Revista Universidad de Antioquia 328

Page 1



Carpe diem No pretendas saber, pues no está permitido, el fin que a mí y a ti, Leucónoe, nos tienen asignados los dioses, ni consultes los números Babilónicos. Mejor será aceptar lo que venga, ya sean muchos los inviernos que Júpiter te conceda, o sea éste el último, el que ahora hace que el mar Tirreno rompa contra los opuestos cantiles. No seas loca, filtra tus vinos y adapta al breve espacio de tu vida una esperanza larga. Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso. Vive el día de hoy. Captúralo. No te fíes del incierto mañana. Horacio

Ir a contenido >>


328 Contenido abril - junio 2017

César del Valle Retratos III 3 (2008)

El placer del escéptico 4 6 9 12 16

El fin de la tragedia Alejandro Gaviria Desafíos del desarrollo Andrés García Londoño Nacionalismo y globalización José Manuel Serrano El conocimiento sobre cómo manejar el conocimiento Carlos Eduardo Sierra C. Xenofobia extendida Antonio Vélez

En predios de la quimera Ensayos 20

¡Aléjame la ausencia, pastora mía!

27

Cien años de cosmología relativista

31

Crimen y castigo, según Dexter y Morse

37

Ideas como esquejes

40 48

Felipe Restrepo David Alonso Sepúlveda S.

Lina María Aguirre Jaramillo

Carlos Andrés Salazar Martínez

Nadezhda Krúpskaya. La primera dama de la revolución rusa Anastassia Espinel

Reír, escribir, morir Santiago Gallego

Ir a contenido >>


Cuento 70

La cena está servida en casa de los Kafka Iván Darío Upegui

74

Una criatura fractal

78

El etnólogo

88

Julio César Londoño

Juan Carlos Orrego Arismendi

Arquitectura

Los edificios que un día fueron rascacielos Luis Fernando González Escobar

El sombrero de Beuys Plástica 94

Cien años de una fuente que redefinió el arte

Carlos Arturo Fernández Uribe

106

Que cien años no son nada, y la obra de Marcel Duchamp Ana Cristina Vélez Caicedo

56 58

Poesía Rondín de la muerte. William Agudelo Mejía

El papel del doble

64

Breve historia del cuerpo

Ignacio Piedrahíta 68

José Ángel Valente, la lengua de los pájaros Julia Escobar Villegas

Sol Astrid Giraldo E.

Cine 118

Romy Schneider, la actriz herida Juan Carlos González A.

Reseñas 126

Luis Fernando Afanador

Los tres tormentos de Juan Carlos Orrego

Tejido de punto

La mirada de Ulises

Poemas. Betsimar Sepúlveda

Fragmentos a su imán 60

113

La consolidación de un gran narrador colombiano Carlos Sánchez Lozano

128 129 131

El oficio de la observación Luis Germán Sierra J.

El lado más hondo de la realidad Luis Germán Sierra J.

Entre mujeres y pecados Memo Ánjel

Ir a contenido >>


El placer del escéptico

El fin de la tragedia Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha entre el bien y el mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas; hizo sentir la necesidad de hacer justicia al enemigo. Pero el maniqueísmo moral es invencible […] Las guerras, las guerras civiles, las revoluciones, las contrarrevoluciones, las luchas nacionales, las rebeliones y su represión fueron barridas del territorio de lo trágico y expedidas a la autoridad de jueces ávidos de castigo. Milan Kundera

C

ada vez que en Colombia ocurre una avalancha o una inundación, el “fin de la tragedia” se hace evidente, la predicción de Milan Kundera se confirma al pie de la letra. En medio de la angustia colectiva y el melodrama de los medios, nuestros analistas dan rienda suelta a su compulsión moralizante. Niegan la tragedia. Buscan culpables. Encuentran villanos y encomian a unos cuantos héroes incomprendidos que, en su opinión, predican en vano en medio del diluvio. Algunos se asemejan (retóricamente, digamos) a los curas de los tiempos de la Colonia, quienes, ante un terremoto o una epidemia, señalaban las consecuencias calamitosas de los extravíos pecaminosos de la sociedad. El debate necesario sobre las políticas ambientales se plantea, entonces, como una lucha entre el bien y

4

Alejandro Gaviria

el mal. Nadie menciona los costos de reubicar decenas de miles de personas. Ni el complejo balance entre desarrollo y medio ambiente. Mucho menos las dificultades de un país con una geografía endemoniada y una historia de exclusión y desplazamiento. No hay análisis. No hay contexto. Todo se convierte en una fábula. El narcisismo moral, sobra decirlo, florece en medio de la negación de la tragedia. Al mismo tiempo, fiscales y procuradores se transforman en jueces ávidos de castigo. Anuncian investigaciones. Amenazan con medidas draconianas. Levantan el dedo acusador. Alguien debe ir a la cárcel, sugieren. Recientemente, una corte italiana envió a prisión a un grupo de sismógrafos de una agencia estatal (hoy en día el servicio público es una profesión de alto riesgo) por no predecir oportunamente un terremoto. El mundo del fin de la tragedia es determinista. No deja espacio para la incertidumbre. Ni para los errores. Es un mundo de carceleros oportunistas, adeptos a señalar culpables ante las cámaras de televisión. El fin de la tragedia es también aparente en nuestros debates políticos y en las demandas y exigencias ciudadanas. Creemos ingenuamente que todos los problemas fiscales del Estado se reducen a la existencia de la corrupción. No aceptamos la idea trágica de la escasez. Reducimos todos los dilemas distributivos a una lucha entre los buenos y los malos. Negamos los choques o conflictos de valores. Tendemos por lo tanto al reduccionismo, a las fábulas

Ir a contenido >>


Novedades Nadie menciona los costos de reubicar decenas de miles de personas. Ni el complejo balance entre desarrollo y medio ambiente. Mucho menos las dificultades de un país con una geografía endemoniada y una historia de exclusión y desplazamiento. No hay análisis. No hay contexto. Todo se convierte en una fábula.

moralizantes. Basta mirar los noticieros, leer las columnas de opinión o revisar las sentencias de los jueces para comprobar la extensión del fin de la tragedia. El liberalismo está pasado de moda, dicen algunos. Pero quisiera rescatar, en medio de la tormenta, la necesidad del liberalismo trágico. Muchos de nuestros valores más preciados están en conflicto: la justicia y la paz, la libertad y la igualdad, etc. La vida, como la política, implica sacrificio, la elección entre valores distintos. Ya lo había dicho Isaiah Berlin: “los valores de la vida no son solamente múltiples; suelen ser incompatibles. Por ello el conflicto y la tragedia no pueden ser nunca eliminados de la vida humana”. Recuerdo la respuesta de Borges ante una pregunta impertinente sobre la participación de su compatriota Ernesto Sábato en una comisión de acusaciones en Argentina: “alguien tiene que hacerlo, pero prefiero que lo hagan otros”, dijo. El ejemplo de Borges, esto es, su aversión a convertirse en un juez implacable, es aleccionador. En un mundo de acusadores, la reflexión sosegada, la insinuación inteligente y la aceptación de la tragedia representan casi un milagro. “Lo trágico nos ha abandonado y este es tal vez nuestro verdadero castigo”.

En mi flor me he escondido Emily Dickinson 3.ª ed. (bilingüe) Versiones de José Manuel Arango. Prólogo de Juan José Hoyos Editorial Universidad de Antioquia Medellín, 2017 458 p.

40 poemas Piedad Bonnett Editorial Universidad de Antioquia Medellín, 2017 66 p.

Ir a contenido >>

Cartas a una joven ensayista Efrén Giraldo Fondo editorial Universidad EAFIT Medellín, 2017 144 p.

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

5


Desafíos del desarrollo

E

l 13 de abril de 2017 el ejército de Estados Unidos usó por primera vez en combate el GBU-43/B, popularmente llamada Madre de Todas las Bombas o MOAB, que, aunque existe desde 2003, nunca se había utilizado. Se “estrenó” en Afganistán sobre un complejo de túneles construido por el llamado Ejército del Estado Islámico, tan conocido por sus crueldades con prisioneros de guerra, minorías y mujeres. Con once toneladas de explosivos, la bomba funciona de doble manera. Por una parte, es un gigantesco mazo de fuego que hace colapsar e incendiar cualquier cosa que se encuentre a kilómetro y medio del sitio donde cae. Por la otra, consume todo el oxígeno y crea un enorme vacío, que literalmente extrae el aire de sus víctimas y destruye sus pulmones. Ahora que ya se “estrenó”, es de esperar que se use en otros escenarios.

Si nosotros los “tercermundistas”, que al menos nos hemos comprometido a no jugar con lanzallamas, no damos un paso adelante y tratamos de crear una unión que presione por la cordura y llame a la resistencia frente al peligro común, no podemos contar con que nadie más lo haga. 6

Andrés García Londoño

La MOAB es la bomba no nuclear más destructiva en el arsenal de Estados Unidos. Pero no la mayor del mundo. Ese récord les corresponde a los rusos, que aparentemente tienen ya al Padre de Todas las Bombas (FOAB, en inglés), una bomba termobárica varias veces peor, porque sus 44 toneladas de explosivos arden a una temperatura mayor y por más tiempo. Aun así, ninguna de las dos alcanza a tener la milésima parte del poder de la bomba que cayó en Hiroshima, y apenas tienen una millonésima del de algunas bombas de hidrógeno. Pero esto último en poco cuenta, porque las armas nucleares también se están mejorando. Los rusos están desarrollando el RS-28 Sarmat, popularmente conocido como Satán 2, un misil capaz de destruir por sí solo un territorio del tamaño de Francia, Inglaterra o Texas. Estados Unidos, por su parte, quiere crear armas nucleares más pequeñas y con menor carga radiactiva, lo que quizá resulte aún más peligroso para el equilibrio nuclear. China hasta ahora ha sido quizás el más racional de los tres gigantes nucleares. Primero, porque mantiene un arsenal nuclear de “unos pocos cientos” de armas (entre Estados Unidos y Rusia pueden tener más de 14.000, aunque la cifra exacta es secreta); segundo, porque propuso y sigue la política del “No primer uso”: esto es, no usar armas nucleares antes de que alguien más ataque su territorio con armas nucleares; una política que, entre los países del “club nuclear”, solo siguen China e India. Pero las nuevas armas en desarrollo de

Ir a contenido >>


Estados Unidos (al parecer pensadas para usarse en campos de batalla, como fue usada la MOAB, más que para un intercambio nuclear a gran escala) pondrían tanto estrés adicional en la defensa china, que muchos dudan que esta renueve su compromiso con tal política. Todo esto lleva a pensar hasta qué punto la civilización humana realmente avanza. Quienes éramos adolescentes o adultos a finales de los ochenta podemos recordar la sensación de alivio que trajo la caída del Muro de Berlín. Y no porque prometiese el fin de la Unión Soviética, sino porque auguraba el fin de la Guerra Fría. Hoy estamos en los inicios de una nueva carrera armamentista, pero con múltiples diferencias con la anterior. Ya no es una carrera que intente siquiera encubrirse en la lucha ideológica, sino que se hace por los motivos más antiguos de la guerra: territorios, influencia, recursos escasos, e incluso para evitar que algunos de dichos recursos dejen de ser escasos y bajen demasiado de precio. Tampoco se da en un vacío de información donde solo unos pocos pueden saber lo que pasa. Con internet el problema no es la falta de información, sino el exceso de ella, lo que hace difícil filtrarla y saber qué es importante, e incluso real, y qué no lo es. Además, como no se trata de una lucha ideológica, la mayoría de los aliados importan mucho menos. Por esto, si se siguen las reglas de juego tradicionales, al final sucederá lo que sea que decidan los gobiernos de las potencias nucleares, que no en vano son también quienes tienen poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Hay, sin embargo, otra diferencia: hoy más de medio mundo pertenece a una zona libre de armas nucleares (ZLAN). La razón es que otras naciones han seguido el ejemplo que puso Latinoamérica en 1967 con el Tratado de

Tlatelolco, que hasta el día de hoy mantiene a nuestros países libres de armas nucleares. Las naciones de Oceanía y el Pacífico del sur firmaron su propio acuerdo de prohibición en 1985, Mongolia se comprometió en solitario en 1992, las naciones del sureste asiático firmaron el suyo en 1997, varias de las ex repúblicas soviéticas en Asia central lo hicieron en 2006, y los países africanos crearon en 2009 la que ahora es la zona habitada libre de armas nucleares más grande del mundo. Latinoamérica fue pionera en ello y buena parte de los otros tratados se diseñó a partir del nuestro. De hecho, fuimos los únicos por casi dos décadas, y el mexicano Alfonso García Robles recibió el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos al respecto en 1982 (es decir, el mismo año en que otro latinoamericano de apellido García, pero colombiano, lo recibía en literatura). Pero solemos ser los últimos en enterarnos de que otros nos han imitado (de hecho, la página de Wikipedia sobre las ZLAN ni siquiera tiene versión en español o portugués, aunque sí en idiomas sin países participantes, como el sueco, polaco, coreano e italiano), pues hemos asumido que los países latinoamericanos siguen, no lideran. En nuestro caso, el desequilibrio en el juicio no se produce por falta de autocrítica, como en otras partes, sino por lo contrario. Aunque somos muy conscientes de nuestros propios problemas (desde la corrupción hasta la violencia y la inequidad), solemos ignorar nuestros logros (sobre todo por fuera del deporte) y los muy reales problemas de los países a los que seguimos e imitamos. El Reloj del Fin del Mundo, también conocido como Reloj del Apocalipsis, es un reloj simbólico que maneja la junta directiva de una revista científica internacional publicada por la Universidad de Chicago, Bulletin of the Atomic

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

7


Scientists, fundada por científicos que participaron en el Proyecto Manhattan. Cuando el reloj se creó en 1947 marcaba las 11:50 p. m. por el nuevo peligro traído por las armas nucleares. A partir de entonces, cada año el reloj se adelanta o se retrocede de acuerdo con si, a juicio de expertos, la humanidad se ha alejado o acercado a las 12 de la medianoche, que representa la extinción de la especie. Como nunca se ha eliminado el peligro de una guerra nuclear (y, en cambio, apareció otro gran peligro llamado calentamiento global), lo más que el reloj retrocedió fueron las 11:43 p. m. en 1991, luego de que Rusia y Estados Unidos se comprometieran a eliminar parte de su arsenal nuclear tras el fin de la Guerra Fría; mientras que el año en que estuvimos más cerca de la medianoche fue 1953, cuando el reloj llegó a marcar las 11:58 p. m., luego de que Estados Unidos usara por primera vez una bomba de hidrógeno. ¿Qué hora marca el Reloj del Apocalipsis en 2017? A pesar de que la Guerra Fría acabó hace más de un cuarto de siglo, nuestro año es el segundo en que el reloj ha estado más cerca de la medianoche (las 11:57 p. m. con 30 segundos). ¿Las razones? El aumento del nacionalismo, el peligro de una nueva carrera armamentista entre grandes potencias y la elección como presidente de Estados Unidos de una persona que ha hecho comentarios alarmantes sobre armas nucleares y niega la realidad del calentamiento global, aunque el país que gobierna sea el segundo que más contribuye al aumento de los gases de efecto invernadero luego de China. ¿Seremos capaces los humanos de impedir que el reloj avance los dos minutos y medio faltantes para la medianoche? Quién sabe, pero es dudoso que esta vez pueda hacerse sin un esfuerzo coordinado. Como puede verse con el reloj mismo, también en los países que pertenecen a lo que antes se llamaba “Primer” y “Segundo Mundo” hay mucha gente consciente del peligro. Pero allí también están las fuentes de los mayores riesgos que nos afectan a todos (desde la casi totalidad de las armas de destrucción masiva hasta la mayor emisión de gases invernadero). Incluso, gobiernos a los que probablemente pocos de sus ciudadanos considerarían modelos a seguir, como es el caso de

8

muchos en Latinoamérica y de otras “naciones menores”, parecen comportarse con mayor madurez frente al peligro de extinción, tanto en relación con las armas de destrucción masiva, como en la persecución de acuerdos por reducir el peligro del calentamiento global. Esto implica una paradoja de un tamaño tal que se abre la posibilidad de un nuevo paradigma. Hoy el llamado diplomático a la cordura, e incluso la resistencia frente a los riesgos de extinción, solo puede plantearse con coherencia desde países que tradicionalmente han ocupado un lugar secundario en la política global. Si queremos sobrevivir, importa poco que nos consideremos preparados para esto o no. Simplemente no hay adultos en el cuarto cerrado donde vivimos y varios de los niños más grandes están jugando con armas. Así que si nosotros los “tercermundistas”, que al menos nos hemos comprometido a no jugar con lanzallamas, no damos un paso adelante y tratamos de crear una unión que presione por la cordura y llame a la resistencia frente al peligro común, no podemos contar con que nadie más lo haga. Hoy, como nunca, la supervivencia de la especie muy bien puede depender de lo que el llamado “Tercer Mundo” decida hacer. ¿Lo haremos? ¿O callaremos (bien sea por miedo, conveniencia a corto plazo, o porque la subordinación es la postura que mejor conocemos)? Quién sabe. Al final, quizá la respuesta a esa pregunta sea tan difícil de predecir como si la humanidad misma sobrevivirá o no a sus años de infancia.

Ir a contenido >>


Nacionalismo y globalización José Manuel Serrano

E

l célebre e influyente libro del politólogo norteamericano Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre (1992), tiene ya 25 años. Como buen discípulo de Samuel Huntington (El choque de civilizaciones), Fukuyama veía el progreso de la Historia y los avances sociopolíticos en términos dicotómicos de opuestos en lucha permanente. Con una proyección teleológica de la civilización y las ideologías, Fukuyama proponía en aquel libro una interesante tesis. Tras la caída del régimen soviético y el fracaso de la apuesta comunista, el vencedor total había resultado ser el modelo liberal-capitalista defendido desde 1945 por Estados Unidos. Liderando un mundo regido por un ideal de libertad política y mínimas barreras económicas, la tenaz pugna derivada de La potente fuerza la Guerra Fría había acabado con una victoria abde la construcción soluta y contundente de mental que es aquel modelo socioecola Nación es un nómico que defendía un vector histórico proyecto ideológico basado en la globalización del que otorga niveles liberalismo con sus dos de cohesión caras visibles: la política difíciles de y la económica. De hecho, ese proyecto describir, pero había comenzado mucho omniscientes. antes, con el propio nacimiento de la República

norteamericana en el siglo xviii, bajo el dominio de un régimen democrático y sin limitaciones sobre el modelo económico de desarrollo. Prosiguió durante el siglo xix en el contexto de la guerra de Secesión, defendiendo la libertad para los negros, y se ancló en el siglo xx cuando el presidente norteamericano Wilson, en 1918, defendió la creación de la Sociedad de Naciones como un mecanismo para expulsar la guerra, como forma para la resolución de conflictos, casi siempre de tipo nacionalista. Al liderar los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial el arsenal de la democracia, los norteamericanos no hacían más que continuar su visión (Destino Manifiesto) defensora de un mundo en donde los ideales liberales, parlamentarios, democráticos y de librecambio dictaminaran por sí mismos las interrelaciones a nivel global, regidos únicamente por la mano invisible de la economía y las finanzas, exponentes de un sistema político superior. Hay que reconocer que la teoría de Fukuyama no estaba exenta de atractivo e incluso hasta de lógica causal. Sin embargo, el 11-S y la segunda guerra de Irak en 2003 insertaron en el panorama internacional e ideológico actores aparentemente desconocidos. La aparición del fenómeno yihadista, la abierta imposibilidad de resolver el conflicto palestino-israelí, la pervivencia en Latinoamérica del populismo, la supervivencia de China como régimen comunista, pero con un desarrollo económico espectacular, y la renuente actitud de pueblos otrora bajo la égida de la antigua Unión Soviética en la zona

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

9


del Cáucaso deseosos de lograr una auténtica libertad, demostraron a Fukuyama y sus adalides que la especie humana es reticente a dejarse encasillar por teorías en apariencia lineales que provocaran el fin de la Historia. El supuesto triunfo del modelo de la globalización políticoeconómica, propuesto por el antiguo alumno de Harvard, evidenció a principios del siglo xxi una resistencia a cumplirse que sin duda causó un auténtico trauma a su creador. Haciendo alarde de algo poco común, Fukuyama rectificó años más tarde su planteamiento original. No era muy sabio nadar contracorriente y contra la propia evidencia. ¿Qué había ocurrido? Ni el pensador norteamericano ni otros muchos tuvieron en cuenta un sustrato básico de las sociedades humanas, independiente del tiempo y el espacio. Algo tan “primitivo” y natural como el sentimiento nacional, la percepción identitaria, la aptitud mental de compartir valores, creencias, historia y tradición son aspectos poderosos e igualmente dinámicos. La potente fuerza de la construcción mental que es la Nación es un vector histórico que otorga niveles de cohesión difíciles de describir, pero omniscientes. Los pensadores “modernos” creyeron que los estadios ancestrales del idealismo romántico nacionalista del siglo xix, que construyó el Estado liberal actual en concomitancia con la efervescencia de las ideologías parlamentarias y democráticas decimonónicas, había dejado paso a la construcción superior de un entramado de inexistencia orgánica de las ideologías. En ese mundo perfecto e ideal, la globalización suponía el fin de la Historia en sentido laxo, el logro supremo de la igualdad. Dicha igualdad estaba representada por la economía global, la sensación de pertenencia a una casa-mundo, en donde las posibilidades son equitativas para todos gracias a las bondades del liberalismo económico y su cobertura política, la democracia. Pero, aunque tardíamente, Fukuyama y otros muchos comprendieron por fin la tercera ley de Newton, es decir, la ley de acción-reacción. Las sociedades rechazan las imposiciones que pretenden arrostrar con su pasado, con su identidad, con sus valores. El mundo tras la caída del

10

Muro de Berlín tendió, ciertamente, a incrustar la esencia de la globalización tiznada con la bondad de una economía global y unas estructuras políticas aparentemente democráticas. Pero incluso la vieja Europa rechazó el planteamiento consciente de que el costo de entrar en el paraíso era dejar atrás un pasado milenario y unas diferencias culturales y nacionales que le han dado categoría propia a todos y cada uno de los pueblos europeos.

Las sociedades rechazan las imposiciones que pretenden arrostrar con su pasado, con su identidad, con sus valores.

Los británicos no abandonan Europa ahora con el famoso Brexit. Ellos nunca estuvieron plenamente en esa construcción llamada Unión Europea. No quisieron menoscabar su esencia, aceptando la supeditación comunitaria de su destino, y quedaron fuera del euro desde el primer momento. Cuando observaron que estar entre los europeos representaba perder parte de su esencia británica, decidieron que era mejor mantener sus tradiciones british, porque están directamente relacionadas con la plena independencia política, intelectual y espiritual. Las instituciones europeas no han logrado ningún consenso político unitario porque prácticamente ningún Estado está dispuesto a dejar escapar el control sobre su interés nacional. El fracasado proyecto de Constitución Europea fue un ejemplo de ello. Francia y Holanda se vieron envueltas en una oleada de nacionalismo que movilizó a amplias capas de la población para negar la aprobación. Como resultado, la tal llamada Constitución es un papel mojado sin efecto alguno. El Tratado Schengen de libre circulación de personas —que es realmente un instrumento más del espacio globalizado— ya está siendo discutido por varios países porque supedita la libertad nacional a acoger personas a un proyecto unitario europeo que se está resquebrajando poco a poco.

Ir a contenido >>


El resurgir de partidos nacionalistas más o menos radicales en Francia, Austria, Holanda, Dinamarca o Italia es una reacción directa al rechazo a perder valores identitarios que los marcaron —para bien o para mal— desde hace siglos. Los problemas de seguridad a causa del terrorismo yihadista son el arma discursiva de algunos de estos grupos emergentes nacionalistas, pero en realidad estuvieron siempre larvados en espera de una coyuntura favorable como la actual. Y esto es así porque el proyecto globalizador, a pesar de ser vendido como un espacio principalmente económico y fiscal, supedita el resto de valores y compromisos nacionales a un supuesto bien comunal. El mundo multipolar actual es un reflejo directo de esta tesitura, que ni mucho menos es única de Europa. La Rusia de Putin lleva años trasladando el discurso de la Madre Rusia y del paneslavismo como eje articular de defensa de su esfera de interés nacional. La incorporación de Crimea a Rusia y la soterrada guerra con Ucrania son un fiel reflejo de ello. Los múltiples Estados balcánicos están de nuevo haciendo alarde de sus fronteras nacionales frente a la infiltración de extranjeros, pero también de ciudadanos de países vecinos cuyo sustrato identitario es rechazado como ajeno. China es refractaria a perder su pasado milenario, sus tradiciones culturales, su idiosincrasia. Ha buscado y encontrado un modelo híbrido de un capitalismo controlado férreamente por un Estado centralizado y dictatorial, porque entiende que es el único camino para marcar diferencias con el modelo globalizado. Pretender que China se democratice es una quimera. El gigante asiático es el único Estado del mundo que jamás ha tenido en su larga Historia ni un solo día de régimen democrático unitario para todo el territorio. Incluso Mao utilizó la tradición imperial histórica para legitimar su Revolución ante un pueblo que siempre estuvo bajo los pies de un poder unipersonal. Pakistán o la India se marcan entre sí distancia, basándose en su historia, cultura y religión diferenciadas, e incluso en el Próximo Oriente la Primavera Árabe se hizo para evitar que algunos de sus Estados continuaran bajo la influencia política y económica de Estados Unidos, y aun de Rusia. Negar

que exista un nacionalismo árabe heterogéneo es desconocer su pasado inmediato. Por todo el mundo la reacción ha sido y será la misma. La emergencia del nacionalismo, del discurso de la patria y de las esferas del interés nacional son instrumentos que gozan de una gran aceptación popular porque son el único fermento que todo miembro de una comunidad va a comprender y asimilar de forma automática. No es que sea “primitivo”; es comprensible, intangible y presente en el tiempo, al margen de los regímenes políticos. Su discurso sencillo, directo, acoge a todos los integrantes de un pueblo, independiente de su estatus social y económico, y es una reacción muy natural al baldío intento de laminar las diferencias imponiendo una ilusión globalizadora. Estamos, sin duda alguna, ante un momento histórico de eclosión por reacción de eso que, pese a ser intangible, todos comprendemos: la Nación.

Novedad

Dos velorios. San Carlos, en el camino del perdón Hugo de Jesús Tamayo Gómez Hilo de Plata Editores Medellín, 2017 151 p.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

11


El conocimiento

sobre cómo manejar el conocimiento

O

mar López Mato, en su libro titulado Ciencia y mitos en la Alemania de Hitler, un tema engastado en la confusa y nefasta relación entre el poder político y la tecnociencia, concluye con lucidez que los seres humanos siguen sujetos a reacciones primarias, como la agresión o la huida, pese al notable desarrollo intelectual alcanzado por nuestra especie; que el patrioterismo es tan fuerte hoy como hace un siglo o un milenio; y que el espíritu tribal jamás nos abandona. Es decir, el mundo actual está poblado por hombres de Cromañón que manejan computadores y arrojan misiles nucleares en vez de piedras y flechas. En otras palabras, el progreso tecnocientífico ha ido mucho más rápido y lejos que el progreso ético. De este modo, no es posible afirmar que la acumulación de conocimientos tecnocientíficos hace que los seres humanos de hoy sean mejores personas y que posean una mayor autoridad moral que nuestros lejanos antecesores. No parece que haya genes para la moral. Por el estilo, Michio Kaku, físico, futurólogo y divulgador científico estadounidense, decía en una entrevista televisiva que, en la ciencia ficción, hay una clasificación de las civilizaciones según tres tipos, a saber: las civilizaciones del tipo III, las más avanzadas, son aquellas que han alcanzado un manejo sabio de los recursos de su galaxia; siguen las civilizaciones del tipo II, menos avanzadas

12

Carlos Eduardo Sierra C.

que las anteriores, aunque han logrado manejar bien los recursos de su sistema planetario; por último, tenemos las civilizaciones del tipo I, menos avanzadas aún, si bien han sabido manejar con prudencia los recursos de su planeta madre. En esta perspectiva, asevera Kaku que nuestra civilización es del tipo cero. Es decir, está en una fase preocupante de adolescencia tecnológica, lo cual significa que no sabemos si cabe o no evitar la autodestrucción o si nuestra vieja madre Gaia perderá la paciencia y echará de su casa a los humanos por comportarse cual gamberros. En otras palabras, la humanidad como un todo no cuenta con un conocimiento sobre cómo manejar el conocimiento, o sea, un conocimiento que permita manejar en forma responsable el enorme poder que la tecnociencia ha puesto en nuestras manos. Se denomina a tal conocimiento con un término, surgido al iniciar la década de 1970: bioética. Al fin y al cabo, todo gran poder exige una gran responsabilidad. Ahora bien, ¿por qué es menester contar con ese conocimiento crucial? Sin ambages, considero que esto obedece a un hecho incontestable: la maldad intrínseca del ser humano, una realidad avalada tanto por la Historia como por las modernas neurociencias. Al fin y al cabo, Santiago Ramón y Cajal, padre de la teoría de la neurona, afirmaba que el ser humano es un animal de malos instintos, que lo único digno de encomio que ha producido es la ciencia y el arte, mientras que, en todo lo demás, sigue

Ir a contenido >>


siendo el último animal de presa aparecido. Significa esto que, si el ser humano fuera bueno por naturaleza, la ética saldría sobrando. Ni siquiera es posible afirmar que la comunidad científica maneja en forma responsable semejante poder, máxime que, en su seno, casi no se genera reflexión al respecto; una cuestión que la historia demuestra con tozudez; una historia que, según hacía ver Gaston Bachelard, es la de los defectos de la racionalidad. Después de todo, los científicos, los ingenieros y los médicos jamás dejan de ser humanos, con sus virtudes y defectos. Ante todo, no hemos de olvidar que nuestro cerebro cuenta, entre sus componentes, con el complejo reptiliano, justo la sede de la agresión, del ritual, de la territorialidad y de la jerarquía social. Por así decirlo, siguiendo al inolvidable Carl Edward Sagan, en lo profundo de nuestro cráneo hay algo parecido al cerebro de un cocodrilo. Cuenta Sagan en Cosmos que, entre los cazadores y recolectores Kung San del desierto del Kalahari, cuando dos hombres empiezan a discutir, las mujeres les quitan las flechas envenenadas y las ponen fuera de su alcance. Para nuestro tiempo, según destaca Sagan: Nuestras flechas envenenadas pueden destruir la civilización global y, posiblemente, aniquilar a nuestra especie. Ahora, el precio de la ambigüedad moral es demasiado alto. Por esta razón —y no por su aproximación al conocimiento— la responsabilidad ética de los científicos también debe ser muy alta, sin precedentes. Desearía que los programas universitarios de ciencia plantearan explícita y sistemáticamente estas cuestiones con científicos e ingenieros experimentados. Y a veces me pregunto si, en nuestra sociedad, también las mujeres —y los niños— acabarán poniendo las flechas envenenadas fuera de nuestro alcance.

El mundo actual está poblado por hombres de Cromañón que manejan computadores y arrojan misiles nucleares en vez de piedras y flechas. En otras palabras, el progreso tecnocientífico ha ido mucho más rápido y lejos que el progreso ético.

Por desgracia, nuestros programas universitarios distan en mucho de satisfacer el sabio deseo expresado por Sagan, no obstante que Margaret Mead planteó casi lo mismo en fecha tan lejana como 1957. Para ilustrar lo dicho, no es menester invocar ejemplos del Primer Mundo, que los hay a granel, acerca del uso irresponsable del poder que el ser humano tiene, merced a la tecnociencia. De hecho, por aquí contamos con bastantes en este sentido. Pensemos en nuestra propia ciudad, la cual tiene el curioso récord de ser la urbe latinoamericana con el mayor parque automotor, o sea, un vehículo por cada dos o tres habitantes, lo cual suena, en cierto modo, a pereza invencible para desplazarse en forma autónoma, mediante el uso de los propios pies. De aquí que se disparen con frecuencia las alertas ambientales en la ciudad. De pronto, acaso diríase que una urbe que cuenta con tantos vehículos automotores, amén de una miríada de teléfonos celulares, fotocopiadoras, computadores, tabletas, electrodomésticos, armas de fuego y otros chirimbolos tecnológicos, debe ser una ciudad en la que la ciencia forma parte de la cosmovisión de sus habitantes, de su manera de comprender el mundo en contravía al dogma y al principio de autoridad. Empero, el principio de realidad nos pone un frío cable a tierra, puesto

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

13


que la proliferación demencial de artilugios tecnológicos corresponde más bien a una sociedad que cabe denominar, al igual que el resto de Latinoamérica, como un feudalismo de alta tecnología, de acuerdo con la atinada expresión de Heinz Dieterich. Y, en tanto un feudalismo, Medellín, como las sociedades medievales, no se sustrae en modo alguno a la violencia extrema. Sencillamente, los paisas consumen con frenesí la tecnociencia, pero no suelen reflexionar sobre ella. Y si hay algo que cabe identificar como el sustrato mismo de la bioética es la reflexión acerca de los usos, positivos y negativos, de la tecnociencia. Para colmo de ironías, el calificativo de “ciudad más innovadora del mundo” no es precisamente un elogio, habida cuenta de que el verbo innovar, en sentido estricto, se refiere a tomar ideas de otros para, a continuación, hacerles algún cambio, no necesariamente espectacular, y, bajo el amparo de la legislación de marcas y patentes, obtener una patente para la innovación sin haberse esforzado tanto como los creadores originales. En fin, encuentro llamativo que, en Bogotá, a corta distancia de la Pontificia Universidad Javeriana, existe un negocio de fotocopias que lleva el nombre zumbón de El Paisa Copión de la 41. Este ejemplo, a propósito de la proliferación demencial de chirimbolos tecnológicos en Medellín, cae de perlas para ilustrar un rasgo hórrido de esta civilización: su índole dominante. Con esta denominación rica en imágenes, se alude a que es una civilización que consume en forma desmedida recursos naturales en virtud de una visión retorcida de la tecnociencia, cuyos orígenes están en el siglo xii europeo, cual medio para conquistar la naturaleza, incluidos los seres humanos. En concreto, esta civilización, para su funcionamiento, depende de 57 minerales, de los cuales 11 alcanzaron su máximo de extracción antes del año 2002, incluido el fósforo, base de los fertilizantes, lo cual sugiere que estamos ad portas de un colapso de la agricultura mundial, máxime que entramos hace varios años en la era del petróleo difícil, el que no está a flor de tierra. Además, en el transcurso de las siguientes tres décadas, más de la mitad de estos minerales alcanzará su punto máximo de extracción. Es el fin mineral de la

14

civilización. En suma, esta es una civilización inviable y exangüe; estamos sumidos en una crisis sistémica, por lo que se impone la necesidad de dar el paso hacia una civilización alternativa, no dominante, sino convivencial. Eso sí, no es un paso fácil. En estas condiciones, la bioética, más que global, ha de ser radical, dados los enormes abismos de la actual civilización.

El principio de realidad nos pone un frío cable a tierra, puesto que la proliferación demencial de artilugios tecnológicos corresponde más bien a una sociedad que cabe denominar, al igual que el resto de Latinoamérica, como un feudalismo de alta tecnología, de acuerdo con la atinada expresión de Heinz Dieterich.

Desde luego, lo dicho hasta aquí no es pesimismo apocalíptico. De facto, si revisamos lo mejor de la ciencia ficción, el género que trata de las posibles consecuencias de los usos de la tecnociencia, resulta llamativo que, para mediados del siglo xx, abundaran los relatos cuyo motivo principal es el colapso civilizatorio. Alguno de estos se refiere a una gran crisis en la Tierra al llegar el año 2000, con una población de 6.000 millones. Hoy día, estamos en el año 2017 con más de 7.400 millones de habitantes. Si extrapolamos más esta situación, entramos en la trama de un filme reciente del género, del año 2009, Pandorum, que inicia en 2174, con una Tierra superpoblada, casi 25.000 millones de habitantes, y una escasez peligrosa en las reservas de agua y comida. A raíz de esto, los gobiernos del planeta construyen la nave Elysium para colonizar Tanis, un planeta extrasolar similar al nuestro. Tras muchas peripecias, de los 60.000 pasajeros puestos en hipersueño, apenas logran llegar con vida a su destino 1.213, con los cuales la humanidad ha de comenzar en ese nuevo mundo, mientras que en la Tierra… todo ha acabado.

Ir a contenido >>


Claro está, no hace falta llegar hasta fines del siglo xxii para alcanzar una situación crítica. De hecho, Van Rensselaer Potter, padre de la bioética, decía que, si no se echaban a andar antes del año 2000 las reformas políticas necesarias para reversar las consecuencias negativas de los malos usos de la tecnociencia, pasaríamos más allá del punto de no retorno. Estamos en 2017 y tales reformas siguen nonatas. Este es nuestro hado. Para colmo, no cabe por ahora abrigar esperanzas en cuanto a hallar un planeta similar al nuestro para comenzar allí de nuevo como civilización, una Tierra 2.0 por así decirlo. Botón de muestra, no es promisorio el reciente descubrimiento del sistema planetario de la estrella Trappist-1, a 39 años luz, con 7 planetas similares al nuestro. En concreto, la actividad intensa del campo magnético de tal estrella produce una variación constante de las atmósferas planetarias, lo que hace imposible la existencia de vida según la conocemos. Además, la corta distancia entre esa estrella y sus planetas implica que las llamaradas solares correspondientes arrasen con cualquier forma de vida que pueda haber. En pocas palabras, que sepamos, por ahora solo contamos con nuestro planeta madre, el cual ha sido muy mal administrado por parte de la humanidad. ¿A qué esperamos para asumir el reto del paso hacia un paradigma alternativo de civilización convivencial? No esperemos que vengan a salvarnos hombrecitos grises o verdes. Con todo, dar este paso no es fácil, dado el compromiso político necesario, no ya a escala regional o nacional, sino continental cuando menos. Para comenzar, estamos hablando de reformas profundas tanto en la economía como en los sistemas de justicia social, de un nuevo pacto entre hombre y naturaleza, del hombre en comunión con natura en vez del hombre contra ella. Así mismo, la dificultad salta a la vista; no en vano, llamados economistas convivencialistas, como Alain Caillé, objetores del crecimiento económico a ultranza, buscan con sus investigaciones elucidar las condiciones requeridas para dar tan indispensable paso, que connota superar nuestra peligrosa adolescencia tecnológica. Ante todo, se trata de dejar atrás esta civilización moribunda para iniciar una nueva,

biocéntrica como la que más. Pero ¿será posible? De nuevo, recordemos lo antedicho sobre la maldad humana, máxime que la psicología más reciente arroja luces poco tranquilizadoras, como aquellas emanadas del experimento de la Universidad de Stanford de 1971, que suscitó más preguntas que respuestas sobre la amoralidad que hay en la psique humana, un motivo central que encontramos también en la literatura, como en El señor de las moscas, novela de William Golding, y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson. Bien lo decía Santiago Ramón y Cajal: “Estimo que en la manoseada frase de Hobbes ‘el hombre es lobo para el hombre’, se calumnia un poco al lobo”. Todo lo demás es ilusorio, por lo que urge el conocimiento sobre cómo manejar el conocimiento.

Novedades

Los pasos del escorpión y otros ensayos Julio César Londoño Editorial EAFIT Medellín, 2017 190 p.

Cabos sueltos. La lectura como pecado capital Eduardo Escobar Editorial EAFIT Medellín, 2017 454 p.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

15


Xenofobia extendida

L

a xenofobia es un defecto humano, quizás un pecado original (traído al nacer), un residuo zoológico de épocas remotas, que la educación y las experiencias vividas ayudan a desarrollar y modelar. No está manejada por el cerebro, sino por el corazón, esto es, no obedece a la razón, sino a la emoción. En nuestros primos animales más cercanos, los gorilas y chimpancés, la xenofobia se manifiesta como rechazo a congéneres de otros grupos, y dentro de la misma familia expresan rechazo por los albinos, que llegan a ser atacados por sus propios compañeros. La xenofobia se caracteriza por aversión, abuso, rechazo y hostilidad hacia los foráneos, es decir, hacia los que son diferentes. Es un elemento de desunión, con manifestaciones que pueden ir desde el desprecio y las amenazas, hasta las agresiones y el asesinato. Una de sus expresiones más comunes es el racismo: al que

La xenofobia se caracteriza por aversión, abuso, rechazo y hostilidad hacia los foráneos, es decir, hacia los que son diferentes. Es un elemento de desunión, con manifestaciones que pueden ir desde el desprecio y las amenazas, hasta las agresiones y el asesinato. 16

Antonio Vélez

pertenece a otra etnia se lo considera de menor categoría o peligroso. Por estar tan arraigado este pecado en nuestra dotación sicológica, la integración con el foráneo es un asunto lento, que requiere, amén de políticas muy bien diseñadas, el paso de muchas generaciones. Podría hablarse de xenofobia extendida, un rechazo a lo extranjero, a lo raro, a lo escaso, a lo distinto. La sociedad rebaja a un sujeto sin que haya una justa razón para ello. Castiga a los gordos, a los deformes, a los homosexuales, a los albinos, a los negros, a los indígenas, a los tartamudos… En muchas sociedades se discrimina al de baja estatura. Y ser muy bajito, es decir, enano, te desvaloriza del todo, salvo si te contratan en un circo, para diversión del público. Dicen que en Estados Unidos las personas más altas ganan mejores salarios: se calcula que los “grandes” ganan 800 dólares mensuales más de salario que los “pequeños”. Esto explica por qué la lucha por parecer más altos: plataformas y tacones altísimos, incómodos, hasta peligrosos, peinados sobresalientes… No olvidemos que Kim Jong-un, el líder norcoreano, usa tacones especiales para aparecer más alto, lo que, sumado al evidente sobrepeso, le ha causado fracturas en los dos tobillos. Pero, le ha producido recompensas. Y no es solo la estatura: son numerosos los motivos de rechazo, estigmatización o desvalorización social. Oigamos esta copla sacada del Martín Fierro, obra del gaucho José Hernández: “A los blancos hizo Dios, a los mulatos San Pedro,

Ir a contenido >>


a los negros hizo el diablo, para tizón del infierno”. Y es que a los negros se los ha discriminado en todos los países de blancos, no muy lejos de lo que dice la copla, y se ha llegado al extremo de comprarlos y venderlos como esclavos. Han sido tratados como una mercancía relativamente barata, pero fuerte y resistente a las inclemencias del tiempo y a los sudores del trabajo. De los esclavos negros, sus dueños, para aquietar los reatos de conciencia, aseguraban que no tenían alma, que no pertenecían a la especie humana, así que podían maltratarlos como si fuesen animales. Bertrand Russell preguntaba: ¿por qué a una persona que cree ser un huevo cocido lo meten en el manicomio? Y él mismo contestaba: porque está en minoría. Los zurdos son minoría, y por eso se los ha discriminado socialmente, de allí que lo siniestro, es decir, lo que está a la izquierda, haya extendido su significado para incluir lo malo, vicioso, aciago; y han sido perseguidos a lo largo de la historia. En cambio, en casi todos los idiomas, derecho o diestro es sinónimo de correcto, justo, recto, hábil. En el Nuevo Testamento, san Mateo escribe: “Luego el Señor dirá a los de la izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno…”. Y Dios, el día del Juicio Final, dirá a los de su izquierda: “Alejaos de mí, encaminaos al fuego eterno, preparaos para el diablo y sus ángeles malos”. En la tradición del islam, todo lo que proviene de la mano izquierda es impuro, por eso únicamente se debe usar para asear las zonas más “impuras” del cuerpo. Para los hinduistas, la gente debe comer con la mano derecha, porque todas las cosas buenas deben hacerse necesariamente con la mano derecha. Durante la Edad Media, muchas mujeres terminaron en la hoguera acusadas de prácticas satánicas por el solo hecho de ser zurdas. Y la “Santa” Inquisición hizo una “limpieza de la izquierda”: quemó a varios cientos de zurdos en la hoguera. En un tratado de psiquiatría de 1921, zurdo y demente se consideraban sinónimos. Y hasta mediados del siglo pasado, en las escuelas

se castigaba a los niños cuando intentaban escribir con la mano izquierda, de tal modo que los convertían en diestros a la fuerza. La homofobia es quizá la más extendida de las fobias, de ahí que los homosexuales hayan vivido escondidos en el closet. Porque son minoría se los ha tildado de pervertidos, degenerados, enfermos. Se propusieron terapias. Una de las más bárbaras consistía en presentarle al sujeto un desnudo de una persona del mismo sexo y simultáneamente aplicarle una descarga eléctrica. En este momento, 78 países criminalizan las relaciones homosexuales, con cadena perpetua en Bangladesh, y pena de muerte en Irán, Mauritania, Arabia Saudita, Sudán y Yemen. Por fortuna, en los países más civilizados, esos primitivos tiempos empiezan a cambiar: la homosexualidad no es una enfermedad ni una degeneración ni una perversión, sino una compleja variante sexual. Y hay argumentos muy sólidos y diversos para convencernos de que la homosexualidad, así como la transexualidad, la bisexualidad y la heterosexualidad son características del comportamiento en las que la educación y la voluntad del sujeto tienen muy poca participación. Los neurólogos han encontrado que el hipotálamo de los homosexuales, igual que el de las mujeres, es más pequeño que el de los varones heterosexuales. Se sabe, además, que las hormonas prenatales participan activamente en la conformación de las estructuras cerebrales, y estas, más tarde, se manifiestan visiblemente como respuestas emocionales para los dos sexos, encargadas de orientar y facilitar el aprendizaje de las conductas sexuales. Es algo tan complejo, que aún no se conoce la red de instrucciones neuronales que devienen en la condición de homosexualidad. La verdad es que se nace así, independiente de la voluntad del sujeto y de la de sus educadores; es decir, el sujeto no tiene “la culpa” de su condición sexual. Juan Pablo II repitió una y otra vez que la homosexualidad no se da en la naturaleza, y que conduce a la extinción de la especie. No sabían

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

17


el papa y sus asesores que la homosexualidad sí se da con generosidad en la naturaleza. En más de 400 especies de mamíferos y aves se han documentado comportamientos homosexuales. Se han estudiado especialmente estos comportamientos en chimpancés y bonobos, nuestros parientes animales más cercanos. Ahora bien, digámosle en voz muy baja al pontífice que desde el punto de vista evolutivo, el celibato es una desviación sexual, al ser un comportamiento contra natura, pues lleva a la especie humana a la extinción. Además, recordémosle al papa y los suyos que han hecho caso omiso de las palabras del Génesis: “[…] y los bendijo Dios diciéndoles: —Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Otro argumento contundente es que la homosexualidad aparece muy temprano, y es irreversible. La inclinación aparece antes de que el niño o la niña tengan una idea de lo que significa. Más aún, la experiencia ha demostrado que ni los castigos más refinados han podido cambiar lo que natura diseñó. Al genial lógico y matemático británico Alan Turing lo obligaron a seguir una terapia hormonal, con la cárcel como castigo en caso de negarse. El tratamiento arruinó su salud, de tal modo que se vio obligado a abandonar sus trabajos en criptografía, mientras la policía lo vigilaba como a un criminal. Desesperado, el 7 de junio de 1954, a los 42 años, mordió una manzana envenenada con cianuro de potasio. Una pérdida grande para la humanidad, y una muestra más de la pérfida homofobia humana. En consecuencia, es muy importante que los políticos conozcan bien el complejo problema de la sexualidad humana antes de proponer las leyes que la gobiernan. Pero nada se compara a la intolerancia, agresividad y violencia que despiertan las religiones de los otros, los credos ajenos. En el nombre del “único dios verdadero” se han cometido los crímenes más horripilantes que registra la historia. La Iglesia católica y su “Santa” Inquisición condenaron a muerte a infinidad de “herejes”, pero a una muerte cruel y dolorosa, para lo cual salió a flote la más perversa creatividad humana: tenazas, grilletes, cizallas, cepos, la Dama de Hierro (sarcófago repleto de púas, en cuyo interior se introducía al pobre sujeto), el potro (para

18

estirarle los miembros al ajusticiado, hasta desmembrarlo, a sangre fría), el collar de púas, la silla de torturas (tachonada de clavos afilados), el vil garrote (para separar las vértebras del cuello). La lista es larga, el sufrimiento inmenso e impensable; y todo en nombre de Dios bondadoso y de la única y verdadera religión: la de ellos. La historia de las grandes religiones es historia de guerras contra los herejes, torturas y crueldades inenarrables contra todos aquellos que no han marchado en las direcciones señaladas. La religión de compasión y amor por el prójimo ha sido impuesta más de una vez por medio de la espada y el odio. Urbano II hizo la guerra al grito de “¡Dios lo quiere!”. El muy considerado Inocencio IV autorizó, con el fin de hacer confesar a los herejes, “torturas que no pongan en peligro la vida ni los miembros”, porque “así lo quiere Dios” en su infinita bondad. Y el santo padre Inocencio III envió la llamada Cruzada contra los albigenses, que arrasó con las poblaciones del sur de Francia donde había prosperado la “herejía”: más de cien mil cátaros, famosos por su ascetismo, por su compromiso con el prójimo y por su renuncia a los bienes terrenales, viajaron prematuramente al cielo. Los suicidas que participaron el 11 de septiembre de 2001 en el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York eran fanáticos religiosos, creyentes hasta niveles que no comprendemos. Fue un valeroso acto de fe para los de su religión, sin duda, pues entregaron su vida de una manera espantosa; sin embargo, la recompensa parece enorme, quizás excesiva, la promesa de que en el paraíso los recibirían 72 vírgenes para cada mártir. El número de personas muertas a manos de asesinos en serie, ladrones, atracadores y otros criminales es despreciable si se lo compara con el de aquellas torturadas y asesinadas en nombre de la causa sagrada. En otras palabras, la presencia de Dios ha sido un detonante brutal: millones de muertos en su nombre: inquisiciones, cruzadas, guerras santas, exterminio, inmolaciones… Con el libro sagrado en la diestra y la espada en la siniestra.

Ir a contenido >>


Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

19


en predios de

la quimera

¡Aléjame la

ausencia,

pastora

mía!

20

Ir a contenido >>


Ensayos

Felipe Restrepo David Para Annabel

Que obre la intuición

J

uan asombra, inunda, invade, reconforta. Juan, como una oración, acalla y serena. Sus palabras son bendición: agua purificada en la poesía. Pero Juan también escapa, huye; cuando se lo cree tener entre las manos, entonces, como un esquivo pájaro se escurre en su inalcanzable vuelo. Esta belleza y esta incapacidad de tenerlo y no tenerlo es el enigma frente al que todos se detienen, sin excepción, al acercarse a las palabras y visiones del santo, que por bienaventuranzas del destino (para los que creen en él) o de la casualidad (para los que creen en ella) fue poeta, místico, cristiano, viajero, recluso, universitario, enfermero y hombre. Tal incapacidad ha sido nombrada de diversas formas: oscuridad, hermetismo, laberinto, retórica…, sin embargo, es la misma en todos los casos. Con Juan sucede que cualquier esfuerzo de comprensión es poco; y un solo ejemplo será necesario: Dámaso Alonso, uno de sus más tenaces lectores, después de casi cien páginas de arduo estudio de la obra sanjuanista (“El misterio técnico en la poesía de San Juan de la Cruz”), declara al final que lo mejor es deponer las técnicas y herramientas de análisis, y permitir que la intuición obre, pues su poesía es divina precisamente porque sobrepasa nuestra humanidad sin

dejar de ser humana: ese su encanto que nos atrae como abejas a la miel. ¿Entonces? Mi intención no es otra sino construir a mi propio Juan desde su Cántico espiritual, como quien recoge piedras entre las ruinas. Estas páginas son conjunción de conocimiento y sensibilidad sobre algunos de sus temas fundamentales: el espacio, el tiempo, el deseo, a través de un mismo prisma: el cuerpo.

La que espera en tu lecho de flores

El Cántico espiritual parece concebido bajo la naturaleza del viaje, del continuo movimiento de la Amada que corre tras su propio corazón para saberse en él, es decir, en el de su Amado. Aquí, la quietud, es negación; en cambio, la afirmación está en la desesperación. Hay un afán, una ansiedad incontenible, cuyo único remedio es obedecer a los pies, ya que ellos saben descifrar el horizonte, y no los ojos que se confunden en el tanto mirar. Las mismas palabras del poema remiten a aquello que se contempla: un paisaje que se sucede en imágenes y que poco a poco abarcan el tránsito de una búsqueda: definitiva porque en ella está la vida. Sí, no es arriesgado afirmar que es un escenario, y que Juan construyó, a la manera de un dramaturgo (no de autos sacramentales, sino de dramas muy carnales), una escenografía de bosques, de espesuras, de riberas, de fuentes, de cuevas, de bodegas, de ríos, de montes, en cuyo fondo solo hay un acto decisivo: la unión de los amantes.

Ir a contenido >>

21


Se trata de un espacio sagrado. Un recinto de celebraciones elevadas, de palabras sacrificadas, de anhelos invocados, no obstante, habitado por humanidad. Es como un paraíso al que entran las almas, pero en su propio cuerpo, pues de otra manera no podrían respirar su aire fecundo o beber de sus aguas cristalinas o sentir la tierra húmeda de vida: “Entrado se a la esposa / en el ameno huerto deseado, / y a su sabor reposa, / el cuello reclinado / sobre los dulces braços del Amado”. Si fuese diferente, solo trascendencia espiritual, emanación hacia lo divino, elevación del alma despojada y olvidada de lo que fue, entonces sería como aquel artesano que construye su hogar, sin puertas ni ventanas, de manera que nadie, ni siquiera él mismo, puede entrar. La Amada ingresa en cuerpo y alma, toda entera. El Cántico no es un poema de soledad en un mundo desierto e inhóspito. El sentido final de este espacio es que pueda ser habitado por los que han hecho del amor su fe y su misterio, en una persecución casi festiva; un sendero para ser caminado, y para que en su lecho, que es de flores, protegido en la gruta donde duermen los vinos, pueda presenciarse la consumación definitiva de una travesía: la de ella que clama por Aquel que es todas sus Estrellas, y que espera en el sosiego de su sueño, embriagada del olor del bálsamo divino: “Allí me dio su pecho, / allí me enseñó sciencia muy sabrosa, / y yo le di de hecho / a mí, sin dexar cosa; / allí le prometí de ser su esposa”. En este sentido, el poeta siempre nombra un allí, y esa incertidumbre de lo que está en todas partes, y en ninguna, es otro de los misterios del espacio poético. La unión es en el bosque, pero ese bosque también puede ser el corazón o el mismo cielo. Quizás, por su intensidad sagrada, ese allí no sea otro que el centro donde lo humano vuelve a ser humano en armonía y reconciliación con lo divino, como aquel paraíso perdido al que Milton cantaba con añoranza, como la infancia mítica a la que querían volver Byron y Keats. Un allí que está al lado del lecho, o en el fondo del alma, o en la noche que guía, o en el “huerto deseado” o “debajo del manzano”, en las “ínsulas estrañas” o después de los “ríos sonorosos” o allende “los valles solitarios nemerosos”, y no importa si el camino es de piedra o de hierba, o si es breve o infinito, pues hay un mapa que ha sido 22

No es arriesgado afirmar que es un escenario, y que Juan construyó, a la manera de un dramaturgo (no de autos sacramentales, sino de dramas muy carnales), una escenografía de bosques, de espesuras, de riberas, de fuentes, de cuevas, de bodegas, de ríos, de montes, en cuyo fondo solo hay un acto decisivo: la unión de los amantes.

sellado con el mismo fuego: aquel rostro cuyos ojos se llevan en las “entrañas dibuxados”. Y hay un llamado inconfundible: “el silvo de los ayres amorosos”. Dijo alguna vez Juan Ramón Jiménez que esta poesía integra imágenes y símbolos que ponen ante nuestros ojos mundos que parecen el nuestro, pero mucho más bellos porque habitan en el interior del corazón donde nace el ensueño y, con él, la divinidad. Un allí evocado, recordado e implorado, casi con nostalgia, como si se hubiera perdido alguna vez, ¿pero quién puede perder lo que nunca ha tenido? Por eso la Amante, la Amada, jamás se ha extraviado, ella le ha pertenecido a Él en cuerpo y alma, en piel y aliento, y si ha ocurrido la separación es porque la unión ha de ser más fuerte y perenne: partir y alejarse es, en realidad, otra de las formas de quedarse. Dice María Zambrano, filósofa poeta que ha captado tremendamente el sentido de estos versos, que tal unión sucede únicamente dentro del alma: el espacio esencial, y que allí la Amada se abandona para recuperarse, una presencia después de la ausencia. Los versos de Cántico son como el rastro de los Amados. Esas huellas son lo único que nos podría pertenecer. No es que asistamos a las ruinas de lo que un día fue, lo que acontece es que cuando podemos ver aquellas praderas ya los amantes están dormidos y nadie osaría interrumpir ese sueño, pues es Dios mismo quien yace en sus almas hecho poesía.

Ir a contenido >>


Prométeme la eternidad para morir mil veces

José María Javierre concluye su graciosa biografía, San Juan de la Cruz, un caso límite, con una verdad que por obvia suele olvidarse: la obra de Juan es una historia de amor, entre todo lo que podría ser; y su poética canta las pasiones y los afectos de los que se desean con ardor de corazón. Es el relato de un encuentro, que ocurre en un tiempo singular: o en pasado o en futuro pero nunca en presente, pues este es siempre escurridizo. O todo ha sucedido o sucederá pero jamás lo vemos pasando. Y si hay gerundios y situaciones inmediatas, entonces ellas, en el mismo instante en que aparecen, huyen. Y aunque la Amada corra o se detenga, ella ya lo ha hecho o lo desea hacer. Es como si el Cántico fundara un ritmo de persecución, y como si nuestra lectura fuera lateral pero nunca desde el centro mismo de la acción y del tiempo; como si no pudiéramos ver de frente los ojos del verso. Es un pretérito indefinido, a veces vago y ambiguo, o un futuro simple o lleno de posibilidades imaginadas o especuladas; formas del imperativo, del mando o de la súplica y de la tímida sugerencia; fugacidad completa de momentos, y sin tiempo actual porque las aguas que manan jamás se detienen, como la metáfora de Heráclito: tenemos el río ante nosotros, pero al sumergirnos en él ya se vuelve pasado o futuro, pues sus aguas son ese instante que fluye, imparable y constante, en su propio orden, en ocasiones indescifrable. Imagen que es la perfecta representación de una eternidad en movimiento. En la medida que se trata de un espacio que es sagrado dentro de ese mundo poético, entonces este tiempo también remite a un instante mítico que tiene que ver mucho con el sentido religioso originario que, más allá del cristianismo, se remonta a toda creencia y toda fe: un retorno a esa suspensión deseada, quietud y serenidad absolutas, en donde todo se torna unidad, y cuya felicidad sin agotamiento ni vejeces es el mayor ideal, pues no puede olvidarse que el Cántico evoca a dos amantes que se buscan y que son, en su deseo, jóvenes en cuerpo y espíritu. Y esa juventud del tiempo también hace parte de lo huidizo, de lo rápido. Ese carácter de lo inasible del tiempo es quizás el mismo que tantos críticos (como Leo

Spitzer, José Nieto, José Ángel Valente, Jorge Guillén, Azorín, Alfonso Reyes) han llamado “lo inefable” en la poética sanjuanista, fundamento del vuelo místico. ¿Cómo nombrar aquello que ni siquiera acontece frente a nosotros, que es apenas una intuición lejana a la razón? ¿Cómo nombrar lo que nos ha enceguecido, y que desde un principio fue sensación pura? ¿Cómo retratar una chispa del gran incendio en ese desbordamiento de luz y brillo? No solo se trata de un tiempo de instantes inabarcables, sino que es en sí mismo un desafío constante a dicha razón, ya que cada lector es impelido a creer en esa palabra poética, o a rechazarla sin más: un acto radical de fe (pero qué literatura no lo es). Caminamos en ese tiempo, pero con los ojos cerrados, sintiéndolo sin poderlo nombrar, pues la palabra, en este caso, sería una de las maneras de apresarlo. Dámaso Alonso, cuando intenta infructuosamente condensar con una imagen a Juan, piensa en el saltar frenético de las llamas animadas por el viento. Y así es la palabra del poeta místico: cortada, críptica, elíptica, metonímica, silenciosa, evasiva, múltiple, de pocos verbos y de muchos sustantivos y adjetivos, como queriendo poblar su mundo de presencias, algunas tan reales como fantasmagóricas. Dice otro crítico severo, Domingo Ynduráin, que la coherencia del Cántico no reside en una organización lineal de los elementos del poema, dispuestos en un modo racional o, si se quiere, enumerativo en sus acciones dramáticas y líricas (como la Divina comedia, la Eneida o las Églogas de Garcilaso); al contrario, se trata de una unidad construida a través de evocaciones y resonancias, que son la armonía y la respiración del verso y de la historia que se canta y se cuenta. Unidad sustentada en la diversidad de sus muchas fuentes (bíblicas, griegas, latinas, semíticas, medievales, renacentistas, romancescas, líricas, teológicas…). Esta es la naturaleza del tiempo, que va y viene en la necesidad de labrar un mundo en el que todo pueda confluir en libertad, pues no importa que las horas transcurran en orden, de atrás hacia adelante (según la costumbre, desde el pasado hacia futuro), sino que sea tal como tiene que ser, es decir, moverse en un mar infinito de posibilidades (adelantando, saltando, regresando), de modo que produzca el efecto anhelado, que es el fin último

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

23


que se busca en quien escucha (o lee) esos versos: que sienta en su propia piel el júbilo de la unión de los amantes al final del día. Hay eternidad palpable en el cuerpo que se agita con ardor ante la presencia de la figura que sosiega y cura, y esa es una conquista del espíritu a través de la memoria y el olvido, del recuerdo y del sueño, de lo que se tiene y se pierde. Es como si todo fuese una ilusión, invención de lo que fenece y desaparece; por eso el Alma puede morir mil veces, pues ha sido bendecida con una única promesa: la vida sin límites que hace a la muerte fecunda. Esta poética del tiempo en Juan es celebración de la vida que encuentra a Dios sin morir: adentrándose en sí misma, en su realidad, que va más allá de la nada y el vacío: una poesía donde habitan en entera presencia todas las cosas.

Que mis huesos se llenen de ti, y hablen

Hay dos interpretaciones que han prevalecido sobre el Cántico: la religiosa y la erótica, que por extensión se han comprendido, muy vagamente, como teológica la una, poética la otra. Ambas abordan la misma pregunta, el sentido último de la iluminación mística, pero cada una con sus alcances y límites. El caso es que desde la perspectiva del cuerpo estas dos visiones se hacen una, tornando más compleja tal pregunta. Pues, de un lado, si la tradición cristiana a lo largo de la historia ha dejado explícito su conflicto con lo corporal, en Juan ocurre que justo cuando la Amada se entrega a la búsqueda de su Amado hay una afirmación contundente de la sensibilidad, de la emoción y de la presencia del deseo, pues ella bebe y goza del vino y del olor de él, huye herida y duerme colmada, se desmaya extasiada y se pierde en la embriaguez: experiencias que se viven en la piel y que nunca podrían pertenecer a las abstracciones del alma. Y no hay que entender esta afirmación como una contradicción religiosa, pues se trata de un cuerpo iluminado por pureza, pasión y sabiduría. De otro lado, la poesía: a diferencia del misticismo que recurre al cuerpo, esta se transforma poco a poco en voz religiosa, para hacerse, de alguna manera, celestial y paradisiaca. Busca la divinidad para acceder a la luz; es así que quiere ser ceremonia, incluso sacrificio para nombrar el nuevo nacimiento reparador. Este movimiento, quizás circular (de 24

lo místico corporal y de lo poético religioso), ha sido señalado claramente, entre otros, por José Ángel Valente, cuando afirma que se trata, en suma, de una misma palabra que es sobreabundancia y unificación de una experiencia. Y esa es una de las magias: unir en el arte, imagen y sonido, dos realidades. Siglos antes de que Juan de la Cruz se sumergiera en sus vuelos místicos, Agustín de Hipona había intentado tal unificación, al concebir algunas imágenes memorables. Decía que no era él quien escribía sino que algo superior dictaba sus palabras. Era Dios mismo quien se entraba en sus huesos y los hacía hablar, en el fuego que se enciende secreto en la noche. “¿Qué es lo que amo cuando te amo? No es la belleza de los cuerpos…, ni el resplandor de la luz…, ni suaves melodías…, ni el fragante aroma de las flores…, y, sin embargo, amo una especie de luz, melodía, fragancia, alimento”, clama Agustín como en una angustia placentera, al final de sus Confesiones. Esa contradicción explícita de lo que es y no es al mismo tiempo, es una de las esencias poéticas de Juan. Y otro filósofo religioso, de origen judío sefardí, Baruch Spinoza, después de Agustín y Juan, quiso unir el alma y el cuerpo a esa experiencia mística panteísta, de modo que pudiera lograrse la perfección de todas las cosas del mundo en una misma expresión: Dios. Así que acudió a la razón, y encontró la poesía en la transparencia de sus explicaciones lógicas del universo, diáfano e infinito. Spinoza pretendió comprender ese misticismo con sus propias herramientas de la mente, y no como Juan que, antes que comprender, deseó ser en Dios y en la poesía. No obstante, en el Tratado breve del filósofo racionalista hay algunos momentos en verdad iluminados por un pensamiento que parece tener cuerpo: “El amor no es nada más que gozar de una cosa y unirse con ella”, o “El cuerpo es el fundamento del amor”, o cuando declara que lo primero que conoce el alma es al cuerpo y llega a quererlo tanto que solo halla consuelo en el instante en que se une a él, pues juntos son Unidad, reflejo del atributo divino; expresiones que, sin duda, no están lejos de la experiencia del místico español, cuando la Amada descansa en el regazo de su Querido.

Ir a contenido >>


Es el relato de un encuentro, que ocurre en un tiempo singular: o en pasado o en futuro pero nunca en presente, pues este es siempre escurridizo. O todo ha sucedido o sucederá pero jamás lo vemos pasando. Y si hay gerundios y situaciones inmediatas, entonces ellas, en el mismo instante en que aparecen, huyen.

En los riesgos de la interpretación de ese instante en que el cuerpo es la metáfora de la poética y mística en Juan, dice Octavio Paz, en La llama doble, que el orgasmo es el acto en el que culmina la experiencia erótica; sin embargo, es indecible, pues se trata de una sensación que transcurre desde la extrema tensión hasta el más completo abandono y desde la concentración fija al olvido de sí. Es una reunión de los opuestos durante un momento que lo es todo: suprema afirmación del yo en la disolución, subida y caída, el allá y el aquí, el tiempo y el no tiempo en una dudosa certeza de espacio. ¿Y la vivencia mística? Pues igualmente indecible: instantánea fusión de los opuestos, afirmación tras la negación: “¿cómo perseveras, ¡oh vida!, no viviendo donde vives?”, canta Juan; estar fuera de sí para luego recogerse hacia adentro en el seno de una naturaleza reconciliada que es “llama que consume y no da pena”: palpitación máxima de la muerte en la vida. Ese arrebatamiento místico, semejante al orgasmo pero jamás reducido a genitalidad, es como un desapego a la conservación de la existencia, como afirma Georges Bataille. Transgresión absoluta que es destrucción y transformación en una de las maneras de las metamorfosis, movimiento irremediable. Por eso la indiferencia a todo lo que tienda a asegurar la vida, a atraparla y enjaularla; un alejamiento total de la angustia sentida cuando todo es verdad en lo predecible y calculado. Conseguir una separación tal que no

haya más que naufragio para que, así, arribe la liberación en una especie de transbordamiento encarnado en una alegría inagotable de ser, sin represiones ni cadenas. Momento de trance elevado (que en su intensidad sería como mirar al sol de frente en pleno mediodía), y que alcanza la purificación en un cuerpo ausente y vacío que puebla su oscuridad de luz, como los condenados en el purgatorio de Dante, justo cuando son perdonados y admitidos para siempre en el Paraíso. Y es el deseo el motor de ese movimiento, tanto en el hombre erótico como en el místico. Empero, un deseo que oculta dos rostros en su forma de nombrar, de contarlo, de hacerlo poesía: o puede ser aniquilación de una palabra que grita su invalidez, privándose, siendo carente y proclamando la ignorancia para, en última instancia, silenciarse, al fin y al cabo enceguecida e impotente; o puede ser una palabra que, antes que alejarse, quiere invocar eso inefable a través de los símbolos y figuraciones de lo trascendente, y que se sirve de la imaginación (y de la tradición) para crear su propio origen, un nuevo vientre, otra vida dentro de la vida. Por eso, hacia el final del Cántico, poema de amor, hay otro comienzo, otra historia que inicia en júbilo sereno y callado, pero ese paso ya no podemos presenciarlo, pues los amados se nos escapan a su intimidad, en la que solo las almas unidas y plenas pueden entrar: “Gozémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

25


collado, / do mana el agua pura; / entremos más adentro en la espesura”. En los versos del Cántico se siente tanta pureza que hay como un toque de melancolía y compasión en ese amor que se entrega entero y de brazos abiertos. Cuando la Amada clama: “No quieras despreciarme / que si color moreno en mí hallaste, / ya bien puedes mirarme, / después que me miraste, / que gracia y hermosura en mí dexaste”, hay una rendición a la que no puede escaparse: eso es lo que se anhela: el hechizo, para que el alma no tenga otro “officio” y “exercicio” sino el de amar en la “presencia” y la “figura”. Ofréndate a mí, como el mar al cielo, parece gritarle ella.

Y así es la palabra del poeta místico:

Desear la “dolencia” del amor que mata y cura, que apacigua la soledad, que espanta las lunas frías, que ilumina las sombras y empequeñece los miedos, desearla, desearla, desearla con tanta fuerza que incluso nos sobrepase para que se convierta en la mañana que nos humedece y en el sol que nos enciende.

La herida en mi pecho

Catulo cantó a su Lesbia sin importar las traiciones que unas tras otras hicieron de su vida una queja al deseo voluble e impredecible, Dante elevó a su Beatriz a las esferas celestiales sin importar que en su postrer hora tan solo recibiera una sonrisa de la que tanto amó, Petrarca transformó a su Laura en un ángel que pudiera salvarlo de esa pasión que lo consumió sin piedad ni esperanza pues ella jamás le perteneció, y Juan, a quién invocó… Ah, tenemos a su pastorcico de “pecho del amor muy lastimado”, que una vez lloró por el amor de aquella que no pudo tener entre sus brazos; brazos que amansaban ovejas; las suyas fueron caricias que murieron en sus manos; las suyas, palabras dulces nunca pronunciadas y envejecidas en su garganta. Un amor hecho de abandono, y ajeno a la consumación de los enamorados, cuando el alma se torna piel y el aliento sangre. Grita él: “no quiere gozar la mi presencia”. Pero en su último momento, el de la muerte, cuando el deseo más íntimo emerge, el pastorcico (quizás como el mismo Juan en el silencio de su celda) clama para que ella, pastora de su pensamiento, aleje esa ausencia que tanto duele, porque lo más triste del amor no es que te hieran sino que te olviden: “Que sólo de pensar que está olvidado / de su bella pastora, con gran pena / se deja maltratar en tierra ajena, / el pecho del amor muy lastimado”.

cortada, críptica, elíptica, metonímica, silenciosa, evasiva, múltiple, de pocos verbos y de muchos sustantivos y adjetivos, como queriendo poblar su mundo de presencias, algunas tan reales como fantasmagóricas. 26

Felipe Restrepo David (Colombia) Filósofo de la Universidad de Antioquia. Magíster en Letras de la Universidad de São Paulo y aspirante a doctor en Humanidades de la Universidad Eafit. Editor del Fondo Editorial de esta universidad. Entre sus publicaciones se encuentran los libros Voces en escena: dramaturgia antioqueña del siglo xx (2008) y Conversaciones desde el escritorio: siete ensayistas colombianos del siglo xx (2008).

Ir a contenido >>


Alonso Sepúlveda S.

Cien años de

cosmología relativista El espacio de Einstein no está más próximo a la realidad que un cielo de Van Gogh. La gloria de la ciencia no está en una verdad “más absoluta’” que la verdad de Bach o Tolstoi, sino en el acto de la creación misma. Los descubrimientos de los científicos imponen su propio orden en el caos, como el compositor o el pintor impone el suyo; un orden que se refiere siempre a aspectos limitados de la realidad, influido por el marco de referencia del observador, que difiere de un período a otro, de la misma manera que un desnudo de Rembrandt difiere de un desnudo de Manet.

Arthur Koestler

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

27


E

l 8 de febrero de 1917, Albert Einstein publicó en la revista de la Academia Prusiana de Ciencias un artículo que marcó el inicio de una nueva cosmología, basada en la teoría general de relatividad, que evolucionó rápidamente. En menos de treinta años se alió con la naciente teoría de la gran explosión para configurar el primer modelo coherente del origen del universo y de su expansión, descubierta en esos años. En los ochenta la cosmología relativista se alió con la física de las partículas elementales para configurar la que es ahora la teoría estándar sobre la evolución del cosmos.

Un modelo newtoniano del universo lo imagina como una nube finita de partículas cuya densidad disminuye desde su punto central. Si el universo comenzara con una condición inicial de reposo, la gravitación de sus partes lo haría colapsar. Este es un universo dinámico. Si se considera este universo como una especie de gas, las colisiones podrían compensar la gravitación permitiendo que se expanda o contraiga o permanezca en equilibrio. Otro modelo, también regido por la física newtoniana, supone que el universo es infinito en extensión, con una densidad promedio constante, lo que permite suponerlo eterno y de masa infinita.

Los antecedentes

II. El mundo relativista La teoría especial de la relatividad puede resumirse en una frase esencial: el espacio y el tiempo forman una unidad de cuatro dimensiones: el espacio-tiempo. La cuarta coordenada está asociada al tiempo y en unidades de metros se define como ct, donde c es una constante universal, correspondiente a la velocidad de la luz en el vacío, la misma en cualquier sistema de referencia no acelerado. El espacio-tiempo es un absoluto, su geometría (a la que se asocia el nombre de Minkowski, su fundador) no se altera por la presencia de la materia, aunque diferentes observadores puedan “seccionarlo” de modo diferente en espacio y tiempo, dando lugar a diferentes medidas de longitudes e intervalos temporales. En la relatividad especial no es posible formular un modelo cosmológico consistente porque no hay en ella una reformulación completa del fenómeno de la gravitación. Este trabajo se posterga hasta la relatividad general.

I. El mundo newtoniano De acuerdo con Newton, los acaeceres del mundo tienen lugar en un espacio eterno e infinito que no es afectado por los fenómenos que en él ocurren. Con mundo material, o sin él, el espacio es el mismo. El espacio del mundo tiene estructura euclidiana y sus propiedades geométricas no son alteradas por la materia que lo ocupa. Así, por ejemplo, la presencia del Sol no influye sobre la geometría en sus alrededores, y el movimiento de los planetas —con sus órbitas elípticas— ha de ser descrito por fuerzas que de él emanan. El tiempo tampoco sufre la presencia de lo material. Sin él, o con él, su flujo es siempre el mismo, continuo, uniforme y eterno. Además de absolutos, el espacio y el tiempo son entidades independientes.

Es bastante conocida una representación en la que el nuevo espacio-tiempo tiene la consistencia de una lona tensa en cuyo centro se coloca una bola pesada. La superficie de la lona se curva y es posible poner en ella una canica en movimiento, la cual recorre la superficie como un planeta que orbita el Sol. 28

III. La relatividad general Esta es una teoría que no tiene parangón en la física. Es consistente con los datos, amplia en la cantidad de física que involucra y renueva, y es además una teoría hermosamente entretejida que se compara solo a las más grandes obras de arte, como la Novena sinfonía o la Capilla Sixtina. En ella el espacio-tiempo, que en la relatividad especial es rígido e inalterable, se torna maleable y elástico como una superficie de caucho. Es bastante conocida una representación en la que el nuevo espacio-tiempo tiene la consistencia de una lona tensa en cuyo centro se coloca una bola pesada. La

Ir a contenido >>


superficie de la lona se curva y es posible poner en ella una canica en movimiento, la cual recorre la superficie como un planeta que orbita el sol. Lo que ocurre, asegura la teoría, es que un planeta se mueve alrededor del Sol sin que este ejerza una fuerza, movimiento debido solo a que el Sol causa una especie de depresión en el espacio-tiempo en la que los planetas se mueven libremente. Esto significa que el movimiento de los planetas es inercial (sin fuerzas) y que ahora el espacio-tiempo es curvo. Los planetas a su vez —y en mucha menor proporción— causan una depresión en el espacio-tiempo circundante que hace que los satélites orbiten libremente alrededor de ellos. Los planetas junto con su depresión (y con una, mucho menor, que causa el satélite) giran alrededor del Sol. Las predicciones de la teoría son diversas y sorprendentes; todas las que caen bajo el alcance experimental han sido verificadas. La más reciente se refiere a la existencia de las ondas gravitacionales, que no son ondulaciones en el espacio (como las ondas electromagnéticas), sino ondulaciones del espacio. Esta verificación de 2016 apunta a que las propiedades elásticas del espacio-tiempo son reales, y que en consecuencia el escenario de los fenómenos físicos es parte de la acción, no solo un fondo inalterable como en la teoría newtoniana o en la relatividad especial.

La cosmología I. El universo de Einstein Cada cuerpo material gravita, esto es, deforma, deprime, el espacio-tiempo. La gravitación no es ahora un campo de fuerzas, sino un campo de deformación del escenario en el que ocurren los fenómenos físicos. Así, cada planeta, estrella, galaxia, crea un entorno espacio-temporal deformado. En su artículo, Einstein imagina el universo —a escala cosmológica— como un conjunto muy grande, pero finito, de estrellas en movimiento aleatorio, cuyo promedio, visto a esa gran escala, muestra una densidad constante, la misma en todos los puntos. Un universo finito de este tipo es inestable porque el efecto acumulativo de las “depresiones” debidas a cada cuerpo en el espacio-tiempo causa el colapso del universo entero alrededor de su centro, ya sea que se explique en un nivel newtoniano o en uno de

Universo visible

relatividad general. Por ello, Einstein introduce en su teoría el llamado término cosmológico, que actúa como una especie de gravedad repulsiva, es decir, que en vez de generar “depresiones” en la textura del espacio-tiempo, genera en él “colinas” que las contrarrestan. Convencido de que el universo es en promedio estático, Einstein configura un modelo del universo en el que la acción atractiva es compensada en todas partes y en todo momento por la acción repulsiva asociada al término cosmológico. Se llama el universo de Einstein. Él mismo lo llamaría después el error más grande de su vida. Los cálculos asociados al modelo le permiten proponer un universo esférico tridimensional de un radio y una masa determinados por la constante cosmológica. Un universo esférico 3D es el análogo en tres dimensiones de una superficie (un objeto 2D) que se curva sobre sí misma, convirtiéndose en una esfera. Es imposible imaginar cómo nuestro espacio 3D puede curvarse y cómo puede cerrarse sobre sí mismo, porque no tenemos acceso a un espacio 4D desde donde podamos presenciar este acontecimiento. Para comprenderlo mejor, acudamos a la siguiente imagen: en un espacio de Einstein podemos avanzar siempre en la misma dirección, lo más derecho posible, y regresar al punto de partida, así como podemos en la superficie de un balón, viajando a lo largo del ecuador, que es una de las líneas más directas posibles, regresar al punto original. Así como la superficie de un balón es finita en su área y no tiene bordes, el volumen de un espacio de Einstein es finito y sin límites, puesto

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

29


que nunca podremos encontrar una frontera ni alejarnos indefinidamente, como ocurre con el espacio euclidiano. Llegamos así a la frase que condensa la propuesta y el cálculo de 1917 que inaugura —con un modelo que resultará erróneo— la cosmología relativista: el universo de Einstein es finito e ilimitado. II. Los modelos cosmológicos Pronto fue descubierto por el astrónomo ruso Alexander Friedmann que el universo de Einstein es inestable, vale decir que, si se somete a fluctuaciones de densidad, se expande —o se contrae—, alejándose siempre de su situación original, diferente a lo que ocurre con una canica ubicada en una concavidad, que siempre regresa a su posición original si se le desplaza ligeramente. De este modo pudo comprenderse que el universo de Einstein es el miembro inestable de una infinidad de soluciones a las ecuaciones del espacio-tiempo que comprenden universos en expansión o contracción, con o sin el término cosmológico, e incluso sin materia. Este último modelo cosmológico lleva el nombre de De Sitter y consiste en espacio puro curvo y en expansión, con un tiempo que fluye de modo uniforme. Estos modelos fueron propuestos por la primera generación de cosmólogos relativistas, entre quienes sobresalen Friedmann, De Sitter, el abate Lemaitre, Eddington y Gamow.

La expansión del universo

En la década del veinte, Edwin Hubble, con su gran telescopio reflector del monte Wilson, realizó una cuidadosa medida de las distancias a las nebulosas espirales y elípticas, conectando sus resultados con las medidas de velocidades de tales nebulosas, algunas de ellas realizadas en la primera década del siglo xx por Vesto Slipher. Las nebulosas espirales llevan modernamente el nombre de galaxias espirales. La inesperada conclusión de Hubble fue que las galaxias se alejan y su velocidad de alejamiento v es proporcional a su distancia d a nosotros. Esta es la ley de Hubble: v=Hd, donde H es la constante de Hubble. Resulta entonces que el universo está en expansión. Apareció en ese momento un modelo basado en la relatividad general, que considera un 30

universo homogéneo con un espacio que se expande y del cual puede deducirse la ley de Hubble. Este modelo, asociado al nombre de RobertsonWalker, asegura que la llamada expansión del universo no es otra cosa que expansión del espacio. La ley de Hubble resulta ser entonces una consecuencia del carácter elástico del espacio: las galaxias no se mueven de sus posiciones, conservan sus coordenadas, pero el espacio entre ellas crece con el tiempo, dando lugar a la ilusión observacional de la expansión del universo.

Epílogo: la cosmología actual

A partir de los años cincuenta, y en rápida sucesión, comenzaron a descubrirse partículas y familias de partículas, lo que se extendió hasta los años sesenta y setenta. La tabla de “partículas elementales” (que incluía el protón y el neutrón) llegó a contener unas 400, lo que parecía bastante escandaloso, teniendo en cuenta que el número de elementos químicos, incluyendo los artificiales, no pasaba del centenar. Con el surgimiento de la teoría de los quarks, en 1964, la situación llegó a una especie de final sensato, pues partiendo de 12 quarks (o 24, contando los antiquarks) logró describirse el conjunto de más de 400 e incluso predecirse otras nuevas. La teoría de los quarks, en alianza con la teoría de los leptones (que incluye el electrón), permitió generar el modelo estándar de las partículas elementales que, en forma plena, está en boga desde los años ochenta. Este modelo se integró a la cosmología, dando lugar al modelo cosmológico estándar. A finales del siglo xx se descubrió que la expansión del universo se realiza de modo acelerado, evento en el que la constante cosmológica —abandonada en los años cincuenta— ha participado en los intentos de explicación. El anterior panorama nos indica que la cosmología relativista no ha dejado de estar presente, desde su nacimiento, en la configuración de nuestro conocimiento del mundo. Alonso Sepúlveda S. (Colombia) Físico de la Universidad de Antioquia. Realizó estudios de posgrado en el Hunter College de Nueva York. Fue investigador del Centro Internacional de Astrofísica de la Universidad Sapienza de Roma desde 1990 hasta 2009. Ha publicado, entre otros, Estética y simetrías (2003), Un viaje en el espacio y en el tiempo (2010), El instante luminoso (2012) y Bases de astrofísica (2014).

Ir a contenido >>


Crimen y

c a s t i g o,

según Dexter y Morse

Colin Dexter por Theo Chalmers para la campaña fotográfica My Ashmolean, My Museum. @AshmoleanMuseum

Lina María Aguirre Jaramillo

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

31


L

a verdad es que si uno se pone a leer, se mantendría alejado de Inglaterra y, particularmente, de la región de Oxfordshire. Cosas terribles pasan allí: a menudo los sitios más apacibles son escenarios de crímenes. Mujeres, las hay inteligentes, glamorosas, cautivadoras, pero a menudo resultan ser unas bandidas. Académicos sorprenden con su intelecto y con algunas armas bajo sus togas. Y con frecuencia la jerarquía policial, la burocracia, la aristocracia y otros grupos dentro y fuera del establecimiento, obstaculizan el imperio de la ley. Es cierto, en las lecturas no parece llover tanto, pero bueno, esa es una ficción: la ficción según Norman Colin Dexter, el creador del inspector Morse, uno de los personajes importantes de la literatura británica en el siglo xx, ubicado con justicia en la galería destinada a los nombres con los cuales el género de crimen y suspenso se enriquece. En su caso, con dosis perfectas de pedantería, melancolía, pasión por la cerveza y los crucigramas, todo con un toque de excentricidad: características todas reconocibles entre el paisaje biobliográfico del autor, desde Stamford, Lincolnshire, en donde nació el 29 de septiembre de 1930, hasta la casa sobre la calle Banbury, Oxford, en donde murió el 21 de marzo de 2017. Morse, el apellido. ¿Primer nombre? “Inspector”, le gustaba a él responder. El hombre del saco y corbata que conduce un vehículo Lancia antes de abordar para el resto de su vida el clásico Jaguar rojo (reconocible en tantas imágenes del personaje) es el hombre que pasa, sin graduarse, de los claustros de la vieja Universidad de Oxford a la estación de policía. Primero como agente, luego como sargento, como detective hasta llegar a inspector jefe, ocupándose de casos que, sin exonerar nivel de estudios, edad, sexo o posición social, exponen las glorias, las penas, las contradicciones, los instintos más elevados, las bajezas más deplorables de la naturaleza humana. Cada uno de los casos supone un desafío, no solamente en términos puramente policiales, sino de inteligencia: las situaciones son intrincadas, las primeras observaciones incompletas, las evidencias iniciales no son concluyentes, pero el peligro es siempre inminente: el de un asesino que se quede encubierto, o que se dé a la fuga, o que esté fraguando el ataque contra su siguiente víctima. Tanto si es un asunto doméstico privado que ha

32

escalado a tragedia pública, un secreto de una familia poderosa con cadáveres —literalmente hablando— en sus escaparates, o un escándalo social que atemoriza al país entero, al inspector Morse le es dado ejercer de investigador, y a menudo también de psicólogo, consejero, comentarista satírico, poco reverente ante las autoridades y ante el gobierno (incluyendo, respectivamente, las que él representa y al que él obedece), galán con las damas, lingüista, literato, historiador, filósofo, consciencia incómoda para sus jefes y, por supuesto, abogado del diablo. Solamente un hombre con una inteligencia excepcional y con una vocación a veces no bienvenida y dura de sobrellevar puede encarar una vida así y tener tiempo, al final del día, para tomarse unas pints (pintas, alrededor de medio litro) de cerveza, casi siempre de cuenta de su subalterno inmediato, el sargento Robert “Robbie” Lewis, antes de proseguir la noche a solas, con whisky, escuchando a Wagner en un tornamesa portable. Colin Dexter más o menos imaginó algunos de esos rasgos cuando, comenzando la década de 1970, escribió las primeras líneas de lo que sería el manuscrito original para el debut de las novelas del inspector Morse: Last Bus to Woodstock (1975), acerca de una mujer joven, “Sylvia Kaye”, asesinada luego de haberse subido, con una amiga, al auto de un extraño que les ofreció llevarlas a su destino cuando esperaban el bus al pueblo cercano de Woodstock, al norte de Oxford. Entre esos 8.9 kilómetros de recorrido y 288 páginas, el autor capturó la esencia de ese detective que desentrañaría el lío de relaciones cruzadas entre un hombre casado, su esposa, una amante, una nueva amante, presunciones equivocadas y terceros que dan testimonios confusos, mientras tapan prácticas ilegales. Un detective que la gente conocería con una mirada profunda, cabello canoso, un ceño a menudo fruncido, pocas sonrisas, pero sinceras, cuando las había, y una predisposición cascarrabias que se suavizaba con la satisfacción del misterio resuelto, la buena poesía, la buena música y el encanto femenino: tal y como lo encarnó el legendario actor John Thaw, protagonista de la serie de televisión inaugurada en 1987, y quien moriría tempranamente a los 60 años, en 2002. Con él, como con Kevin Whately, el actor que

Ir a contenido >>


Morse es más que entretención alrededor del clásico tipo de misterio “¿quién lo hizo?”. Es un personaje que atestigua también una manera inglesa de ser: de concebir el deber y el trabajo, de preservar un espacio privado y de desplegar flemáticamente el conocimiento sin temer acusaciones de arrogancia.

dio vida al sargento Lewis, Dexter formó una amistad entrañable retratada en numerosas fotos de los tres departiendo en los sets de grabación, en homenajes, en entrevistas con la prensa, en actos publicitarios y, por supuesto, en los tradicionales pubs británicos. Thaw moldeó a Morse. Dexter estipuló en su testamento que ningún otro actor debería interpretar al inspector en adaptaciones de sus novelas. Ya había autorizado dos series de televisión derivadas de la original: la primera, Lewis, que se presentó entre 2006 y 2015, con el exsargento, ya convertido en inspector, enfrentando con su compañero, el joven de apellido Hathaway, el crimen en una ciudad de Oxford en donde ya hay teléfonos celulares, la labor detectivesca se sirve de muchos recursos computarizados, la forense que tímidamente había empezado a trabajar en la serie Morse (cuando el Inspector no concebía que tal trabajo debiera estar en manos femeninas) dirige con propiedad su laboratorio de autopsias, los protocolos de asepsia para los agentes de policía son muchísimo más estrictos, no se fuma en espacios cerrados y el rango superior de autoridad lo tiene una mujer, la jefe superintendente llamada Innocent. La segunda serie, Endeavour, comenzó en 2012, y trata sobre la vida previa de Morse, su juventud, cuando se une a la fuerza policial en los años sesenta, luego de haber dejado la universidad y de pasar un tiempo en el departamento Royal Corps of Signals, como encargado de descifrar códigos secretos. Al regresar a Oxford se instala en una habitación con sus discos de vinilo y sus diccionarios. En la estación de policía abunda el humo de cigarrillo, el sentido de jerarquía y la ambición de poder. Luego se sabría que abundaba también la corrupción, hasta que llega un superintendente rígido y muy consciente de su posición, a quien el joven

Morse, con más cara de académico y cantante de coro que de agente, lo sorprende bien y mal en iguales proporciones. El jefe intermedio, el inspector Thursday (interpretado magistralmente por el reconocido actor Roger Allam), descubre rápidamente el talento excepcional del recién llegado, con todo y su mezcla curiosa de desparpajo y reserva, su condición de abstemio (destinada a ser temporal) y su debilidad por las doncellas en peligro; y se convierte en su mentor y padre putativo con todo lo que esto conlleva: aliento y aleccionamiento día a día. El título de este segundo spin-off, Endeavour, es el primer nombre de Morse, del cual había sido revelado solamente la primera letra en The Wench is Dead (1989). Se sabía que firmaba “E”, ¿por Edward?, ¿Ernest?, ¿Enoch? Dexter consiguió mantener el secreto hasta revelar que los padres del inspector eran miembros de los Quaker y admiradores del capitán Cook, y le habían puesto ese nombre al hijo en honor de la virtud, del empeño y del nombre de la embarcación del famoso explorador en su primer viaje por Oceanía. El nombre completo Endeavour Morse se conoció en 1996. El apellido era otro juego que mucha gente pensó durante años que era por el inventor del famoso código, pero en realidad era un guiño del autor a uno de sus mejores amigos, sir Jeremy Morse, quien fuera presidente del Lloyds Bank, director del Fondo Monetario Internacional, fellow del college All Souls de Oxford y a quien admiraba: “un hombre maravilloso, y el más inteligente que yo he conocido […] el más astuto mentalmente”, lo recordaba Dexter en una entrevista para la revista The Strand en 2005. Con el banquero, Dexter compartía un talento y una afición: los crucigramas y acertijos. El autor publicó en 2010 el libro Cracking Cryptic Crosswords sobre cómo descifrar los especialmente

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

33


crípticos. Usaba este conocimiento para hacer además travesuras en sus libros. Por ejemplo, usaba epígrafes inventados para encabezar capítulos o para atribuir definiciones a un “Small’s Enlarged English Dictionary”, un juego de palabras alrededor de un “Pequeño alargado diccionario de inglés” que nunca existió. A su personaje lo dotó también de esa cualidad que incluso se convierte en pieza clave para resolver investigaciones. ¿Imagina usted a profesores universitarios que envían con temas literarios, en los crucigramas que escriben con pseudónimo para periódicos locales, las claves de los sitios de encuentro a sus jóvenes amantes, ingenuas pero buenas seguidoras de instrucciones?, ¿o esposas muy dignas que truecan envíos de correspondencia para asesinar a las susodichas jovencitas? Este es el tipo de cosas que pasan en las historias de E. Morse, el inspector “dulce y cerebral, un genio con una mente alphaplus”, según publicó el Chicago Tribune en 1993 en una entrevista con el creador. Cuando se imaginó a su detective por primera vez, Dexter estaba básicamente sometido a una claustrofobia británica típica: atrapado con su familia, su esposa Dorothy y sus hijos Jeremy y Sally, en una casa de huéspedes al norte de Gales. Eran las vacaciones de agosto de 1972. Sí, verano, pero siendo estas las Islas Británicas, no paraba de llover. Dexter se encontró con que en la casa solamente había dos novelas policíacas para leer. Al cabo de la segunda pensó que, realmente, él podía hacer algo mejor que aquellos libros cuyos títulos olvidó con el tiempo. Y así, sentado en la cocina, encerrado con llave porque los hijos estaban afuera quejándose, construyó los primeros párrafos de una historia que repasaría 18 meses, siempre escribiendo a mano (como lo hizo hasta la última novela), hasta que mandó a transcribir a máquina la última versión que enviaría para publicación. Macmillan se convirtió en su casa editorial. Poco a poco el autor le prestó más de su vida a su personaje (y le traspasó su diabetes); particularmente, le otorgó la admiración por el arte, las referencias del griego y el latín, la literatura inglesa, su irrevocable preferencia por la cerveza oscura de barril, su profesa incredulidad religiosa y, entre toda la ópera, Wagner. Die Valkyrie es música de fondo en la vida del autor y en la del inspector. Dexter hizo el servicio militar obligatorio en el 34

La popularidad de Morse ha salpicado la ciudad de Oxford ya por décadas, con grupos de turistas buscando cómo hacer la ruta de edificios históricos, lugares de la universidad y reconocidos pubs que han servido de locación para las grabaciones de la serie.

mismo Royal Corps of Signals, como operador de código morse. Otros aspectos son privativos del inspector malencarado y tacaño, mientras Dexter era conocido como un señor afable y generoso. Sin embargo, ambos compartían un cierto escepticismo que a veces rozaba en fatalismo. En aquella entrevista para Strand, Dexter decía sobre Morse: “su temperamento siempre estaba más en el lado pesimista que optimista […] Yo siempre me he sentido un poco así también. Cosa rara pero a menudo he sentido cuando me despierto [en la mañana] que algo terrible va a suceder ese día. Es como cuando uno le apuesta a un caballo, usted está esperando que la cosa pierda aunque le haya jugado a ganar”. El padre de Dexter conducía un taxi y tenía un taller de mecánica. Había dejado de estudiar a los 12 años. La madre también había salido prematuramente de la escuela, pero ambos se aseguraron de que sus hijos Colin y John llegaran a la universidad. Dexter estudió —y se graduó— en Estudios Clásicos en Cambridge en 1953, en donde obtuvo también una maestría. Trabajó como profesor de secundaria en la escuela Wyggeston Grammar en Leicester y luego en Corby Grammar durante varios años, pero fue perdiendo capacidad auditiva rápidamente. El día en el cual se percató de que sus estudiantes estaban completamente entretenidos en otra cosa mientras se suponía que estaban en su clase y “la cosa” resultó ser música pop a alto volumen, buscó otro trabajo. Era 1966, y lo encontró en la Universidad de Oxford, como Senior Assistant

Ir a contenido >>


Secretary en la delegación institucional para los exámenes locales, el departamento encargado de preparar pruebas para escuelas secundarias, un puesto que ocupó durante 22 años hasta jubilarse. Las ganancias obtenidas por Morse, las novelas y las series de televisión, no provocaron un cambio en la vida modesta de Dexter: “no le impresionaban las muestras de riqueza ni estaba ansioso por vivir a la altura de sus ingresos […] sentía que tenía una deuda de gratitud con sus editores pero, como Morse, detestaba hipocresía y pretensión”, retrataba Dennis Barker, reconocido periodista, escritor de obituarios durante dos décadas para The Guardian, y quien antes de morir, en 2015, dejó preparado el de Colin Dexter, recordando al final una declaración del autor sobre para quién escribía, si para el público o para sí mismo. La respuesta era “para Mr. Sharp”, quien había sido su profesor de inglés. El propósito, relataba Barker, era que, a cada página, el viejo profesor “le pudiera dar una calificación de al menos 8 sobre 10”. No es posible saber qué diría Mr. Sharp (nombre real, que traduce como Sr. Agudo), pero sí lo que ha pensado la Asociación de Escritores de Crimen en Gran Bretaña, que le otorgó dos veces la distinción Silver Dagger por Service of All the Dead, en 1979 y The Dead of Jericho, en 1981; dos veces la Golden Dagger, en 1989 por The Wench is Dead y en 1992 por The Way Through the Woods; y en 1997 le dio el Diamond Dagger, gran premio de reconocimiento de toda una vida. En 2000 recibió la Orden del Imperio Británico por parte de la reina Isabel II. Pero ya su “Daga de

Diamante” lo había confirmado como uno de los grandes escritores del género en el pasado siglo, merecedor de un sitio al lado de Agatha Christie o de Arthur Conan Doyle, ante quienes Dexter profesaba respeto, sin desconocer los altibajos de sus respectivas carreras. En el caso de Christie, hacia los años cincuenta, cuando estaba en la cima de la popularidad y en todas partes: librerías, aeropuertos…, había una “presión sobre ella para escribir más y más rápidamente”, entonces algunas de sus novelas de ese periodo eran compuestas sin el desarrollo cuidadoso de otras, a pesar de su notable carrera de más de 80 novelas. “Una mujer extraordinaria, la más grande entre todos nosotros”, decía Dexter en la entrevista a Strand. En el caso de Conan Doyle, sintió que ya había dicho lo suficiente sobre la relación entre Sherlock Holmes y Watson cuando decidió matar a su famoso inspector. Después lo revivió, pero, comentaba Dexter: “no creo que haya escrito muy bien después de que trajo a Holmes de vuelta de Reichenbach Falls”, advirtiendo, con su modestia habitual, que no estaba insinuando que se le equiparara a estos escritores, pero confesaba que, cuando había decidido cerrar el último capítulo de Morse (The Remorseful Day, 1999), sentía que “había perdido frescura”, que “estaba un poco cansado […] y más que todo se me estaban acabando las ideas”. Así le llegó el final a Morse, a quien Dexter decía que no había matado, sino que “simplemente murió porque había bebido demasiado y su hígado estaba en un estado bastante malo, fumaba demasiados cigarrillos y sus pulmones no estaban para nada bien, y no hacía prácticamente ningún ejercicio. Creo que estaba escrito desde muy temprano que no iba a vivir mucho”. No en el papel, pero sí en la pantalla. La serie de televisión se convirtió en un éxito con múltiples temporadas en 50 países, de los 33 capítulos que se produjeron en total. En muchos de ellos, así como en Lewis y Endeavour, Dexter apareció haciendo papeles secundarios breves, sin parlamento (buen guionista, mal actor) cameos, como turista, médico, prisionero, portero en algún colegio de la universidad, obispo, profesor y también vagabundo. Siempre dijo que su propósito con Morse era, principalmente, entretener, y la televisión fue un excelente vehículo internacional para ello.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

35


Sin embargo, Morse es más que entretención alrededor del clásico tipo de misterio “¿quién lo hizo?”. Es un personaje que atestigua también una manera inglesa de ser: de concebir el deber y el trabajo, de preservar un espacio privado y de desplegar flemáticamente el conocimiento sin temer acusaciones de arrogancia. De otro lado, las novelas también pueden leerse con mayor perspectiva, rastreando sus contenidos y recursos literarios, así como su popularidad, entre aquellas publicaciones del siglo xix que establecieron el auge de la ficción sobre el crimen en el Reino Unido con una mezcla de miedo, comentario social y entretención que hasta un autor como Charles Dickens, sin tenerse que meter mucho con escenas homicidas, logró incorporar en su famosa obra; mientras los escritos sobre el aterrador Jack the Ripper (“El destripador”) causaron un impacto convertido a veces en obsesión. Ya desde 1829, cuando fue creada la Policía Metropolitana en Londres, el nacimiento del personaje del detective de ficción había quedado marcado. En 1842 la revista Punch escribía, a propósito del crimen como entretenimiento y el apetito británico por el tema: “Somos una comunidad de hacer negocios, gente comerciante. El asesinato es, sin duda, un delito muy grave; sin embargo, como lo que está hecho no se puede deshacer, permitámonos sacar dinero del asunto”. La popularidad de Morse ha salpicado la ciudad de Oxford ya por décadas, con grupos de turistas buscando cómo hacer la ruta de edificios históricos, lugares de la universidad y reconocidos pubs que han servido de locación para las grabaciones de la serie. No fue una decisión tomada a la ligera la del museo Ashmolean de la famosa Universidad cuando, a finales, de 2009 abrió la exposición My Ashmolean, My Museum, con fotografías de personas reconocidas de la comunidad local, entre ellos Dexter y los dos actores protagonistas de Lewis. La imagen del autor sobrecoge: el rostro confiesa su edad, sobre la frente un texto de Hugh Latimer, uno de los obispos quemados en la hoguera en el centro de Oxford en 1555, por orden de la católica reina Mary (“María sangrienta”), y en un brazo las esposas de la prisión Bocardo, en Oxford, en donde fueron encerrados entonces los acusados. Dexter y su creación 36

ilustran “la oscura historia de crimen y castigo que tiene la ciudad”, como explicaba el museo en la presentación de la exposición. “Initium est dimidium facti”: el comienzo es la mitad de lo que se tiene que hacer, le gustaba citar a Colin Dexter, hablando del síndrome de la página en blanco. Ya su recorrido literario se ha completado y él, que comenzó escribiendo para paliar el agobio de un verano lluvioso en Gales, ha cerrado su última página después de haber sobrevivido a su creación, al actor que mejor la ha entendido, a los altibajos de los detectives policiales, a los caprichos de la televisión, a varios de sus colegas escritores del género, e incluso a quien firmó su obituario en el diario The Guardian. Quizá él podría decir ahora, como lo hizo el inspector Morse en uno de los capítulos de televisión (Masonic Mysteries): “Me gusta estar muerto. Le quita a uno la presión de vivir”.

Lina María Aguirre Jaramillo (Colombia) Doctora en literatura y periodista. Docente de la Universidad Pontificia Bolivariana. Investiga sobre temas relacionados con literatura, arte, narrativa de viajes, ciencia y la relación internetsociedad. Escribe para distintos medios en Colombia y España. Referencias Barker, D. (2017). Colin Dexter obituary. The Guardian. https://www.theguardian.com/books/2017/mar/21/ colin-dexter-obituary Beloved author made huge difference. Oxford Times. http:// www.oxfordtimes.co.uk/news/15192517.Obituary__ Beloved_author_made_huge_difference_to_Oxford/ British Library, Londres. Crime and crime fiction. https://www.bl.uk/romantics-and-victorians/themes/ crime-and-crime-fiction Flanders, J. (2012). Murder as entertainment. British Library. https://www.bl.uk/romantics-and-victorians/articles/ murder-as-entertainment ———. (2012). The creation of the police and the rise of detective fiction. British Library. https://www.bl.uk/romantics-andvictorians/articles/the-creation-of-the-police-and-therise-of-detective-fiction Interview with Colin Dexter. The Strand Magazine. https:// strandmag.com/the-magazine/interviews/colin-dexter/ Leonard, B. (2008). The Oxford of Inspector Morse. Gloucestershire: The History Press. Museo Ashmolean, Universidad de Oxford. Programa y exposición My Ashmolean My Museum, noviembre de 2009. (Consultas en línea por última vez el 17 abril de 2017).

Ir a contenido >>


ideas como esquejes Carlos Andrés Salazar Martínez

A Emma B

Y

o he cultivado ideas. Como esquejes las he ido recogiendo de jardines poblados de posibilidades. Mi computador tiene una rotación de cultivos distribuidos en carpetas que se adaptan a los ciclos de crecimiento y dan lugar a nuevos jardines. Jardines humildes como los de mi abuela. Esqueje, de hecho, le hubiera parecido a ella una palabra fea. Nunca hubiera osado cambiar su fanatismo por los piecitos. Una palabra definitivamente más bonita, más tierna, más cercana. Probablemente produzca más nostalgia, como ahora me parecen tantas de esas otras palabras que ella, pese a estar viva, científicamente viva, jamás volvió a pronunciar. Esqueje, debo decirlo, es una fea palabra, pero dará un tono más profesional al texto. Mi abuela me hizo recoger esquejes en todos los antejardines. Un día recogimos, violando todas las normas y en un mundo sin cámaras de vigilancia, piecitos de diferentes tamaños en el Jardín Ir a contenido >>

37


Botánico. Algún día hablaré sin reservas de mi Jardín Botánico. Pero por el momento puedo decir que tengo esta idea que se resiste a crecer: es sobre la soledad. Es sobre eso que jamás se nos ha dicho de quienes cultivan sus esquejes. Una de esas paradójicas cosas que la modernidad se ha empecinado en desconocer, pero en la que nos ha ido sumergiendo inefablemente a través de la omnipresencia de las más variadas estratagemas digitales. Ella tenía un cultivo de esquejes sobre la poceta. En vasos de mermelada, en botellas de plástico sin cuello, en tarros de Axion. Con sus cuidados la mayoría de los piecitos crecían rápidamente. Pronto eran merecedores de ser trasplantados a macetas con tierra en las que las raíces frágiles, recién surgidas, tenían la posibilidad de extenderse ocultas, siniestras, en compañía de las siempre resbaladizas lombrices. Una que otra tenía, después de años, la fortuna de dar frutos robustos y jugosos. Otras daban flores de colores vivos como escarabajos después de un par de meses.

Y pese a que Milan Kundera relaciona la soledad exclusivamente con la dulce ausencia de miradas, todos hemos vivido momentos de soledad semejante, en nuestra vida, bajo el escrutinio de ojos vigilantes.

Yo también le hablo a mis ideas. Ahora tengo esta a la que le digo palabras dulces, incitándola a crecer. Aguarda en un lugar en el que espero que la luz y las telarañas le ayuden. Y cada vez que voy a revisarla la encuentro en el mismo punto en el que la dejé la vez anterior. Justo las mismas frases encubriendo un propósito aún no revelado, mimetizado entre el escaso follaje y la maleza. Es importante entender que no todo lo que se arranca de una planta es un esqueje. De hecho, hay partes en las plantas que son como un receptáculo de su código genético, son nodos, pequeños puntos que tienen la capacidad de forjar una planta nueva. 38

Es seguro que mi abuela no conocía el concepto, es por eso que de una planta recogía diferentes ramitas confiando en que la suerte le daría su ansiado piecito. Igual me ha ocurrido a mí, no toda frase, no toda idea tiene la potencia de generar en mi cerebro no dispuesto una idea nueva, más amplia. Con la maleza, en cambio, parece que todo fuera plántula; las enredaderas, particularmente, tienen la propiedad de que córteseles por donde se les corte, producen retoños, más maleza. En ocasiones mi abuela, luego de hacer el corte en diagonal de rigor, podaba las plántulas, desechaba las hojas y ramas bajas para que estas crecieran con más tenacidad y maduraran pronto. La idea que va en esta carpeta, ya lo dije, va sobre la soledad, sobre esa sensación, sobre el hecho de que ya nadie parece tener derecho a sentirse solo, al igual que ya nadie tiene permiso para exhibir su tristeza, manteniendo, sin embargo, licencia para comercializar su alegría.

La soledad se ha dejado ver al lado de los esquejes

Por ejemplo, para poder trabajar en tuberías, tanques y minas se ha comenzado a exigir un certificado de trabajos en espacios confinados, y, aunque es posible que no tenga nada que ver en todo este asunto, esa frase es uno de esos esquejes del que espero una recompensa pronto; me parece que los escritores, pintores, caricaturistas y poetas deberían asistir a un curso así. Obtener un certificado de trabajos en espacios confinados implicaría entender que los mejores cultivos se han construido mucho más cerca del eco que resuena en un vacío estrecho que del escándalo de la vida diaria; mucho más en complicidad con las raíces y la aspiración de encontrar un lugar amplio más allá de las grietas. Cuando de soledad se trata recuerdo que Michael Collins ha sido el hombre más solo del mundo, aunque del mundo es solo un decir. En 1969 dejó a Neil Armstrong y a Buzz Aldrin en la luna mientras él la orbitaba. A cada paso por la cara opuesta, sin posibilidad de comunicarse y a un satélite de distancia del ser humano más cercano, se convirtió en el hombre más solo de la historia. Pero también podría sostener que no es necesario dar la vuelta a la luna; muchas veces y más solo que Collins ha estado un camionero

Ir a contenido >>


en una carretera de Colombia. Más solo y sin oportunidad para pedir ayuda un tenista en un tie break, un lanzador en la parte baja de la novena. Otros te dirán que nada más solitario y miserable que quedarse a esperar un “me gusta” para una foto recién posteada. Todos requerimos maneras de prepararnos para ese tipo de soledad. Al final, como sostiene Baudelaire, quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo entre una multitud atareada. Y pese a que Milan Kundera relaciona la soledad exclusivamente con la dulce ausencia de miradas, todos hemos vivido momentos de soledad semejante, en nuestra vida, bajo el escrutinio de ojos vigilantes. Y nada más solitario que esa vejez en la que se ha sumido mi abuela. La soledad y la confusión de su propia mente. Una mente que siente a su cuerpo capaz de cualquier proeza y un cuerpo que se sabe cerca del final y el deterioro. Consciente de una caducidad que la mente ignora. Mi abuela, pese a la devota paciencia que profesaba por sus piecitos, nunca estuvo preparada para asumir su propia vejez, esa fría y sola vejez, sin tecnología suficiente, para la que quizás ninguno esté lo bastante preparado. Para la que quizás sea necesario cultivar más ideas. Ideas inagotables. Que inquieten, que produzcan a su vez esquejes Cristian Romero

La idea que va en esta carpeta, ya lo dije, va sobre la soledad, sobre esa sensación, sobre el hecho de que ya nadie parece tener derecho a sentirse solo, al igual que ya nadie tiene permiso para exhibir su tristeza, manteniendo, sin embargo, licencia para comercializar su alegría.

que sean dignos de saquear para construir en soledad nuestro propio jardín. No simplemente para replicar esas ideas, sino para incentivar una reflexión sin fecha de vencimiento, una de esas ideas fundamentales, inagotables, pese al confinamiento con el que nos asfixia el tiempo. Este piecito lo robé del jardín de Maurice Maeterlinck. Carlos Andrés Salazar Martínez (Colombia) Estudiante del Doctorado en Humanidades, Universidad Eafit. Autor del libro de cuentos Distancia de un deseo largo (2015).

Daniel Ferreira

Juan Cárdenas

Este año, en el marco de la trigésima edición de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO), se dio a conocer la lista de los

39 mejores escritores de ficción menores de 40 años de América Latina. Entre los seis seleccionados de Colombia, tres son colaboradores de la Revista Universidad de Antioquia: Cristian Romero, Daniel Ferreira y Juan Cárdenas.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

39


Nadezhda Krúpskaya La primera dama de la revolución rusa Anastassia Espinel No está mal para vivir. Por el contrario, estoy muy contenta de seguir tras la revolución, me encanta mi trabajo actual, me gustaría compatibilizar mis relaciones mejor. Y aunque hay momentos difíciles, éstos pasan. La vida nos atenaza todos los años, golpeándonos con fuerza. No, no me puedo quejar... Nadezhda Krúpskaya

C

on motivo del centenario de las dos grandes revoluciones rusas del año 1917, la de febrero y la de octubre, en la historiografía mundial va en aumento el interés hacia aquellos hechos fundamentales del siglo xx. Sus consecuencias definitivas y su significado histórico siguen en discusión hasta la época actual, sobre todo, después del colapso de la Unión Soviética, cuando comienza la revisión total, tanto de los acontecimientos relacionados con ambas revoluciones como de sus personajes protagónicos. Una de las figuras más polémicas, trágicas y misteriosas de aquella época es Nadezhda Krúpskaya, esposa de Vladimir Lenin, el máximo líder de la Revolución y del Estado soviético. Existe una extensa bibliografía dedicada a esta gran mujer, pero casi todas las fuentes de información del período soviético no hacen más que alabarla en su calidad de “esposa y compañera de Lenin”. Por otro lado, en los años posteriores a la caída del régimen soviético, debido a aquella misma condición, Krúpskaya se convirtió en uno de los blancos predilectos de los insultos y burlas de toda clase de “buscadores de la verdad histórica”, cuyos escritos, en su mayoría, no tenían nada que ver con una auténtica investigación.

40

Ir a contenido >>


Ir a contenido >>


En realidad, ni los admiradores más fervorosos de Nadezhda Krúpskaya ni sus peores detractores veían lo que se ocultaba tras la fachada monumental de la “esposa y compañera de Lenin”: la verdadera personalidad de aquella mujer extraordinaria cuya vida entera, plenamente entregada a su esposo y a la causa revolucionaria, tiene, en gran parte, un tono más bien trágico. Solo en los años recientes aparecieron investigaciones serias, completas y objetivas, como la biografía escrita por el reconocido historiador Konstantín Mlechin y publicada en la serie Vidas de Personajes Ilustres en 2014, que desvelan un poco el enigma de la Primera Dama de la Revolución rusa. Nació en San Petersburgo el 26 de febrero de 1869. El linaje de los Krupskiy se remontaba a los tiempos de Pedro I el Grande y pertenecía a la pequeña nobleza rusa; la carencia de títulos y riquezas se recompensaba por el valor proverbial de todos sus varones y de algunas mujeres de aquella familia. En la época de Catalina II la Grande, el abuelo de Nadezhda se destacó en la toma de Izmaíl durante la guerra ruso-turca (1787-1792) (Obichkin, 1978: 11). El padre de la futura revolucionaria, Konstantím Krupskiy, era un oficial del ejército, famoso por sus ideas revolucionarias; durante la Resurrección polaca (1863-1864) ni siquiera intentó disimular su simpatía hacia los rebeldes y puso fin a los abusos cometidos por los gendarmes zaristas. Como resultado, le llovieron numerosas denuncias anónimas que acabaron con su carrera; fue juzgado y por poco termina en la cárcel.

A diferencia de la mayoría de las jovencitas de su edad, Nadezhda sabía muy bien lo que quería en la vida: convertirse en maestra y luchar contra la ignorancia y la opresión en todas sus manifestaciones.

42

La madre de la niña, Yelizaveta Tistrova, trabajaba como institutriz en la familia de un comerciante rico; después de casarse dejó aquel oficio tan ingrato y se dedicó por completo a la educación de su única y adorable hija. Tanto el padre como la madre de Nadezhda pertenecían a aquel círculo de jóvenes intelectuales rusos que no se conformaban con el ambiente sofocante y conservador de su época y, aunque no formaban parte de ningún círculo revolucionario, compartían las ideas de La Voluntad del Pueblo, una organización populista que se oponía abiertamente al régimen monárquico, acudiendo al sabotaje y a los asesinatos políticos.1 Por lo tanto, no es de extrañar que Nadezhda desde la niñez asumiera aquellas ideas revolucionarias que se cultivaban en el seno de su pequeña familia, entre cuyos miembros siempre reinaba el espíritu de amor y confianza mutua. La muerte prematura de su padre en 1883 a causa de la tuberculosis, a la edad de 45 años, fue un golpe muy duro para Nadezhda y su madre. Las dos se vieron obligadas a ganarse la vida: Yelizaveta volvió a dar clases privadas y Nadezhda, con tan solo 14 años y aún siendo estudiante de secundaria, siguió el mismo camino de su madre. Ya en aquel entonces, la muchacha descubrió su verdadera vocación: la enseñanza. Tanto los alumnos, algunos de los cuales tenían casi la misma edad que la maestra, como los padres quedaron impresionados por el talento pedagógico de la joven maestra, por su capacidad para despertar el interés por los estudios incluso en el más ocioso de los estudiantes y por la originalidad de su metodología, tan distinta de la aburrida escolástica de los colegios oficiales. Según el testimonio de una de sus compañeras escolares, Nadezhda era una muchacha muy seria, sumamente madura para su edad, más bien callada y poco propensa a compartir con nadie, ni siquiera con sus mejores amigas, aquellos temores, sueños y esperanzas que suelen agitar la mente de cualquier adolescente (Rúdneva, 1956: 23). A diferencia de la mayoría de las jovencitas de su edad, Nadezhda sabía muy bien lo que quería en la vida: convertirse en maestra y luchar contra la ignorancia y la opresión en todas sus manifestaciones. Posteriormente, escribiría en sus memorias: “Millones de personas en Rusia viven absortas por las tinieblas del analfabetismo, y me siento feliz

Ir a contenido >>


Tanto en el exilio siberiano como en la emigración en Múnich, Londres y Ginebra, Nadezhda tuvo que manejar un enorme volumen de la correspondencia y de los materiales de prensa rusa y europea (en lo que le ayudó su magnífico conocimiento del francés, inglés y alemán), analizando temas sumamente variados, redactando Iskra (La Chispa, el periódico de los emigrantes socialistas rusos) y escribiendo al mismo tiempo sus propios artículos.

cuando al menos una docena de ellas aprenda a leer y escribir. ¡No, no voy a descansar hasta que sean millones!” (Krúpskaya , 1988: 88). En 1887 Nadezhda se graduó de la secundaria con una medalla de oro y en 1889 ingresó en la facultad de ciencias físico-naturales de los Cursos Superiores Femeninos Bestúzhev en San Petersburgo, el único centro de educación superior para las mujeres. Aunque Nadezhda Krúpskaya era la mejor en su curso, pronto se sintió profundamente decepcionada por aquel ambiente deprimente y sofocado por la constante censura que reinaba en las aulas de clases, al igual que en cualquier otra universidad de la época. El asesinato del zar Alejandro II convenció a su hijo y sucesor Alejandro III de que todas las reformas liberales de los años anteriores habían sido un error; por lo tanto, se apresuró a instituir las llamadas “medidas excepcionales”, que consistían en la restricción de toda clase de libertades y la persecución de todos los elementos “potencialmente peligrosos”. Un año después Nadezhda abandonó sus estudios, entró a trabajar como maestra en una escuela nocturna para obreros en la Puerta de Nevski, un suburbio popular de San Petersburgo, e ingresó en la Liga de la Lucha por la Liberación

de la Clase Obrera, una organización política de carácter socialdemócrata, creada a base de otrora dispersos círculos marxistas, cuyos miembros, en su mayoría estudiantes universitarios y otros jóvenes intelectuales, habían optado por abandonar la táctica propagandista y terrorista de sus antecesores; en vez de esto, pretendían involucrar en la lucha revolucionaria amplias masas de trabajadores por medio de la distribución de la literatura marxista y organizando huelgas políticas en fábricas y talleres. En una de las reuniones de la Liga ella conoció a su líder, el joven jurista Vladimir Ilich Uliánov, el futuro Lenin. Se ha escrito y debatido mucho sobre el primer encuentro entre Lenin y Krúpskaya, pero hasta ahora no existe unanimidad entre los biógrafos de ambos sobre el verdadero carácter de aquella relación. Algunos afirman que no se unieron por el amor ni la atracción mutua, sino únicamente por los intereses de la lucha política, motivando su punto de vista con que ningún hombre jamás habría podido enamorarse de una mujer tan poco agraciada como Nadezhda Krúpskaya. ¿Qué tan cierto es esto? Realmente, en las fotos más famosas, datadas de 1920-1930, aparece una mujer obesa, de rostro hinchado y ojos saltones. Pero todas aquellas deformaciones son, en realidad, las consecuencias de la enfermedad de Graves-Basedow, un grave trastorno autoinmune de la tiroides que afecta a las mujeres con una frecuencia ocho veces mayor que a los hombres. Sin embargo, en sus años jóvenes, cuando la enfermedad aún no tenía manifestaciones visibles,

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

43


Nadezhda era muy atractiva. Frágil, esbelta, de rostro un tanto pálido, frente alta, labios finos, gruesa trenza dorada y grandes ojos cuyo color oscilaba entre verde y gris, debió atraer numerosas miradas masculinas cuando caminaba por las calles de San Petersburgo, siempre con paso apresurado, para llegar a tiempo a las clases en la escuela obrera y a las reuniones de la Liga. Al igual que muchas otras jóvenes revolucionarias de su época, Nadezhda consideraba que el amor no era más que una pérdida de tiempo y no veía en sus admiradores más que a los compañeros de la lucha, pero todo cambió con la aparición de Vladimir Uliánov-Lenin, quien, a pesar de su baja estatura y calvicie temprana, impresionaba a todos con su encanto personal, inteligencia, elocuencia brillante y dones de liderazgo. ¿Era realmente un amor a primera vista? Según Gleb Krzhizhanovsky, miembro de la Liga y posteriormente uno de los más fieles colaboradores de Lenin en la creación del Estado soviético, “Vladimir Ilich podría haber encontrado a otra mujer más hermosa pero jamás a otra tan inteligente y comprensiva como Nadezhda Krúpskaya” (1971: 118). En la noche del 20 al 21 de diciembre de 1895, tras la denuncia de un agente secreto, la policía arrestó a varios dirigentes de la Liga, entre los cuales se encontraba Lenin. Unos meses después, Nadezhda también fue detenida y recluida en una celda; allí recibió de su amado una carta con la propuesta de matrimonio. Sin duda, una cárcel para presos políticos no parece ser un lugar adecuado para declaraciones románticas, pero Nadezhda se sintió sumamente feliz. Aceptó la propuesta sin pensarlo dos veces, pero no pudieron contraer nupcias hasta el año 1898, cuando los dos fueron exiliados a Siberia Oriental. En la remota aldea de Shúshenskoye, Vladmir y Nadezhda se casaron en una ceremonia ortodoxa e iniciaron su vida familiar. La vida en una pequeña aldea siberiana prácticamente aislada del resto del mundo no era fácil, pero, al parecer, Lenin y Krúpskaya pasaron allí los tres años más felices de su vida. Poco después de la boda, Nadezhda quedó embarazada, pero el grave trastorno hormonal que padecía no le permitió llevar su embarazo a término. No volvió a concebir nunca más. La falta de hijos había 44

En total, se conocen más de treinta títulos publicados por Krúpskaya antes del año 1917 en diversas revistas y periódicos rusos legales e ilegales, dedicados más que todo a la problemática de la pedagogía y la educación en el contexto de aquellos cambios radicales que debería traer consigo la revolución socialista.

originado numerosos rumores acerca de la vida íntima de la “primera pareja de la Revolución”: la supuesta frigidez de Krúpskaya, la ausencia total del deseo sexual entre ambos, el carácter exclusivamente formal de aquel matrimonio, entre otros. En realidad, no son más que especulaciones sin fundamento, pues los hechos históricos demuestran todo lo contrario. Todos los compañeros del exilio de Lenin y Krúpskaya afirmaban que la relación entre los dos era sumamente tierna y amorosa y, aunque tuvieron sus pequeñas discordias como cualquier pareja de recién casados, siempre sabían encontrar compromisos. Años después, la misma Krúpskaya escribía en sus memorias: “el hecho de que no describo en estas páginas nuestros momentos románticos ni la ardiente pasión juvenil no significa en absoluto que no los tuviéramos en nuestra vida” (1988: 114). Privada de maternidad, Nadezhda decidió dedicarse por completo a su esposo y a su trabajo. Aún en el exilio, escribió su primer texto titulado “La mujer trabajadora”, en el que expresó, desde la perspectiva marxista, su opinión sobre el nuevo rol de la mujer en la familia, la educación y la sociedad. Cuando sobre las ruinas de la derrotada Liga de la Liberación de la Clase Obrera y otras sociedades marxistas surgió el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, cuya ala más radical, encabezada por Lenin, se transformaría posteriormente en el Partido Bolchevique o Comunista, Krúpskaya se convirtió en la mano derecha de su esposo, su secretaria

Ir a contenido >>


y su colaboradora más fiel. Los otros integrantes del partido no dejaban de admirar la capacidad laboral de la esposa de su líder. Tanto en el exilio siberiano como en la emigración en Múnich, Londres y Ginebra, Nadezhda tuvo que manejar un enorme volumen de la correspondencia y de los materiales de prensa rusa y europea (en lo que le ayudó su magnífico conocimiento del francés, inglés y alemán), analizando temas sumamente variados, redactando Iskra (La Chispa, el periódico de los emigrantes socialistas rusos) y escribiendo al mismo tiempo sus propios artículos. La pareja regresó a Rusia en 1905 para tomar parte en la primera revolución rusa y después de su derrota en 1907 se vio obligada a retomar su exilio en Europa. Aunque deprimida por la derrota de la revolución y por la creciente virulencia de su propia enfermedad, Krúpskaya no abandonó su actividad. Trabajó como profesora en la escuela de preparación de los futuros revolucionarios en Longjumeau, cerca de París; dirigió varios diarios políticos y siguió escribiendo sus propios artículos. En total, se conocen más de treinta títulos publicados por Krúpskaya antes del año 1917 en diversas revistas y periódicos rusos legales e ilegales, dedicados más que todo a la problemática de la pedagogía y la educación en el contexto de aquellos cambios radicales que debería traer consigo la revolución socialista. En sus escritos defendía la enseñanza mixta, la abolición de todo tipo de restricciones para la educación femenina, un alto grado de autonomía para los colegios, así como la importancia de introducir la ética laboral en todos los programas académicos y de inculcar a los estudiantes el respeto por cualquier tipo de trabajo. Durante su estancia en Europa la vida de Lenin y Krúpskaya era más que modesta. Según la investigadora británica H. Rappaport, el matrimonio vivía casi al borde de la pobreza, con un mínimo de muebles y otros enseres domésticos, pero esto parecía no deprimirlos demasiado ya que ambos eran muy frugales por naturaleza (2009: 87). Día a día, la enfermedad de Krúpskaya se manifestaba en crecientes temblores, palpitaciones del corazón y cansancio general; finalmente, en 1913, en Berna, tuvo que someterse a una complicada cirugía en la clínica del famoso médico Theodor Kocher, premio

nobel de medicina. Aquella intervención atenuó los síntomas, pero la enfermedad siguió progresando: la salud de Krúpskaya se deterioraba y su apariencia también. Plenamente consciente de que su cuerpo deforme, sus edemas y su piel constantemente sudorosa afectaban de forma considerable su vida conyugal, Nadezhda entendía que tarde o temprano su esposo, hombre sano y en plenitud de sus fuerzas, podría interesarse por otras mujeres. No se sabe con certeza cuándo comenzó Lenin la relación romántica con Inessa Armand, la otra compañera del partido, caracterizada por sus contemporáneos como “una revolucionaria muy bella y muy aventurera”, pues sus detalles se desconocen, en gran medida, debido a que todas las partes de aquel triángulo amoroso se comportaban con suma discreción. Las especulaciones posteriores acerca de que por lo menos uno de los cinco hijos de Inessa era también hijo de Lenin, que Krúpskaya amenazaba a su esposo con desacreditarlo ante los demás dirigentes del partido en caso de que decidiera dejarla y que odiaba a su rival y a toda su familia no tienen ningún fundamento histórico. Todos los hijos de Inessa, fruto de sus dos matrimonios anteriores, nacieron mucho antes de su primer encuentro con Lenin. En cuanto a Krúpskaya, aunque sufría mucho, consideraba que cualquier manifestación de celos no era más que uno de tantos “prejuicios burgueses”, por lo que jamás le reprobó a su esposo aquella aventura romántica. En público, las dos mujeres se comportaban con mucho respeto mutuo, ya que creían que los problemas personales no deberían afectar la causa común. Juntas coordinaban la escuela del partido en Longjumeau y, tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando Lenin fue arrestado por las autoridades austriacas, ambas intercedieron en su defensa y lograron su liberación. En un momento crítico, cuando la relación entre los esposos parecía estar a punto de una ruptura definitiva, fue Nadezhda la que le propuso el divorcio, motivando aquella decisión en el hecho de que Inessa, a diferencia de ella, sí podría darle a Lenin el tan anhelado hijo y heredero, pero él mismo se negó a abandonar a su fiel compañera de tantos años, afirmando que su lucha y su compromiso con el partido estaban por encima de toda felicidad personal.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

45


Nadezhda hizo todo lo posible para devolver a la vida al líder de la revolución y, movilizando todo su talento de maestra y pedagoga, le enseñó nuevamente a leer, hablar y escribir. Parecía increíble, pero gracias a sus esfuerzos, Lenin no solo fue capaz de volver a la vida activa, sino también de retomar las riendas del gobierno.

Aquella relación continuó incluso después de la Revolución de Octubre (1917), cuando Lenin se convirtió en el líder del nuevo Estado soviético. Las dos seguían siendo sus fieles colaboradoras, trabajando casi sin descanso: Inessa como la directora del Departamento de Mujeres Trabajadoras y Campesinas del Comité Central del Partido Comunista y Nadezhda en la Comisaría de la Educación, convirtiéndose en la primera mujer ministra de educación en la historia. En 1919 Krúpskaya emprendió un viaje por el Volga a bordo del vapor Estrella Roja, durante el cual visitó las treinta y cuatro ciudades de aquella extensa región y dio numerosas conferencias sobre el nuevo sistema educativo socialista. Según sus propias palabras, “en ocasiones me sentía cansada hasta tal punto que tenía irritado el corazón e hinchazones en los pies pero me sentía feliz propagando aquellas ideas novedosas aún con el exceso de tareas que tenía que realizar” (1988: 221). En 1920, Inessa Armand murió de cólera en la ciudad de Nálchik, durante uno de sus viajes al Cáucaso. Lenin supo sobrevivir a este duro golpe solo gracias a Krúpskaya. Un año más tarde, el mismo líder soviético sufrió un golpe apopléjico que lo paralizó casi por completo. Nadezhda hizo todo lo posible para devolver a la vida al líder de la revolución y, movilizando todo su talento de maestra y pedagoga, le enseñó nuevamente a leer, hablar y escribir. Parecía increíble, 46

pero gracias a sus esfuerzos, Lenin no solo fue capaz de volver a la vida activa, sino también de retomar las riendas del gobierno. En enero de 1924 un nuevo golpe acabó con la vida del primer dirigente de la recién fundada Unión Soviética. Tras la muerte de su esposo, con quien había compartido veinticinco largos años de vida y lucha, el trabajo se convirtió para Nadezhda Krúpskaya en el único sentido de su vida. Hizo muchísimo por el desarrollo del movimiento femenino, el periodismo, la literatura y, más que todo, por la educación. “Krúpskaya es la mejor amiga de todo niño soviético” —dice una de las pancartas de la época— y, a diferencia de tantas otras, estas palabras no eran ninguna exageración. Privada de la felicidad de tener sus propios hijos y nietos, Krúpskaya se convirtió en el ocaso de su vida en una especie de “abuela común” para todos los niños de su país. Era una de las fundadoras del movimiento de los Pioneros, organización infantil que agrupaba en sus filas a los niños soviéticos entre nueve y catorce años, y participaba en todos sus eventos importantes. Siguió escribiendo mucho sobre pedagogía y educación, defendiendo con fervor su propia visión sobre el nuevo sistema educativo, que en muchos aspectos no coincidía con la posición de otros dirigentes oficiales. Se pronunciaba por la libertad de conciencia de los profesores y por un alto grado de autonomía de los colegios, se oponía abiertamente

Ir a contenido >>


a la censura de los autores considerados “burgueses” y “contrarrevolucionarios” y, a diferencia de muchos de sus colegas, no menospreciaba la experiencia educativa acumulada por los pedagogos occidentales ni por la administración zarista. Valoraba mucho la metódica educativa de León Tolstoi, considerándola “un tesoro inagotable del pensamiento y sabiduría espiritual” y no aceptaba las ideas de Antón Makárenko, expuestas en su célebre Poema pedagógico, libro que gozó de suma popularidad durante todo el período soviético. Sería imposible enumerar todas las actividades realizadas por Krúpskaya durante los setenta años de su vida. Su obra completa, compuesta principalmente por los artículos de pedagogía, incluye ochenta y cuatro tomos. Al igual que todo gran dirigente público, Nadezhda Krúpskaya poseía una personalidad compleja, multifacética y, en gran parte, contradictoria, pero los círculos gubernamentales soviéticos no la percibían como una mujer inteligente, talentosa y autosuficiente, sino exclusivamente como “la esposa de Lenin”. Por una parte, aquel estatus parecía otorgarle una posición importante y un gran respeto dentro de la sociedad; por el otro, podría ser considerado como una muestra de desprecio hacia la posición personal, política y social de Krúpskaya. “El Partido Comunista no valora a Nadezhda Krúpskaya por la grandeza de su personalidad sino por ser la amada esposa y compañera de nuestro gran Lenin” —aquella frase, lanzada por Stalin desde la tribuna con motivo de la conmemoración del décimo aniversario de la muerte de su antecesor, muestra muy bien la posición de Krúpskaya en la sociedad de los años treinta—. Las especulaciones acerca de su muerte son casi tan numerosas como las de su vida. El 26 de febrero de 1919, en su cumpleaños setenta, numerosos dirigentes del partido y del Estado acudieron a la casa de Krúpskaya para felicitarla; el mismo Stalin le envió un enorme pastel de cumpleaños. Algunas horas después de aquella celebración, Nadezhda sintió un fuerte dolor abdominal; los médicos le diagnosticaron una apendicitis aguda que se convirtió en peritonitis. A pesar de una intervención rápida, los médicos del hospital del Kremlin no pudieron salvarle la vida, hecho que provocó los rumores acerca de que Stalin había matado a la viuda de

su antecesor enviándole un pastel envenenado. No obstante, no es más que una de tantas otras “leyendas negras del Kremlin”, carente de cualquier fundamento, pues ninguno de los muchos invitados de Krúpskaya, que también habían degustado el pastel, sufrió las consecuencias de aquella “última cena” de la viuda de Lenin. Actualmente, las cenizas de la Primera Dama de la Revolución, al igual que los restos mortales de otros grandes dirigentes soviéticos, descansan en un nicho en la Necrópolis de la Muralla del Kremlin, mientras la vida y las ideas de aquella mujer extraordinaria siguen despertando un gran interés en las nuevas generaciones de historiadores que pretenden valorarlas desde la perspectiva de la época actual.

Anastassia Espinel (Rusia) Historiadora y especialista en docencia universitaria, Ph.D. en Ciencia Histórica, graduada del Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias de Rusia. Residió en Moscú hasta el año 1998, con prolongados viajes a otros lugares como Ucrania, Bielorrusia, países del Báltico y de Asia central, España, Ecuador y Perú. Actualmente reside en Bucaramanga, Colombia, donde se desempeña como docente de la Universidad de Santander (UDES). Referencias Krúpskaya, N. K. (1988). Obras escogidas. Moscú: Politizdat (en ruso). Krzhizhanovsky, G. M. (1971). El gran Lenin. Moscú: Politizdat (en ruso). Mlechin, K. (2014). Nadezhda Krúpskaya. Serie Vidas de Personajes Ilustres. Moscú: Molodaya Gvardia (en ruso). Obichkin, G. D. (1978). Krúpskaya: biografía. Moscú: Politizdat (en ruso). Rappaport, H. (2009). Conspirator: Lenin in Exile. Londres: Basic Books. Rúdneva, E. I. (1956). La actividad pedagógica de Krúpskaya antes de 1917. Moscú: Universidad Lomonósov (en ruso). Notas 1 La Voluntad del Pueblo (en ruso Narodnaya volya) era una organización revolucionaria y populista creada en 1879, tras la división de su antecesora, la sociedad secreta Tierra y Libertad; su acto más relevante fue el asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881, por medio de la explosión de una bomba en pleno centro de San Petersburgo. Se disolvió en 1884, a causa de las persecuciones cada vez más crueles por parte del gobierno zarista, por un lado, y por la creciente popularidad de las ideas marxistas, por el otro.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

47


Reír escribir morir Santiago Gallego

A André Breton y a Mechas

L

a primera aparición de Jaime Alberto Vélez en las páginas de la revista El Malpensante fue en la edición número 8, en 1998. La última, en la 43, en 2003, cuando murió a los 53 años. Suyos eran esos cuantos párrafos sobre literatura que alimentaron una parte central de la revista bogotana durante cinco años y que figuraban bajo el título “Satura”. Era la época en que El Malpensante profesaba con tanta convicción el arte de irritar, ese “gentle art of making enemies” de Whistler: publicaba aforismos contra las mujeres (“El humor inteligente es fino, y en esa página contra las mujeres no se respira finura sino vulgaridad o ceguera”, les escribiría una lectora indignada), invitaciones a hacer una colecta para comprarle un diccionario a Alfredo Iriarte, reseñas de Alberto Aguirre sobre la última emisión novelada de Plinio Apuleyo Mendoza (que el paisa calificó con las entrañables y sonoras palabras de “chatarra” y “ripio”), discusiones con el extodo Rudolf Hommes (quien amonestó, por extensos, los artículos de la revista), apartes de sentencias de la Corte Constitucional (porque la literatura está en todas partes) y lecciones de Fernando Vallejo a García

48

Márquez (Vallejo todavía escandalizaba en ese entonces). Un lector escribió a la revista celebrando la mordacidad de Vélez para identificar y destruir, burlonamente, ciertas costumbres de la época; en particular, la palabrería del mundo académico. Después de contar, a su vez, alguna anécdota sobre dicho mundo, ese remoto lector preguntaba: “¿Qué demonios es satura?”.

***

Existe una dilatada tradición literaria que documenta la insensatez y se ríe de ella. Un lector no encontrará muchos momentos de humorismo en la Ilíada —aunque sí numerosas y solemnes orientaciones morales—, pero inmerso en esa arcana literatura le bastará pasar las páginas de unos siglos para ver esas mismas advertencias acompañadas de una carcajada. No es descabellado afirmar que, en la historia de la literatura, los remotos mandamientos dan paso a la burla resignada. Ya en la antigua comedia griega del siglo v a. C., Aristófanes (445-385 a. C.) ridiculizaba a cada una de las figuras que habitaba la ciudad, dejando ver las inclinaciones

Ir a contenido >>


indecorosas que precipitaban a aquellos hombres a la acción y que siglos después nos siguen empujando a todo tipo de estropicios. En sus dramas desfilan vividores, mujeres lascivas y decididas, esposos lascivos y tontos, hombres cobardes, filósofos ridículos y esclavos impertinentes. Estas figuras vivas y coloridas, llenas de defectos, contrastan con los gravísimos e incoloros bustos que nos recuerdan un pasado perfecto e improbable. La censura risueña es propia de esa primera literatura urbana, inventada por los griegos. Posteriormente, Teofrasto (371-287 a.C.) compone un libro de caracteres psicológicos a través de los cuales aparecen nítidamente delineados unos sujetos a partir de unos cuantos comportamientos. No se trata de dramas para ser representados, sino de perfiles para leer y reírse del otro. Así, pues, el discípulo de Aristóteles traza la silueta del adulador (aquel que le dice a su acompañante: “¿Te das cuenta de cómo te mira todo el mundo?”), el rústico (“Calza unos zapatos mayores que su pie y habla con un gran vozarrón”), el inoportuno (“Invitado a una boda, pronunciará duras acusaciones contra el sexo femenino”), el desconfiado (“Al esclavo que lo acompaña, le ordena que no vaya detrás, sino delante, para poder vigilarlo, por miedo de que se escape en el camino”) y el oligarca (“De la obra de Homero recita un único verso, pues ignora el resto, que dice: ‘No es bueno el mando de muchos: que uno solo sea el jefe’”). En el siglo iii a. C., Bión de Borístenes (325-250 a. C.), un filósofo, cínico, hedonista, escéptico y predicador ambulante, redactó lo que llamó “diatribas”: unos sermones ofensivos que dejaban mal parados a los ciudadanos griegos, y Menipo de Gádara (311-256 a. C.), liberto y usurero que mezcló prosa y verso, también amonestó al prójimo con humor.

***

Hasta aquí no nos hemos encontrado con la palabra “satura”, nombre latino para designar el género que cultivó Jaime Alberto Vélez en las páginas de El Malpensante: se

trata de la “sátira”, una composición que, a la manera de la comedia antigua, tiene como objeto fustigar los vicios de los hombres. En sentido estricto, el género se inventó y practicó en la Roma antigua, sin que fuera claro cuál era su etimología. Solo un gramático tardío, Diomedes (siglo iv d. C.), retomando un texto de Varrón (116-27 a. C.), intentaría explicar el origen de dicha palabra a partir de cuatro alternativas. Dice Diomedes: La palabra satura viene del nombre de los sátiros, porque este poema encierra chanzas y obscenidades parecidas a las palabras y acciones de los sátiros. O bien proviene del nombre satura lanx, de este plato lleno de las primicias de todas las clases de cosechas que los antiguos ofrecían a los dioses en los sacrificios; se le llamaba así, satura, por la abundancia de cosas de que rebosaba. […]. O bien proviene de una especie de embutido (farcimen) compuesto de muchas cosas, y que según Varrón se llamaba satura; en efecto leemos en el segundo libro de Quaestionum Plautinarum: “la satura es una mezcla de raíces secas, papillas de cebada y piñones, rociado con vino y miel, incluso algunos añaden granos de granada”. Por último, otros creen que se deriva de a lege satura (“la ley compleja”), en la que se decretan, juntas, diferentes disposiciones, así como poesías diferentes están comprendidas en una sola satura.

Las tres últimas explicaciones nos remiten a tres metáforas: el poeta como sacerdote, el poeta como legislador y el poeta como cocinero. Lucilio (c. 180-102 a. C.), Horacio (65 a. C.-8 d. C.), Persio (34-62 d. C.) y Juvenal (60-128 d. C.) serán los mayores exponentes, en el mundo latino, de esta sabrosa y variada receta literaria, cuya naturaleza especiada es compleja y aun contradictoria: algo de amargura esconde su risa, algo de dulzura su amonestación mordaz, algo de acritud su frase limpia y perfecta, algo de acidez su “noble” propósito; en fin, lo que parece ser un

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

49


plato ardiente, en realidad exige la mano fría de un hábil cocinero que no lo deje quemar. La alusión, la parodia y la ironía son su modo favorito de expresión, lo que supone un público perspicaz, leído y culto. Mommsen dice: “la sátira lleva consigo todas las formas y todos los objetos, como la epístola y el boceto, que no observan reglas críticas, ni leyes especiales; se caracteriza según la individualidad del poeta; tiene un pie en el campo de la poesía y el otro en el de la prosa”. De Lucilio, reconocido como padre del género, conservamos unos cuantos fragmentos que poco dicen de su arte. Sabemos, por terceros, que menciona a las víctimas de sus versos con nombres propios y que describe las condiciones personales de aquellos, cosa inédita en Roma porque la ley prohibía tales licencias. Sabemos, también, que sus versos se ríen de la política, las mujeres y la literatura; de igual forma, que relatan eventos de su intimidad, como la pereza habitual del pene al lado de la inmortal esposa. Lucilio critica la ambición, la glotonería (“¡Vivan glotones, derrochadores, vientres!”) y la ebriedad. Sin embargo, es en Horacio en quien encontramos la sátira consumada, comprendida bajo tres principios artísticos enunciados en Sátiras, I, 10, 5-17: primero, no basta con hacer reír (“y eso que hay en ello también cierta virtud”); segundo, es necesario ser breve; y tercero, el lenguaje debe variar, de la severidad a la ligereza, “hablando a veces como un poeta, a veces como un hombre mundano”. Horacio, apologeta ya legendario de la medianía (“Haz engordar mi ganado y todo lo mío, salvo el ingenio”), a la vez que hace una censura va trazando pacientemente su rostro: tenemos con él, entonces, una reconvención, pero también una creación de sí. En otras palabras, en sus sátiras aparece una persona poética: “Los dioses hicieron bien en crearme con intelecto pobre y apocado, / persona que habla poco y raramente. / Famio es feliz regalando sus libros con mueble y busto incluido, / mientras que nadie lee mis escritos; / temo recitarlos al vulgo, porque hay quienes el género aprecian muy poco”. 50

Persio nos lega seis largas sátiras antes de morir de una enfermedad estomacal a los 28 años. El género, con él, se hace oscuro, a tal punto que san Ambrosio, según se cuenta, arrojó la obra de aquel mientras exclamaba: “¡Lejos de aquí, ya que no quieres que se te entienda!”, gesto imitado por san Jerónimo, que la arrojó al fuego mientras gritaba, muy molesto: “¡Quememos estas sátiras para que se esclarezcan!”. Entre otras cosas, Persio se queja de la mala poesía (“¿Y juzgas, insensato, noble oficio / pábulo dar a muchedumbre ciega, / Hasta que ya apurado el artificio / Te interrumpes tú mismo y gritas ¡basta! / Traspasando los límites del vicio?”) y del mal gusto popular (“Y el vulgo aplaude, y soldadesca ruda / estalla en carcajadas convulsivas”). Por último, Juvenal se queja monótonamente, en una sátira, de Roma, sacudiéndonos en el último verso con una sorpresa: “¿Qué lugar hemos visto tan miserable, tan solitario / que no consideremos peor el temor a los incendios, a continuos derrumbamientos de casas / y a los mil peligros de esta terrible ciudad, / incluidos los poetas que nos recitan en agosto?”. También censura a las mujeres exasperantes, a los hombres afeminados, la tiranía, la nobleza corrupta y decadente (“la chusma vestida de toga”) y el reinado del dinero. Con estos cuatro pioneros tenemos una imagen que se repite en el género: la de una persona poética marginal, contrapuesta al vulgo, que se abandona al buen malhumor y censura algún vicio de sus contemporáneos de manera imprevista (es decir, mediante el uso de travesuras lingüísticas, más que de argumentos incontrovertibles) y que exige un público culto que entienda sus referencias, sin mostrarse solidario con el receptor del ataque. Las columnas de Jaime Alberto en El Malpensante son parte de esta tradición inaugurada por los poetas latinos y que contamina a diversos autores, bien sea porque escriban sátiras en sentido estricto o porque beban de sus aguas: Rabelais, Montaigne, Burton, Swift, Stern, Bloy,

Ir a contenido >>


Tejada, Borges, Friedman, Kennedy Toole, Aguirre, Vallejo. Las sátiras de Vélez, además, orbitan todas alrededor del mundo de la literatura y en ellas es posible identificar, en términos generales, cuatro temáticas: la lectura, los libros, algunos vicios de los actuales escritores y varios asuntos relativos al estilo.

***

Frente a los fines pedagógicos de la lectura, caros a los promotores de lectura, a algunos maestros de primaria y a los redactores de currículos universitarios, Vélez sugiere que la lectura es una afirmación de la libertad, una actividad que no se supedita a la moral. No es una preparación para aceptar la realidad, sino un revulsivo contra ella. En suma, una actividad que los exámenes preescolares y universitarios anulan en su búsqueda inicial de textos edificantes y en su posterior encuentro fragmentario con las copias: “En virtud de la fotocopia, leer y estudiar se han reducido en realidad a una sola actividad: subrayar. Del amplio y complejo mundo de un saber, sólo quedan al final unas cuantas frases que lo compendian” (“El retorno de los brujos”). El afán por encontrar “lo útil” embiste tanto a lectores como a escritores; “[d]esaparecida la musa, un escritor escribe ahora bajo la platónica inspiración de los promotores oficiales de ventas” (“Abajo la imaginación”). En “Lecturas de cabecera”, hablando de ese tema aparentemente intrascendente que es el del libro que yace en la mesa de noche, se refiere de nuevo al utilitarismo de la lectura: “Las flagelantes lecturas de cabecera, que empezaron por incluir a Epicteto, Séneca, Marco Aurelio y Kempis, degeneraron con el tiempo en los llamados libros de autoayuda. La almohada sensual del pagano y la áspera del converso entregaron su lugar en esta época a los instrumentos de gimnasia pasiva”. Este universo mercantil de lectoresconsumidores, cazadores de citas, que buscan en el libro la frase puntual que les permita remplazar el diazepam, hace posible la emergencia y el deceso de varios fenómenos.

En primer lugar, elimina la idea del buen lector: “la actual industria editorial ha logrado por fin suprimir ese estorboso escollo representado por el buen lector, que, como se sabe, más que suscitar las compras, se convertía en un obstáculo para las ventas” (“La abolición del lector”). De allí que, junto al libro terapéutico, brille oscuramente el libro decorativo: “El libro sin lector se adapta con callada sumisión a la biblioteca, a la mesa de noche o a la sala de la casa, donde algunos suelen exhibirlo como un objeto de buen gusto que armoniza con la decoración. En realidad, no desentona entre el lujo excesivo, y en algunos casos llega a suplir con eficacia el papel de la obra de arte. El tamaño, el formato, el lujo de la edición (pero, sobre todo, su inutilidad) hacen que este libro, a diferencia de los demás, no se tome jamás en préstamo y, por tanto, no corre el riesgo de desaparecer en la biblioteca de un amigo remoto” (“La abolición del lector”). En segundo lugar, dicho universo demanda publicistas que, sin ser muy aficionados a la lectura (en particular), o al mundo intelectual (en general), se ven obligados a anunciar en las contracubiertas de los libros las cualidades que convencerán a los lectores de comprarlos, lo que produce una involuntaria y abominable profusión de dislates; de esta suerte, como ocurre con las falsas descripciones que acompañan a los nombres de los restaurantes de kebabs, todo libro lleva ahora, en la cubierta, la torpe declaración de ser “el libro más vendido del mundo”. Tales publicistas abundan en fórmulas que combinan al mismo tiempo “lo inocuo con lo solemne”; un hipotético buen lector “[…] aceptaría una intromisión en un volumen de poesía si el redactor alcanzara la altura del poeta. Jamás entendería una frase en la contracubierta que promocionara la obra como una espléndida selección de trozos alucinados; tampoco, si un desconocido afirmara sin rubor que aquí el joven poeta ‘nos depara la más alta revelación’” (“Un oficio incomprendido”). En tercer lugar, una vez alcanzado el éxito, no habrá autor que esté a salvo de sí

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

51


mismo cuando la tierra haya cubierto por completo su féretro y haya descendido a la nada entre sollozos y suspiros de sus deudos. Y ello porque las respectivas viudas —relegadas en vida a un segundo plano por largas y extenuantes jornadas de trabajo ajeno—, llegarán a casa a abrir cajones y a desempolvar archivos, alentadas por la impertinente curiosidad del mercado, en la búsqueda de todos esos papeles que en vida el escritor se negó a publicar, pero que ahora tan buenos réditos prometen; o estarán dispuestas a explayarse en las otrora mortificantes intimidades: “Toda viuda ávida está consciente de que un desliz sentimental oculto, que en vida pudo destruir el matrimonio, después de la muerte del escritor puede convertirse, bien explotado, en una posibilidad lucrativa” (“Musas de sepulcro”). Lo anterior, en conjunto, configura la biblioteca personal de nuestra época, que materializa lo que podríamos llamar “el espíritu del tiempo”: Al lado de las revistas de actualidad, de los fascículos semanales y de los compendios temáticos deben permanecer, casi obligatoriamente, el computador y el cactus triangular. El lugar donde en otra época abundaban los volúmenes impresos en Rusia y en China, hoy se encuentra rebosante de manuales de autoayuda y de libros de ángeles, de cuarzos, de aromas y de colores. Tenía razón Lichtenberg cuando afirmó que la cabeza y la biblioteca poseen el mismo aspecto (“Lugar sin tiempo”).

Ahora bien, si por el lado de los libros y los lectores llueve, por el de los escritores no escampa. Los escritores actuales, tras consagrar largas horas de trabajo y ansiedad a su oficio (borrando lo que escribieron con paciencia y reescribiendo lo que borraron con desazón, mientras las facturas de la luz se acumulan en la puerta de la nevera), ya no pueden resignarse a publicar sus obras en paz, sino que deben salir a venderlas a la calle como si se tratara de vulgares biblias, algunas veces hablando de ellas y 52

otras, no pocas, hablando de ellos mismos. Dice Vélez (“¿A qué horas se afeita el premio Nobel de literatura?”): “Un gran artista acierta en lo que crea, pero puede ser tan falible como los demás en lo que dice. No debe causar extrañeza, entonces, que Marco Tulio Cicerón, insuperable polemista, perdiera todas las discusiones hogareñas con su irritante esposa, ignorante del arte de la retórica”. Y clama: “¿Dónde hay actualmente un escritor crapuloso y de talento que sea ofensivo con la prensa o con los llamados eventos culturales? ¿Dónde?”. Obligados, pues, a contestar el teléfono día y noche, ir a ferias, firmar libros, sonreírles a las cámaras y repetirse incesantemente en ciudades intermedias, nuestros lamentables escritores no tendrán más alternativa que acudir a las frases hechas, esas que con tanto esmero intentaron evadir en sus propios libros. No será infrecuente, entonces, oírlos decir que “somos palabra” o que “la literatura nos escribe” o que “las letras nos abren los ojos”. Y no faltará el novato que nos hable, exultante, de sus lecturas juveniles: Pocas páginas gozan de tanto poder para desencadenar el humor involuntario como aquellas que el escritor ingenuo dedica a relatar la experiencia de sus primeras lecturas. Persuadido de la importancia que el tema en sí mismo posee, este escritor intenta presentar su caso como el más aleccionador, y considera que cualquier dato íntimo constituye una revelación inefable que sus lectores recibirán entre ávidos y anonadados (“Primeras lecturas”).

En esos contundentes y cuidados catálogos desfilarán los nombres que confirman el genio precoz de quien los enuncia (brillarán luminarias como Tolstói, Dostoyevski, Dante, Steinbeck, Vargas Llosa o García Márquez), pero jamás se asomarán esos escritores dudosos que involuntariamente ocuparon un rincón en la maleta juvenil (Walter Riso, J. J. Benítez o Carlos Cuauhtémoc). Más allá de esta confesión intimista, existen otras dos formas de publicidad

Ir a contenido >>


personal que gozan de plena actualidad: la firma de cartas abiertas y la asistencia a reuniones de literatos. De las primeras, dice Vélez: “Forzados por las circunstancias a firmar una carta abierta, algunos escritores llegan a ceder el lugar de privilegio a cierto escritor que reside en el extranjero, otro a uno que ha publicado recientemente en una prestigiosa editorial, pero la verdad es que si todo se dejara al libre albedrío, el apeñuscamiento en el primer lugar no permitiría lucir nada” (“El escalafón de escritores nacionales”). En cuanto a las reuniones y los encuentros de escritores, esos festivales de la indulgencia, otra vez dispara Vélez: “Se habla del escritor —bueno o malo, poco importa— que, a su turno, corresponderá con creces el cumplido. Este despliegue promiscuo de buenos modales, practicado entre toda esa gente que lee libros, obliga al supuesto escritor al manejo de un lenguaje y de unos procedimientos contrarios a la rebeldía connatural al verdadero creador” (“La traición de sí mismo”). En suma, Vélez se ríe del gregarismo literario y de las cuidadas maneras que toda forma de agremiación exige, y entiende la literatura, más bien, como un modo de vida a contracorriente: En medio de la ebriedad generalizada, nadie más incómodo y estorboso que un hombre sobrio, plenamente consciente de su sobriedad. Entre la habladuría desbordada, las únicas palabras distintas provendrán de él. Sin embargo, cuando este estado haya terminado por imponerse, y la mayoría adopte la misma conducta, habrá llegado el momento de la más completa ebriedad. El poeta entonces necesitará embriagarse de cualquier cosa, así sea de virtud (“El éxito poético”).

Hasta aquí, al repasar las sátiras de Vélez en tres de sus intereses (lectura, libros y vicios de literatos), tenemos un diagnóstico bufo del mundo de la literatura actual. No obstante, la destrucción que produce la risa y el método de la generalización, propios de la sátira, hacen olvidar uno de

Las sátiras de Vélez, además, orbitan todas alrededor del mundo de la literatura y en ellas es posible identificar, en términos generales, cuatro temáticas: la lectura, los libros, algunos vicios de los actuales escritores y varios asuntos relativos al estilo.

los objetivos, explícitos o no, del género: la distinción y postulación, a la inversa, de un conjunto de valores. Lo que sea la “buena escritura”, para Vélez, lo podremos encontrar especialmente en sus risotadas frente a ciertos asuntos relativos al estilo.

***

No es descabellado suponer que algún estudiante de literatura estará leyendo estas notas. Seguramente ya estará familiarizado, dadas sus esperpénticas cátedras universitarias, con palabras como “extradiegético” e “intradiegético”, y se habrá sometido a las tediosas y abstrusas lecturas de textos escritos por profesores que le revelarán, en lenguaje cifrado, qué es la literatura y cómo se debe hablar de ella. Los años laborales de sus padres se habrán consumido en cuantiosas matrículas y deberá simular conocer una ciencia que, en teoría, si no hubiera dilapidado el patrimonio familiar, no podría haber adquirido en su calidad de desocupado lector. Jaime Alberto Vélez, aunque profesor universitario, nos dice, sencilla y gratuitamente, cuál es la quintaesencia de la escritura: “Escribir consiste —por obvio que pueda parecer— en la capacidad de discernir qué asuntos son de interés para el lector” (“Literatura de costurero”). Esa capacidad, que puede llamarse sentido común, juicio o gusto, suele ofrecerse en el mercado académico a precios muy altos, por parte de personas que no la poseen (no solo está desnudo el rey, sino que quiere vendernos el costoso traje). Un buen ejemplo de la falta de discernimiento en la escritura lo ilustran las dedicatorias:

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

53


La dedicatoria representa, en el fondo, un acto vanidoso, pues el escritor supone, antes del juicio del público y del tiempo, que la obra posee un valor que no es ni efímero ni insignificante. […]. Resulta ridículo, además, que las palabras de un poema se escojan con escrúpulo y cuidado, una por una, de acuerdo con su sonoridad y prestigio, y todo para que al final, roto el hechizo, se diga: Para Mechas. Tal ridiculez resulta solo inferior a la del desconocido literato de provincia que, lleno de solemnidad y automatismo, escribe al comienzo de su poema: A André Breton (“Un disparate en la primera página”).

Incurre en similar error quien es incapaz de renunciar a su “yo personal” cuando machaca las teclas, vicio que vimos repetirse incesantemente hace poco tras las muertes de Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez: “La característica de este intelectual consiste en que, para hablar de un escritor consagrado, antepone su individualidad y dice, por ejemplo, cuándo lo leyó por primera vez, cómo consiguió el libro, dónde y con quién vivía y qué situación económica atravesaba su familia entonces” (“Literatura de costurero”). Esta falta de perspectiva, de distancia, se complementa con recursos aparentemente contrarios: por un lado, con el tecnicismo léxico y la abundancia verbal; por el otro, con la apelación al lugar común e inane. En otras palabras, se reduce la literatura al acto de seducir por medio de la confusión o de la adulación. Frente a lo primero, dice Vélez: “Si no existiera la palabra conversatorio ¿cómo más podría denominarse una simple conversación entre pedantes y esnobistas?” (“El intelectual fucsia”). Y también: “de cierta época para acá —especialmente en Latinoamérica— se ha impuesto la creencia de que tener estilo se identifica con el malabarismo verbal o con el crecimiento feraz de la fronda lingüística” (“Un golpe seco en la coronilla”). Y una última: “Una superabundancia de palabras, como ocurre con el testimonio de un testigo falso, tiende más a despertar sospechas que a limpiar la 54

imagen del acusado” (“Un golpe seco en la coronilla”). En cuanto al lugar común, Vélez dice en “Ideas vagabundas”: “Las frases célebres, por lo demás, evitan la tediosa labor de tener que pensar por cuenta propia. Citar a veces, no importa qué, resulta suficiente. Ciertas frases conocidas, distorsionadas, constituyen un vector entre la agudeza del pensador y la sandez del público que las degrada; se trata de piezas genuinas, convertidas a martillazos en respuestas de ocasión”. Por supuesto, el contrapunto de la frase célebre es la copia del procedimiento literario exitoso: “Cuando los procedimientos estilísticos de Borges terminen convertidos en moneda común, y un buen número de escritores —como sucede hoy— repita su música y su magia, probablemente sólo quedará sin imitar el poema ‘Instantes’, del cual abominan los intelectuales serios y respetables” (“El instante y la eternidad”). La “muerte de los crepúsculos”, los “crepúsculos arrebolados”, las “manos diamantinas” y los “dientes nacarados” tuvieron su hora y quizás conmovieron en su momento al lector, pero todo descubrimiento lingüístico termina por ser invisible, como una enorme montaña que vemos a diario. Esto no legitima o recomienda el uso de piruetas léxicas, ridículo procedimiento probado por cualquier neodadaísta, sino que más bien acerca la escritura a una búsqueda de esa mágica combinación de palabras que no estén desgastadas por el uso. Cuando el escritor solemne y consagrado habla hoy de “la sustancia de los sueños”, sus lectores no suspiramos conmovidos, sino decepcionados, y más le valdría a ese literato hacerle un homenaje renovado a Shakespeare diciendo, por ejemplo, que somos botellas en el mar. Lo otro equivale a hacerle un guiño condescendiente a un público semiculto. El lugar común, al simular cortesía, no logra ocultar una grosera indiferencia. Hasta aquí, siguiendo a Vélez, tenemos algunas claves para entender de qué no escribir y cómo no hacerlo. Pero es en “El brazo de César” y en “Un golpe seco en

Ir a contenido >>


la coronilla” donde la burla le cede paso a la afirmación. En la primera sátira, Vélez recuerda la crónica de Suetonio sobre el asesinato de César: “[Suetonio] añade a continuación que el cadáver del emperador fue conducido por tres esclavos en una litera, de la que colgaba uno de sus brazos”. En esta imagen Vélez encuentra el gesto en que se funda la literatura: la búsqueda y transmisión de una verdad. “El modo como se sucumbe, hoy y aquí, ante la noticia escandalosa, ante el dato espectacular, ante la revelación sensacionalista, olvida que la función de la literatura consiste en encontrar el dato único y revelador, es decir, el desmadejado brazo de César”. En la segunda sátira, Vélez cita a Dostoyevski al referir el famoso asesinato cometido por Raskolnikov (“Acabó de sacar el hacha, la levantó con ambas manos sin apenas darse cuenta de lo que hacía, y casi sin esfuerzo, como quien dice maquinalmente, la dejó caer de lomo sobre la cabeza”) y a continuación explica el éxito de dicho procedimiento narrativo. Aquí, más que la argumentación, me interesa la conclusión a la que se llega: el pasaje funciona por ser un ejemplo de sencillez y economía, y quizás, por ello mismo, de contundencia. “El más elaborado artificio literario consiste en que una sucesión de palabras no parezca literatura”. En síntesis, “[e]l verdadero arte posee una apariencia desconcertante, pues induce a creer que cualquiera podría realizarlo del mismo modo” (“Contra la dificultad”). De esta forma, la literatura guarda en su mano una frágil paradoja: al estar hecha de palabras, que son por naturaleza la expresión de lo común y general, debe dar cuenta de lo particular y único; pero, ante un descuido del escritor, incurre en una falta por exceso o por defecto: degenera en exuberancia o nimiedad. Hoy, “literatura” parece ser un sinónimo exclusivo de “novela”, “cuento” o “poesía” (la que se lee, no la que se canta). En un sentido mucho más amplio, gracias a Vélez, podemos pensarla, sencillamente, como sinónimo de “escritura”. Buena escritura.

***

Los vicios se repiten y renuevan, por fortuna para sacerdotes, legisladores y satíricos. Jaime Alberto Vélez murió, ahora diríamos, “joven”, y su risa no alcanzó a ridiculizar ciertas gravedades de nuestros días: la escritura académica (en la que se dan cita la torpeza lingüística y la viruta mental); la costumbre de precisar, en los prólogos de las obras, en cuáles montañas remotísimas se garabatearon o emitieron esas páginas; el malhumor de los correctores de textos y los editores; la incorrección política como moda intelectual; las cartas de los lectores como género literario; la desconfianza de algunos autores inéditos frente al dictamen de los jurados literarios; el malestar de algunos autores famosos por no ser suficientemente admirados; la falta de autocrítica; los filólogos; las tautológicas columnas de opinión…

***

La ironía, arma poderosa de la sátira, funciona como una falacia que toma la parte por el todo y pretende formular una suerte de ley. Es un juego que parece solemne (por eso la sátira clásica se escribía en versos épicos), pero que encierra un propósito, en principio, pueril: burlarse del otro. A falta de certezas, frente al enigma o el vicio, para sobrevivir, elegimos reír; o como dijo Horacio con su habitual precisión y belleza, forjamos una “tenaz sonrisa”. En Antioquia, uno se pregunta, desconcertado, después de mirar alrededor, cómo es posible que aquí hayan existido escritores excepcionales: Tomás Carrasquilla, Luis Tejada, Alberto Aguirre, Jaime Jaramillo, Fernando Vallejo, Jaime Alberto Vélez. En todos ellos parece asomarse un geniecillo satírico que elige reír antes que ceder a la tentación de consumirse por completo en la vocación estéril de la ira. Santiago Gallego (Colombia) Licenciado en Filosofía y Letras. Trabaja como corrector de textos.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

55


Rondín de la muerte William Agudelo Mejía

Lo veo en duermevela: los gallos rojos despedazan, festejando con cantos estridentes, los despojos rojizos del caballo quemado —la magra carne bruna de hilos rígidos que el fuego desdeñó—. Muerte, cómo nutres, afilas el ojo de los gallos el amarillo bruto de su furia con el centro abismal, descolorido.

Con tus enormes huesos enfundados en traje oscuro parecías ya entonces el prometido de la temida dama coronada de hediondos azahares.

A dos años y miles de kilómetros de esa última vez pasa un camión del matadero cargado —carretera a Masaya— de rosados huesos descarnados y va impregnando el aire de ese olor a urinario que, como a buen alemán, no te era extraño; el mismo olor que despide en los zoológicos la carne que desgarran a formidables tirones los leones. 56

Ir a contenido >>


Poesía Guarda ceniza mi afeitadora eléctrica, limalla acumulada, no pelo joven, no vellón de tus veinte. Va nevando en tu Schwarzwald. Entra el frío de lo que va muriendo la cada vez más lenta locomoción. Moléculas esperando su siesta o el sueño de su nada.

Quítame tus hedores que se me amoldan al lomo, ¡Ah Muerte! Tú

no me des tus reposos

—la de los largos huesos—

vencidos ni me claves

harás venir la cegadora noche

tus cegadoras garras

del nada más que tuyo

de obsidiana cuando dejo,

y entre tus altos fémures

abrumado, la cama

¡vagina vacuum!

en la mañana de argamasa.

William Agudelo Mejía (Colombia) Nació en 1943 en Bolombolo, Antioquia. Es músico, escultor y poeta. Desde 1966, se radicó en Nicaragua. Allí colaboró con Ernesto Cardenal en la creación de la comunidad religiosa de Solentiname. En 2016, con la obra Rondín de la muerte, quedó como finalista del 34.º Premio Nacional de Literatura, modalidad poesía.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

57


Poemas

Betsimar Sepúlveda I

Heme aquí frente a tu misterio como blanda isla de sangre y espuma mi carne es una tempestad lenta y giratoria que se hunde, se hunde. Vine a arrojar mi palabra en tu reino de sal emergeré con la desnudez vegetal de un hombre entre mis brazos ¡Astíllese la luz! Un día después de revelar su hermosura sabré dolerme y morir junto a las demás ballenas en la orilla de su existencia

II Borges conoció la condescendencia en una caricia sobre el lomo arqueado de Beppo el gato más “remoto que el Ganges o el poniente”. Stravinsky hizo de la música un pájaro de fuego para los jardines encantados de Arcadia, su gata egea. Pierre Bonnard descubrió en el lienzo que el misterio apacible de la melancolía tenía forma felina, la sinuosidad erótica de la luz. Sentada en el filo del balcón está Fermina espera en cada atardecer la reverencia del sol que mansamente se diluye entre las hendijas de sus pupilas amarillas. Como Fermina, deseo no temer a la caída como mi gata, tendré que alimentarme de los abismos y la arrogancia de cada corazón de pájaro devorado 58

Ir a contenido >>


• Poesía •

III Sobre mi lomo la soledad es una serpiente que muerde su cola Entumecida y alucinada hiende flores y plumas en la carne del amor Reconozco mi nombre en el eco obsceno en la permanencia del olvido Muero de miedo y mi soledad muere de mí. IV Bajo el signo de junio quiébrame los eslabones de la vanidad Árdeme en la dimensión de sus fosas De espalda al sol crújeme la sal de los augurios vencidos mírame criar los espejos que sacarán mis cuervos y dime quién cortará la cuerda que sostiene el aire de los plácemes para arrastrarnos al otro lado del jardín de los despojos bajo el signo de junio

Betsimar Sepúlveda (Venezuela) Poeta, cronista y fotógrafa, residente en Colombia desde 2007. Ha publicado, entre otros, Ruta al vientre azul (2003) y Cadáver de lirio (2007). Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés, portugués, italiano y árabe. Su trabajo hace énfasis en la reconstrucción de la memoria colectiva a partir de la imagen, la crónica y la poesía.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

59


Fragmentos a su imán

Breve historia del cuerpo ¿Qué puede un cuerpo? Baruch Spinoza

Luis Fernando Afanador

60

C

1

uatro son las extremidades del cuerpo y cuatro son las estaciones del año, le explicaba el emperador Amarillo a su ministro Qi Bo. En los Yogashikha Upanishad, el cuerpo es un templo y en su interior brilla el sol. Para los arhuacos, la Sierra Nevada es un cuerpo: el cabello es la nieve; el corazón las lagunas; las venas los ríos y los minerales, sus huesos. El yogui busca la unión del hombre con el universo. En la sama, danza de la mística sufí, el cuerpo del derviche gira y gira sin parar, como los átomos, como el universo. George Gurdjieff, en su búsqueda incansable de las danzas sagradas —y en su práctica, en los monasterios de Asia Central—, descubrió que no hay que huir del cuerpo sino fluir con él. No hay duda: en las antiguas religiones y cosmogonías el cuerpo es visto como un símil del universo y se corresponde con él. Y, también, como su centro: “el cuerpo es el centro sagrado de todo ritual, de todo mantra, de toda meditación, de toda liturgia”. Sin embargo, se trata

Ir a contenido >>

de una visión histórica, cambiante. Dice David Le Breton: “el cuerpo es una construcción simbólica, no una realidad en sí misma”.

2 Anubis, el temible dios con cara de perro y patrón de los embalsamadores en el antiguo Egipto, tenía el encargo de pesar el corazón de los muertos en una balanza. Si el corazón pesaba más que una pluma era prueba de una vida sumergida en el mundo del deseo y la concupiscencia. En consecuencia, le negaba el acceso a la pureza de la momificación. Anubis, entonces, lo devoraba y lo devolvía al mundo material, donde debía reiniciar de nuevo su camino hacia la eternidad. Una poderosa imagen que, en últimas, es una injuria contra el cuerpo. Los egipcios le negaron al cuerpo y sus placeres la entrada al mundo espiritual. Ese cuerpo que siempre representaron de costado, como una suma de asépticas figuras geométricas. Y, también, antes que Platón, antes que santo Tomás, separaron el alma del cuerpo. Para ellos, según


El papel del do b le

nos recuerda El libro de los muertos, el destino del alma está en el Cielo y el destino del cuerpo está en la Tierra.

3 Esta escena tuvo lugar muchas veces durante las guerras médicas: un incrédulo persa mira a su enemigo, un soldado griego con su desnudez vergonzosa. Los griegos combatían sin ropa, protegidos únicamente por escudos y lanzas. Un cuerpo desnudo —dice Richard Sennett en Carne y piedra— aludía a una persona fuerte y civilizada. Y era un objeto de orgullo y admiración. Los bárbaros eran quienes se cubrían sus genitales: “Para el antiguo ateniense, la exhibición de su cuerpo afirmaba su dignidad como ciudadano. La democracia ateniense daba gran importancia a que los ciudadanos expusieran sus opiniones, al igual que como hombres exponían sus cuerpos”. Desde luego, se trataba de un cuerpo idealizado — “nunca fue lo divino tan humano y lo humano tan divino”— que no era un regalo de la naturaleza, sino un logro de la civilización adquirido en el gimnasio, “palabra moderna que viene del gymnoi griego que significaba desnudos”. Y el gimnasio era el lugar donde los jóvenes de Atenas aprendían a desnudarse. Ese orgullo y amor exagerado por su cuerpo, esa búsqueda de la perfección, los ponía en riesgo permanente de cometer hibrys —desmesura— y ser castigados por los dioses. De cualquier manera, un cuerpo bello de hombre era una bendición y un cuerpo bello de mujer era una maldición.

4 Las mujeres, en cambio, no podían mostrarse desnudas por la ciudad. Debían permanecer

con túnicas hasta las rodillas cuando estaban en sus casas y hasta los tobillos —y menos finas— cuando salían a la calle. Una discriminación del cuerpo femenino que se sustentaba en una bizarra teoría que establecía jerarquías según el calor de los cuerpos. A mayor calor, mayor poder. El cuerpo de los hombres era considerado un cuerpo “caliente”; el de las mujeres y los esclavos, un cuerpo “frío”, según lo explica Sennett: “La fuente del orgullo corporal procedía de creencias relacionadas con el cuerpo, que gobernaba el proceso de formación de un ser humano. Se creía que los fetos que al principio del embarazo habían recibido calor suficiente en el vientre de la madre se convertían en varones, mientras los que habían carecido de ese calor se convertían en mujeres”.

5 En la época helenística, en las calles de Alejandría, durante las dionisíacas, podía verse una procesión de gente entonando cantos a Dionisio y arrastrando un falo dorado y en madera, de ciento ochenta pies de largo, ¡como un edificio de veinte pisos! También desfilaban falos en forma de pájaro y con alas. Imágenes extravagantes, carnavalescas, transgresoras, que pese a su exaltación de la sexualidad desvirtúan las originales fiestas de Adonis que celebraban las mujeres en la Grecia clásica. En honor a Dionisio, el dios que daba placer, se subían en las noches de verano a los tejados de sus casas, danzaban, se embriagaban y compartían sus secretos con otras desconocidas. Una reivindicación de sus deseos y de sus “cuerpos fríos”, al igual que en las Tesmoforias, un ritual de ayuno y abstinencia de tres días en los que sus cuerpos salían dignificados.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

61


6 Un vestido transparente dejaba ver el cuerpo de una romana. En Roma, las mujeres alcanzaron una relativa igualdad con los hombres. Y en las saturnales, origen del carnaval y prolongación de las dionisíacas, un esclavo podía llegar a ser rey y ordenar que alguien bailara desnudo. “Era el mejor de los días”, dice el poeta Catulo. Y otro poeta, Marcial, habló como ninguno lo había hecho antes de las cosas del cuerpo: “Que se hable de los dioses / por los siglos de los siglos / pero del cuerpo y las cosas del cuerpo / acordémonos todos los días”. Si el cuerpo es una metáfora de la sociedad, el símil del cónsul Agripa —conocido como “La fábula de Agripa”— para disuadir una revuelta de plebeyos es bastante revelador: el hábil cónsul le explica a los rebeldes que en apariencia —y solo en apariencia— el cuerpo tiene órganos inútiles, como el estómago, parásito de los dientes y la boca; como el senado, ¡estómago de Roma!

convento donde las monjas “jamás se lacaban el cuerpo”. San Besarión dormía de pie y “jamás se le vio reclinado sobre cama, hamaca o tapete alguno”: ese fue su gran aporte a la mortificación del cuerpo. Sin embargo, en ese periodo, hubo notas discordantes. Apareció la bruja con sus poderes de curar, hacer amar y regresar a los muertos. Y el Carnaval, la fiesta de febrero, donde la gente podía vestirse del sexo que no era, comer y beber sin parar y el cuerpo podía pecar a sus anchas. Y, como decía san Pablo, el cuerpo era uno solo porque todos los bautizados formaban parte del cuerpo de Cristo.

8

7

Los cambios históricos son graduales, no se pueden fijar en una fecha determinada, pero digamos que en Florencia, año de 1492, quedó atrás la Edad Media y el cuerpo dejó de ser, oficialmente, la prisión del alma. El pudoroso cuerpo de la Venus de Boticelli no fue un nacimiento sino un renacimiento: revivía la antigüedad clásica, volvía la belleza al cuerpo. Y en el fresco La trinidad, de Masaccio, el Padre, el Hijo y la Virgen tenían al fin un cuerpo a escala humana. Un cuerpo de proporciones simétricas como lo había pintado Leonardo en su Hombre de Vitruvio. Un cuerpo, ya convertido por Vesalio en una fábrica, aunque imperfecta. Y desacralizado por los anatomistas, quienes con sus cuchillos habían descubierto que el cuerpo era tan solo un objeto de conocimiento y se podía abrir sin remordimientos como lo veríamos, años después, en Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt. Un cuerpo trivializado, incluso el de Jesús, de aspecto ordinario, lampiño, detrás de unas cestas de comida, como lo pintó Caravaggio en La cena de Emaús.

No ha existido quizás otra época como la Edad Media en la que el cuerpo haya sido tan humillado. Cada uno de sus santos es un escalón más alto en esa carrera por torturar el cuerpo: san Simeón, el Estilita, se mortificaba con una cuerda rugosa alrededor de la pierna. Esta se le infectó y despedía un olor insoportable. Crecieron larvas y gusanos que él devolvía a su propia carne diciendo: “Come, come lo que Dios te dio”. Santa Eufrasia despreciaba tanto su cuerpo que fue dichosa cuando ingresó a un

En su séptima Meditación, Descartes escribe: “Es cierto que soy algo distinto a mi cuerpo y puedo existir sin él”. Evidentemente, no pudo existir sin él y hoy tal afirmación resulta absurda, pero es indicativa del propósito de los filósofos racionalistas de establecer una superioridad de la mente sobre el cuerpo. En el movimiento pendular que es la historia hubo una reacción muy fuerte contra esa tendencia.

Ese largo proceso de manipular el cuerpo como un objeto, que se inicia con el bisturí del Renacimiento, culmina en los cuerpos intervenidos de la posmodernidad. El cirujano plástico es el nuevo artista del cuerpo y los gimnasios modernos las nuevas factorías para producir un cuerpo al gusto del mercado y del consumo.

62

9

Ir a contenido >>


Spinoza tomó el cuerpo humillado y ofendido por los racionalistas y lo pulió como su mejor lente, sin dejar una sola brizna de resentimiento. Schopenhauer entendió que el misterio del alma y el misterio del cuerpo son el nudo del mundo, y no es necesario desatarlo. William Blake cosió de nuevo el cuerpo con el alma, el cuerpo que los filósofos racionalistas habían logrado separar de esta. Y Nietzsche estableció en el cuerpo el punto de partida y de llegada del pensamiento.

10 Ese largo proceso de manipular el cuerpo como un objeto, que se inicia con el bisturí del Renacimiento, culmina en los cuerpos intervenidos de la posmodernidad. El cirujano plástico es el nuevo artista del cuerpo y los gimnasios modernos las nuevas factorías para producir un cuerpo al gusto del mercado y del consumo. Más que un ideal de salud, un trabajo —arduo, disciplinado—, una religión laica, un proyecto de vida y, finalmente, una inversión que da réditos tangibles: poder, prestigio, dinero. Hasta el sudor del cuerpo es comprado para vender toallas empapadas de feromonas que atraigan sexualmente. Por cierto, un griego habría salido espantado de un gimnasio de nuestra época: criaturas deformes que cultivan el cuerpo y no cultivan la mente. ¿Cuerpos sin alma? ¿Cuerpos trabajados para el fuego del crematorio? ¿Cuerpos mutantes para el intercambio? ¿Cuerpos antinaturales? No, nuevas transformaciones y significaciones que tratamos de entender porque el cuerpo nunca ha sido natural. Su esencia es el sentido: a veces habla, a veces grita y a veces calla. Se preguntaba Virginia Woolf: “¿Cómo expresar en palabras las emociones del cuerpo?".

Periodismo universitario para la

ciudad

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia

http://delaurbe.udea.edu.co/

Luis Fernando Afanador (Colombia) Abogado con maestría en literatura. Fue catedrático en las Universidades Javeriana y de los Andes. Ha publicado Extraño fue vivir (poesía, 2003), Tolouse-Lautrec, la obsesión por la belleza (biografía, 2004), Un hombre de cine (perfil de Luis Ospina, 2011) y “El último ciclista de la vuelta a Colombia” (en Antología de la crónica latinoamericana actual, 2012), entre otros. Es colaborador habitual de varias revistas colombianas. Actualmente es crítico de libros de la revista Semana.

Ir a contenido >>

@Delaurbe

Calle 67 No. 53-108. Bloque 12 - 122 Teléfono: 2195912 Medellín – Colombia

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

63


Los tres tormentos de

Juan Carlos Orrego Si entonces no lo sabía, desde ese momento ya no tuve dudas acerca de mi verdadera condición: yo era un coleccionista de libros, y tanto quería a algunos que les concedía la gracia de leerlos. “Memorias de un comprador de libros”.

Ignacio Piedrahíta

Primer tormento: prendarse de un libro que uno no compra

B

ibliófilo por obsesión, Juan Carlos Orrego no olvida nada de lo leído, ni las historias de novelas y cuentos, ni sus autores y fechas de publicación. Ni siquiera los colores y demás características de la edición del libro físico en que los leyó. De esta manera ha ido trazando la extensa y diversa geografía de su biblioteca personal, que se vierte con gracia y humor sobre sus propios relatos. De ahí que el lector no se sienta abrumado, sino guiado a un universo particular de bella erudición literaria. Los resplandores Los personajes de de numerosas obras, entrevistos de la mano del autor, sus relatos están le dejan a uno la sensación obsesionados con los de haber pasado también libros y sus autores, por sus páginas. Ese escritor entregado a los libros, viven de lo que leen y borgiano en esencia pero en lo que leen. enmarcado en sus particularidades quijotescas, es

64

Ir a contenido >>

uno de los muchos rasgos interesantes de la escritura de sus cuentos. El primer libro de relatos de Juan Carlos, Cuentos que he querido escribir, fue publicado por el Fondo Editorial de la Universidad Eafit en 1999. Desde el título se advierte que hay una intención paradójica de juego con la realidad literaria, idea que se ve reforzada por la carátula. En ella, un anciano postrado en una cama escribe un manuscrito, rodeado de libros en una buhardilla llena de goteras. La realidad es un apéndice imperfecto de la realidad ficticia, única posibilidad en la concepción de la existencia de muchos de los narradores y personajes de los cuentos de Juan Carlos. Bibliotecarios, compradores de libros, lectores empedernidos, entre otros, esos individuos viven gracias a los libros que atesoran, compran y devoran como si no fueran parte de la vida sino la propia vida. Los títulos de los Cuentos que he querido escribir (“Más acá de la tumba


de Jorge Isaacs”, “Historia de un escritor y un laberinto”, “Rayuela”, etc.) le avisan al lector del mundo libresco que va a encontrar dentro. Y en realidad se trata de un mundo. No solo el amor, la muerte y los grandes temas encuentran lugar en sus páginas, sino asuntos menores como los comercios cotidianos —de libros— o aún algo tan elemental como los juegos de mesa. En el cuento “Dominó”, por ejemplo, a dos personajes se les va la vida como contrincantes de un juego inventado por ellos mismos, en el que las fichas son los libros leídos por cada uno de los contendores, y los números dibujados en ellas los diferentes motivos que aparecen en las historias. Estos cuentos que tratan temáticas en apariencia poco importantes, en realidad llenan de verosimilitud a la obra general al ofrecer detalles de un gran fresco. En el cuento “Memorias de un comprador de libros” aparecen los tres tormentos fundamentales de un lector incontinente según el autor, quien seguramente los padece por lo bien que los describe. El relato cuenta en primera persona la historia de un chico de quince años que descubre el mundo de los libros y las librerías y, de paso, el de la literatura. El personaje se declara “bibliómano neófito”, y confiesa: “iba a las librerías tanto para comprar como para estarme por ahí, entre los libros, oliendo el papel de sus páginas recién impresas y divirtiéndome entre la policromía de los lomos, de la misma forma que el cazador no busca solo la presa sino también el abrazo del bosque”. El cuento es un ritual de iniciación al mundo de la lectura, metáfora si se quiere de toda su obra. A pesar de lo que podría pensarse a partir de la erudición que hay en la obra de Juan Carlos, el tratamiento literario de la misma está marcado por la informalidad. Los escenarios en los cuales se desarrollan sus historias suelen ser de ámbito popular, pues aunque haya uno o dos personajes principales que tienen el hábito de leer, el resto suelen ser personas del común. Y es en el momento, cuando ambas realidades se encuentran, que surge una magia novedosa

en los relatos de Juan Carlos. En los diálogos escritos de manera coloquial puede verse claramente este rasgo de su escritura. En ellos se nota el gusto del autor por el habla local y sus giros, un tema que ya tiene una tradición entre los escritores antioqueños. Al igual que Tomás Carrasquilla o Tomás González, Orrego se regodea en las formas regionales, las palabras soeces y los ritmos propios del habla callejera, a pesar de que se trate de personajes que se interesan en obras literarias, como casi todos los suyos.

Segundo tormento: no comprar un libro en su momento, para después no encontrarlo Más que un hábito, la lectura es un vicio para los personajes de los cuentos de Juan Carlos Orrego, con todo lo que rodea de manera genérica este rasgo de la conducta: ansiedad por no leer, querer leer siempre más, comprar más libros de los que es posible leer, atesorar ejemplares, y hasta ser voyerista de lo que los otros leen. En el cuento “En el metro”, uno de esos pervertidos literarios hace lo improbable, no por ver el escote de una voluptuosa mujer, sino por ver cuál es el libro que la entretiene durante su viaje. Para aquel lector impertinente —y prejuicioso ante la posibilidad de que no sea un libro literario sino una lectura popular o de autoayuda—, no hay nada más en el mundo que ese libro, el libro que no tiene en sus manos pero que podría, eventualmente, tener. Cuentos que he querido escribir es un libro único en su abordaje de la literatura como tema de la ficción. Los personajes de sus relatos están obsesionados con los libros y sus autores, viven de lo que leen y en lo que leen. Aún más, reescriben las historias como la única manera de cambiar el mundo en el que viven, un principio que se mantendrá intacto y aún mejor logrado en posteriores relatos de Juan Carlos. Cuentos… ostenta incluso un “Índice para consultores” como colofón: cinco páginas de “nombres de autores, títulos de obras y nombres de

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

65


personajes”, cada uno en su correspondiente negrita, itálica y texto simple. En ese momento el libro, narrativo en esencia, se transmuta en material académico, pero siempre dentro de las mismas reglas de su narrativa. De ahí que al leer o consultar dicho índice, somos, más que lectores curiosos, personajes de sus cuentos. La escritura de Cuentos… se dio durante un tiempo en el que Juan Carlos ejercía la antropología, su carrera de formación universitaria. Luego vendría un lapso dedicado a sus estudios de posgrado, esta vez en literatura. En la maestría en literatura colombiana tuvo oportunidad de perfeccionar la imitación del entrañable profesor Poppel, así como de conocer mejor la producción literaria de nuestro país. Especialmente, Orrego se orientó por la literatura de viajes, un tema que lo fue llevando a escribir sobre sus propios recorridos por el Perú, antes de volver a los cuentos. Dichas expediciones (pues luego escribiría otra, por Ecuador y Colombia) son las de un buscador de oro, pero no en las minas sino en las bibliotecas. Si bien sus libros de viajes incluyen visitas a diferentes lugares de estos países vecinos, lo que el viajero ve lo lleva de inmediato a la inmensa biblioteca de lo leído. Ciro Alegría y José María Arguedas son, entre muchos otros, autores latinoamericanos que orientan su brújula por el país de los incas.

Al igual que Tomás Carrasquilla o Tomás González, Orrego se regodea en las formas regionales, las palabras soeces y los ritmos propios del habla callejera, a pesar de que se trate de personajes que se interesan en obras literarias, como casi todos los suyos. Sin embargo, ya en Cuentos que he querido escribir están presentes los recorridos, descritos con gran precisión. “Memorias de un comprador de libros” es una guía de las librerías de la ciudad en los años ochenta y noventa. La urbe va tomando forma no a partir de la

66

curiosidad caprichosa de un adolescente, sino de metódicos recorridos por las librerías de ese momento, un tejido fundamental cuyo núcleo estaba representado por la Continental: “una profunda sala, repleta de libros hasta un punto inimaginable para un modesto visitante de papelerías como yo”. Entrar en el mundo de las librerías significó para él una nueva mirada sobre el mundo: “sería un lector serio que se procura sus propios libros y que no depende de las horas escasas y accidentadas de la lectura escolar”. En ese entonces, el joven protagonista del relato solo conocía dos colecciones de libros: la biblioteca de su colegio y la de un pariente difunto.

Tercer tormento: el saberse comprando libros que no habrán de leerse Solo después de su libro de viajes, Orrego se dio la oportunidad de volver al cuento con La isla del Gallo. Esta colección de relatos, publicada en 2013 por la editorial de la Universidad Eafit, se caracteriza por la variedad de temas y su tratamiento, aunque nunca desaparece la referencia a la lectura, los autores y las obras literarias en general. Sin embargo, lo más notable es la aparición de la narrativa histórica, con cuentos como “Hernando y Juan” y “Diario de la isla del Gallo”. En estos, la escritura de Juan Carlos alcanza una curva de nivel no vista con anterioridad en otros de sus relatos, sobre todo en lo que se refiere a la profundidad de los sentimientos humanos y el tono mismo de la escritura, trascendental en el buen sentido del término. Ambos relatos, ubicados en el siglo de la conquista española, logran recrear de manera magistral dos situaciones históricas fundamentales en ese encuentro de civilizaciones. “Hernando y Juan” cuenta los últimos días de Atahualpa, el soberano del estado incaico en el momento de la llegada de los españoles a Cusco. La historia relata los encuentros del rey indígena con Hernando Pizarro, en la celda a la que lo ha confinado su hermano Francisco. Esos postreros momentos del inca se ven suntuosamente narrados a través de esas visitas, en las que los representantes de dos culturas opuestas llegan a esbozar una amistad.

Ir a contenido >>


Atahualpa, sabedor quizá de que el rescate en oro que le ha impuesto el cruel Pizarro es un engaño que terminará con su propia muerte, intenta buscar lo que puede haber de verdad en el dios católico, no como una derrota sino como una manera de darle a conocer a esa entidad divina que el mundo ha terminado para él y los súbitos del Tawantinsuyu. El “Diario de la isla del Gallo” es una entretenida puesta en escena de los meses pasados por Pizarro y sus huestes en una isla del Pacífico colombiano, en los alrededores de Gorgona. Esta parada obligada para el grupo conquistador por la falta de provisiones se convierte en la oportunidad para que el cronista de la cuadrilla pueda escribir un diario de lo sucedido durante la espera. Esta escritura de la Historia es también la reescritura de los hechos. Así como en los relatos de Cuentos que he querido escribir los personajes tienen la capacidad de dar vuelta a su propio destino o a las historias que leen, como en “Los cuarenta ladrones y Alí Babá”, también el cronista de la conquista podría llegar a cambiar los hechos de la misma. En el “Diario de la isla del Gallo”, el que escribe sabe que la llegada de Pizarro al Perú será funesta, y por ello intenta reescribir la Historia para proteger no solo a los indígenas de la aldea de la isla donde se encuentran, sino a toda la cultura suramericana. En vano intenta que Pizarro se haga a la mar y pierda el contacto con el barco de Ruiz, que en ese momento está viajando a Panamá para conseguir las provisiones faltantes, indispensables para la campaña conquistadora que se viene. Ese tipo de licencias literarias sobre la Historia introducen un elemento fantástico que da un carácter particular a las historias de La isla del Gallo. El lector siente la presencia de la imaginación y al mismo tiempo la exigencia de descartar el relato como parte de la narración oficial. Mientras tanto, el autor pasa de recrear la intimidad de los personajes históricos a crear nuevas posibilidades e interpretaciones de lo acontecido. Incluso, en contadas ocasiones, se da largas en los anacronismos. Por ejemplo, uno de los personajes del “Diario de la isla del Gallo” recita unos versos de Calderón de la Barca, cuando el escritor no había nacido

aún en la época en la que sucede la historia. O cuando el mismo narrador, participante en la historia, dice que, si le fuera dado, le pondría el título de El capitán en su laberinto a un libro sobre Pizarro. Como lector, encuentro un gran acierto en todo el tratamiento que el autor le da a la Historia al recrearla, pero me queda la duda si su intervención aporta al relato, al forzar el anacronismo hacia su propio ámbito más que al del personaje. Creo que con La isla del Gallo Juan Carlos Orrego sigue fiel a una línea creativa que se aprovisiona de su propia vida como lector, que comenzó con Cuentos que he querido escribir. Esta fidelidad no se traduce en encasillamiento, todo lo contrario, señala la capacidad de un tipo de escritor con un universo propio muy marcado para, aun hollando en nuevas posibilidades (como la literatura histórica), conservar su esencia. En manos de Juan Carlos, la literatura se convierte en un tema vivencial. Su lado borgiano se ve compensado no solo por la narrativa de la experiencia personal, sino por un gusto hacia lo que podríamos llamar, en este contexto, el ritual de lo cotidiano. Este ritual empezó a los quince años, según sus “Memorias…”, como comprador de libros: “los libros serían míos enteramente, hasta el fin de los tiempos. […] Ellos habían atinado a acompañar —con el olor dulce de sus páginas, sus garabatos de tinta, con la suavidad o firmeza de sus tapas— una existencia —la mía— que de lo contrario andaría dando tumbos, vacía, en la ciudad hostil que no parecía pertenecer a nadie”. Ya en ese entonces puede verse cómo asomaba su lado quijotesco, que terminaría por ejercer una atracción enfermiza por los libros y lo leído, en la que nos inscribimos todos sus lectores incondicionales. Aparte de ser un comprador de libros con cuyos tormentos gozamos, Juan Carlos Orrego es uno de los escritores más importantes de nuestra generación.

Ignacio Piedrahíta (Colombia) Geólogo de la Universidad Eafit y escritor. Ha publicado, entre otros, el libro de cuentos La caligrafía del basilisco (1999), el libro de viaje Al oído de la cordillera (2011) y la novela Un mar (2006).

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

67


José Ángel Valente, la lengua de los pájaros Los místicos han creado el idioma Miguel de Unamuno

Julia Escobar Villegas

U

n suave aleteo acompaña la lectura de José Ángel Valente. Hay presencia de aves entre las páginas. Su obra, que ocupa un lugar eminente en la literatura española contemporánea, puede ser abordada desde una visión de pájaros. Prolífico poeta laureado, políglota y traductor de Albert Camus, Paul Celan, Eugenio Montale, Dylan Thomas, John Keats, Constantino Cavafis, Edmond Jabès, entre otros, fue además un ensayista fascinante. Tanto La piedra y el centro como Variaciones sobre el pájaro y la red son recopilaciones de ensayos breves en los que el autor auriense se dedica a pensar profundamente en José Ángel Valente el lenguaje y en la mística, y en la íntima relación que reflexiona sobre la guardan entre sí. relación que tienen los Numerosas son las referencias culturales a los místicos con el cuerpo, pájaros en ambos títulos, reespecialmente en sus unidos en un solo volumen ensayos El misterio del por Tusquets Editores en el cuerpo cristiano y Teresa 2000: las aves en el mástil de Ávila o la aventura de la galera en el romance del conde Arnaldos, las corpórea del espíritu. condiciones del pájaro solitario y las tres propiedades

68

Ir a contenido >>

de la paloma según san Juan de la Cruz, la vida de los pájaros en el bosque en una cita del monje japonés Chômei sobre la experiencia religiosa y poética, la identificación con el ave por parte de Leonardo Da Vinci, los pájaros ermitaños en una de las islas descritas por Herman Melville, el personaje pájaro adoptado por el artista Max Ernst, las alusiones a las aves en poemas de Leopardi y Petrarca, y en las cántigas de Alfonso el Sabio; su simbolismo estudiado por Mircea Eliade, por ejemplo, en el mundo chamánico; su significación sagrada en diferentes tradiciones, como la islámica, de acuerdo con René Guénon. En este último contexto, José Ángel Valente recuerda las palabras del rey Salomón en el Corán sobre la lengua de los pájaros, cuyo aprendizaje implica gracia, privilegio. Más específicamente, el místico español san Juan de la Cruz resalta de la paloma su sencillez y su vuelo alto y ligero. Mircea Eliade indica que el lenguaje de los pájaros está relacionado con la profecía y con el viaje hacia el cielo, hacia el más allá. Leopardi se maravilla de que estos seres puedan al mismo tiempo


cantar y volar. René Guénon examina la lengua de los pájaros en un capítulo entero de su libro Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, describiéndola como un lenguaje misterioso que permite la comunicación, o bien, la unión con estados superiores del ser, pues las aves serían símbolos de ángeles, y su lengua habría sido la hablada por Adán en el Paraíso. De manera que, para José Ángel Valente, la lengua de los pájaros es tanto poética como sagrada. En efecto, Fatiha Benlabbah señala que “entre todos los poetas españoles contemporáneos, es José Ángel Valente el que más se ha dedicado al estudio de la mística y del lenguaje místico. Más aún, es el único escritor español que, con conciencia evidente de rehabilitar la tradición mística y demostrar su modernidad, ha resaltado la identidad de la experiencia poética con la experiencia mística” (2008: 62). En los libros referidos, José Ángel Valente estudia a los principales místicos y escritores de España, afirmando que “la expresión de la experiencia mística ha llevado al lenguaje a sus formas más puras” (2000: 86), refiriéndose ante todo a san Juan de la Cruz y a Teresa de Ávila, pero incluyendo también a Miguel de Molinos, y destacando al primero como ejemplo máximo de radicalidad tanto de palabra como de experiencia, o bien, de la relación entre misticismo y poesía. En aquella confluencia, el erotismo cumple un papel fundamental. De hecho, la obra literaria de san Juan de la Cruz sigue cautivando hoy en día por su belleza y su misterio, seductora al ser leída no solo en clave mística, sino también erótica. El ser humano anhela religarse, reconectarse con algo, pues no soporta bien la individualidad. Tanto el misticismo como el erotismo buscan la unión, y ambos están basados en esa “nostalgia de la continuidad perdida”, como la define Georges Bataille en su libro El erotismo, en el que analiza tres formas de lo erótico: la del cuerpo, correspondiente a la cópula sexual; la de los corazones, concerniente al amor pasional; y la sagrada, que atañe a la conexión con Dios.

José Ángel Valente reflexiona sobre la relación que tienen los místicos con el cuerpo, especialmente en sus ensayos El misterio del cuerpo cristiano y Teresa de Ávila o la aventura corpórea del espíritu. En cuanto a supresión de la dualidad entre espíritu y cuerpo, el erotismo tiene un carácter sacro. La experiencia mística, en la medida en que es experiencia extrema de la unión, es extática: hay goce en la fusión con lo sagrado. La poesía, tanto en el caso de san Juan de la Cruz como en el de Teresa de Ávila, es el medio para expresar esa experiencia. Ahí confluyen la palabra del místico y la palabra del poeta. Según José Ángel Valente, “experiencia poética y experiencia mística convergen en la sustancialidad de la palabra, en la operación radical de las palabras sustanciales. Ambas acontecen en territorios extremos; la expresión de ambas sería, desde nuestra perspectiva, resto o señal —fragmento— de estados privilegiados de la conciencia, en los que esta accede a una lucidez sobrenormal” (69). Místico y poeta, por tanto, buscan expresar un descubrimiento, una revelación que han vivenciado. Sin embargo, ¿cómo decir lo inefable? Juan Fernando Valenzuela observa en este intento una tensión máxima del lenguaje, la palabra esforzándose en emerger. José Ángel Valente indica que es justamente allí, en su vacío, donde aparece la palabra poética: en el filo del silencio, pues “la sustancia última del canto es, en cierto modo, la imposibilidad del canto” (73).

Julia Escobar Villegas (Colombia) Graduada en Filosofía en la Universidad de Antioquia. Profesora de español y estudiante de maestría del Departamento de Literatura y Lenguas Romances de la Universidad de Cincinnati, en Estados Unidos. Referencias Bataille, Georges (1987). L’Érotisme. Œuvres complètes X. Gallimard. Benlabbah, Fatiha (2008). En el espacio de la mediación. José Valente y el discurso místico. Universidad de Santiago de Compostela. Guénon, René (1962). La langue des oiseaux. Symboles de la science sacrée. Gallimard. Valente, José Ángel (2000). Variaciones sobre el pájaro y la red, precedido de La piedra y el centro. Tusquets. Valenzuela Magaña, Juan Fernando (2006). José Ángel Valente: la tensión del lenguaje. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, http:// www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcsq9b0

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

69


La cena está servida en casa de los Kafka Ir a contenido >>


Cuento

Iván Darío Upegui

F

ranz terminó de firmar unos papeles que tenía encima del escritorio, cerró la puerta de la oficina y atravesó la plaza. Pronto llegó a casa, subió la escalera y entró directamente en su cuarto. Se quitó el abrigo y el sombrero y los puso en la cómoda. Luego fue al baño y se lavó las manos. Su madre estaba terminando de arreglar la mesa del comedor. Un rato después la cena estaba servida. Ottla, la hermana de Franz, se sentó dispuesta a beber la sopa de tomate y comer el pollo relleno que la criada había preparado. —¡Hermann! —llamó la madre—, ¿puedes dejar de leer esos periódicos? ¡La cena está servida! Le dio un beso a Franz en la mejilla y dijo: —Siéntate, hijo, tus verduras están listas. Franz saludó a su hermana y se remangó la camisa. —¿Estuviste practicando el violín? Eso me alegra. Pronto nos vas a dar un concierto. —Todavía falta —dijo la hermana—, pero te lo prometo. —¡Hermann!, ¡se va a enfriar la sopa, ven! Aunque los tres se encontraban sentados a la mesa, ninguno había empezado a comer, pues nunca lo hacían antes de que el padre tomara la primera cucharada de sopa. —Al fin, creí que me iba a tocar calentarla de nuevo —dijo la mujer, mientras ayudaba a sentar a su esposo en la cabecera de la mesa. El señor Kafka era enorme. Tenía el cabello blanco y algo revolcado, la mirada siempre adusta. Se había puesto la bata de dormir como cada noche, luego de que cerraba la tienda y marchaba a casa. —¿Y la señora Bert? —preguntó el padre luego de que le hubo echado una mirada a la comida. —Hoy amanecerá en su casa —dijo la esposa—. Uno de sus hijos está enfermo. —Se ve que hizo la cena a toda prisa. Esto es una bazofia. —Hermann, no seas tan duro con ella. Hace lo mejor que puede. —No me vengas con cuentos, Julie, siempre tratas de justificarla. He perdido el apetito. —Come, Hermann, si no te alimentas bien, vas a enfermar. Dio dos sorbos a la sopa y puso el plato a un lado. —Esto me recuerda cuando era niño. Muchas veces debí irme a la cama sin probar bocado. Éramos tan pobres. —Papá —dijo Franz—, ¿vas a comenzar? Pero era como si el padre no hubiera escuchado las palabras de su hijo, entonces prosiguió: —Como no tenía ropa de invierno y andaba con los zapatos rotos, se me formaban llagas en los pies. Era apenas un chiquillo cuando tuve que ir a Pizek a trabajar en la tienda. Ir a contenido >>

71


—Papá. Esta vez era Ottla quien pretendía callarlo para que no siguiera, pues ya se imaginaba en qué iba a terminar la cena. El padre tomó los cubiertos y partió un pedazo de pollo. Se lo echó a la boca e hizo una mueca de disgusto. —Ah, claro —continuó mientras terminaba de tragar el pollo—, ustedes siempre lo tuvieron todo, mientras yo trabajé como un burro desde pequeño. —Hermann. —Ustedes viven como reyes. No les falta nada. En cambio yo viví con mis hermanos en una habitación del tamaño de este comedor. —Padre, ¿puedes cambiar de tema? —Bueno, veo que hoy están muy susceptibles. —¿Cómo te fue hoy? —le preguntó la madre, como tratando de desviar el tema de conversación. —Hoy tuve un día terrible. Además, Henry sigue incapacitado. A ver si revienta de una vez ese perro enfermo. —Pero Irma te está ayudando, ¿no, papá? —Ah, la cantidad de porquería que me ha dejado esa bienaventurada. Mejor no la hubiera recibido en la tienda. Es una criatura torpe, medrosa, desganada, holgazana. —Papá, es tu sobrina. —En la tienda es una empleada más, una enemiga más. —No hables así de ella, Hermann, es una muchacha muy joven. —Eso sucede cuando uno no tiene hijos a los que les duela el negocio. A veces me pregunto para qué me sigo quebrando la espalda. ¿Tiene algún sentido que yo siga al frente de la tienda? —Otra vez me sacas en cara lo mismo —dijo Franz—. Lo único que he hecho en la vida es obedecerte. Querías que fuera abogado y estudié Derecho. Si hubiera ido a trabajar en la tienda no nos hubiéramos soportado un solo instante. —Primero come y luego habla. De pronto Franz tuvo un acceso de tos. Se levantó de la mesa y fue al baño por una servilleta. —¿Estás bien, hijo? —preguntó la madre. —Estoy bien, mamá. Solo es una tos pasajera. —Eres muy duro con él, Hermann. —Déjalo, Julie. Ya es un hombre hecho y derecho. No lo trates como si fuera un niño. Franz regresó a la mesa. Tenía los ojos lagrimosos. —Bebe un poco de leche —dijo su madre—. Eso te hará bien. —¿Ya fuiste a ver al médico? —retumbó la voz del padre— No tienes tiempo, ¿verdad? El señor Kafka había retirado los platos a un rincón de la mesa, y ahora se hurgaba las orejas con el dedo. —Esta semana no fuiste a trabajar un día. ¿Qué te pasa? Te dije que si querías llamaba al médico, pero te opusiste. —Tú no tienes que preocuparte por mi salud —dijo Franz, todavía con la voz afectada por la tos—. Si no fui a la oficina era porque me sentía como un insecto, incapaz de levantarme de la cama. Pero, claro, tú no entendías y me azuzabas con tus palabras, que yo sentía como bastonazos en mi espalda. Hasta llamaste a mi jefe para disculparme, como si yo fuera un chiquillo que ha faltado a la escuela. 72

Ir a contenido >>


—Eres un desagradecido. —Y no te importaba. Eso lo sabía claramente, pues fuiste capaz de recibir a esos proveedores de telas y llenar las órdenes de envío, en lugar de venir a verme. —Ah, siempre eres la víctima, siempre soy yo el culpable de todas tus enfermedades. Si tienes mala digestión, si te duele la columna, si se te cae el pelo, si tienes tos. Eres un hipocondríaco. —Hermann. En la mesa había una frutera llena de manzanas rojas. Mientras su padre hablaba, Franz sintió como si lo estuviera bombardeando con las manzanas. En un momento alzó tanto la voz que sintió como si una de ellas se le hubiera clavado en la espalda. No obstante, el padre continuó: —La semana pasada, por ejemplo, me culpaste de haber arruinado tu matrimonio. En qué cabeza cabe semejante idea. Yo, oponerme a que mi hijo sea feliz. —Eres un cínico, padre. ¿Ya no recuerdas tus palabras? Me dijiste: “Seguramente tu novia se puso una blusa muy mona, eso se puede resolver, yo te puedo dar un buen consejo”. ¿Ese es el concepto que tienes de mí? ¿Crees que el matrimonio para mí es solo eso? —No exageres, no lo tomes tan a pecho. —Tú sabes que lo único que yo quería era formar una familia. Felice es una buena muchacha, pero la trataste como a una puta. —Lo único que querías con ese matrimonio era marcharte de esta casa, pero no lo hiciste. La madre se levantó de la mesa, recogió los platos que el padre había puesto a un lado y fue a la cocina. Ottla hizo lo mismo con los de ella y la siguió. —Tú vives a costa mía, siempre has vivido a costa mía, pero te escudas diciendo que soy el culpable de tu fracaso. —¡Ya, Hermann, basta! —dijo la madre, precipitándose y abrazando a su esposo—. Deja ya de mortificarlo. Franz se levantó de la mesa, fue a su habitación y la cerró de un portazo. Luego puso el cerrojo y se tendió en la cama. —Déjalo, Julie —dijo el padre—, nuestro hijo no es más que un bicho raro, ya le pasará. —No seas injusto con él. Ya sabes que es un joven enfermizo. El padre metió la mano en el bolsillo de la bata de dormir, sacó sus gafas, se las puso y empezó a cortarse las uñas. Todavía se quedó un buen rato en la mesa del comedor. Más tarde fue al salón de estar y se sentó en la butaca a leer el periódico. No había leído durante cinco minutos cuando se quedó dormido. Ottla y la madre le insistieron para que se fuera a la cama, pero él no les hizo caso. Luego de incontables esfuerzos lograron que se pusiera de pies y lo arrastraron hacia la habitación. Se veía enorme entre su esposa y su hija menor, pero a la vez lánguido y encorvado.

Iván Darío Upegui (Colombia) Medellín, 1960. Ha publicado Atardecer en las Vegas (2008), De escritores y gentes del común (2010), La noche antigua (2014). Actualmente escribe aforismos, crónicas, ensayos y relatos en su página web Miscelánea alfabética, en la dirección electrónica ivandarioupegui.com. Además, fue el fundador del proyecto editorial Palabras Rodantes del Metro de Medellín, empresa para la que ha trabajado durante los últimos quince años.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

73


Julio César Londoño Caricatura de Jorge Restrepo

Ir a contenido >>


Una criatura fractal Julio César Londoño

L

a cosa apareció un día cualquiera en el corredor de la casa, flotaba a unos cincuenta centímetros del suelo y se desplazaba con un movimiento rectilíneo, uniforme y sereno. No sé cómo la advertí. Yo estaba tan metido en la lectura, que una cosa tan silente y pequeña no debió llamar mi atención, pero el caso es que la vi con la parte más sensible del ojo, con el rabillo, o quizá con un sensor de peligros, un sentido aún no detectado por los fisiólogos porque actúa solo en momentos cruciales. Cuando alcé la vista del libro para enfocar bien lo que el rabillo solo había vislumbrado, me pareció advertir en la cosa un estremecimiento apenas perceptible, una ligera perturbación en su serena trayectoria. Parecía hecha de aire y sol, También pudo ser, lo reconozco, el efecto de una miniturbulencia causada por la brisa de la tarde o por el como tejida con los hilos de un silbo del canario. Ambas hipótesis son atendibles —el estremecimiento y la turbulencia—, pero yo trato siemrecuerdo remoto, como una espora pre, dejémoslo en claro, de no casarme nunca con explisagrada, como esas semillas caciones histéricas. Como el libro había perdido ya todo interés frente planeadoras que ciertos árboles a semejante aparición, me puse en cuatro sobre el piso y arrojan al viento para esparcir su la examiné. Era finísima, una pelusa esférica, una leve estructura cuyos primeros segmentos partían del centro y simiente a larguísimas distancias, se bifurcaban de manera arborescente, monótona, fractal. Repaso estas líneas y las encuentro exactas, sí, pero y se movía con una nitidez felina, también toscas, demasiado pesadas para describir a esa sin rozar ni tropezar con nada. criatura tan ligera que recorrió el corredor con un sigilo que hoy tengo que llamar inteligente. Ir a contenido >>

75


Parecía hecha de aire y sol, como tejida con los hilos de un recuerdo remoto, como una espora sagrada, como esas semillas planeadoras que ciertos árboles arrojan al viento para esparcir su simiente a larguísimas distancias, y se movía con una nitidez felina, sin rozar ni tropezar con nada. Esta fue la segunda manifestación de su inteligencia, aunque, bien visto el asunto, lo normal es que las cosas no tropiecen. Los tropiezos son unas ternuras exclusivamente humanas. (Quizá es por esto que la palabra tropiezo tiene un pie en la mitad). Luego la esfera recorrió las habitaciones sin titubear, como si supiera que todas estaban comunicadas entre sí. Lo hizo con una lentitud exquisita, con seguridad y parsimonia episcopales. Sí, lo acepto, debo sonar asquerosamente dramático. ¿Por qué no aceptar que era solo una semilla alada, una simiente de arce, olmo, tilo o abedul, dedicarle como máximo un soneto y volver al libro? Por su movimiento. Por la manera como se desplazaba. Si la hubiera visto planear sobre una avenida, mecerse en la brisa y perderse entre los carros no me habría intrigado tanto, ¡pero esta cosa recorría la casa con esmero, entraba y salía de las habitaciones y hasta se detenía un instante frente a algunos objetos, en especial los electrodomésticos! Usted puede pedirme que sea consistente, que opte por la explicación menos dramática, las corrientes de aire y punto, pero es que también detesto, olvidaba decirlo, las simplificaciones. El hecho de que no sea crédulo ni supersticioso ni ufólogo no significa que esté dispuesto a “explicar” todos los milagros a punta de golpes de azar, coincidencias o corrientes de aire. Los escépticos me parecen sujetos más antipáticos que los creyentes, esos buenos hombres que ven milagros en todo. Puesto a escoger, prefiero al ingenuo sobre el listo. Yo trato de conservar el equilibrio: no quiero ser ajeno a la revelación, pero tampoco estoy dispuesto a dejar que cualquier charlatán abuse de mi buena fe. Entonces decidí hacer un experimento: le puse un obstáculo, atravesé el libro en su trayectoria y confirmé mi sospecha: que las cosas no tropiezan. Cuando estaba a dos centímetros del libro, la cosa ascendió en línea recta y luego retomó su rumbo original. Repetí el experimento varias veces y noté que siempre esquivaba el libro de la misma manera: ascendiendo primero y avanzando después. Así descubrí la Primera (y por ahora la única) Ley de las Partículas Autónomas: “Como el tiempo, como los aviones, las partículas autónomas no retroceden jamás”. Pensé atrapar la espora y hacerla analizar (en mi ciudad están los principales centros de investigaciones biológicas del país) pero al momento caí en cuenta de que no sacaría nada con ello. Seguramente encontrarían que estaba hecha de elementos naturales, como todo, como los árboles y los computadores, porque los hombres no hemos creado absolutamente nada. Seguramente hallarían carbono y silicio en sus ramillas, y en algunas de sus partes una geometría tan regular como la de los cristales de cuarzo, y en otras unas formas tan caprichosas como las de cualquier horqueta, esas bifurcaciones vegetales que sirven para hacer nidos. O caucheras. 76

Ir a contenido >>


Si la hubiera visto planear sobre una avenida, mecerse en la brisa y perderse entre los carros no me habría intrigado tanto, ¡pero esta cosa recorría la casa con esmero, entraba y salía de las habitaciones y hasta se detenía un instante frente a algunos objetos, en especial los electrodomésticos!

Pensé sembrarla a ver si se reproducía, pero recordé haber leído en alguna parte que las máquinas del futuro serían capaces de reproducirse como cualquier ser vivo, y si esta cosa se reproducía podía significar, simplemente, que ya estábamos en el futuro. No teman, no voy a saltar aquí a decir que esta espora era una sonda camuflada, un “ojo” enviado desde una nave madre, desde un velero extraterrestre que orbitaba a prudente altura sobre mi casa, como diría un literato sin imaginación —o un sujeto de imaginación calenturienta—. No es que me parezca una hipótesis deleznable, no; es solo que me parece un tanto… previsible. Lo único que me quedó claro era que allí, en el centro de esa cosita, había inteligencia y curiosidad. Y como estas cualidades son, junto con la bondad, las virtudes que más admiro, la fui empujando con soplos delicados hacia el corredor (¡tampoco quería que esa cosa se quedara en las habitaciones!). Gateé tras ella con movimiento rectilíneo y uniforme hasta la puerta de atrás, y allí, en las gradas que bajan al solar, le di el último empujoncito: “Adiós, chica, buen viaje”, le susurré. No es una gran frase, lo reconozco, pero fue sincera. Ojalá algún historiador del futuro tenga la bondad de mejorarla, como han hecho siempre con los últimos quejidos de los muertos notables. Entonces la esfera me hizo un guiño (un pequeño movimiento de retroceso), se quedó suspendida en el aire un instante y luego se elevó, lenta y perpendicular, en el cielo de la tarde.

Julio César Londoño (Colombia) Ensayista y narrador colombiano. Columnista de El País y El Espectador. Finalista del premio Planeta de novela, Madrid-Bogotá. Premio Simón Bolívar, crítica literaria, Bogotá. Premio Plural de ensayo, México. Premio Juan Rulfo de cuento, París. “Aunque he fracasado con esmero en varios géneros y quehaceres, agradezco la circunstancia fortuita de ser esa cosa exótica, pedante y casi feliz, un hombre de letras”.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

77


El etnólogo Juan Carlos Orrego Arismendi

P

or los días en que había acabado de leer La Montaña del Alma de Gao Xingjian, presa de la obsesión de caminar entre árboles y quién sabe si —como el etnólogo protagonista— charlar con los campesinos acerca de sus tradiciones lingüísticas, accedí a ver un lote que ofrecían en venta en una vereda de San Vicente y en el que, andando el tiempo, quizá podía levantar un refugio de montaña. Pero, entusiasmado como estaba por la novela —del todo consumido por aquella leyenda de los pitecántropos que habrían sobrevivido en los bosques chinos del siglo xx—, mostré demasiado entusiasmo por un pequeño retazo de tierra cercado por helechos de monte; tanto me excité que ni siquiera intenté regatear el precio exorbitante ante el joven vendedor, cuya perfecta cortesía, reforzada por una relumbrante dentadura equina que hablaba a las claras de su legítimo abolengo rural, había bastado para que yo casi cerrara el negocio. Apenas puse la condición de tomarme una semana para repasar cuentas que ya creía resueltas y regresar para echar una última ojeada al erial. Poco después, cuando advertí que mi propia impertinencia me había puesto a un paso del abismo, supe que en el cabo suelto de la visita pendiente estaba mi única oportunidad de salvación. Tuve la ocurrencia de hacerme acompañar por un experto en suelos, quien de modo categórico debía decir que el terreno estaba al borde del colapso o —al menos— que en él era imposible levantar incluso la casucha más liviana. Por supuesto, yo no conocía a ningún experto en suelos, y aunque alguna vez había tenido trato con un geólogo poeta, no recordaba bajo qué nube espesa, ni cuándo, ese sabio había desaparecido de mi vida. Por suerte, tenía un amigo que había estudiado etnología en la Universidad Nacional, en Bogotá. Incluso, él era la única persona conocida que había

78

Ir a contenido >>


El caminante sobre el mar de nubes (1818) Caspar David Friedrich

Ir a contenido >>

79


comprado mi último libro de cuentos sin que yo se lo sugiriera, lo cual probaba con creces su buena fe, a la que había que sumar su formación en una ciencia exótica que le permitía enunciar conceptos inobjetables con palabras cifradas. Lo convidé a almorzar un lunes y le propuse el plan completo casi en una sola frase, justo cuando él, entusiasmado ante el consomé de pescado que acababan de servirle, estaba más indefenso: —Oíste Esneider, ¿será que me acompañás este sábado a ver unas tierras? Necesito que te hagás pasar por geólogo y digás que el suelo es pésimo, para ver si me bajan el precio o me puedo quitar del negocio. —¿Y eso? —preguntó, con la cuchara a medio camino de la boca. —Enseguida te cuento. Decime si podés. Bajó levemente la cabeza, pero lo hizo con tanta humildad que, de inmediato, supe que la objeción que se venía sería apenas la pantomima que debía hacer ante sí mismo para no verse como un hombre sin voluntad. —Pero usted sabe que yo de geología no sé ni pito. —No importa. Basta que digás cualquier cosa enredada… Basta que metás las palabras geodesia y cárcavas en la conversación y concluyás que el suelo no te gusta. Lo decís duro, y ya. No respondió nada, lo que en él significaba la más rotunda aceptación. Pude entonces, a mis anchas y entre los apacibles vapores del almuerzo, contarle la historia completa del negocio en ciernes, sin ocultar su origen en las páginas de Xingjian. Pagué la paciencia de Esneider permitiéndole aderezar la historia con un colofón etnológico sobre la antigüedad de la cultura en las montañas de San Vicente; una apretada reseña histórica con referencias a fragmentos cerámicos asociados a la explotación de sal y a incursiones de los conquistadores en comarcas de los indios tahamíes. Al final, no sé si a modo de cumplido o, al contrario, con el ánimo de vengarse por una atención que sabía impostada, dijo mi amigo: —Yo también estuve leyendo La Montaña del Alma. Claro que no la terminé. Apenas llegué hasta la parte en que se incendia un templo budista. En la mañana del sábado salimos rumbo a San Vicente en el carro de mi mujer, con don William, mi ríspido suegro, al volante. No me costó trabajo convencerlo de que fuera nuestro chofer, a pesar de la temprana hora en que tendría que levantarse en un día de descanso, a pesar de su genio avinagrado de cojo impenitente y —por supuesto— a pesar de la particular malquerencia que me había cobrado desde que le arrebaté a su hija con base en mis trucos literarios. De hecho, fue precisamente esa ojeriza lo que me favoreció: de buenas a primeras, yo estaba sirviéndole en bandeja de plata la oportunidad de recoger nuevos datos sobre lo que para él eran mi escaso seso y mi carácter pusilánime. Creo que, por la misma razón, él y Esneider simpatizaron a las primeras de cambio —cuando ni siquiera abandonábamos la autopista Norte para tomar la autopista Medellín-Bogotá—: si todo lo que don William quería era denunciar mis debilidades, le era forzoso captar la benevolencia del auditorio al que habría de dirigir la revelación. Mi suegro no tenía idea sobre qué hacía un etnólogo, pero sospecho que le bastó la punzada fonética que mediaba entre 80

Ir a contenido >>


No respondió nada, lo que en él significaba la más rotunda aceptación. Pude entonces, a mis anchas y entre los apacibles vapores del almuerzo, contarle la historia completa del negocio en ciernes, sin ocultar su origen en las páginas de Xingjian.

las dos primeras sílabas de la palabra para establecer que aquella ciencia estaba muy por encima de mi blando oficio de escritor. —Vos sí tenés cara de haber estudiado mucho —dijo con toda intención a Esneider, mientras me miraba por el rabillo del ojo. Mi amigo y yo íbamos en el asiento trasero, él a la espalda de don William. No obstante, después de que pasamos por el túnel de Guarne nos ganó el silencio. La verdura fresca del paisaje, a medias tapado por la gasa de la neblina mañanera, no invitaba a otra cosa que a la contemplación. Solo cuando dejamos la autopista para tomar la ruta sinuosa que debía ponernos en San Vicente creí necesario romper el hielo y asumir el control de la aventura. Sin pensar mucho en lo que decía, hice al etnólogo una propuesta inimaginable de lo puro peregrina: —¿Sabés qué? Apenas lleguemos le voy a decir al muchacho que te llamás Schneider, no Esneider. Como si fueras alemán, no bogotano. Sobra decir que pronuncié el nombre alemán del modo que, creí, se acomodaba a su valor absoluto lingüístico: Sjnaida. Apenas dije eso advertí una sonrisa maliciosa de don William. No volvimos a hablar hasta que llegamos al lugar de la cita. Néstor —el vendedor de los dientes equinos— nos esperaba junto al portón desde el cual arrancaba el camino de herradura que conducía al lote. El auto todavía no se había detenido cuando empujé a Esneider por la portezuela y me precipité tras él, con la idea de no dar a mi suegro tiempo de reaccionar; rápidamente, con disimulo, pasé junto a su ventanilla y saqué el bastón que él solía poner a un lado, contra el vidrio, mientras conducía. —Ya volvemos —le dije sin mirarlo, consciente del enfado que iba a producirle no solo el rapto del bastón sino, sobre todo, verse excluido de la aventura. Néstor nos saludó con ceremoniosa alegría, seguro como estaba de que cerraríamos el negocio en cuestión de minutos, a lo sumo media hora. Avanzamos unos cincuenta metros por una brecha amplia en rampa leve, hasta que saltamos a un caminito zigzagueante que subía por una falda cubierta por un pasto mediano y amarilloso, salpicado por mazos de espartillo y atravesado en todas las direcciones por centenares de grillos enanos. Un fino olor a yerba tronchada impregnaba el ambiente. Me exalté al punto de volver sobre el recuerdo de La Montaña del Alma, hasta un pasaje en que el etnólogo bordea una inmensa llanura en declive antes de alcanzar una aldea de la etnia miao, anunciada desde la lejanía por un macizo de ginkgos amarillos (aunque Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

81


mucho tiempo después comprobé que, al llegar a esa imagen, realmente me había extraviado en un cuento de Kawabata). Cuando, en ejecución de los movimientos que son de rigor en semejante trance de paisajismo romántico, di la vuelta para contemplar toda la escena, descubrí a Esneider acezando a mis espaldas. Inmediatamente tomé consciencia del bastón y para qué lo había arrancado del carro. —Esto es para vos —le expliqué mientras se lo entregaba—. Los geólogos son eruditos y llevan bastones. Tratá de darle vueltas cuando estés hablando. Mi amigo, atónito, apenas acertó a recibirme el utensilio. Detuvo su marcha mientras me interrogaba con un gesto de labios fruncidos y brazos abiertos, pero yo lo ignoré y apuré el paso para alcanzar al ágil equino, que a la sazón alcanzaba la cumbre. Allí estaba, un vez más, el erial que días atrás había querido comprar. Los helechos lo bordeaban a lo largo de la cerca que se levantaba al fondo y marcaban el desfiladero que se volcaba del lado opuesto de aquel por el cual habíamos aparecido. El pedazo de tierra se me antojó estrecho y tuve la convicción, tan absurda como inobjetable, de que iba a derrumbarse algún día. Para colmo, un denso entramado de cables pasaba por arriba y comunicaba dos torres de energía en las que antes no había reparado, y tanto llegué a sugestionarme con eso que, en algún momento, cuando los grillos sucumbieron por un par de segundos bajo una oleada imprevista de calor matinal, me pareció percibir un zumbido eléctrico sobre nuestras cabezas. En ese momento supe que no iba a meterme en el negocio por nada del mundo, incluso si se concediera una rebaja radical en el precio de venta, por lo que intenté seguir el camino que creí más corto para llegar a la recusación: —¿Qué es lo que se oye, Néstor? —Los grillos, mi don, los grillos. —No, es otra cosa. Son esos cables. —Esas torres llevan meses en desuso. Le juro que son los grillos. —¿Los grillos? Los grillos no hacen así. El vendedor apenas esbozó una sonrisa de conmiseración. Me alejé y di una vuelta por el terreno, pero solo con la idea de poner a Esneider sobre la pista de las palabras científicas y oscuras —incontestables— que él debía decir. Mi amigo se había quedado detenido en la boca del sendero por el que habíamos subido, con el bastón apoyado sobre su clavícula derecha, por completo arrobado ante la magnífica vista que se abría más allá de la cerca del fondo. Algo así como tres mesetas herbosas se sucedían una tras otra, hasta tocar una espesa ceja boscosa que hacía las veces de fortín de una cadena de colinas verdeazules. Confieso que sentí pena cuando abrí la boca para desviar su atención hacia el número que debía representar para mí. —Te tocó hablar —le dije en voz baja mientras lo tomaba por un brazo para remolcarlo hacia donde nos esperaba Néstor, al mismo tiempo que, con delicados ademanes, le sugería apoyar el bastón en tierra—. Yo no voy a comprar esta planta nuclear. Decile a ese man que estuviste mirando una grieta y que viste que hay cárcavas morrénicas o cualquier cosa que se te ocurra. 82

Ir a contenido >>


Esneider me miraba con angustia mientras se dejaba llevar, y era más o menos claro que no entendía nada —o solo muy poco— de lo que le correspondía hacer. Cuando estuvimos ante Néstor tomé la palabra para facilitarle las cosas al erudito: —Oíste Néstor, aquí el profesor Schneider, que es geólogo, me dice que vio una columna trifásica de trilobites amarillos a un lado del caminito por el que subimos. —Qué bueno, mi don —atinó a decir el equino. —¿Bueno? No, Néstor, todo lo contrario: eso es malo. Eso significa que el suelo no es fértil y que se va a deslavazar de un momento a otro por los ginkgos amarillos. ¿Cierto, profesor Schneider? Mi amigo no hizo el menor gesto, más allá de bajar la cabeza y limitarse a mirar la punta del bastón. El vendedor me observó con desconcierto al principio, pero luego se le avinagró el semblante con una mueca rabiosa. Tras escudriñar en mis ojos con detenimiento, enfocó la cara de mi amigo, y luego se cruzó de brazos. Interpreté el último gesto como el inicio formal de su resignación, y, bañado por el alivio de saber que cualquier posibilidad de negocio había quedado reducida a cenizas, me explayé en las palabras más generosas que encontré a mano: —Y sí quiero comprar tierrita, Néstor, pero tengo que estar muy seguro. El lote está muy bien ubicado y la vista que tiene es muy bonita, y uno diría que vale todo lo que usted está pidiendo por él. Pero no sabíamos lo de los ginkgos… lo de los trilobites amarillos. Estoy seguro de que usted ni los había visto, porque si fuera así me los habría mostrado desde la vez pasada. Menos mal que vino el profesor a medir el terreno, porque yo lo había traído solo para eso. Pero yo así no puedo comprar, Néstor. Supongo que usted entiende. Néstor miraba ahora hacia el suelo, con los brazos todavía cruzados, mientras Esneider contemplaba otra vez las colinas verdeazules. Entonces, como el protagonista de “El gato negro” de Edgar Allan Poe, hablé más de la cuenta a causa de la emoción que me producía lo que ya tenía por un triunfo seguro: —Si usted tuviera un lote como este, en otra parte y sin ese problema, era casi seguro que se lo compraba. Néstor no dudó un segundo en responder: —Lo tengo. ¿Podemos ir en su carro? Aborrecí sus dientes de caballo, limpios y brillantes bajo el sol tibio de la mañana campestre. Encontramos a don William fuera del auto. Nuevamente dueño de la situación, fumaba un cigarrillo mientras pasaba un dulceabrigo húmedo por el capó. Nos miró a los tres de arriba abajo, sin inquietud, como si le satisficiera comprobar un estado de cosas del que ya había tenido suficiente oportunidad de hacerse, previamente, una idea completa. Lo único que hizo fue indicarle a Esneider que ocupara el puesto del copiloto. El viaje hacia el otro lote fue largo. Fuimos por un camino ancho de tierra apisonada hasta una vía pavimentada —aunque tachonada de agujeros—, la cual abandonamos cerca del casco urbano de San Vicente para seguir, durante Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

83


—Te tocó hablar —le dije en voz baja mientras lo tomaba por un brazo para remolcarlo hacia donde nos esperaba Néstor, al mismo tiempo que, con delicados ademanes, le sugería apoyar el bastón en tierra—. Yo no voy a comprar esta planta nuclear. Decile a ese man que estuviste mirando una grieta y que viste que hay cárcavas morrénicas o cualquier cosa que se te ocurra.

una media hora, otro camino de tierra interrumpido de vez en cuando por rieles de cemento. La exuberancia y la vitalidad del campo se desplegaron sin avaricia ante nosotros. A lado y lado de la carretera se extendían sembrados de maíz, papa y fresa, alineados con irreprochable simetría y delicadamente tocados por las gotas de humedad matinal de una naturaleza que, por lo visto, admitía en su seno la práctica de los ritos agrícolas; de otro modo no serían concebibles los verdes intensos y la lozanía de las hojas que saludaban nuestro paso. En los barrancos y cañadas, la vegetación nativa hacía lo suyo: el follaje plumoso de las guaduas arropaba arbustos, plantas menudas y pájaros pardos, e incluso, en los pasajes en que una curva cerrada sorteaba el paso de una vertiente estrecha y boscosa, saludaba con su aliento fresco de agua pulverizada. En uno de esos pasos, ante la imagen de una cañada que corría oculta entre guaduas y sietecueros, recité con voz inaudible un par de líneas de La Montaña del Alma que había memorizado exprofeso para una ocasión semejante: “No soy un lobo, tan solo quiero convertirme en uno para refugiarme en la naturaleza”. Nadie se percató de mi rapto de entusiasmo: Esneider, lo mismo que yo, gozaba con las viñetas bucólicas que se sucedían por su ventanilla, mientras que Néstor se aburría en un gesto de absoluta desesperanza: como si la idea de examinar un segundo terreno no hubiera obedecido a otra cosa que a un inútil reflejo de su vanidad. Quizá, sí, mi demoníaco suegro había advertido mi murmuración, pero lo cierto era que sus ideas sobre mi persona y mis hábitos me tenían sin cuidado: de sobra sabía que, por más absurdo que fuera mi comportamiento, la imagen que don William había construido de mí no podía ser cualitativamente más mala de lo que ya era. Los griegos se equivocaron de cabo a rabo cuando dijeron que no hay una situación tan mala que no sea susceptible de empeorar. El terreno en venta era poco menos que una versión reducida del Paraíso Terrenal, o al menos así me lo pareció a mí. Se trataba de un rectángulo de poco menos de tres hectáreas en profundo declive, asomado a un abismo; hacia el centro se levantaba una piedra enorme y oscura como un signo de otros tiempos —una especie de piedra del alma, se me antojó pensar—, y por los costados se adensaban setos de bambú, guadua y otros árboles de fronda mullida. En diversas partes del terreno, entre las pequeñas vertientes que se formaban hacia la mitad de la falda, crecían malezas con minúsculas flores amarillas y rojas, y 84

Ir a contenido >>


por todo lado afloraban pedruscos blancos que brillaban con el sol de las once de la mañana. Al otro lado la vista estaba cerrada por un barranco selvático y oscuro. Pensé que el terreno, por su modestia abrupta y su húmeda reconditez, era el lugar perfecto para levantar una casucha de cazador o de eremita para esconderme de vez en cuando, solo o con mi mujer, y que no necesitaba más para sentirme un lobo entre la naturaleza. Allí fundaría una nueva etnia. Me convencí de comprar ese pedazo de tierra cuando Néstor, fatigado, sin duda preocupado por el destino del otro lote y poco esperanzado ante la vertiginosa inclinación del que veíamos, dijo como sin pensar: —Este se lo puedo dejar barato. Muy seguro de dar el sí, en un acto reflejo propio de quien toma aire para enunciar una conclusión, eché un vistazo general al lugar. Esneider y don William se habían quedado arriba, sobre la cornisa de la carretera; mi suegro apoyado en su bastón —no supe cuándo lo recuperó—, y mi amigo a su lado, señalándole no sé qué cosa muy abajo, a la izquierda de donde estábamos Néstor y yo, presumiblemente cerca del borde del abismo. Cuando miré hacia allá me pareció ver un aplanamiento de la tierra, no sé si una terraza o una pequeña ciénaga. Pregunté, más por curiosidad que porque necesitara resolver alguna cuestión técnica, qué era aquello (y pensé, consciente de la ironía, que ningún impedimento geológico me haría recular de mis propósitos). —No sé, mi don, esa mesetica siempre ha estado ahí —respondió Néstor, y sin que yo dijera nada emprendió camino hacia abajo. Lo seguí con interés. Lo que había en el fondo del lote era un óvalo de suelo plano, revestido de un pasto corto en que crecían, ralas, plantas aromáticas de varias especies y algunos ejemplares de maleza. Desde allí se podía ver, en el fondo del abismo, el lecho pedregoso de un arroyo angosto pero impetuoso. La corriente empujaba un viento fresco que nos alcanzaba. Alcé la mirada para calcular, por los movimientos de las plantas que crecían en las vertientes, hasta dónde tocaba el golpe de viento. Entonces vi a don William en la parte más alta, perfectamente recortado sobre el cielo luminoso; su silueta negra de brazos cruzados, como de idolillo maléfico, presidía toda la escena. Al principio no supe adónde había ido Esneider, pero muy pronto lo vi en la mitad del terreno, parado exactamente sobre la gran piedra, y solo faltaba que nos estuviera dando la espalda para que fuera un calco del personaje único del famoso cuadro de Caspar David Friedrich, Caminante sobre un mar de nubes; porque, como ese anónimo contemplador del paisaje, mi amigo llevaba un bastón: el bastón de mi suegro. Se me ocurrió que lo había tomado para no resbalar mientras descendía. —Si no le da miedo del abismo, puede construir aquí —dijo Néstor. Recorría lentamente la terraza, y de vez en cuando se agachaba para arrancar las malezas más largas. —No me da miedo. Pero de pronto es mejor construir junto a la piedra. Mi acompañante apenas movió los labios sobre el bulto de la dentadura, en un gesto de asentimiento que reforzó inclinando la cabeza y retomando el ritmo de marcha con dirección a la piedra. Esperé que me adelantara y lo seguí. Esneider ya había abandonado su avistadero y ahora estaba un poco Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

85


más abajo, en el otro extremo del lote; estaba agachado y restregaba la punta del bastón contra el suelo, como un niño cuando hace dar vueltas a un gusano indefenso. Muy pronto estuvimos sobre la piedra. La vista desde allí era realmente simpática: el barranco del otro lado, golpeado desde arriba por un sol muy cercano al cénit, parecía vestido por un manto de verde jaspeado. Se podían ver las piedras más altas del lecho, de modo que el rumor correntoso que alcanzaba a escucharse desde ahí parecía su exhalación. El follaje de los márgenes del terreno se movía acompasadamente entre los embates del viento. Quise consagrar la visión con algún recuerdo puntual de La Montaña del Alma, pero, como no fuera con el mismo título y la imagen de la carátula —una montaña acuosa bosquejada por el mismo Xingjian—, apenas di con la frase que yo mismo había improvisado para acoger la eminencia mineral en que ahora me encontraba: La piedra del alma. Escudriñé el paisaje durante un rato, y cuando no encontré nada más por hacer miré hacia arriba, hacia la esquina a la que iba a dar la diagonal que veníamos trazando desde la terraza ovalada. Me pareció ver una sombra entre la cortina de helechos que caía de la cornisa de la carretera. —¿Qué es eso, Néstor? —Un hueco. Una cueva. No sé bien. Sin esperar qué resolvía él, bajé de la piedra y seguí cuesta arriba. Esneider había desaparecido. Don William seguía inmóvil, hierático, sobre la esquina del otro lado. Los grillos saltaban de un lado para otro asustados por mis pasos. Arrastraba los pies y me ahogaba el resuello, minado por el calor y el cansancio. A mitad de camino tuve que detenerme para tomar aire. Me agaché aparatosamente para esconderle la cara al sol y secar el sudor que se agolpaba en mis cejas y destilaba ya, con acidez, sobre mis ojos. En algún momento me llegó la voz de aliento del vendedor: —El sol está bien bravo. Hágale mi don que ya acabamos. Al incorporarme, lo primero —casi debería decir lo único— que vi fue a Esneider, parado en la boca de la cueva. Estaba erguido de un modo curioso y jugaba con el bastón con su mano derecha, haciéndolo girar como aspas de molino; con todo y la singular corrección de su postura movía la cabeza para uno y otro lado, y cuando estuvimos a unos diez metros de él advertí que tenía los ojos cerrados. Justo en ese momento los abrió y, con la cabeza inmóvil, los fijó en nosotros. De inmediato, con no poco aparato, alzó la mano que tenía libre (la otra no cesaba en su función motriz) y la mantuvo empuñada frente a nosotros, y apenas vino a abrirla cuando estuvimos junto a él. En la palma reposaban algunos fragmentos de lo que quizá fuera una olla de barro; eran cinco o seis, de diversos tamaños y formas —alguno cruzado por una fina línea punteada—, de un color marrón intensificado por la humedad, veteado por visos rojizos. Cuando lo miramos nuevamente a la cara, Esneider reanudó los movimientos de la cabeza y orientó los ojos hacia arriba, robótico y estúpido, y con mecánica corrección nos soltó esta monserga: —Lo que señalan las evidencias encontradas hasta el momento es que los más antiguos alfareros seleccionaron y prepararon cuidadosamente la materia 86

Ir a contenido >>


prima necesaria para la elaboración de recipientes de paredes muy delgadas (con grosores que van desde los 2 hasta los 6 mm), y superficies muy lisas de aspecto mate. Antes de que estuvieran por completo secos, fueron sumergidos en arcilla más o menos diluida, con el fin de pulir y homogeneizar aún más su superficie externa. Los recipientes tan meticulosamente elaborados fueron, además, perfectamente quemados… Ni más ni menos que un tratado de etnología. Cuando terminó —habló también de dos milenios de antigüedad—, sin reparar en nuestra estupefacción, detuvo los giros del bastón y lo puso de punta en tierra, y apoyado en él echó a andar hacia donde se alzaba la figura de don William. Me pareció que mi suegro no había perdido hebra de lo sucedido. Apenas eché un vistazo superficial al interior de la cueva, poco interesado por las piedras que se veía aflorar en su suelo, a medias cubiertas por botellas plásticas y cajetillas de cigarrillos. Seguro de que la inspección había terminado, busqué la cara equina del vendedor para indicarle que nos fuéramos. Estaba demudado, ido, con el semblante encendido por una sonrisa enorme, casi beatífica. —¿Cómo quedamos, Néstor? —dije por fin. Se demoró en reaccionar, pero cuando por fin pudo hacerlo sentí un brío nuevo en su voz: —No, mi don, espere que yo lo llamo en estos días. Todavía tengo que mostrarle el lote a otra persona y hacer cuentas. Usted sabe que yo vivo de esto. Si algo, yo le aviso… Ninguna de sus palabras me sorprendió. Cuando llegamos al carro, don William y Esneider ya estaban adentro. Dejamos a Néstor en el pueblo. Al bajarse no dijo nada acerca de la llamada que quedaba pendiente; tan solo me dio la mano y se despidió con corrección. Inclinó reverentemente la cabeza frente a la ventanilla de Esneider. No despegué los labios durante el viaje de regreso, hundido en la soledad del asiento trasero. Adelante, don William fue contándole a Esneider sus viejas historias de repartidor de medicamentos por los pueblos de montaña de Antioquia, mientras mi amigo, particularmente concentrado y con las manos apoyadas en el pomo del bastón, mantenía la vista al frente y asentía de vez en cuando. Apenas reparé en lo que hacían, empeñado como estaba en recordar la última frase de la novela que acababa de leer. Pero no logré dar con ella.

Juan Carlos Orrego Arismendi (Colombia) Profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia. Cuentista y ensayista. Ha publicado, entre otros, Viaje a Perú (2010), La isla del Gallo (2013) y Tumba de indio, Viajes por Ecuador y Colombia (2016).

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

87


88

Ir a contenido >>


Arquitectura

Los edificios que

un día fueron

rascacielos Luis Fernando González Escobar Fotografías del autor

H << Detalle de la sucesión arquitectónica, donde la combinación de texturas, formas y gramáticas, dan una idea de la compleja coexistencia de los tiempos arquitectónicos en el centro de la ciudad de Medellín.

ubo una época en la que Medellín, si bien no pretendió ser Manhattan, sí quería tener muchos rascacielos. Cuando se inauguró el edificio Henry, a principios de 1929, era, con sus cinco pisos y ascensor, la celebración de las alturas, la eficiencia, la técnica e, incluso, la estética. Luego de esta construcción se abrió el campo de las polémicas sobre el cambio de la ciudad horizontal a una vertical, con la construcción de una tipología de edificios que para entonces era nueva y se conoció con un término también nuevo en el léxico cotidiano de la ciudad: el “rascacielo” y no rascacielos como generalmente se les conocieron y aún se les dice. Uno de los adalides del cambio fue el ingeniero y arquitecto autodidacta Martín Rodríguez, hijo de Horacio Marino Rodríguez, uno de los más destacados arquitectos de la ciudad de entonces, socio de la firma H & M Rodríguez, responsable de importantes obras desde principios del siglo xx. Martín escribió un artículo en 1930, en el que desestimaba la idea que predominaba en contra de ese tipo de construcción con el argumento Ir a contenido >>

89


que era solo el producto del mercantilismo y el mal gusto artístico, y atribuía esto a la malquerencia de aquellos tiempos hacia los “americanos del norte”, una suerte de antiimperialismo debido a los resquemores que seguían presentes en sectores intelectuales y sociales por la pérdida de Panamá. Consideraba, por el contrario, al llamado rascacielo comercial, una máquina de trabajo, la continuación de la ciudad en sentido vertical y la posibilidad de poner en dicho sentido lo que en forma horizontal sería un imposible, además de aunar en el mismo “el máximum de eficiencia y la técnica implacable, con el gusto artístico más refinado y sutil, dentro de su grandiosidad”, dejando de lado, de paso, tanto embeleco decorativo y ornamental, para entrar a la “distribución armónica de las masas, la proporción matemática de los volúmenes geométricos estéticamente relacionados entre sí, [que] producen hermosos efectos de claroscuro; el juego de la luz con los más nítidos caprichos de la superficie y de la línea, forman la estética suprema del rascacielo” (1930: 89-90). Las ideas avanzadas de Martín Rodríguez no pegaron de inmediato en una ciudad tan conservadora, pese a que, de fondo, aunque él no lo considerara así y se decantara por otros valores, había una posibilidad de inmejorables negocios que solo con el pasar

Estos edificios primero fueron construidos en las principales calles del centro de la ciudad; algunos todavía sobreviven a la vorágine urbanística, como los edificios Caldas, Claret, Caracas, San Francisco y Echevarría.

90

de los años comenzaría a entenderse, fructificar y aplicarse de manera apasionada. Pasarían unas dos décadas más para que germinara la idea de los edificios en altura. Pero fueron ejercicios modestos sin ínfulas babélicas. Si para los franceses, de acuerdo con Le Corbusier, el miedo del octavo piso era la superstición a vencer, pues se negaban obstinadamente, a aceptar habitáculos que pasaran del séptimo piso, que era lo que separaba “una morada donde se mora” de una “especie de abrigo transitorio y temible” (Le Corbusier y De Pierrefeu, 1999: 86), para los antioqueños o, mejor, para los habitantes de Medellín, era el cuarto piso, pues el tercero fue la máxima capacidad técnica que permitió la tapia, incluso el ladrillo, y ahí se acomodaron con sus formas de vida y menajes, casi siempre alrededor de uno o varios patios. En 1940, cuando se anunció la construcción del edificio de la Compañía de Seguros, se hizo como la construcción de un “rascacielo”, para referirse a un edificio comercial de seis pisos, que a la postre se terminaría en 1944, lapso en el cual se construirían otros como La Bastilla o el Comercial Antioqueño, con los mismos pisos y con pretensiones comerciales y bancarias, a la par de otros que se destinaron como apartamentos para las familias que se atrevieron a cambiar las casonas por lugares donde morar en altura, como el caso del San Fernando, un edificio de cuatro pisos construido en 1943 por una empresa de arquitectos locales, para la señora Mercedes F. viuda de Hernández. Habían nacido, en términos locales, los edificios de renta, que muchas damas prestantes, familias o inversionistas construyeron a partir de entonces, no solo para habitar, sino para rentar, ya dedicados a apartamentos o con las primeras plantas adaptadas para el comercio. Generalmente entre cinco y ocho pisos, con fachadas en las que se experimentaron los lenguajes modernos, balcones en voladizo, ventanales horizontales a lo largo de toda la fachada en vidrio y acero, combinando materiales novedosos para la ciudad: la piedra, la gravilla

Ir a contenido >>


lavada, la piedra arenisca o el ladrillo pequeño y decorativo. Si el exterior era un ejercicio de novedad y modernidad, el interior no lo era menos; el concepto de patio de la arquitectura tradicional desapareció para, a cambio, establecer un vacío interior que permitiera la iluminación y alrededor del cual estaban las escaleras, los ascensores o el hall de repartición, desde el que se accedía a una habitabilidad compacta, pero generosa en espacio y luz, con áreas de 120 a 200 metros cuadrados y más, donde se repartían grandes habitaciones, sala, comedor, biblioteca, cocina, cuarto de ropas, cuarto de servicio y hasta repostero. Espacios plenos de comodidad y confort, donde se instalaban los nuevos equipamientos de neveras, radiolas, equipos de cocina y sanitarios propios de los “apartamientos” modernos, como se publicitaba en los periódicos y las revistas de la época. Así, estos edificios primero fueron construidos en las principales calles del centro de la ciudad; algunos todavía sobreviven a la vorágine urbanística, como los edificios Caldas, Claret, Caracas, San Francisco y Echevarría —estos dos últimos en el marco del parque de Bolívar—, y mantienen aún las líneas arquitectónicas que los caracterizaron desde que los diseñara el arquitecto vienés Frederick Blodek en los años cincuenta. Después comenzaron a aumentar en altura, pasando a ser de doce y más pisos, pero ya con una nueva tipología conocida como propiedad horizontal. Esta había partido de una ley aprobada en 1948 para definir el régimen de la propiedad de los pisos y departamentos de un mismo edificio, que solo se reglamentó en 1959, y cuyo desarrollo y construcción derivó en un tipo reconocido de arquitectura residencial o doméstica. Proyectos de más altura, mayor número de apartamentos y mayor densidad, pero aun así generosos en sus áreas y espacios, que combinaban el sótano para los parqueaderos —pues el auto ya era fundamental— con las actividades comerciales y de servicios en contacto con la ciudad, mediante el zócalo urbano

Edificio Puerta Santamaría en la carrera Sucre. Siete pisos. Fachada en la que se destaca el mármol del zócalo y la piedra arenisca.

Edificio Vélez R. en la carrera Ayacucho con carrera 38 –llamada García Rovira-. Edificio de apartamentos de cuatro pisos, de una gran calidad arquitectónica, donde se combina la piedra bogotana con el ladrillo.

Edificio Caldas, ubicado en la antigua carrera Caldas con la calle Colombia. Diseñado por el arquitecto austriaco Federico Blodek a finales de los años 1940. Edificio de nueve pisos que combinaba locales comerciales en el primer piso con apartamentos.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

91


Desde 1972, Medellín dejó de crecer en altura. Se estancó, en el icónico pináculo del edificio Coltejer y sus epígonos bancarios de los alrededores, en 175 metros de altura y 37 pisos.

Detalle de los edificios Vélez –a la izquierda- y el Londoño Vélez –a la derecha-, con igual número de pisos y características formales similares. Se diferencian por la materialidad de la fachada y el tipo de trabajo de carpintería metálica.

de dos pisos, con jardines, fuentes y pérgolas que invitaban a ingresar. Obviamente, no eran propiedades económicas y estaban enfocadas hacia las clases altas, pues como señalaba un promotor de la época: “convencidos de la viabilidad y conveniencia de la implantación del sistema de Propiedad Horizontal para las grandes realizaciones, nos dimos a la tarea de hacer la promoción de un edificio de vivienda para clase alta, pues esa ofrecía las mejores posibilidades de asimilar y comprender el sistema” y, dentro de esta lógica, pensaba que esto daría confianza a los demás, se implantaría y aclimataría en la ciudad. Y cierto, mientras la ciudad se expandía hacia el occidente, al otro lado del río Medellín, alrededor de la Universidad Pontificia Bolivariana, en lo que con el tiempo se conocería como barrio Laureles, en proyectos de viviendas de dos pisos, en el centro, por distintas calles se levantaban edificios de gran factura, diseñados por los mejores arquitectos de la ciudad y construidos por las empresas más destacadas de la arquitectura y la construcción: Fajardo Vélez y Cía., Vieco y Posada Cía. Ltda., Arcila, Wills y Córdoba Cía. Ltda., Ingeniería y Construcciones, H & M Rodríguez, entre otras. En el paisaje urbano 92

de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo xx comenzaron a destacarse los edificios de propiedad horizontal, llamados Caracas, Colombia, Maracaibo, Santa Sofía, Nuevo Mundo, Gil J. Gil, Comercial Palacé o cualquier otro de los que dominaban el centro, especialmente a lo largo de la avenida La Playa y de algunas calles próximas o que la cruzaban, para generar ese paisaje singular de volúmenes, masas y proporciones que cumplían el sueño de Martín Rodríguez en 1930. En la medida en que la ciudad expandió sus fronteras, estos edificios de apartamentos también colonizaron nuevos territorios, especialmente en barrios donde se asentaron las familias que tenían la suficiente capacidad económica para comprarlos o alquilarlos, como Otrabanda, Conquistadores y, especialmente, El Poblado, donde a la par de las casas de Provenza y otras de programas oficiales surgieron edificios de promotores privados. Pero, desde 1972, Medellín dejó de crecer en altura. Se estancó, en el icónico pináculo del edificio Coltejer y sus epígonos bancarios de los alrededores, en 175 metros de altura y 37 pisos. Ningún otro podría superar ese límite local del sueño rascacielista iniciado en 1929, mucho menos en los edificios de apartamentos. A la vez, eclosionó su centro. Lo fueron cercenando por partes, cada vez más tasajeado, desarticulado. Le ampliaron calles y le cruzaron avenidas. Y los habitantes del confort y la espacialidad moderna comenzaron a huir. Mientras buena parte de aquellos apartamentos eran convertidos en

Ir a contenido >>


Edificio en la “Avenida Naranjal”, esquina de la Avenida Bolivariana con la carrera 65, construido en la década de 1950. Ejemplo de los edificios de renta, de cuatro pisos. Ya demolido.

oficinas, los habitantes y propietarios buscaron otras fronteras urbanas para encontrar las nuevas “moradas donde morar”. Muchos, incluso, huyeron fuera de la ciudad. Otros a nuevos edificios, nuevas torres, aún más altas que las de propiedad horizontal, aunque mucho más bajas que el Coltejer. Pero no todas con la misma calidad arquitectónica y material, ni las mismas áreas, ni su mismo confort. Y perdieron, además, la relación con la ciudad, a la que le temían y dejaban afuera, mientras se encerraban en urbanizaciones, entre mallas o entre el falso paisajismo. Si bien los edificios no crecieron en altura, se multiplicaron. Lo que un día fue sueño e ideal empezó a convertirse en pesadilla. Del concepto local del rascacielo, entre romántico e ingenuo, con espacio entre ellos, con plataforma y zócalo, configurando fachada urbana, con su escala medida, se pasó a la proliferación de torres que se disputan el aire, el cielo y el sol que algún día soñó Le Corbusier para todos. Aquellos edificios imaginados como rascacielos en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo xx, que se vieron altivos y cuya escala se multiplicaba con respecto al plano horizontal que dominaba la ciudad, hoy están perdidos, reducidos y

Edificio Echevarría Misas, en la esquina de la carrera Venezuela con la calle Bolivia, esquina noroccidental del parque de Bolívar. Diseñado por Federico Blodek e inaugurado en 1995, es uno de los más claros ejemplos de los edificios de renta construidos en aquellos años en Medellín.

minimizados en medio de una insensata lucha por el suelo y las alturas. Ninguno se considera un bien de interés cultural nacional; alguno quizá aparece considerado como bien municipal. Pero no se trata solo de escalas, también de calidad, de la destreza arquitectónica plasmada en los edificios de renta y propiedad horizontal, frente a la vulgaridad simplista de las obras producto de la especulación inmobiliaria contemporánea, responsable de aquella proliferación de torres que parecen brotar por doquier, sin una relación urbana, sin configurar la fachada, carentes de esa transición entre lo privado y la calle y la ciudad. Una especie de fantasmagorías urbanas que solo se aprecian a lo lejos en medio del esmog.

Luis Fernando González Escobar (Colombia) Profesor asociado adscrito a la Escuela del Hábitat, Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional de Colombia (sede Medellín). Referencias Le Corbusier y Françoise de Pierrefeu (1999). La casa del hombre. Barcelona: Apóstrofe. Rodríguez, Martín (marzo 22 de 1930). Artículo de prensa. Claridad 3, 89-90.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

93


El sombrero

de Beuys

94

Ir a contenido >>


Plástica

Cien años de una fuente que redefinió

e t r ela Carlos Arturo Fernández Uribe

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

95


E

l 9 de abril de 1917 se inauguró en Nueva York la primera exposición de la Sociedad de Artistas Independientes. Esta sociedad, creada a finales de 1916, se inspiraba en la asociación francesa de igual nombre, que existía desde 1884, y seguía en lo fundamental sus mismas normas: quien quisiera podía presentar sus obras y quedaban abolidos los odiosos jurados de selección y de premiación que habían torpedeado todas las nuevas manifestaciones artísticas a lo largo de los últimos 250 años; por supuesto, tampoco había premios ni distinciones. En Nueva York cualquier persona podía ser miembro de la Sociedad pagando la inscripción, que costaba un dólar, y cada miembro tenía derecho a exponer hasta dos obras, agregando una suma adicional de 5 dólares por cada una de ellas. Como es fácil imaginar, la de 1917 fue la más gigantesca exposición que había sido montada en la historia de la ciudad: unos 1.200 inscritos presentaron aproximadamente 2.500 obras, un número tan elevado que el recorrido de la muestra era de más de 3 kilómetros. El artista francés Marcel Duchamp (1887-1968), quien había llegado a Nueva York en 1915, formaba parte del comité directivo de la Sociedad de Artistas Independientes y era uno de los más vehementes defensores del nuevo sistema del arte que se pretendía inaugurar con ella.

El centenario de una muestra que no existió

Ya desde 1912 Duchamp había protagonizado numerosos debates, generados desde que su pintura Desnudo descendiendo la escalera fuera rechazada en los Independientes de París, un rechazo que violaba los propios estatutos que proclamaban el propósito de permitir a los artistas presentar su obra al 96

juicio del público con total libertad, que era el objetivo por el cual se habían eliminado los jurados de admisión. Más adelante, en 1913, presentó la Rueda de bicicleta sobre un taburete, la primera manifestación de sus ready-mades, objetos “ya hechos”, casi siempre procedentes del mundo industrial, “elegidos” por el artista como obras de arte. De 1914 es el Porta botellas, un objeto comprado en una feria callejera en París y presentado sin intervención adicional. Tampoco hizo ninguna modificación a la comúnmente llamada Pala de nieve, creada en Nueva York en 1915, poco después de su llegada a la ciudad, exceptuando la asignación de un título insólito: Anticipación del brazo quebrado. Por lo demás, sus ideas y procedimientos eran conocidos en el medio artístico a ambos lados del Atlántico y formaban parte de una tendencia cada vez más fuerte que condujo a la fundación del dadaísmo en Zúrich, en febrero de 1916. Ese clima anticultural tenía ya fuerte arraigo en Nueva York por la presencia de artistas como Man Ray y Francis Picabia y por el trabajo de la Galería 291 del fotógrafo Alfred Stieglitz. Incluso algunas entrevistas de Duchamp, en las que afirmaba que aquella pala de nieve era el objeto más hermoso que había visto en su vida, llegaban a las páginas de los periódicos. Seguramente no era el artista más famoso de Nueva York, pero tampoco era un desconocido: baste recordar que su Desnudo descendiendo la escalera fue expuesto en el Armory Show de 1913, en el que generó un gran escándalo, recibiendo incluso el rechazo irónico del presidente Theodore Roosevelt, y, además, que en 1917 era uno de los fundadores y directores de los Independientes. Se supone que lo que ocurre a continuación, el episodio del orinal de Duchamp,

Ir a contenido >>


es ampliamente conocido; y, sin embargo, nada resulta muy seguro, lo que, por supuesto, contribuye a crear un clima de leyenda que magnifica la situación. La historia oficial sostiene que, pocos días antes de la exposición, Marcel Duchamp, acompañado por dos amigos y mecenas norteamericanos, compró el orinal de porcelana en un almacén de fontanería en Nueva York; lo llevó a su estudio y, como aparentemente no pretendía instalarlo en la pared, lo acostó sobre el lado plano, lo firmó y fechó con pintura negra en la parte exterior izquierda, usando el nombre de R. Mutt; luego, definió el título: Fuente. A continuación lo hizo llegar de manera regular a la sede de la exposición, dentro de los plazos fijados y, cumpliendo los trámites reglamentarios, adjuntó los seis dólares exigidos: uno para la inscripción del supuesto señor R. Mutt y cinco para la exposición de la Fuente. A pesar de que las normas de la Sociedad de Artistas Independientes eran claras y explícitas, la Fuente no fue expuesta; el comité directivo se enfrascó en álgidas discusiones acerca de si semejante objeto podía ser considerado una obra de arte; Duchamp, que formaba parte del comité, defendió la Fuente con vehemencia, sin revelar que era obra suya, pero fue derrotado. El comité argumentó que se trataba de un objeto muy útil en el lugar adecuado, pero que ese lugar no era una sala de arte y que, por definición, un orinal no era una obra de arte. Duchamp, entonces, renunció a la Sociedad, manteniendo durante algún tiempo al señor R. Mutt en el anonimato. Como es obvio, la Fuente no se expuso ni apareció en el catálogo de la muestra. Ni siquiera sabemos con certeza qué pasó con la Fuente original. Según algunos,

en medio de la discusión, un miembro del comité la tiró al piso y la quebró para cortar por lo sano el problema de su exhibición; otros afirman que sí estuvo en la muestra pero oculta tras un mueble y que Walter Arensberg, uno de los mecenas compañeros de Duchamp, la compró y salió con ella, escandalizando al público que llenaba las salas. Lo que parece cierto es que la obra desapareció y que no se conserva ningún registro de ella. Algunos días después, en la sala de su Galería 291, Alfred Stieglitz hizo una foto que se convirtió en la imagen oficial de la Fuente y que apareció en el mes de mayo en el número 2 de la revista The Blind Man; sin embargo, parece que era ya una copia del ready-made original, y que también esa copia desapareció. No parecía importar mucho si el objeto se conservaba o si se trataba de una copia más. Tampoco si el orinal o su copia salían de las propias manos de Duchamp o eran realizados siguiendo el modelo “oficial”. Incluso, con base en una carta que el propio artista escribió a una de sus hermanas en el momento del escándalo, en los últimos años se ha planteado que la idea y hasta la compra del orinal fue obra de otra persona, su amiga, la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, y que Duchamp se habría limitado a asumir la idea, firmarla y enviarla a la muestra. Y para aumentar el desconcierto, no es del todo claro el propósito de Duchamp al enviar la Fuente a la exposición. Era conocido su sentido del humor y el gusto por hacer bromas y atacar de manera irónica las pretensiones ampulosas de los artistas, lo que muchas veces desembocaba en escándalos y debates más o menos intensos. Seguramente tenía presente su discusión con los Independientes de París, quienes, violando sus propios estatutos, habían

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

97


rechazado su obra en 1912; quizá quería poner a prueba la apertura del grupo de Nueva York frente a las ideas que en esa misma ciudad él ya había propuesto con sus ready-mades, en los cuales veía una nueva forma de escultura. Adicionalmente, era consciente de que la ruptura con las normas académicas que por siglos habían definido el arte, ruptura que en los Independientes se materializaba en la eliminación de los jurados, implicaba moverse en un campo minado donde el arte había perdido toda certeza y que, por tanto, exigía nuevos criterios para enfrentar las obras. Le fascinaban los juegos de palabras y quizá podemos especular que dejó una prueba bastante hermética de ello en la firma y en el título de la obra. Pero, más allá de todas estas suposiciones, es bastante obvio que Duchamp esperaba que su Fuente se expusiera: sabía que se trataba de una provocación que necesariamente generaría un cierto escándalo, pero también debía tener claro que ese objetivo solo se lograría si el público podía ver la obra.

Marcel Duchamp inside "16 Miles of string", 1942

98

En cualquier caso, no todo se quedó en el campo del desconcierto y del escándalo en el comité directivo de los Independientes. En el número 2 de la ya mencionada revista The Blind Man, en mayo de 1917, apareció un editorial sin firma pero seguramente escrito por el mismo Marcel Duchamp, que vale la pena leer porque recoge los argumentos del comité contra la obra y los de Duchamp en su defensa: El asunto Richard Mutt Dicen que cualquier artista que pague seis dólares puede exponer. El señor Richard Mutt envió una fuente. Sin discusión este artículo desapareció y nunca fue expuesto. He aquí las razones para rechazar la fuente del señor Mutt: 1. Algunos arguyeron que era inmoral, vulgar. 2. Otros que era un plagio, una simple pieza de fontanería. Pero la fuente del señor Mutt, al igual que una bañera, no es inmoral, eso es absurdo. Se trata de un accesorio que se ve a diario en los escaparates de los fontaneros. Si el señor Mutt hizo o no hizo la fuente con sus propias manos carece de importancia. Él la ELIGIÓ. Cogió un artículo de la vida diaria y lo colocó de tal manera que su significado habitual desapareció bajo el nuevo título y punto de vista: creó un pensamiento nuevo para ese objeto. En cuanto a la fontanería, eso es absurdo. Las únicas obras de arte que ha producido América han sido sus productos de fontanería y sus puentes (en Ramírez, 1994: 54).

En realidad, en las décadas siguientes, dominadas a nivel internacional por los debates artísticos acerca de la abstracción, no se volverá a hablar de la Fuente ni de sus implicaciones. Reaparece apenas tangencialmente en la segunda mitad de los años treinta, cuando Duchamp incluye un orinal en miniatura en el conjunto de 69 reproducciones de sus

Ir a contenido >>


obras que conforman esa especie de museo portátil que son sus Cajas en maleta. Solo a partir de los años cincuenta, con el redescubrimiento de las poéticas del Dadá, se reactiva el interés por trabajos como la Fuente; sin embargo, como lo sostiene Pierre Restany con relación al nuevo realismo francés, que es una de las principales manifestaciones del neodadaísmo, para ese momento se ha superado la negatividad absoluta del Dadá que parecía buscar solo la destrucción del arte: se pasa del no al cero, señala Restany, para indicar que aquellos trabajos de la primera parte del siglo se habían limitado a producir una especie de tabula rasa a partir de la cual el neodadaísmo crea un arte nuevo. En otras palabras, cuando el mismo Duchamp realiza o autoriza en los cincuenta y sesenta unas 15 copias de la Fuente que se encuentran en distintas colecciones del mundo, la obra se ha ido cargando de nuevas connotaciones y, por supuesto, ha entrado de lleno en el sistema artístico que buscó demoler. Por lo demás, es solo después de mediados del siglo cuando Duchamp empieza a ser visto como un artista realmente importante. Pero no se trata solo de que, como en muchos otros casos, también aquí el sistema y el mercado del arte hayan acabado imponiendo sus valores. Lo interesante es que, después de cien años de su primera aparición frustrada, desde mediados del siglo xx hasta hoy, se sigue discutiendo sobre esta obra no expuesta, con renovada beligerancia; y, casi siempre, los argumentos a favor y en contra se mueven alrededor de las mismas ideas del editorial de The Blind Man. Incluso puede afirmarse que alrededor de la Fuente de Marcel Duchamp se siguen librando las discusiones más intensas en el mundo del arte, lo que por sí mismo justifica interesarse por ella, aunque no se pretenda hacer un análisis propiamente dicho de la obra.

La Fuente entre polos opuestos

Las posiciones de E. H. Gombrich y Arthur C. Danto frente a esta obra resumen bien el enfrentamiento de ideas. Gombrich es, sin lugar a dudas, el más conocido y respetado

historiador del arte desde mediados del siglo xx, autor del libro de arte más vendido de la historia humana, mientras que Danto es quizá el más importante crítico y filósofo del arte entre la segunda mitad del xx1 y comienzos del xxi. Gombrich niega radicalmente la importancia de Duchamp. Como ya se anotó, el interés por estas obras comienza a cobrar fuerza en los años cincuenta y, por eso, es comprensible que Gombrich no haga ninguna referencia al artista francés en las primeras versiones de su Historia del Arte, aparecida en 1950;2 habrá que esperar hasta 1966 para que en la undécima edición le dedique dos breves líneas: “El artista francés Marcel Duchamp (18871968) adquirió fama y notoriedad en base a coger cualquier objeto (al que él llamaba ready-made [ya hecho] y firmarlo […]” (2007: 601-602). Para Gombrich, las obras de Duchamp (y las de Joseph Beuys, que relaciona con él), que pretenden haber ampliado la noción de arte, se reducen a ser un “retorno de la mentalidad infantil” que se manifiesta en eliminar la diferencia entre las obras de arte y los demás objetos hechos a mano. Considera que se trata solo de una moda a la que espera no haber contribuido con el comentario que abre su Historia (“No existe, realmente, el Arte”). Cabe agregar que no es esta la única mención a Duchamp en La Historia del Arte de Gombrich, sino también la única referencia que hace de los ready-mades, lo que, por supuesto, implica que todas las obras que se desarrollen de esta manera quedan desterradas de sus límites del arte. A ello se agrega una sola mención pasajera al collage, mientras que se deja de lado cualquier alusión a los demás fenómenos contemporáneos que tienen relación con los objetos, tales como el objet trouvé del surrealismo, los ensamblajes, los ambientes, el happening o el performance. Por lo demás, Gombrich afirma que la suya es una posición absolutamente consciente: le parece “[…] un tanto incongruente registrar, analizar y enseñar estos gestos

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

99


del antiarte con la misma solemnidad, por no decir pompa, que ellos se habían propuesto ridiculizar y abolir” (601). Incluso afirma que el de Duchamp es un asunto al que no presta la menor atención: “Hay una cantidad aterradora de libros, que no leo, sobre Duchamp y sobre toda esa historia en torno al inodoro que envió a una exposición… Se dice que ‘redefinió el arte’. ¡Qué trivialidad!” (en Gombrich y Eribon, 1993: 73).3 En síntesis, los de Gombrich son los mismos argumentos del comité directivo de los Independientes de Nueva York cuando la Fuente fue rechazada: no es arte, no significa nada y no vale la pena gastar el tiempo y la reflexión en algo tan banal. El asunto es más problemático todavía porque Gombrich se manifiesta radicalmente en contra de todo esencialismo, en especial frente a la posibilidad de definir el arte, que considera como una noción culturalmente determinada: “Es muy importante en cada situación de este género, saber que se puede dar lo que Popper llama una ‘definición de izquierda a derecha’, una definición en la cual yo pueda decir: ‘En lo que sigue, llamaré ‘arte’ esto o aquello, pero no puedo decir qué es el arte’” (72). En otras palabras, Duchamp queda por fuera del arte; pero eso no ocurre por la obra que realiza, sino por la decisión de Gombrich de no incluirlo, al margen de cualquier otra consideración cultural. Es evidente que no percibe que, puesta de esta manera, su argumentación es igual a la que usaba el academicismo del siglo xix para rechazar sucesivamente a románticos, realistas o impresionistas. Toda la obra de Gombrich es admirable; sin embargo, es evidente, como él mismo lo reconoce, que no es muy sensible frente a los asuntos del arte contemporáneo. Pero, quizá, no es esa “falta de sensibilidad” (como si estuviera obnubilado por la fascinación del arte del pasado) lo que le impide aceptar la obra de Duchamp, sino, por el contrario: rechazar la importancia del ready-made y de Duchamp impide a cualquier persona poder aproximarse 100

razonablemente a muchos de los problemas del arte contemporáneo. Por desgracia, el planteamiento de Gombrich puso de moda la fácil descalificación de amplios sectores del arte contemporáneo con el sencillo argumento de que se trata de una estafa orquestada por los actores del sistema del arte y sustentada solo con vacíos argumentos de autoridad. En contraste con la actitud y posición de Gombrich se encuentra el trabajo de Arthur C. Danto, quien formula toda una filosofía del arte a partir del amplísimo conjunto de obras contemporáneas que directa o indirectamente se pueden vincular con la Fuente de Duchamp. No se trata de un simple ejercicio de autoridad institucional, como sería afirmar que la Fuente es una obra de arte, o que no lo es, porque así lo decidieron los críticos, los historiadores del arte o los museos; por el contrario, Danto plantea un desarrollo de razonamientos fundamentados y de teorías filosóficas entre las cuales encuentra sentido una tal “transfiguración del lugar común”. Y no se trata de una afirmación pasajera o puntual, sino que se convierte en uno de los problemas alrededor del cual gira todo su trabajo filosófico; con razón, se reconoce a sí mismo como autor de algunos de aquellos libros sobre Duchamp que Gombrich no quería leer. Danto reconoce que la Fuente es indiscernible de otro orinal y que en su presentación como obra de arte quedaba por fuera cualquier ejercicio de habilidad manual o de oficio. Por lo tanto, su condición de obra de arte radica en algo que está por fuera del objeto mismo y solo es posible comprenderla en el contexto del mundo del arte, entendido este no como un ámbito de instituciones formales, sino como un mundo de reflexiones y de razones, de teorías, de historia del arte y de contexto cultural en un momento histórico determinado; pero cabría agregar que ese mundo del arte no es solo de “razones racionales”, sino también de emociones y sensibilidades, una atmósfera dentro de cuyas múltiples relaciones encuentra sentido un hecho

Ir a contenido >>


Duchamp por Henri Cartier-Bresson, 1968

En 1913 presentó la Rueda de bicicleta sobre un taburete, la primera manifestación de sus ready-mades, objetos “ya hechos”, casi siempre procedentes del mundo industrial, “elegidos” por el artista como obras de arte.

artístico determinado que no lo tendría como evento aislado. Por eso, darle a la Fuente de Duchamp el estatuto de obra de arte no es el resultado de una declaración, de un fiat, sino de un descubrimiento de su posibilidad y sentido, basado en aquel contexto múltiple de razones. En el mismo orden de ideas se puede afirmar que este mundo del arte no es una realidad fija y estable, sino un proceso en desarrollo, una creación colectiva y en velocidades variables, donde nada está plenamente definido de antemano ni se cuenta de entrada con todas las herramientas de análisis y de interpretación. Antes de repetir mecánicamente que el arte contemporáneo es una estafa o que el orinal de Duchamp nos fue impuesto

como arte por un mero efecto mágico de autoridad institucional, convendría revisar, no solo lo que nos ha posibilitado pensar (también las estafas lo hacen), sino, sobre todo, el mundo de arte y de sentido que ha permitido construir. La teoría de la estafa quizá nos responda que justamente se trataba de crear un mundo donde la estafa fuera eficaz; pero esa respuesta ignoraría que cada descubrimiento de la historia del arte (la perspectiva, el óleo, el claroscuro, la fotografía, el color de los impresionistas y muchos más) ha impulsado el desarrollo de unas condiciones del mundo del arte dentro del cual esas ideas y descubrimientos puedan funcionar y dirigir la creación artística. En realidad, la de la estafa es una “teoría conspirativa”, casi paranoica.4

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

101


A pesar de todo, la Fuente sigue viva

Se puede estar de acuerdo o no con Gombrich o con Danto; considerar que la Fuente era solo un chiste vulgar o que posibilitó una redefinición del arte; insistir en una evidente habilidad de Marcel Duchamp con las palabras, lo que le permitía encontrar títulos que no pocas veces parecen llenarse de metáforas; identificar su obra con un movimiento heterogéneo que pasa por la búsqueda del hermetismo, la astrología, el disfraz y el juego de ajedrez. Todas esas posibilidades revelan la amplitud de problemas que se pueden derivar de la Fuente. Inclusive sin hacer un análisis de la obra es posible asumir una actitud pragmática a partir de la cual se afirme que importa poco si se trata o no de una obra de arte; pero, sea una cosa u otra, la Fuente es un momento fundamental en un proceso que, a lo largo de los últimos 150 años (quizá habría que retroceder hasta la obra de Paul Cézanne), junto con muchos otros trabajos, ha transformado constantemente el campo de las artes visuales. Al margen de la valoración que se le dé, esa transformación es una realidad innegable que sugiere una serie de reflexiones pertinentes a la hora de considerar la Fuente, un siglo después de la elección del señor Mutt.

Duchamp, que formaba parte del comité, defendió la Fuente con vehemencia, sin revelar que era obra suya, pero fue derrotado.

Tiene razón E. H. Gombrich cuando señala que es una trivialidad afirmar que la Fuente redefinió el arte. Pero es una trivialidad por dos razones distintas que Gombrich pretende negar frente a Duchamp, al mismo tiempo que las utiliza ampliamente en su 102

Historia del Arte. En primer lugar, porque la Fuente no fue un evento mágico, puntual y aislado, y ni siquiera inmediato; una enorme cantidad de artistas, de teóricos y de públicos, en especial a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, fueron quienes con sus reflexiones, debates y trabajos han transformado y redefinido el arte; y es curioso que Gombrich no lo reconozca mientras que afirma con insistencia que la historiografía del arte debe tener en cuenta el nicho ecológico en el que se desarrollan las obras. Y, en segundo lugar, resulta una trivialidad porque, frente a Duchamp, Gombrich quiere olvidar las consecuencias de una vieja idea del siglo xix que él mismo retoma para abrir su Historia del Arte; en efecto, si no existe realmente el Arte, sino que solo hay artistas, ello significa que el arte se redefine permanentemente en las obras a lo largo del tiempo. A no ser que se afirme que Duchamp no es un artista sino un aficionado a la fontanería, un extremo al que no llega Gombrich, quien, como ya se mencionó, lo identifica como un artista francés. Por otra parte, se suele afirmar que la Fuente y, en general, los ready-mades de Duchamp encarnan una revolución radical, pues se presentan como uno de los puntos de partida del movimiento conceptual, una poética que parece haber roto con toda la tradición artística al afirmar que el valor fundamental de una obra radica en la idea que la sostiene y no en su realización concreta y material, e incluso que la primera puede existir sin esta. Se trata de una poética revolucionaria, pero en el sentido de que es ella la que permite definir el problema propio del arte dentro de la producción humana, en el curso de la historia. Esa es la base del arte griego, para el cual el concepto de hombre ideal era superior a las realizaciones concretas de la escultura y una obra de arte en sí mismo, a la cual se llegaba a través de la Paideia. En el mismo sentido conceptual, se podría analizar la relación entre el arte medieval y la teología, o la obra de Miguel Ángel,5 la de los arquitectos de la Revolución francesa, o la que Baudelaire

Ir a contenido >>


Lo que parece cierto es que la obra desapareció y que no se conserva ningún registro de ella. Algunos días después, en la sala de su Galería 291, Alfred Stieglitz hizo una foto que se convirtió en la imagen oficial de la Fuente y que apareció en el mes de mayo en el número 2 de la revista The Blind Man.

afirma como propia del pintor de la vida moderna, entre muchas otras. Es decir, aunque es cierto que Marcel Duchamp y una enorme cantidad de artistas contemporáneos han reivindicado el valor del concepto, con ello, en lugar de romper con la historia, han profundizado en los procesos constitutivos del arte. En definitiva, la Fuente sigue vigente porque, en medio de la situación contemporánea, insiste en recordar que el arte no se refiere a categorías de cosas (como orinales o acuarelas), sino a tipos de valores, los cuales, como es obvio, no pueden encontrarse en las cosas mismas, sino en nuestros conceptos y razones. Y, por eso, esta obra de Duchamp constituye un reto que no puede desconocer ninguna persona que quiera tener una visión crítica sobre la realidad y el mundo contemporáneos. Y, aunque resulte paradójico, bien podría recordarse aquí a E. H. Gombrich:

Nos ocupamos de la historia del arte, y el arte es una organización de valores. De acuerdo en que estoy aquí haciendo una petición de principio. Tal como he subrayado en algún otro lugar, hay dos significados en el término “arte” en inglés: uno, neutro, que describe cualquier imagen, como cuando hablamos del arte infantil o el arte de los locos; y uno valorativo, como cuando decimos “esta debe ser la obra de un loco, pero lo que ha producido es una obra de arte”. No podemos decir esto sin una escala implícita de valores, y no podemos encontrar esta escala en los objetos; sólo podemos encontrarla en nuestra propia mente (1997: 72).

Es difícil encontrar una obra sobre la cual se haya discutido más. En la Fuente de Duchamp parecen vincularse prácticamente todos los problemas de la esfera del arte: el autor, la técnica, el público, las formas

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

103


Duchamp por Irving Penn, 1948

La Fuente sigue vigente porque, en medio de la situación contemporánea, insiste en recordar que el arte no se refiere a categorías de cosas (como orinales o acuarelas), sino a tipos de valores, los cuales, como es obvio, no pueden encontrarse en las cosas mismas, sino en nuestros conceptos y razones.

104

de exhibición, la originalidad, la copia, la crítica, el museo, el ecosistema del arte, la historia del arte, la práctica relacional, el concepto, la metáfora, la retórica, la pertinencia de lo formal, el problema del contenido. Muchos años antes de Duchamp, Kant planteó que la diferencia fundamental entre la ciencia y el arte radicaba en que la primera puede explicarse y enseñarse mientras que eso resulta imposible para las ideas del artista, que le aparecen, a la vez, como ricas en fantasía y plenas de pensamientos; en ese sentido, la obra de arte produce una experiencia que, en lugar de apagarse rápidamente como ocurre con las experiencias cotidianas, se mantiene e incluso aumenta su intensidad. Y ello se produce, dice Kant, porque el artista trabaja con ideas estéticas, “[…] y bajo idea estética entiendo aquella representación de la imaginación que da ocasión a mucho pensar, sin que pueda serle adecuado, empero, ningún pensamiento determinado, es decir, ningún concepto, a lo cual, en consecuencia, ningún lenguaje puede plenamente alcanzar y hacer comprensible” (1992: 222). Las ideas estéticas de Duchamp se mantienen vivas y, como él lo buscó, siguen dando qué pensar y son motivo de debates enconados. Y, en este sentido, la Fuente también contribuye a destacar un elemento básico de la creación y de la historia de las artes, a veces olvidado ante la fascinación que produce la perfección formal de los viejos maestros: que la obra de arte se abre hacia el futuro, que no hay en ella solo el encanto de lo pasado, sino, sobre todo, su esencial condición de realidad presente. Por eso, el asunto no es solo lo que ya estaba en el pensamiento de Duchamp, sino lo que ese gesto nos ha permitido pensar a lo largo de estos cien años.

Carlos Arturo Fernández Uribe (Colombia) Profesor de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia. Grupo de Teoría e Historia del Arte en Colombia.

Ir a contenido >>


Referencias Bossaglia, Rossana (1992). Parlando con Argan. Nuoro, Italia: Ilisso. Danto, Arthur C. (1997). Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia. Barcelona: Paidós. Gombrich, E. H. (1997). Enfoques de la historia del arte: tres puntos de discusión. En Temas de nuestro tiempo. Propuestas del siglo xx acerca del saber y del arte. Madrid: Debates. ———— (2007). La Historia del Arte, 16.ª ed. Londres: Phaidon. Gombrich, E. H. y D. Eribon (1993). Lo que nos dice la imagen. Conversaciones sobre el arte y la ciencia. Bogotá: Norma, 1993. Kant, Immanuel (1992). Crítica de la facultad de juzgar, § 49 (“De las facultades del ánimo que constituyen al genio”). Caracas: Monte Ávila Latinoamericana. Ramírez, Juan Antonio (1994). Duchamp: El amor y la muerte, incluso. Madrid: Siruela. Tobón G., Daniel Jerónimo (2008). El caso de Mr. Mutt: autoridad y razón en el mundo del arte. En Diego León Arango Gómez, Javier Domínguez Hernández y Carlos Arturo Fernández Uribe (eds.). El museo y la validación del arte. Medellín: La Carreta Editores - Universidad de Antioquia. Notas La reflexión de Danto, que se vincula con el problema de Duchamp, empieza a plantearse en 1964, a propósito de una exposición de Andy Warhol en la Stable Gallery, donde aparecía la obra Brillo Box, cajas de jabón marca Brillo, visualmente idénticas a las de un supermercado. 2 Tampoco se trata de un hecho excepcional. Si se revisan las historias del arte o las colecciones de críticas publicadas antes de 1970, incluso las especializadas en escultura y las dedicadas al siglo xx, se puede constatar que casi ninguna hace referencia a Duchamp; en algunas ocasiones se menciona su Desnudo descendiendo la escalera, que se relaciona, por lo general, con el futurismo; en pocos casos hay referencias a sus ready-mades, e incluso la mención del mero título de la Fuente es casi excepcional. Pero no se puede desconocer que el mismo Duchamp quiso desaparecer de la escena artística durante muchos años; y como, además, cuando estaba presente era una figura tan inclasificable, resultaba fácil de olvidar. 3 Ello da pie a Danto para suponer que Gombrich no leyó su libro La transfiguración del lugar común o que quizá lo leyó lo suficiente para considerarlo trivial (Danto, 1997: 244). 4 “No sólo resultaría que Duchamp habría sido un estafador (algo que más de una persona está dispuesta a creer). Habría que concluir, además, que todos los artistas, críticos y galeristas que entran en aquella historia habrían sido sus cómplices que habrían actuado de mala fe al dar razones para creer que la fuente era una obra de arte, o unos ingenuos que se habrían dejado engañar por estas falsas razones. Todo habría resultado una comedia de engaños cuyos protagonistas tuvieran solamente dos roles entre los cuales escoger: el de cínico o el de tonto. Más aún, si la Teoría Institucional radical fuera cierta, habría que decir que esto es lo que ocurre en todo el mundo del arte: una gran cantidad de personas que engaña a los demás o se engaña a sí misma creyendo que hay algo importante en el arte o que los artistas nos dicen algo a lo que vale la pena escuchar. Bien se puede dudar de la buena fe de algunos artistas, de algunos coleccionistas o de algunos críticos. Pero sólo se puede extender esta imagen a todo el mundo del arte basándose en una de teoría de la conspiración guiada por una paranoia generalizada” (Tobón G. en Arango, Domínguez y Fernández, 2008: 96). 5 “Miguel Ángel [...] ya había llegado al punto de pensar que hacer una obra de arte es pensar un pensamiento, más que hacer un objeto” (Argan en Bossaglia, 1992: 17). 1

Novedades

El soplo del diablo y otros poemas. Antología poética 2017-1994 Rosa Lentini Sílaba editores, Medellín, 2017 224 p.

La carne es triste. Ocho cuentos de desamor y un ensayo interpretativo Ricardo Cano Gaviria Sílaba editores, Medellín, 2017 95 p.

Ir a contenido >>

Todo era azar en el hotel Sahara Rubén Vélez Sílaba editores, Medellín, 2017 213 p.

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

105


Que cien años

Marcel Duchamp no son nada, y la obra de

Ana Cristina Vélez Caicedo

106

Repercusión

En general, pues siempre habrá excepciones a toda regla, cuando la gente que está por fuera del mundo del arte observa una de las obras de Duchamp puede sentir asombro, aburrimiento o confusión, pero, difícilmente sentirá emoción estética. Los que sí la sienten llevan usualmente una carga de información grande sobre lo que están viendo, y pueden estar motivados por la curiosidad o por la reverencia que se produce al saber que se está parado justo sobre la línea ecuatorial, o al tener en las manos una carta de amor, original, escrita por Federico Chopin a George Sand. Los seres humanos somos animistas. Hasta los menos esotéricos reaccionamos de manera ilógica y emocional ante los objetos con historia, creyendo que tienen algo especial (un pañuelo de Elvis, un brasier de Marilyn). Por ejemplo, si se perdiera nuestro anillo de matrimonio, y lo remplazáramos por otro igual, a pesar de que fueran imposibles de distinguir, nos parecería que este último no contiene en su esencia la historia y el significado, tal como si Ir a contenido >>


Portrait No. 29 (Double Exposure: Full face and Profile), Victor Obsatz, 1953

Ir a contenido >>

107


estos aspectos fueran algo que está dentro del objeto y no en nuestra mente. Ahora bien, el caso es que la emoción estética ante algunas obras de Duchamp, como la Fuente, un orinal de segunda mano, firmado por el desconocido R. Mutt, no debería variar, ya se tratara del original o de una copia idéntica; pero como somos animistas, sí lo hace, y sustancialmente, debido a que sabemos quién es su autor y conocemos la novelesca historia del objeto. Las obras de arte, incluso las que no son únicas porque pertenecen a una serie, son percibidas como piezas únicas (para aumentar este efecto, los artistas las numeran). Lo más valioso de las obras de Duchamp no son ellas en sí mismas, es el revolcón que produjeron en el reino del arte, pues obligaron a los estudiosos y críticos a redefinir lo que debería ser aceptado como una obra de arte.

El contexto

En 1913, Duchamp sabía que en la pintura tradicional no había ningún tabú, nada por descubrir; que el impresionismo había agotado sus posibilidades; el cubismo era bastante académico y estático, y no le interesaba; y el futurismo no tenía futuro, era solo un sueño ideal de la época. Desde 1908 se gestaba en Europa el movimiento Dadá o dadaísmo: un movimiento anarcoindividualista —que casaba muy bien con la personalidad de Duchamp—, que llamaba a desprenderse de todas las convenciones y reglas, y clamaba por la supremacía del yo, la que jerarquiza, cuantifica y vuelve importante cualquier capricho individual. Los tres moscarteros, Man Ray, Picabia y Duchamp, compartían la misma meta: hacer antiarte, ser irónicos frente a la realidad y las tradiciones, burlarse de lo establecido y hacer todo lo posible porque sus obras y actos fueran en contra de la Institución del Arte. La gran ironía es que 40 años más tarde, la misma Institución que ellos aborrecían modificó sus paradigmas y bautizó como obras maestras lo que ellos tres habían deseado que fueran lo opuesto: antiobras; y, además, los caminos que encontraron para irse en 108

contra de la tradición se volvieron moda, uno de tantos “ismos”, tendencias o estilos artísticos. Debe ser una pesadilla que uno trate de hacer un chiste y todo el mundo se lo tome en serio, que uno invente un acto para insultar, y sea emulado hasta convertirse en respetable corriente. Todavía, cien años después, muchos artistas quieren crear arte haciendo “antiarte”.

El antiarte de Duchamp

Que las obras de Duchamp no le parecieran a la gente objetos artísticos era lo esperable, pues tampoco lo eran para Duchamp. Ahora él es un personaje fundamental en la escena del arte occidental porque sus obras son para los críticos “obras maestras”. ¡Qué paradoja! La gente por fuera del mundo del arte ve sus obras como una farsa y, en el mejor de los casos, como juegos irónicos o chistes desafiantes. Su Monalisa con bigotes (1919) tiene escritas las iniciales L. H. O. O. Q., un homófono de “Elle a chaud au cul”, que en español significa: “Ella tiene el culo caliente”; la hizo para burlarse de la homosexualidad de Leonardo Da Vinci. Sus famosos ready-mades (la traducción es: ya hechos) muestran su intención de no hacer; y él mismo lo dijo: “el acto de elección de un objeto del mundo es como un acto de creación” (entrevista de la BBC, 1968). Los objetos que nos rodean son obras de arte, según Duchamp; solo hay que retomarlos y mirarlos de nuevo, presentarlos de nuevo, con otra expectativa. Para demostrarlo, escoge una rueda de bicicleta, la pone sobre un taburete (1913) y de esta manera crea uno de sus más famosos ready-mades. Cuando en 1917 Duchamp mandó al Salón de los Independientes otro objeto, en esta oportunidad, un orinal, causó un gran escándalo. A pesar de que la consigna del salón era que el artista fuera quien definiera lo que era arte, y que por esa sola razón la obra tenía que ser exhibida, los directores del salón la vetaron. Y cuando Duchamp hizo la obra La novia desnudada por sus solteros (1915-1923), llamada también Gran vidrio, introdujo en el arte nuevas posibilidades

Ir a contenido >>


con características trasgresoras: la inclusión del lenguaje escrito como parte de la obra (esta viene con un manual incomprensible), el hecho de dejarla inconclusa (después de trabajar en ella ocho años, una obra relativamente fácil de hacer, la abandonó, así, sin más) y la inclusión del azar en el acto creativo: el vidrio se partió y a él le pareció bien no cambiarlo. “Soy lo bastante fatalista para aceptar lo que venga”, dijo (entrevista de la BBC, 1968). Y con esto hizo tambalear el valor de la planeación y el de la ejecución total en la obra de arte, además de que puso en entredicho la importancia de la “intención” del artista con la misma.

La personalidad

No todos los artistas logran la notoriedad de Duchamp. Desde que llegó a Nueva York fue tratado como un actor de cine, como una verdadera estrella; lo buscaban incesantemente para entrevistarlo. En el mundo del arte y en el de los neoyorkinos ricos se le rindió pleitesía. Nada fascinaba más a los estadounidenses de esa época que el aspecto sofisticado y glamuroso de los franceses. Con el carisma se nace, y Duchamp poseía ese Je ne sais quoi que reconocemos sin la intervención de la razón. Cuando esto ocurre, cada gesto que la persona hace es tenido en cuenta, y cada palabra, escuchada con atención. Además, él era libre y escurridizo; libre de verdad, sin poses, pues no buscaba el aplauso ni necesitaba la admiración ni la aprobación de nadie. Lo colmaban de amor, porque desdeñaba el amor. Hay personas que nacen con tendencias a ser librepensadoras, que no se someten a las reglas impuestas por la sociedad, por la tradición, que son capaces de romper con su educación, con lo establecido, y de modificar el entorno. Cuando caen en una sociedad intransigente van a la hoguera, pero cuando lo hacen en una sociedad tolerante influyen sobre ella. Duchamp no albergó ningún plan de conmover la conciencia del mundo; atrevido y trasgresor, se trasladó de Francia a Estados Unidos, justamente en el momento en que la sociedad estaba preparada para

recibir con los brazos abiertos a los nihilistas, a los trasgresores y a los iconoclastas. Comparemos momentáneamente a los dos artistas del siglo xx más reconocidos por la crítica: Duchamp y Picasso. Mientras que el español era una máquina de producción pictórica y escultórica, el francés hacía con parsimonia uno que otro gesto artístico. El español hacía todo lo que era posible; agotaba las posibilidades de la pintura, la escultura, el grabado y la cerámica (trabajó hasta los 92 años); el francés dejaba de hacer todo lo que podía, y en cambio se burlaba del arte recogiendo objetos ya hechos y proponiéndolos como antiarte. Duchamp muy pronto abandonó la pintura, luego trabajó un poco hasta 1915, y no hizo nada después de 1923 (tenía 36 años). Con ironía, se podría decir que si Picasso agotó las posibilidades de las bellas artes, Duchamp las llevó a su fin.

Duchamp no albergó ningún plan de conmover la conciencia del mundo; atrevido y trasgresor, se trasladó de Francia a Estados Unidos, justamente en el momento en que la sociedad estaba preparada para recibir con los brazos abiertos a los nihilistas, a los trasgresores y a los iconoclastas.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

109


A Duchamp no lo asustaba el fracaso. Cuando le dijeron que sacara de la exhibición cubista su Desnudo bajando una escalera, expresó su sentimiento de no querer pertenecer a ningún movimiento (entrevista de la BBC, 1968). Una libertad como la suya explica el atrevimiento de inventar el readymade. A su hermana, de regalo de matrimonio, le envió por correo desde Buenos Aires las instrucciones para hacer en casa un ready-made: debía colgar con un cordel, de una ventana, un libro de geometría, para que el viento pasara las páginas, y el libro aprendiera tres o cuatro cosas de la vida. La obra se llamaba Readymade desdichado. Duchamp pareció poner más empeño en ser un gran ajedrecista que en ser un gran artista. Eso puede explicar que le importara tan poco lo que ocurriera alrededor de su obra; por eso aceptaba todas las interpretaciones que le hicieran, y se negó a explicarla. Siempre le pareció que lo más creativo artísticamente eran las interpretaciones de los críticos y de la gente, pues imaginaban mucho más de lo que él era capaz. A pesar de su fama, Duchamp no pudo lograr el éxito durante su vida activa como artista; sin embargo, sus gestos artísticos se quedaron en la memoria de los otros artistas y de los críticos de arte, y cuatro décadas después renacieron y florecieron, como esas semillas que aguardan silenciosas las condiciones ideales para estallar.

El cambio en la definición de arte

El arte es como el color, no está en el objeto, pero depende de las características de este para producirse. También necesita, para poder ser apreciado, unos “ojos” y un aparato cognitivo que funcionen de una determinada manera. El arte no se materializa en un conjunto de objetos o de acciones, sino que incluye una forma de valorarlos, de verlos, de calificarlos, de pensar sobre ellos. Todo el pensamiento occidental sobre el arte posee un mismo origen: la filosofía griega, sobre todo la obra de Platón. Él y Aristóteles indagaron acerca del común denominador de actividades como la música, la arquitectura, 110

la poesía, la pintura y la escultura, y buscaron su relación con la representación y su poder de afectar las emociones. La estética reflexiona sobre las cosas bellas, pero estas pueden estar en el arte o por fuera de este. Todavía la filosofía se mueve alrededor de las definiciones del arte que han imperado desde el siglo xviii. La influencia de Immanuel Kant fue definitiva en la definición del concepto de arte. En el siglo xx, dos filósofos, Arthur Danto y George Dickie, llevaron la batuta en lo que a las definiciones de arte se refiere. Para Danto, una obra de arte puede serlo sin que sus cualidades se diferencien de un objeto común, como ocurre con las Cajas de brillo de Andy Warhol. El arte existe en el contexto que le da ese nombre y valor. Para Danto, el arte no existe sin teoría del arte. Dickie, por su parte, dice que algo es una obra de arte si es un artefacto que posee un conjunto de aspectos, de los cuales uno necesario es que se le haya conferido el estatus de candidato para ser apreciado por alguna persona o personas que actúen en representación del mundo del arte. Para Dickie, ese estatus de candidato a obra de arte no lo da el público, sino el especialista, pues es este quien tiene la autoridad (147). La validación de la obra de Duchamp por la Institución del arte demostró que para merecer el nombre de obra de arte no se necesitaba ni ser bello ni original ni expresivo, ni tener la intención de ser obra de arte ni poseer estilo ni representar algo ni ser auténtico; no se necesitaba ninguna de aquellas cualidades que hasta el siglo xix habían definido los objetos de arte; incluso, después de él, una obra puede pertenecer al mundo del arte y no tener ninguna cualidad, ni siquiera la necesidad de existir. Recordemos que son numerosas las obras “escandalosas”: Yves Klein, cuya exposición El vacío consistió en presentar una galería de París completamente vacía; 1000 horas mirando fijamente, de Tom Friedman, no es más que una hoja en blanco a la que el artista juraba haber mirado durante mil horas; Itziar Okariz, a modo de performance,

Ir a contenido >>


A su hermana, de regalo de matrimonio, le envió por correo desde Buenos Aires las instrucciones para hacer en casa un readymade: debía colgar con un cordel, de una ventana, un libro de geometría, para que el viento pasara las páginas, y el libro aprendiera tres o cuatro cosas de la vida. La obra se llamaba Readymade desdichado. se ha orinado en diferentes espacios públicos; My Bed, de Tracey Emin, es la cama de la artista, rodeada por su ropa interior sucia; 4´33´´, de John Cage, consiste en 4 minutos y 33 segundos de silencio; Vaso de agua medio lleno, de Wilfredo Prieto, es exactamente eso; Caja de zapatos, de Gabriel Orozco, es una caja de zapatos vacía; Jerry Lee Lewis, después de un concierto, prendió fuego a su piano; Alexander Jodorowsky, al final de una presentación para la televisión, partió su piano en pedazos, con un hacha; Sheridan Simove publicó un libro titulado ¿En qué piensan los hombres aparte de sexo?, que, irónicamente, consiste en 200 páginas en blanco. Digamos que Danto y Dickie tenían la razón solo relativamente, pues dejaron por fuera el hecho de que el vulgo juzga, siente, practica y denomina como artísticas ciertas actividades, al margen de la Institución, y lo ha hecho durante su historia, con un cerebro que funciona de una manera muy parecida en toda nuestra especie. La gente atesora piezas porque las considera artísticas, y canta y baila, no importando que para los críticos estas acciones y objetos estén o no en el reino del arte. Ciertamente, las definiciones de Danto y de Dickie solo dan cuenta de una parte mínima del fenómeno. La validación institucional de una obra se da en un nicho social específico. Somos animales sociales y jerárquicos; así que no todo el mundo tiene el mismo poder y

capacidad de influencia en el grupo social. Un chiste o un poco de mierda puesta en una caja de aluminio pueden entrar en el reino del humor o del arte, aun sin poseer aquellas características que valora el cerebro humano común o el de los expertos; basta que alguien con poder así lo haya decidido y haya tenido la suerte de imponerlo. Pero a la larga, la historia del arte muestra que esta categoría no ha sido por completo arbitraria. Por lo regular, las acciones y objetos artísticos que han perdurado en la historia han tenido un denominador común: la excelencia. Aunque la cualidad en sí misma no sea fácilmente definible, podemos pensarla como lo que supera los estándares normales, lo que está por encima del promedio. La mente humana saca todo el tiempo promedios y compara las características de los objetos, presta especial atención, para bien o para mal, a lo que se sale de la norma. Es una economía para el cerebro habituarse a lo estándar, y sentirse atraído solo por lo que lo supera. Incluso, cuando encontramos obras por fuera del contexto de nuestra cultura, como los dibujos de las cuevas de Chauvet o las construcciones antiquísimas de Göbekli Tepe, las metemos en la categoría de obras de arte, porque detectamos en ellas algún tipo de excelencia. Con el ensalzamiento de la obra de Duchamp por parte de los críticos, se quebró el marco referencial en el cual las obras

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

111


de arte existían. Desde entonces, críticos y artistas se han aprovechado de esto para sacar beneficios. El fenómeno Duchamp, una vez más, deja al desnudo una característica de la sicología humana: la sumisión, esto es, la capacidad de seguir y de creer lo que el poderoso decida y desee (las aberraciones de la moda se explican de la misma manera, y si no, ¿cómo entender que la gente encuentre deseable un bluyín roto y pague caro por uno de ellos?). Críticos poderosos logran incluso persuadir a los coleccionistas para pagar sumas absurdas por objetos absurdos. Una obra puede ser considerada artística durante unos años y luego ser olvidada. Y no solo eso, también hay formas de arte que pasan de moda. Como dice el filósofo Félix de Azúa: “La orfebrería, el arte del mosaico, o el tapiz, géneros supremos en tiempos pretéritos, sufren un eclipse milenario. Y el arte de la fotografía nació hace poco. Otros, como la pintura de caballete, continúan sobreviviendo a pesar de su escasa presencia en la teoría del Arte contemporánea” (2000: 15-22). Una obra que nadie considera arte en una época puede llegar a serlo en otra, como ocurrió con la obra de Van Gogh. En últimas, la obra empezará a serlo en virtud, no de sus características intrínsecas, sino de sus características relativas a los otros objetos que hay en el medio, pertenecientes a la misma categoría, contra los cuales será comparada. Nada de esto niega que en algunas obras haya cualidades que el cerebro humano valora como extraordinarias, por hermosas, por elevadas intelectualmente, por importantes en su función o en su valor político, por placenteras, por escasas y costosas, por improbables de imaginar, de crear, de hacer. El cerebro humano, en su cableado, posee instrucciones para calificar y categorizar los artefactos del mundo, y resuena de la misma manera ante ciertos objetos, como si estos señalaran que se ha llegado a los límites de alguna capacidad humana. Pero en ese mismo cableado está la obediencia, el miedo a contravenir a los poderosos, el 112

deseo de pertenecer a las élites, y entonces somos capaces de aceptar lo absurdo, de seguir las modas por aberradas que sean. Un objeto artístico es exitoso cuando perdura a lo largo del tiempo por la acción de los entes selectores (conformados, tanto por la gente común, como por los críticos). Y su importancia va a fluctuar dependiendo del valor relativo de la obra respecto al entorno en el cual está situada. No obstante, se puede predecir que si ha pasado mucho tiempo, y la obra no ha perdido valor, lo más probable es que su valor no solo no se pierda, sino que aumente. Pero cien años no son nada, ni es feliz la mirada del vulgo ante la obra de Duchamp. Para los “iniciados” y expertos del mundo del arte, que es cada día más pequeño, pues se ha ido disminuyendo en virtud de sus atrocidades, probablemente seguirá importando y teniendo valor; también porque a la historia pasan, tanto los que construyen como los que destruyen, y a Duchamp se le recordará como el más importante instigador y cómplice de la muerte del arte. Ana Cristina Vélez Caicedo (Colombia) Diseñadora industrial y magíster en Historia del Arte de la Universidad de Antioquia. Fue profesora en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia y directora de la revista Artes, la Revista, de la misma facultad. Investiga y escribe sobre temas de arte. Tiene un blog que alimenta semanalmente en El Espectador, Catrecillo. Dedicó varios años a la escultura, la pintura y el dibujo. Es autora de Homo artisticus. Una perspectiva biológico-evolutiva (Editorial Universidad de Antioquia, 2008); Creatividad e inventiva. Retos del siglo xxi (en coautoría con Antonio Vélez, (Editorial Universidad de Antioquia, 2012); Pensamiento creativo (en coautoría con Antonio Vélez y Juan Diego Vélez, Villegas Editores, 2010); Neuróbicos. Los caminos del razonamiento (en coautoría con Antonio Vélez y Juan Diego Vélez, Editorial Universidad Nacional de Colombia, 2016). Este año saldrá su nuevo libro, Los invisibles de lo visible. La imagen explicada (Editorial Universidad de Antioquia). Referencias Azúa, Félix de (2000). Yo diría que… Revista Archipiélago, Cuadernos de Crítica de la Cultura, N.° 41 (abril-mayo). Madrid, 15-22. Duchamp, Marcel (1968). Entrevista de la BBC. https:// www.youtube.com/watch?v=Bwk7wFdC76Y Levinson, Jerrold (ed.) (2003). The Oxford Book of Aesthetics. New York: Oxford University Press.

Ir a contenido >>


Tejido de punto Sol Astrid Giraldo E.

E

l dibujo está de fiesta. Su reciente profusión en exposiciones, bienales, galerías, museos, festivales, investigaciones y producciones editoriales deja en evidencia que ha sobrevivido en nuestros tiempos iconoclastas a las sospechas que han caído sobre otras técnicas tradicionales. En la actualidad, se ha liberado de su destino de soporte anónimo de la obra terminada, para convertirse en sí mismo en un protagonista. Quizás porque, paradójicamente, su esencia milenaria se conecta con la característica procesual de las prácticas artísticas contemporáneas. Es asumido ahora, igual que ayer, como un acto mental y manual, inmediato, formal, sintético, develador, esencial. De esta manera se manifiesta tanto en la vibrante escena europea como en las hojas rayadas de dibujantes del medio local, donde ha adquirido una importante visibilidad, debido a motores tales como el Taller 7, La Estampa y el taller del maestro Óscar Jaramillo, entre otras experiencias, que han incidido en su calidad, producción y circulación.

Ir a contenido >>


Este año, cuando Colombia está reforzando sus puentes artísticos con Francia, quisimos hacer un ejercicio curatorial entre los dibujantes de aquí y de allá, un tejido realizado por la punta de un lápiz a través del océano y las fronteras. Tomamos como uno de los hilos de la trama algunos de los mejores dibujos que han participado en

Konrad, Portrait de Vincent K, 2016-2017, bolígrafo sobre papel.

Drawing Now, el proverbial festival realizado desde hace más de una década en París y termómetro confiable de los vientos que por allí soplan. Y los tejimos con algunos hilos locales, entre los que se dan nudos y desanudamientos, encuentros y desencuentros. El dibujo francés, por ejemplo, tiene tendencias políticas, satíricas o metafísicas, no siempre presentes en nuestros dibujantes silenciosos, mucho más empeñados en la problematización del soporte, la exploración de los límites de su práctica y en radiografiar los leves resquicios cotidianos. Sin embargo, de un hilo al otro, se reafirman los presupuestos del dibujo contemporáneo: su ausencia de retórica, su inmediatez, autonomía, subjetividad y capacidad de recurrir al vocabulario clásico para aventurarse en los enunciados de la actualidad. Una época atravesada por el malestar en la cultura, la entropía, la disolución; desbordada por la acumulación, el exceso, los detritos y caracterizada por la hibridación mental y técnica. Panorama al que se responde desde el dibujo con fuerza, contundencia, imaginación, humor. Y, sobre todo, libertad, esa a la que acudimos para proponer estas conexiones.

Hiperrealismo al punto

El dibujante francés Konrad, con una hoja y un lapicero, se instaura como retratista de personajes de la escena europea. Figurativismo, hiperrealismo, gozo declarado en la mímesis y en la exhibición de una técnica magistral. De este lado del mundo, Juan Diego Trujillo, con un dominio igual de soberbio, también está interesado en diseccionar los dramas de la interioridad cuando se encarnan en los rostros. Konrad complejiza a los famosos buscando su lado profundo en los intersticios del brillo de su apariencia. Juan Diego, por su parte, rastrea a los cuerpos que no importan, los desechados, los marginales, los ancianos, buscando su brillo en los intersticios de las sombras del olvido. << Juan Diego Trujillo, Abuelo, 2015, crayola y tiza pastel sobre papel.

114

Ir a contenido >>


Agnès Thurnauer, Autoportrait into abstraction #3, 2014, crayolas de color sobre lienzo.

César del Valle, Retratos III, 2008, lápiz, polvo de grafito sobre papel.

Identidades de papel

Este autorretrato de Agnès Thurnaer y el dibujo de César del Valle están atravesados por un gesto iconoclasta. A pesar de su virtuosismo, ambos se vuelven contra la ilusión óptica y la confianza en la representación. Plantean dibujos miméticos solo para subvertirlos desde los mismos recursos del lenguaje. El papel y el lápiz no podrán ya confirmarle la identidad a un sujeto contemporáneo que la ha perdido en las múltiples zanjas de un mundo inacabado, inestable, al borde. Como se encuentran estos dibujos ambiguos, en los que el cuerpo no logra reposo ni confirma su realidad. Lo dicen claramente: el cuerpo no es una evidencia, sino un discurso y una representación.

<< Stéphane Mandelbaum, Goebbels circa, 1980, carboncillo sobre papel.

La insolencia del trazo

El dibujo académico que buscaba los contornos y límites fijos y estables, que medía y confinaba la forma, la emplazaba, modelaba y fijaba con líneas uniformes, claras, rítmicas y fluidas explota en la insolencia y fuerza de los trazos quebrados de estos dos dibujos. En ambos hay un remanente de retrato que se deshace por la violencia de las necesidades expresivas. La figura y la imitación literal son desmanteladas por comentarios al margen desestabilizadores y entrópicos. Más que de líneas, se trata de acciones ejercidas enérgica y físicamente por los dibujantes sobre el soporte, de las que quedan estas marcas-huellas fragmentadas, sin lugar, erráticas. Ir a contenido >>

<< Ómar Ruiz, sin título, 2014, crayola y técnica mixta sobre papel. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

115


Thomas Léon, Unidentified Space Station, 2015, grafito sobre papel. Jorge Gómez, grafito sobre papel.

La ciudad como drama

Agathe Pitié, Le grand complot, 2012, tinta sobre papel.

El despojamiento y la austeridad del lápiz y el papel enfrentan en estas dos obras el complejo hecho urbano. Las ciudades no son los aglomerados arquitectónicos dispuestos en trazados racionales y operativos que soñó el modernismo. No son mansas, planas ni estáticas. Léon y Gómez las asumen en estos dibujos desequilibrados en sus contradicciones, densidad y cinetismo. Superposiciones de trazos, perspectivas en fuga, capas yuxtapuestas, geometrías que se vuelven contra sí mismas, nos traen más que un reflejo especular y pretendidamente neutro de la urbe, la sensación subjetiva de su inasibilidad. Seres vivos que respiran y buscan las alturas mientras se hunden en el barro. Un dibujo dramático, y tan intrincado como las mismas urbes, les toma aquí su pulso y su fiebre.

Horror vacui

Camilo Restrepo, Any september is a black, 2016, tintatécnica mixta.

116

Los dibujos de Pitié y Restrepo son tan abigarrados como el mundo en el que viven. El espacio ha colapsado y la historia se ha convertido en un gran vertedero de ruinas culturales. Las formas también han caído. Pitié mezcla mitología medieval y arcanos con cómics, gánsteres y soldados en un universo asfixiado, sin categorías, puntos cardinales ni aire. El agujero de Restrepo también es invadido por cómics, solo que estos se han lumpenizado y deben pelear con mafiosos, codo a codo, pistola a pistola, su centímetro de lugar para no desaparecer Ir a contenido >>


en el caos del lugar y del espacio impugnado de la representación. Ellos también son mitos, aunque no precisamente de la Edad Media. Vienen de la urbe, del desorden social y de las orgías mediáticas. En estos trabajos está presente tanto el horror al vacío de la sensibilidad neobarroca de nuestros días, como un vacío lleno del horror contemporáneo. Líneas delirantes, excesivas, insistentes, maniáticas, enredadas, dan cuenta de ello.

Surrealismo en la punta

De un hilo al otro, se reafirman los presupuestos del dibujo contemporáneo: su ausencia de retórica, su inmediatez, autonomía, subjetividad y capacidad de recurrir al vocabulario clásico para aventurarse en los enunciados de la actualidad.

Si el dibujo puede seguir los meandros del caos social, también tiene la capacidad de remover, con un gesto escueto y contundente, el sentido común, las categorías mentales aprendidas y las percepciones ortodoxas del mundo. Así, si se lo propone, puede utilizar en un sentido contrario el aparataje que ha desarrollado para imitar la realidad cuando ha pretendido ser su reflejo y espejo. Pinard y Layos crean una irrealidad procaz y juguetona, para mostrarnos los límites de la representación y el grado de ficción que siempre conlleva.

La levedad y el silencio

El dibujo contemporáneo puede imitar, quebrarse, mentir, complejizarse, denunciar, exhibirse, politizarse, cargarse, vociferar… Pero también puede callar y hacerse leve en su grado más extremo. Esta es la sutil propuesta de Asse y Rivera, donde el dibujo se despoja de toda pretensión o peso para recuperar su escueta naturaleza de línea muda. Simplemente una idea, un señalamiento, un esencial y mínimo poema…

Sol Astrid Giraldo E. (Colombia) Filóloga con especialización en Lenguas Clásicas de la Universidad Nacional y magíster en Historia del Arte de la Universidad de Antioquia. Investigadora, curadora y crítica de arte. Ha participado en proyectos editoriales y curatoriales para el Museo de Antioquia, el Museo de Arte Moderno y el Centro de Artes de la Universidad Eafit. Colaboradora de revistas nacionales y latinoamericanas. Autora de libros y catálogos de arte.

Gillaume Pinard, sin título, 2011, tinta sobre papel.

Andrés Layos, De cabezas, 2010, lápices sobre papel.

Geneviève Asse, sin título, 2012, aceite y lápiz conté sobre papel.

Mauricio Rivera, Los movimientos del corazón, 2015, video, trazo.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

117


118

Ir a contenido >>


la actriz herida

Romy Schneider

La mirada de Ulises

Juan Carlos González A.

Hace 35 años falleció la actriz austriaca Romy Schneider, una de las intérpretes más hermosas, talentosas y trágicas que ha tenido el cine europeo. Siempre quiso ser la mejor, siempre quiso ser amada. Pero ante todo fue una víctima.

Ir a contenido >>

119


No soy nada en la vida, pero lo soy todo en la pantalla Romy Schneider

N

adine es una actriz de serie B, de pornos baratos y cine de explotación. Ahora está rodando uno de esos filmes donde abundan la piel desnuda, la violencia y la sangre. A horcajadas sobre un hombre moribundo y completamente ensangrentado, se le ordena que le diga que lo quiere y que después —excitada por la sangre— tenga sexo con él. Nadine, vestida apenas con un negligé de seda, no logra superar el absurdo de la escena y los gritos de una directora que le recuerda que para eso le pagan. Confundida y abochornada, Nadine ve a lo lejos un intruso, un fotógrafo que se ha colado en el plató y que la está fotografiando subrepticiamente. Quebrándose, le dice casi como una súplica: —No saque fotos, por favor. Soy actriz, sé hacer cosas buenas. Esto lo hago para comer. Así que no saque fotos. Por favor. No saque fotos. Nadine llora, el maquillaje oscuro alrededor de sus ojos y sus largas pestañas artificiales confabulan para dotar su rostro de un rictus conmovedor. Es una mujer que ha sentido vergüenza de lo que hace y no quiere que alguien la ponga en evidencia más allá de los confines de un rodaje. Nadine es el centro de Lo importante es amar (L’important c’est d’aimer, 1975), del polaco Andrzej Zulawski, un filme que juega al esperpento y al exceso para resaltar aún más la sordidez de la existencia de Nadine. Romy Schneider le da rostro, cuerpo y voz a ese personaje triste, pero asombrosamente digno en medio del caos en que vive. ¿Qué tanto de Nadine era Romy Schneider en ese momento? ¿Qué tanto de su vida logró Zulawski trasladar a la pantalla? ¿Qué tanto quiso Romy dejarse ver detrás de ese personaje, que era —precisamente— una actriz?

120

El papel de Nadine, con tamaña desolación existencial, era un reto para Romy Schneider, pero en realidad no era el primero. Venía de participar en el debut de Francis Girod como director, interpretando a Philomena en El trío infernal (Le trio infernal, 1974), una brutal comedia negra en la que representa a una inescrupulosa mujer que se une a Michel Piccoli y a Mascha Gonska para seducir, casarse y luego asesinar a hombres para cobrar el respectivo seguro. Philomena era una arpía codiciosa y Nadine una actriz infeliz y de poca monta, nada pero absolutamente nada que ver con la Romy Schneider que entre 1955 y 1957 tuvo al público europeo a sus pies, al interpretar a la emperatriz Elizabeth de Austria en la trilogía de filmes de Ernst Marischka, llamados respectivamente Sissi (1955), Sissi emperatriz (Sissi - Die junge Kaiserin, 1956) y El destino de Sissi (Sissi - Schicksalsjahre einer Kaiserin, 1957). Con este rol, la joven actriz se convirtió en la novia del público germano, pero, así mismo, la sombra larga, incesante y aprisionadora de ese éxito amenazó con encasillarla para siempre. Casi veinte años después de Sissi, estos papeles retadores en los filmes de Girod y Zulawski eran un grito, un basta ya. “Sissi se me pega como la avena”, se le oyó decir en 1976. Pero haber aceptado esos roles no solo reflejaba rebeldía frente al recuerdo inmarcesible de los filmes de Marischka. Ya previamente Romy había desechado hacer una cuarta parte de la serie, lo cual le generó en su momento la animadversión de los espectadores alemanes y austriacos; además, desde que rodó Amoríos (Christine, 1958), de Pierre Gaspard-Huit, y allí conoció a Alain Delon, del cual se enamoró, supo que su destino era Francia y en ese país se instaló junto a su pareja. Residir en París fue la estocada final que marcó su distanciamiento con un público que jamás iba a perdonarle esa traición. Así pues, su lucha contra el encasillamiento actoral no era

Ir a contenido >>


Su lucha contra el encasillamiento actoral no era nueva. Sus papeles de mediados de los años setenta reflejaban ante todo una compleja turbulencia personal, que de alguna forma estaba buscando salida a través del arte.

nueva. Sus papeles de mediados de los años setenta reflejaban ante todo una compleja turbulencia personal, que de alguna forma estaba buscando salida a través del arte. En esos momentos su relación con Delon ya era historia. En julio de 1966 se casó con el actor, productor y director de teatro alemán Harry Meyen y con él tuvo un hijo, David, nacido a finales de ese mismo año. Se instalaron en Berlín y Romy ascendió en popularidad mientras el teatro de vanguardia de Meyen solo obtenía incomprensión. Para 1972 decidieron separarse y empezar una larga batalla legal por la custodia de David. Fue en 1975 cuando legalmente se divorciaron. Este proceso la desgastó: Romy bebía más de la cuenta y se encontraba demasiado frágil afectivamente. Fue durante el rodaje de Lo importante es amar que empezó a involucrarse con su secretario privado, Daniel Biasini, con quien se casaría en diciembre de ese año. El 21 de julio de 1977 nació Sarah, la hija de ambos. Lo que hizo Romy Schneider durante los rodajes de El trío infernal y de Lo importante es amar fue entonces un exorcismo personal. Quería borrar su pasado fílmico edulcorado, ponerse en paz con sus fracasos personales y familiares, intentar ampliar sus horizontes histriónicos y dejar de ser el centro de atracción de una prensa ensañada con ella y que no le perdonaba nada. Pero ya Romy Schneider estaba demasiado herida…

Quizá todo empezó mal. Siendo hija de la actriz alemana Magda Schneider y del actor austriaco Wolf Albach-Retty —hijo a su vez de la primera dama de las tablas vienesas, Rose Retty—, Romy parecía estar destinada (¿condenada?) a ser actriz. Había nacido el 23 de septiembre de 1938 en Viena y fue bautizada como Rose Marie Magdalena Albach-Retty. Su primera infancia transcurrió paralela a la Segunda Guerra Mundial e incluso el chalet bávaro de Mariengrund, donde vivía, estaba en las inmediaciones de Berchtesgaden, la localidad en una de cuyas montañas quedaba la Kehlsteinhaus, “el nido del Águila”, casa campestre de Adolph Hitler. Su padre dejó el hogar por otra mujer en 1944, lo que sería la primera derrota familiar de Romy. Magda Schneider quedó sola, en plena guerra y con dos hijos.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

121


Hasta 1953 Romy estaba en un cómodo internado austriaco, pero al salir todo se precipitó: su madre volvió al cine tras 8 años de inactividad y viajó a Múnich para hacer el papel protagónico de Lilas blancas (Wenn der weiße Flieder wieder blüht) de Hans Deppe. Al llegar encontró al director hospitalizado y al productor preocupado, pues no aparecía la actriz que haría el rol de hija de Magda. La actriz pensó en Romy y la hizo llamar para una prueba. A los 15 años, junto a su madre, Romy Schneider debutó en el cine sin saber en realidad si quería dedicarse al arte escénico o al diseño gráfico. Sin poderlo meditar la involucraron en un nuevo rodaje, y antes de que se acabara la década de los cincuenta había aparecido en dieciocho filmes, que incluyen —por supuesto— la trilogía de Sissi, dirigida por el veterano Ernst Marischka, que ya la había tenido a su servicio en Los jóvenes años de una reina (Mädchenjahre einer Königin, 1954) —donde interpretó a la reina Victoria— y en La panadera y el emperador (Die Deutschmeister, 1955). Magda Schneider la acompañó en los cinco filmes de Marischka, pero el protagonismo era de su hija, que se desenvolvía con elegancia en esos filmes de época, donde los papeles de la realeza parecían sentarle muy bien. Rubia, de ojos claros que desaparecían al sonreír, pómulos altos, un rostro finamente alargado, y el encanto natural de su juventud.

A los 15 años, junto a su madre, Romy Schneider debutó en el cine sin saber en realidad si quería dedicarse al arte escénico o al diseño gráfico. Sin poderlo meditar la involucraron en un nuevo rodaje, y antes de que se acabara la década de los cincuenta había aparecido en dieciocho filmes.

122

Es difícil de explicar a la distancia el fenómeno de Sissi. Marischka había hecho con ese mismo tema una opereta en los años treinta, pero en los nuevos filmes tenía los recursos del cine a color, los decorados y el vestuario para contar la historia de la joven emperatriz Elizabeth y su esposo, el emperador Francisco José de Habsburgo (que en la pantalla interpreta Karlheinz Böhm). El relato está idealizado y es muy romántico; es demasiado optimista y festivo, no se apela a la historia estricta, sino al recuerdo grato. Incluso los problemas de Estado —Sissi visita Hungría y sus buenos oficios evitan un conflicto— o de salud —una tuberculosis— son superados sin muchos obstáculos. Hubo una sintonía inmediata entre el público austriaco y germano con esta mujer y estos largometrajes. Solo la primera de las películas contó con una taquilla de entre 20 y 25 millones de espectadores. Romy era la princesa del cine alemán y nada iba a impedir que ese romance entre el personaje y el cautivado público continuara. Nada ni nadie, ni siquiera Romy Schneider. La actriz se dio cuenta del peligro de encasillarse para siempre y de no poder desprenderse nunca del personaje. Hizo las otras dos partes —había presión de parte de su familia, por una oferta económica irresistible—, pero rechazó una cuarta parte. El mundo cinéfilo y las revistas y medios del espectáculo se le echaron encima, traicionados en su amor. Pero Romy fue inflexible, no le importaba pasar de la idolatría al desprecio o a la ignorancia: para ella lo que importaba era su carrera y lo que sentía por Alain Delon, el joven actor francés con el que coincidió en Amoríos. Francia y los años sesenta la esperaban. Para ella, esa nueva década estuvo marcada profesionalmente por dos nombres: Delon y Visconti. El primero le presentó al segundo en Italia, a donde la llevó para que lo acompañara al rodaje de Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960) y allí conociera al director, el maestro Luchino Visconti. Este al principio no le dio una bienvenida cálida a una mujer que tenía a

Ir a contenido >>


Sissi como el mayor de los triunfos de su carrera, pero ella logró conquistarlo, a tal punto que consiguió lo impensable: que Visconti la dirigiera a ella y a Delon en una obra teatral en París, la adaptación de Lástima que sea una puta, del inglés John Ford, un drama del siglo xvii. Pese a que se sentía insegura de su dominio del idioma francés, Romy se dedicó a sacar adelante este proyecto bajo la vigilancia implacable de Visconti. El drama se estrenó el 29 de marzo de 1961 y tuvo 120 exitosas representaciones. Al terminar sus compromisos teatrales, Visconti le tenía una sorpresa: ser la coprotagonista del segmento de Boccaccio’70 (1962) que iba a dirigir, un filme colectivo en el que también intervendrían como directores Vittorio de Sica, Federico Fellini y Mario Monicelli. Su segmento —un mediometraje— se llama El trabajo (Il lavoro) y está inspirado en la novela Junto al lecho (Au bard du lit) de Guy de Maupassant y en la novela corta La señorita Else de Arthur Schnitzler. Romy sería Pupe, la esposa del conde Ottavio (Tomas Milian), un playboy que ya no logra escapar de los paparazis y de los escándalos en las primeras planas de la prensa sensacionalista por su afición a las mujeres. Pupe es muy adinerada y su padre le puede cortar a Ottavio el acceso a sus cuentas. El conde trata de minimizar ante su esposa los últimos escándalos, pero ella —vestida de Chanel— le tiene una curiosa propuesta. Ha salido de su casa y se ha ido a buscar a las prostitutas y las damas de compañía que su marido frecuenta; ahí se ha enterado de muchas cosas que ahora quiere aprovechar. “Te amo hoy porque mi melancolía se parece a eso”, le escribe a su esposo, a ver si se da cuenta de la tremenda necesidad de afecto. Romy Schneider perfectamente podría haber sido la autora de esas palabras. El trabajo fue un éxito dentro de Boccaccio’70 y sacó a flote un aspecto perverso de la personalidad de la actriz. Mucho se ha rumorado sobre la supuesta relación íntima entre Delon y

Visconti y cómo eso fue lo que terminó por resquebrajar lo que el actor tenía con Romy. La pareja se separó definitivamente en 1964, luego de que ella trabajara para Orson Welles en El proceso (Le procès, 1962) y regresara de una breve y poco productiva etapa en Estados Unidos, donde lo más destacado que hizo fue El cardenal (The Cardinal, 1963) para Otto Preminger. Su permanencia en América quizá explique por qué los directores de la nueva ola del cine francés no la incluyeron en sus filmes. Curiosamente, volvería a trabajar con Alain Delon terminando los años sesenta —estaba semirretirada por la maternidad— en una popular cinta de Jacques Deray, La piscina (La piscine, 1969), donde Romy expone una sensualidad inédita, tan fresca como inquietante. Nunca antes ni después se le vio tan hermosa como acá.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

123


A las órdenes de Visconti volvería en 1973 para recrear un papel que ella jamás pensó hacer de nuevo. Solo un cineasta que ella apreciara tanto iba a conseguir que volviera a interpretar a la emperatriz Elizabeth de Austria, a Sissi. La película es Ludwig (1972), la historia del rey de Baviera, Luis II, primo de Elizabeth. Pero esta emperatriz según Visconti no es la soberana sonriente, optimista y colorida de los filmes de Marischka. Esta le cuenta a su primo, cuando se encuentran en el balneario de Bad Ischl:

simple, 1978). En cada nuevo largometraje juntos era indudable la camaradería y el buen ambiente que se suscitaba entre ambos. La actriz demandaba mucha atención, pero Sautet siempre estaba para ella. En esos filmes salía a flote la coquetería de Romy, su naturalidad y desparpajo, así se tratara de dramas en los que muchas veces ella quedaba sola. Sobre su estilo como actriz, dos de sus biógrafas anotan: Romy Schneider representa un ideal que no hay que trastornar. A la frialdad hitchcockiana y poco representativa de una Catherine Deneuve, ella opone una sensibilidad carnal que la hace única para los espectadores. Ha tomado el relevo de la mejor época de Annie Girardot, cuando ésta era la heroína habitual de Cayatte. Se va a ver a la Schneider para emocionarse, aunque para ello no intervenga en absoluto el factor sorpresa. Y esto no es más que una constatación que no cuestiona en absoluto el talento de Romy Schneider (Arnould y Gerber, 1986: 97-78).

No añoraba ni a mi familia. Tenía mucho que hacer: querer a mi marido, antes de darme cuenta de que él buscaba amor en otro sitio; conquistar a mi suegra, antes de darme cuenta de que era una mujer odiosa que me quitaba el derecho de educar a mis hijos, quienes, en manos de generales y curas, pasaban a ser unos extraños. Hasta que descubres que aquella casa es un palacio tétrico y siniestro.

¿Qué fue de Sissi? ¿Por qué este desencanto? Visconti la viste de negro, la hace calculadora y egoísta, la rodea de amantes, de escándalo, de poder. Es ella misma la que le dice al rey Luis, más tarde, en una filosísima conversación: “Yo te sirvo para imaginarte un amor. No puedes estar solo. Yo debería ser tu amor imposible y dar, así, una justificación a tu conciencia. No puedo ayudarte”. Es un personaje interesantísimo, mucho más complejo que las fantasías nostálgicas de Marischka, mucho más real. Solo coincidían en la belleza deslumbrante de la actriz. Los años setenta supusieron el retorno de Romy Schneider a su mejor forma. Fueron veintidós los largometrajes que estelarizó, y así como en la década previa tuvo en Delon y en Visconti a sus guías, acá fue el director Claude Sautet (19242000) su brújula artística. Juntos hicieron cinco exitosos filmes: Las cosas de la vida (Les choses de la vie, 1970), Max y los chatarreros (Max et les ferrailleurs, 1971), Ella, yo y el otro (César et Rosalie, 1972), Mado (1976) y Una vida de mujer (Une histoire 124

Ella sin duda se sentía cómoda —y el público también— en esos roles para Sautet. No se imagina uno a una actriz norteamericana en esos filmes, era ella con su sensibilidad europea la persona perfecta para interpretarlos. En esa década también colaboró con Joseph Losey en El asesinato de Trotsky (The Assassination of Trotsky, 1972), de nuevo junto a Alain Delon; con Pierre Granier-Deferre en El tren (Le train, 1973) y con Robert Enrico en El viejo fusil (Le vieux fusil, 1975). Hay en Ella, yo y el otro un monólogo que Romy pronuncia en off. Es la carta que le envía a uno de los hombres de su vida. Ahí le dice: “no me duele tu indiferencia, solo los nombres que le pongo. Enfado, olvido… César siempre será César y tú siempre serás David, que me guía sin llevarme, me sostiene sin tomarme, que me ama sin quererme”. Romy Schneider quería un hombre así para su vida, un amor que le diera paz y sosiego. Pero nunca lo tuvo, solo tuvo

Ir a contenido >>


momentos de felicidad. Pese a su prestigio y a su belleza siempre fue una mujer insegura, dependiente y frágil que se refugiaba en la bebida para sentirse más tranquila con ella misma. Su padre murió en 1967, su primer esposo Harry Meyen se suicidó en 1979, se divorció de Daniel Biasini luego del estreno de Fantasma d’amore (1981) de Dino Risi. Nada ni nadie parecía durar lo suficiente en su vida. Ni siquiera su hijo David, fallecido absurdamente el l5 de julio de 1981, a los 14 años, al clavarse una punta de metal al intentar escalar una reja de la casa de su padrastro. Un golpe inverosímil y definitivo para ella. La depresión, el alcohol, el cigarrillo y la compañía de su nueva pareja, el productor Laurent Pétin, intentaron ayudarla a superar una pena imborrable. Su estado se asemejaba al que describe César cuando habla de Rosalie en Ella, yo y el otro: “está allí pero es como si no estuviera. Hace lo que puede pero no lo que quiere. Está triste. Al principio era como antes. Ahora su sonrisa está vacía. Sale a pasear con la lluvia y eso. Y lo peor es que no hace preguntas. Es como una muñeca de cera”. Asombrosamente, encontró paz en el cine y rodó un nuevo filme, Testimonio de mujer (La passante du Sans-Souci, 1982) a las órdenes de Jacques Rouffio. Pero si su cuerpo respondía al llamado del drama, su alma se extinguía. Romy Schneider fue encontrada muerta el 29 de mayo de 1982 sentada sobre su escritorio. Tenía solo 43 años, pero ya había sido demasiado. Su corazón, herido y exhausto, dejó de latir. Se especula si fue un suicidio, si todo se derivó de supuestos problemas económicos. Ni aún en la muerte tiene sosiego. Entre las miles de imágenes de celuloide que Romy Schneider nos legó, quiero quedarme con dos, ambas del cine de Sautet: una bienvenida y una despedida. La primera vez que la vemos en Las cosas de la vida está desnuda, acostada a la derecha de Michel Piccoli, en una cama que quizá horas antes fue usada para el placer. Ella está boca abajo, solo vemos en la penumbra sus piernas, sus nalgas (las levanta un poco como para que

las apreciemos mejor), su espalda y su cabello rubio. Es la imagen de la sensualidad, es una invitación a quedarnos junto a ella, a amarla. La despedida es la imagen final de Max y los chatarreros: todo ha concluido y la cámara la enfoca en un plano medio. Atrás hay bullicio, gente que habla y comenta. Ella está sola, mirando hacia nosotros, hacia el infinito, sumida en la tristeza y en la confusión. Es Romy, no su personaje. Es ella, la actriz cien veces herida, la que se va. La que todos dejamos que se fuera. Juan Carlos González A. (Colombia) Médico especialista en microbiología clínica. Profesor titular de la Facultad de Medicina de la Universidad Pontificia Bolivariana. Columnista editorial de cine del periódico El Tiempo, crítico de cine de las revistas Arcadia y Revista Universidad de Antioquia, y del suplemento Generación. Actual editor de la revista Kinetoscopio. Autor de los libros François Truffaut: una vida hecha cine (Panamericana, 2005), Elogio de lo imperfecto, el cine de Billy Wilder (Universidad de Antioquia, 2008), Grandes del cine (Universidad de Antioquia, 2011) e Imágenes escritas, obras maestras del cine (EAFIT, 2014). Referencias Arnould, Françoise y Françoise Gerber (1986). Romy Schneider, una vida quemada. Barcelona: Ultramar Editores, 1986, p. 97-98

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

125


La consolidación de un gran narrador colombiano

Si bien J. no sufre parálisis de ninguna parte de su cuerpo, su cerebro queda literalmente esparcido en mil pedazos. Sumido en la alexia (incapacidad de reconocer los signos escritos) y la afasia (pérdida del sentido del habla) durante casi doce meses, a tientas, en medio de la oscuridad del lenguaje, trata de atarse a la vida, mientras es acompañado por las manos amorosas de tres mujeres que vigilan su retorno a la realidad: Constanza (su hija), Adriana (su hermana) y Mónica (su novia). El progresivo anclaje en el presente es brutal. No hay recuerdos; no hay emociones; no hay identidad. Cada cosa exige volver a ser nombrada; la lengua hablada, progresivamente, permite inferir la situación personal, que no es otra que la del Segismundo calderoniano: … si esto es nacer, solo advierto este rústico desierto donde miserable vivo, siendo un esqueleto vivo, siendo un animado muerto… (La vida es sueño, Jornada 1, escena 2)

29 cartas. Autobiografía en silencio Julio Paredes Babel Libros Bogotá, 2016 280 p.

D

urante doce meses, un hombre que ha sufrido un accidente cerebrovascular y ha perdido la memoria a largo plazo escribe veintinueve cartas a una mujer que nunca le contestará, con la única intención de recuperar su identidad, reconocer que tiene un lugar en el mundo y descubrir que la memoria lo liberará. En un exigente ejercicio narrativo —a medio camino entre el relato breve, la correspondencia autobiográfica y las memorias ficcionales—, Paredes introduce al lector en un infierno íntimo, desolador. J., un reconocido profesor universitario nacido en Bogotá, experto en lingüística, viaja a Budapest para dar una conferencia y buscar información sobre un autor que lo subyuga (el gran diarista alemán Victor Klemperer). Nada de esto se cumplirá, pues una isquemia cerebral lo dejará inerte, casi muerto, a más de diez mil kilómetros de su casa. Resulta que hoy hace exactamente tres años sufrí un colapso que me lanzó, con un certero manotazo, a un territorio mental desconocido. Un nuevo mundo cerebral en el que no quedó, ni queda, ningún rastro específico del pasado donde estuve y transité por más de cincuenta años (14).

126

Cada una de las cartas que envía J. a Inés (probablemente una mujer que amó) dan cuenta de la progresiva recuperación del yo con el doloroso descubrimiento de que “yo no soy el que fui” (57). Las misivas se centran generalmente en un hecho a partir del cual se disparan las evocaciones. La venta de su biblioteca (incluidos sus libros publicados, que ya no le dicen nada), el encuentro con una indigente muda que lo espera en el antejardín de su casa, el episodio brusco de la piscina cuando siente que se va a ahogar (era un excelente nadador antes) o el paseo a la costa Atlántica para recuperar la visión y el olor del mar, son apenas piezas de un puzle silencioso que se compone poco a poco, muchas veces con desagrado. Descubrir por boca de su hermana que antes era un académico pedante, incluso un marido sin pasión, egoísta, que fue abandonado por su esposa, lo ubican en un nuevo sitio de la realidad, ahora que es un don nadie. J. vive solitario en su casa. Lo visitan su hija Constanza (que es ornitóloga), Ligia, una empleada del servicio respetuosa y callada que lo guía por el umbral de las sombras de la vida cotidiana, y Mónica, su novia, que lo acompaña desde unos meses antes del accidente. Qué hacer si no recuerda cómo era amar a la Mónica de antes y ahora a esta que lo ve con permanente asombro. En la carta 17 ella, al fin, explota:

Ir a contenido >>


Reseñas De repente, Mónica pareció arrastrada por un creciente torrente interno y pensé en su pecho como un dique bajo una presión excesiva. Abrió la boca para tomar aire y empezó por una serie de preguntas que se fueron sucediendo una tras otras otra, como despeñándose entre los dos. ¿Me había olvidado de su mirada y sus ojos verdes? ¿De los términos con los que a veces definía el hecho de haberla encontrado o que usaba para calificar su belleza? ¿De la promesa cercana de una vida juntos? ¿De la manera como la besaba? (84).

A ello se suman las visitas de su antiguo amigo y colega de universidad, Alejandro, al que ya simplemente no reconoce; o los alumnos dilectos que quieren ver al maestro, quien convertido en un ente, apenas saluda con monosílabos. Descubrimos con J., entonces, que el único, en verdad el único, capital real que tenemos en la vida es el lenguaje y su correlato, la memoria de lo que es significativo. No hay subjetividad sin relato, sin pasado. La carta 20 es determinante en el libro porque a partir de ella vemos que es posible que un hombre salga del abismo y se reconstruya, con sus dudas, sus afirmaciones, torpezas y sueños. El profesor empieza sus desprendimientos de ese pasado odioso de vanidades profesionales, de “administrador de la verdad”, pues necesita “recuperar el doble que fue” y alcanzar la “arquitectura mental primordial”. La escritura se convierte en la forma de articular esas esperanzas: estas cartas escritas al viento que permiten ver, maravillosamente, cómo las sinapsis del cerebro se pueden reacomodar y permitir que la luz y la coherencia puedan volver a garantizar un modo de comprender la realidad, las propias emociones, el orden de la vida. Pronto veremos aparecer la esperanza, incluso el humor (el mejor de los avisos de que no estamos muertos). Ha resuelto dar un cambio drástico a su vida y de la primera que obtiene apoyo es de su hija: “Se alegra por mí y le gusta que los dos estemos en movimiento; ella detrás de pájaros y yo de nubes” (264). En efecto, J. se ha propuesto escribir un libro donde predominarán fotos de nubes, a las que acompañará con breves comentarios. Las nubes de Bogotá —sus formas y movimientos— han sido testigo de su dura reconstrucción como ser humano en tres años. Con 29 cartas. Autobiografía en silencio Julio Paredes consolida un estilo y un perfil dentro de los narradores de ficción contemporáneos en Colombia. Centrado desde su ya lejano Salón Júpiter y otros cuentos (1994) en describir personajes con una rica interioridad,

generalmente artistas, científicos, escritores (hombres y mujeres), que buscan afirmarse en entornos degradados y que generalmente dan bruscos virajes a sus vidas para no asfixiarse en la realidad agobiante de la Colombia del conflicto armado, ahora en su último trabajo literario alcanza nuevos logros: crear un personaje sólido, construir una atmósfera de extrañamiento y dolor que el lector percibe en las primeras páginas y mostrar una galería de mujeres que empujan el relato con nuevos matices emocionales. Su prosa, entre tanto, se ha zafado de cierto barroquismo y ahora es límpida, un ejercicio retórico de alto vuelo: un español que no dudo en calificar de cervantino, que vigila su propio impacto y es capaz de exponer en registros sofisticados la realidad que nomina. La crítica ha recibido la obra con aplausos. Catalina Holguín en Arcadia la calificó de “libro honesto y diáfano” y Ana Cristina Restrepo en El Colombiano señaló: “No es un libro de acción, es un libro silencioso, de reflexión, profundamente conmovedor”. Varios listados lo incluyeron como uno de los mejores libros publicados en 2016 (amén de su bello formato, el trabajo cuidadoso de su editora María Osorio, y la presencia de fotos en cada carta que lo convierten en un objeto barthesiano). Si bien Paredes es un escritor insular, de poco impacto mediático, 29 cartas. Autobiografía en silencio no debería pasarse por alto, sobre todo por aquellos lectores maduros, preocupados por el hilo que va del lenguaje a la representación de lo existente, es decir, por aquello que libera a la muerte de su carácter opresivo. Carlos Sánchez Lozano (Colombia)

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

127


El oficio de la observación

Oficios afines Paloma Pérez Sastre Editorial Universidad de Antioquia Medellín, 2016 135 p.

P

aloma Pérez Sastre, profesora de la Universidad de Antioquia, es la autora del libro Oficios afines, publicado en 2016 por la editorial de la misma universidad. También es autora de Antología de escritoras antioqueñas, 1919-1951 (2000) y Como la sombra o la música (2007), y es editora y prologuista de los libros Impresiones de viaje de Isabel Carrasquilla (2011) y Cuentos y crónicas de Sofía Ospina de Navarro (2007). Además, es colaboradora de la Revista Universidad de Antioquia, en la cual ha publicado los artículos que conforman Oficios afines. El tono ligero de estas notas viene acompañado de los hallazgos inteligentes de quien observa la realidad con el doble sentido de querer sacarle provecho. O, dicho de otra manera, con la seguridad de que la realidad no es simplemente lo que uno ve, que hay detrás de ella otro sentido, una superficie que, sin dejar de serlo, esconde otro relato. Como dice María Zambrano en uno de los epígrafes que encabeza uno de los artículos: “Es múltiple la imagen siempre, aunque sea una sola”.

128

Paloma Pérez casi siempre se hace objeto de esa realidad simple a que la vida quiere someternos a menudo, pero en ella se agazapa otra, la que observa y escribe (la que observa para escribir), aunque su rostro no sufre mayores transformaciones. Actúa de manera natural, se deja llevar por los acontecimientos, como si fuera una más de las personas que van y vienen en el flujo interminable de los quehaceres y rutinas del día a día. La primera de las notas está fechada en 2006 y la última en 2015. Y son treinta y ocho en total. Se habrá notado ya que digo notas, y no ensayos ni columnas ni artículos de prensa. Notas. Ese nombre me parece menos pretencioso. Además me queda claro que no tienen nada que ver con los artículos de prensa ni con las columnas de periódicos o de revistas, que están sujetos (están obligados, es más justo decir), casi siempre, a los vaivenes de la realidad política o social del país. Si no, no sirven, en los periódicos y en las revistas no los quieren, necesitan lectores que, a su vez, necesitan las opiniones de los columnistas o de los articulistas para hacerse un concepto del devenir de la política, necesitan de los opinadores de casi todo lo que dicta la actualidad. Y por eso hay columnistas de periódicos y de revistas que sobresalen porque son estrellas, porque mucha gente los sigue, opina como ellos; ellos dicen lo que la gente quiere que digan. Unos son mejores que otros, vale decir, pero todos están atados a los políticos, a los crímenes de los políticos, a las penurias del país, a los desfalcos de los bancos, a las corruptelas de los funcionarios o de los empresarios, a las últimas medidas de los alcaldes o de los gobernadores o de los presidentes. En estas notas de Paloma Pérez, que tienen magníficos referentes —o al menos algunos de los que se me vienen a la cabeza son magníficos—, como Elias Canetti, Alejandro Rossi, Julio Ramón Ribeyro o Germán Arciniegas, no se ve ninguna obligación de ser ni brillantes ni conclusivas con nada. Las acompaña el solo deseo de mostrarnos unas realidades comunes (a veces las imágenes de un viaje, las travesuras de unos gatos amados y caseros, las impresiones contradictorias de una ciudad, las curiosidades de una lectura determinada de una escritora que no conocíamos, o la comparación de un oficio de entrecasa con el elegido destino de escritora, etc.), aunque, como dije al principio, el lector termina detectando que la observación que acaba de leer pertenece a otro orden, distinto al del simple registro de una situación o una realidad determinada, o al de la opinión que quiere ser muy inteligente y muy crítica y que se ocupa, para que valga la pena, de temas

Ir a contenido >>


realmente “trascendentales”. No, aquí, cuando más, existe una suerte de coletilla que remata un tema tratado anteriormente en tres o cuatro páginas; una ironía, una conclusión paradojal o una inocente coda como una joya arrojada al azar. Así, por ejemplo (y ya el lector sabrá después por qué digo lo que digo): “Me habían dicho que no mirara a los gallos, que lo interesante era la gente; que mirara las caras de la gente”, o “Las cosas se van poniendo en su sitio; está claro cuál es la especie chiflada a la que hay que temer”, o “Bueno, los muertos son un misterio. Vaya uno a saber si están en el aire, en el agua, en la tierra, o si ya los teníamos adentro”. Y está el título, Oficios afines, que suscita preguntas desconcertantes porque es una frase trunca al parecer, o que requiere un contexto, dado que sugiere que esas páginas nos van a hablar de oficios parecidos entre sí, de algunas curiosidades en ese sentido. Pero hay uno solo de los artículos que nos dice claramente que hay dos oficios afines: el de lavar ropa y el de escribir. Claro que yo no voy a hablar aquí de eso, no voy a explicar lo que la autora escribe con tanta gracia y con tanta razón, además, acerca de dos asuntos aparentemente tan alejados uno del otro. Una de las páginas más deliciosas de este libro, que no son pocas. Luis Germán Sierra J. (Colombia)

Zapatoca

Momentos Nora Arango Díez Sílaba Medellín, 2016 92 p.

C

1

Silban los chorlitos en el cementerio alemán el sol echa un vistazo entre las tumbas está viva la belleza en la granja de los muertos Gustavo Adolfo Garcés 1

El lado más hondo de la realidad

Poema publicado en nuestra edición No.327. Versión definitiva.

uando tuve este libro en mis manos, sin ningún antecedente sobre él, y al ver, hojeándolo, que se trataba de textos muy breves, pensé que estos podrían ser algo al estilo de los minicuentos o microrrelatos o microficciones que suelo leer en autores como Kafka o Mrosek o Monterroso, o en autores contemporáneos, dado que estos géneros hacen carrera en la actualidad, a veces felizmente. Pero al empezar a leer sus primeras páginas supe que no era eso lo que pasaba allí, sino que, más bien, era un libro a la manera de Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro o de Manual del distraído de Alejandro Rossi o de Dietario voluble de Enrique Vila-Matas. O del mismo Pensamientos de un viejo de Fernando González. Es decir, que no se trataba de historias ficcionadas —cuentos mínimos—, sino de pequeños momentos (tal cual es el título) o anécdotas narradas tal y como ocurrieron. Esto último, claro, no quiere decir que dichos pasajes sean literales o que se propongan una fidelidad absoluta a la realidad o a la controvertible verdad de los hechos. El lenguaje, por supuesto, hace lo suyo.

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

129


Nora Arango es periodista, pero, sobre todo, es escritora, y es en la literatura donde se ha gastado gran parte de su tiempo (es autora del libro Bordados, de la novela Cuánto faltará, de los “juegos de intriga detectivesca” Los misterios del hotel Roc Blanc 1 y 2 —en asocio con Elkin Obregón—) y esto, a la hora de sentarse a escribir, se le nota. Es una escritora que cuenta breves historias personales en las que muestra su agudo sentido de observación y el olfato que le permite deducir dónde la realidad se tiñe con fragmentos de irrealidad o ficción, aunque esas pequeñas historias sigan siendo pura y dura realidad. Cuando un escritor se detiene a narrar instantes de su vida, sin prácticamente ninguna otra pretensión, es porque cree o ha aprendido que muchos de los momentos comunes y corrientes de la vida común y corriente encierran en sí mismos un halo de poesía, es decir, un quiebre de la realidad, algo extraordinario. Y porque confía, claro, en que el lenguaje, como digo arriba, hace lo suyo. Ribeyro dice que sus Prosas apátridas quieren parecerse a Le spleen de Paris de Baudelaire, ante todo en aquello del desorden, porque esos textos, en ambos casos, son “pies y cabeza a la vez, alternativa y recíprocamente”, dice el poeta francés. Y así son las páginas de Momentos: se pueden abrir en cualquier parte y continuar, o ir al principio y luego leer el último texto. Nadie ordena los momentos, ellos llegan como se van, aparecen en cada minuto. Si “los días, que uno tras otro, son la vida”, tal como dice el poeta Aurelio Arturo, hay que decir, también, que los momentos, uno tras otro, son el día. El escritor es un observador selectivo y a veces en eso consiste el arte de lo que hace. En las elecciones, en los filtros, en la depuración de todo lo que llega hasta él. Si a esa característica añadimos la de la mirada que se desplaza igual que una cámara de cine o de video, entonces tenemos el tono de las pequeñas prosas de Nora Arango. La descripción que se desplaza silenciosa y lentamente por el objeto de su atención y nos da, de cuerpo entero, una situación, un personaje o un instante. Como en “Viejitos” (27), cuando observa a la distancia un par de ancianos que parecen conversar airadamente, “arrebatándose” la palabra, pero al acercarse se percata de que en realidad cantan. En uno de los fragmentos de que se compone el libro citado de Ribeyro, este nos cuenta que a un ómnibus se suben varias “viejas y arrugadas”, y a continuación agrega que “se habían arrugado en el confort y la bonanza […],

130

sin grandeza, la vejez de la satisfacción”. Al igual que Nora Arango, Ribeyro agudiza y problematiza la observación, va con ella hasta el final. El ojo de un observador se detiene en una situación así y el interés de un escritor se propone descifrar el misterio o la curiosidad que en principio inspira una escena de este talante. Por eso existe este libro, Momentos, y por eso existen los libros que he mencionado. “Verano” (39) comienza como si se tratara de un cuento: “A un bus casi vacío se subió una mujer de blanco que lloraba”. Ya está creada una atmósfera de misterio en una frase. El interés del lector está garantizado sin inventar nada, bastó saber empezar. Las dos páginas que siguen no defraudan a ese lector “picado”. Y casi no pasa nada, no hay movimientos que estremezcan nada, solo hay una pequeña narración con las palabras que son. Queda, eso sí, otra vez, una aguda observación. Y es por todo esto que Juan José Hoyos dice en el comentario de la contratapa: “La fuerza de estas historias está más allá de la superficie. Su efecto delicado se apoya en una paradoja íntima, en una atmósfera, en una epifanía. Son, en realidad, iluminaciones. Momentos privilegiados en los que una mirada, un encuentro casual, un gesto, nos permiten vislumbrar el sentido más hondo de las cosas”. Momentos de Nora Arango tiene el encanto de los libros que no se proponen nada, pero que, al estar hechos con la delicada sustancia del silencio que significan las palabras bien escogidas para narrar las deliciosas e irremplazables vicisitudes de la cotidianidad, es un libro que narra la superficie, es decir, el lado más hondo de la realidad. Luis Germán Sierra J. (Colombia)

Ir a contenido >>


Entre mujeres y pecados

Que somos pecadores, es cosa cierta. Cada cual lleva el suyo y con él se acuesta y duerme, si puede. Y en eso que fue la noticia (que una novela lo es) de un pecado que miraba con los ojos brillantes, que olía a lo que se cocía en el fogón y a los aires que venían de la llanada y las montañas, los tiempos cambiaron, la tierra se movió como buscando puesto y las mujeres fueron y vinieron, haciéndose.

Abigaíl y Mariano, pecados

Una sombra Emperatriz Muñoz Pérez Editorial Universidad de Antioquia Medellín, 2016 276 p. Al mal hay que tenerlo cerca, es una forma de expiación

U

na sombra, la novela de Emperatriz Muñoz Pérez, comienza con una noticia sobre un pecado. Un pecado que nació y caminó en la sombra, lo mantuvieron escondido en el patio trasero de la casa, habló con las palabras que pudo (todas inconclusas o recortadas), jugó en la cocina y en la huerta, lloró y se burló, quiso que lo amaran y creyó que el mundo era un espacio reducido en el que las negaciones abundaban, un eso simple sin nombrar y perdido. Y este pecado, de conciencia inocente, fue concebido (el pecado siempre viene de afuera y no es él en sí mismo, sino en quien lo comete) por un pecador que reunió faltas e iras, formas de negarse y gente que lo siguió para bien y para mal. Y lo que sigue de ahí en adelante es lo que tenía que pasar, pues las cosas son como son y por eso se identifican, difieren y se entienden. Y la noticia que llegó fue un entendimiento, pero no se dio de repente, sino que hubo que juntar tiempos y escenarios, por cargas cuidadosamente amarradas, como las que llevan las mulas cuando avanzan monte adentro.

En la Historia de la fealdad, Umberto Eco habla de una estética de lo grotesco, que es una forma de la belleza, pues bello es todo aquello que se identifica y por eso tiene un espacio en el que no se confunde. O sea que se puede conocer, medir, situar y poner en relación. Y para el caso de Una sombra, Abigaíl (un pecado) y Mariano (otro pecado) son los feos de la novela y al mismo tiempo el conflicto que se plantea y su desarrollo en un mundo de noches y días, de gritos y soledades inmensas en las que los diablos se mantienen en fiesta. Abigaíl y Mariano son dos seres feos y al tiempo bellos que leen el mundo, que van por él chocando y rebotando y, al final, se anulan el uno al otro, desapareciendo los dos para que el pecado exista y no sea su propiedad exclusiva, sino que se extienda a otros y entonces todos compartan (incluyendo a los lectores) lo que duele, pues todo pecado es un dolor y cría otros. Abigaíl (que se parece a esa Abigaíl de la Biblia que le llevó una canasta con frutos al rey David para evitar un pecado) es una mujer-niña a quien esconden debido a que sufre un retardo mental que la hace babear y mantenerse en estado de inocencia pura, como Benjy el de El ruido y la furia (la novela de Faulkner), sin que haya salido de ahí (los retardados salen de cualquier parte, D’s cuide, como diría cualquier señora del barrio Belén), sino de la simiente de un negociante al que le va bien en todo menos en asuntos de moral, llevando la vida partida y mordida al lado de su mujer que no sale de su burbuja. Y su mundo es una reducción, un muro, muy distinto al de Abigaíl, en el que lo más pequeño es maravilloso. Incluso su hermana Paulina, que se achiquita para que Abigaíl sueñe que es de verdad y no una carga olvidada en la puerta de la cocina. Mariano (que se debió llamar así porque hubo un tiempo en el que la Virgen María se incluyó en los nombres de hombres y mujeres), es un hombre albino con un sol en las entrañas que lo carcome. Todo en él es blancura y por eso se lo nota en las oscuridades, en las propias y en las de los otros. Y va por la tierra

Ir a contenido >>

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

131


escapando de él mismo, mientras recoge ganado, alinea mulas, baja la cabeza, le escupen órdenes y, cada tanto, se esconde para mirar al diablo a la cara. Y si bien en Una sombra no hay diablos impertinentes como los de Isaac Bashevis Singer, sí hay muchos que lo parecen, así que el diablo no existe de forma pero sí de contenido en otros y, en Mariano, el diablo es blanco al extremo como seguramente fue Lucifer, según dicen las crónicas. Abigaíl y Mariano son dos pecados, el primero simple y lleno de encantos pobres (lo que logra mirando animalitos o entre los peroles de la cocina), y el segundo una furia de viento que no anida en ninguna parte. Quizá Mariano sea uno de esos invocados de los que conversaron en la puerta del infierno, como escribió Manuel Mejía Vallejo. Y entre el pecado de la inocencia y el de la rabia, la novela de Emperatriz fluye con hechos y paisajes, interiores de casas y calles llenas de testigos, alguna historia de amor comprometido y muchos fines del mundo que brotan de Abigaíl cuando está desesperada. Y entre esos dos pecados, los demás personajes, incluido el cojo Hernán, que va de uno a otro alimentado pecados veniales.

Una sombra y la cultura Las mujeres han sido las transmisoras de la cultura: la culinaria, el vestuario, el interior y la disposición del hogar, las creencias, el lenguaje, lo prohibido y lo permitido en la intimidad, las apariencias si están forzadas, lo que se puede decir y eso frente a lo cual hay que guardar silencio. Cocinas y salas, puestos del mercado y quicios de las puertas han sido el espacio propicio para las historias de las mujeres (de esas historias se alimentó Tomás Carrasquilla). Y en la novela de Emperatriz Muñoz Pérez la cultura se manifiesta página a página: en el lenguaje, en las descripciones, en los conflictos y los sueños, en el trabajo y todo esto que nos certifica en un lugar sobre la tierra, siendo nosotros y no otros, pero no en un asunto de meras costumbres, sino enfrentando el pecado, que es lo que más duele en cualquier parte. El término costumbrismo no es una cuestión de añoranzas sino de la literatura. ¿No es una novela con costumbres Los hermanos Karamazov de Fedor Dostoyevski? ¿Qué decir de Bendición de la tierra de Knut Hamsun? ¿Cómo entender a Isaac Bashevis Singer sin las costumbres de los judíos polacos? Así que Una sombra es una buena novela, bien contada, con costumbres necesarias para contextualizarla en un lugar y en un tiempo. Y con un buen conflicto: la condición de pecado de unos seres humanos.

132

La cultura contiene los referentes necesarios para entender el mundo y no perdernos en él. Y que una novela como Una sombra se sitúe en un espacio y tiempo determinados, que no evada lo que pasa y profundice en una situación, ya la hace necesaria para entendernos aquí y en todos estos ahoras que configuran el pasado y se crían en el presente, diciéndonos quiénes fuimos para ser lo que somos, porque la historia que relata Emperatriz no es extraña, solo que hace parte de lo que se oculta. Y en este ocultar lo uno y lo otro, en quitarle las palabras que lo definen, la escritora entra en lo escondido y lo hace florecer. Así que lo que pasó, pasó y es parte de lo que pasa. Y no como una historia oficial ni un parte documental sino como literatura, que es lo que más llega a las entrañas y se conserva en la memoria. Y que haya pasado o no como lo escribió Emperatriz, es lo de menos. Las palabras en orden de la novela ya lo han hecho existir. Y quizá esto sea lo más bello de la literatura, que cuenta lo que pudo pasar y ya, cuando el lector entra en el libro, el asunto está pasando: son mujeres y pecados a lo largo de 276 páginas que describen una sombra que está ahí, moviéndose. Memo Ánjel (Colombia)

Ir a contenido >>




Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.