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Capítulo II
from INDUSTRIA EDITORIAL
El Infinito en un Junco El impulso que movía a Alejandro, la razón de su energía desbordante, capaz de lanzarlo a una expedición de conquista de 25.000 kilómetros, era la sed de fama y de admiración. Creía profundamente en las leyendas de los héroes; es más, vivía y competía con ellos. Tenía un vínculo obsesivo con el personaje de Aquiles, el guerrero más poderoso y temido de la mitología griega Lo había elegido de niño, cuando su maestro Aristóteles le enseñó los poemas homéricos, y soñaba con parecerse a él. Sentía la misma admiración apasionada por él que los chicos de hoy en día por sus ídolos deportivos.
Cuentan que Alejandro dormía siempre con su ejemplar de la liada y una daga debajo de la almohada.
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Alejandro no volvería a ver la ciudad. Menos de una década más tarde, regresaría su cadáver. Pero en el año 331 a. C., cuando fundó Alejandría, tenía veinticuatro años y se sentía invencible.
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El Infinito en un Junco Era joven e implacable. De camino a Egipto, había vencido dos veces seguidas al Ejército del Rey de Reyes persa. Se apoderó de Turquía y Siria, declarando que las liberaba del yugo persa. Conquistó la franja de Palestina y Fenicia; todas las ciudades se le rindieron sin ofrecer resistencia, salvo dos: Tiro y Gaza. Cuando cayeron, después de siete meses de asedio, el libertador les aplicó un castigo brutal. Los últimos supervivientes fueron crucificados a lo largo de la costa una hilera de dos mil cuerpos agonizando junto al mar.
Vendieron como esclavos a los niños y las mujeres. Alejandro ordenó atar al gobernador de la torturada Gaza a un carro y arrastrarlo hasta morir, igual que el cuerpo de Héctor en la llíada. Seguramente le gustaba pensar que estaba viviendo su propio poema épico y, de vez en cuando, imitaba algún gesto, algún símbolo, alguna crueldad legendaria.
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El Infinito en un Junco Otras veces, le parecía más heroico ser generoso con los vencidos. Cuando capturó a la familia del rey persa Darío, respetó a las mujeres y renunció a usarlas como rehenes Ordenó que siguieran viviendo sin que las molestaran en sus propios alojamientos, conservando sus vestidos y joyas. También les permitió enterrar a sus muertos caídos en batalla.
Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único. Para que existiera un nuevo ejemplar, alguien debía reproducirlo letra a letra, palabra por palabra, en un ejercicio paciente y agotador. Había pocas copias de la mayoría de las obras, y la posibilidad de que un determinado texto se extinguiese por completo era una amenaza muy real. En la Antigüedad, en cualquier momento, el último ejemplar de un libro podía estar desapareciendo en un anaquel, devorado por las termitas o destruido por la humedad. Y, mientras el agua o las mandíbulas del insecto actuaban,
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El Infinito en un Junco una voz era silenciada para siempre. De hecho, esa pequeña obra de destrucción sucedió muchas veces.
En aquel tiempo, los libros eran frágiles. Todos tenían, de partida, mayores probabilidades de desvanecerse que de permanecer. Su supervivencia dependía del azar, de los accidentes, del aprecio que sentían sus propietarios hacia ellos y, mucho más que hoy, de su materia prima. Eran objetos endebles, fabricados con materiales que se deterioraban, se rompían o se disgregaban. La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y prácticos la duración, el precio, la resistencia, la ligereza del soporte físico de los textos. Cada avance, por intimo que pudiera parecer, incrementaba la esperanza de vida de las palabras.
El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo, nos im-
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El Infinito en un Junco primen en la tripa una gran «O», el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida.
El artista moderno tiene la obligación de ser original; debe ofrecer algo nuevo, nunca visto. Cuanto más rompedora parezca su obra respecto a la tradición y las normas, mejores críticas recibirá. Cada creador intenta ser rebelde a su manera como todos los de-
más, seguimos siendo fieles a un conjunto de ideas románticas, la libertad es el oxígeno de los verdaderos artistas, y la literatura que nos importa es aquella que construye mundos propios, un lenguaje liberado de convencionalismos y formas inexploradas de narrar.
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El Infinito en un Junco No era así para los romanos. Ellos querían una literatura lo más parecida posible a la griega. Por eso copiaron uno a uno sus géneros la épica, la lírica, la tragedia, la comedia, la historia, la filosofía, la oratoria.
Adoptaron las formas métricas de los griegos, que no encajaban bien en su lengua y al principio hacían que sus poemas sonarán artificiales y postizos. Construyeron bibliotecas dobles como torres gemelas para subrayar la hermandad. Creyeron que podrían superar a los mejores si los imitaban sin disimulo. Asumieron voluntariamente un conjunto enorme de limitaciones y moldes importados. Y lo sorprendente es que, con tan rígidas normas, esta literatura esquizofrénica creó algunas obras maravillosas.
Hasta tiempos muy recientes, solo se dedicaban a la literatura los ricos o las personas que merodeaban a su alrededor al acecho de sus encargos y su dine-
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