No es extraño que José Manuel Arango siga siendo un poeta poco conocido después de casi diez años de su muerte. En Colombia la poesía ha tenido demasiadas voces altisonantes, demasiadas palabras raras y perfumes tristes que han terminado por generar en el público una sensibilidad capaz de pasar de largo a este poeta. José Manuel Arango (nacido en Carmen de Viboral, Antioquia, en 1937) termina su carrera de filosofía en Tunja y se va a los Estados Unidos a cursar una maestría en Filosofía y Literatura; de regreso se instala en Medellín y trabaja por muchos años como profesor de Lógica en la Universidad de Antioquia. Entre 1973 y 1995 publica cuatro libros de poesía que lentamente le ganan algunos reconocimientos no muy extendidos. Hablar de poesía en términos abstractos no es conveniente para acercarse a ella; por eso antes de decir cualquier cosa sobre José Manuel Arango quisiera citar un verso de Paul Valery que bien podría servir de epígrafe a la obra de este poeta: Il faut être léger comme l'oiseau et non comme la plume (es preciso ser ligero como el pájaro y no como la pluma). Los poemas de José Manuel Arango están hechos de un lenguaje cercano, cotidiano; su tono es suave, prescinde de afectaciones; su música es casi secreta. Estas características pertenecen al ámbito de la levedad; pero a un tipo de levedad o ligereza que no es sencilla como la pluma, sino sutil y compleja como el cuerpo del pájaro. Veamos un poema: la mano / que ha sopesado un pájaro / o una moneda / la que empuñó el cuchillo / es la misma que ahora / te toca / y te crea. La elección de las palabras, la eficacia del verso, la disposición pictórica de las letras en el papel revelan la mirada del hábil dibujante que sabe hacer figuras con una cantidad mínima de trazos. Pero en José Manuel Arango la relación entre figura y fondo no es equilibrada, pues la línea de su poesía es tan certera que el blanco resulta particularmente valioso. Con esto me refiero tanto a la distribución del poema en el papel como a todo aquello que surge en la imaginación a partir de unas pocas palabras; también me refiero a la cadencia y la música de sus versos; rasgos que, en su poesía, alcanzan una reciprocidad asombrosa. La escritura de Arango es la de alguien que encuentra insostenibles (habiendo asumido que es y será derrotado por el tiempo) las formas que aspiran a ser monumentales o imperecederas. Conforme a esto centra su arte en la poesía de las cosas que refulgen un instante, nos anuncian un misterio y se desvanecen: el vuelo de un cóndor/oscurece/el blanco mediodía de los nevados. También es recurrente la visión de una antigüedad que sigue resonando en su tierra: éste es un país de sol y viento de acres montañas como en los frescos antiguos la piel cuarteada de las mujeres calladas y duras que paren de rodillas sus hijos por las rocas acechan pumas sin sombra y al fondo canta el mar, nacido de una calabaza. He dicho que Arango es poco conocido; una afirmación que sólo es válida en relación a la gloria, más o menos exagerada, de otros poetas de este país. Su obra cada vez es más comentada, la enseñan, incluso; y lo que era de esperarse, cuenta con un número creciente de falsificadores. Pero eso no es malo, todo lo contrario: los ladrones realzan la crucifixión.
Siempre me ha parecido fastidiosa la idea de ver una película, una serie, incluso una telenovela, antes de leer el libro en que se basa la historia. Al hacerlo, me resulta imposible borrar de la mente los rostros, actuaciones y chascarrillos de sus protagonistas. Me explico, para mi “condena”, tuve la fortuna de ver la trilogía de El Padrino, antes de leer a Mario Puzo. Deslumbrado por la adaptación al cine de Francis Ford Coppola, busqué el libro, pero mi experiencia lectora no fue la misma en términos imaginativos, pues conocía de antemano los ademanes, gestos, vestimentas, primeros planos e incluso la voz de personajes como don Vito Corleone (Marlon Brando y Robert De Niro), Michael Corleone (Al Pacino) y Vincent Mancini (Andy García). Lo mismo me ocurrió con la saga de Ian Fleming sobre el 007, que leí encandilado por la suerte de Pierce Brosnan, la galantería de Roger Moore, o la arrogancia de Sean Connery. Curiosamente aquella petulancia del actor escocés también me acompañó entre las páginas de El nombre de la rosa, pero ahora como Guillermo de Baskerville. Mal de muchos, consuelo de tontos… Me reconforta saber que no soy el único que padece esta dolencia: ¿Sería posible que en estos tiempos alguien pudiera leer El señor de los anillos e inventar un rostro para Frodo Bolsón diferente al de Elijah Wood, que Peter Jackson escogió para nosotros?, ¿podríamos leer a Thomas Harris e imaginar a Dr. Hannibal Lecter con una sonrisa más fría que la de Anthony Hopkins? Anoche me levanté inquieto buscando entre las cobijas a doña Inés de Hinojosa, sí, a doña Inés de Hinojosa. Abrí bien los ojos, y caí en la cuenta de que había estado soñando. Aquella mestiza que me había visitado, poseedora del cuerpo huidizo de los indios y la mirada arrogante de los españoles, no podía ser otra que la siempre bella Amparo Grisales.Traigo a colación la novela Los pecados de Inés de Hinojosa, porque Próspero Morales Pradilla, con su pluma embriagante, logra transportar al lector a la época de la Colonia y sumergirlo en un universo donde se cuecen intrigas, deseos, brujerías, crímenes, adulterios e hipocresías. Resulta admirable ver cómo el escritor boyacense se vale de uno de los apartes más memorables de El carnero, del cronista Juan Rodríguez Freyle (1638), para narrar en una novela de carácter histórico-policial, la vida de las Hinojosa, a finales del siglo XVI, cuando las insignias de León y Castilla ondeaban desafiantes en las tierras de los muiscas, y Tunja, la muy Noble y Leal, era la ciudad más poblada de la Nueva Granada. El éxito alcanzado por esta novela fue tan grande, que dos años después de su publicación (1988), Jorge Alí Triana dirigió una miniserie que causó gran revuelo entre los colombianos, nada menos que por las escenas cargadas de erotismo de Amparo Grisales (Inés) y de Margarita Rosa de Francisco (Juana). Así pues, invito a los lectores a volver los ojos sobre aquellos novelistas que como Morales, han ayudado a configurar nuestra identidad nacional. Por supuesto, no se extrañen si las páginas del libro delinean las caderas de la Grisales o los ojos de aceituna de la Mencha, ¿qué mejor compañía para este fin de año?