l as tres h abi tac iones qu e hab ía mos tom ado e investi g amos co n muc ha c au te la en e l pa si l lo . «D esd e aqu í s e v e e l a e ropu e rto —d i jo m iss K u — .

Esto

debe

de

ser

La

Guardia.»

Ma

se

levantó.

«Bueno —dijo—, voy a ir a ver a los de la compañía a é re a , a v e r q u é p u e d e ha c e rs e . » L a p u e rt a s e c e r ró t ra s ella y miss Ku y yo nos sentamos a cuidar al jefe. El viaje había sido demasiado para él y estaba echado cuan largo era sobre la cama. Buttercup entró. «¿Cómo iremos a Windsor si la compañía aérea no nos lleva?», preguntó ella. «No sé, quizás en tren —dijo el jefe—. Podríamos tener un saloncito en el tren y las gatas estarían con nosotros.» Yo estaba echando un sueñecillo cuando Ma volvió. «No nos llevarán si los gatos no van en el compartimento del equipaje», dijo ella. «No —replicó el jefe—. Encontraremos alguna otra solución.» Reinó el silencio por un rato. Miss Ku y yo nos quedamos sentadas, ju ntas, ambas temiendo tener qu e ír con el equipaje, d e s p u é s d e t o d o n o p o d í a m o s q u e d a r n o s m u c h o t i e m p o en el motel, los precios eran increíbles. «Lo único que sugirieron fue un aerotaxi», dijo Ma. «Bueno —replicó el jefe—. Nos devolverán el dinero de los billetes de La Guardia a Detroit, ya que la compañía aérea rompió el contrato. Esto r e d u c i r á e l c o s t e . ¿Dijeron

lo

que

costaría

volar

todos

de

aquí

al

Canadá?» Ma le dijo lo que ellos habían estimado que podría cos113


tar y él casi se desmayó del susto. Lo mismo miss Ku y y o . E n t o n c e s d i j o : « R e s e r v a e l a v i ó n p a r a m a ñ a n a p o r la mañana, pero debe ser lo suficiente grande como para llevar a las gatas con nosotros». Ma asintió y volvió a salir. Miss Ku y yo hicimos ejercicio haciendo carreras a l red edo r d e la hab i tac ió n. Como e ra n h ab i tac io nes desconocidas, miss Ku me dijo dónde estaba todo y corría delante de mí, yo la segu ía de cerca. Nos las arreglamos p a r a d i ve r t i rnos d e ve rd ad y e nt re te ne r al j e fe a l m is mo t i e mp o ; l e g u s t a b a m u c ho v e r no s j u g a r y s a l ta r a l a i r e . Cuando nos cansamos, miss Ku me condujo a una venta na y me co ntó cos as sob re l as a l tas to rre s d e Man ha ttan entre las cuales el jefe había vivido y trabajado años atrás. Ma volvió y nos dijo que todo estaba arreglado

y

que estaríamos en Windsor, Canadá, mañana a esta hora. Luego nos pusimos a tomar el té, después de lo cual nos sentamos y pensamos en la nu eva tierra donde íbamos a vivir. La oscuridad llegó pronto y todos fuimos a nuestras camas para descansar lo máximo posible; el viaje d e s d e H o w t h h a b í a s i d o i n c l u s o m á s c a ns a d o d e l o q u e habíamos anticipado. Era un motel bastante agradable pero muy caro, estando tan cerca del aeropuerto y de N u e v a Y o rk , p e ro e l j e fe n o h u b i e ra p o d i d o a g u a n ta r e l viaje sin descansar. Por la mañana tomamos nuestros desayunos y nos despedimos del encargado de recepción, le gustábamos bastante miss Ku y yo, lo cual, me dijo miss Ku, demostraba sentido común por su parte. Debido a que el jefe estaba enfermo y teníamos mu cho equipaje, tomamos un coche del motel para que nos llevara al otro l a d o d e l a c a rr e te ra h a s t a l a c o mp a ñ í a d e a e ro ta x i s . U n hombre de color, muy agradable, se desvivía considerablemente asegurándose de que nos dejaba en la oficina correcta y nos dejó lo más cerca posible. «Esperaré aquí,

114


señor —le dijo al jefe— hasta que vea que lo tienen todo arreglado.» Nos dirigimos a la oficina y primero nadie parecía saber nada sobre nosotros. Entonces una tenue lucecita pareció brillar en la mente de uno de los hombres y descolgó el teléfono. «Seguro, seguro —dijo él— el piloto viene hacia aquí,

ahora.

Esperen

aqu í.»

Esperamos

y

seguimos

esperando. Finalmente un hombre se precipitó fu rioso en la oficina

y

dijo:

«¿Son

ustedes

los

que

van

a

Canadá?»

Dijimos que sí lo éramos, miss Ku y yo añadiendo nu estras voces para dar más énfasis. «O.K. —dijo él—, llevaremos el equipaje a bordo y ¿qué hacemos de las gatas?» «Vienen en el avión con nosotros», dijo el jefe con firmeza. «O.K. —dijo el piloto—. Las dos damas deben sentarse detrás con una cesta cada una en las rodillas.» Encabezó el camino hacia el avión. «jolines! —exclamó Miss Ku con una voz asustada—. No es más que... un juguete! D os motores. ¡Jolines!», volvió a exclamar con fervor. «No sé cómo vamos a meter el trasero del jefe en este pequeño asiento. Pero —ru gió ella—, inclu so el piloto se ha afeitado la cabeza para tener más sitio.» Ma y Buttercup escalaron al avión que según miss Ku tenía casi tanto sitio dentro como un coche pequeño, con espacio

en

los

asientos

traseros

para

dos

personas

normales. Ma está bien encojinada, Bu ttercup es delgada, así es que hacen dos personas normales. Sentí que todo el avión oscilaba cu ando el jefe subió a bordo. Pesaba unas doscientas

veinticinco

o

treinta

libras

(tal

vez

hubiera

perdido una libra o dos en el viaje) y el avión se inclinaba un poco. El piloto debía de ser el más pequeño del grupo, ya que su peso aparentemente no tuvo ningún efecto. Puso en marcha los dos motores, uno después del otro y los dejó que se calentaran; entonces dejando poco a poco los frenos fu e moviéndose despacio. Hici-

115


mos algunas millas por el suelo yendo hasta el otro lado d e l aeropuerto. Miss Ku me iba poniendo al corriente. «¡Jo! To d o s l o s a v i o n e s d e A m é r i c a s a l e n d e a q u í , u n o c a d a m i n u t o p o r l o m e n o s . » D e r e p e n t e e l p i l o t o d e j ó salir una palabra muy fea y desvió el avión hacia el lado f u e r a d e l a p i s t a . « T e n e m o s u n p i n c h a z o — g r u ñ ó — . E l piloto de esa línea acaba de avisarme por radio.» Detrás nu e s t ro s e o í a u n ru i d o a g u d o , q u e ro m p í a e l t í mp a no , de sirenas y motores de carreras. Toda una cabalgata de c o c h e s s e desvió de la pista y nos rodeó. «¡Dios, olí D i os ! — gritó m i s s K u p o r e n c i m a d e l r u i d o — . H a n hec ho ve ni r a la Gua rd ia Nac iona l .» S acó los o jos cau telosamente por la parte baja de la ventana con las orejas l l a na s p a ra q u e n o l a v i e s e n , « P o l i s , m u c ho s p o l i s a q u í a b a j o , l o s b o m b e r o s y u n co c he lle no de o fic ia les de aeropuerto y tienen también una camioneta de reparaciones». «¡Jolines! ¡Por Dios! —exclamó el jefe—. Qué espantoso jaleo por un pobre

y

pequeño

neumático

r e ve ntado .»

Los

ho mb res

co rría n po r todos lados , la s s i renas emitían sus últimos silbidos moribundos y se oía el sonido de los motores de la camioneta mezclados con los de a nte s

de

de spe ga r.

los

R epe ntino s

a vio nes golpes

co rrie ndo

pesados

y

movimientos debajo de nosotros y levantaron el avión unos palmos para poder remover la rueda. Los coches se alejaron corriendo y entonces la camioneta se alejó llevándose nuestra ofensiva

rueda.

Nos

sentamos

cómodamente

a

esperar.

Esperamos una hora, dos horas « P o d r í a m o s h a b e r i d o a Canadá

andando

totalmente

en

asqueado.

todo

este

tiempo»,

Pausadamente

la

dijo

el

c a m i o n e ta

jefe de

a v e r í a s v o l v í a p o r l a c a r r e t e ra d e s e r v i c i o e v i ta n d o la p i s ta . P a u s a d a m e n t e n o ,

lánguidamente,

de

acercaron

la

camioneta

y

se

al

salieron hombres avión,

paseando.

Finalmente fijaron la rueda otra vez y la camioneta se f u e r á p i d a m e n t e . E l p i l o t o v o l v i ó a p o n e r e l motor en marcha y lo dejó calentar. Habló por micro a

116


la torre de control comunicando que estaba preparado para salir. Finalmente le dieron el permiso y apretó el a ce le rado r, h i zo co rre r a l av ió n po r la p is ta y fá ci lmen te y despacio lo subió al aire. El piloto ganó altura poco a poco, se mantuvo muy por debajo de las rutas de las líneas aéreas, situó el avión al nivel correcto y puso el acelerador a la velocidad normal. Volamos y volamos y volamos pero no parecía que llegáramos a ningún sitio. «¿A qué velocidad vamos, miss Ku?», pregunté yo. Alargó el cuello por encima del hombro del piloto. «Ciento veinticinco, altitud seis mil pies, compás con dirección Noroeste.» Le envidié sus conocimientos, su posibilidad de ver. Yo no podía hacer otra cosa que sentarme, dependiendo de los demás para que me explicaran las cosas. Pensé, sin embargo, en t o d o s l o s v i a j e s q u e h a b í a h e c h o e nc e r ra d a e n u n a c a j a , i nconsc ie nte . És te e ra

mucho

me jo r, ahora me tra tab an

mejor que a los humanos, ya que estaba sentada en el regazo de Ma.


Capítulo VII

«¡Pont,

Pom!

—dijo miss Ku asomando entre el

h o m b r o d e l p i l o t o y e l d e l j e f e —. ¡Pom, Pom, Pom! Ne ces i ta remos u n pa raca ídas , Fe e f, l a a guj a d e l a gaso lina está tocando el final.» El jefe se volvió al piloto, « ¿ N o fu nc i o na l a agu j a d e la ga so li na ? » , p re gu n tó . «N o tenemos combustible —dijo el piloto sin darle importancia—, siempre podemos bajar.» Debajo de nuestras pequeñas alas, se extendían las cimas completamente n e v a d a s d e l a s m o n ta ña s d e A l l e g h e n y e n P e ns i l v a ni a . Mi ss Ku hi zo qu e me reco rri e ra u n e sca lof rí o de ho rro r de arriba abajo del espinazo al describirme los vacíos entre montes y las cumbres afiladas como hojas de afeitar que estaban esperándonos para recogernos del cielo. El piloto consultó su mapa y alteró ligeramente nuestra ruta. «10h! Miss Ku —exclamé yo aterrada—. Bajamos.» « E h , t e n l a c a b e z a c o n c a l ma — r e p l i c ó m i s s K u c a l m a damente—. Aterrizamos para poner combustible, hay un pequeño aeródromo justo delante de nosotros. Ahora simplemente clava tus pezuñas en la cesta y aguántate.» Bum, hizo el avión, bum, bum, volvió a hacer. Nos « E h , te n l a cabe za co n c al ma — r epl icó mis s Ku t ra nqu ilam ente— . A terrizamos para pon e r combus tib le , hay u n estación de servicio, abrió la puerta de golpe dejando entrar el aire helado. Saltó al suelo y llamó a una mujer que estaba junto a la manguera de la gasolina. «Llénelo», ordenó, mientras corría al más cercano excusado. La mujer se acercó y echó mucha gasolina en las alas, sin

n i s i q u i e ra m i ra r e n n u e s t r a d i re c c i ó n . E l a e ró d ro m o e s ta ba en vue lto po r la n iev e , qu e cub ría ed i fi cios y p is ta s . Mi s s K u m e d e s c r i b i ó l o s n u m e r o s o s a v i o n e s pequeños,

trabados

d u e ño s l o s d e j a ra n 118

al

suelo

esperando

a

que

sus


l i b re s p a ra v o l a r . A l re d e d o r d e l a e ró d ro m o l a ni e v e c u b rí a l a s l a d e r a s d e l a c o r d i l l e r a m o n ta ño s a e s p e r a n d o a l o s d e s p re v e ni d o s . E l j e fe d i o u n o s p a s o s p o r l a n i e v e s i n s u a b ri g o . «C u i d a d o — l e g ri té —, v a s a p e s c a r u n re s f ri a d o .» « N o s e a s t o n ta , F e e f — d i j o m i s s K u — e s t e ti e mp o h e l a d o e s c o m o u na o l a d e c a l o r c o mp a ra d o a l o q u e n o r m a l m e n te e l j e f e e s tá a c o s tu m b ra d o . En e l Ti b e t , d e d o nd e v i e n e é l , e l f r í o e s ta n i nt e n s o q u e i nc l u s o l a s p a l a br a s s e h i e l a n y c a e n a l s u e l o .» Lo s m o t o re s v o l v i e ro n a ru g i r y a v a nz a mo s s o b re l a s u c i a ni e v e d e l a p i s ta . N o h a b í a to rr e d e c o nt ro l a q u í , e n este

p e q u e ño

lugar,

así

es

que

el

piloto

calentó

sus

mo to r e s , a p re tó e l a c e l e ra d o r y c o r r i ó p o r l a b l a nc a p i s ta . A l s u b i r hi zo c í rc u l o s a l re d e d o r d e l p e q u e ño a e ró d ro mo h a s ta q u e hu b o g a na d o l a s u f i c i e n te a l tu ra y e n t o nc e s s e d i r i g i ó a t ra v e s a nd o l a s m o nt a ña s h a c i a C l e v e l a nd . A ho ra y a h a b í a m o s o í d o m o to re s e n m a rc h a d u r a n t e ta n to ti e m po q u e ya ni l o s no tá b a m o s . S e g u i mo s según

v o l a nd o ,

subiendo

l a s v a r i a b l e s c o r r i e n te s ,

y

bajando

s u a v e m e n te

y c o n ti n u a m o s

volando

m i e n t ra s a no c h e c í a . E l hu m o d e P i t ts b u rgh p a s ó d e b a j o de n u e s t r a a l a i z q u i e r d a , l a n i e b l a d e C l e v e l a n d s e d i s t i ng u í a d e l a n te d e no s o t ro s . « V o l a re m o s p o r e nc i ma d e C l e v e l a nd —d i j o

el

piloto—

y

a t r a v e s a re m o s

el

lago

Erie

d e s de

S a n d u s k y . E nt o n c e s t e n d r e m o s t re s i s l a s d e b a j o e n c a s o d e f a l l o s d e l m o t o r . » E l a v i ó n s i g u i ó m o n ó t on a m e n te , c o n l o s d o s mo to re s c a nt a nd o l a m i s m a m o nó to n a c a nc i ó n y e l p i l o t o i n c l i n a d o s o b re l o s c o n t r o l e s . N o s o t r o s t e n í a m o s l o s t r a s e ro s i n s e n s i b i l i z a d o s d e t a n to e s t a r s e n t a d o s . Y o m e mo v í i n c ó m o da m e n te c u a nd o e l a v i ó n g i ró r e p e n t i na m e nt e h a c i a l a d e r e c ha . « ¡ P o r to d o s l o s ga to s s a l ta ri ne s ! — e x c l a m ó m i s s K u — . A l g u i e n h a v o l c a d o l a n e v e ra y t i r a do t o d o s l o s c u b i to s d e h i e l o .» Ta r ta mu d e ó a l go m o l e s ta y d i j o : « N o s o n c u b i to s d e h i e l o d e h e c h o , a p e s a r d e q u e l o p a re c e d e s d e e s ta

119


altura. Todo el lago está helado y hay montones de hielo p o r t o d a s p a r t e s . » « D e s d e a q u í p a r e c e n c u b i t o s d e h i e lo que hayan caído», añadió insegura. Debajo de nosotros se amontonaba el hielo y cualquier claro de agua se helaba inmediatamente. Este, hab ía di cho e l pi lo to , e ra un i nv ie rno excep cio na lmen te frí o y p reve ía n má s frío tod av ía . «L a is la de Pe le e —d i jo el piloto—, estamos exactamente a medio camino a través del lago. Pasamos sobre Kingsville y hacia "Windsor.» El avión hacía como un silbido ahora, el aire enfriado por el hielo, causaba alguna turbulencia. Yo estaba cansada y hambrienta y me sentía como si hubiera estado viajando siempre. Luego pensé en el jefe gravemente enfermo y viejo. Si él lo aguantaba yo también podía. M e c u a d ré d e ho m b ro s , m e s e n té má s f i rm e m e n te y m e se n t í m e jo r. «C i nc o m i n u to s y at er r i za re mo s e n e l a e ro puerto de Windsor», dijo el piloto. «Ohhh! —dijo miss Ku excitada—, ya veo los rascacielos de Detroit.» El tono del motor cambió y el avión pareció estirarse. Un suave rascado sobre la pista cubierta de nieve y ya es tábamos abajo , e n Ca nadá. El avió n rodó s uav emente y giró a la derecha. «I zquierda, Izquierda —dijo el jefe q u e c o no c í a b i e n e l a e ro p u e rt o — . É s t e e s e l a e ro p u e rto que ya no se utiliza, tiene que ir al nuevo.» En ese prec iso mom ento l os d e la to rre d e co n tro l confi rma ro n po r radio lo que le había dicho el jefe. El piloto hizo rodar su motor derecho para dar la vuelta al avión, siguió m o v i é nd o s e q u i z á d u ra n te u n c u a r to d e m i l l a , e n to nc e s puso los frenos y cortó el contacto de los motores. Durante un momento nos quedamos sentados quietos, sintiendo los músculos tan contraídos que nos preguntábamos si podríamos salir de ahí jamás. Miss Ku mur-

muró: «Tan blanco como la parte de arriba de un pastel d e N a v i d a d . ¿ D e d ó n d e v e n í a to d o e l p e rs o n a l ? » El p i l o to e mp u j ó u n a p u e r ta p a r a a b ri rl a y e m p e z ó a s a l i r , 120


D e r e p e n te , á s p e ra m e n te , re tu m b ó u na v o z : « ¿P a r a d ó nd e , gente?»

El

gritar

áspero

del

hombre

me

sorprendió

desagradablemente y me preguntaba en qué especie de lugar estábamos. Ahora sé que todos hablan de esta manera tan ruda aquí. El jefe dice que se piensan que e s t á n to d a v í a e n e l S a l v a j e O e s te d o n d e l a c o rt e s í a y l a cultura se consideran «cursis». El jefe replicó que éramos inmigrantes y que teníamos todos los papeles en orden. El hombre gritó: «No son horas, Inmigración está cerrado», y se volvió entrando en el edificio. D e s p a c i o y c o n a g u j e ta s s a l i m o s d e l a v i ó n y n o s d i r i gimos hacia una puerta que decía: «Aduanas de Canadá». La cruzamos y nos encontramos en una enorme y vacía sala. Yo sabía que era grande y que estaba vacía por los ecos de nuestras pisadas. Seguimos andando hasta llegar a un mostrador. El hombre estaba detrás. «Han llegado demasiado tarde —dijo—, no nos anunciaron s u l l e ga d a . A h o ra n o h a y n i n g ú n o f i c i a l d e I nm i g ra c i ó n , yo no pu edo tocar sus cosas hasta que hayan pasado por Inmigración.» «Se lo notificaron —dijo el piloto—. Se lo notificaron de La Guardia, Nueva York, ayer. ¿Y yo qu é? Yo te ngo qu e vo lv e r, fírmeme es te p ape l , no es más que para decir que me presenté en las Aduanas de Can a d á . » E l h o m b r e d e A d u a na s d i o u n s u s p i r o t a l q u e s u u n i fo rm e c ru j i ó y c a s i s e ro mp i ó . « Re a l m e n te no d e b e rí a hacerlo —dijo él—, ya que mi turno acaba dentro de pocos minutos. De todos modos...» Su pluma arañó el p a p e l , e l p i l o t o m u r m u ró « g r a c i a s » a l a d u a n e r o y « A d i ó s , bue na s ge n tes» , a no so tros y s al ió p a ra s ie mp re d e nuestra vid a . Lo s mo to res de su a vió n s e pus iero n e n ma rcha y murieron en la distancia. Una puerta se abrió y se cerró. Unos pesados pasos se acercaban más y más. «Eh! —dijo el aduanero a su relevo—, esta gente dice que son inmigrantes. ¿Qué

121


h ac emos ? No so n ho ras ; bu e no e s tu p robl em a , aho r a se h a t e rm inado m i tu r no . » Se v o l vió y s in m ás se fu e El homb re que le hab ía rel evado hab ló e n u na bue na voz i r l and esa . «S egu ro qu e los p as a remo s . H a ré qu e v e ng a u n o fic ia l d e I nm i grac ió n d el Tú ne l. » Se vo lv ió ha ci a un te lé fo no y fu e da ndo u na s í nte si s de nu es tra s i tuac ió n y d e los p ro b le ma s qu e t en ía , s e vo lv ió a nos . o t ro s y d ijo : « Aho ra v ie ne u n o fi ci al , yo no pu edo to ca r su s

cos as

a te rri zado s .

ha s ta

qu e

¿Qué

l le va

él

l es

a hí ? » ,

d ec la re p regu ntó .

I nm i g ra n tes « D os

ga tos

s ia mes es —rep li có e l je f e—. Aqu í e s tá n sus p ape les que c e r ti fic an su bu e n e s tad o d e s alu d . » El homb re susp i ró y vo lv ió al t e lé fo no « ...s í , dos g a to s si amese s . Sí , he vi s to su s pape le s, sí , sólo qu e pensé que qu iz á qu e rrí a ve rlo s , ¿no ? 0 .K » . Se v ol vió hacia noso tros. «Los ga to s pued en pas a r, a ho ra te ne mos qu e espe ra r a qu e us tedes pu eda n pa sa r.» Mis s Ku s e rió to n tam ente y m e susu rró : «N osotra s ya es tamos , p e ro l a fam il i a se queda p la n tad a» . E spe ramos y esp e ramo s . Espe ramos tan to ti empo —o a sí lo c reí mos— como pa ra pode r vol ve r vo la ndo de do nde v i ni mos. El ae ropue rto e ra mo rta lme n te abu rrido , ap en as s i s e o ía u n ru ido romp e r e l s il en cio . Y o i n tuí qu e e l j e fe s e iba po nie ndo má s y más enf e rmo . Ma v ag aba po r ahí i mpac ie nte y Bu tte rcup resp i raba co mo si h u bi e ra l le gado al l í mi te d el a go ta mi en to y s ue ño . E n a l gú n l ad o s e o yó el r uido d e u n a pu e r t a. « A h —d i jo e l adu an e ro— a qu í vi e ne .» So nab an p asos por e l pas i llo . Se a ce rc aba n m ás y má s . «E s ta g e n te di ce n se r i nm i g ra n tes —d i jo e l adua ne ro — . Te h e l la mado po rqu e no p u edo de ja rle s p asa r has ta que los h a yas de cl a rado l ib re s . A las g a ta s y a l a s h a d ej a d o pa s a r S an id a d . El o f ic ia l d e I nm i grac ió n e ra u n vi ejo ag radab le pe ro no pa rec ía co noce r el aeropuerto en absoluto, ni sabía a qué oficina entrar. I ba p re gu n tá ndol e

co sas

al

adua ne ro .

Fi na lm ent e

« Ve nga n po r aqu í » y se fue ha ci a una peque ña hab i ta

122

d i jo :


ción lateral. «Antes de poder empezar, tenemos que tener papeles y cosas», murmuró para sí mismo mientras tiraba sin sentido de cajones cerrados. «Esperen aquí —dijo—, tengo que encontrar unas llaves.» Salió y pronto volvió co n e l adua nero . Ju n tos fuero n p rob ando c ajo ne s y pue rta s de a rma rios , mu rmu rando imp reca cio ne s pa ra sí m ismos al encontrarlos todos cerrados. Ambos hombres salieron y nosotros nos acomodamos para otra larga espera. «Las tenemos, ya tenemos las llaves —dijo el hombre de Inmigración con aire de triunfo,

ahora

no tardare-

mos.» Durante unos minutos fue probando llave tras llave volviéndose más y más pesimista. N inguna entraba. Salió corriendo para solicitar la ayuda del aduanero. juntos avanzaron hasta el ofensivo escritorio. «Tú levantas —dijo el de Inmigración— y yo empujaré hacia abajo, si podemos meter esto en medio, lo forzaremos.» E l ru i d o d e ge m i d o s y g ru ñ i d o s c a s i no s e n v i ó a d o rm i r , luego el ruido de astillas y el sonido de un clavo o dos de la ce rradu ra que c aí a a l su elo . Po r u n mo me nto n adie habló; entonces el hombre de Inmigración dijo con una voz estrangulada: «El escritorio... está vacío». Él y el aduanero siguieron dando vueltas por ahí, hac ie ndo experi me ntos m e tien do y ti rando de e sc ri to rio s y armarios. Mucho más tarde el de Inmigración dijo: «¡Ah, ya lo tengo!». Se oyó el crujir de papeles e imprecaciones murmuradas, entonces una voz tapada dijo: «Ahora tenemos los papeles que hay que llenar, ¿dónde están los sellos?». Más búsquedas, más imprecaciones, más espera. Miss Ku y yo echamos un sueñecillo y nos despertamos al sentir qu e cogían nuestras cestas. «Ahora v u e l v a n a A d u a n a s , p o r d o n d e e n t ra ro n » , d i j o e l ho m b re de Inmigración. Volvimos a la sala. «¿Todo claro?», d ijo el o f ic ia l de A du an as , in spe cc ion ando n ues tro s pape les que ahora decían, «Inmigrantes aterrizados». Con

123


a i r e c a ns a d o e l j e f e c o g i ó l a s m a l e t a s y l a s p u s o s o b re el mostrador y las abrió para la inspección. Metódica. mente el aduanero repasó nuestra lista de maletas y miró nuestros efectos. «Bueno —dijo—, pueden irse.» Fuera del aeropuerto se extendía la nieve espesa, «el invierno más frío desde hacía tiempo», nos dijo un empleado de limpieza del aeropuerto. Rápidamente pusieron nuestras maletas dentro de un coche que esperaba. Ma, B u t te rc u p , mi s s Ku y y o n o s i ns ta l a m o s d e t rá s . E l j e f e se sentó delante con el conductor. Arrancamos por la r e s b a l a d i z a c a r r e te ra . E l c o nd u c to r no p a r e c í a e n a b s o luto seguro del camino e iba murmurando para sus ad entro s : «G iramos aquí , no, toda vía no , no debe de se r a qu í » . E l t ra yec to fue i ncómod o y muy la r go . A no so t ro s nos parecía lo suficientemente lejos como para haber ido volando. Saltamos por una carretera terriblemente mala y casi volcamos al parar. «Aquí es —dijo el conductor—, é s ta es la casa .» S al imo s y ll ev amos las ma le tas de n tro . Miss Ku y yo estábamos demasiado cansadas para hacer una verdadera inspección, así que deambulamos un poco i n t e n ta nd o n o t a r l a s c o s a s má s i m p o r ta n te s . E l j e f e me subió a su cama y caí profundamente dormida. Al llegar la mañana, miss Ku vino y me despertó diciendo: «Venga, vieja perezosa. Tenemos trabajo que hacer, ahora anda detrás mío y te lo iré indicando todo». Yo s al t é d e la c ama y me rasqu é b ie n pa ra de spe rta rme . Entonces seguí a miss Ku. «Aquí es donde comemos —dijo— y ésta es la estación de necesidades. Aquí hay u na p a red co ntr a la qu e te romp e rí as e l c er eb ro s i lo tuvieras. Bien, recuerda su posición porque no lo repetiré.» Siguió: «Aquí hay una puerta, lleva a un pequeño jardín con un garaje al final y la carretera está después». Me llevó por toda la casa y saltó a la repisa de una ventana en la habitación del jefe. «¡Eh, Feef! —exclamó—. Hay un porche para tomar el sol y luego un

124


g ra n c é s p e d y d e t rá s d e é s te e l m a r . E l m a r e s t á he l a d o . » «No seas tan tonta, Ku», dijo el jefe, levantándome sobre su hombro. «Ven, Ku», gritó yendo hacia la otra puerta. La abrió llevándome y miss Ku pasó corriendo para llegar al jardín la primera. «Esto no es el mar —dijo el jefe—. Es el lago de Saint Clair y cuando el tiempo sea más caluroso podréis salir las dos y jugar sobre la hierba.» Era un tipo de casa extraña, una rejilla en el techo de cada habitación de abajo, hacía que pasara aire caliente a la habitación superior. Miss Ku adoraba sentarse en un dormitorio arriba sobre la rejilla, y mirar lo que pasaba abajo en la cocina. Le llegaba calor extra de los hornos de la cocina y también disfrutaba de la gran atracción de saber todo lo que pasaba en la cocina, conocer los comerciantes que llegaban a la puerta y lo que se decía en la habitación del jefe. Pocos días después de llegar a Canadá fue Navidad. Desde luego era tranquilo, no conocíamos a nadie y durante todo lo que para los otros eran las festividades, no vimos a nadie ni hablamos con nadie. El tiempo era muy frío, constantemente nevaba y la superficie del lago e ra u n a s ó l i d a s á b a na d e h i e l o s o b re l a c u a l c o r r í a n u n o s yates para el hielo. Yo pensé en otros años y otras navidades. Madame Diplomat había sido una fervorosa católica, y «Noél» significaba mucho para ella. La

última

Navidad. que recuerdo, me habían encerrado en ese oscuro cobertizo y todo el día siguiente también. A causa de las celebraciones se habían olvidado de mí.

Esta

Na-

vidad fue realmente la más feliz de mi vida, ya que podía pensar en los años pasados y saber que ahora me querían realmente y saber que ya nunca más estaría s o l a u o l v i d a d a o h a m b r i e n t a . D u r a n t e mi época con madame Diplomat procuraba esconderme lo más posible. Ahora si no me ven durante unos minutos, alguien dice: 125


«¿Dónde está Feef? ¿Está bien?» y se organiza en seguida una búsqueda.

Ahora

he aprendido que me quieren,

así que me quedo a la vista, o aviso mi presencia tan pronto como oigo mencionar mi nombre. La comida también es regular. El jefe dice que como una comida durante todo el día. No cree en alimentar a los animales só lo u na ve z al d ía . C re e qu e te ne mos e l su fic ie nte se ntido comú n p ara saber cuando hemos co mi do b as ta nte, En co ns ecue nci a m iss Ku y yo s iemp re ten emo s com ida a mano, día y noche. L a N a v i d a d p a s ó y s e n t í a mo s l o re m o ta q u e e s ta b a nuestra casa de las tiendas. Ningún autobús pasaba por delante de nuestra puerta y la ciudad estaba a unas quince millas. La única manera de ir a algún sitio era en taxi. Los muchachos de las tiendas venían a nuestra pue rta tra yendo lec he, carne y pan, pero no hab ía posibilidad de elección. El jefe decidió comprar un coche. « P r i m e r o c o mp ra r emos uno v ie jo —di jo — , y cu and o nos ha yamo s

a cos tu mb rado

a

l os

sa lva je s

c ondu c to res

c an adi en ses comp ra remo s otro me jo r.» Una cosa que i mp re sio nó m uc ho a l je fe e ra l a to ta l fa l ta de co rt esí a en l a ca rre te ra . Como dec ía a me nudo , los ame ric anas e ra n l os p eo res co nduc to res d el mu ndo con los ca nad ie ns es s i gui éndo le s mu y d e c e rca . C o mo qu e e l j e f e h a co nduc ido po r unos s ese n ta pa ís es deb ía de sabe r al go sob re ello . E l tax i l le gó a la p ue rta y t o có l a b o cin a . E l j e fe s al ió . M iss Ku l e g r i tó : «Co mp ra u n b u en coc he , je f e , no de je s qu e te es t a fe n» . Oí la pu e rta d el taxi c e r r a r s e d e golpe y el ruido de un coche al arrancar. «Espero que compre uno bueno —dijo miss Ku—.

Adoro

ir en

coche, simplemente no puedo esperar a ir en él sólo de vez en cuando.» Era absolutamente cierto, miss Ku i r í a e n coc he a cu a lqu ie r lado e n cu al qui er mo me n to , le gustaba la velocidad. A mí no me gusta ir en coche a 126


me n o s q u e v a y a m o s a no m á s d e v e i n t e m i l l a s p o r ho ra . No hay nada divertido en la velocidad cuando se es ciego. Miss Ku prefiere correr por la autopista yendo como mínimo a la velocidad máxima autorizada por la ley. La mañana pasó lentamente, nosotras nos poníamos nerviosas sin el jefe y Ma. Las orejas de miss Ku se erizaron. «Llegan, Feef», dijo ella. Yo escuché y entonces oí. Desgraciadamente era un taxi lo que volvía. Buttercup ba jó de p ris a l as e sca le ra s y co rrió hac ia l a pue rta . Mis s Ku saltó a la repisa de la ventana y dejó salir una exclamación de disgusto. «Han vuelto en taxi, no han comprado el coche», dijo con irritación. Buttercup abrió la puerta. «¿Bueno? ¿Cómo os fue?», preguntó. Miss Ku gritó: «¡Aprisa! ¡Aprisa! Contad, decid algo. ¿Qué pasó?» «Bueno —dijo el jefe—, vimos un coche que parecía ser lo que buscábamos. Es un viejo

Monarca.

Van a enviarlo aquí para que poda-

mo s p ro b a rl o d u ra n te u n d í a , s i no s g u s ta l o p a g a mo s y nos lo quedamos.» Miss Ku se volvió y corrió escaleras arriba moviendo la cola de alegría. «Subiré y miraré desde la ventana del baño», gritó. El jefe y Ma nos contaron a Buttercup y a mí todo lo que había ocurrido. íbamos a tomar una taza de té cuando miss Ku gritó: «Vienen dos coches, ¡yupi!». Yo podía oírla haciendo una pequeña danza de alegría en la habitación de encima. El jefe y Ma salieron fuera y a miss Ku le dio fiebre de impaciencia, corría en redondo como una gata a q u i e n a c a b a n d e q u i ta r s u s g a t i to s . « ¡ C a ra m b a , c a ra m b a — re s p i r a b a — , ¿ q u é d e b e n d e e s ta r h a c i e nd o ? » B u tt e rc u p tampoco

podía

soportar

el

suspense.

Se

puso

su

abrigo más gordo y salió fuera. Miss Ku emitió un aullido que atravesaba el tímpano. «Desde aquí lo veo, Feef. Es verde y tan grande como un autobús.» La familia entró justo a tiempo de salvar a miss Ku de estallar de excitación. El jefe la miró, luego la cogió y dijo: «¿Así que

127


quieres ver el coche, eh? ¿Quieres venir, Feef?» «No, g ra c i a s — d i j e yo — , d e j a d m e a q u í , e n l u ga r s e g u ro . » El jefe llevando a miss Ku y Buttercup bien abrigada, salieron al aire frío. Oí el ruido de un motor. Ma me acarició la cabeza: «Ahora podremos ir a sitios, Feef». Med ia ho ra má s ta rd e vo lv ie ro n. Miss Ku h e rví a de excitación. «Maravilloso.

Maravilloso»,

me gritó. «Fui a

Tecumseh.» «Miss Ku —dije yo—. Te dará un ataque s i si gu e s as í . ¿ P o r qu é no t e s i ent as aqu í y m e lo cu e ntas todo? No puedo seguirte cuando tartamudeas de tan excitada.» Por un momento creí que iba a enfadarse, l u e g o c ru z ó l a h a b i ta c i ó n y s e s e ntó s o b r e e l r a d i a d o r. C ru za ndo su s m a nos p ri moros ame n te di jo : «Bue no , fu e así, Feef. El viejo me llevó fuera y me puso en el asiento de atrás. Él se metió en el asiento del volante y había sitio de sobras para él, ya sabes cuánto sitio ocupa. Buttercup se sentó en el asiento delantero de pasajeros y el jefe puso el contacto. Oh, tengo que decirte esto, el c o c he e s v e rd e y e s a u to m á t i c o , l o q u e q u i e ra q u e e s to signifique, y hay sitio para todos nosotros y dos más. El jefe condujo despacio, se atiene demasiado a la ley, se lo dije, y él dijo que esperara a que hubiera pagado el coche. Van a ir allí esta tarde a pagar el dinero y as1 podremos correr. Así que fuimos a Tecumseh y volvimos, y aquí estamos». Hizo una pausa mientras se peinaba la punta de su cola y dijo: «Deberías verlo, Feef. ¡Oh! Olvidé que eres ciega, bueno deberías poner el t r a s e ro e n e s o s a s i e nt o s . T r e - m en - d o » . Y o m e s o n re í para mis adentros, miss Ku estaba realmente emocionada con el coche. Yo estaba emocionada al pensar que ahora el jefe podría salir un poco. «Feef —dijo miss Ku—, el c o c h e e s t á c al i e n t e . P o d r í a s f r e í r h u e v o s e n é l s i q u i sieras.» La comida terminó pronto y entonces el jefe y Ma se prepararon para salir. «No tardaremos —dijo Ma—.

128


Vamos sólo a pagar el coche y a comprar algo de comida. Os llevaremos de paseo en cuanto volvamos.» «Yo no quisiera salir, miss Ku —dije—. No me gustan los coches.» «Oh, eres una gata vieja y tonta», dijo miss Ku. Se sentó e hizo a fondo su

t o i l et te ,

orejas, detrás de su

cuello, todo el cuerpo y hasta la punta de su cola. «Tengo que darle una buena impresión al coche nuevo —explicó--, si no le gusto quizá no irá bien.» Sorprendentemente aprisa Ma y el jefe volvieron. Yo estaba encantada de oír el crujido del papel marrón y así saber que habían traído comida fresca. Una de mis fobias, de los días de hambre, era el terror a quedarme sin comida. Mi sentido común me decía que era un terror absurdo pero las fobias no son fáciles de hacerlas desaparecer. Una fobia incluso mayor era, a pesar de que mi sentido común me decía que no tenía por qué preocuparme, que alguien intentara cogerme por la piel de detrás de mi cuello. Esto es algo tan malvado que voy a escribir unas líneas sobre ello. Después de todo si nosotros, los gatos, no les decimos nuestros problemas a la gente, nadie lo sabrá nunca. Cuando iba a tener gatitos por tercera vez, Pierre, el jardinero francés empleado por madame Diplomat, una vez me cogió repentinamente por la piel trasera del cuello. El dolor en los músculos de mi cuello fue sin duda muy grande y mis bebés de pronto cayeron fuera de mí y se mataron sobre el camino de piedra. El

shock

tan

repentino me causó daños internos. Llamaron al señor veterinario y tuvo que empaquetar una parte de mí con algo para comprimir la sangre. «Me has perdido cinco gatitos, Pierre —dijo madame Diplomat enfadada—. Debería descontarlo de tu sueldo.» «Pero, madame —dijo Pierre con la voz entrecortada—, tuve mucho cuidado, la cogí por el cuello, debe de ser una criatura muy enfermiza,

siempre

tiene

algo.»

El

señor

veterinario

estaba

129


rojo de ira. «Están arruinando a esta gata —gritó— Los gatos adultos no deben cogerse nunca por la piel del cuello, sólo los tontos tratarían así a animales caros,» M a d a m e D i p l o ma t e s ta b a fu r i o s a p o r l a p é rd i d a d e d i . mero qu e había causado la muerte de mis gatitos, pero estaba algo sorprendida. «Pero señor —dijo—, las nim dres gatas llevan a sus gatitos por el cuello, ¿qué hay

de malo en ello?» «Sí, sí, madame —replicó el señor veterinario—, pero las gatas madres llevan así a sus gatitos cuando no tienen más que días. Cuando no tienen más que unos días son tan ligeros que no les causa ningún daño. Los gatos adultos deberían cogerse siempre de modo qu e el peso lo lleve el pecho y las patas traseras, Si no se puede dañar internamente a un gato.» Yo soy una vieja gata tonta, pero tengo miedo de que me coja alguien que no sea de mi familia. El jefe,

no

dejará que me coja ningún desconocido, de todos

modos, así es que ¿por qué me preocupo? Él me coge mejor que nadie y lo hace del modo correcto. Pone su mano izquierda debajo de mi pecho, entre mis patas delanteras donde se juntan con el cuerpo. Su mano derecha soporta o bien la parte de delante de mis músculos o si no deja que apoye las patas traseras sobre su mano derecha. Cuando se aguanta a un gato nervioso o desconocido, deberían tener siempre la mano derecha a gu a n ta d o l a p a r te d e d e l a n te d e l o s m u s l o s , e n to n c e s e l g ato no pu ede e scap a rse o da r p a tada s y es la fo rma menos dolorosa de coger a los gatos. Hay gente que le ha dicho el jefe: « ¡Oh!, yo siempre los cojo por el c u e l l o , c o mo d i c e n a l g u no s l i b ro s s o b re g a to s » . B u e no , no importa lo que digan «algunos libros sobre gatos», nosotros los gatos sabemos lo que preferimos, y ahora ustedes lo saben también. Así que, por favor, si ama a l o s g a to s , si n o q u ie r e h ac e rn o s d a ño o injuriarnos, cójanlos gustaría

130

como

lo

hemos

descrito

antes.

¿Cómo

le


a usted que le cogieran? ¿Por su cuello? ¿O su pelo? Nosotros lo odiamos. Ni tampoco nos gusta que nos hablen pusy-pusy. Entendemos cualquier lengua si la persona piensa lo que está diciendo. El habla de bebé nos irrita y nos hace

totalmente

incooperativos.

Tenemos

sabemos cómo utilizarlo. Una de

cerebro

las cosas

que

y

nos

sorprende de los humanos es que estén tan seguros de que no somos más que «animales mudos», tan seguros de

que

no

hay

otra

vida

y

modo

de

sentir

que

la

humana, tan seguros de que no puede haber vida en otro mundo, ya que los humanos creen firmemente que son lo más alto de la evolución. Déjenme decir algo. No hablamos inglés, ni francés ni chino, por lo menos no el

sonido,

pero

entendemos

estas

lenguas.

Conversamos a través del pensamiento. También así lo hacían

los

humanos

antes...,

sí,

antes

de

que

traicionaran al mundo de los animales y perdieran así el poder de conversar por pensamiento. Nosotros no usamos

la

«razón»

(como

tal)

no

tenemos

lóbulos

frontales. Sabemos por intuición. Las respuestas nos llegan sin que nosotros tengamos que desenmarañar los problemas. Los humanos utilizan un «número». Nosotros los gatos cuando sabemos el número del gato a quien deseamos hablar, podemos enviar nuestros mensajes a cientos de millas de distancia por telepatía. Pocas

veces

mensajes

los

humanos

telepáticos.

Ma,

pueden

entender

algunas

veces,

nuestros el

jefe,

siempre. Bueno, como miss Ku me ha recordado, esto está muy lejos de hablar de nuestro primer coche de Canadá.

Pero

yo

sigo

diciendo

todavía,

con

todo

el

respeto a miss Ku, que es bueno dar la opinión de una gata sobre la mejor manera de coger y de tratar a un gato. A la mañana siguiente el cartero trajo cartas, montones de cartas. El jefe miró los sobres y yo oí el papel al ser rasgado. Se oyó crujir al sacar el jefe una carta

131


d e l s o b re , l u e g o u n s i l e n c i o p o r u n m o m e n to m i e n t r a s la leía. «¡Oh! —dijo—, estos canadienses son salvajes Aquí hay una carta del Ministerio de Sanidad diciéndome q u e s i no m e p re s e n to a p a r t i r d e a ho r a p u e d e n

tarme.»

depor-

Ma cogió la carta y la leyó ella misma. «La

primera vez que te han escrito, me pregunto por qué e s c r i b e n d e e s t a m a n e r a » , d i j o e l l a . « N o l o s é — re p l i c ó e l j e f e — . To d o l o q u e s é e s q u e m e a r re p i e n to a m a r g a « mente de haber venido a este espantoso país.» Siguió leyendo las cartas. «Aquí hay una de Aduanas, diciendo que nuestras cosas, las enviadas por mar, han llegado y a l g u i e n ti e ne q u e i r a a r re g l a r l o . E s to e s e n O u l l e t te .» «Yo iré», dijo Ma saliendo para prepararse. Ma volvió justo a tiempo para la comida. «No sé p o r q u é e s t o s o fi c i a l e s c a n a d i e n s e s s o n ta n d e s a g ra d a b l e s — d i j o a l e nt ra r— . I nt e n t a r o n p o n e r d i f i c u l ta d e s a causa de las máquinas de escribir. Dicen que si querías u n a m á q u i na d e e s c ri b i r t e n í a s q u e h a b e r l a c o m p r a d o en Canadá. Les dije que la compramos antes de ni siquiera pensar en venir a este país. Ya está todo arreglado ahora, pero fue muy desagradable.» Se sentó y com i m o s . « ¿ Q u i é n q u i e re i r e n c o c he ? » , p re g u n tó e l j e fe . «Yo», gritó miss Ku corriendo hacia la puerta. «Yo me quedaré en casa y haré compañía a Fifí», dijo Ma. El jefe, miss Ku y Buttercup salieron fuera y oí cómo se abría la puerta del garaje y el coche al arrancar. «Ahí van, Feef —dijo Ma, haciendo correr su mano arriba y abajo

de

mi espinazo—. Van

a

visitar

Windsor,»

Hicimos cosas por la casa, ayudé a Ma a hacer las camas, yo corría arriba y abajo de las sábanas y quedaban mu y bien planchadas. Tuvimos que atender a vendedores que l l ama ro n a la pue rta , e l pa nad e ro y el l eche ro y a lgu ie n que vino a preguntar el nombre del propietario. Los c o c he s c o r rí a n f u e ra , n u n c a h e p o d i d o c o m p r e n d e r p o r qué la gente va y viene tanto. 132


Al cabo de una hora aproximadamente, el jefe volvió. Buttercup llevaba en brazos a miss Ku para que sus pies no se enfriaran en la nieve. El jefe cerró el garaje y entró a tomar el té. «No es bonito como Dublín, Feef —dijo miss Ku—. Windsor es una ciudad muy pequeña y todos los hombres parecen fumar puros fuertes y dicen

weal 1 guess.'

Bajamos por una calle y yo creí que había

grandes rascacielos. Cuando llegamos al final vi el río y los grandes edificios estaban en Detroit.» «Un hombre ha traído nuestras maletas de la Aduana», dijo Ma. Poco a poco entramos las maletas. Maletas de ropa, cajas de libros, un magnetófono y la gran máquina de escribir eléctrica. Durante todo el resto de la tarde estuvimos ocupados desempaquetando. Miss Ku y yo, por nuestra parte, lo examinamos todo y escarbamos ropas y papeles. El jefe abrió la gran caja que contenía la máquina de escribir. «Ganamos mucho tiempo —dijo él— adaptando allí el motor al voltaje canadiense. Ahora podemos empezar otro libro sin perder tiempo.» Se agachó, cogió la máquina del suelo y la colocó sobre la mesa. Después de insertar una hoja de papel y enchufar el cable, se sentó a escribir. La máquina saltaba y se movía. El jefe se iba enfadando más y más. Se levantó, fue a la caja de la electricidad y leyó «115 voltios, 60 ciclos. Volvió a la máquina, le dio la vuelta y leyó, «115 voltios, 50 ciclos». «Rab —llamó—, han puesto un motor que no correspondía a esta máquina. No se puede utilizar.» «Llamaremos a la casa donde la fabrican —dijo Ma—, tienen una delegación en Windsor. Semanas más tarde vimos que a los de la fábrica no les interesaba, ni nos la querían cambiar, ni venderla. Finalmente el jefe cambió la máquina por una portátil corriente de una marca distinta y de otra empresa. Buttercup 1. Modo americanizado de decir «supongo».

133


utiliza esa máquina. El jefe utiliza la misma vieja Olympia portátil en la que escribió, El tercer ojo, El médico de Lhasa, e Historia de Rampa y ahora me escribe ni libro. Un día Ma y Buttercup fueron a Windsor a comprar musgo para miss Ku y para mí. Tan pronto como volvieron, miss Ku dijo sombríamente: «Huelo algo raro, Feef, recuerda lo que te digo. Buttercup está fuera de sí. Huelo algo raro». Asintió con la cabeza sabiamente y se alejó murmurando bajo su aliento. «Sheelagh ha visto un mono», dijo Ma. El jefe suspiró. «¿Supongo que habrá visto monos antes?», dijo él. «Eh, Feef —me susurró miss Ku corriendo hacia mí—. Ésta es la razón por la que huele de ese modo tan extraño, ha estado cerca de un mono. ¡Por todos los gatos! Una nunca sabe lo que hará esta joven.» «¿Cómo? ¿Te gustaría tener un mono en casa?», Ma preguntó al jefe. « ¡Qué dices! —repli. có---. ¿No vivimos ya con vosotras dos?» «No, en serio —dijo Ma—. Sheelagh quiere un mono.» «Buttercup, oh, Buttercup, ¿qué has hecho ahora?», preguntó miss Ku. «Feef —susurró--, al viejo le ha caído esto como una patada. Un mono. ¿Qué querrá luego?» El jefe estaba sentado en una silla, yo me acerqué a él y froté mi cabeza contra su pierna para demostrarle que simpatizaba con él. Me desordenó el pelo y se volvió a Buttercup. «¿A qué viene esto?», le preguntó. «Bueno —dijo ella—, entramos para comprar el musgo y ahí había ese mono sentado tristemente en una jaula. ¡Es monísimo!, le pedí al hombre que me lo dejara ver y parece que tiene parálisis de estar encerrado demasiado tiempo. Pero pronto se recuperará si lo tenemos aquí», añadió con rapidez. «Bueno, no puedo pararte —dijo el jefe—, si quieres un mono ve por él. Hacen mucha porquería, sín embargo.» «Oh, ven a verlo», dijo Buttercup excitada. «Es una monada», suspiró tan profun134


l a m e n te q u e s e nt í c ru j i r s u s b o to ne s , e l j e f e s e l e v a n tó . «Venga, vamos, pues —dijo—, o si no cogeremos el tráfi co de la ho ra pu n ta .» B u ttercup co rrí a a l red edo r, de ex c i t a c i ó n, f u e e s c a l e r a s a r r i b a y v o l v i ó a b a j a r c o r r i e n d o . Mi ss Ku se re ía pa ra sus ade n tros mie n tras sa l ía n . « Te ndrías que ver la cara del jefe», dijo ella. Esto es algo que me

gustaría

ver, el rostro del jefe.

Sé qu e es ca lvo , ba rbudo y gra nde , mi ss Ku me des c ribe a la gente y lo hace bien, pero no hay nada que pueda compararse con ver. Nosotras, las personas ciegas, adquirimos un «sentido» por eso, hacemos como una especie de imagen mental del aspecto físico de una persona. Podemos tocar el rostro de una persona, olerla, y decir mucho por el tacto de las manos de ésta y por la voz. Pero el color de una persona está más allá de nosotros. D i v a g a m o s p o r a hí , c o n n u e s t ra s m e n te s m e d i o e n l a casa y el té que se preparaba y la otra media en el jefe y Buttercup preguntándonos lo que traerían al volver. «Yo he vivido días y días en una jaula de monos, miss Ku », dije

yo

para

conversar.

«¿Qué?

Bueno,

deberían

haberte dejado allí, supongo», dijo miss Ku. «Monos, ¿quién quiere monos?», siguió en tono agraviado. Nos sentamos y esperamos. Ma tenía el té preparado y se sentó ju nto a noso tras y p robab leme nte pensó e n mo nos también. «Voy a subir a mirar por la ventana del b a ño — d i j o m i s s Ku — , y a o s e nv i a r é u n c a b l e e n c u a n to vea algo», añadió mientras se volvía y corría ágilmente por las escaleras. Un chico vino a la puerta trayendo el periódico de la tarde. Ma fue y lo recogió del buzón y e n tró pa ra ec ha r u na o je ada a los ti tul a res. N i un so nido de miss Ku, instalada sobre la ventana del baño. Esperamos.


Capítulo VIII

Se abrió la puerta. El jefe y Buttercup entraron. Por el modo de andar, sabía que llevaban algo pesado o voluminoso. Miss Ku corrió a mi lado. «¡Uf! ¡Qué peste!», e x c l a m ó . Y o a r r u g u é m i n a r i z . H ab í a u n o l o r a c re , u n olor como de conejo mojado, malas cloacas o un viejo Tom. «Bueno, gatas —dijo el jefe—, venid a decirle hola al mono.» Puso algo sobre el suelo y ante lo raro de mis impresiones, sentí algo recorrer mi espinazo y mi cola empezó a ponerse como una escoba. « ¡ C u i d a d o , F e e f ! — m e a d v i r t i ó m i s s K u — . Te n e m o s un singular compañero aquí. Está dentro de una gran jaula de loro. ¡Oh! ¡Jo! —exclamó ella desmayadamen. te—. Ha echado un escupinazo.» ¿Crees

que

podemos

sacarle

esta

cadena?

—preguntó

Buttercup—. Estoy segura de que no pasaría nada sin ella.» «Sí —dijo el jefe—, deja que le saquemos de la jaula primero.» Se acercó a la jaula y oí el ruido como de una pequeña puerta al ser abierta. De repente, de una manera aplomante empezó la tormenta. Un ruido qu e e r a e nt re e l son id o d e la s s i re na s de l o s b a rco s qu e había oído en el puerto de Nueva York y el toque de niebla en el faro de Bailey en Dublín. Miss Ku se echó hacia atrás consternada. «¡Jolines! —exclamó—. Ojalá pudiera hacer un ruido tal y que no me pasara nada. Retírate, Feef, otro escupinazo.» Yo me retiré varios pies a t r á s , s i n v o l v e rm e d e e s p a l d a s a l a c ri a t u r a , e n t o n c e s m e i nc li né a m is s Ku y p reg un t é : « ¿L a está n ma t ando ? ». «¿Matando? Por Dios, no. La criatura está neurótica, empezó todo este jaleo incluso a n te s d e qu e l a to c a ran. El jefe le está sacando una gran y ruidosa cadena para que esa cosa esté más cómoda.»

136


«Pon algunos periódicos en el suelo —dijo el jefe—, a ver si utilizamos la prensa para algo.» Oí el crujir de papeles y entonces la criatura empezó a chillar, silbar y aullar otra vez. «Miss Ku —pregunté yo—, ¿cómo le llamaremos a esa cosa?» «Yo voy a llamarle Mono-chillón», replicó miss Ku. «¡Por todos! ¡Oh, oh! —añadió—. Buttercup se ha salido realmente de sus casillas ahora.» «Mira, Sheelagh —dijo el jefe—, si colgamos l a j a u l a a q u í e n t re l a s d o s h a b i ta c i o ne s , p o d r á v e r m á s , ¿qué crees?» «Bueno, sí —replicó ella—, pero lo quiero fuera de la jaula.» «Me parece a mí que necesita cuidados —dijo el jefe—, buscaremos a un

vet

para que le

mire.» «Feef —susurró miss Ku—, larguémonos. Va a venir un

vet,

tal vez pesque nuestros oídos.» Por si acaso

nos retiramos al refugio debajo de la cama del jefe. Ma volvió del teléfono. «El

vet

vendrá mañana —dijo—,

no quería venir, pero, como le dije, era difícil llevarle un mono. Vendrá hacia las once de la mañana.» «O.K., Feef —dijo miss Ku—. Salvadas por el gong, puedes salir.» «Miss Ku —dije yo—, ¿qué aspecto tiene este mono?» «¿Qué aspecto? ¡Oh!, como algo extraterrestre. Una criatura feísima. La última vez que vi algo tan horrible fue cuando Buttercup tuvo un bebé. Esto fue en Inglaterra, sabes. La cosa era un macho y tenía una c a ra c o mo e s te m o n o o e l m o n o t i e n e u n a c a r a c o m o e s e pequeño Tom. Arrugado, acartonado, desolado. Hacen ex traño s son idos s i n se n tido y s ie mp re es tán bab ea ndo.» Miss Ku hizo una pausa reflexiva: «Ah, esos eran extraño s d í a s —d i j o — , B u t te rc u p t e ní a u n ma ri d o y e n t o nc e s un día dijo: "Eh, voy a tener un bebé", y dicho y hecho lo tuvo en aquel momento. Ahora tiene un mono. ¡Puf!» « ¡ O d i o , odio! _ _ _ dijo M o n o c h i l l ó n — . O d i o ,

odio,

odio todo. Vida en tienda mala. No quería ir. Eddie me vendió rápidamente. ¡Odio!» «Miss Ku —dije yo consternada—, ¿tú crees que 137


deberíamos hablar con Monochillón? mitir todo este odio aquí, ésta es una

No podemos p e r buena casa.» «il iuf1

El tipo está nueces»,' replicó miss Ku, que a veces hablaba de modo canadiense o americano. «¿Nueces? ¿Nueces? —dijo Monochillón—. ¡Cacahuetes! Yo buen americano, no me gustan las otras. Gatas tontas, dejadme en paz.» El jefe vino y me tomó en sus brazos. «Feef —dijo é s t e — , y o t e l l e v a r é j u n to a l a j a u l a y d i l e a l m o n o q u e n o s e a e s t ú p i d o . N o p u e d e s a l i r n i t o c a r te , F e e f . » «Od i o todo, odio todo —gritó Monochillón—. Marchaos de aquí, m a rc haos d e aqu í . » Y o s en t í u n i n te nso d o lo r a l v e r que una criatu ra fu ese tan tonta, estuviera tan equivocada y fuera tan ciega espiritualmente. «Monochillón —dije yo—. escúchame, queremos hacerte feliz, queremos que salgas de esta jaula y vengas a jugar con nosotras, te cuidaremos.» «Estúpida vieja gata —gritó Monochillón, salid de aquí.» El jefe me acarició la barbilla y el pecho. «Es igual, Feef —dijo él—. Quizá le volverá un poco el sentido común, si le dejamos ir un poco.» «O.K., jefe —repliqué yo—. Miss Ku y yo le cuidaremos y te diremos si podemos co mu n ic a rno s co n é l . C reo que ha e s tad o e n u na ti enda demasiado tiempo. Está neurótico. En fin, el tiempo dirá.» «Eh, jefe —llamó miss Ku—, le diré unas palabras a Buttercup. Si lo pone en el suelo, fuera de la jaula, tal vez se encontrará mejor.» La jaula estaba suspendida de la arcada entre las dos habitaciones. El jefe intentó sacar a Monochillón mientras Buttercup aguantaba la jaula para que no se moviese. El aire se desgarró, nos hizo pedazos por los gritos de M o no c hi l l ó n q u e s e a ga rr a b a a l a j a u l a y gri ta b a , g r i t a b a y gritaba. «¡Jo! —dijo miss Ku—, desde luego es un 1. Del inglés nuts (nueces), que en el lenguaje corriente también significa «chalado».

138


mono neurótico.» «Odio, odio», chillaba Monochillón. Finalmente se quedó fuera y sentado sobre el suelo. Oí un ruido como de gotear y empecé a moverme hacia adelante para investigar. «¡Cuidado! —dijo miss Ku—. Si adelantas tendrás que saltar el mar Amarillo y si no vigilas —rugió—, te cogerán las olas que se acercan.» «¡Rab!» «¿Sí?», replicó Ma. «¿Por qué no abrigas a las gatas y las llevamos a ver el agua? La pobre miss Ku se está muriendo de ganas.» Miss Ku y yo tenemos chaquetas especiales para el frío, están tejidas en lana gruesa y tienen agujeros para meter los brazos y nos abrigan mucho. Ahora, con éstas puestas y cada una envuelta en una manta todavía más caliente estábamos preparadas para salir fuera; el jefe llevaba a miss Ku, ya que él y miss Ku eran más aventureros. Ma me llevaba a mí. Abrimos la puerta al otro lado del porche para tomar el sol y bajamos a la hierba cubierta de nieve. Por el tiempo que andamos, estimé que el jardín era del tamaño del largo de tres casas. Al final había un ancho muro de piedra detrás del cual había el lago helado. «Tened cuidado —nos dijo el jefe a Ma y a mí—, es muy resbaladizo por aquí.» «¡Ohhh! —chilló miss Ku—. El lago es grandioso.» «¡Oh, Feef! —exclamó e l la vo lv ié ndose ha ci a m í— . E s ta n g ra nde co mo un ma r, tan grande como el mar de Howth. Y está helado. Veamos, ¿qué puedo explicarte? ¡Ah, sí! Ante mí está el lago. A mi izquierda hay una isla y en la cima de ésta hay una torre donde hay hombres vigilando que nadie r o b e e l h i e l o . D e b e ría n c o mp ra r re f ri g e ra d o res , sa b e s, y hacer negocio. Justo delante a lo lejos puedo ver Estados Unidos y a la derecha el lago se hace más y más grande.» «¿Qué tal te va, Feef? —preguntó el jefe—. ¿No tienes frío?» Le dije que estaba muy bien y encantada del cambio. «Ku —dijo el jefe—, ¿eres una gran y valiente gata?» 139


«¿Yo? Claro que lo soy», replicó miss Ku. «Bueno, agárrate bien —dijo el jefe—, tú y yo iremos sobre el h i e l o y e n t o n c e s p o d r á s c o n t á rs e l o a F e e f . » M i s s K u d i o chillidos de contento. Oí el ruido de pasos que subían sobre madera helada y miss Ku gritó desde lejos: «Eh, Feef, estoy sobre el hielo. Tiene mucho grueso de espesor. Podría andar hasta los Estados Unidos, Feef». Estábamos contentas de regresar a casa, sin embargo, donde se estaba caliente y donde Buttercup estaba cuidando a Monochillón, lo que demostraba una gran fe. Cuando entramos se levantó rápidamente y puso al mono sobre el suelo: «Oh, qué asco, encima de mi vestido limpio». Miss Ku se volvió a mí: «¡Ugh —murmuró—, recuérdame no tener nunca... un mono, Feef!». La tormenta rugió toda la noche. «La peor desde hacía años», dijeron los sabios que traían el pan y la

leche.

«Habrá más», dijeron. Nosotros también lo sa-

bíamos, ya que escuchábamos el tiempo por la radio. Las cañerías en los sótanos estaban heladas, sólidas. «Una pena que las cañerías de Monochillón no se hielen», dijo miss Ku sombríamente. El

vet

de monos había venido y

para nuestra gran alegría se había vuelto a ir. «No hay cura —había dicho—. Pruebe a darle masajes en las p i e r na s , ta l v e z a yu d e p e ro l o d u d o , l e h a n d e j a d o d e m a siado tiempo.» Con un rápido movimiento negativo de cabeza se fue. Nosotras salimos de debajo de la cama del jefe. Se oían golpes en el tejado de la casa de al lado. En algú n lado, una lata iba rodando sobre la carretera cubierta de nieve, impulsada por el viento. Monochillón estaba sentado en medio del suelo. Nosotras estábamos sentadas sobre un sofá. «¡Ugggh!», decía el v i e n t o , d a n d o u n p r o f u n d o s o p l i d o . « ¡ P o n , R ap N , d i j o nuestra doble ventana al entrar en la habitación trayendo l a t o r m e n t a c o n s i g o . Buttercup entró en la habitación, recogió a Monochillón y voló a una habitación distante 140


con él. Miss Ku y yo corrimos debajo de la cama del jefe a esperar acontecimientos. El jefe cogió herramientas, clavos y materiales y salió fuera a la tormenta ansioso por hacer algo antes de que volara algo o se derrumbaran las paredes. Bu ttercup bajó las escaleras haciendo ru ido co n sus ta cones , v es tida con u na gaba rd i na y cua lquier cosa que la protegiera del viento y la nieve. «¡Reptiles, gusanos! —murmuró miss Ku—. Nosotras, pobres gatas, volaremos a través del cielo hasta América si no se dan prisa.» La casa temblaba ante la furia del tempo ra l . El je fe y B u tte rcup luc hab an co n sába na s d e p lástico y pedazos de madera. Luchaban y casi volaron cuando el viento se metió debajo de las sábanas de plástico. Ma agarraba con toda su fuerza las cortinas para que la nieve no llenara toda la habitación. Arriba Monoc hi l l ó n g ri ta b a c o m o l o c o . A l re d e d o r d e l a c a s a e l v i e nt o h ac ía lo m is mo . F in al me n te e l j e fe y Bu t tercup e n t ra ro n , después de haber remendado un poco la ventana rota. «Llama al propietario —dijo el jefe—, dile que lo hemos r e p a rad o te m po ra l m e n t e p e ro q u e si n o l o a r reg l a n b i e n caerá todo el tejado.» «El jefe tiene muy mal aspecto —dijo miss Ku—, es su corazón, ¿sabes?» El invierno parecía interminable. Miss Ku y yo pensábamos que Canadá estaba en algún lugar cerca del Polo N o r te . D í a t ra s d í a e ra l o m i s mo , t i e m p o a b u rr i d o , n i e v e y temperaturas heladas. Miss Ku iba mucho en coche, yendo a comprar y diciéndole al jefe dónde ir. Gritaba a l o s c o n d u c t o r e s q u e i b a n d e t r á s q u e n o f u e r a n p i s á n dole la cola y reprendiéndoles por sus malas costumbres. U n día el jefe y Buttercup le pidieron que fuera a Detroit co n ellos . Se fueron de jánd onos a Ma y a mí haciendo las tareas de la casa. Monochillón estaba en su j a u l a . C u a n d o v o l v i e r o n , m i s s K u e n t r ó c o n u n g r a n a i re d e s u p e ri o ri d a d y s u c o l a ha c i a a r ri b a . « P u e d e s s e n t a r t e junto a mí, Feef —dijo ella condescendientemen-

141


te—, y te contaré cosas de Detroit. Debes ensanchar tus h o ri zo n tes , d e t o dos modos .» « S í , m iss Ku» , r ep li qu é yo , contenta de que se tomara tanto interés por mí. Me moví hacia donde estaba ella golpeando impaciente el suelo con su cola y me senté. Ella se instaló cómodamente y se iba peinando los bigotes perezosamente mientras hablaba. «Bueno, todo fue como sigue —empezó—: dejamos este agujero y fuimos hacia donde el viejo Hiram hace su whisky. Esto está cerca del lugar donde el jefe fue a hacerse mirar los pulmones. Giramos a la izquierda, pa samo s po r enc ima d e l as ví as d el t ren y nos d i ri gimos a Wyandotte. Seguimos la marcha hasta que yo creí que h a b í a m o s i d o l o s u f i c i e n t e l e j o s c o m o p a r a h a b e r vuelto a I rlanda, entonces el jefe giró a la derecha y otra ve z a la i z qu i e rda . Un t i p o qu e iba d e u n i fo rm e nos h i zo u n a s e ñ a l con la mano y logramos meternos debajo del suelo. No tuve nada de miedo, no creas, pero rodamos por un t ú n e l t e n u e me n t e i l u m i n a d o . E l j e f e m e d i j o q u e í b a m o s p o r d e b a j o d e l r í o d e D e t r o i t . Y o p o d í a c r e e r l o b i e n , e s to e s l o q u e s e n t í a , é s t a e r a l a r a z ó n p o r l a q u e se n tía e sca lo fríos

arri ba

y

ab ajo

d el

esp ina zo .

Se gui mos

conduciendo y salimos arriba y giramos donde había una s e ñ a l q u e d e c í a « R e s b a l a d i z o c u a n d o e s t á m o j a d o » y e ntonces pagamos algo de dinero. Unos cuatro pies más allá, un hombre metió su fea cabeza por la ventanilla y dijo: «¿Dónde vais, buena gente?». El jefe se lo dijo y B u t te rc u p c o mo d e c o s tu m b re d i o l a no t a y e l ho m b re dijo: «O.K.», y seguimos nuestro camino. «Debió de ser maravilloso, miss Ku —dije yo—. Me gustaría muchísimo poder ver tantas maravillas.» «Uf —dijo miss Ku—, todavía no has visto nada. Te enterarás de todo. Nos dirigimos a una gran calle con edificios tan altos que esperaba ver ángeles sentados encima, encima del edificio, claro, los ángeles tendrían que estar sentados sobre sus traseros. Los coches corrían

142


como si hicieran carreras, como si los conductores se hubieran vuelto locos, pero, claro está, eran americanos. S e g u i m o s c o nd u c i e n d o u n po c o y e nto nc e s v i e n e l a g u a dos barcos amarrados con sus abrigos de invierno para qu e no le s en tra ra la n ie ve . El j e fe di jo que l es sa ca ría n las cubiertas de lona y llevarían a muchos americanos a cualquier lado y los volverían. «Para eso pagarán mucho d i n e ro . » Y o a s e nt í , s a b i e nd o a l g o d e e s ta s c o s a s , ya q u e había

estado

en

un

barco

en

Marsella, lejos, en

l as

orillas del cálido Mediterráneo. Sonreí pensando que ahora estaba sentada vigilando a un mono loco en el helado Canadá. «No interrumpas, Feef», dijo miss Ku. «Pero si no he dicho una sola palabra, miss Ku», repliqué yo. «No, pero estabas pensando en otras cosas. Quiero t u a b s o l u t a a te n c i ó n s i q u i e r e s q u e c o n ti n ú e . » « S í , m i s s Ku , so y toda a ten ció n » , rep li qué yo . Susp iró y co nti nuó : «Entramos en unas soberbias tiendas. Buttercup tenía l a m a n í a d e l o s z a p a to s . Mi e nt ra s mi ra b a l o s za p a to s y o me eché de espaldas para poder observar un edificio más que grande. El jefe me dijo que ese edificio en particular se llamaba "Poster escocés", o algo así, pero no me enteré de por qué iban a colgarlo. Bueno, finalmente Buttercup decidió que ya había visto bastantes zapatos, así que pudieron atender a la pobre Ku otra vez. íbamos por una carretera horrible, tan destartalada que creí que se me caerían los dientes y el jefe dijo que estábamos en Porter. Primero pensé que era el oporto que se bebe (no yo, claro) y luego pensé que sería un hombre que cargaba cosas. Finalmente vi que era la calle Porter. Giramos y nos dimos contra una tal p ro tu b e ra nc i a e n l a c a r re te r a q u e c re í q u e s a l ta rí a n l as ruedas. El jefe le dio dinero a otro tipo de uniforme y pasamos una hilera de pequeñas casitas desde donde controlaban el tráfico. Al levantar la mirada vi una estructura como un Meccano gigante y que llevaba una eti143


queta "Puente Embajador". Seguimos adelante y ¡oh!, la vista. Al ir a Detroit habíamos ido por debajo del río con los traseros de los barcos encima de nosotros. Ahora al volver a Canadá íbamos tan altos que un americano diría que estábamos intoxicados. Paramos en el puente para mirar la vista. Detroit se extendía ante nosotros como uno de los modelos qu e había visto hacer al jefe. Trenes

ferries

llevaban vagones a través del agua.

Un fu e rabo rda s e ac e rcó co rri e ndo y los gra nde s ba rco s del lago parecían juguetes en una bañera. Sopló el viento y el puente tembló un poco. Yo también. "Vámonos de aquí, jefe", dije yo y él dijo que bueno y seguimos hasta el final del puente. "¿Qué llevan, buena gente?", preguntó un hombre echándome una mirada terrible. "Nada", dijo el jefe. Así es que seguimos conduciendo hasta Windsor y aquí estamos.» «¡Caramba! —suspiré yo—. ¡Qué aventura!» Pero no era nada comparado con la aventura que tendría pocos días después. El jefe tiene muchas manías con los coches. Las cosas tienen que estar bien y si el jefe piensa que un coche no es como debe ría se r, hace que lo a rre gl e n i nm edi a ta . m en t e . Tre s o cu a t ro d ías d espu és d e qu e m is s Ku fu e ra de viaje a Detroit, el jefe vino y dijo: «No estoy satisfecho con la dirección del coche. Parece que va algo dura». Ma dijo: «Llévalo a este garaje que hay en la carretera, será más rápido que ir hasta Windsor». El jefe se fue. Poco después creí oír el sonido de una s i r e na d e P o l i c í a , p e ro d e s e c hé l a i d e a . Me d i a ho ra má s tarde paró un coche delante de casa, se oyó el golpe de una puerta y el jefe entró en la casa mientras el coche se iba. «¿Ya está?», preguntó Ma. «No —dijo el jefe—. Volví en taxi. Nuestro coche no estará hasta la tarde, necesita nuevos puntos de dirección pero irá bien cuando los cambien.» «¿Qué ha pasado?», preguntó Ma que 144


conoce bien la expresión del jefe. «Yo iba a veinticinco millas por hora por la carretera —replicó el jefe— cuando una sirena de Policía empezó a sonar detrás de mí. Un c o c he d e l a P o l i c í a p a s ó rá p i d a m e n te p o r m i l a d o y p a ró justo delante de mí. Yo paré, claro, y un policía salió de su coche y se acercó bamboleándose hacia mí. Yo me preguntaba qué habría hecho mal, yo iba a veinticinco millas o sea más bajo del límite. "¿Es usted Lobsang Rampa?", preguntó el policía. "Sí", repliqué. "He leído uno de sus libros", dijo el hombre. En fin, no quería más que hablar y me dijo que los de la Prensa estaban intentando encontrarnos.» «Es una lástima que no tengan nada mejor que hacer —dijo Ma—. No queremos nada con la Prensa, ya han dicho demasiadas mentiras sobre nosotros.» «¿Qué hora es?», preguntó el jefe. «Las tres y media», replicó Ma. «Creo que iré a ver si el coche está arreglado. Si está, volveré a recogerte a ti y a miss Ku y saldremos a probarlo.» Ma dijo: «¿Los llamo por teléfono? Si está pueden traerlo, tú puedes llevar el mecánico al garaje y entonces venir a buscarnos». «Voy a llamar ahora», dijo Ma corriendo al pie de la escalera donde teníamos el teléfono. Miss Ku dijo: «¡Oh!, estupendo, voy a salir, Feef, ¿quieres algo?». «No, gracias, miss Ku —repliqué yo—, espero que tengas un buen viaje». Ma volvió corriendo: «El mecánico ya viene para a q u í » . E l j e f e n o l l e v a b a u n a b r i g o g r u e s o , c o m o e l r e s to de la gente, llevaba sólo algo ligero, lo justo para que no le entrara la nieve. A menudo me hacía sonreír ver a l j e f e s a l i r c o n s ó l o p a n ta l o n e s y c h a q u e t a c u a n d o t o d o el mundo iba vendado con todo lo que podía ir metiéndose. «El coche está en la puerta», gritó Buttercup desde arriba donde estaba entreteniendo a Monochillón. «Gracias»,

dijo

el

jefe

saliendo

hacia

donde

esperando 145

estaba


e l mec ánico se ntado e n e l M o n ar c a v e rde. « V enga , m iss Ku —dijo Ma—, tenemos que arreglarnos, no tardará más que unos pocos minutos.» Miss Ku la siguió dando pequeños saltitos para que Ma la ayudara a ponerse su abrigo, el de lana azul con el ribete rojo y blanco. El coche tenía calefacción, pero el camino hasta el coche no. «Pensaré en ti, aguafiestas —me dijo miss Ku—, m ie nt ra s ru edo po r l a au top is ta , tú e s ta rá s es cu c ha ndo los chillidos de Monochillón.» «Ya ha llegado», dijo Ma. «Adiós, miss Ku —grité—, cuídate.» Las puertas se cerraron, el coche arrancó y yo me senté a esperar. Era terrible estar sola; yo dependía completamente del jefe y de miss Ku, eran mis ojos y a menudo mis oídos. Al hac e rse u na vi e ja , p a rti cul arm ente de spués de una vid a d u ra , e l o í d o s e v u e l v e me no s a g u d o . M i s s Ku e ra j o v e n y h a b í a e s t a d o s i e m p re b i e n a l i m e n t a d a . E r a v i t a l , s a l u dable, alerta y tenía un intelecto brillante. Yo, bueno, yo no era más que una vieja gata que había tenido demasiados gatitos, demasiadas durezas. «Tardan mucho, Feef», dijo Buttercup bajando las escaleras después de haber calmado a Monochillón. «Desde luego», repliqué yo antes de recordar que no comp re nd ía e l le ngu a je ga tu no . Fu e has ta l a ve n ta na y mi ró hacia fuera y entonces empezó a preparar comida. Por 'o que recuerdo era algo que tenía que ver con fruta y verdura, ya que Buttercup adoraba la fruta. Personalmente no puedo soportar la fruta aparte de hierba vulgar. A miss Ku le gustaba una uva de vez en cuando, las blancas, le gustaban peladas y entonces se sentaba y las c hupab a . Cu rios ame nte ta mb ié n le gus taba n (a m iss Ku ) l a s c a s ta ñ a s a s a d a s . Y o u na v e z c o no c í u n g a to e n F ra n cia que comía ciruelas y dátiles. Buttercup encendió las luces. «Se está haciendo tarde, Feef, me pregunto qué hacen», dijo. Fuera, el tráfico rugía en la carretera al volver la gente de Windsor a casa

146


después de un día en la tienda o fábrica u oficina. O tr o s c o c h e s c o r rí a n e n d i r e c c i ó n o p u e s ta c o n g e n te d e v i d a p l a c e n te ra q u e i b a n ( l u e go e s t a r í a n a r ru i n a d o s ) en busca de placeres al otro lado del río. Coches, coches, coches por todos lados, pero no el que quería ver yo. Mucho después de que el último pájaro en volar a c a s a hu b i e ra e x p u l s a d o l a n i e v e d e s u ra m a p a ra p a s a r la noche y hubiera escondido su cabeza debajo del ala para dormir, se oyó finalmente el golpe de una puerta d e c o c h e . E n tra ro n e l j e f e , M a y mi s s Ku . « ¿ Q u é p a s ó ? » , preguntó Buttercup. «¿Qué pasó?», repetí yo. Míss Ku v i no hac ia m í y m e d i jo co n l a r esp i rac ió n e n t re co r tad a : «Ven debajo de la cama, Feef, tengo que contártelo». Juntas dimos la vuelta y nos dirigimos a la habitación del jefe y debajo de la cama, donde teníamos nuestras confidencias. Miss Ku se instaló bien y cruzó los brazos. Se oían murmullos provenientes de la otra habitación. «Bueno, Feef, fue así —dijo miss Ku—. Entramos en el coche y yo le dije al jefe: "Vamos a exprimir esto, v e r e m o s c ó m o v a " . F u i m o s a l a c a r re t e r a y a t r a v e s a m o s Tecumseh, éste es el lugar del que ya te conté antes donde casi todo el mundo habla francés y luego nos metimos e n u n a d e e s ta s s u p e ra u to p i s t a s , d o n d e p o n e s e l p i e e n el pedal del acelerador y te olvidas de todo.» Miss Ku hizo una pausa por un momento para ver si su cuento hacía el necesario efecto. Satisfecha de que la escuchaba, continuó: «Seguimos caracoleando durante un tiempo y e nto n c e s d i j e : " V e n g a , j e fe , a p ri e ta b i e n e l v i e j o a c e l e ra dor". Lo apretó un poco, pero yo vi que no íbamos a más de sesenta, lo cu al es mu y legal. Apretamos un poco más tal vez sesenta y cinco y entonces se oyó un

cling

m e tá li co y u na l luv ia de ch isp as (como si fue ra l a no che de Guy Fawkes) ' se disparó debajo de nosotros y por 1. Fecha en que se tiran petardos en conmemoración de un Intento de volar el Parlamento en 1605.

147


todos lados. Yo miré al jefe y giré la mirada rápidamente. El volante estaba suelto en sus manos.» Volvió a hacer u na pau sa pa ra con tro la r el su spe nse y cua ndo obs e rvó que me latía bastante el corazón, resumió. «Allí estábamos, en la larga autopista yendo a ses en t a y c in co y a lgo má s . No t e n íamo s vo lan t e , los h ilos de la dirección habían caído. Por suerte no había mucho tráfico. El jefe de algún modo consiguió dominar el c o c he y s e d e s l i z ó ha s ta p a ra r c o n u n a rue d a d e l a nt e r a colgando en la cu neta. El aire apestaba a goma qu emada ya que había tenido que frenar mucho para que no cayéramos a la cuneta. El jefe salió, giró las ruedas delanteras manualmente y luego volvió y utilizó la marcha a t rá s p a ra v o l v e r a l a c a r re te ra . Ma s a l i ó y s e fu e a u n lugar donde había un teléfono y llamó al garaje para qu e v i ni e ra n a bu sca rnos . Ent on ces no s se nta mos todo s en el coche mientras esperábamos a que viniera la grúa.» A m í m e m a r a v i l l a b a q u e m i s s K u n o d i e ra n i n g u n a s eñ al de n e rv ios , e st ab a ca lm ada y reco g id a . Y o ape na s podía esperar a que continuara. «Pero, miss Ku —le d ij e— , a cababa n de a r re gl a r e l vo la n te , ésa e ra la r azó n po r la que e l coc he es taba en e l ga raj e .» «Sí , s í —repl icó miss Ku—, todas las cosas de la dirección que habían cambiado cayeron porque se olvidaron de poner los tornillos o algo parecido. Bueno, como iba diciendo, una gran camioneta con una grúa detrás vino desde muy lejos a re co ge rno s . E l h o m b re s a l i ó e hi zo u no s r u id o s c o m o , uf , uf , ¿y t o da v í a e s tá n v i v o s ? E n t re to d o s mo v i m o s e l coche para que la camioneta pudiera estar delante. Yo estaba sentada en el asiento delantero y gritaba por encima del ruido diciéndole a todo el mundo lo que tenía qu e hace r. O h, Fe ef, fu e re alm ente e x c l a mó—,

todavía

no

te

he

contado

ni

la

algo

mitad.

B u e n o , l o s tre s no s m e timos en l a pa rte de la n te ra de l Mo na rc a y l a g r úa le va n tó l as r u eda s de la n te r as . Yo pe ns é e n e l aspe c to

148


poco digno que debíamos de presentar y entonces la grúa empezó a moverse camino de casa con nosotros meciéndonos y saltando detrás. Hicimos millas y yo diré siempre que la rapidez de la grúa rompió nuestra transmisión automática.» Dio un triste resoplido y dijo: «No eres ningún ingeniero, Feef, si lo fueras sabrías que es muy malo arrastrar un coche con transmisión au tomática. Un arrastre demasiado rápido puede romperlo todo y esto fue lo que ocurrió. Pero, bueno, no voy a darte una conferencia técnica, de todos modos sería demasiado para ti, Feef». «Miss

Ku

—pregunté—,

¿qué

pasó

entonces?»

«¿Qué pasó entonces? ¡Ah, sí!, pasamos dando tumbos sobre la vía del tren en Tecumseh y pronto estuvimos en el garaje. El jefe estaba enfadado porque había pagado para que le cambiaran las piezas, pero el hombre del garaje no admitía culpa diciendo que era una "fuerza mayor", lo que quiera que esto signifique. Nos condujo a cas a e n su prop io coc he sin emb a rgo , yo l e d ij e que no pod ía c a rg a r co n e l j e fe todo e l c am ino . Y a quí es ta mos . » Y o o í a e l e nt re c h o c a r d e p l a to s y p e ns é q u e y a e r a ho ra de ir pensando en nuestra comida; yo no había comido n a d a m i e n t ra s e s p e ra b a p re o c u p a d a . P ri m e ro t e ní a u na pregunta: «Miss Ku, ¿no estabas asustada?», pregunté. «¿Asustada? ¿Asustad a? Por todos los gatos, no. Sabía que si alguien podía sacarnos del atolladero, éste era el jefe y yo estaba allí para aconsejarle. Ma e s t u v o m u y c a l ma d a , n o t u v i m o s p ro b l e m a s c o n e l l a . Y o creí que tal vez le cogería pánico y podría arañar, pero lo tomó todo como si nada. Ahora voy por comida.» Nos levantamos de nuestros asientos de debajo de l a c ama y no s d i ri gimos a la co ci na do nde l a c en a es taba preparada. «El viejo aguanta hasta el final —d ijo miss Ku—. ¿Me pregunto qué le ha dado ahora?» Subimos corriendo arriba con nuestra cena para poder entrar

149


y e s c u c ha r s i n p e rd e r d e m a s ia d a c o m i d a n i d e m a s i a d o s conocimientos. «Corre, Feef —me urgió miss Ku—, p o d e m o s l a v a rn o s mi e n t ra s e s c u c ha m o s . » N o s d i r i g i m o s a la salita y nos sentamos para lavarnos después de nuestra cena y coger todas las noticias. «Estoy cansado de este coche —gruñó el jefe—, deberíamos cambiarlo por otro mejor.» Ma hacía ruido, aclarándose la garganta y todo eso, lo que indicaba duda. «Abajo con Ma —susurró miss Ku—, está contando el dinero.» «¿Por qué no esperar? —preguntó Ma—. Todavía tenemos que recibir esos derechos de autor, llegarán uno de estos días.» «¿Esperar? —preguntó el jefe—. Si cambiamos el coche a ho r a t o d a v í a t e n e m o s a l g o c o n q u é h a c e r e l c a m b i o . S i e s p e ra mo s h a s ta q u e p o d a m o s , e l v i e j o

Monarca

e s ta r á

hec ho ped azo s y no va ld rá nad a . No , s i espe ramos ha s ta que podamos, no lo haremos nunca.» «Monochillón se ha comportado muy mal —dijo Buttercup cambiando el tema—. No sé qué hacer con él.» Miss Ku se lo dijo y f u e u n a s u e rte q u e B u t te rc u p n o e n te nd i e ra e l l e n gu a j e gatuno. El jefe sí, y aplaudió dándole una traducción educada y altamente censurada a Buttercup. Esa noche al acostarme para dormir pensé en lo peligrosos que eran los coches. Pagar mucho para que los pusieran a punto y luego las piezas caían y costaban más dinero. Me parecía fantástico que la gente quisiera ir haciendo carreras por el campo en una lata sobre ruedas. Peligroso en extremo, diría yo, y preferiría quedarme e n c asa y no sa l i r má s . Y a hab ía vi aj ado de mas iado , p ensé, y ¿adónde me había llevado? Entonces me desperté de golpe. Me había llevado a Irlanda y si no hubiera ido a ese país, no hubiera podido conocer al jefe, Ma, Buttercup y miss Ku. Ahora completamente despierta, me deslicé a la cocina para tomar una ligera colación para pasar las horas de la noche. A l l í e n c o n t r é a m i s s K u que no había podido dormir pensando en los peligrosos

150


momentos del día. Monochillón charlaba irritadamente y como

siempre

ocurría

con

Monochillón oí como

un

gotear de agua. Miss Ku me dio un codazo y murmuró: « Me j u e g o l o q u e q u i e ra s q u e e l r í o d e D e t ro i t e s m u c ho más profundo desde que esa cosa ha venido a vivir con nosotros. Buttercup debe de haber perdido la cabeza para querer a una criatura tal». «Odio, odio», gritó Monochillón al aire nocturno. «Buenas noches, Feef», dijo miss Ku. «Buenas noches, miss Ku», repliqué yo. A l a m a ña na s i g u i e n te e l j e f e f u e a l g a ra j e p a ra v e r q u é s e podía hacer con el coche. Se pasó fuera casi toda la mañana y cuando volvió conducía el

Mo n a r c a .

El jefe

siempre tiene una conferencia familiar cuando hay que de cid i r al go impo rtan te . Esto es una cos tumb re o rie n ta l a l a qu e no so tras , la s g a tas , nos su sc rib imos . Mis s Ku y y o s i e m p re d i s c u t í a mo s l a s c o s a s a n te s d e q u e ni ng u n a d e nosotras

hiciera

algo

importante.

En

la

conferencia

fa mi l ia r el j e fe y y o no s se nta mos ju n tos y Ma y m i ss Ku se sentaron juntas. Buttercup se sentó sola, ya que Monochillón no tenía ningún intelecto y simplemente chillaba: «¡Odio, odio. Quiero irme. No quería venir». «Primero —dijo el jefe—, tendremos que irnos de esta casa. Me he enterado por la gente del garaje que al otro lado de la carretera van a tirar todas las basuras de la ciudad, van a llenar el agujero con basu ras. Esto traerá millones de moscas en verano. Luego esta carretera es casi intransit a b l e e n v e ra no p o r l a c a n ti d a d d e e x c u r s i o n i s ta s a me r i c a no s . A s í q u e n o s i re m o s . » S e d e t u v o y m i ró a l re d e d o r . «Luego —continuó— han arreglado bien el volante del co che , pe ro p ro n to te nd remos que vo lv e r a gas ta r di ne ro con él. Yo propongo ir a Windsor y cambiarlo por otro. La tercera cosa es qué vamos a hacer con Monochillón. Se va poniendo peor y, como dice el

vet,

ne ce s i ta rá m á s y

más atención. ¿Se lo devolvemos a ese howbre? Lo sabe todo sobre monos.» Durante bastante rato nos que151


damos quietos discutiendo cosas, coches, casas y monos Miss Ku tomaba nota de todo, tenía una cabeza muy buena para los negocios y siempre podía arreglar los de la otra gente. «Creo que deberíamos ir a Windsor esta mañana — dijo Ma—. Si lo tienes metido en la cabeza es mejor hacerlo. Quiero mirar una casa también.» «¡Caramba! dijo miss Ku—, acción finalmente; de seguro que hay trab ajo para ra to e s ta mañana .» «Bueno , S hee la gh, ¿qué hacemos con Monochillón», le preguntó el jefe a Butterc u p . « Lo c o g i m o s p a r a v e r s i p o d í a mo s c u r a r l o — re p l i c ó ella— y como es obvio que no mejora y que encuentra a faltar a los otros animales, creo que debería volver.» «Bien —contestó el jefe—, veremos lo que puede hacerse. Vamos a tener una semana muy ajetreada.» Miss Ku interrumpió para decir lo absurdo que era vivir en el campo lejos de Windsor. «Yo quiero ver las tiendas, ver la

vida»,

dijo

ella.

«¡Encontraremos

un

lugar

en

el

mismo Windsor esta vez!», dijo el jefe. Ma se levantó. « No e nco n tra remo s nada si nos qued amos aqu í se n tados — dijo ella— , voy a a rreglarme .» Salió cor ri endo y el jefe fue

fuera

a

insultar

al

Monarca

que

no

nos

había

servido bien. Antes de que Ma estuviera arreglada y se dirigiera al coche, el jefe volvió. «Ese hombre de la carretera —dijo él— pasaba por ahí y me vio en el garaje. Ha parado para decirme que han estado investigando por ahí, intentando saber dónde vivimos.» La familia ha tenido plagas de la gente de la Prensa, venían de d isti ntas partes del mu ndo , todos p id iendo u na entrev is ta exc lus iva . Ta mbi én ll eg aba n ca rt as de toda s pa rtes del mundo y a pesar de que ni uno entre mil incluía s e l l o d e v u e l t a , e l j e f e l a s c o n te s t a b a t o d a s . S e e s t á v o l viendo más sensato, sin embargo, y ya no responde a

todas

las cartas. Miss Ku y yo tuvimos que hablarle mu y

du ra me nte ante s de qu e hic ie ra u na fría d is c ri mi na ción . Esto es algo muy suyo, se le puede persuadir si ve la 152


sensatez de una cosa. Miss Ku y yo a menudo tenemos que escarbar algú n hecho para poder convencerle de que el sentido común es mucho más seguro que la emoción. El jefe llamó a Buttercup por las escaleras: «Sheelagh, hay una multitud de idiotas de la Prensa por ahí. Sugiero que no contestes a la puerta y asegúrate de que está c e r ra d a c o n l l a v e » . É l y M a s a l i e ro n , d e j á n d o n o s a m i s s Ku y a mí protegiendo a Buttercup de la Prensa. Oí arrancar el coche y los ruidos del jefe al hacer marcha atrás y girar. «Bueno, vieja gata —dijo miss Ku jovialmente—, pronto iré en otro coche mejor. Deberías probar a ir más en coche, Feef, te ensancharía la mente.» « C u i d a d o , g a ta s — d i j o B u t te rc u p b a j a n d o l a e s c a l e ra —, quiero fregar este suelo.» Miss Ku y yo salimos y nos sentamos sobre la cama del jefe. Miss Ku miró hacia fue ra de la ven ta na y m e contó la e sce na . « El h ie lo e n el lago se está rompiendo, Feef —me dijo con ilusión—. Veo grandes pedazos dando vueltas y desapareciendo donde la corriente es fuerte. Esto significa que el tiempo pronto será más cálido. Tal vez incluso podamos ir en bote, te gustaría esto, toda la bebida a tu alrededor, nunca tendrías sed.» Los gatos siameses somos. muy gregarios,

tenemos

q u e te ne r ge n te q u e r i d a j u n t o a no s o t ro s . E l t i e mp o i b a arrastrándose y casi se paró mientras esperábamos sentad a s . B u t te rc u p e s ta b a o c u pa d a e n l a c o c i n a y no q u e rí a mos estorbarla. Monochillón iba cantando para sí mismo: «Quiero irme, quiero irme. Lo odio todo. Lo odio todo». Pensé lo trágico que era, aquí tenía el mejor de los hogares y no estaba satisfecho. El gran reloj francés dio la hora. Yo bostecé y decidí echar un sueñecillo para pasar el tiempo. Miss Ku ya estaba dormida, su respiración era un suave murmullo en el silencio de la habitación.


Capítulo IX «¡Oh, Oh! —exclamó miss Ku emocionada—. Qué p o d e ro s o y p re c i o s o a u to m ó v i l .» Su v o z fu e s u b i e n d o d e tono hasta convenirse en un chillido: «Y es mi coche nuevo , para aquí». Apretó más y más su nariz contra el c ris t al de la ve nta na de la coc i na . « ¡Po r todos los ga tos ! —suspiró—. Capota dura, es azul, Feef, el color de tus ojos y la parte de encima es blanca. ¡Hombre! No es poco l i s t o e l j e f e q u e d á n d o s e u na c o s a a s í ! » « D e b o c a r g a r m e de paciencia —pensé yo— y esperar a que me cuente más.» Es bastante duro a veces ser ciega y tener que depender tanto de las buenas obras de los demás. Un coche del color de mis ojos había dicho. Yo me sentía muy contenta de esto. Con la parte de encima blanca, además; esto sería muy elegante y se notaría el azul con gran ventaja. Pero ahora podía oír las puertas del coche que se cerraban, el jefe y Ma entrarían pronto. Los pasos se acercaban por el camino. Se oyó el abrir de la puerta persiana y el golpe al cerrarse sola por el resorte de muelle. Luego entraron el jefe y Ma. Buttercup bajó corriendo las escaleras tan expectante como miss Ku y yo. «¿Venís a verlo?», nos preguntó el jefe a miss Ku y a mí. Yo dije: «No, muchas gracias, ya me lo describirá miss Ku cuando vuelva». El jefe y Buttercup, esta última llevando a miss Ku bien abrigada, salieron a ver el coche. Yo podía captar el pensamiento telepático de m is s Ku co mo e l la que ría . « Su n tuo so , F ee f , t r e m e ndo o l o r a

piel.

Alfombrillas

en

las

que

realmente

puedes

c l a v a r tu s p e z u ñ a s . ¡ P o r to d o s l o s s a l ta m o n te s ! H a y m e tros de cristal y sitio para sentarse en la ventana trasera. Vamos a dar una vuelta por aquí la carretera, olé, 154


olé, Feef, hasta luego.» Algunos dirán: «Bueno, señora Bigotesgrises, ¿por qué no podías coger los mensajes telepáticos todo el rato?». La respuesta a esta sensata pregunta es: Si todos los gatos utilizan con toda su f u e rza l o s p o d e re s t e l e p á ti c o s c o ns ta n te me nt e , e l « a i re » e s ta ría ta n l len o d e ru idos qu e nad ie e n te nde ría ni ngú n mensaje. Incluso los humanos tienen que regular sus estaciones de radio para no tener interferencias. Los gatos pueden coger la onda del gato que quieran y ento nce s la d is ta nc ia no importa , pe ro cu alqu ie r o tro g a to q u e e s t é e s c u c h a nd o e n e s a m i s ma o n d a ta m b i é n o y e e l mensaje, así que se pierde la intimidad. Utilizamos leng ua je voc al cua ndo que remos hab la r p riv ada me n te y u ti lizamos telepatía para discusiones a distancia y mensajes que hay que dar a la comunidad gatuna. Conociendo la onda de un gato, determinada por la básica frecuencia de l au ra , u no pued e co nv e rsa r co n u n ga to en cua lqu ie r parte y el lenguaje no es una barrera. ¿No es una barrera? Bueno, no mucho. La gente, incluyendo los gatos, tiende a p e n s a r e n s u p ro p i a l e ng u a y a p ro ye c ta r fo to s - i m á g e nes construidas directamente de su cu ltura y concepción d e las cosas. No me excuso por perderme en detalles s o b re e s to , y a q u e s i m i l i b r o d a a l o s h u m a n o s a u nq u e no sea más que un poco de comprensión de los problemas y pensamientos de los gatos, ya habrá valido la pena. Un humano y un gato ven la misma cosa pero desde un punto de vista distinto. Un humano ve una mesa y cualquier cosa que haya sobre ésta. Un gato ve solamente lo que hay debajo de esta mesa y la parte baja de la mesa. Vemos hacia arriba, desde el suelo hacia arriba. La parte de debajo de las sillas, la vista debajo de un co ch e , pi e rn as e s ti rándo se ha ci a a rriba como á rbol es en un bosque. Para nosotros un suelo es una inmensa llanura con objetos inmensos y pies patosos. Cualquier gato, 155


no i mp o r ta d o n d e e s té , v e e l m i s mo ti p o d e v i s ta , o s ea que otros gatos pueden comprender el sentido de un mens a j e . P o r l o q u e o i g o e s c o m p l e t a m e n te d i s t i n t o c o n l o s humanos, ya que proyectan una fotografía de perspecti va comp le tam ente a je na a n oso tros , as í e s que a ve ces nos sorprendemos. Los gatos viven con una raza de gigante s. Lo s hu manos viv en co n u na raza de ena nos . Éc ha te en el suelo con tu cabeza descansando sobre éste y verás como los gatos vemos. Los gatos se suben a los muebles y a las paredes para poder ver como ven los humanos y así poder entender sus pensamientos. Los pensamientos humanos son incontrolados y rad i a n a to d a s p a r te s . Só l o p e rs o na s c o m o m i j e fe p u e d e n controlar la radiación y distribución de sus pensamientos para no «mezclarlos» con otros. El jefe nos contó a miss Ku y a mí que los humanos conversaban por telepatía hace muchos años, pero abusaron del poder y lo perdieron. Éste, dice el jefe, es el sentido de la Torre d e B a b e l . C o mo no s o tro s , l o s hu m a no s a n te s u ti l i z a b a n el habla vocal para hablar privadamente con un grupo y t e l e p a tí a p a r a l a rg a s d i s ta n c i a s y m e n s a j e s a l a ra z a . Ahora, por supuesto, los humanos o la mayoría usan sólo habla vocal. Los humanos no deberían nunca cons i d e r a r i n f e r i o r e s a l o s g a t o s . Te n e m o s i n t e l i g e n c i a , c e rebro y habilidades. No utilizamos la «razón» del modo generalmente aceptado, utilizamos la «intuición». Las co sas «no s ll eg a n» , s abe mo s l a respu es ta s i n ne ces idad de tener que desenmarañar el problema. Muchos humanos no creerán esto, pero, como dice el jefe, «si los hu manos exploraran las cosas de este mundo antes de intentar l as d el esp ac io, l es sa ld r ía me jo r lo ú l ti mo . Y s i no fu e ra po r l as co sas de la m ente n o h ab ría co sas me cá ni cas en absoluto, se necesita una mente para inventar algo mecánico». Algunas de nuestras leyendas cuentan grandes cosas 156


sobre humanos y gatos en los viejos tiempos antes de que los humanos perdieran sus poderes de telepatía y clarividencia. ¿Rió algún humano ante la idea de leyendas de gatos? Entonces, ¿por qué no reír de los gitanos hu m a no s q u e t i e n e n l e y e nd a s d e h a c e s i gl o s ? Lo s g a t o s no e s c ri b e n, no l o n e c e s i t a mo s , y a q u e te ne m o s u na m e moria total de todos los tiempos y podemos utilizar el Archivo Akarico. Muchos gitanos humanos no escriben t a m p o c o p e ro l a s h i s to ri a s q u e s a b e n p a s a n a t ra v é s d e los siglos. ¿Quién entiende a los gatos? ¿Los entiende usted? ¿Puede usted asegurar que los gatos no tienen inteligencia? Realmente viven ustedes con una raza de gente que no conocen porque nosotros, los gatos, no queremos que se nos conozca. Espero que un día el jefe y yo podamos escribir un libro de leyendas de gatos y s e rá u n l ib ro qu e rea lm en t e so rp rend e rá a los hu ma nos. Pero todo esto está muy lejos de lo que estoy escribiendo ahora. El sol brillaba cálido a través de la ventana de la cocina cuando volvió miss Ku. «Brrr —dijo al entrar—, h a c e f r í o fu e ra , F e e f , m e n o s m a l q u e e l c o c he t i e ne u na c al e fac ció n mu y e f ic ie nte .» S e fu e a to mar a l go li ge ro de co me r despu és de l a emoc ión d el co che nue vo . Yo p ensé que también comería algo sabiendo que le gustaría tener compañía. «La comida sabe bien, Feef —dijo ella—, supongo que el salir me ha abierto el apetito. Deberías subir al coche, tal vez entonces comieras incluso más que ahora si es que esto es posible.» Sonreí, ya que nunca he escondido que me gustara comer. Despu és de años de s em i-hamb re e ra agradab le y reco nfo rta n te pode r come r cuando uno quería. Mientras sentadas juntas nos lavábamos después de nuestra comida, yo dije: «¿Me cuent a s c o s a s d e l c o c he , p o r fa v o r, mi s s Ku ? » . P e n s ó p o r u n momento mientras se lavaba por detrás de sus orejas y peinaba sus bigotes. «Te he hablado del color —dijo

157


e l l a — y s u p o n g o q u e q u i e r e s s a b e r l o q u e p a s ó . B u e no , nos m etimo s en el coc he y el j e fe nos co n tó a Bu tte rcup y a mí todo sobre el coche. El jefe y Ma fueron a los de los coches y allí examinaron muchos coches. El ger e n t e conoce bien al jefe y le señaló éste como uno muy bueno.

El

jefe

lo

probó,

le

gustó

y

lo

compró.

H i c i e r o n u n c a m b i o c o n e l v i e j o M o n ar c a . E l j e f e n o s l l eva rá a l as dos lu e go , i rá es pec ia lme n te d espa cio pa ra ti.» Monochillón estaba gritando hasta desgañitarse otra v ez . « ¡Qu ie ro irm e , qu ie ro i rme! » , au ll aba. B u tte rcup le riñó, pero muy amablemente, por hacer tanto ruido. Monochillón estaba loco, de esto estábamos seguros. Siempre quejas de él. «¿Cuándo vamos a devolverlo?», preguntó Buttercup al jefe. «¡Hurra! —gritó miss Ku, s a l ta n d o a l a i r e d e a l e g rí a — . El v i e j o y m i s e ra b l e mo no se va, todo estará más seco entonces. Ojalá se le helaran los grifos.» La noche anterior había sido más fría que de costumbre y el agua se nos había quedado helada, Como decía miss Ku, Monochillón era el más mojado de los monos que jamás existió. «Deberíamos telefonear y decir que vamos a devolverlo —d i j o e l j e fe — ; no p o d e m o s s i m p l e m e n t e d e j a r a e s t a c ri a tu ra a u n m u n d o q u e no l o s o s p e c ha . » M a fu e a l p i e d e l a e s c a l e r a a t e l e f o n e a r . E l j e f e n u n c a u ti l i z a b a e l t e léfono si podía evitarlo, ya que a menudo cogía los pensamientos de una persona en vez de lo que estaban diciendo, ¡dos cosas muy distintas! Después de dos incidentes en los que el jefe había recogido el sentido equivocado, decidieron que sólo Ma o Buttercup utilizarían el aparato. Ma actuaba como «manager de negocios» porque el jefe decía que le iba. Ma se cuidaba de todas las cuentas, pero sólo porque el jefe así lo quería. «Sí, podemos llevarle —dijo Ma añadiendo sombría-

158


mente—, pero no nos devolverán el dinero.» «Bueno, Sheelagh, ¿qué haremos?», preguntó el jefe. Buttercup estaba tan enojada que tartamudeó un poco mientras golpeaba el suelo con los pies. «Bueno —dijo—, no mejora y es obvio que no le gusta estar aquí. Creo que ti e ne mi edo de l a s ga ta s o esta ría me jo r en u na ca sa si n gatos. Devolvámoslo.» «¿Seguro? ¿Seguro del todo?», la presionó el jefe. «Sí, lo devolveremos por su propio bien.» «De acuerdo, sacaré el coche ahora.» El jefe se levantó dirigiéndose al garaje. «¡Odio, odio! —chilló Monochillón—. Quiero irme, quiero irme.» Tristemente Buttercup lo sacó de la gran jaula y lo envolvió en una manta. El jefe entró y cogió la gran jaula y la metió en e l e s p a c i o s o p o r t a e q u i p a j e s d e l c o c he . S e s e n tó u n r a t o en el coche con el motor en marcha para que el coche estuviera caliente para Monochillón. Entonces satisfecho de la temperatura, hizo sonar la bocina para que entrara Buttercup. Oí cerrarse la puerta del coche y el ru ido del m o t o r c o g i e n d o m á s y m á s v e l o c i d a d y a l e j á nd o s e e n l a distancia. El coche era precioso y miss Ku lo qu ería muchísimo. Yo me monté en él unas cuantas veces pero, como ya he dicho antes, no me gustan nada los coches. Un día el jefe nos llevó a Ma, a miss Ku y a mí a un agradable lugar debajo del Puente Embajador. Nos quedamos sentado s en e l coc he y e l j efe ab rió u n po qu i to la v entani ll a para que pudiera aspirar el aroma de Detroit al otro lado del río. Miss Ku me recuerda que «aroma» es definitivam ente l a pa lab ra equ ivo cada aqu í , pe ro como mí nimo es u n a p a l a b r a e d u c a d a . M i e n tr a s e s tá b a m o s a l l í s e nt a d o s en el calorcillo del coche, miss Ku me describió la escena. «Encima nuestro está el Puente Embajador que atraviesa el río de Detroit como si fuera un Meccano encima d e u n a b a ñe ra . Lo s c a r ro s , e s d e c i r , c a m i on e s e n a m e r i cano, Feef, ruedan sobre el puente como una intermí159


n a b l e p ro c e s i ón . H a y ta mb i é n m u c ho s c o c h e s p a rt i c u l a res. Los turistas paran sus coches en el puente para hacer fotografías. Al otro lado nuestro hay una estación de tren de mercancías, mientras que a la derecha los americanos están construyendo un gran edificio, porque a los americanos les gusta ir a estos sitios y hablar. Conferencias o convenciones, lo llaman, significa realmente que se escapan de la esposa y llenos de bebidas se lían con mujeres pagadas.» Miss Ku paró un momento y luego dijo: « ¡Oh!, cómo está bajando el hielo. Si pudiéramos coger un poco y guardarlo hasta el verano haríamos una fo rtu na . Bu e no , co mo iba di c ie ndo , si quie res le di ré a l jefe que nos lleve a Detroit». «No, miss Ku, no gracias — r epl iqu é ne rv ios ame n te —. M e t emo qu e n o d is f ru ta r ía nada. Como no puedo ver, no valdría la pena que yo fuera. De todos modos estoy segura de que al jefe le encantaría llevarte a ti.» «Eres realmente una cursi llorosa, Feef —dijo miss Ku—, estoy cansada de tu poco esfuerzo.» «Llevemos las gatas a casa y vamos a ver si encontramos casa», dijo Ma. «De acuerdo —replicó el jefe—. Ya es hora de que nos vayamos, de todos modos no me gustó este lugar desde el principio.» Yo grité: «Adiós, s eño r Pu e n te Emba jado r.» Yo hab ía te nido asoc ia cio ne s previas con embajadores y cónsules así que no quería ser p o c o r e s p e tu o s a c o n e s t e p u e n t e . E l m o t o r c o b ró v i d a y m i s s K u l e g ri t ó a l j e f e : « O . K . a r r a n c a » . E l j e f e p re s i o n ó suavemente el pedal y el coche empezó a moverse despacio hacia una cuesta cubierta de nieve y luego por la r i b e ra d e l rí o . A l p a s a r l a e s ta c i ó n d e W i nd s o r , u n t re n silbó impaciente y casi salí de mi piel del susto. Seguimos a lo largo del río, pasamos la fábrica de bebidas y c o n t i n u a m o s . P a s a m o s u n convento y miss Ku remarcó que siempre pensaba en el señor Loftus, allí en Irlanda, cuando pasaba por aquí. El señor Loftus tiene una hija 160


monja que vive en un convento y parece que le va muy bien. Paramos junto a la carretera después del largo trayecto y el jefe dijo: «Estamos en casa, Feef, pronto 'tomaremos

el té. ¿Tomamos el té primero, Rab?», pre-

guntó volviéndose a Ma. «Bueno —dijo ella—, así no t e nd re mo s q u e p re o c u p a r no s p o r l a h o ra . » E l j e fe ha s u frido tanto que tiene que comer a menudo y poco. A causa de los años «flacos» que pasé antes de llegar a casa, como había predicho el viejo manzano, yo también había sufrido y tenía que comer a menudo y poco. Entramos en casa, llevándonos el jefe y Ma bien abrigadas, ya que todavía había nieve en la tierra. En casa Bu tte rcup habí a p rep a rado el té , as í que m é di rigí hac ia ella y le dije que estaba contenta de volver. El té se acabó pronto. El jefe se levantó y dijo: «Bueno, vamos, o si no cogeremos la hora punta.» Se despidió de miss Ku y de mí y nos dijo que cuidáramos de Bu ttercup. Lu ego salió seguido de Ma. O tra vez oímos el ruido del motor muriendo en la distancia. Sabiendo que estaríamos solas durante una hora o dos, hicimos un poco de ejercicio primero; yo corría detrás de miss Ku por la habitación y luego ella me perseguía a mí. Después hicimos una competición a ver quién podía hacer más agujeros en el periódico en el mínimo de tiempo. Esto pronto falló porque no teníamos más periódicos. «Vamos a ver quién puede andar más tiempo sobre la baranda de la escalera sin caer, Feef —sugirió miss Ku e inmediatamente siguió—. Oh, olvidé que no puedes ver, bueno esto no.» Se sentó y suavemente se rascó la oreja izquierda esperando así obtener un rayo de inspiración. «Feef», llamó. «Sí, miss Ku», contesté yo. «Feef, cuéntame una historia, una de las viejas leyendas. Habla bajito porque quiero dormirme. Tú puedes dormirte

161


después», añadió magnánima. «Bueno, miss Ku —repliqué yo—, te contaré la de los gatos que salvaron el Reino.» «Uy, ésta es una buena; empieza.» Se instaló cómodamente y yo me volví para estar de cara a ella y empecé. «En aquellos tiempos, hace tal vez mil o un millón de años, la I sla se extendía verde y preciosa bajo la cálida mirada de un amable y sonriente sol. Las aguas a zu les d aba n golp es jugu e tones a l as i ndol e ntes ro cas y enviaban duchas de blanca espuma al aire en las que danzaba el arco iris. La tierra era fértil y rica, con a l tos y b e l lí simo s á rb o les que l le gaba n a l o s c ie lo s p a ra ser acariciados allí por bálsamas brisas. De las tierras más a l ta s sa lí an ríos s al tando sob re e no rm es roc as y que ca yendo en chorros formaban lagunas antes de ensancharse y deslizarse tranquilamente hasta el mar que les daba la b i e nv e ni d a . A l o l e j o s s e e l e v a b a n l a s m o n ta ñ a s y e s condían sus coronas por encima de las nubes, proveyendo quizá fundaciones para las casas de los dioses. A lo largo de las doradas playas ribeteadas por la blanca espuma de las olas, jugaban y nadaban y hacían el amor los nativos. Aquí no había más qu e paz, alegría, una satisfacción inefable. No se pensaba en el futuro, ni en las penas ni en la maldad, tan sólo felicidad bajo las palmeras que se mecían suavemente. »Una ancha carretera llevaba al interior desde el m a r , d e s a p a r e c i e nd o h a c i a e l f r e s c o o s c u r e c e r d e u n i n menso bosque, para volver a aparecer millas después do nde la es cena e ra comp leta me n te di s ti nta . A quí hab ía templos forjados de piedra de colores y metales como plata y oro. Poderosas espiras que llegaban muy alto para p in ch a r lo s c ie lo s , cú pu l as y va s tas ex te ns io nes d e ed i ficios integrados por el tiempo. Desde lo alto de un alféizar d e u n t e m p l o s e o í a n l a s n o t a s d e u n g o n g de tonos profundos que hacía volar desparramados a cientos de pá162


jaros que habían estado durmiendo en los sagrados muros tocados por el sol. »Mientras continuaba el profundo tañido, unos hombres vestidos de amarillo se apresuraban en llegar hasta un edificio central. Durante un rato continuaron estas prisas, luego fueron calmándose y volvió a quedarse todo quieto bajo el cielo abierto. En la asamblea principal del inmenso templo, los monjes arrastraban sus pies moviéndose de un lado a otro, especulando sobre cuál sería la razón para esta repentina llamada. Finalmente se oyó un ruido de una puerta en las lejanías del templo y apareció una pequeña hilera de hombres con túnicas amarillas. El obvio líder, un viejo marchito y seco por

los años, andaba despacio a la cabeza, escoltado por dos g a tos i nmen sos , g a tos co n co las , o re jas y ros tro s ne gros y cuerpos blancos. Juntos andaron hasta un podio, donde el viejo se quedó un momento de pie mirando hacia el mar de rostros fijos en él. »"Hermanos de todos los grados —dijo finalmente, despacio—. Os he llamado aquí para deciros que esta nuestra Isla está en peligro mortal. Hace ya tiempo qu e h emos suf r i do l as am ena za s d e c ie n tíf i cos qu e h ab itan la tierra al otro lado de la montaña. Separados de nosotros por un profundo desfiladero que casi divide e s ta i sl a , no so n d e f ác il acce so . E n su te rri t o rio la c ie nc i a ha t o m a d o e l l u ga r d e l a re l i gi ó n . N o t i e n e n d i o s , n i co nc epc ión a lguna de lo s de rec hos d e los d emá s . A ho ra, he rm ano s de todos los g rados —e l vi ejo se de tu vo y m i ró tristemente a su alrededor. Satisfecho de que tenía la absoluta atención de su audiencia, resumió—, nos han amenazado. A menos de que nos arrodillemos a los sin dios y nos convirtamos en sirvientes de esos malvados hombres, nos amenazan en matarnos con extraños y mort a l e s g é r m e n e s . " P a r ó , c a n s a d o , c o n e l p e s o d e s u s a ño s encima. "Nosotros, hermanos, estamos aquí para discutir

163


cómo evitar esta amenaza a nuestra existencia y libertad Sabemos dónde se guardan los cu ltivos de gérmenes, ya que algunos de nosotros han intentado robarlos en vano para destruirlos. Hemos fallado y quienes fueron enviados han muerto torturados." » "P a d re S a gr a d o — d i j o u n j o v e n m o n j e — , e s o s c u l ti vo s de gé rm ene s ¿ son volu mi no sos o pe sados d e l le va r? ¿Podría un hombre robarlos y correr con ellos?" Se sen tó sint ié ndose lle no de te mo r po r haberse atre vido a dirigirse al Sagrado Padre. El viejo miró tristemente ante sí. "¿Volumen? —dijo—. No tiene volumen. Los cultivos de gérmenes están contenidos en un tubo que puede cogerse entre el pulgar y un dedo y sin embargo una gota se extendería por nuestra tierra aniquilándonos a todos . No hay vo lum en p e ro e l cu l tivo d e gé rme nes es tá d e n t ro d e u n a t o r re mu y v i gi l a d a . — V o l v i ó a h a c e r u n a pausa y se secó la frente—. Para demostrar su desprecio por nosotros lo han colocado en una ventana abierta

a la vista de todos los que hemos enviado a su tierra. Un delgado árbol estira su frágil rama cruzando la venta na , u na rama s i n e mba rgo , del ta ma ño de mi mu ñeca . Pa ra de mos trar q ue no nos te me n, e nv ia ron u n m ensa je diciendo que rogáramos hasta que nos sintiéramos ligeros de cascos y entonces tal vez la rama nos aguantaría." » L a reunió n co nti nuó has ta l a m ad ru gada, mie n tras los monjes discutían entre sí los modos y maneras de salvar a su pueblo de la destrucción. "¿No podríamos derruir la torre para que se rompiera, así desaparecerían y nos salvaríamos de la destrucción?", dijo un monje. "Sí, claro —dijo otro—, pero para derruirla, tendríamos que llegar hasta allí y si pudiéramos coger el tubo tendríamos el poder, ya que dicen que no hay ningún antídoto, ningún modo de parar los malvados gérmenes." »En un santuario interior, estaba el viejo echado sobre su camastro. Junto a él yacían los dos gatos 164


guardándole. "Vuestra Santidad —dijo uno por telepatía—, ¿no podría ir yo a esa tierra, subir al árbol y robar el tubo?" El otro gato miró a su compañero. "Iremos j u n to s — d i j o — , t e n d r e m o s d o b l e s p ro b a b i l i d a d e s d e c o n seguirlo." El viejo sacerdote se quedó pensativo, reflexionando en todo lo que se ponía en juego. Finalmente habló telepáticamente. "Tal vez tengáis la solución —dijo—, ya que nadie más que un gato podría encaram a r s e a e s e á r b o l y a g u a n t a r s e e n l a r a m a . Ta l v e z t e n g á is l a so lu c ión ." Se qu edó medi tando s u s pe ns ami e nto s privados durante un rato, y ningún gato telepático pu ede inmiscuirse en los pensamientos privados de uno. "Sí, tal vez sea la respuesta —volvió a decir el viejo—. Os llevaremos hasta arriba y cruzaremos el desfiladero para q u e n o o s c a ns é i s y e s t a r e m o s a l l í e s p e r a n d o a q u e v o l váis salvos." Hizo una pausa y luego añadió: "Y no le diremos a nadie más lo que haréis porque incluso en una comunidad como ésta, los hay que hablan demasiado libremente". "Sí —dio unas palmadas de contento con las manos—, les enviaremos un emisario diciéndoles nuestros términos, esto les distraerá su atención." »Los días que siguieron fueron de trabajo. El alto sacerdote les hizo saber que quería enviar un emisario y se recibió respuesta de que lo permitían. Unos homb re s que cus tod iaba n a l e mi sa rio y po rtaba n dos ce stas , s u b i e ro n l a m o n ta ña , c ru za r o n l o s p a s o s d e l a ga r ga n ta y llegaron hasta el territorio enemigo. El emisario se adentró en el territorio y, protegidos por la oscuridad, los gatos salieron de las cestas. Salieron tan silenciosos como la misma noche. Se acercaron cautelosamente al á rb o l y p a ra ron a l p i e d e é s t e . U t i l i z a ro n a l m á x i m o s u s poderes telepáticos para determinar la presencia de un enemigo. Sigilosamente ascendió uno, mientras el otro vigilaba haciendo uso de todas sus capacidades telepáticas.

Con

infinita

cautela

el

gato

que

subía

arrastró

165

se


por la rama hasta que finalmente pudo agarrar el tubo ba jo la s m is ma s na rice s d el s o rp re ndido gu a rd ia . Mu cho antes de que pudieran salir los hombres de la torre, los dos gatos habían desaparecido en la oscuridad, llevánd o l e a l v i e j o s a c e rd o te e l tu b o q u e gu a rd a r í a a s u ti e r ra durante los años venideros. Ahora, en esta tierra, los gatos son sagrados para los descendientes del país y sólo el gato sabe la razón.» Un suave ronquido remató mi sentencia final. Levanté la vista y escuché para cerciorarme. Sí, era un ronquido, uno fuerte esta vez. Sonreí satisfecha y pensé: «Bueno, soy una vieja y aburrida gata, pero como mínimo puedo hacer dormir a miss Ku». De todos modos no durmió mucho. Pronto se enderezó, alta y erguida. «Empieza a lavarte, Feef —ordenó—. Están llegando a c a s a y no p u e d o p e rm i ti r q u e t e n g a s m a l a s p e c to .» U n o s momentos más tarde oímos el motor de un coche seguido del ruido de la puerta del garaje. Luego pasos por el camino y el jefe y Ma entraron. «¿Cómo os fue?», preguntó Buttercup, sacándose el delantal y dejándolo a un lado. «Hemos encontrado un sitio —replicó el jefe—. Nos irá estupendamente. Te llevaré a verlo si quieres, llevaremos a "Fanny Flap" también.» El jefe a menudo llamaba Fanny Flap a miss Ku , F a n n y F l a p p o r e l m o d o c o mo re v o l o te a b a a l r e d e d or cuando estaba excitada. Yo estaba contenta de que no me p i d i e ra q u e fu e s e a l n u e v o a p a r ta me nto , p e ro , c l a ro , el jefe sabía qu e yo odiaba estas cosas, y prefería esperar h a s ta q u e to d o s n o s t ra s l a d á ra m o s j u n to s . ¿Q u é s e n t i do tenía ir para una gata ciega? ¿Por qué iba a ir cuando no s abí a nada d el si tio , n i si qu ie ra sab ía los obj e tos qu e deb ía e vi ta r? P re fe rí a espe ra r a qu e todo e s tuv ie ra e n su sitio, porque entonces el jefe y miss Ku me llevarían a cada habitación y me señalizarían la localización de las cosas, y el jefe me subiría y bajaría de los objetos para

166


poder memorizar la distancia a que había de saltar. Cua ndo cono cía e l lu ga r, pod ía sa l ta r p a ra sub i r y ba jar d e u na s i l l a s i n e q u i v o c a rm e o h a c e r m e d a ño . Me p o n go de pie y toco una silla primero para evitar saltar al resp a l d o y l u e g o s a l to d o nd e q u i e ro . C l a ro e s tá , a l g u na v e z m e do y co ntra a l go , p e ro ten go l a su fic ien te cabe za pa ra no darme contra la misma cosa dos veces. No estuvieron mucho tiempo fuera. En cuanto volv i e ra n m i s s Ku

se

echó encima mío. «Conecta tus oídos,

Feef —ordenó—, ya es hora de que se te expliquen algunas cosas. Es una casa dividida en dos apartamentos. Hemos cogido toda la casa para que el jefe pueda escribir otro libro. Nosotros viviremos en el piso de arriba. Las habitaciones son grandes y dan al río de Detroit. Hay un gran balcón con barrotes que dice el jefe que podremos utilizar cuando el tiempo sea más bueno. Y, Feef, ha y un á t ico do nde pode mos ju ga r y cub ri rno s de pol vo. Te gustará.» Así que el jefe iba a escribir otro libro, ¿eh? Yo sabía que la gente le había estado persiguiendo para que hiciera otro libro, sabía que había recibido instrucciones especiales de entidades descarnadas. Ya habían decidido el título. Miss Ku recogió mis pensamientos: «Sí —exclamó alegremente—. Tan pronto como nos i ns ta l e mo s l a s e m a na p ró x i m a , i re m o s a v e r a l a s e ño ra Durr para coger papel y empezar el libro». «¿La señora Durr? —pregunté yo—. ¿Quién es la señora Durr?» «¿No conoces a la señora Durr? Pero

si todo el mundo

l a co no c e ; e s u n a se ño ra v e nd ed o ra d e li b r o s qu e d e mo mento trabaja para una empresa de Windsor, pero pronto tendrá su propio negocio. No conoces a la señora Durr. Bueno, bueno, ¿habráse oído nada semejante?», denegó co n la cab ez a mie n tra s mu rmu raba co n asco . «Pe ro , ¿qué aspecto tiene, miss Ku? —pregunté yo—. No puedo ver, ¿sabes?» «Oh, no claro, lo olvidé —dijo miss Ku dulcificada en gran manera—. Siéntate, vieja gata, y te lo 167


d i ré . » N o s e nc a ram a m o s a l a rep i s a d e la v e n tana y no s sentamos mirándonos la una a la otra. Miss Ku dijo: «Bueno, te has perdido algo. La señora Durr —Ruth p a ra l o s a m i go s — e s

elegante.

Re c ho n c hi ta p o r e l b u e n

l ado , bon i ta s f a cc iones y Ma d ice d e p elo ca s ta ño- ro ji zo , lo que quiera que esto sea. Lleva crinolina casi todo el tiempo, supongo que no en la cama, y el jefe dice que p a r e c e u n a f i g u r i l l a d e p o r c e l a n a d e D re s d e . B u e n a p i e l también, ¿sabes? Como la porcelana, ¿entiendes, Feef?». «Desde luego, miss Ku, muy gráfico, gracias», contesté yo. «Vende libros y cosas y a pesar de que realmente e s h o l a n d e s a , v e n d e l i b r o s e n i n g l é s . V e n d e rá l o s l i b r o s del jefe. Nos gusta. Esperamos verla más, ahora que vamos a vivir en la ciudad de Windsor.» Nos queda mos s entadas pe ns ando en las v i rtude s de la señora Durr y entonces se me ocurrió preguntar: «¿Tiene alguna familia de gatos? Miss Ku se ensomb re c i ó . « A h , s i e nto q u e me h a y a s p re g u n ta d o e s o , e s u n caso muy triste, muy triste.» Hizo una pausa y estoy s e g u r a d e q u e l a o í h a c e r p u c h e ro s u n a s c u a n t a s v e c e s . Pronto ganó el control de sus emociones y continuó: «Sí, tiene a Stubby que es un Tom que no puede y también una reina que tampoco puede. Fue una espantosa equivocación; el pobre Stubby está todo mezclado e n s u d e p a r ta m e n to v i ta l ; p e ro t i e n e u n c o ra z ó n d e o ro . La persona más amable que podrías encontrar. Tímido, muy reservado como cabe esperar de alguien en su condición. El pobre sería una buena madre para algún gatito sin casa. Tendré que hablarle al jefe de esto». «¿Hay un señor Durr?», pregunté yo y añadió: «Claro que debe de haberlo porque si no ella no sería la señora Durr». «Sí, hay un señor Durr, hace la leche de Windsor, sin él todo el mundo tendría sed. También es holandés, eso hace a la hija doble holandesa, creo. Sí, Feef, te gustará la señora Durr, vale la pena hacerle 168


ronroneos. Pero no tenemos tiempo ahora de discutir tales cosas, tenemos que arreglar lo de la casa. La semana q u e v i e ne te n e m o s q u e t ra s l a d a r no s y l e d i j e a l j e fe q u e yo me cuidaría de que no tuvieras miedo.» «No tendré miedo, miss Ku —repliqué—, me he trasladado bastantes veces.» «Bueno —dijo miss Ku ignorando mi frase—, la semana que viene se llevarán en una camioneta el equipaje y las cosas y Ma estará allí para recibirlas. Poco después, el jefe nos llevará a ti, a Buttercu p y a mí y c u a n d o e s te mo s i n s ta l a d a s , e l j e f e y Ma v o l v e rá n p a ra a se gu ra rs e de qu e todo e s tá b ie n aqu í , li mp io y to do eso y devolverán la llave al propietario. Ahora la nieve empezaba a derretirse y el hielo en el lago se empezaba a romper y flotaba por encima del río. Algunas tormentas repentinas nos recordaban que todavía no era verano, pero podíamos suponer que lo peor había pasado. Vivir en Canadá era increíblemente caro, todo valía el doble o más de lo que hubiera costado en Francia o Irlanda. El jefe intentó conseguir trabajo escribiendo o en el mundo de la televisión. Constató, e través de una amarga experiencia, que las empresas canadienses no quieren residentes a menos de que sean (como dice el jefe)

peones de carga.

Viendo que no podía me-

t e rs e e n a l g o d e e s c r i b i r o d e t e l e v i s i ó n , l o i n te n tó t o d o y se encontró con que tampoco le querían. A nadie de nosotros nos gu staba C anadá, había una notable falta de c u l tu ra , u na g r a n f a l ta d e i n t e r é s p o r l a s c o s a s b o n i t a s d e l a v i d a . Me c o ns o l é a m í m i s ma p e ns a nd o q u e p ro n to llegaría el verano y nos sentiríamos todos mejor. E l j e f e , B u t te rc u p y mi s s K u fu e ro n a d a r u n a v u e l ta en coche un día, y creo que fueron a una tienda para buscar musgo. Ma y yo hicimos las camas y unas cuantas co sas de la c as a . H abí a que s aca r e l po lvo de la e sca le ra y tirar los periódicos viejos. Para cuando terminamos esto, ya habían vuelto. «¿Qué crees, Feef?», preguntó

169


miss Ku, acercándoseme y susurrándome al oído. «¿Qué? Miss Ku, ¿qué ha pasado?» «Oh, ¡por... por! Nunca l o a d i v i n a rá s . E s t o t e

matará.

H a e n c o n tr a d o a u n h o m -

bre que se llama Heddy que adora a los monos. ¡Monos!» Miss Ku rió cínicamente: «No, Feef, no vamos a tener u n mo no , tend re mos do s de e sos ho rro res. Su po ngo qu e tendremos que nadar con dos trastos de esos trabajando a toda p as ti l la e n e l depa rtam ento d e i nu ndac io nes .» Se quedó en silencio por un momento, luego dijo: «Pero qu i zá los po nd rá n en el po rc he , no po dríamo s te ne r do s mo nos sa lva jes co rrie ndo por a hí. Mo noc hi l ló n no pod ía andar, estos dos funcionan bien, garantizados, si no estamos satisfechos devolverán el dinero». Exhaló un suspiro espantoso y dijo: «Buttercup irá a ver a ese tal Heddy pronto, ella

adora

a los monos». «¡Qué raro! —re-

marqué yo—. Los monos tienen tan mala reputación. Recuerdo uno en Francia, era el animalito querido de un hombre de mar retirado y se escapó un día y casi de s trozó u na fru te ría . Yo no lo vi , no c reas . Un a se ño ra llamada Butterball me lo dijo, se cu idaba de u n hospital veterinario. Cuando estuve allí de paciente, me contó la historia del último ocupante de la jaula, ese mono que se cortó tirándose contra el cristal de un escaparate.» Estábamos todos ocupados empaquetando; había qu e m e te r ta ntas cos as e n la s ma le tas , m iss Ku y yo trab aj amos mucho pisando las cosas para ocupar menos espacio en los baúles. A veces teníamos que escarbar las cosas de una maleta llena para asegurarnos de que no se había olvidado nada. Tuvimos que arrugar papel tisú porque todo el mundo sabe que el papel tisú arrugado es más suave que el nuevo y duro. Trabajamos mucho, desde luego, y estoy muy orgullosa de ello. Nos encantaba sob re to d o d e j a r l a s s á b a na s l i m p i a s a p u n to p a ra s u u s o . A nadie le gustan las sábanas que llegan de la colada, tiesas y poco amistosas. Miss Ku y yo teníamos un sis-

170


tema especial de correr arriba y abajo de las sábanas hasta que se qu edaban suaves y ya no tenían las du rezas de los pliegues de las sábanas recién planchadas. «¡Sheelagh! —llamaba Ma desde la cocina—. Aquí hay el carpintero para ver lo de la jaula de los monos.» «Ya voy», gritó Buttercup taconeando por las escaleras. Miss Ku dio un gruñido desdeñoso. «¡Una jaula de monos! Esto costará un ojo de la cara. Vaya, no sé dónde iremos a parar. Deberíamos ir a escuchar, nunca se sabe lo bastante.» «Sí, sí —decía el carpintero—. Quiere la jaula con secciones, ¿no? Las haré de prisa. Mi mujer quiere ver los monos, ¿la traigo? ¿Sí? Ya voy.» Miss Ku reía: «Tan pronto como dijo ya voy, se fue, Feef. ¡Oh, qué enormidad va a ser esta jaula! El jefe, Ma, Buttercup y nosotras podríamos entrar a la vez». «¿Habrá sitio en la c a s a n u e v a , m i s s K u ? » , p r e g u n t é y o . « Sí , s í , d e s o b ra , tendremos un porche muy grande arriba rodeado completamente de red. Yo creí que lo tendríamos como habitación de jugar, en lugar de ser así, será la sala de los monos, ¡qué le vamos a hacer! Así cuecen las castañas. Los últimos días fueron pasando despacio. El jefe y Buttercup fueron a ver al señor carpintero holandés y volvieron con las noticias de que la jaula estaba terminada y l a e s ta b a n c o l o c a n d o e n l a c a s a nu e v a . C o n c a d a v i a j e que hacía el jefe a Windsor se llevaba más y más cosas. Miss Ku fue a ver si todo estaba en orden y volvió diciendo: «Bueno, Feef, mañana dormiremos en la ciudad de Windsor, desde donde puedes mirar y ver la vista de D e t ro i t . H a y u n a b u e na v i s t a ,

hay

gente

que

viene

hasta aquí en sus impresionantes coches. En fin, traen

dólares

al

país.

Bueno,

para

el

comercio

y

todo eso». El jefe me cogió y jugamos juntos un poco. Me gustaba mucho jugar con él; tenía un palo delgado con algo que sonaba en la punta y al arrastrarlo por el suelo yo

171


podía cazarlo por el sonido. Claro está, me lo dejaba cazar muy a menudo para darme confianza. Yo

sabía

que me

estaba dejando coger el palo, pero hacía ver que no lo sabía. Esa noche me despeinó el pelo y me acarició el p e c h o . « P ro n to , a l a c a m a , F e e f , q u e m a ñ a na te nd re m o s un día muy ocupado.» «Buenas noches», dijeron Ma y B u t te rc u p . « B u e na s no c he s » , r e p l i c a m o s n o s o t ro s , l u e go el

clic

del interruptor al apagar el jefe la luz por última

vez en la casa. ¿Mañana? Mañana sería otro día y nos llevaría a otra casa. Esa noche me eché y dormí.


Capítulo X «¡Tralará, la, la!», cantaba miss Ku. «Otra vez en movimiento, damos la vuelta al enorme mundo, como un gato Tom en una barcaza. Vamos en coche a la ciudad de Wi ndso r, mu e ve que te mue ve .» «O h , cál l a te u n poco , Ku —dijo el jefe—. Uno no es capaz ni de imaginarte intentando cantar. Resígnate, de musical como yo, nada.» Yo me sonreí para mis adentros. Era por la mañana y miss Ku despedía al pasado crepúsculo con una canción. Al hablarle el jefe, se alejó murmurando: «No aprecias el arte, desde luego que no». Yo es t i ré lo s b ra zos pe re zosa me n te , p ro n to d esa yu naríamos. Ma ya estaba atareada en la cocina. El entrechocar de platos me llegó al oído, luego, «¡Ku! ¡Feef! Venid a desayunar». «Voy, Ma», repliqué yo mientras buscaba con el tacto el lado de la cama y saltaba al suelo. Siempre era una aventura, salir de la cama y saltar el suelo por la mañana. Los sentidos y percepciones de u no no son tan a gudos cu ando se es tá ap enas desp ie rto y s i e mp re te m í a s a l ta r e n l o s z a p a to s d e l j e fe o a l g o p a r e c i d o . N o e ra m á s q u e u n d é b i l te m o r , s i n e m b a r go , ya que tenían especial cuidado para que no me hiciera daño. «Feef ya viene», le gritó el jefe a Ma. «Ven a tomar el desayuno, Feef —dijo Ma—. Deambulas medio dormida esta mañana como una vieja abuela.» Yo sonreí y me senté a desayunar. «No, un poco más a la derecha, así», dijo miss Ku. «¿Qué más se ha de coger ahora?», preguntó el jefe. «Voy a buscar el correo.» Ma sugirió las cosas que eran más frágiles, y el jefe y Buttercup las llevaron al coche. Teníamos un apartado de correos en Windsor, porque si la gente sabía nuestra dirección, se presentaban inesperadamente y esto compli173


c a b a l a s c o s a s , ya q u e e l j e fe no q u e r í a v e r a na d i e q u e simplemente llamara y pidiese entrar. Miss Ku me dijo que cuando la familia vivía en Irlanda, antes de aparecer yo en escena, llegó una mujer de Alemania y ordenó qu e se la ad mi t i ese i nmed iata me nte , ya que «qu e rí a se ntarse a los pies del lama». Al decirle que no podía entrar, acampó al píe de la puerta hasta que el señor Lof tus le ordenó que se fuera con un aire muy marcial y fiero en su uniforme. El tra sl ado e ra a lgo qu e no nos co nc e rnía a m iss Ku y a mí. Pronto los hombres de las mudanzas cargaron nuestras cosas y se fueron. Miss Ku iba por la casa despidiéndose de todas las habitaciones. Ésta era una desped ida d e la qu e es t áb amo s co n te n ta s , ya qu e nu n ca ha bíamos sentido simpatía por la casa. Finalmente, nos llevaron a miss Ku y a mí bien envueltas al coche calde ado ya . El je f e c e rró la s pue rtas de la ca sa y no s pu simo s e n m a rc ha . L a c a r re t e ra e ra m a l a , m u y m a l a , c o mo tantas carreteras canadienses; miss Ku me dijo que había un letrero que ponía, «Carretera rota, conduzca a su propio riesgo». Seguimos conduciendo y llegamos a un cruce. Miss Ku gritó: «De aquí traían nuestra comida, Feef, un lugar que se llama Para y Compra. Ahora estamos en la carretera principal de Windsor». Esta carretera era más uniforme. Arrugué la nariz al sentir un repentino olor familiar, un olor que me recordaba al señor ve t irlandés y su hospital para gatos. Miss Ku rió: « N o s e a s t o n ta , F e e f , e s t o e s u n h o s p i t a l h u m a n o d o n d e l l e v a n a l a s p e r s o n a s q u e e s t á n y a p r á c t i c a m e n te a c a b a das». Seguimos adelante y dijo: «Y aquí es donde hacen coches, estamos pasando la fábrica Ford. Te lo diré todo, Feef, te daré detalles de todo». «Miss Ku —dije yo—. ¡Qué olor tan raro! En cierto modo me recuerda las viñas francesas; sin embargo, es u n olor distin to . » « D e s d e l u e g o q u e l o e s — d i j o m i s s 174


Ku—. Esto es una fábrica de bebidas. El grano que podría alimentar a gente hambrienta lo prensan para hacer un tipo de bebidas que mejor sería que la gente no las bebiera. Ahora pasamos sobre un puente ferroviario. To dos los tre ne s qu e va n y vi e ne n d esde cua lqu ie r lug a r a Windsor pasan por debajo de este puente.» Seguimos conduciendo un poco y entonces se oyó un golpe tan ruidoso que salté directa al aire. «No seas boba, Feef — dijo miss Ku—. No

es

más que el ruido de un tren.» El

j e fe g i ró e l c oc he y p a ró . «E s ta mos e n c a sa , F e e f » , dijo Ma. Nos llevaron en brazos a miss Ku y a mí a través d e l c a m i n o c u b i e r t o d e n i e v e y l a p u e r t a p r i n c i p a l hasta llegar escaleras arriba. Sentíamos un olor a barniz fresco y jabón. Yo hu smeé e l s u e l o y d e c i d í q u e l o h a b í a n e nc e r a d o m u y b i e n h a c ía poco. «No te preocupes de esto —dijo miss Ku—. Ya mi ra rás e l suel o lue go . Vo y a ll eva rte po r toda s la s h abit a c i o ne s y d e s c ri b i rt e e l l u ga r . Es tá a te n ta p o rq u e te n e mos algunos muebles nuevos.» «¡Sheelagh! —gritó el jefe—. Vamos a devolver las llaves al propietario, no t a r d a re mo s . » E l j e f e y M a s a l i e r o n , l e s o í b a j a r l a s e s c a leras, entrar en el coche e irse. «Bueno, ahora ven conmigo», dijo miss Ku. Fuimos por todo el apartamento, mientras miss Ku iba señalándome los obstáculos y las posiciones de las sillas. Luego salimos a la parte trasera del porche. «Abre, por favor», gritó miss Ku. «¿Quieres salir, Ku? —preguntó Buttercup—. Bueno, abriré la puerta.» Cruzó la cocina y abrió la puerta. Una ráfaga de aíre frío entró dentro y nosotras salimos fuera. «Aquí —dijo miss Kue s t á e l p o r c h e s u p e r i o r . Ta p a d o p o r t r e s l a d o s y p r o n t o será el Salón de los Monos. Lo calentarán. ¡Brrr! Vámonos,

hace

demasiado

frío

aquí.»

Nos

dirigimos

a

la

cocina y Buttercup cerró la puerta del porche con un suspiro

175


de alivio y otro suspiro por los gatos tontos que dearn. bulan, según ella, sin rumbo. « A qu í es tá la h ab i tac ió n qu e co mpa rt i rás co n e l je fe. Da a la vía del tren, al río de Detroit y a la ciudad de D e t ro i t . En v e r a no , s e gú n me h a n d i c h o , b a rc o s d e to d o el mundo pasan por delante de esta ventana. Veremos. Veremos.» Miss Ku estaba en su elemento describiendo la vista. «Un poco a nuestra izquierda, está el lugar donde unos hombres cavaron un hoyo debajo del río e hi ci e ron un a ca rre te ra qu e va a lo s Es tados Unidos ; más a la izquierda está el Puente Embajador. El jefe dice que la palabra Detroit es una corrupción del francés de «derecha», supongo que tú lo sabrás, Feef.» De repente miss Ku viró en redondo tan aprisa que su cola me rozó la cara. «¡Caramba! —exclamó ella— un tipo h o r r i b l e m e e s t á m i r a n d o , a d e m á s l l e v a u n a c a r te ra q u e parece oficial.» E s a no c he d o rm i m o s i n te r ru m p i d a m e n t e , m u y e s to rbados por el ruido y golpes de los trenes al pasar delante de nuestras ventanas. Por la mañana Ma bajó los peldaños para recoger la leche. Volvió con la leche y una carta que le pasó al jefe. «Qué es esto?», preguntó él. «No lo sé —dijo Ma—, estaba en el buzón.» Se oyó el ruido de un sobre al ser rasgado y abierto y luego silencio mientras el jefe leía. «¡Por Dios! —exclamó éste—. ¿Es que no hay límite a las tonterías de los oficiales canadienses? Escucha esto. Es una carta del Departamento de Producción Nacional. Empieza: Muy señor mío: I n fo rm ac ión re cib ida po r e sta o f ic in a i ndi ca que e s tá us ted pag a ndo al qui le r a un ex tranje ro no r e s i d e n te e n C a n a d á y q u e

n o ha p a g a d o l o s

impuestos requeridos. Como no ha pagado dí-

176


c ho s i m p u e s to s d e s d e e l 1 de ma y o d e 1959, s e le pide que en el próximo alquiler envíe el suficiente dinero para cubrir la cantidad que debería haber sido pagada. Si no cumple pagando dicho impuesto requerido por el Acta de Impuestos, será penalizado de acuerdo con... «¿Ves? —dijo el jefe—. Llegamos aquí ayer y ya recibimos amenazas. Ojalá pudiéramos despertarnos como una pesadilla y encontrarnos otra vez en la vieja y queri da Irla nda . ¿Po r qu é es tos i n madu ros canad ie nse s no s amenazan e importunan de ese modo? Creo que voy a llevar todo este asunto a oficiales de Ottawa.» Miss Ku me dijo con un movimiento de cabeza: «¿Ves, Feef?, como te dije, ese hombre horrible de ayer e r a u n e sp í a d e i mp ues to s . Le v i .» E scu c hamo s m ie nt ras el jefe seguía hablando de ello. «No comprendo este país, me amenazan con deportarme en la primera carta q u e m e e n v í a n. En v e z d e p e d i rme q u e v a y a a l a O fi c i na de Salu d Nacional, me amenazm si no voy. Ahora el mismísimo día de mudarnos, nos amenazan con todo tipo de penalidades. La gente de este país no tiene la suficiente cabeza para comprender que los días del Salvaje Oeste se acabaron.» «El jefe se está poniendo salvaje —s u s u r ró m i s s Ku — , d e b e rí a m o s e s c o nd e r n o s d e b a j o d e la cama.» Los dí as iba n pas ando tra nqu i lam ent e . Gradu al me n te nos acostumbramos a los ruidos de los trenes. El jefe a r mó u n j al eo t e r r ib le a ce rc a d e l as c a r tas a m e na z a n tes , y re cib ió ex cusas d e lo s emp leado s de I mpues to s Lo ca les y ta mbién de l gobie rno de O ttawa. Apa reció una no ta en l o s p e r i ó d i c o s h a b l a n d o d e l o s o f i c i a l e s c a n a d i e n s e s que trataban de intimidar a los recién llegados. El tiempo fue volviéndose más cálido y miss Ku y yo podíamos sen177


t a mos fue ra e n- el b al có n y ju g a r e n e l ja rd ín de ab ajo . Un a ma ña na , e l j e fe vo lv ió de la O f ic in a de Co rreos d e W a lke rv i ll e con b as ta nte s cart a s , como s iemp re , p e ro ese d ía , e n p a r ti cu la r , t ra jo un a ca r t a muy bon i ta d e la s eño ra O 'G rady . « La en cue ntro a fal ta r —dij o Ma—, O ja lá p ud ie ra v en i r a v e rno s .» E l je f e se qu edó qu ie to d u ra n te u n r a to : « E ra u na b u e na a mi g a , ¿po r qu é n o le d ic es que v en ga ? » . Ma y Butte rcup a ll í se n tad as se qued a ron e n s i le nc io y so rp re nd idas . «A l fi na l , e l je fe h a pe rd ido la c abe za —susu rró mi ss Ku —. Es to es lo que l e ha hec ho el Ca nad á .» «Rab —d ijo e l je fe— , ¿po r qué no l e es cribe s a l a se ño ra O 'G rad y i nv i tá ndola a ve ni r ? D ile que s i v ie ne e l m es p ró x imo e s ta rá aqu í a l m is mo t iemp o q u e la re i na de I n glaterra . Fíjate en es to , la re i na de I n glate rra y la s eño ra O'G rady de I rl an da a quí a l mismo tie mpo . D i le qu e la re ina c ru za rá el río aqu í , del ante de no so tros . D íse lo , po r todos los sa n tos , que te ngamo s respu es ta p ro nto .»

Mi ss Ku co n h umo r a l go i nco ns ci ente di jo : «Bue no , Fee f, aho ra qu e fina lm ente n os hemos lib rado d e los mo nos , t end r em o s a la se ño ra O 'G rad y» . Tod o s qu e r íam o s mu cho a la se ño ra O'G rady y l a te níamo s co mo una a mi ga d e ve rdad . Yo r eí y d ij e a m iss Ku qu e p a re cía te ne r e l mismo con cep to de V e O'G que de lo s mo nos . Mi ss Ku , co n su humo r d e co s tumb re , lo gi ró con tra mí d ic ie nd o : « To nt e r ía s , F ee f , todo e l mu ndo apa r t e de ti s abe qu e despu é s de las to rm entas v ie ne e l so l b ril la nte . La s eño ra O'Grad y e s el sol de spués d e la to rme nta de mo nos . » Lo s mo nos hab ía n s ido «u na to rm enta» , e s taba co mpl e tam ente de a cue rdo . Poco de spués de ins ta la rnos e n la c asa junto a l río , el señ o r ca rp i nte ro hol and és lle gó co n u na cam ion e ta y u na j aul a . «Q ui e ro t rae r a m i mu j e r p a r a qu e ve a a los mo nos , ¿ p ued o ?» , d i jo é l . Bu t t e rcu p , l a r ei na d e lo s m o no s , d i jo s í, q u e pod í a t rae r a su mu j e r pa ra ve r a lo s mo nos cu a ndo s e hu b ie ran ins ta -

178


lado. El señor carpintero holandés y el hijo del señor carpintero holandés llevaron todas las piezas y trabajaron con todas sus fuerzas, bueno no demasiadas fuerzas para juntar todas esas piezas. Luego se frotaron las manos, se quedaron de pie a un lado y esperaron los dólares. Con esto arreglado se fueron después de haberse asegurado d e q u e l a s e ño r a d e l c a r p i n t e r o h o l a n d é s s e r í a i n v i t a d a al Salón de los Monos. Creo que al día siguiente llegar o n d o s mo nos e n u na g ran c es ta , c la ro es t á . Bu t te r cu p, e x c i t a d a p o r v e rl o s , c o n p o c a c a u te l a , a b ri ó l a t a p a u na f r a c c i ó n d e m a s i a d o . « O h h — c h i l l ó m i s s K u — . Tí r a t e debajo la cama, Feef, monos salvajes andan sueltos.» Nos zambullimos debajo de la cama para no estar en medio del paso, ní impedir la caza de los monos. El jefe, Ma y Buttercup corrían por todas las habitaciones, cerrando puertas y ventanas. Durante un rato fue la locura. Pare cí a qu e hubi e ra o rdas de mo nos hac ie ndo ca rre ras por ahí. Miss Ku dijo: «Me quedaré cerca de la pared, Feef, y a s í e s t a r é a s a l v o p a r a a g a r r a r t e y t i r a r t e h a c i a a t r á s si un mono viene por ti». Finalmente cogieron a un mono y lo metieron en la jaula y luego, después de mucha lucha, el segundo. La familia se sentó y se secaron el sudor de sus frentes. Pronto se levantó Buttercup y se transformó en una mujer del cuerpo sanitario corriendo por la casa y sacando las huellas de monos distribuidas en gran profusión por todas partes. Como dijo miss Ku sabiamente: «¡Caramba! Menos mal que esos seres no vuelan, Feef!». El jefe y Ma fueron recorriéndolo todo también, poniendo las cosas en orden y ayudando a dejar el lugar en su estado pre-mono. El experimento monos no fue un éxito. El ruido, el olor, la conmoción general que causaban esas criaturas e r a d e m a s i a d o . U n l l a n t o f r e n é t i c o f u e dirigido al hombre llamado Heddy. «Sí —acordó— estos salvajes monos

179


de los bosques sudamericanos no eran realmente apropiados para casas privadas sino para zoológicos.» Se l l e v a r í a a l o s m o n o s y d e j a rí a q u e d a r n o s c o n u no d o m e s ticado, uno que había crecido en cautividad y por lo tanto apropiado para las casas. Una pálida y agitada familia dijo: «¡No! —al unísono—, simplemente, llévese a éstos. Llévese también la jaula, es de una buena med id a » . As í p u e s , d os mono s y u na jau la mu y g ra nde e s pe cialmente construida para ellos se fueron por el mismo camino por donde vinieron. Ahora miss Ku y yo paseábamos por la casa con más confianza, no constantem en t e p e nd ie nte s d e los mon o s que pod ían h ab e r se e sca pado. Cuando hubo desaparecido el olor y después de que hubieron limpiado a conciencia varias veces el porche, pasábamos mucho tiempo allí. Era un lugar agradable, donde brillaba el sol sobre nosotros por las mañanas y desde donde podíamos oler las flores que crec ía n en l o s jar d ines ce rc anos . Nos r eí amos mu c ho de los monos pero sólo en retrospectiva, sólo en retrospectiva. Nuestra alegría por la marcha de los monos pronto se hizo mayor con una carta de la señora O'Grady. Sí, v end ría , es c rib ió . Su ma rido es taba muy co n te nto de que t u v i e ra u n a o p o rt u n i d a d s e m e j a n te d e v i a j a r. « ¿ A q u é s e dedicaba él?», le susurré a miss Ku. «Era un hombre muy importante —me susurró ella—. Era la voz de un barco y solía hablar para que todo el mundo le oyese. Entonces le llamaban "chispas".» Miss Ku pensó por un momento y luego añadió: «Creo que tenía algo que ver c o n l a r a d i o , s í , d e b í a s e r a s í ; a h o ra p a re c e s e r que ha c e toda la electricidad para Dublín». «¿Tienen familia, miss Ku?», pregunté yo. «Sí, claro —replicó ella—. Tienen una gatita niña, llamada Doris, también vendrá, y el señor perro Samuel que vigila la casa. Es casi tan viejo como tú, Feef.»

180


Las semanas fu eron pasando. Una mañana el jefe nos l l a mó a m i s s Ku y a mí y no s d i j o : « B u e n o , g a ta s , l a s e man a p róx ima h ab rá mu cho tra ba jo y ruido . La re ina de I ng l a te rr a v i e n e a W i n d s o r, h a b rá n b a nd a s d e m ú s i c a y fuegos artificiales; la señora O'Grady y Doris llegarán hoy. Tú, Ku, tienes que cuidar de Feef. Yo te hago resp o ns a b l e d e q u e F e e f e s té fu e ra d e p e l i g ro » . « O . K . , j e f e , O.K. —dijo miss Ku—. ¿No la cuido siempre como si fuera mi propia tatarabuela?» Había muchos preparativos; Ma y Buttercup utilizaban cera extra para la casa, el j e fe y noso tras u ti li záb amos e ne rgía ex tra i ntent ando n o e s t a r e n m e d i o p a r a i m p e d i r q u e n o s b a r r i e r a n . « V a mos a l á ti co —di jo m is s Ku f i na lm ent e— . Es t as mu je res c o n s u l i m p i e z a h a c e n q u e e l l u g a r s e a p e l i g r o s o p a r a vivir.» El tiempo era caluroso, terriblemente caluroso. Miss Ku y y o e nc o n t r á b a m o s d i f í c i l i n c l u s o re s p i ra r . D e l m i s mo modo que nuestro primer invierno en Canadá fue excepcionalmente frío, también ésta, la estación del calor e ra

excepcionalmente

calurosa.

Como

dijo

miss

Ku:

« ¡C a ramb a , F ee f! , no se pu ede com e r nada c rudo aho ra, todo se cuece con esta temperatura». Ma había ido a Montreal el día antes para poder volar de vuelta con la s e ñ o r a O ' G ra d y . H a c i a l a u n a d e l d í a d e l l e ga d a , e l j e f e sacó el gran coche y se fue al aeropuerto de Windsor. Buttercup deambulaba por ahí e iba mirando por la v en t an a tod o e l r a to . M iss K u d ijo qu e hab ía muc ho que v e r. D en tro d e pocos d ía s hab ría des f i les , ba nda s y a e roplanos volando por encima. No en honor de la señora O'Grady, aclaró miss Ku, sino de la reina inglesa que estaba en el distrito. Habría espectáculos de fuegos artificiales, lo que sabía que significaban grandes explosiones. Pe ro a ho ra e s táb amos e s p e r a n d o a n u e s t r a b u e n a a m i g a la señora O'Grady. Miss Ku y yo estábamos tomando una comida ligera

181


para fortalecernos. Buttercup miraba por la ventana. De r ep en t e d ijo : «¡ A h ! , aqu í es tán » ( lo d i jo en i n g lés , y a q ue no hablaba gato) y entonces corrió escaleras abajo para ab ri r la pue rta . « Tú n o te me tas en me dio d el pa so, F eef —dijo miss Ku—. La joven hija gatita tal vez sea algo patosa con los pies.» «Todos los humanos lo son», dijo con un pensamiento retardado. «Tú quédate cerca de mí y yo haré que no te pase nada.» H a b í a u na g ra n c o nm o c i ó n e n l a e s c a l e ra , c ha rl a s y risas y el ruido de maletas al ser depositadas con estruendo en el suelo. «¡Caramba! —dijo miss Ku— la pobre Ve O'G tan acalorada como un pedazo de bacon recién f r i to . E s p e r o q u e s o b re v i v a .» F i n a l m e n t e l l e ga ro n a r r i b a d e l a e s c a l e r a y l a s e ñ o r a O ' G ra d y s e d e j ó c a e r s o b r e l a s i l l a m á s c e rc a n a . C u a n d o s e hu b o re c u p e ra d o u n p o c o Ma dijo: «Sal al balcón, tal vez se esté más fresco» Todos nos dirigimos allí y nos sentamos. Durante un rato se habló de Irlanda, un tema muy querido por el jefe y M a . Lu e g o e mp e za ro n a h a b l a r d e l a re i n a i ng l e s a , u n t e m a a ma d o po r B u t t e r c u p , p e ro q u e d e j a b a f r í o a l j e f e . Miss Ku dijo: «Si quieres hablar de reinas,

nosotras

somos las mejores reinas que jamás conocerás». La seño ra O ' G ra d y p a re c í a má s y m á s a c a l o r a da . F i na l m e n te s e re ti ró al p iso de aba jo don de se re fres có con l a me jo r agua de Windsor y a su debido tiempo volvió algo más fresca. Ma se había preocupado de que la señora O'Grady e hija se instalaran en un buen hotel, el Metropole, y después de mirar durante un buen rato las luces de D etroit, e l j e fe y Ma l a s l l e v a ro n a l ho te l . M i s s Ku fu e p a r a e ns e ñ a rle e l ca m i no al je fe y d e ci r l e p o r d ó nd e co nd u c i r. Su pongo que sería una media hora más tarde cuando el jefe, Ma y miss Ku volvieron y todos nos fuimos a la cama para descansar y estar preparados para el día siguiente. Por la mañana Ma dijo: «Las recogeremos después

182


de desayunar cuando vayamos por el correo. Creo que deberíamos llevarlas a dar una vuelta en coche por W indsor para que vean el lugar». Tomamos el desayuno y entonces miss Ku y yo ayudamos al jefe a vestirse. Está muy enfermo, sabéis, y ha soportado lo bastante como para acabar con cualquiera. Ahora tiene que descansar mucho y cuidarse. Miss Ku y yo hemos dedicado nuestra s v ida s a cu ida rle . P ro n to él y Ma ba jaro n po r l a e sca lera trasera y cruzaron el jardín hasta el garaje. Nuestra p r o p i e t a r i a v i v í a e n D e t r o i t , p e r o e n W i n d s o r s u s a s u n tos estaban bien vigilados por su prima, una señora mu y agradable que siempre nos hablaba muy educadamente a miss Ku y a mí. A todos nos gustaba mucho. Nuestro c o c h e e ra d e m a s i a d o g ra n d e p a ra e n tr a r e n e l g a ra j e de nuestra casa, así que la prima de nuestra propietaria nos dejaba tener el coche en su garaje que era muy grande de sde lu ego . Sí , e ra una muj e r mu y ag radab le y hab laba mucho con nosotras. Recuerdo qu e un día nos contó que en vida de su padre todos los que llegaban aquí trabajaban con escopetas al lado debido a la auténtica amenaza de ataques indios. Su padre, nos dijo, llevaba al g a n a d o v a c u no a b e b e r e n e l rí o d o n d e ha b í a n a ho ra l a s vías de tren. Tenía otra casa a unas millas de Windsor que era una verdadera cabina de leños, construida con leña de nogal. Miss Ku fue a verla una vez y se quedó mu y i mp re s i o n a d a p o r l a s e x t ra ñ a s c r i a tu ra s q u e v i v í a n debajo de los peldaños. «¡Saltamontes gloriosos! —dijo miss Ku—, tardan mucho.» Pensamos que era una pérd i d a d e ti e mpo s e n ta r no s y e s p e ra r , a s í e s q u e s u b i m o s al ático y nos hicimos la manicura con la ayuda de las vigas y tomamos un refrescante baño de polvo. Desde la repisa más alta de la casa, miss Ku miró hacia abajo a la calle unos cuarenta y cinco pies debajo. «Han lleg a d o » , g r i t ó y s a l tó á g i l m e n t e a l s u e l o d e l á ti c o . C o r ri e n do por las escaleras llegamos justo a tiempo de decirles

183


hola al entrar. El jefe me cogió sobre su hombro y me subió arriba. Miss Ku corría delante llamando a Buttercup para que viniera y dijera «buenos días, visitantes». « Fu imos a v e r lo s bu qu es de gu e rra b ri táni cos —d ijo el jefe—, están amarrados en el parque Dieppe. También dimos una vuelta por la ciudad. Ahora la señora O'Grady quiere sentarse y recuperarse del calor.» Cogimos sillas y las llevamos al balcón. La señora O'Grady estaba desde luego muy interesada en la vista del río, con barcos procedentes de todas partes del mundo pas ando po r de la nte de su s o jos . El j e fe h ab ló d e u na ru ta marítima diciendo que era por esa razón que había tantos ba rco s . No l o ent end í e n a bso lu to y m is s Ku fue muy vaga, pero parece que los humanos habían cavado un hoyo para que el agua de los grandes lagos pasara más de p risa al ma r. C omo qu e a l gunas c iudade s ame ric an as cogían demasiada agua colocaron compuertas y unos canad i e ns e s t e n í a n l a s l l a v e s . Te n í a n q u e a b r i r l a s c o mp u e rtas y dejar salir a lgo de agua p a ra que pud iera p asa r un ba rco , ento nc es c e rraba n la co mpuerta de a trás y ab rían otra vez la de delante. Todo era muy misterioso para miss Ku y para mí, pero el jefe lo sabía todo sobre esto y s e l o c o n t ó a l a s e ñ o r a O ' G r a d y q u e p a r e c í a e n t e n d e r de lo que se trataba. Pasaron unos cuantos días en los que la familia llevaba a la señora O'Grady a contemplar las vistas. A mí me p a re c í a q u e e ra u na p é rd i d a d e t i e mp o , y a q u e c o mo de cí a mi ss Ku és tas pa saban po r d el ante de nues tra ventana. « ¡Eh, Feef! —exclamaba—. Mira a esa mujer, ¿verdad que es una buena vista?» Había mucha activid a d d e l a nt e d e n u e s t ra c a s a , ha b í a n ho mb re s c o l o c a n d o a d o rno s y p a p e l e ra s . P e q u e ño s b o te s c o n e n c a rg a d o s d el trabajo pasaban rugiendo por el agua gritando para demostrar su importancia. Las muchedumbres venían y se sentaban sobre las vías de tren, mirando al otro lado del 184


a gu a y c a n t i d a d e s d e c o c h e s p a r a d o s e n t o r p e c í a n l a c i r culación por las carreteras. La familia

se

sentaba en el

balcón. El jefe hizo muchas fotografías y ese día tenía una cosa con tres patas con una máquina encima. Sobre l a máqu i na hab ía lo qu e miss Ku ll amó u n te l e fo to , suf icientemente potente como para fotografiar un gato en Detroit. La señora O'Grady se movía impaciente en su silla. «¡Mirad! —exclamó muy excitada—. Toda la orilla estadounidense americana está alineada con chaquetas rojas de la guardia montada.» Miss Ku se aguantó la risa mientras el jefe replicaba: «No, señora O'Grady no son la guardia montada, es un tren cargado de tractores rojos que han sido exportados de Canadá». Como dijo miss Ku,

parecían

tro p a s c o n c ha q u e ta s ro j a s , a s í q u e c u a l q u i e ra

podía ser disculpado por tan inocente equivocación. Se acercaban más barcos por el río. El ruido de la muchedumbre se ahogó temporalmente, luego un gran

bla, bla, bla,

y grandes gritos de júbilo. «Allí está —dijo

Ma— sola de pie sobre la cubierta trasera.» «Y allí está e l p rí nc ipe —di jo Bu t te r cu p— , m ás a l ce ntr o de l b a rco . » «Tomé una bonita foto de ese helicóptero —dijo el j e fe —. Un homb re es tab a asom ado a la v enta n il la y fo tog ra f i a b a a l o s b a rc o s d e b a j o . S e rá u n a b u e n a fo to .» Lo s barcos fueron alejándose río arriba y al desaparecer el ú l ti mo b aj el de la v is ta , se vo lv ie ro n a p on e r e n ma r ch a los coches. La muchedumbre se dispersó, y como dijo miss Ku todo lo que quedó para recordarlo fue media tonelada de basura. Otra vez volvieron los

ferríes

de

trenes a cruzar y cruzar el río y los trenes tronaban y u l u l a b a n a l o l a r g o d e l a s v í a s d e l a n te d e n u e s t r a s v e n tanas. M i e n t ra s h a b í a t o d a v í a l u z , a r r a s t r a r o n a l g u n a s b a r c az as hac ia e l c en t ro d e l r ío y la s de ja ro n sob r e el agu a allí donde Canadá se volvía Estados Unidos y Estados Unidos se volvía Canadá. Parece que si los fuegos arti185


fidales salían desde esta posición, ambos países y no uno solo serían responsables por los daños que pudieran c a u s a r s e . O tr a v e z s e j u n t ó e l g e n tí o t r a y e nd o c o n e l l o s comida y bebida, sobre todo lo último. Todos los trenes pararon y alguien debió decir a los barcos que no podían ír más lejos. Finalmente llegó la hora de los fuegos artif i c i a l e s . N o o c u rr i ó n a d a . P as ó m á s t i e m p o y to d a v í a no p a s a b a na d a . U n ho mb re gr i t ó q u e u na d e l a s p i e z a s de los juegos artificiales había caído al agua. Finalmente se oyeron unos cuantos petardos ni suficientemente altos para asustar a un gatito recién nacido y miss Ku dijo que habían unas luces extrañas en el cielo. Y entonces se acabó todo. El jefe y Ma dijeron que ya era hora de llevar a la señora O'Grady al hotel. Ma dijo: «Tomaremos un taxi, nunca podremos sacar el coche del garaje con una multitud semejante». Llamó a la compañía de taxis y le dijeron que todos los taxis estaban parados en embotellamientos de tráfico. «Había un millón de personas o más delante del río —le dijeron— y el tráfico es como un bloque sólido.» El jefe sacó el coche y él, Ma y la señora O'Grady desaparecieron entre la multitud. Más de un hora después volvieron Ma y el jefe y dijeron que habían tardado una hora para hacer dos millas. Al día siguiente el jefe y Ma llevaron a la señora O'Grady a ver Detroit, condujeron mucho y luego volvieron a miss Ku y a mí. La señora O'Grady dijo que quería hacer algunas compras allí, así que ella, Ma y Buttercup se fueron juntas, dejándonos a miss Ku y a mí cuidando del jefe. Ésa fue una semana muy llena, muy ocupada como si fuesen dos o tres semanas de cosas p a ra v e r c o mp rim id as e n u n a. Muy pronto los de los aviones

tuvieron

Irlanda,

a

que

Shannon,

fletar desde

un

avión

donde

de

vuelta

habíamos

salido

nosotros. El jefe y Ma llevaron a la señora O'Grady e hija al 186

a


aeropuerto de Windsor. Como oímos que le decía Ma a B u t te rc u p m á s ta rd e , e s p e ra ro n h a s ta q u e e l a v i ó n d e s pegó. Los O'Grady comenzaban un viaje de vuelta a I rl a n d a qu e no so tro s hu b i é r a mo s d e s e a d o p o d e r ha ce r. El jefe había probado duramente encontrar trabajo en Windsor o en Canadá. No le importaba ir a cualquier sitio en el campo. Lo único que le ofrecieron una vez fue trabajar como jornalero y esto es demasiado tonto p a ra d e s c r i b i rl o . C a na d á , e st a m o s to d o s d e a c u e rd o , e s un país de lo menos civilizado y todos vivimos para ver el día en que podamos dejarlo. De todos modos este l i b ro no e s u n t r a t a d o d e l o s d e fe c to s d e l C a na d á ; e s to , de todas formas, llenaría una biblioteca entera. Miss Ku y yo podíamos salir a menudo al jardín ahora, nunca solas, claro, ya qu e habían muchos perros en el distrito. Los gatos siameses no tememos a los perros, pero los humanos sí tienen miedo de lo que nosotros podamos hacerles a los perros. Es bien sabido, q u e s e no s ha v i s to s a l ta r s o b re l a e s p a l d a d e u n p e r ro que nos ataca, clavar las pezuñas y montar como un hu ma no monta un c aba llo . A pa renteme nte e s tab a p e rmi tido que los humanos se ataran púas de hierro en los talones y arrancasen los costados de un caballo con ellas, p e ro s i no s o t ro s c l a v á b a mo s l a s p e z u ñ a s a u n p e r ro e n defensa propia, se nos llamaba salvajes. Esa tarde se estaba muy bien. Estábamos juntas debajo de la silla del jefe —es muy grande; para sus doscientas veinticinco libras necesita una gran silla— cuando todo un grupo de coches pasó por nuestro lado haciendo sonar sus estridentes bocinas. Nunca me había preocupado antes p o r e s to , p u e s p e ns a b a q u e s i m p l e m e n te e r a n c a n a d i e n ses, con lo que no hacía falta que las cosas que hicieran t u v i e ra n s e n ti d o a l g u no . S e m e o c u r ri ó d e c i r: « M i s s K u , me pregunto por qué hacen todo este ruido». Miss Ku era muy erudita y al no ser ciega me llevaba una gran

187


ventaja. «Te lo diré, Feef —replicó—. Aquí cuando un Tom y una reina humanos se casan, ponen cintas en sus coches y conducen en procesión haciendo sonar las bocinas todo el rato. Supongo que significa: "Vigilad, un grupo de locos se acerca".» Se sentó más cómodamente y a ñad ió : « Y cuando u n hu man o mue re y se lo ll eva n pa ra e c h a rl o e n u n a g u j e ro e n l a t i e r ra , to d o s l o s c o c he s d e l funeral dejan sus luces encendidas y llevan banderas a zu les y b la nca s qu e pon en "f u ne ra l " vo lando a l lado d e los coches. Tienen derecho a pasar en el tráfico y no ti e ne n qu e pa ra r en los s emáfo ros » . « Es to es sante, miss Ku,

muy

inte re-

muy interesante», dije yo.

Miss Ku mordió una brizna de hierba unos instantes y luego dijo: «Podría contarte muchas cosas sobre Canadá. Aquí, por ejemplo, cuando un humano muere se lo llevan a una casa de funerales, lo arreglan, embalsamar lo llaman, le pintan la cara y lo muestran en sus ataúdes o cajas como las llaman aquí. Entonces unas personas les ofrecen los últimos respetos: A veces ponen el cuerpo medio sentado en la caja. El jefe dice que estas casas de fu nerales son los mayores negocios que se han hecho nunca. También cuando la gente va a casarse sus amigos los duchan». Miss Ku paró y rió a carcajadas. «Cuando oí esto por primera vez, Feef —rió—, pensé que los amigos les daban un baño, sabes, una ducha. Pero no, significa que los duchan con regalos. Sobre todo con cosas que no quieren o cosas que todo el mundo les da. ¿ Que hac e una nov ia con med ia do ce na de col ado res d e c a fé » Susp i ró . « E s un pa ís d e lo cos r ea lme n te » , d i jo . « Lo mismo con los niños. No les hacen nada a los queridos ni ñ i tos , no les ri ñe n, ti en en gu a rdi as espe ci al es que les ayudan a cruzar la calle. Los tratan como si no tuvieran c e reb ro p ropio, lo cu al e s tá b ie n, p e ro el p rob lema l le ga cuando dejen el colegio, estarán solos. Nadie les cu idará entonces. En estas partes, Feef, existe la insana costura188


b re de cu ida r de mas iado al g a ti to huma no. N u nc a h ace n nada malo. Malo para ellos, Feef, malo para el país. Deberían poner disciplina o años más tarde caerán en el crimen por haber sido tratados demasiado su avemente cuando eran jóvenes. Los niños de aquí son rastreros y gamb e rros , ¡ba h !» Yo a se n tí co n si mpa tía . Mi ss Ku tenía razón. Mima demasiado a un gatito y construye los cim i e n to s p a ra u n a d u l to i ns a ti s f e c ho . E l j e f e s e l e v a ntó . «Si vosotras, gatas, queréis quedaros aquí más rato —d i jo-- yo i ré a rriba a busca r la máqu i na de fo to g ra fia r. Qu iero fotografiar estas rosas.» El jefe era un gran amant e de la fotografía y tenía una maravillosa colección de f o to s d e c o l o r. D i o l a v u e l ta y s u b i ó e n b u s c a d e s u b u e na máquina japonesa l ado de la ca l le ,

Topcon. «Psss»,

«Psss,

susurró al gato del o tro

ten go a lgo que deci ros , l ady K u ' e i

s i v i e n e s u n m o m e n t o a l a c e r c a » . M i s s K u s e l e v an tó y fue pa seá ndose tra nqu i lam ent e has ta e l ce rcado m e t á l i c o al lado del jardín. Ella y el gato del otro lado de la calle h a b l a ro n e n s u s u r ro s d u ra n te u n ra to , l u e g o m i s s K u v o l v i ó y s e s e n t ó j u n t o a m í o t r a v e z . « S ó l o quería darme lecciones en el último argot americano —dij o e l l a — . Nada

importante.»

El

jefe

salió

con

su

cámara

para

fotografiar las flores. Miss Ku y yo nos retiramos debajo de

unos

a rb u s to s ,

ya

que

odiábamos

que

se

nos

f o t o g ra fi a r a . Ta m b i é n o d i á b a m o s q u e n o s m i r a s e n t u r i s ta s cu rioso s . Mi ss Ku te nía u n mo rti fic an te recue rdo de una estúpida mujer canadiense metiendo sus narices por l a v e n ta n i l l a d e l c o c h e s e ñ a l a n d o a m i s s K u y d i c i e n d o : «¿Qué es, un mono?» Pobre miss Ku, enrojecía toda ella cada vez que lo pensaba. Esa noche, al ser sábado, había demasiada gente fuera. Había una especie de fiesta en una casa de bebidas un poco más arriba de la calle. Los coches iban rugiendo p o r a h í y s e o í a n m u c ho s g r i to s y d i s c u s i o ne s m i e n t ra s los hombres regateaban con mujeres que esperaban en

189


la calle. Nosotros nos fuimos a la cáma, Buttercup se quedó en una habitación lateral de la casa donde tenía fotos de monos y gatitos humanos y la estatua de un b u l l d o g l l a ma d o C he s te r . Ma y m i s s Ku te n í a n u n a ha b i t a c i ó n q u e d a b a a l a p a r te d e l a n te ra d e l a c a s a y e l j e fe y yo dormíamos en otra habitación que daba delante t a m b i é n , d e c a r a a D e t r o i t y a l r í o . P r o n t o o í e l cl ic d e l i n t e r r u p t o r a l c e r ra r e l j e f e l a l u z y e l c ru j i r d e l a c a m a al meterse en ella. Yo me quedé sentada un rato sobre la ancha repisa de la ventana, recogiendo los sonidos de la noche y pensando. ¿Pensando? ¿Qué estaba pensando? Bueno, estaba comparando el duro pasado con el agrad a b l e p re s e n te y p e n s a nd o q u e , c o mo m e h a b í a d i c ho e l v i e j o m a n za no , a ho ra t e n í a u n h o g a r , e ra a m a d a y v i v í a e n p a z y fe l i c i d a d . A h o ra , p o rq u e s a b í a q u e p o d í a ha c e r lo que quisiera o ir a cualquier parte de la casa, ponía un cuidado particular en no hacer nada que hubiera p o d i d o o f e nd e r a l a i nc l u s o l e j a na ma d a m e D i p l o ma t e n Francia. Recuerdo el lema del jefe: «Haz lo que te gustaría que te hiciesen a ti». Una cálida ráfaga de felicidad m e e m b a r g a b a . El j e f e re s p i r a b a s u a v e m e n te y c ru c é l a habitación yendo hasta su cama para asegurarme de que estaba bien. Me enrosqué sobre su cama y caí dormida. De repente me desperté por completo. La noche estaba silenciosa excepto por un ruido lejano como de raspar. ¿Una rata? Escuché durante un rato. El raspar continuaba. Luego se oyó el ru ido sordo como de madera a l a s ti ll a rse . S a l té s il encio sa me n te de la c ama c ru zando l a ha b i ta c i ó n e n b u s c a d e m i s s K u . É s ta e n t ró e n a q u e l momento en la habitación: «Tengo noticias para ti, mejor será que te lo creas. Me enteré de ello hoy por el gato d e l o t r o l a d o d e l a c a l l e . H a y u n l ad r ó n a b a j o , ¿ v a m o s a cortarle el cuello?» Yo pensé durante un rato, los gatos siameses hacen cosas por el estilo en defensa de su propiedad, pero luego pensé que se nos suponía 190


c iv i li zado s as í q u e d ij e : «No , c reo qu e debe ría mos avi sa r al jefe, miss Ku». «Oh, de acuerdo, sí —exclamó ella—, pronto le romperá las siete costillas a ese ladrón.» Yo salté a la cama y suavemente le di al jefe unas palmaditas en el hombro. Alargó la mano y me acarició la barbilla. «¿Qué pasa, Feef?», preguntó. Miss Ku se encaramó de un salto y se sentó sobre su pecho: «Eh, jefe, hay un ladrón abajo. Dale una buena tunda». El jefe escuchó por un momento y luego silenciosamente buscó sus zapatillas y su bata. Tras coger una potente linterna que había ahí cerca, se arrastró sigilosamente por la escalera con miss Ku y yo siguiéndole. Buttercup salió de su habitación. «¿Qué pasa?», preguntó. «Shh, ladrones», dijo el jefe mientras continuaba bajando. Debajo nuestro el raspar había parado. Miss Ku gritó: «Ahí e s t á» . O í u n o s p a s o s p e s a d o s y e l g o l p e d e l p o r t i l l o d e l jardín. Ahora Ma y Buttercup se habían unido ya con e l j e fe . To d o s r e g i s t ra m o s e l p i s o b a j o . U na fu e r te b ri s a entraba por una ventana abierta. «¡Por todos los demonios! —exclamó miss Ku—. El tipo ha roto el marco de la ventana.» El jefe se vistió y salió para clavar el m a rco d e la vent a na ro ta . No l l ama mos a la Po l ic ía . Un a ve z a n tes u n g ru p o d e n i ñ o s ro b a ro n e l p o rt il lo t ra s e ro . Ma llamó a la Policía y cuando finalmente llegó un polic í a d i j o : « M m , t i e ne n u s te d e s s u e r te d e q u e n o s e l l e v a ran el tejado sobre sus cabezas». Noso tro s lo s ga to s s iam ese s te ne mos u n gra n s entido de la responsabilidad. En el Tibet guardamos los templos y también cuidamos a los que amamos aunque nos cueste la vida. He aquí otra de nuestras leyendas. H a c e c i e n to s y c i e n to s d e a ñ o s v i v í a u n v i e j o q u e e ra el guardián de las selvas de una vieja lamasería en el L e j a no O r i e n te . V i v í a e n l o m á s p ro fu nd o d e u n b o s q u e , compartiendo su cueva con una pequeña reina siamesa que había sufrido muchas penalidades en este mundo.

191


Juntos, el viejo guardia, que era venerado como un santo, y l a p eque ña ga ta s ia mes a pa seab an po r los ca mi nos del bosque, ella a una respetuosa distancia detrás de él. Junt o s i b a n e n b u s c a d e a ni ma l e s e n f e rmo s o h a mb ri e n to s , llevándoles consuelo a los afligidos y ayuda a los que te nía n mi emb ros ro tos . Una noc he e l vi ejo gua rd iá n, que de hecho era un monje, se retiró a su cama hecha con ho j a s , a g o ta d o p o r u n e x c e p c i o na l d í a d e tr a b a j o . L a p e queña gatita se enroscó cerca suyo. Pronto estuvieron dormidos, sin temer ningún peligro, ya que eran los amigos de todos los animales. Incluso el salvaje jabalí y el tigre respetaban y amaban al guardián y a la gata. D u ra n te l as ho ra s m ás o scur a s d e l a noc he , un a s e rp i e n te v e ne no s a c o n ma l é v o l a i nt e n c i ó n re p tó d e n t ro d e l a c u e v a . C e l o s a y c o n u na m a l d a d i n s a n a q u e s ó l o u na serpiente venenosa podía mostrar, se deslizó sobre la cama de hojas del durmiente monje y estaba a punto de darle con las venenosas fauces. Saltando sobre sus pies, la gata se lanzó al cuello de la serpiente distrayendo su atención del ahora despierto monje, La batalla fue larga y feroz con la serpiente culebreando y retorciéndose a lo largo y ancho de la cueva. Finalmente, casi desplomándose de agotamiento, la gata mordió en la espina dorsal de la serpiente que pronto quedó inmovilizada por la muerte. Suavemente el monje separó a la g a ti ta d e los mo ns truo sos pl i egu es d e la se rp ie nte mue rt a . L a a c u nó e n s u s b ra zo s y d i j o : « G a t i t a , h a c e y a t i e m po que tú y los de tu especie nos habéis cuidado a nosotros y a nuestros templos. Siempre tendréis un lugar en los hogares, los fuegos y los corazones del hombre. A partir de ahora nuestros destinos estarán unidos». Yo pensé en todo esto mie ntra s nos d i ri gíamos todos en tropel otra vez a nuestras habitaciones para dormir. El jefe estiró su brazo y me tiró de las orejas cariñosamente, luego se dio la vuelta y se quedó dormido.


Capítulo XI «¡Feef!» Miss Ku subía la escalera en un gran estado de excitación. «¡Feef! —exclamó al llegar arriba y entrar e n la hab i tac ió n . E l v ie jo ha p e rdido el ju ic io» , mu rmuró para sí misma mientras entraba corriendo en la cocina en busca de algo de comer. ¿El jefe había perdido el j ui cio ? No p o dí a e n te nde r lo qu e qu e rí a de ci r ; s ab í a qu e había llevado a miss Ku en coche a Riverside. Ahora, después de haber estado fuera más de una hora, miss Ku decía que él había perdido la cabeza. Salté a la repisa de la ve n ta na y re flex ion é sob re el lo . En e l rí o u n buqu e hi zo so na r l a s i re na , cu ya se ña l , no s hab ía d ic ho el je fe, quería decir: «Giro hacia el puerto». S e o y ó e l s u a v e p a te a r d e p i e s y m i s s K u s a l tó l i g e r a junto a mí. «Tiene una roca en la cabeza del tamaño de la colina de Howth», dijo ella mientras se lavaba cuidadosamente. «Pero, miss Ku —expuse yo—. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha perdido el jefe la cabeza?» «Oh —rep l i c ó e l l a — . Íb a m o s c o n d u c i e nd o t a n p a c í f i c a m e n te y d e repente al viejo se le metió una abeja en el sombrero. Paró el coche y miró el motor. "No me gusta el ruido que hace —dijo él—. Sé que va a ocurrir algo." Ma estaba allí sentada como un pato relleno sin decir nada. Volvió a subir al coche y al arrancar dijo: "Llevaremos a Ku a casa y luego iremos al garaje a ver qué otros c o c h e s t i e ne n " . A s í q u e a q u í e s t o y , d e s p u é s d e h a b e r m e echado aquí como si fuera un montón de basura mientras ellos van placenteramente por aquí y por allá en mi coche.» Se sentó malhumorada en el borde de la repisa murmurando para sus adentros. «¡Oh!», miss Ku saltó y bailó sobre la repisa de la ventana en un ataque de excitación. «¡Caramba! —gritó,

193


con la voz haciéndosele más y más aguda—, es realmente fantástico, muy elegante, un tremendo automóvil. Blanco y rosa.» Yo seguí sentada y quieta, esperando a que se c a l m a ra y m e d i j e r a l o q u e e s t a b a o c u r r i e n d o . E n a q u e l momento oí la puerta de un coche al cerrarse y unos segundos más tarde, el jefe y Ma subían por la escalera, «¿coche nuevo, eh?», preguntó Buttercup. «Bueno —pensé yo—, ahora sabré la historia.» «Sí, otro coche, u n Me r c u r io — d i j o e l j e fe — . N o ha te n i d o m á s q u e u n propietario y muy pocas millas. Un buen coche. Creo que con el otro tendrán problemas de levas. Éste está a prueba por el día, ¿queréis dar una vuelta?» Miss Ku saltó sobre sus pies y corrió hacia la puerta para que por lo menos a ella no la olvidaran. «¿Vienes a dar una vu el ta e n el nu e vo coc he , Fe e f? » , p re gun tó e l j e fe m ie ntras me acariciaba la barbilla. «No, gracias —repliqué yo—. Me guedaré aquí con Ma y vigilaré la casa.» Me dijo que era una vieja vaga y luego bajó la escalera. Miss Ku y Buttercup estaban sentadas en el coche. Les oí a r ra n c a r y l u e g o Ma y y o p re p a ra mo s e l té p a ra c u a n d o volvieran. Ring, ring, ring, dijo el teléfono. Ma corrió a cogerlo, ya que a los teléfonos no les gusta que los hagan esperar. « Oh, hola , se ño ra Du rr», dijo Ma . Escuchó un momen to . Y o podía oír los encubridos sonidos del teléfono, pero no lo

bastante

fuertes

para

poder

comprenderlos.

«Ha

salido, está probando un coche nuevo. Se lo diré cu ando vuelva», dijo Ma. Ella y la señora Durr hablaron durante un rato y luego Ma volvió a su trabajo. Prontc oímos al jefe, a Buttercup y a miss Ku que venían poi l a es ca le ra de a trás despu és de gua rda r e l co che . « La señora Durr ha telefoneado —dijo Ma— sólo era uní llamada amistosa, pero ha tenido algún problema, al g u i e n l a h a d e j a d o c o l ga d a c o n e l l o c a l q u e i b a a a l q u i , lar.» A todos nos gustaba la señora Durr. Después de

194


h a b e r t ra b a j a d o d u ro p a r a o tr a e m p r e s a i b a a p o n e r s u propia librería que iba a llamarse «Tierra del libro» en l a P l a z a D o r wi n , e n W i nd s o r . « E s tá fu r i o s a — d i j o Ma — , no tiene donde guardar los libros y cosas hasta que p u e d a t ra s l a d a rs e a l a ti e nd a nu e v a e n D o r wi n » . E l j e f e s i guió t om a ndo su té s in d ec i r nad a has t a q u e hu bo t e rminado, entonces: «¿Por cuánto tiempo quería el sitio?», preguntó. «Un mes, no más», dijo Ma. «Dile que venga a vernos. Puede guardar todas las cosas en el apartamento de abajo por un mes. Pagamos el alquiler, la propietaria no p ued e dec i r no s nad a m ie n t ra s no ve ndamo s al l í .» M a s e dirigió

al

teléfono

y

marcó

el

número...

«Ahí

está

Ruth», gritó miss Ku. «Ku —dijo el jefe—, tú no eres c an adi en se para ll ama r a todo e l mu ndo po r su no mb re de pila, es la señora Durr.» «¡Uf! —dijo miss Ku—, es Ruth para mí y el pequeño caballero señor gato es Chuli, no señorito Durr.» La señora Durr subió las escaleras de delante y todos dijimos hola y luego todos bajamos por las escaleras tras e ras pa ra ve r e l apa rtame nto d e ab ajo . El j e fe me pu so sob r e su homb ro p o r qu e c re yó que hab ría n d ema siad os pies para yo poder evitarlos, ya que no los veía. «Bueno, aquí estamos, señora Durr —dijo el jefe—. Puede guardar sus cosas aquí y trabajar todo el día si quiere. No p u e d e v e n d e r a q u í , n i p u e d e p a g a r no s n i n gú n a l q u i l e r . Entonces ni la propietaria ni el Municipio de Windsor City pueden objetar. No hay tiendas por aquí, como ya sabe.» La señora Durr parecía muy contenta. Jugó conmigo y yo di mi mejor ronroneo de segundas, siempre g u a rd a m o s l o s m e j o r e s p a r a l a f a m i l i a . Y o s a b í a q u e e l señor Chuli Durr podría explicarle esto a ella cuando fuera algo más viejo. En aquel momento era todavía un gatito pequeño, desde luego, con su rostro y su cola todavía blancos. Aho ra e n e s te mo me n to e n qu e e s c ribo , creo entender que se ha convertido, desde luego, en un

195


magnífico ejemplar de Tom. Recientemente, miss Ku recibió una foto de él y lo describió con gran gusto y detalladamente. A la ma ña na si gu ie nte traj e ro n c an tidad es y c antida de s d e l ib ros a l apa rt ame nto de ab ajo . D u ra nte la m ayo r parte de la mañana parecía haber hombres cargando grandes cajas y gruñendo fuertemente mientras luchaban para meter esas cajas por las puertas. Poco después de la comida oí que venían más hombres «Los hombres del teléfono —dijo miss Ku—, tiene que tener un teléfono, ¿no? Cualquier tonto sabría esto.» Se oyeron ruidos como de martillazos y poco después sonó la campanilla del teléfono al probarlo. «Voy a bajar para ver si todo va bien», dijo miss Ku. «Espera un minuto, Ku —dijo el jefe—. Deja que terminen esos hombres y entonces bajaremos todos a ver a la señora Durr.» Me pareció a mí que lo mejor que podía hacer era tomar algo de comer, ya que no sabía cuánto tardaríamos. Me dirigí hacia la cocina y tuve la suerte de descubrir a Ma que acababa de poner una porción de comida fresca. Le di un empujoncito con mi cabeza y me froté contra su s piernas a modo de gracias. Qué lástima pensé, que todavía no hable gato como el jefe. Al poco rato el jefe abrió la puerta de la cocina que daba a la escalera trasera. Miss Ku corrió de cabeza hacia abajo y yo ahora podía arreglármelas con la escalera, c o n o c i e nd o to d o s l o s p e l d a ñ o s y s a b i e nd o q u e n o h a b r í a o b s t á c u l o s . E l j e fe e ra m u y

firme

c o n e s to . E ra fa n á t i ca -

mente quisquilloso en lo referente a que mis «rutas» estuvieran siempre libres de obstáculos y que los muebles e s tu v ie ra n s iemp r e e n e l mis mo s i tio . Sup o ngo qu e co m o que el jefe había estado ciego durante un año, entendía mis problemas mejor que nadie. Bajamos corriendo la escalera y patinamos al parar en seco ante la puerta de la señora Durr. La abrió y nos 196


de jó e ntra r enc antada . Yo espe ré a l j e fe e n l a pue rta , y a que no conocía los obstáculos. Me cogió y me llevó dent ro , c o l o c á n d o m e s o b re u na g ra n c a j a p a ra q u e p u d i e ra hu s m e a r to d a s l a s no t i c i a s . A l gu n a s e ra n m e ns a j e s ma l edu cados de jados po r p e rros, o tro s o lo re s i nd ic aba n que e l fondo d e l a c aj a h abí a es tad o sob re u n su elo húm edo . En un libro leí un mensaje de Sr.-Srta. Stubby Durr. Él-ella estaba encantado de tener al. señorito Chuli Durr a qu ie n cuid a r. Mi ss Ku dio u n su spi ro a nte eso s fe l ice s r e cu e rdos . «El v ie jo S tu b b y e r a u n co mpañe ro mu y a g radable —dijo—. Es triste tener que decir que algo se mezcló cuando le dieron el sexo, el pobre Stubby tenía [os dos. Daba vergüenza. Yo fui una tarde a casa de [os Durr y apenas si podía mantener la mirada fuera de..., no, quiero decir que no sabía dónde mirar.» «Sí, sí, miss Ku —dije yo—, pero tengo entendido que él-ella tiene un carácter muy dulce y el señorito Chuli Durr estará bien atendido.» Miss Ku salía mucho en el coche Mercurio, y veía todas las cosas interesantes alrededor o iba a Leamington y l u g a r e s a s í . Y o e s t a b a e n c a n t a d a c u a n d o v o l v í a y m e [o co n tab a todo , m e exp li caba toda s l as cos as qu e yo no podía ver. Una tarde cuando volvió estaba radiante de placer. Dándome empujoncitos dijo: «Ven debajo de la :ama, Feef, te lo contaré todo». Me levanté y la seguí ba jo la c ama . J un tas no s s en tamo s mu y ce rca u na de l a ntra. Míss Ku empezó a lavarse y mientras se lavaba lablaba. «Bueno, Feef, empezamos la excursión yendo Yor la autopista. Pasamos muchas paradas de frutas y

verduras donde la gente vendía los productos que haDía hecho crecer. Buttercup gritaba ¡ohhh! y ¡ahhh! cada v e z q u e p a s á b a m o s u na . P e ro e l j e fe no p a ró . S e g u i m o s Parchando un poco y luego más. Fuimos en dirección 11 lago y entonces pasamos una fábrica donde hacían :incuenta y siete variedades distintas de comida. Piensa

197


en esto, Feef, piensa en cómo te gustaría perderte ahí.» Lo p e n s é y c u a n to m á s l o p e n s a b a m á s s e g u r a e s ta b a de que nada podía ser mejor que mi presente hogar. Cincuenta y siete variedades de comidas, tal vez, pero aquí tenía una variedad de amor, el mejor. El mero pensamiento me hacía ronronear. «Entonces fu imos a echar un vistazo al lago —dijo miss Ku—, y vimos que el agua estaba tan mojada como la de Windsor, así que dimos la vuelta y volvimos a casa. En las paradas de fruta, Buttercup hizo: "¡Ah! ¡Oh!", así que el jefe paró y ella bajó y compró algunas de esas apestosas cosas que hacen

paf

c u a n d o l a s m u e rd e s . E s t u v o ra d i a n te t o d o e l c a m i no

de vue l ta y de v ez en cua ndo toc aba las apes to sas fru tas y pensaba en cómo iba a atacarlas. Entonces giramos hacia Walkerville y recogimos el correo y aquí estamos.» «Vosotras gatas deberíais abrocharos las orejas —dijo el jefe—, mañana trasladarán las cosas de la señora Durr, ahora ya tiene terminado su local en la Plaza Dorwin.» «¡Oh!, chilló miss Ku—, ¿me llevarás a verlo?» «Claro —dijo el jefe—. Y a Feef también si quiere.» Fuimos abajo y llamamos a la puerta. La señora Durr la abrió y muy educadamente nos invitó a pasar. Miramos por t o d a s l a s h a b i t a c i o ne s , hu s m e a m o s to d a s l a s c a j a s d e l i b ros emp aqu e tad as , l is ta s ya p a ra se r transpo rtadas a la nueva tienda. «¿Por qué las habían desempaquetado, miss Ku?», pregunté yo. «Porque, vieja gata tonta —dijo miss Ku—, tenía que mirarlos para asegurarse de que e s t a b a n a l l í y h a c e r u n c a t á l o g o . C u a l q u i e r g a t o s e n s a to sabría esto. De todos modos yo vi como lo hacía.» Me acerqué a la señora Durr y me froté contra ella para demostrarle que sentía que tuviera que trabajar tanto. Entonces el jefe y Ma bajaron y todos salimos fuera al jardín a oler las rosas. Unos

días

discutiendo

más

gravemente.

son tan fantástica198

tarde

el

«Los

jefe

y

precios

Ma en

estaban este

país


m e n te a l to s q u e te n d r é q u e e nc o n t ra r u n tr a b a j o » , d i j o e l jefe. «No estás lo suficiente bien de salud», dijo Ma. «No, pero así y todo tenemos que vivir. Iré a la Oficina d e Empleo

a

ver

qué

dicen.

Después

de

todo

puedo

escribir, he estado en la radio y hay muchas cosas que sé hacer.» Salió en busca del coche. Ma le llamó: «Ku quiere ir a Walkerville con nosotros a buscar el correo». P o c o d e s p u é s e l j e fe c o nd u j o e l c o c he d e l a n t e d e l a c a s a v Ma salió llevando a miss Ku. Subió al coche y se fue ro n. H ac ia l a ho ra de com e r vo lv ie ro n co n un asp ec to sombrío. «Ven debajo de la cama, Feef —susurró miss Ku—, te contaré lo que ocurrió.» Me levanté y me dirigí a nuestro rincón de confidencias bajo la cama. Cuando estuvimos bien instaladas, miss Ku dijo: «Después de r e c o g e r e l c o r r e o , f u i m o s a l a O f i c i n a d e E mp l e o . E l j e fe bajó del coche y entró. Ma y yo nos quedamos sentadas en el coche. Al cabo de mucho rato el jefe salió con un aspecto como de estar realmente harto de todo. Entró e n e l coc he , lo puso en m a rc ha y a rra ncó s in dec ir n i u na pa lab ra . Fuim os a es e si t io d eb ajo de l P ue nte Em b a j a d o r , ¿s a b e s , F e e f ? , d o nd e te l l e v a mo s . P a ró e l c o c he y dijo: "Ojalá pudiéramos irnos de este país". "¿Qué pasó?", preguntó Ma. "Entré —dijo el jefe— y una oficinista detrás del mostrador se rió tontamente, haciendo ruidos como de cabra, mientras manoseaba una imaginaria barba. Yo me dirigí a otro empleado y le dije que quería trabajo. El hombre rió y dijo que no encontraría o tra cos a m ás q ue traba jo m anu al como cu al qui e r o tro. .. P. D." "¿P.D.?", preguntó Ma. 'Qué es esto" "Persona desplazada —replicó el jefe—. Estos canadienses creen que son un regalo al mundo del cielo, creen que cualquier extranjero es un ex presidiario o algo parecido. Bueno, el hombre me dijo que ni siquiera encontraría trabajo de jornalero si no me afeitaba la barba. Otro

199


e m p l e a d o v i n o y d i j o : " N o q u e r e m o s b e a t n i k s a q u í , d a mos nuestros trabajos a los canadienses".» Miss Ku paró y suspiró con simpatía. «El jefe lleva barba porque no puede afeitarse, sus huesos de la mand í b u l a s e l o s r o mp i e ro n l o s j a p o n e s e s a p a ta d a s c u a nd o estaba prisionero. Ojalá pudiéramos salir de Canadá o por lo menos fuera de Ontario», añadió miss Ku. Yo sentía más lástima de lo que po día describir. Yo sabía lo q u e e ra s e n t i rs e p e rs e g u i d o s i n n i n gu n a ra zó n v á l i d a . Me l ev an t é , m e a ce r qu é al j e fe y l e di je cu á n to l o se n tí a . M i s s Ku

me

llamó:

«No

le

digas

nada

a

Buttercup,

no

queremos desilusionarla sobre Canadá. Oh, olvidé que no entiende gato». Durante el resto del día, el jefe se quedó muy qu ie to y tenía poco que d eci r a nad ie . Cua ndo esa noc he nos fuimos a la cama, yo me senté junto a su cabeza y ronroneé hasta que cayó dormido. De spués de de sa yuna r a la ma ña na si guie nte , e l j e fe llamó a miss Ku y dijo: «Eh, Ku, vamos a la Plaza Dorwin a ver la tienda nueva de la señora Durr. ¿Vienes?». «Jolines!, sí, señor jefe», dijo miss Ku excitada. «¿Y tú, Feef?», me preguntó el jefe. «Yo no, jefe, gracias —repliqué yo—, ayudaré a Buttercup a cuidar de la casa.» Mientras el jefe, Ma y miss Ku visitaban la tienda de la s e ñ o r a D u r r , B u t t e r c u p s e t o m ó u n b a ñ o e x t r a y y o me senté sobre la cama del jefe y pensé y pensé. « ¡ E h! — c h i l l ó m i s s K u m i e n t r a s c o r r í a e s c a l e r a s a r r i ba—. Eh, Feef, tiene un local muy bueno, no puedo qued a r m e , t e n g o q u e c o m e r a l g o a n t e s . » C ru z ó c o r r i e n d o la habitación, desordenando las alfombras y entró en la cocina. Yo salté perezosamente de la cama y escogí cuid a d o s a me n te m i c a m i n o , c u i d a d o s a m e n t e p o rq u e no q u e r í a t ro p e z a r c o n u na d e l a s a l fo mb r a s m a l p u e s t a s . « Oh , d e s d e l u e g o t i e n e u n b o n i t o l o c a l — d i j o m i s s Ku e n t re m o r d i s c o s —, t i e n e t a r j e t a s pa r a t o d a s l a s o c a s i o n e s , c a r -

200


tas de felicitación para cuando entras en la cárcel, cartas de condolencia para cuando eres lo suficiente bobo de entrar en Canadá, y cartas de pésame para cuando te casas. En cuanto a libros tiene de todo. Tiene cantidades l e libros del jefe,

El tercer ojo

y

El médico de Lhasa.

Deberías ir, Feef, es justo yendo a Dougal, al otro lado d e l a s v í a s d e l t r e n y to d a s l a s t i e nd a s a l a d e re c h a s o n Plaza Dorwin. El jefe te llevará en cualquier momento. También tiene libros franceses, Feef.» Me sonreí a mí m i s m a y e l j e fe re í a a c a rc a j a d a s d e t rá s m í o . « ¿C ó mo v a

a

leer mi Feef si es ciega?», le preguntó a miss Ku. Oh! —exclamó

contraída—.

Olvidé

que

la

pobrecilla

no

puede ver.» El jefe se puso enfermo. Muy enfermo. Creímos que iba a morir, pero de algún modo se las arregló para a ga rr a r s e a l a v i d a . U na no c he m i e n t ra s l e c u i d a b a , l os Dtros hacía rato que habían ido a la cama, un hombre l e l o tro lado de la

muerte

v in o y se pu so a nues tro lado.

Yo es ta b a a c os tu mb ra d a a e s tas v i s i ta s , to d o s lo s ga to s o están, pero éste era, desde luego, un visitante muy importante. Los ciegos, como ya les he dicho antes, no un ciegos cuando se trata del astral. La forma astral del ¡ e f e d e j ó s u c u e rp o d e e s te m u nd o y s o nr i ó a l v i s i ta n te . El jefe, en el astral, llevaba las túnicas y vestimentas de i n alto abad de la orden lamástica. Yo ronroneé hasta :asi reventar

cuando

el

visitante

se

inclinó

y

me

hizo

:osquillas en la barbilla y dijo: «¡Qué preciosa amiga ienes aquí, Lobsang!». El jefe pasó sus astrales dedos ; o b re m i p i e l , e nv i a nd o e x tá ti c o s e s c a l o f rí o s d e p l a c e r a o l a r g o d e m i c u e r p o y r e p l i c ó : « S í , e s u n a d e l a s p e r s o nas más leales de la Tierra». Discutieron cosas y yo cerré n i s p e r c e p c i o n e s a l p e n s a m i e n to t e l e p á t i c o , y a q u e u n o l o debería jamás robar los pensamientos de nadie, sólo : s c u c h a r c u a n d o t e l o p i d e n . P e ro a p e s a r d e to d o o í : 1 C o m o te m o s tr a m o s e n e l c ri s t a l q u e re m o s q u e e s c r i b a s 201


un

libro

que

se

titule

Historia

de

Rampa».

El

jefe

parecía triste y el visitante resumió: «¿Qué más da si la gente de la tierra no cree? Quizá no tienen la capacidad. Tal vez

tus

libros,

al

estimularles

el

pensamiento,

les

ayudarán a tener esta capacidad. Incluso su propia Biblia cristiana dice que a menos de que se vuelvan como niños, creyendo...». El cuerpo astral del jefe, en las

radiantes

suspiró

y

llegado

tan

y

dijo:

doradas «Como

lejos

y

túnicas quieras;

sufrido

tan

de

la

Alta

después to,

sería

Orden,

de una

haber pena

dejarlo ahora». Miss Ku entró. Vi su forma astral salir de golpe de su cuerpo con el susto de ver a las brillantes figuras./ «¡Oh! —exclamó ella—. Me siento como un gusano entrometiéndome así. ¿Habrá bastante con una reverencia?» El jefe y el visitante se volvieron hacia ella y rieron. «Bienvenida eres siempre, lady Ku'ei», dijo el v i s i t a n t e . « Y t a m b i é n l o e s m i v i e j a g a t a , F e e f » , d i j o el j e fe , r o deá ndom e co n su s b ra zo s . E l je f e m e qu e rí a m ás a mí,

probablemente

porque

él

y

yo

habíamos

sufrido

ta nto co n los du ros go lpes de la v ida . Noso tro s te ní amos los lazos más fuertes posibles que nos unían. Me gustaba que fuera así. Por la mañana, Ma y Buttercup entraron en la habit a c i ó n p a ra v e r c ó m o e s ta b a e l j e fe . « ¡ B u e n o ! — e x c l a m ó él—. Voy a escribir un nuevo libro.» Esta frase produjo g ru ñ i d o s . . Ma y B u t te rc u p fu e ro n a v e r a l a s e ñ o ra D u rr para comprar papel y otras cosas. El jefe se quedó en cama y yo me senté junto a él y lo cuidé. No estaba lo bastante bien para escribir, pero el libro simplemente te n ía qu e esc ri bi rse . Lo empe zó e se m ismo d ía y se s entó en la cama tecleando con la máquina de escribir. «Doce palabras en cada linea, veinticinco líneas en cada página, e s t o s o n t re s c i e n t a s p a l a b r a s e n c a d a p á g i n a , y h a r e m o s unas seis mil palabras por capítulo, más o menos», dijo el jefe. «Sí, supongo que estará bien así», dijo miss Ku. 202


«Y no olvides que un párrafo no debiera tener más de cíen palabras —añadió—, o cansarás a los clientes.» Se volvió con una risita y dijo: «Deberías escribir un libro, F e e f . P a ra a l e j a r a l l o b o d e l a p u e r ta . B u t t e rc u p no p u e de, todos los lobos vendrían en manada a la puerta, si comenzara su lúcido cuento». Yo sonreí. Miss Ku estaba de muy buen humor, y e s t o m e h a c í a f e l i z . E l j e f e a l a rg ó l a m a n o y m e a c a r i c i ó la oreja. «Sí, escribe un libro, Feef, yo te lo pasaré a máquina», dijo él. «Debes continuar con la Historia de

Rampa, jefe —repliqué yo—. De momento sólo has esc ri to e l tí tu lo .» Él rió e h i zo roda r a miss Ku , que es taba intentando meterse sobre sus rodillas en el lugar de la máquina, de cabeza. «Venga, Feef —llamó mientras se ponía en pie—, ven a jugar conmigo, deja que el viejo juegue y teclee con la máquina.» Ma estaba hablando con alguien, no sé quién. «Está muy enfermo —dijo ella—, su vida ha sido demasiado dura. No sé cómo puede seguir viviendo.» Miss Ku me dio unos golpecitos, sombría. «Espero que no la palme, Feef —dijo en un susurro—, va muy bien tenerlo por aquí. Recuerdo lo amable que fue cuando murió mi hermana. Todavía no había crecido del todo y enfermó y murió en brazos del jefe. Era la mismísima imagen tuya, Feef, el tipo de mujer gorda de bar. El jefe adorab a a mi he rm an a Sue . Oh, cl a ro —di jo e l la—, tú t ie nes tu s anzuelos clavados en el corazón del jefe, desde luego. Yo también, admira mi cerebro.» Yo salté a la cama y me a c e r q u é a l j e f e . P a ró d e t e c l e a r p a r a a b ra z a rm e , siem-

pre tiene tiempo para nosotras. «No te mueras, jefe — d i j e y o — , r o m p e r í a s l o s c o ra zo n e s d e to d o s no s o t ro s . » F ro té mí c a b e za c o n t ra s u b r a z o m i e nt r a s re c o g í a s u mensaje telepático. Sintiéndome mejor me dirigí a sus p i e s y me e nro s q u é a l l í . C a r ta s , c a r ta s , c a r ta s . ¿ Es q u e no ha b í a t ra b a j o e n 203


Canadá? ¿No querían más que jornaleros o peones? El jefe envió solicitudes de trabajo, una después de otra, pero parecía, como dijo él, que los canadienses sólo daban t r ab ajo a los c an adi en ses o a a qu e llo s que t e ní an a lgu na influencia política o de algún sindicato. Alguien dijo que habían muchos trabajos en la más cultivada y civilizada Columbia Británica, así es que el jefe decidió ir a l l á y v e r e x a c t a m e n te c u á l e s e r a n l a s c o n d i c i o n e s . C o n servó sus fuerzas con mucho cuidado y se decidió que Buttercup iría también para cuidarle. Y así llegó el día y se fueron a ver si las condiciones en Vancouver eran mejores. No hay ninguna alegría cuando el ser amado está fuera, cuando los minutos tardan en convertirse en tristes horas. Cuando esperar es un siglo y uno está preocupado. La casa estaba muerta, marchita, incluso Ma se mo ví a si le nc ios ame nte como s i fue ra u n ve la to rio . L a lu z s e h abí a ido de mi a lma , sentí los oscu ros tentácu los de l miedo apoderándose de mí, diciéndome que no volvería, qu e es tab a e nfe rmo ,

todo

lo que era te rrorí fi co y p reocu-

pante. Por la noche me acurrucaba junto a su fría y triste cama para asegurarme de que no era una pesadilla. Los ciegos viven ensimismados y los temores, a los ciegos, les corroen y hielan el alma. Mi ss Ku ju gaba con fo rz ada a le g ría . Ma nos cuid aba , pero sus pensamientos estaban en otro lugar. Había un frío alrededor que me penetraba inexorablemente. Yo me sentaba sobre el telegrama que había enviado y trataba de tranquilizarme a través de éste. Ésta es una época q u e t e ng o q u e p a s a r a p ri s a i nc l u s o e s c ri b i e nd o . S e r á s uficiente decir que cuando se abrió la puerta y volvió el jefe, me sentí dilatar de amor. Mi vieja forma estaba a punto de reventar de alegría, y ronroneé tan alto y tanto que casi me cogió dolor de garganta. Yo divagaba por ahí, dándole cabezadas al jefe, frotándome contra 204


todo el mundo y contra todo. «No seas tan asna, Feef —me riñó miss Ku—, se diría que eres una jovencita s al id a de l nido, e n ve z d e u na v ie ja t a ta tat a t a ta r ab ue la gata. Me sorprende tu ligereza.» Ella estaba sentada bien puesta con sus brazos cruzados delante suyo. El jefe le estaba explicando a Ma todo el viaje, a nosotras también, s i hub i é ramo s e scu c hado en v ez d e ron ro ne a r s in p a ra r . Buttercup no estaba bien, el viaje y la comida distinta la habían trastornado, estaba echada sobre su cama. «Salimos del aeropuerto de Toronto y llegamos a V ancou ve r al cabo d e cu a tro h o ras y med ia . N o es tá ma l, s i s e c o ns i d e ra l a d i s t a nc i a d e u n o s m i l e s d e m i l l a s . V o lábamos a más de siete millas de altura, más altos que las Rocosas.» «¿Qué son las Rocosas, miss Ku?», pregunté yo en un susurro. «Pedazos de piedras grandes con nieve encima», replicó ella. «Encontramos Vancouver muy amistoso, un bonito lugar, desde luego —continuó el jefe—. Pero hay mucho desempleo allí. Es tan distinto de Ontario como el cielo del infierno. Si alguna vez tenemos la oportunidad es allí donde viviremos.» Miss Ku entró corriendo. «Creo que Buttercup está muriéndose —exhaló—, ¿llamo a los de la funeraria?» El jefe y Ma fueron a su habitación, pero la pobre Buttercup sólo tenía nervios debido al cambio de comida y clima. El jefe le dijo contento a miss Ku que

no

había

necesidad de los de la funeraria. «¡Mira! —le dijo el jefe a Ma—. Vi esto en Vancouver y no pude resistir comprarlo. Es igual que la señora Durr. Lo compré para ella.» «Feef —dijo miss Ku excitada—, es una figurilla de porcelana de una mujer, es exac tam ente igual que la s eño ra Du rr. E l mi smo co lor de pelo y también como ella lleva crinolina. «jo! exclamó miss Ku —seguro que esto la tumbará en la vieja calle Kent.» Tuve que reírme, el argot de miss Ku era realmente francés.

internacional,

incluso

sabía

el 205

peor

en


Esa noche, echada en la cama al lado del jefe, sentí mí

corazón

chocar

de

a

punto

los

de

trenes

estallar

de

desviándose

felicidad.

ya

no

El

parecía

amenazante. Ahora cada vagón que chocaba con el siguiente, moviéndolos hacia delante, parecía decir: «Ha vuelto, ja, ja, ja. Ha vuelto, ja, ja». Yo me estiré y suavemente puse la mano del jefe entre la mía y entonces me dormí. Durante

las

siguientes

semanas

el

jefe

estuvo

muy ocupado con la Historia de Rampa. Del mundo astral

venían

visitas

especiales

y

por

la

noche

le

hablaban mucho. Como dice el jefe en sus libros, no hay muerte; «La Muerte», es solamente el proceso de renacer a otro tipo de existencia. Es muy complicado para

un

gato

natural.

todo

¿Cómo

esto.

va

uno

Pero a

es

tan

explicar

simple,

el

tan

proceso

de

respirar o andar? ¿Cómo va uno a explicar el proceso de ver? Es tan difícil explicar todo esto como lo es explicar que no hay muerte. Es tan fácil explicar lo que es la vida como explicar lo que la muerte no es. El

jefe

y

los

gatos

pueden

ver

siempre

el

mundo

astral y hablar con la gente del astral. Había

llegado

el

momento

de

pensar

en

otro

lugar donde vivir, ya que Windsor no ofrecía nada. No

había

posibilidad

de

empleo

y

el

escenario

de

Windsor era aburrido y poco interesante. Unos pocos árboles sobre

trataban todo

atmósfera

de

embellecer

industrial era

en

húmeda

el

lugar,

pequeña

debido

a

que

era

escala.

La

los

grandes

depósitos de sal debajo de toda la ciudad. Como dijo sabiamente

miss

Ku,

«Oh,

qué

húmedo

agujero

de

queso es Windsor». Miramos mapas y leímos libros y finalmente Península

decidimos del

mudarnos

Niágara.

Ma

a

puso

un

lugar

anuncios

en en

la los

periódicos esperando obtener una casa conveniente. Llegaron respuestas, y la mayoría de gente con casas para alquilar, parecían creer que sus casas estaban construidas

con

ladrillos

dinero que pedían.

206

de

oro,

juzgando

por

el


Le dijimos a la simpática prima de nuestra propietari a e n W i ndso r que nos íba mos , y s e pu so a g rad abl eme nt e triste. Ahora llegó el momento de la gran limpieza. El

hobby

de Buttercup es jugar con una rugiente aspi-

radora, y ahora tenía una gloriosa excusa para tener el chisme gritando todo el día. Al jefe le habían enviado a l a c a ma . H a b í a te ni d o t re s a ta q u e s d e t ro m b o s i s c o ro na ria en el pasado, tuberculosis y otras cosas. Escribir Historia de Rampa le había agotado. La señora Durr vino v le dijo a Ma: «Yo la llevaré a usted y a las gatas en coche cuando quiera. Tal vez Sheelagh pueda llevar al doctor Rampa». Siempre se podía confiar en la señora Durr para cosas como ésta. Yo sabía que tendría el completo asentimiento de Chuli. íbamos a alquilar una vivienda amueblada, de modo que podíamos vender nuestros muebles, que eran casi nuevos. Nadie quería pagar por ellos dinero en billetes. Los canadienses prefieren ir a personas que dejan dinero a los que llaman «Compañías Financieras», ya que así, creen ellos, todo el proceso parece más bonito. Habiéndose asegurado del dinero de estos usureros, el canadiense suele comprar cosas absurdas pagando un poco cada semana. Miss Ku me dijo una vez que había visto un anuncio que decía «cualquier coche por diez dólares de depósito». Finalmente el jefe y Ma supieron de un agradable joven que iba a casarse, así que decidieron darle l a ma yo r pa rte de los mu ebl es como re ga lo d e boda s . Ma había preguntado antes y le dijeron que enviar los mueb l e s h u b i e ra s i d o p ro h i b i ti v o . C o g e rí a m o s t a n s ó l o u n a s cu an tas co sas e spec ia lm en te que ridas e h i ci mos a rreg los c o n u n a c a s a d e mu d a nz a s . M i s s K u y y o e s tá b a m o s c o n t e n t a s d e q u e n u e s t r o c a b a l l i t o m e c i e n t e v i n i e r a . Te n í a mos un viejo caballete qu e utilizábamos como lima de las uñas y como plataforma para saltar también. Teníamos también un arreglo con el jefe, según el cual, no araña-

207


riamos los muebles mientras tuviéramos nuestra lima. Las visitas a veces miran sorprendidas cuando ven el c a b a l l e t e e n t r e l o s m u e b l e s , p e r o e l j e f e d i c e : « E s i g u a l lo que piense la gente, mis gatas son primero». Abajo en el jardín, miss Ku llamó en voz alta: «Eh, gato del otro lado de la calle, ven aquí». Pronto el gato salió de su puerta trasera, miró a ambos lados por el tráfico y cruzó la calle. Se quedó de pie con su nariz pegada contra el cercado de alambre esperando a que miss Ku hablara. «Nos vamos, gato —dijo ella—. Nos v a mo s ha c i a d o nd e e l a gu a c o r re a p ri s a . Te nd re m o s un a casa con árboles; tú no tienes árboles, gato.» «Debe de ser maravilloso moverse tanto como tú, lady Ku'ei», dijo el gato del otro lado de la calle. «Me voy dentro ahora, pero t e m a n d a r é u n t e l e p a t o g r a m a c u a n d o l l e g u e m o s a nuestra nueva casa.» A l a m a ña n a s i gu i e n t e l o s h o m b re s d e l a s m u d a nz as vinieron por los muebles que iban a llevarse. Bajaron las cosas por la escalera y las cargaron dentro de un camión que según miss Ku era tan grande como una casa. Pronto las grandes puertas se cerraron de golpe, un po te nte mo to r s e pu so e n ma rcha y nues tra s co sas empe zaron su viaje. Ahora teníamos que sentarnos en el suelo como un grupo de gallinas cluecas; no podía darme contra nada ahora, no había nada en medio. «Eh, Feef, no hemo s d icho ad iós a l á ti co » , d ijo miss K u . Sa l té sobre mis pies y corrí junto con ella escaleras arriba. Juntas corrimos por el piso y nos encaramamos a las vigas que soportaban el tejado de la casa. Esas vigas eran de nogal, de árboles que crecían en los alrededores cuando los indios vivían allí. Eran fantásticas para las uñas; miss Ku y yo emp ez amo s co n g ran vo lu n tad a a fi la r los bo rdes d e n u e s t r a s p e z u ñ a s a l a p e r fe c c i ó n . L u e g o n o s m e t i m o s por un agujero cerca de la recta chimenea donde los humanos no podían meterse. «Adiós, arañas —dijo miss 208


Ku—, ahora podréis tejer unas cuantas telas y no nos cazaréis.» Rodamos por última vez en el polvo debajo de los maderos del su elo, algunos no los habían colocado bien cuando vinieron los electricistas, y luego corrimos bajando la escalera otra vez casi sin aliento. Un coche paró fuera. Miss Ku saltó a la repisa de la ventana y gritó: «Vaya, Ruth,

tarde otra vez,

como de

costumbre. ¿Qué ocurre contigo, pies de plomo?». La señora Durr subió la escalera y todos le dimos los buenos días. Entonces, excepto el jefe, todo el mundo cogía cosas pequeñas y las bajaba y metía en el coche. El jefe estaba muy mal y le hicieron una especie de cama en la parte trasera de nuestro coche. Buttercup iba a conducir, ya que el jefe estaba enfermo, y pensaba hacer el viaje en dos etapas. Ma, la señora Durr y miss Ku y yo íbamos a hacer las doscientas cincuenta millas en un día. Pronto estuvo todo listo para nuestra marcha. «Adiós, jefe —dije yo—, te veremos mañana.» «Adiós, Feef —replicó él—, no empieces a preocuparte, todo irá bíen.» «O.K. —dijo miss Ku—. En marcha.» La señora Durr hizo algo con sus pies y el coche empezó a moverse hacia delante. Fuimos sobre el puente del tren, pasamos por C o r re o s d e W al k e rv i l l e , h a s ta a r ri b a d e to d o , y d e j a m o s e l ae ropu e rto de W i ndso r a l a i zqu ie rd a . Yo co noc ía es te distrito, pero pronto estuvimos en carreteras nuevas y d e p e nd í a d e l a i nfo rm a c i ó n d e m i s s K u . « A l l í e s tá S a n to To m á s » , g r i t ó m i s s K u . O h , p e n s é , ¿ h a b í a m o s c h o c a d o ? ¿ Cómo e ra que nos e nco n trába mos e n Sa n to Tom ás ? « To m a remo s a l go de com e r, F ee f, ta n p ronto como sa l gamos de este cruce», dijo miss Ku. Entonces caí en la cuenta y me sonrojé al pensar en mi estupidez. Santo Tomás era una pequeña ciudad. En Canadá una pequeña aldea es un pueblo, y un pueblo algo mayor es una ciudad. En fin s u p o n g o q u e l o s f ra nc e s e s ta m b i é n ti e n e n a l gu n a s p e c u liaridades, si tan sólo las supiera.

209


Viajamos durante horas y finalmente miss Ku dijo: «Las señales me dicen que estamos casi allí. Sí, ahí está el hotel Fort Erie. Hay agua delante de nosotros, Feef, el otro lado del lago». «¿Hemos llegado, miss Ku?», pregunté yo. «¡Cielos! Todavía no —replicó ella—. Tenem o s a l g u n a s m i l l a s m á s q u e h a c e r . » V o l v í a a p o s e n t a r me bien. El coche giró a la izquierda y luego a la derecha. El motor aminoró la marcha y paró. Pequeños ruidos met á l i c o s s a l í a n d e l t u b o d e e s c a p e . P o r u n m o me n to na d i e habló, luego miss Ku dijo: «Bueno, ya estamos, Feef. Coge tus cosas». Ma y la señora Durr salieron del coche y nos llevaron a miss Ku y a mí a la casa. Otra vez estábamos en una casa de paso. Ahora estaba ansiosa por que llegara el jefe, pero esto no sería hasta la mañana siguiente.


Capítulo XII «Debemos darnos prisa, Feef —dijo miss Ku—, el jefe y Buttercup llegan mañana y tenemos que conocer c ad a c en t ím e tr o d e a qu í ante s d e qu e l le gue n . Sí gue me .» Se volvió y encabezó el camino entrando en una habitación. «Ésta es la sala de estar —dijo ella—. Salta aquí, es la altura de tres gatos y entonces estás delante de una v ent an a .» Fue g u iá ndome , indi cá ndome todos lo s pu ntos de interés. Luego entramos en la habitación que iba a ser del jefe y mía. «Desde aquí se ve el agua entre los árboles, Feef», dijo miss Ku. En aquel preciso instante se oyó un espantoso estruendo, un sonido como un rugido, un rechinar y martillear lleno de silbidos. Salta mos a l aí re a sus tad as y al ca e r me de spi s té y en lu gar de caer sobre la cama caí en el suelo. «¡Gloria sea y cincuenta Toms! —exclamó miss Ku¿Qué ha sido esto?», afortunadamente Ma hablaba con l a s e ño ra D u rr : « O h , h a b rá s i d o l a b o m b a s u p o n g o , to da el agua del lago la sacan con una bomba.» Nos sentamos tranquilizadas, no había por qué preocuparse, ya había memorizado el ruido. Aquí hay una cosa como una rejilla —dijo miss Ku—, debe de ser para dejar salir el agua si la casa se inunda o así.» De repente se oyó como un rugido apagado debajo nuestro un aire caliente nos dio contra nosotras como el aliento d e un gigante. Dimos la vuelta y volamos a salvo debajo d e la

cama

esperando

los

acontecimientos.

«Oh

—dijo

miss Ku asqueada—, no es nada, no es más que el aire de la c al e fac ció n . C reí p rim ero qu e el ga to m ás grand e de la creación venía tras nuestro.» «Feef —miss Ku me dio un empujoncito, yo había estado durmiendo un poco—, Feef, hay un pequeño bosque fuera. Supongo que el

211


viejo nos dejará jugar allí cuando vuelva a enderezarse sobre sus patas traseras.» Me puso triste pensar que el jefe estaba todavía en la carretera y que no llegaría hasta mañana. Para distraer mi mente de estos pensamientos, me levanté y divagué por ahí, sintiendo el camino con el t a c t o c o n m u c h o c u i d a d o . D e a l g ú n l u g a r v i n o u n t ap t a p al

agitarse

una

rama

en

el

viento

dando

contra

el

t e j a d o . E l l u ga r no e r a n i ng u n a ma ra v i l l a , y a q u e e s ta b a bastante descuidado, pero estaría bien por el momento. No era un lugar al que nos gustaría llamar hogar, no hubiéramos vivido allí permanentemente aunque nos lo hubieran regalado. Esa noche fuimos temprano a la cama. La señora Durr tenía que conducir de vuelta a Windsor por la mañana. Miss Ku y yo habíamos tenido la esperanza de que se quedara unos días, pero al pensar en ello nos d imos cue n ta de que sus libros se se nti rían so li ta rio s s in ella y el señorito C huli Durr se estaba convirtiendo en un joven y bonito gato siamés y necesitaría atención. Por la noche la bomba de agua gimió y rechinó y el sistema de calefacción silbó y sopló. Fuera, los árboles crujían y hacían caer sus hojas durante la noche con el viento procedente del lago. Miss Ku se arrastró cerca de mí y susurró en una entrecortada voz: «Eh, es un lugar algo siniestro, Feef, con todos esos árboles, y acabo de ver una araña enorme mirándome». La noche parecía tardar mucho en pasar, cuando empezaba a creer que no terminaría nunca, oí el lejano piar ele los pájaros en los árboles mientras hacían sus planes del día para buscar co mid a . E n a lg ún lu ga r u na a rd i ll a ras caba ru idos amen te debajo de la ventana. Sentí que había llegado el día. Ma se movió y sin ganas se levantó para encararse con el nuevo día, un día en el que había que hacer muchas cosas para limpiar la casa. Miss Ku y yo deambulamos por ahí, tratando de pensar en algún lugar que 212


todavía no hubiéramos investigado. Sabíamos que hab ía un g ra n só ta no deba jo de la ca sa , pero Ma no s había dicho que no podíamos ir hasta que viniera el jefe porque h a b í a b o m b a s d e a g u a y c o s a s q u e d a b a n v u e l ta s y z u m baban y se movían. Nos dirigimos perezosamente a una habitación de delante y nos subimos a la repisa de una ventana. «Bueno, en fin, ¿has visto? —exclamó miss Ku—. Hay una ardilla ladrona, no,

cientos

de ellas, co-

m i é n d o s e nu e s t ro s á rb o l e s .» D i o u n o s g o l p e c i to s c o n l o s p i e s e n o j a d a y p a ra d i s t r a e rl a l e d i j e : « ¿ C ó m o e s l a v i s ta a h í fu e ra , m iss Ku ? » «O h , un lu ga r b as t ant e ab a nd on ado —remarcó—. Los árboles necesitan una poda, el terreno n e c e s i t a q u e l o l i m p i e n , l a c a s a n e c e s i t a s e r p i n t a d a , lo d e c o s t u m b r e e n e s t o s a g u j e ro s q u e s e a l q u i l a n . S i l e e s

los anuncios creerías que vas a un palacio. Lo ves y te preguntas cómo el montón de piedras aguantará otro invierno.» El resto de la mañana fue muy duro, muebles que había que cambiar de sitio, y la limpieza, y sólo miss Ku y yo para decirles a Ma y a la señora Durr cómo hacerlo. Estábamos bastante agotadas cuando miss Ku miró por l a v e n ta n a y d i j o : « E l j e f e y B u t te rc u p a c a b a n d e l l e ga r» . «Tengo el tiempo justo de decir adiós —dijo la señora Durr—. Debería marcharme ya o tendré problemas.» Durante el resto del día nos quedamos dentro y trab a j a m o s . A l d í a s i g u i e n te e l t i e m p o e r a c á l i d o y s o l e a d o . El jefe dijo: «Venga, gatas, vayamos al jardín». Me cogió y me puso sobre sus hombros. Miss Ku ya estaba bailando excitada ante la puerta. Salimos y el jefe me dejó en el suelo al pie de un árbol. «¡Ohhh! —chilló

miss Ku—, los árboles son enormes.» «Yo solía encaramarme a árboles como éstos, miss Ku —repliqué yo— Te n í amo s á rbol es como és to s e n F ra ncia .»

«Grrr

— ru gió

la amarga voz de un gato de dos casas más allá—. Vosotras, gatas extranjeras... no sois buenas para nada. Esa

213


ciega y vieja gata no ha subido a un árbol en su vida, sólo los gatos canadienses pueden subir y de qué manera.» Se volvió y gritó lleno de mofa al que se cuidaba de los gatos de una institución local: «Esos extranjeros creen que nosotros somos unos palurdos, ellos sí que no pueden encaramarse». «¿Ah sí, gato canadiense? — respondí yo—. Pues verás cómo esta vieja y ciega gata puede subir.» Estiré mis brazos y los puse alrededor del tronco del árbol y empecé a subir como solía hacerlo en los viejos y malos tiempos. Subí unos veinticinco o treinta pies y luego me eché a lo largo de una rama. Ma salió corriendo preocupada, Buttercup también, haciendo «Tsh, tsh, tsh». Corrieron detrás de la casa donde se guardaba una escalera. El jefe se quedó junto al árbol para poder cogerme si caía. Ma y Buttercup vinieron corriendo con l a e s c a l e ra , e l j e fe l a a ga r ró y l a c o l o c ó c o n t ra e l t ro n c o . Poco a poco subió, me cogió suavemente y me puso s o b re s u ho mb ro . « V i e j a , t o n t a g a t a — d i j o d u l c e me n t e —. ¿Quién oyó hablar jamás de gatos viejos y ciegos que suben a los árboles?» Yo estaba tan arrepentida, podía oír su corazón palpitando y entonces pensé en su trombosis coronaria. De todos modos le había dado una lección a ese estúpido gato canadiense que había querido insultarme. Miss Ku echada para atrás reía, reía y reía. «Oh, Feef —exclamó cuando pudo controlar su alegría—, fue lo más divertido que he visto durante años, tiraste las piñas de medía docena de ardillas, que cayeron rodando como cosas locas. El gato de dos casas más allá salió como el rayo con el perro de una casa más allá tras él. Eres muy lista, Feef.» Estaba tan divertida que se había echado sobre su espalda dando más y más vueltas. «Deberías dejar que te hicieran un test de tu cerebro —dijo el jefe—, aunque no tienes cerebro con el que hacer las pruebas.» Así y todo me hizo sentir bien saber que

214


u n a v i e j a c i e g a ga ta s i a m e s a f ra n c e s a p u d i e ra ha c e r re í r a miss Ku. El jefe y Ma solían llevarnos a miss Ku y a mí al bosque y nos dejaban jugar entre los árboles. Como sabía que los gatos dan sorpresas, el jefe guardaba una escalera cerca. El terreno estaba lleno de serpientes y a mis s Ku l e fasc i naba n . Yo ten í a si emp re muc ho cu idado , y a que tenía miedo de tropezar con una. Había un cabal l e r o erizo que vivía en un agujero cerca de un viejo árbol. Y o l e hab lé m uc h as v ec es. Mi s s Ku m e d i jo q u e solía s e n t a r s e a n t e s u p u e r t a y n o s m i r a b a m i e n t r a s h a - damos nu estro ejercicio. Claro está, guardábamos las distancias, ya que nadie nos había presentado, pero le admirábamos mucho y nos contaba muchas cosas sobre el lugar y l o s ha b ita n t e s lo c a l e s, a s í c o m o t a m b i én s o b r e l o s árboles y el territorio. «Tengan cuidado con el

racoon

—nos

dijo—, es algo violento si está enfadado y es capaz de sacarle las entrañas a cualquier perro. Bueno, tengo que t r a b a j a r y h a c e r l a l i m p i e z a . » D e s a p a r e c i ó y m i s s Ku d i j o : « E h, e n no mb re d e . . . ¿ q u é e s u n

racoon?».

« Me t e m o

que no pueda decírtelo, miss Ku», repliqué yo. Se quedó un

rato

sentada

y

entonces

rascándose

una

oreja

reflexivamente dijo: «Ma colecciona unas fotos de anima l e s d e l o s pa q u e te s d e té . L e s e c h a ré u n v i s ta z o c u a nd o volvamos.

¿Racoon? Mmm».

Entramos

y

Buttercup

e s ta b a s a c a nd o e l p o l v o . Si e mp re i n te n tá b a m o s s a l i r d e l paso cuando tenía el humor de sacar el polvo, ya que siempre había el peligro de que nos barriera. Todo era suciedad ante ella cuando tenía un trapo de polvo o la aspiradora en la mano. Miss Ku revolvió algo por ahí y oí cosas cayendo al suelo. «¿Qué estás haciendo, Ku?», p re gu n tó B u t te rc u p a l go e n f a d a d a . « V e n a l a ha b i ta c i ón , Feef —dijo miss Ku—. No hagas ningún caso de Buttercup, tiene mal humor porque la aspiradora ha dicho

paf y no va.» 215


El jefe había alquilado una especie de bote y una tarde cuando el sol ardía y estaba en el cielo, dijo: «Va, llevemos a las gatas al lago». «A mí no, jefe —repliqué yo nerviosamente—, déjame fuera.» «Oh, venga, Feef, no seas tan cursi», dijo el jefe. Ma llevaba a miss Ku y el jefe me llevaba a mí. Bajamos por e l s e n d e ro ha s t a e l l a g o y e l j e f e p re p a ró e l b o t e y a g u a nt ó fuertemente una cuerda para que no escapara. Ma y miss Ku subieron al chisme y luego el jefe me subió a mí. Sentí un mecimiento y una salpicadura o dos y luego sentí que nos movíamos. «No voy a poner el motor —dijo el jefe—, el ruido tal vez sería demasiado para ellas.» Nos deslizamos tranquilamente y miss Ku se sentó delante cantando: «Un gato que teme al mar soy yo». Desgraciadamente tuvo que parar para decir: «Oh, voy a vomitar». El jefe tiró de un pedazo de cordel y el gruñido del motor nos dio tal susto que un poco más y tuvimos gatitos. El bote iba aprisa y miss Ku es ta b a ta n i n te res a d a qu e se o l v i d ó d e vo m i t a r . Me g r itó : «Estamos a veinte pies de Estados Unidos, Feef, esto es Grand Island. ¡Qué grande es esto de ir en bote!». Afortunadamente, el sol se escondió detrás de una nube y el jefe decidió llevarnos a casa. Yo estaba muy contenta, ya que no me gustaba la idea de toda esa agua alrededor. Simplemente no le veía ningún sentido flotar e n a l go qu e pod ía hu nd i rs e , m e p a re cí a a m í qu e ya te n ía mo s su f ic ie n tes p rob le mas sin b usc a r má s . F u imo s a c asa y tomamos el té. Los atardeceres empezaban a hacerse más cortos así que nos fuimos todos a la cama temprano. Miss Ku y yo estábamos sentadas en la repisa de la ventana de la habitación del jefe. Fuera había todos los ruidos de la noche. Debajo de los maderos del suelo había un ratón de campo diciendo que debía buscar más c o m i d a y e n t ra rl a p a ra e l i n v i e r no . Re p e n t i n a me n te , m i s s Ku se agachó y gruñó profundamente con voz ronca: 216


«¡Vaya! —exclamó—. Hay un enorme gato con un jersey de fútbol a rayas». Una voz telepática muy agradable rompió el silencio: «¿Son ustedes las damas gatas extranjeras de las que he oído hablar?» «Desde luego, l o so mo s — r e p l i c ó m i s s K u — . ¿ Q u i é n e r e s t ú ? » S e o y ó l a

voz otra vez y había como una pizca de risa escondida en ella: «Soy Raku, el oso, vivo aquí y mantengo la noche l i b re d e p e r ro s e n t ro m e ti d o s » . « Enc a n ta d a s d e c o no c e rl e —replicó miss Ku—, sobre todo ya que hay gruesos cristales entre nosotros.» «Oh, estarían completamente a salvo conmigo —contestó Raku, el oso salvaje—. Yo s ie mp re re spe to los in t e res es d e los que alqu i la n . B ue no , ahora tengo que irme a mis negocios.» «Miss Ku —dije yo—, parece un caballero muy agradable, ¿qué aspecto tiene?» Se quedó pensando un momento y luego empezó a lavarse mientras replicaba:

«Bueno, pa re ce u n e no rme Tom , e l m ás g ra nde que ha yas v i st o j a m á s . M u c h o m á s g r a n d e q u e m u c h o s p e r r o s . R a yas en la cola como si fueran restos de pintura mojada de una jaula. ¡Y sus pezuñas...! —Hizo una pausa para dar énfasis y luego añadió—: tiene pezuñas como la cosa que utiliza Buttercup para recoger las hojas del jardín. Oh, un caballero muy agradable mientras uno esté en su buen lado, y el lado bueno es con un muro de ladrillos por medio». La voz se dejó oír otra vez: «Eh, antes de qu e lo olvide, pu eden pasear por el bosque como

si f u e ra s u y o , s e r á n m u y b i e n v e n i d a s » . « D e s d e l u e g o n o s hace un gran honor —repliqué yo—. Le diré a Ma que le invite alguna vez a tomar el té.» «Bueno —exclamó miss Ku—, supongo que debo meterme en el saco, un

dfa muy ocupado mañana, el jefe me lleva a Ridgeway, tengo algunas compras que hacer.» Se fue a dormir con Ma. El tiempo se iba enfriando rápidamente, las hojas caían con un continuo crujir seco, y las ardillas, que ha-

217


bían estado sin hacer nada du rante todo el falso calorcillo de l o to ño , es taba n e sca rb ando fre né tic ame nte en los mo nt o n e s d e h o j a s e n b u s c a d e p i ñ a s . B u t te rc u p r e c o g í a c o n e l r a s t r i l l o l a s h o j a s , h a b l a b a s u l e n gu a j e y o l í a a h o j a s .

Y s e g u í a n c a y e n d o l a s h o j a s e n g ra n p ro fu s i ó n . E l h u m o de las hojas al quemarse, subía al cielo desde todas las casas del distrito y desde todos los lados del parque. El aire se hizo más frío, ahora sólo el jefe salía sin abrigo. Buttercup se abrigó, como dijo miss Ku, como si estuviera en algún lugar concreto del Polo Norte. Una mañana al despertar encontramos algo de nieve que volaba sobre el lago, se amontonaba delante de la casa y hacía l as ca rre te ra s i n tra ns i tab les. Co n sus tremendo s ru gidos y e n t re c ho c a r s a l i e ro n l a s m á q u i n a s s a c a ni e v e s , c o n s u s c u c h i l l a s e s c a r d a d o r a s c o r ta n d o y r a s p a n d o l a n i e v e a l o largo de la superficie de la carretera. Despu és de la nieve llegaron las heladas. El lago se helé, un arroyo por ahí cerca se convirtió en una sólida masa de hielo. Locos pescadores vinieron con herramientas especiales para cortar agujeros en el hielo de varios centímetros de grueso para poder sentarse y tiritando tratar de pescar algo. Mañana tras mañana la carretera se llenaba de nieve y el tráfico tenía que parar. Grandes tormentas aullaban furiosamente por la casa. Una noche la bomba del agua paró. El jefe salió de la cama a las dos de la madrugada y bajó al lago llevando una gran barra de hierro y un pesado martillo. Ma se levantó y puso el agua a hervir para hacer té. Yo podía oír martillazos y el sonido de hielo al romperse. «Miss Ku —pregunté yo—. ¿Qué pasa?» «Si el jefe no puede romper el hielo alrededor de la bomba de agua, no tendremos agua para el invierno. Sabes, Feef, hace tanto frío que el lago se ha helado. El viejo ahora ha ido a sacar el hielo y entonces pondremos un tapón encima.» Yo me estremecí, esto de Canadá

218


parecía ser un frío y cruel país, sin ninguna amenidad civilizada como tenía Europa. Con la llegada del frío, Ma ponía comida cada noche para las criaturas salvajes, ya que si no morirían de hambre. El señor Raku estaba muy agradecido y venía a nues tra ve ntana cad a no che . El s eño r topo ca nad ie nse vino también, pero el episodio más divertido lo debemos al ratón Rouse. Un día, Buttercup estaba haciendo la colada en los bajos cuando un ratón muy agradable y bien hablado llegó y se sentó a sus pies. (Miss Ku dice que era un conejo de Noruega pero para mí era un ratón.) Este ratón le cogió un gran cariño a Buttercup y ella también parecía tenérselo. Después del episodio de los monos nada nos sorprendía de Buttercup. «Debemos recordar nuestros modales, Feef, y no comernos al tipo», dijo miss Ku. Buttercup y el ratón pasaban muchos momentos agradables en los bajos. Miss Ku y yo le aseguramos

que

no

le

haríamos

daño,

así

que

no

se

preocupaba por nosotras y sólo daba vueltas alrededor d e B u t t e r c u p . E r a e m o c i o n an t e . El invierno dejó paso a la primavera y estuvimos contentos de dejar este sitio y trasladarnos a otro más cerca de las tiendas. Todavía no había trabajo para el j e fe . D ese spe rado esc rib ió al p ri me r m i ni stro de C a nadá, al ministro de Inmigración y al ministro de Trabajo. A ninguno parecía importarle en lo más mínimo. Estos ministros parecían ser todavía peor que los de otros p a í s e s . Su p o ng o q u e e s to e s p o r q u e C a na d á e s t a n p o c o civilizado, tan poco amable. Ahora vivimos con la esperanza de ahorrar dinero suficiente para

salir de Canadá.

Yo estaba sentada en la ventana de nuestro nuevo apartamento y hablaba amistosamente con u n gato encargado de u n mo te l. Le explicab a nue s tras a ventu ras . «Uh, Feef —dijo miss Ku—. Deberías escribir un libro.» Lo

pensé en la quietud de la noche; cuando estábamos los 219


dos

despiertos

lo

discutí con el jefe. «Jefe

—dije—.

¿Crees que yo podría escribir un libro?» «Claro que podrías, Feef —replicó él—. Eres una vieja gata abuela muy inteligente.» «Pero no puedo escribir a máquina», protesté yo. «Entonces me lo dictarás y lo escribiré yo, Feef»,

dijo

él.

Por

la

mañana

nos

sentamos

juntos.

Abrió la máquina de escribir, la gris Olimpia con la que ya había escrito El tercer ojo, El médico de Lhasa e Historia de Rampa. Abrió la máquina de escribir y dijo: «Venga, Feef, empieza a dictar». Así pues, con su apoyo

y

con

miss

Ku

para

ayudarme,

terminado este libro. ¿Les ha gustado?

por

fin

he


Epílogo Y así fue como durante dos años más vivimos bajo el helado clima del Canadá, y la disposición más helada aún de las autoridades canadienses. A causa de esto decidimos por fin emigrar hacia países más cálidos. Elegimos Uruguay, puesto que allí me habían ofrecido una oportunidad de continuar con mi trabajo. Ku'ei y Fifí se hallaban excitadísimas, la primera en mucho mayor grado, puesto que durante días se lo pasó tratando de ¡ronronear en castellano! Y por fin llegó el día de la partida. N uestro equipaje, enviado previamente, ya debería estar a bordo del barco. Subimos al tren en Buffalo, en el Estado de Nueva York atravesando en la rugiente máquina la oscuridad de la noche. To da e sa noche el tren nos mec ió co n su va iv én e n el c a m i no ha c i a l a c i u d a d d e N u e v a Y o rk . L a ú n i c a p e n a q u e n o s a b r u m a b a a l d e j a r e l C a n a d á e r a l a d e s e p a r a r no s d e a l gu no s f i e l e s a m i g o s . Lo s ga t o s p e n s a b a n q u e e l t r e n e r a divertido, pero mis pensamientos estaban muy le jos d e a l l í ; m e p r e g u n t a b a q u é m e p r o p o r c i o n a r í a l a nu e v a v i da q u e i b a a e mp re nd e r . ¡ El C a n a d á ha b í a r e s u l t a d o u n a desilusión

tal!

Por

fin

llegamos

a

Nueva

York

y allí

d e s c a n s a m o s d u ra n te e l re s t o d e l d í a e n un c o no c i do hotel. Al atardecer nos dirigimos al puerto donde embarcamos en un modernísimo buque. Fifí y Ku'ei rondaron juntas por los camarotes, olfateando nuevos olores y volviendo a sentir nuevamente el gusto de la vida a bordo. Se sucedieron las tormentas que llevaron la destrucción y la muerte a muchos. Navegamos con una de las peores tormentas que se produjeron en los últimos años.

221


D u r a n te l a s e g u nd a no c he d e n a v e g a c i ó n a rr e c i ó l a fu r i a d e la to rm en ta y no lejo s d e no s o t ro s se hu nd ió u n b a rco c o n s u p e s a d a c a r g a . L a s e ño r a F i fí B i g o te s g r i s e s , c i e g a , v ie ja y d éb il su f r ió u n a t aque a l co r azó n qu e l a a le jó p a ra siempre de esta vida. Pero llevó con ella nuestro imperecedero amor. Apesadumbrados, continuamos nuestra travesía del A tl á n ti c o , c o n n u e s t r o s c o r a z o n e s d e s t r o z a d o s . A l l í l l e g a mos a nuestro destino: la República Oriental del Uruguay. Incluso antes de tocar tierra nos encontramos con extraños —ahora firmes amigos—, dispuestos a ayudarnos. C o m o F i f í l o h u b i e ra q u e ri d o , l e s d i l a s gr a c i a s p o r to do s nosotros a dos amigos en particular: el señor Alfredo Pérez Lagrave y a su muy atractiva y amable esposa, Sabina, que tanto hicieran por evitarnos trabajos e incomodidades. Fifí la hubiera

adorado

en la misma forma

que lo ha hecho Ku'ei. No pienso en Fifí como un animal, ni como un conj un to de hu esos e nvu el tos en u na g as tad a p ie l . Te ní a un a d e f i n i d a p e r s o n a l i d a d y u n e s p í r i t u b e l l o y a m a b l e , p l e no de encanto y de calor humano. Viví con ella las veinticuatro horas del día, la

conocía.

Me e r a t a n fá c i l co nve r-

sar con ella (por telepatía) como con cualquier otra persona. Era en verdad una prueba viviente de que los a ni m a l e s p o s e e n u n a l ma y q u e c u mp l e n h a s ta e l fi n c o n su tarea, a pesar de s u c o m p le x ió n a n a t ó m ic a , d i fe r e nt e de la de los seres humanos. Fifí, te echo mucho de menos; ¡fuiste una maravillosa compañera!

T. LOBSANG RAMPA



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.